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EL RASTRO ,..,...

DE CAIN
Una aproximaci6n filos6fica
a los conceptos de guerra,
paz y guerra civil

Jorge Giraldo RanTtrez


El rastro de Caín. Una aproximación
filosófica a los conceptos de guerra,
paz y guerra civil

Registro ISBN: 958-9231 30-6

©Jorge Giraldo Ramírez


©Foro Nacional por Colombia,
Escuela Nacional Sindical y
Corporación Viva la Ciudadanía

Primera Edición
Bogotá, febrero de 2001
Coordinación Editorial: Hernán Suárez
Carátula: Carlos Sánchez Eraso
Diseño e ilustraciones: Mauricio Suárez Acosta
Impresión: Servigraphic Ltda.
CONTENIDO

Introducción . . . . . . . . . . . . . 7
Nota de agradecimientos . . . . . . . . 11
Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . 13
Primera parte: Diferentes nombres, cosas
distintas
Capítulo 1. El espectro de la guerra . . . . 25
Capítulo 2. Las pretensiones de la paz . . . 73
Segunda parte: La espada y la balanza
Capítulo 3. La justicia de la guerra y de la paz 123
Tercera parte: Como leones y corderos
Capítulo 4. La guerra y la paz en la unidad
política . . . . . . . . . . . . . . . 175
Bibliografía . . . . . . . . . . . . . 229
Nota excéntrica . . . . . . . . . . . . 241
Índice General . . . . . . . . . . . . 243

3
A Carlos Prada González, mi hermano Enrique,
decimoctavo Buendía muerto
en los azares de la guerra y de la paz
el 22 de septiembre de 1993.
Un símbolo de nuestra tragedia.

5
INTRODUCCIÓN
y resultará imposible sentir respeto por quienes
no hayan tenido ni corazón ni ojos
para lo que ocurría en esos sitios.
Ernst Jünger, La paz, 1944.

Somos de la estirpe de Caín, recuerda con frecuencia


­Ernst Jünger en sus hermosos textos, y hemos heredado
sus llamas, dice en alguna canción uno de mis héroes pre-
dilectos. La guerra es una marca imborrable en la historia
de los seres humanos, marca viva que amenaza nuestra
existencia física y política. En especial, nos distingue a los
colombianos como la ceniza en la frente de los diecisiete
Aurelianos. ¿Qué clase de filosofía es la que se margina de
ésta y otras tragedias?
El objetivo de este trabajo es discutir los conceptos de
guerra y paz, la forma como se ha entendido la justicia de
la guerra y la paz, y las nociones específicas de guerra civil
y paz civil. Ello ha implicado hacer una genealogía de los
conceptos e identificar las transformaciones que han su-
frido para formular unas acepciones firmes que permitan
interpretar los fenómenos antes y después de la moderni-
dad o, en todo caso, por fuera de los paradigmas domi-
nantes en el pensamiento moderno.
7
8 Instroducción

Con tal propósito se desarrollan dos alegatos. El primero,


contra las ideas modernas que sujetan la guerra a la noción
de Estado, que convirtieron un concepto social en jurídico,
que sirvieron de justificación a los intereses de la burguesía,
ocultando a la sociedad civil, ilegalizando la guerra civil y
avalando las guerras de los poderosos. El segundo, contra
toda base teórica que pueda servir de apoyo a la guerra,
incluyendo las llamadas guerras populares. Aquí mi inten-
ción apunta en la dirección utópica de eliminar la guerra y
construir sociedades que reúnan las características necesa-
rias para tramitar las diferencias por otras vías.
Siguiendo la tradición de la filosofía política, parto de
nociones fuertemente descriptivas para elaborar algunos
esbozos de marco normativo respecto a lo que serían las
guerras justas, el tratamiento de las guerras civiles y las
condiciones en que debe ser posible una paz civil.
La estructura del trabajo integra tres partes y cuatro
capítulos: la primera parte abarca la discusión sobre los
conceptos de guerra y paz, dedicando a cada uno de ellos
un capítulo. El concepto de guerra se discute, enfrentán-
dolo, para distinguirlo de la idea de situación polémica,
buscando efectuar una separación clara entre la guerra
y cualquier otro estado conflictivo. La conclusión abo-
ga por un reencuentro de la noción antigua de la guerra,
«clásica» la llamo en el texto. De algún modo es una toma
de partido por Clausewitz contra Hobbes y Foucault. El
concepto de paz se discute alrededor de la antinomia paz
negativa-paz positiva, revisando las maneras plurales de
entender la paz, para terminar proponiendo una idea de
paz mínima. Se trata de un rescate de la modestia concep-
tual de san Agustín y santo Tomás ante las ideas sobrecar-
gadas de Johan Galtung.
La segunda parte aborda el problema de la guerra jus-
ta, sigue su evolución desde los preceptos tomistas hasta
El Rastro de Caín 9

el nuevo derecho internacional público pasando por el Ius


Publicum Europaeum (Derecho Público Europeo), para
rematar aventurando un marco contemporáneo de la jus-
ticia de la guerra. A lo largo del capítulo se expone la
controversia entre la teoría clásica de la guerra justa en-
carnada en Francisco de Vitoria y la apología que Carl
Schmitt hace del Derecho Público Europeo.
En la tercera parte se discuten los contenidos básicos de
la noción de guerra civil, se reconstruye una historia de lo
que sería una teoría de la guerra civil justa y se propone
un marco normativo para la justicia de la guerra civil, la
paz civil y la forma de comprender la sociedad civil en las
unidades políticas escindidas por las armas.
Cada parte y cada capítulo tienen introducciones espe-
cíficas que buscan justificar y presentar las discusiones.
Me he esforzado por mantener la reflexión en un pla-
no teórico y general, aunque todas las discusiones están
acompañadas por alusiones históricas. Para cualquier lec-
tor, y para mí, es imposible leer estas líneas sin pensar en
Colombia. Sin embargo, debo aclarar que me esforcé por
hacer una reflexión «cable a tierra» de la guerra pero sin
dejarme atrapar por la compleja situación del país. Esto
no excluye que crea en la pertinencia y utilidad de este
debate a propósito de un drama peculiar como el nuestro.
Las palabras no matan pero la confusión, deliberada
o inocente, contribuye a enormes equívocos, nos coloca
a menudo en posiciones en las que no queremos estar y
da falsas impresiones a quienes hacen la guerra. Este tra-
bajo clama por un mayor compromiso de la intelectua-
lidad con la paz y con una crítica implacable del poder.
En las s­ ociedades contemporáneas el poder armado sigue
siendo un factor decisivo, y en las sociedades en guerra
civil el poder armado está disperso. La intelectualidad que
defiende los poderes armados comete «la traición de los
10 Instroducción

clérigos». En las sociedades en guerra civil los débiles son


los que están desarmados; ninguna opción progresista y
justiciera puede estar con los fuertes. Éstos son instintos
que aprendí y que sigo defendiendo.

Jorge Giraldo Ramírez


Capítulo 2.
Las pretensiones de la paz
Cuando nos referimos al concepto de paz surge inmedia-
tamente el contraste con las precisiones que efectuamos
sobre el concepto de guerra. Hay una diferencia funda-
mental entre el carácter equívoco de la paz y el unívoco
de lo que aquí llamamos el concepto clásico de la guerra.
No existe un concepto clásico de la paz.
A partir de un ejercicio semántico con personas de dis-
tintas nacionalidades que indagaba por los significados de
la palabra desde los puntos de vista personal, religioso o
legal, Wolfgang Dietrich observó que las diferencias lin-
güísticas no se refieren a vocablos distintos que nombran
la misma cosa sino que aluden a diferentes significados,
por lo que concluye que «la paz significa cosas distintas
no sólo en cada área cultural sino también en cada época
dentro de la misma área cultural.1
Poniendo en términos descriptivos una observación de

1.  Wolfgang Dietrich, «22 argumentos en torno a la interpreta-


ción de paz, desarrollo y ecología en la historia europea», en http:/
members.magnet.at/w.dietrich/spanish.htm, p. 3. Anunciado para
su publicación en Eloísa Nos (ed.), Paz y conflictos en el fin del
milenio, Castellón, Madrid, 2000.

73
74 Las pretensiones de la paz

Iván Illich, 2 relevante para una filosofía de la paz, pode-


mos decir que mientras el concepto clásico de guerra goza
de universalidad, la idea de la paz ha sido siempre distinta
según el momento histórico, la cultura o la vertiente de
pensamiento en que se construya. Parece que el castigo
divino de la confusión de las lenguas en Babel hubiera
tenido esta terrible particularidad y no nos hubieran con-
tado la historia completa.
La universalidad de la paz radica sólo en la común as-
piración a ella. Ya san Agustín (354-430) se había perca-
tado de que «tampoco hay quien no guste de tener paz», y
tras constatar la existencia de múltiples perturbadores de
la paz deduce que también quieren la paz, sólo que es «la
que ellos desean».3 Por tanto, se puede explicar la multi-
plicidad de conceptos de paz por la pluralidad de ideas de
lo bueno. En otros términos, en la elaboración del signifi-
cante concurren ya los diversos significados.
En nuestro caso, el de la cultura occidental, la palabra
paz tampoco tiene una etimología inequívoca. Los dic-
cionarios suelen coincidir en la raíz latina pax para se-
pararse inmediatamente en los significados inmediatos:
mientras Cabanellas lee pax como tranquilidad o sosiego,
Corominas lo hace como pacto, dándole inmediatamen-
te el contenido político de «firmar un tratado o pacto».4
Emmanuel Kant (1724-1804), por su parte, ha querido

2.  lván Illich, «Desvincular paz y desarrollo», en Alternativas II,


México, Joaquín Mortiz Ed., 1988, p. 167. Citado en Dietrich,
ibid., p. 4.
3. San Agustín, La ciudad de Dios, México, Porrúa, 1998, 19,
12, p. 479.
4. Guillermo Cabanellas, Diccionario Enciclopédico de Derecho
Usual, Buenos Aires, Heliasta, 1981, T. VI, p. 166. J. Corominas;
J.A. Pascual, Diccionario Crítico-etimológico Castellano e Hispá-
nico, Madrid, Credos, 1980, T. IV, p. 444.
El Rastro de Caín 75

encontrar el origen en la voz pah‑cio que los griegos «pro-


nunciarían como pax» y que vendría de la tibetana pah­
cio, que significa «el que promulga la ley», lo que utiliza
como inmediato argumento para su teoría.5 Con la raíz
pax se relacionan ideas tan disímiles como país o trabajo.
La propia investigación filológica está cargada de inten-
cionalidad y normativismo.
La necesidad de abordar la noción de la paz no deriva
de una desfiguración de un concepto claro que luego nos
llega podrido de malentendidos, roído de omisiones y con
añadidos inusitados, como diría Marguerite Yourcenar,
aunque como veremos, su oscuridad está en el origen mis-
mo de la palabra.
En lo que sigue, por tanto, me propongo elaborar un
contenido de la palabra paz que ha de ser por fuerza políti-
co (y trata de ser lo menos normativo posible), empezando
por discutir la noción más simple y descriptiva de la paz
y examinando sus objeciones más notables. Remontarse
hasta el medioevo cristiano me ha parecido indispensable
por estar allí el núcleo de las ideas centrales en el debate
sobre el objeto de la indagación, por constituir un ingre-
diente decisivo en las posteriores elaboraciones —incluso
las más radicalmente seculares— y por resaltar el marco
cultural en el que se mueve esta reflexión.

1. La paz política
En su doctrina, san Agustín distingue nueve tipos de
paz que van ascendentemente desde la paz del cuerpo has-
ta la paz de la ciudad celestial, y que podríamos agrupar
de diversas maneras. Acá nos interesa examinar «la paz
de los hombres, la ordenada concordia.6

5.  Immanuel Kant, La paz perpetua, México, Porrúa, 1990, nota


8, en el art. 3 de la Sección Segunda, p. 228.
6.  San Agustín, ibid., 19, 13, p. 482.
76 Las pretensiones de la paz

La concordia es de dos tipos: la paz de la casa y la paz de


la ciudad. Existe un «tercer grado de la política humana»,
que es el «orbe de la Tierra», pero en dicho espacio habi-
tan las naciones extranjeras «con quienes se ha sostenido
y se sostiene continua guerra».7 Debemos deducir que en
el ámbito de la política pueden existir la paz doméstica y
la paz terrenal, entendida como paz de la ciudad, no así
una paz del orbe que vive en guerra perpetua. Así, la paz
política se distingue de la paz específica del cuerpo y del
alma, de la paz del hombre con Dios y de la paz celestial.
Lo peculiar de la paz política, como luego va a señalar
santo Tomás, es que se da «de hombre a hombre».
En su estudio sobre la paz, santo Tomás de Aquino
(1225-1274) retoma el planteamiento de san Agustín para
proponer su noción de paz y los subsiguientes pecados que
se oponen a la paz, con una primera diferencia y es que él
incluye en la paz política también al orbe todo; no limita
la paz y la preocupación por ella al campo del nosotros
sino al de todos los hombres. En adelante asumo la idea
de la paz política en un sentido universal o que se abstrae
de territorialidades parciales.
La paz es unión de apetitos: con esta expresión el Aqui-
nate se ancla en la tradición clásica que concibe el πολεμοσ
(polemos) y el duellum como escisión, y construye una
noción de paz como opuesta a aquellos, aunque conser-
vando la idea de polemos en términos metafísicos. La paz
es así un concepto extenso (genérico) que incluye diversas
especies, una de las cuales es la concordia, también llama-
da por los intérpretes paz social,8 y que aquí llamaremos

7.  Ibid., 19, 7, pp. 476-477.


8.  Santiago Ramírez, «Introducción General al Tratado de la Ca-
ridad», en santo Tomás de Aquino, Suma Teológica (II, II, q. I-q.
46, «Tratados de la fe, la esperanza y la caridad»), Madrid, BAC,
1959, Vol. VII, p. 907.
El Rastro de Caín 77

paz política, manteniendo el sentido aludido para evitar


confusiones con la idea de paz social que aparecerá en la
modernidad asociada a la irrupción de la cuestión social.
La concordia es diferente de la paz personal: «A la paz
se opone una doble disensión: la del hombre consigo mis-
mo y la del hombre con otro. A la concordia se opone sólo
esta segunda».9 Por tanto, «queda dicho que una doble
unión es esencial a la paz. Una, resultante de la composi-
ción de los propios apetitos en uno, y otra, resultante de la
unificación del apetito propio con el ajeno.10
La concordia, paz política, es una especie del concepto
de paz que a su vez es acto de la caridad. De qué tipo de
especie se trata lo podemos ver con mayor precisión cuan-
do el doctor Angélico analiza lo que llama pecados contra
la paz con el prójimo, «y en primer lugar, la discordia,
que está en el corazón. En segundo lugar, la porfía, que
está en la palabra. Y, por último, lo tocante a la acción: el
cisma, la riña, la guerra y la sedición».11
Todos estos pecados se pueden resumir en el vicio de la
disensión que se opone a la paz.12 Se disiente de palabra
o de obra, pero cuando se disiente es porque existe una
cesura en el corazón, lo que no siempre es malo pues tie-
ne sus excepciones. Empero, los actos que se oponen a la
concordia como paz política, en tanto comprometen a la
multitud (multitudinis), son claramente la guerra y la sedi-
ción. La guerra que es «como de multitud a multitud» y la
sedición que «se da entre las partes de una ­muchedumbre
que disienten entre sí.13 En contraste la riña, que presenta
la misma forma de la guerra, se diferencia porque es pri-

9. Tomás, ibid., II, II, q. 29 a. 1, p. 921.


10.  Ibid., II, II, q. 29 a. 1, p. 921.
11.  Ibid., II, II, q. 37, prólogo, p. 1.054.
12.  Ibid., II, II, q. 29, a. 4, p. 926.
13.  lbid., II, II, q. 42 a. 1, p. 1.090.
78 Las pretensiones de la paz

vada y compromete a unos pocos, no siendo evidente que


atente contra el bien de la paz que se expresa en la unidad
de la multitud.
Las diferencias con el cisma son más notables. El cisma
habla de la unión espiritual, no de la unión temporal; el
cisma no implica lucha corporal, mientras que ésta es sus-
tancial a los otros tres pecados de obra. Es decir, a pesar
de ser agrupados por su característica de acción contra la
paz, el cisma, la riña, la guerra y la sedición tienen dife-
rencias notables entre sí, de las cuales interesa destacar
aquí aquellas que hacen de la guerra y la sedición obras
políticas opuestas a la concordia, entendida como paz po-
lítica.
Este rigor para identificar diferencias en un concepto
complejo y extenso como el de paz, permite que tanto san
Agustín como santo Tomás admitan no sólo una plurali-
dad de paces sino también destiempos en la realización de
ellas. Puede haber paz en la unidad política y guerra en
el exterior, paz del hombre con Dios y sedición, hay una
coexistencia de algunas especies de paz con otras especies
de disensión en el mismo tiempo, lugar y sujeto. El prin-
cipio de contradicción sólo se aplica a la misma especie,
por ejemplo, no puede haber sedición y paz en la sociedad
política al mismo tiempo. De esta manera los teólogos
medievales aparecen como realistas y moderados respecto
al maximalismo de ciertos adalides de la paz en los finales
del siglo XX y en la transición al XXI que pregonan con-
cepciones omnicomprensivas.
Visto desde hoy, uno de los máximos alardes de pru-
dencia que hace un teólogo a ocho o dieciséis siglos de
distancia es demostrar que puede existir un concepto exi-
gente de paz que implica el orden perfecto y la unidad del
todo, pero que tal concepto no es realizable en la Tierra
y que, por tanto, no pertenece al ámbito de la política.
El Rastro de Caín 79

San Agustín usa su famosa metáfora de la ciudad de Dios


para distinguirla de la ciudad del hombre y conferirle un
espacio y un tiempo a la paz celestial —distinta a la paz
terrenal—, una paz que a veces se siente tentado a dejar
de llamarla paz nombrándola como «vida eterna», pero
que finalmente denomina con escrúpulo como «paz de la
vida eterna o vida eterna en la paz». Santo Tomás llega a
formular una idea de paz verdadera y perfecta que coin-
cide con la del obispo de Hipona y la separa de manera
taxativa de «la que se tiene en este mundo».14 Esa paz que
lo abarca todo, esa Nueva Jerusalén que preconiza Isaías,
no es posible aquí en la dimensión terrena. La paz política
es bastante más modesta.
Queda así hecha una primera delimitación de la dis-
cusión sobre la paz que pretendo efectuar. No se trata de
la paz personal ni de la paz evangélica, no es la paz con
el cosmos, no se trata de las perturbaciones del corazón
ni de la ausencia de moderación en el lenguaje; es la paz
política, la de las muchedumbres, y que en lo sucesivo de-
nominaremos simplemente paz. Ya en el Capítulo prime-
ro he presentado los argumentos para llamar guerra, a
lo que la máxima figura de la Orden de los Predicadores
nombra como guerra y sedición.

2. Paz negativa y paz positiva


Si prestamos atención a la argumentación de santo To-
más, él empieza por analizar la virtud de la caridad, su-
jeto, objeto y orden suyos, para terminar con los actos
de la caridad (cuestiones 27 a 33). Sólo entonces presenta
los vicios contrarios a la caridad, y luego va a la paz, que
es acto suyo (cuestiones 37 a 42). Es un edificio racional
que parte de unos conceptos y luego contrasta sus opues-

14.  Ibid., II, II, q. 29 a. 2, p. 923.


80 Las pretensiones de la paz

tos. Se trata de un ejercicio totalmente lógico, conceptos


­positivos y conceptos negativos. He de explicitar que no
se trata esencialmente de un criterio valorativo, aunque lo
incluya. Ya había señalado más arriba, que cuando el de
Aquino discute los pecados contra la paz no señala nece-
sariamente términos moralmente negativos. De ninguna
manera. La discordia y la porfía no siempre son malas, la
guerra tampoco. En lo que nos interesa, hace una defini-
ción en términos lógicamente positivos de la paz e identi-
fica sus contrarios. Lo mismo en lo tocante a la especie de
la concordia, aunque sus referencias aparezcan mezcladas
en diversas cuestiones de nivel superior.
Cuatro siglos después, Francisco Suárez en su propio
Tratado de la Caridad, se va a detener en esta sutileza
tomista diciendo que
hay que examinar dos aspectos de la paz. Un elemento
positivo, que primeramente consiste en la armonía de
voluntades y consecuentemente en la unidad de crite-
rios, de fines y de palabras. Existe otro elemento ne-
gativo. Implica renunciar a todos aquellos actos que
disuelvan esa armonía.15

De aquí se desprende una primera gran división de la


paz: la paz positiva, de nuevo entendida como unión, y la
paz negativa entendida como la abstención de todo acto
que atente contra esta unidad. Aquí notamos con mayor
claridad que se trata de una distinción lógica, análoga a la
que Isaiah Berlin ha popularizado en la filosofía política
contemporánea entre libertad positiva y libertad negativa.
Insisto, la paz negativa no es un valor negativo.
Esta distinción ha tenido algún éxito, como se refleja
en las obras de Norberto Bobbio y Alfonso Ruiz Miguel,

15.  Suárez, p. 209.


El Rastro de Caín 81

pero al parecer fue Johan Galtung quien la relanzó en


1964,16 aunque con pareceres e intenciones bastante di-
símiles.
La más perfecta definición de la paz negativa es la
que ofrece Norberto Bobbio: «¿Qué entiendo yo por
paz? Entiendo un estado de ausencia de guerra».17 O
Raymond Aron: «La paz es la no‑guerra».18 Se trata de
una idea ciertamente minimalista, pero que muestra la
solidez y concreción de una piedra frente a la multipli-
cidad de interpretaciones de la paz, a la complejidad
que ofrece una sinonimia con «unión» y a los enormes
problemas teóricos que suscita la equivalencia con «ar-
monía».
Los problemas que anotamos en la introducción de este
capítulo se han resuelto a través del tiempo, elaborando
un concepto negativo de la paz. Cuando tenemos dos con-
ceptos antagónicos y uno es más preciso en relación con
el otro, sin duda que el primero tiende a convertirse en el
término fuerte del binomio y el segundo termina definién-
dose por oposición. Bobbio añade que «el término fuerte
es aquel que indica el estado de hecho existencialmente
más relevante».19 Ello está avalado en el sentido común
por expresiones del tipo «uno no sabe lo que tiene has-
ta que lo pierde». De igual modo valoramos la paz sólo
cuando la perdemos, convirtiendo el factor de pérdida (la
guerra) en el determinante.20

16. Bobbio, Los problemas de la guerra, pp. 204; Alfonso Ruiz


Miguel, La justicia de la guerra y de la paz, Madrid, CEC, 1988,
pp. 355; Johan Galtung, «Editorial», Journal of Peace Research,
Vol. 1, N.º 1, pp. 1-4.
17.  Norberto Bobbio, El tercero ausente, p. 253.
18. Aron, Pensar la guerra, 1987, Vol. II, p. 177.
19. Bobbio, Los problemas de la guerra, 1992, p. 161.
20.  La historia también parece sustentarlo. En Sumer y Grecia,
82 Las pretensiones de la paz

Si la paz es la ausencia de ese peculiar enfrentamien-


to de grupos mediante la violencia organizada que es la
guerra, es paz el estado que pone fin a una guerra y, al
mismo tiempo, el estado intraestatal o interestatal en que
subsisten otro tipo de conflictos y de violencias distintas a
las que caracterizan la guerra.
No sólo es posible distinguir teóricamente un concep-
to puramente negativo, también empíricamente. La figura
del cese al fuego representa un recurso al que se apela a
menudo y muchas veces da lugar a un período de rela-
ciones pacíficas, no necesariamente amigables, especial-
mente en el terreno interestatal. Por ejemplo, entre 1989
y 1996, 24 guerras en el mundo, sobre 66, terminaron
con ceses al fuego.21 La guerra de Corea (1950-1953) ter-
minó oficialmente con un acuerdo de tregua firmado en
Panmunjom que se mantiene desde entonces, y que nadie
seriamente, a no ser apelando a un argumento puramente
jurídico, se osaría a negar como paz.
En muchas otras ocasiones el fin de cualquier guerra
real tiene implicaciones adicionales al mero cese de hosti-
lidades. En consecuencia, buena parte de las ideas negati-
vas de paz implican alguna idea positiva de la misma, por
mínima que ella sea. Para examinar algunas de las ideas
más importantes de paz negativa y paz positiva, apelaré a
los casos que presenté en el Capítulo primero como con-
cepto clásico de paz y ejemplos de situación polémica.

«ciudades demasiado pequeñas como para no molestarse mutua-


mente, conocían la paz como una interrupción de la guerra, y no
al contrario». Jacques Harmand, La guerra antigua. De Sumer a
Roma, Madrid, EDAF, 1976, p. 35.
21.  Vincenç Fisas, Cultura de paz y gestión de conflictos, Barcelo-
na, Icaria‑­Unesco, 1998, p. 49. Divulgando estadísticas del Depar-
tamento de Investigación sobre Paz y Conflictos de la Universidad
de Uppsala.
El Rastro de Caín 83

3. Negación del concepto clásico de guerra


Si la peculiaridad de la guerra es la organización de
la violencia, a través de ejércitos y estrategias, el simple
fin del uso de esos recursos se conoce como paz y, más
precisamente, como paz negativa. La paz negativa es la
negación perfecta de la guerra. Esto implica que la míni-
ma idea de paz positiva es el tratado de paz. En el terreno
interestatal el tratado de paz es un instrumento jurídico
que establece los términos en los que termina la guerra y
en que continúan las relaciones entre los contendientes.
Los términos del tratado de paz los dictan las condicio-
nes en que haya terminado la guerra y si ellas arrojan un
claro vencedor, esos términos han de expresar la voluntad
de éste, independientemente de que pueda ser calificada,
justa o injusta, onerosa o generosa.
La paz en la sociedad internacional es, así,
la suspensión, más o menos duradera, de las modalida-
des violentas de la rivalidad entre unidades políticas…
las paces se fundan en el poder, es decir, en la relación
entre las capacidades de actuar unas sobre otras que
posean las unidades políticas. 22

Para Aron se pueden dar tres tipos de paz: por el equi-


librio, la hegemonía y el imperio, dependiendo de los
espacios históricos y la correlación de fuerzas entre las
fuerzas contendientes. La coexistencia en el plano de las
­relaciones entre Estados es el primer signo distintivo de la
paz, y d
­ urante milenios no ha implicado ni siquiera algún
tipo de relaciones entre ellos.
Otra cosa sucede en el caso de una guerra entre conciu-
dadanos. Al interior de la misma unidad política la simple

22.  Raymond Aron, Paz y guerra entre naciones, Vol. 1, Madrid,


Alianza Editorial, 1985, p. 198.
84 Las pretensiones de la paz

coexistencia es un imposible; el prerrequisito de ella es la


convivencia, que es bastante más exigente. Aun esta paz
mínima al interior de un Estado exige un acuerdo de con-
vivencia que construya lazos duraderos entre los asocia-
dos, de lo contrario el fin de los combates sería temporal
o se abriría paso la división definitiva de la sociedad (en
varios Estados, por ejemplo). Este tema se trata en el Ca-
pítulo cuarto.
La preocupación que guía a todos los pensadores que
convienen en lo que hemos llamado concepto clásico de
guerra, es la de mantener una clara distinción entre la gue-
rra y la paz. Sin embargo, la paz negativa puede alcanzar su
expresión más pura en las relaciones entre Estados, mien-
tras demanda condiciones adicionales cuando se trata de
terminar una guerra en el seno de una unidad política.

4. Negación de la situación polémica


En este numeral expondré las ideas de paz correlati-
vas a las de situación polémica expuestas en el Capítu-
lo primero, y las conclusiones más importantes para la
construcción de un concepto de paz. A diferencia de aquel
capítulo, en el que seguí un orden expositivo cronológico,
aquí iré desde la paz sin aditamentos de Clausewitz hasta
la paz imposible de Foucault-Boulainvilliers.
Por definición, el concepto de situación polémica es
más extenso que nuestro concepto clásico de guerra. Una
negación lógica de cualquier noción de situación polémica
conduce a una idea de paz más amplia que la simple paz
negativa.

La distinción entre paz y victoria


Cuando Clausewitz define la guerra, recurre a la no-
ción heurística de la guerra absoluta, estableciendo tres
casos extremos y resaltando tres acciones recíprocas res-
El Rastro de Caín 85

pectivas, que después le permiten precisar las notas carac-


terísticas de la guerra real. En abstracto, la fuerza física
llevada al extremo permite esbozar lo que sería una gue-
rra absoluta. En concreto, cada tentación de llegar al ex-
tremo se ve limitada por la reacción del contrario y en esta
dialéctica es que se presenta la guerra real. La segunda
acción recíproca consiste en que
mientras no haya derrotado a mi oponente, tengo que
albergar el temor de que sea él quien pueda derrotarme.
Por tanto, no soy ya dueño de mí mismo, sino de aquél
que me justifica, al tiempo que yo lo justifico a él.23

La tercera se da porque «si queremos abatir a nuestro


oponente, tenemos que regular nuestro esfuerzo de acuer-
do con su poder de resistencia».24
Estos rasgos de la guerra hacen que ella no sea «un
golpe insostenido». Nunca entran todos los recursos a un
tiempo, nunca juegan los rivales sus cartas al primer lan-
ce. La tercera acción conduce a que cada prueba de fuerza
sea preparada de la mejor manera posible. La segunda
acción encadena la guerra a una mutua decisión que se
da por las armas o por la diplomacia, pero que mientras
no se produzca m ­ antiene a los beligerantes en conflicto.
Por esta segunda acción se concluye que el objetivo de la
acción militar es siempre «el desarme o la destrucción del
adversario».25
Hemos visto antes que aunque el combate es el «prin-
cipio válido» de la guerra, ella se compone de periodos
sucesivos de equilibrio o «reposo», tensión y movimiento,

23. Clausewitz, op. cit., p. 32.


24.  Ibid., p. 32.
25.  Ibid., p. 32. La primera acción recíproca consiste en que,
como teóricamente no hay límites para la aplicación de la fuerza,
la consiguiente acción del adversario también tenderá al extremo.
86 Las pretensiones de la paz

que son los elementos de la llamada «ley dinámica de la


guerra». También presentamos la diferencia entre objetivo
(zweck) y propósito (ziel). Ahora, esas distinciones cobran
sentido a la luz de los conceptos de estrategia y táctica:
preparar y conducir individualmente estos encuentros
aislados, y combinarlos con otros para alcanzar el ob-
jetivo de la guerra. La primera de estas actividades es
llamada táctica, la segunda se denomina estrategia. 26

En estas dos esferas, que se corresponden, podemos


distinguir dos clases de éxito. El logro del objetivo po-
lítico y el propósito estratégico se identifican con la paz,
el logro en el terreno táctico es simplemente la victoria.
Mientras la victoria táctica pone fin a los combates, la
paz como logro político‑estratégico pone fin a la guerra y
al estado de tensión que le es consustancial. Esto se deriva
del hecho de que la guerra no es un hecho independiente,
sino que es un hecho político.
Esto no se puede interpretar como que la paz y la vic-
toria deban vincularse por necesidad. Todo lo contrario,
su vinculación es contingente. La paz, sin duda, puede
ser fruto de la victoria, pero a ella también se puede lle-
gar porque la victoria se torne insegura y forzarla, en un
momento determinado, puede hacerla cambiar de manos
o porque el precio que haya que pagar por ella, en otra
eventualidad, resulte excesivo.
Además, como la derrota absoluta del enemigo no siem-
pre es posible, en el terreno táctico «a menudo, y de hecho
la mayoría de las veces, se produce un punto culminante
de la victoria».27 Este punto coincide con el logro de la
supremacía «en la suma de todas las fuerzas materiales y
morales». Así, pues, la victoria no coincide necesariamen-

26.  Ibid., p. 104.


27.  Ibid., p. 275.
El Rastro de Caín 87

te con el requisito teórico del desarme o el abatimiento del


enemigo, simplemente consiste en ganar unas ventajas que
hagan posible a uno de los bandos establecer una paz en
términos adecuados al objetivo de la guerra que se había
propuesto. La victoria es sólo un medio para la estrategia,
o sea, un medio para alcanzar la paz, y un medio entre
otros, podríamos añadir.
En Clausewitz hay una clara separación entre guerra y
paz, como ya se advirtió: «Sea como fuere, hay que con-
siderar siempre que con la paz se llega a un fin, y que con
ella la guerra finaliza».28 La línea de continuidad entre
guerra y paz es la política, pero ella cobra durante la gue-
rra —entre otras— la forma de la violencia, que la hace
peculiar e inconfundible respecto a los tiempos de paz.
Fenómeno distinto a la paz es la tregua (spatio sereneta-
tis), simple suspensión de las hostilidades durante la gue-
rra, identificada semántica y legalmente con el armisticio
tal como lo definió el Código de Lieber: «Un armisticio no
es una paz parcial o temporal; es tan sólo la suspensión
de las operaciones militares en la medida convenida entre
las partes».29
La paz es, entonces, simplemente la culminación de la
guerra y los contenidos de ella dependen del objetivo polí-
tico del vencedor, si lo hubiere, de las ventajas obtenidas en
el campo de batalla, de la voluntad de resistencia del adver-
sario, entre otras consideraciones posibles. El que se trate,
eventualmente, de una paz magra no degrada su carácter.

28.  Ibid., p. 52.


29.  «Instrucciones para la Conducción de los Ejércitos de los Estados
Unidos en Campaña» (1863), Art. 142, en Francis Lieber, Escritos so-
bre el derecho de la guerra, traducción, prólogo y notas de Hernando
Valencia Villa, Bogotá, Defensoría del Pueblo, 1995, p. 75.
88 Las pretensiones de la paz

La paz conflictiva
Carl Schmitt y Julien Freund coinciden en señalar el
carácter polémico de la política y del conflicto, pero nun-
ca arrojan la menor sombra de duda sobre la excepciona-
lidad de la guerra. Lo que se enfatiza en el pensamiento
de ambos es que la guerra constituye una escalada del
conflicto hasta el punto de crear grupos antagónicos de
amigos y enemigos y apelar a medios físicos de confronta-
ción que pueden conllevar la muerte.
Para ellos, la distinción entre la guerra y la paz es evi-
dente y concreta como en Clausewitz, y se refleja en los
medios físicos, las armas, y sus efectos sangrientos. La
paz, como negación de la guerra, se manifiesta de forma
diferente. Freund, por ejemplo, recurre a Max Weber de
manera expresa, para decir que «la paz no es más que un
estado que elimina los medios violentos pero no las posi-
bilidades de conflicto usando otros medios».30
La paz es ausencia de conflictos bélicos, pero no exclu-
ye la presencia de otros conflictos, más bien los supone.
­Tampoco debemos engañarnos respecto a la normalidad
del conflicto en los tiempos de paz en las teorías de Schmitt
y Freund. Mientras el alemán deja el ámbito interestatal
como el campo normal del conflicto, excluyendo, de hecho,
las disensiones en la sociedad política, el francés supone
que las relaciones intraestatales son conflictivas aunque ve
el conflicto como un hecho especial, no rutinario, de ellas.
Lo importante no está tanto en la materia que se en-
cuentra en disputa, sino en modelar las condiciones que
permitan que esos asuntos se resuelvan sin apelar al «caso
decisivo», a la distinción entre amigo y enemigo. El es-
fuerzo de Freund está dirigido a transformar la situación
polémica en una situación agonal; por tanto, en su ­teoría

30.  Freund, p. 45.


El Rastro de Caín 89

se puede mantener la antinomia guerra‑paz, siempre y


cuando se responda en términos no físicos a la latencia
permanente de apelar al recurso violento en los conflictos
sociales. Schmitt también mantiene la distinción y oposi-
ción clásica entre paz y guerra, pero, al enarbolar la paz
interna como fin absoluto del Estado, cada conflicto ad-
quiere a sus ojos un significado disolvente de la unidad
social y, por ende, demanda una respuesta represiva.
La paz positiva de Freund en la unidad política entraña
una configuración de la sociedad que admite el conflicto
pero que, a la vez, es exitosa, impidiendo que éste llegue
a escalarse y asumir una forma bélica. La paz positiva
sería, entonces, una que ofrece múltiples posibilidades de
tratamiento pacífico de las disputas sociales y, ante todo,
que crea condiciones para disolver toda tendencia de po-
larización al interior de la sociedad. La paz positiva de
Schmitt en la unidad política se reduce a garantizar que el
Estado mantenga la unidad del cuerpo social en una alta
intensidad, tarea que requiere la intervención de la fuerza
estatal, el uso de la violencia, siempre que se haga factible
la presencia de la política en la sociedad, esto es, siempre
que se preludie una configuración amigo‑enemigo.
En estos dos autores se entiende que la guerra es un
acontecimiento natural en las relaciones interestatales y se
apunta a desterrarla del escenario de cada unidad política
considerada en sí misma. Cuando examinan los factores
determinantes de la paz positiva, ambos difieren: para el
francés, la paz positiva debe basarse en la cohesión de la
sociedad; para el alemán, ésta descansa en la fuerza y la
capacidad decisoria del Estado.

La paz es seguridad y algo más


En el famoso Capítulo 13 de Leviatán, Hobbes había
descrito el estado de guerra. Luego de retratar el estado
90 Las pretensiones de la paz

de naturaleza entre los hombres y de compararla con el


tiempo atmosférico, asegura que asimismo
la naturaleza de la guerra no está en una batalla que
de hecho tiene lugar, sino en una disposición a batallar
durante todo el tiempo en que no haya garantías de que
debe hacerse lo contrario. Todo otro tiempo es tiempo
de paz.31

Debe observarse aquí la diferencia que se estableció en


el Capítulo primero entre la guerra propiamente dicha y el
estado de guerra en Hobbes. La paz como opuesta al esta-
do de guerra no es simple ausencia de guerra, es un estado
positivo que requiere garantías para ser tal. Por eso dice
que si se concede la paz a quien mantiene la hostilidad, el
resultado no podrá ser de ningún modo paz sino miedo, y
si sucede lo contrario, si no concedo la paz a quien me da
garantías, se tratará de una «aversión a la paz».
En el pensamiento hobbesiano la paz se materializa en
el Estado. Sólo el Estado puede dar las garantías y man-
tener las condiciones necesarias para superar el estado de
naturaleza. Por la misma razón y siendo imposible consti-
tuir un Estado mundial, la paz no es factible en las relacio-
nes entre Estados y sus fronteras con la guerra se pierden.
Ergo, la paz es una condición que sólo puede darse en
cada una de las unidades políticas y en ellas hay mojones
indudables que la separan de la guerra.
La primera necesidad de la paz es la seguridad, enten-
dida como «que cada uno esté protegido de la violencia de
los demás».32 Sabido que los peligros son exteriores e inte-
riores, para lograr la seguridad es necesario que el Estado
posea la espada de la guerra que le permita ­defenderse

31. Hobbes, Leviatán, p. 107.


32. Hobbes, El ciudadano, p. 58.
El Rastro de Caín 91

efectivamente (y defender a sus miembros, obvio) de los


primeros, y que posea, además, la espada de la justicia,
para resolver los segundos, porque la seguridad interna
del Estado no se defiende «con pactos sino con castigos».
Quien tiene las espadas, tiene el poder supremo.
La paz es seguridad, pero ¿es sólo seguridad? Hay que
leer mal o leer protervamente para concluir esta simple-
za. Para Hobbes, concurren en la configuración de la paz
otros medios importantes como «la justicia, la gratitud,
la modestia, la equidad, la misericordia, y el resto de las
leyes de naturaleza, esto es, las virtudes morales».33
Aquí es donde falla Carl Schmitt. Este es hobbesiano
hasta la definición tajante de que la paz es seguridad, has-
ta el monopolio de las espadas y el ejercicio habitual de
ellas para impedir cualquier fisura en la unidad del Estado,
pero deja a un lado los dictados de las leyes de natura-
leza y el intrínseco compromiso del soberano con ellas.34
Aunque es cierto que en Hobbes los soberanos no advienen
sólo por institución, a través del pacto social, sino también
por ­adquisición, mediante la violencia,35 en los dos casos
la persona de las espadas está sujeta a las leyes naturales
como marco normativo para el aseguramiento de la paz.
La paz es un estado que puede ser establecido por la fuer-
za, pero la preservación de la paz sólo puede garantizarse
si el soberano cumple esas leyes naturales, a las que él mis-
mo está sujeto, y se abstiene de cometer aquellos actos que

33. Hobbes, Leviatán, p. 133.


34.  «Schmitt desconoce el sentido y la importancia que tienen las
leyes naturales en la concepción del Estado de Hobbes». Francis-
co Cortés Rodas, «Del mito político del Leviatán a la dictadura.
Consideraciones sobre las concepciones del Estado de Thomas
Hobbes y Carl Schmitt», Estudios Políticos, N.º 14, enero-junio
1999, Medellín, Instituto de Estudios Políticos, p. 168.
35. Hobbes, Leviatán, p. 145; El ciudadano, p. 54.
92 Las pretensiones de la paz

­ uedan estimarse hostiles contra cualquier súbdito, como


p
los que se enumeran en el Capítulo 28 de Leviatán.
La paz es un precepto de la razón, es un bien que hay
que conseguir aunque haya que apelar a la guerra para
hacerlo. La paz es el fin de la guerra, coincidirá —sin de-
cirlo— el inglés con san Agustín.
Cabe aquí traer a cuento la concepción de Kant al res-
pecto, pues si bien se le presenta a menudo como pensador
antitético de Hobbes, en lo que atañe a la manera de ver el
estado de guerra no puede haber mayor identidad. Para el
prusiano, en el estado de naturaleza quien está a mi lado
«aunque no me hostiliza activamente, es para mí… una
perpetua amenaza»,36 y en la sociedad internacional sucede
igual: «la separación de numerosos Estados vecinos indepen-
dientes unos de otros. Esta situación es en sí misma bélica».37
Para Kant, por consiguiente:
La paz es algo que debe ser «instaurado»; pues abs-
tenerse de romper las hostilidades no basta para ase-
gurar la paz, y si los que viven juntos no se han dado
mutuas seguridades —cosa que sólo en el estado «ci-
vil» puede acontecer— cabrá que cada uno de ellos,
habiendo previamente requerido al otro, lo considere y
trate, si se niega, como a un enemigo.38

La exigencia de Kant es tal que para él no parecen


haber existido verdaderos tratados de paz sino apenas
­armisticios y sitúa la paz verdadera, en el nivel internacio-
nal, en una perspectiva más rigurosa, como veremos más
adelante (Capítulo tercero).
La paz como negación del estado de guerra en Hob-
bes y Kant, es una paz exigente, basada en un amplio

36. Kant, La paz perpetua, p. 221, nota 1.


37.  Ibid., Suplemento 1, p. 234.
38.  Ibid., Sección segunda, p. 221.
El Rastro de Caín 93

i­nventario del leyes, naturales o positivas. Esto se debe,


no sobra recalcarlo, a que en ambos discursos la simple
ausencia de combates sangrientos no equivale a la paz.
Para ello la paz negativa no es paz.

De las paces temporales a la paz perpetua


Las opiniones del mainstream del marxismo frente a
los problemas de la guerra y la paz desvelan el carácter
jánico de un cuerpo teórico que se debate entre la cien-
cia y la utopía. En este punto, el marxismo se aproximó
rápidamente a las recientes ideas de Clausewitz sobre la
guerra y mantuvo a la vez su adhesión al pacifismo abso-
luto de los utopistas de todos los tiempos. Esta tendencia
bifronte se agudizó paulatinamente hacia los extremos,
produciendo en el siglo XX el peligroso espécimen de gue-
rreros ­cuasi‑académicos encarnando proyectos mesiáni-
cos: Pol‑Pot en la Camboya de los años setenta y ochenta
de ese siglo no es más que la muestra aterradora de un
fenómeno más extenso.
Nada expresa mejor el halo utópico del mainstream
marxista que la proclamación del himno de la Interna-
cional de que «la Tierra será el paraíso bello de la huma-
nidad», aunque por su propia pluma Marx aclara que la
clase obrera no sólo mantuvo el «objetivo buscado por
esos utopistas» sino que «había encontrado los verdaderos
medios de hacerlo realidad».39 Ese futuro paraíso terre-
nal ha de ser pacífico gracias al triunfo de la revolución
­proletaria, de «una sociedad nueva, cuyo principio de po-
lítica internacional será la paz porque su gobernante na-
cional será el mismo en todas partes: ¡el trabajo!».40

39.  Karl Marx, «Primer borrador de La Guerra Civil en Francia»,


en La Guerra Civil en Francia, Pekín, Ediciones en Lenguas Ex-
tranjeras, 1978, p. 203.
40.  Karl Marx, et al., «Primer Manifiesto del Consejo General de
la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la Guerra
94 Las pretensiones de la paz

El otro nombre del socialismo es la paz. Este motivo es


constante en el discurso de todo aquel que se incluya en
la vertiente marxista por heterodoxo que sea, en el rango
que va de los parlamentarios de la Segunda Internacional
a los guerrilleros asiáticos expósitos de la Tercera. Pero
nadie lo expresó mejor que Mao Zedong: «Cuando la so-
ciedad humana progrese hasta llegar a la extinción de las
clases y del Estado, ya no habrá guerras… Esa será la era
de la paz perpetua para la humanidad.41 De nuevo san
Agustín, pero ahora se trata de hacer la ciudad celestial
aquí y, en lo posible, ahora. Hablando rigurosamente no
es ya una u‑topía, un sueño fuera del espacio, sino una
eu‑topía, un buen lugar, la transformación de este valle de
lágrimas en reino de abundancia y felicidad.
¿Cómo se puede conjugar este ideario, entonces, con
la mesura clausewitziana? Este pronunciamiento de Le-
nin, hecho antes de terminar la Primera Guerra Mundial,
­responde la pregunta: «Si no triunfa el socialismo, la paz
entre los estados capitalistas significará únicamente una
tregua, una pausa».42 No significa esto que todas las pa-
ces habidas, incluyendo la desventajosa de Brest‑Litovsk
que los bolcheviques firmaran con los Imperios Centra-
les en 1918, fueran simples treguas en el sentido estricto
legal y militar. Más bien, ante un ideal de paz eterna en
las condiciones del comunismo, la paz histórica que llega
por vías distintas al triunfo de la clase obrera se asume
como un asunto de paz temporal, mala, buena o menos
buena, según el caso, pero lo que se quiere decir es que
mientras la sociedad capitalista esté en pie las guerras
van a existir.

Franco­Prusiana» (1870), en Marx, ibid., 1978, p. 25.


41.  Mao Zedong, «Problemas estratégicos de la guerra revolucio-
naria de China» (1936), op. cit., Tomo 1, p. 197.
42.  Lenin, «Por el pan y la paz» (1917), op. cit., p. 556.
El Rastro de Caín 95

Aunque la paz sea temporal, es posible apreciar los di-


versos matices que puede encerrar. Es fácil distinguir, en
Lenin por ejemplo, la paz que resulta de la victoria y la
que resulta de negociaciones, la paz del status quo y la
paz que involucra la autodeterminación nacional o la paz
impuesta por las potencias. Especialmente sugestiva al
respecto, es la distinción que hace Mao entre «establecer
la paz» y «consolidar la paz», que revisaremos adelante.
Si las paces temporales se pueden identificar con la más
débil idea de paz negativa, la paz perpetua se concibe en el
más exigente sentido de la paz positiva: el del socialismo,
próximo a la perfección de la celestial ciudad agustiniana.
En cada caso histórico el mainstream del marxismo es
clausewitziano, en la doctrina global es pacifista utópico.
Materia distinta es cómo se llega a esa paz definitiva,
cómo se llega al socialismo, asunto que ha dividido siem-
pre a los marxistas y en el que por tiempos unos y otros
se sienten avalados por los acontecimientos. Lo que sí
puede afirmarse es que ningún marxista suscribiría, en
general, la aseveración de Bakunin de que «la revolución
es guerra».43 El espectro de conflictos contemplado en los
escritos políticos de los íconos del marxismo es amplio,
como mostré antes, y si con algún tipo especial de lucha se
identificaba la revolución era con la insurrección, no con
la guerra. Incluso, no pertenece al pensamiento, al menos
de Marx, la idea de que la violencia fuese productiva, otra
cosa es que el nacimiento de la nueva era se viera siempre
acompañado de ella. Como lo ha interpretado muy bien
Hannah Arendt, «Marx la comparaba a los dolores del
parto que preceden, pero no causan, el nacimiento orgá-
nico».44

43.  Mijail Bakunin, Escritos de filosofia política, Barcelona, Alta-


ya, 1995, Vol. 2, p. 160.
44. Arendt, op. cit., p. 16.
96 Las pretensiones de la paz

El énfasis pacifista, así suene a simple saludo a la ban-


dera, siempre acompaña las guerras particulares libradas
por los marxistas: la guerra es una fatalidad a la que se
ven abocados sin querer, es un medio cruel pero a veces
necesario. En medio de una de las contiendas más largas
del siglo, Mao podía llamar a la guerra «ese monstruo de
matanza entre los hombres».
La crisis revolucionaria es un momento especial que no
tiene desenlaces sustantivos predeterminados fatalmen-
te, como ciertas versiones del marxismo lo interpreta-
ron. Marx y Engels en el segundo párrafo del Manifiesto
­Comunista veían que la lucha ininterrumpida entre los
de arriba y los de abajo «en todos los casos concluyó con
una transformación revolucionaria o con la destrucción
de las clases beligerantes».45 Lo que sí es cierto es que en
uno u otro caso se habrá llegado a una especie de paz, una
que augura el futuro de plenitud u otra que sólo aplaza la
contienda definitiva. La paz es la resolución de la crisis
revolucionaria, no su contrario lógico.

La paz imposible
De la situación polémica de Foucault‑Boulainvilliers,
que ya presenté, me interesa recordar aquí la importan-
te idea de que la guerra no se refiere al acontecimiento
sucesivo y excepcional de las batallas, sino que está pre-
sente como elemento interno en la institucionalidad de la
sociedad y la condiciona. Las políticas poblacionales y
sociales, la política industrial y de comercio exterior, la
estructura del régimen político y la administración inter-
na, todo podría explicarse alrededor de la guerra perma-
nente e infinita que se libra en el seno de la sociedad.

45.  K. Marx y F. Engels, Manifiesto del Partido Comunista, Bar-


celona, Crítica, 1998, p. 39.
El Rastro de Caín 97

El ejercicio del poder es guerra, quien detenta el poder


hace la guerra a los subordinados y a éstos el único cami-
no que les queda es responder en el mismo lenguaje hasta
revertir la situación. «Si el gobierno es la guerra de los
unos contra los otros; la rebelión será la guerra de los se-
gundos contra los primeros».46 Cuando se dice «el poder
es injusto porque no nos pertenece» la frase puede perdu-
rar en la eternidad, sólo cambiaría el rostro de quienes
la p
­ ronuncian. No parece tener fin esta lucha, no hay, en
el horizonte una meta espiritual como la ciudad celestial
ni una utopía secular como el comunismo que entraña la
caducidad de las clases y su lucha.
El discurso de la guerra infinita no pretende sólo ser
una interpretación de todas las sociedades, recordemos
que los casos analizados abarcan un milenio de historia,
busca ser también una inspiración y una estrategia para
la reanimación y sostén de tal combate. Es, se dice fran-
camente, un «dispositivo táctico», un «arma discursiva»
imprescindible para una teoría belicista. Foucault hace un
llamado a la guerra desde sus pulcras aulas de profesor
parisino en la abulia de los años 75 y 76, teniendo las ver-
daderas guerras tan lejos de allí.
La paz sería en abstracto una negación de la guerra
infinita, pero no existe. A no ser que llamemos paz, a la
«filigrana de la paz», un hilillo vistoso y encubridor de la
verdadera urdimbre bélica de las relaciones sociales. Ni
siquiera es paz la conquista del poder por un partido su-
bordinado, pues en ese caso lo que se abre es sólo una fase
de la guerra.
Para mostrar que tal postura dista de ser un artilugio
teórico inofensivo, cabe recurrir por segunda mano a la
diferenciación que hace Ingrid Detter de Luppis entre gue-

46.  Foucault, p. 119.


98 Las pretensiones de la paz

rra programática y guerra metodológica. La primera trata


de aquella que tiene un objetivo concreto y su descripción
podría corresponder implícitamente a lo que aquí hemos
llamado simplemente guerra, puesto que un conflicto en-
tre bandos organizados supone intereses y aspiraciones
ciertas en cada orilla.
La guerra metodológica se presenta «como un fin en sí
misma, que no tiene término ni proyecto político determi-
nado y hace del alzamiento en armas un valor absoluto».47
La clasificación le sirve a Valencia Villa para analizar el
conflicto colombiano y encontrar que desde 1990, éste se
ha deslizado hacia la guerra metodológica. Hay pueblos
de carne y hueso que padecen los rigores impensados de
una tal idea.
De otra parte, en el campo internacional, los teóricos
de la guerra total de la primera mitad del siglo XX y los de
la Guerra Fría de la segunda, que invirtieron la fórmula
clausewitziana asegurando que «la paz resulta de la conti-
nuación de la guerra por otros medios», han impuesto una
noción amplia de la guerra que no sólo permite manejar
las relaciones pacíficas en términos militares, sino tratar
a las personas y bienes civiles con medios bélicos, como
ocurrió con el bombardeo a instalaciones industriales o
de televisión, en la guerra de la OTAN contra Yugoslavia
en 1999.

5. La paz como negación de la violencia


Hasta ahora hemos hecho referencia a las ideas de la
paz como contraposición a la guerra y sus inevitables am-
pliaciones cuando se define por contraste con la situación

47.  Hernando Valencia Villa, La justicia de las armas, Santa Fe


de Bogotá, Tercer Mundo-IEPRI, 1993, p. 100. Basado en l. Det-
ter de Luppis, The Law of War, Cambridge, Cambridge UP, 1987.
El Rastro de Caín 99

polémica en las distintas versiones tratadas. En el Capítu-


lo primero, eludí conscientemente definir la guerra por la
violencia para enfatizar la especificidad del fenómeno y
dejé abierta la discusión al respecto. Ahora debo abordar
un tema que es excéntrico al eje de análisis de este trabajo,
pero que constituye una referencia imprescindible en las
discusiones sobre la paz, cual es la supuesta antinomia
perfecta entre guerra y violencia. Para ello tomaré como
eje la posición paradigmática que ha construido Johan
Galtung, alrededor de la que se ha formado un grupo
comúnmente conocido como Peace Research, a partir de
algunos de sus textos y comentaristas.
Galtung ha retomado, no inventado, la antigua distin-
ción entre paz negativa y paz positiva para concluir que
«el enfoque de contraposición a la paz no ha de buscarse
en la guerra, sino en la violencia, de manera que cualquier
definición de lo que entendemos por paz signifique o im-
plique una ausencia de todo tipo de violencia».48 De esta
manera, «la paz es algo más que ausencia de guerra».49
El novelista ruso Alexandr Soljenitsin ha hecho una
mejor síntesis:
La antinomia «paz‑guerra» contiene un error de lógi-
ca: la tesis entera se opone a una parte de la antítesis.
La guerra es la manifestación masiva, total, estrepi-
tosa, evidente pero no única ni mucho menos, de la
violencia universal que abarca todos los campos y que
nunca ha sido interrumpida. La oposición lógicamente
equivalente y verdadera desde el punto de vista moral
es: paz‑violencia.50

48.  Johan Galtung, Peace by peaceful means, Sage, 1996, p. 281.


Citado por Fisas, p. 19.
49.  Fisas, p. 18.
50.  Alexandr Soljenitsin, Carta a los dirigentes de la Unión So-
viética, Barcelona, Piaza & Janés, 1974, pp. 171-172.
100 Las pretensiones de la paz

Esta definición contiene varias peticiones de principio,


la primera que salta a la vista es la definición de violencia.

¿Qué se entiende por violencia?


Françoise Héritier sugiere que la violencia antes que un
concepto unitario es un tema.51 Esta anotación recoge per-
fectamente la perplejidad de Sorel, quien creía que era un
tópico bastante oscuro, o la de Chesnais, más sintomática
aún, de que «el término violencia ha llegado a designar
un poco no importa qué».52 La violencia puede ir desde la
idea de Aristóteles que la asocia a los movimientos que se
alejan del rumbo natural de las cosas hasta el «ardor ince-
sante de la devoción.53 En 1969 un historiador constataba
que «de todas las palabras que han hecho fortuna a finales
del decenio de 1960, “violencia” es casi la que está más
de moda y la que tiene menos sentido».54 Por los mismos
años, Hannah Arendt, en su ya citado ­texto Sobre la vio-
lencia, expresaba su tristeza por la confusión existente en
las ciencias sociales sobre esta palabra.
Ante esta complejidad conceptual muchos han opta-
do por un fórmula como ésta: «Entiendo por violencia
toda forma de interacción humana en la cual, mediante
la fuerza, se produce daño a otro para la consecución de
un fin».55

51.  Françoise Héritier, «Réflexions pour nourrir la réflexion», en


De la violence, París, Odile Jacob, 1996, p. 13.
52. J.M. Chesnais, Histmiede la violence, 1981. Citado por Elsa
Blair, Conflicto y militares en Colombia. Cultos, símbolos e ima-
ginarios, Medellín, Universidad de Antioquia, Instituto de Estudios
Políticos-Cinep, 1999, p. 47.
53.  Littré, citado por Héritier, op. cit., p. 18.
54.  Eric Hobsbawm, «Las reglas de la violencia», en Gente poco co-
rriente. Resistencia, rebelión y jazz, Barcelona, Crítica, 1999, p. 193.
55.  Franco, p. 3.
El Rastro de Caín 101

A este tipo de estipulación cerrada, que Giddens llama


directa y convencional,56 contesta el paradigma Galtung
con una definición muy amplia:
Por violencia podemos entender el uso o amenaza de
uso de la fuerza o de potencia, abierta u oculta, con la
finalidad de obtener de uno o varios individuos algo
que no consienten libremente o de hacerles algún tipo
de mal (físico, psíquico o moral). La violencia, por tan-
to, no es solamente un determinado tipo de acto, sino
también una determinada potencialidad. No se refiere
sólo a una forma de «hacer», sino también de «no dejar
hacer», de negar potencialidad.57

Habría pues para Galtung varias clases de violencia,


que Fisas ha inventariado así: 1) la física; 2) la psíquica,
que «atenta contra el alma»; 3) la estructural, que com-
prende fenómenos tan disímiles como la represión, la ex-
plotación o la alienación; y 4) la violencia cultural, «que
legitima las anteriores».
No es objeto de este trabajo el tema de la violencia. Para
mi propósito me bastan las dos definiciones ­señaladas que
pueden representar fácilmente los puntos máximos del
probable rango semántico de la palabra. De un lado, lo
que usualmente se llama violencia física o lesiva, y del
otro lo que yo llamaría, para simplificar, violencia om-
nicomprensiva. Esta última, que nombra las definiciones
de Galtung y Soljenitsin, la retomo a continuación para
intentar una refutación que nos acerque a una acepción
de paz mínima.

56.  Anthony Giddens, Más allá de la izquierda y la derecha. El


futuro de las políticas radicales, Madrid, Cátedra, 1996, p. 239.
57.  Johan Galtung, «Violence, peace and peace research», Jour-
nal of Peace Research, N.º 3, 1969, pp. 167-192. Citado por Fisas,
op. cit., p. 24.
102 Las pretensiones de la paz

La paz que es todo


Si la paz es el opuesto no de la guerra sino de la violencia
omnicomprensiva, la paz es todo. Fisas lo dice: «La paz que
queremos señalar es una referencia muy ambiciosa que está
en el horizonte de la humanidad, a la que queremos diri-
girnos y que supone una transformación absoluta de cuan-
to hacemos en el mundo».58 La paz positiva sería entonces
«justicia social, armonía, satisfacción de las necesidades
básicas (supervivencia, bienestar, identidad y libertad), au-
tonomía, diálogo, solidaridad, integración y equidad».59
La paz por lo tanto, no sería una condición o un esta-
do especial sino un proceso de larga duración. Sabemos
que la paz así concebida, se convierte en una utopía y,
por consiguiente, en una marcha hacia la ciudad celestial,
pero no sabemos si tal ciudad será alcanzable en la Tierra
como en el marxismo o si no es de aquí, como aseguraba
santo Tomás.
Así como la violencia es todo lo malo que hay en el
mundo, la paz sería todo lo bueno. Por esta vía llegamos
a una distinción que no sólo es lógica, sino valorativa,
moral. La paz negativa es mezquina, oculta las demás
violencias; la paz positiva es luminosa, un postulado al
que nadie se puede negar. Aquí encontramos la más ex-
tensa y completa concepción de lo que puede significar
la paz positiva. Galtung­‑Soljenitsin son la otra cara de la
moneda de Focault‑Boulainvillers: la violencia «nunca ja-
más ha sido interrumpida», acuerda el novelista ruso con
el filósofo francés; la única paz posible es la ausencia de
todo tipo de violencia» dice el pensador noruego, postu-
lado que puede aceptar Boulamvilliers a sabiendas de que
nunca se realizará.

58.  Fisas, p. 19.


59.  Ibid., p. 20.
El Rastro de Caín 103

Crítica de la visión omnicomprensiva


El primer problema de la concepción que opone paz a
violencia, es lógico. Si todos los fenómenos que se estiman
negativos o inmorales, que producen daño a la dignidad
humana o generan inequidad, que deterioran la naturale-
za, son violencia, lógicamente el concepto pierde sentido,
«se vuelve inasible en razón misma de su ubicuidad».60
Igual sucede con la paz. En palabras que Fisas atribuye
a otros, la paz es «desarrollo, democracia, derechos hu-
manos, desarme»,61 una especie de tren con un número
infinito de vagones al que se le puede cargar cualquier
cantidad de valores. ¿Qué pasan a ser, entonces la justicia,
la democracia, la equidad? Sinónimos; en el mejor de los
casos, ideas afines.
Siendo así, deberíamos retornar a una división muy an-
tigua de las cosas y más ajustada moralmente, podríamos
hablar simplemente del bien y del mal. Se pondría al or-
den del día construir un enorme tesauro que discriminara
todo los bienes y todos los males para que cada persona
pudiera juzgar y hacer la «paz» y no la «violencia».
Bajo esta mirada, la violencia es una reificación de las
metáforas y aseveraciones como la del evangelista, «el
que odia a su hermano es un asesino» (I, Juan 3, 15), se
convierten en hechos de las relaciones sociales, confun-
diendo los tipos de conflicto social, imposibilitando cual-
quier jerarquía de valores y justificando, de contera, la
arbitrariedad y desproporción de las respuestas a los actos
reprobados. En este marco cobra dramatismo e inminen-
cia el apunte de Bobbio de que «la lucha por la paz será
tan intensa que no quedará piedra sobre piedra».

60. Aron, Pensar la guerra, Vol. 2, p. 193.


61.  Ibid., p. 20.
104 Las pretensiones de la paz

El segundo problema para la filosofía, la política y las


ciencias sociales, estriba en las difíciles consecuencias que
tiene el no contar con un concepto descriptivo claro. Este
obstáculo está siempre presente en los estudios sobre la
violencia. Hay una tendencia muy fuerte a establecer defi-
niciones morales de la violencia. Un ejemplo universal es el
de Max Weber (1864-1920) que ha dado en llamar, con
gran éxito, «fuerza» a la violencia estatal, a la violencia
legítima. Y la respuesta de George Sorel (1847-1922),
quien admite la distinción pero invierte la valoración,
concluyendo que la fuerza es burguesa, minoritaria y con-
servadora, mientras que la violencia es proletaria, mayo-
ritaria y revolucionaria.62 Weber y Sorel se constituyen así
en dos muestras de conceptualizaciones valorativas.
En la misma línea, en el medio colombiano, Angelo
­Pappachini plantea que «no todo uso de la fuerza pue-
de ser calificado de violento»,63 y Gaitán Daza exime del
calificativo de violento al acto necesario para la estricta
supervivencia.64 Así, un asesinato cometido en defensa
propia no es violencia, será un acto incalificable desde el
punto de vista descriptivo. De esta manera las definicio-
nes dejan de cumplir el propósito explicativo y pasan a
cumplir funciones de aprobación o reprobación moral.
Este tipo de premisas provocan enormes dificultades
analíticas y confusiones políticas, como ocurrió en Co-
lombia con un célebre estudio sobre la violencia que pro-
dujo el efecto, quizá indeseado, de menospreciar la guerra

62. Georges Sorel, Reflexiones sobre la violencia, Santiago de


Chile, Ercilla, 1935, p. 163.
63.  Angelo Papacchini, Los derechos humanos, un desafío a la
violencia, Santa Fe de Bogotá, Altamir, 1997, p. 326.
64.  Fernando Gaitán Daza, «Una indagación sobre las causas de
la violencia en Colombia», en Malcolm Deas y Fernando Gaitán
Daza, Dos ensayos especulativos sobre la violencia en Colombia,
El Rastro de Caín 105

con el argumento simplista de que la mayoría de las muer-


tes violentas del país no eran causadas por ella.65
Pero hay otras peores. En su crítica a Galtung, Freund
plantea que
si todo es violencia, ya no se ve por qué habría que
privarla de actuar bajo las formas más brutales, puesto
que de todas maneras estamos prisioneros en el ciclo
de la violencia hagamos lo que hagamos en este mundo
nuestro.66

El problema es que de por medio está la ampliamente


aceptada violencia de respuesta, es decir, la idea de que la
violencia se justifica como respuesta a una afrenta recibi-
da que pueda ser calificada de violenta. Como la visión
omnicomprensiva de la violencia destruye el sentido dis-
criminador, termina igualando los medios violentos. En
palabras más sencillas y revulsivas, Cohn plantea que
si se admite que es justificado obrar en defensa propia,
de modo que se pueda luchar contra la violencia con la
violencia ¿quiere esto decir que los niños de referencia
(víctimas de maltrato escolar) deberían prender fuego
a los edificios de sus escuelas, matar a sus maestros,
asesinar al ministro de Educación, al jefe del Estado,
etc.?67

Santa Fe de Bogotá, Fonade-DNP, 1995, p. 184.


65.  Comisión de Estudios sobre la Violencia. Colombia: violencia
y democracia, Bogotá, Universidad Nacional, 1987. La mortandad
producida por actores organizados e identificables resultaba subva-
lorada por su baja participación respecto a causas y actores inasi-
bles. Así también se ignoraba la capacidad de la guerra para generar
y encuadrar otras expresiones violentas.
66.  Freund, p. 89.
67.  José Ferrater Mora y Priscilla Cohn, Ética aplicada. Del abor-
to a La violencia, Madrid, Alianza, 1983, p. 193. Citado en Pa-
106 Las pretensiones de la paz

Sin duda no podemos atribuirle esta intención al para-


digma Galtung, por el contrario, él y su escuela se presen-
tan como auténticos pacifistas, pero las teorías no son un
juego, tienen implicaciones políticas, y el teórico tiene res-
ponsabilidad social. No basta pensar un hermoso modelo
teórico desde la apacible Escandinavia para divulgarlo en
los medios latinoamericanos o africanos, donde la violen-
cia cotidiana no necesita justificación, pero si existe tanto
mejor. En términos de Aron, no se trata de una teoría que
tenga una lógica monstruosa, más bien vemos que carece
de lógica o tiene una bastante inconsistente, pero sí de una
que «se presta a una interpretación monstruosa» y puede
tener consecuencias monstruosas, como lo demuestra el
ejemplo de la violencia de respuesta de Cohn antes citado.
Desde otro ángulo y con la misma lógica se puede ase-
gurar que mientras exista violencia cultural no hay paz.
Esto puede llevar a exabruptos. Un ejemplo hipotético:
Pappachini asegura que la violencia de género incluye «la
­tendencia a distorsionar su imagen (de la mujer)»,68 luego, si
aplicáramos el paradigma Galtung, mientras haya tenden-
cia a distorsionar la imagen femenina no habrá paz. Otro
ejemplo, esta vez real y realmente peligroso. Un a­ cadémico
colombiano plantea que la paz con justicia social solo se
alcanzará cuando la mayoría de los colombianos pueda
disfrutar de una vivienda digna.69 ¿Qué tanta diferencia
hay entre creer esto y justificar la guerra? ¿Cuántos pasos
hay de lo uno a lo otro, o mejor, cuántos segundos de dife-
rencia en el entendimiento de un lector promedio?

ppachini, op. cit., p. 325, nota 18.


68.  Pappachini, p. 325.
69.  Fabio Giraldo Isaza, «Paz con justicia social, sólo es posible con
vivienda digna», UN Periódico, Santa Fe de Bogotá, Universidad
Nacional, N.º 4, noviembre 14 de 1999, p. 6. Los ejemplos colom-
bianos que ilustran este tópico pueden ocupar volúmenes completos.
El Rastro de Caín 107

El tercer problema, que no resiste la menor discusión


está presentado por Soljenitsin. Hay que mantener la an-
tinomia paz‑violencia porque si «la paz es indivisible, (y)
su menor violación (¡que puede no ser militar!) afecta a la
paz entera, la violencia es igualmente indivisible».70
El simple hecho de clasificar la violencia implica que
ella es divisible teóricamente, y existe una identificación
prácticamente universal que permite distinguir, por ejem-
plo las lesiones personales del daño en cosa ajena, para
utilizar términos jurídicos. Hobsbawm asegura que la
violencia como fenómeno social «existe sólo en plural»,71
no es que no sea divisible empíricamente, al contrario, no
es unible. Cuando Galtung deja de hacer teoría y pasa a la
política también se ve obligado a hacer divisiones, como
cuando establece una específica relación entre el movi-
miento por la paz y el ­poder militar.72 Por esta razón, Die-
trich corrige la teoría para volver luego de muchos dolores
y controversias al punto en que estaba san Agustín hacia
el año 420 después de Cristo: que no hay una paz sino
muchas paces, hay que distinguir la paz del espíritu de la
paz política; que una acepción tan pretenciosa de la paz es
un despropósito teórico y un imposible práctico.
Por mi parte, vuelvo al inicio de mi planteamiento. Hay
un tipo específico de violencia que llamamos universal-
mente guerra, no es prurito de una escuela de pensamien-
to. Y hay un opuesto de la guerra que llamamos paz; no
todo el mundo pero sí los hitos más representativos de la
historia del pensamiento concuerdan en ello.
Hay dos problemas adicionales que no quiero dejar
pasar por alto, porque ilustran las dificultades prácticas,

70.  Soljenitsin, p. 172 (negrillas del autor).


71. Hobsbawm, Las reglas de la violencia, p. 194.
72.  Johan Galtung, «El movimiento por la paz: su artilación en el
plano local y mundial», RICS , Vol. XL, N.º 3, 1988, mimeo, p. 3
(sin más datos).
108 Las pretensiones de la paz

dificultades que matan, que entraña la visión omnicom-


prensiva de la violencia.
Uno es el que advirtió Arendt acerca de la atracción
que ejercen las metáforas orgánicas que comparan los
desequilibrios sociales con la enfermedad, y que en su
opinión, que comparto, «en último término sólo lograrán
promover la violencia».73 De esta advertencia hecha desde
lejos tenemos un ejemplo, un mal ejemplo, proveniente de
uno de los mártires de la causa de los derechos humanos
en Colombia:
Hay condiciones de opresión, de injusticia, de enormes
desigualdades económicas, en las cuales la violencia no
es una enfermedad, sino una necesidad del organismo
social; un poco como la respuesta del organismo bioló-
gico a la infección.74

El otro, es la despersonalización que representa la vio-


lencia en contraste con la guerra. Daniel Pécaut observó,
para el caso de la guerra civil colombiana de 1949 a 1953,
que el término violencia
se refiere también, a medida que los enfrentamientos
se hacen cada vez más numerosos, a un tipo de con-
frontación generalizada, sin protagonistas ni intereses
en juego precisos; en síntesis, a una anomización de
las relaciones sociales… No es por casualidad que las
élites político‑económicas lo adoptaran desde el princi-
pio. Esta denominación permite ocultar los rastros de
las estrategias de violencia que una parte de esas élites
promovió sistemáticamente.75

73. Arendt, op. cit., p. 67.


74.  Franco, p. 9. Es cita textual del médico y defensor de los dere-
chos humanos Héctor Abad Gómez, asesinado en 1988.
75.  Daniel Pécaut, Orden y violencia: Colombia 1930-1953, Vol.
El Rastro de Caín 109

6. Hacia un concepto político de paz: la paz mínima


La idea central de este capítulo, hasta aquí, ha sido
mostrar lo que pudiéramos llamar complejidad intrínseca
del concepto de paz, que se expresa en las acepciones mis-
mas de la palabra, en la comprensión moral o política de
la misma, en su construcción lógica como opuesto de con-
ceptos diversos como guerra, situación polémica y violen-
cia) y en su extensión. En últimas, aquellas que muestran
la manera cómo los seres humanos hemos hecho de la paz
una palabra pretenciosa. En último numeral propongo un
concepto básico de paz que podemos llamar paz política
mínima o simplemente paz mínima.
La que hemos llamado paz política, la paz entre los
hombres de san Agustín o la concordia de santo Tomás,
es ausencia de guerra. Trataré de demostrarlo a través de
tres argumentos: uno, que podemos llamar procedimen-
tal o político, y los otros dos, argumentos morales. Estos
argumentos no necesariamente son coherentes entre sí, es
más, los dos últimos son contradictorios, pero lo que trato
de mostrar es cómo, desde diferentes puntos de vista, se
puede coincidir en esta definición de paz mínima.
El primer argumento del que echo mano consiste en la
aplicación de la idea de un consenso traslapado (overla-
pped), entrecruzado en otras traducciones, que ocupa un
lugar importante en la teoría de la justicia de John Rawls.
Como se sabe, esta idea se basa en el acuerdo que pueden
lograr distintas concepciones comprehensivas del bien y
que sirve de fundamento de la unidad y la estabilidad so-
ciales. Este esfuerzo por buscar una concepción política, es
decir, una que se acepte desde distintos puntos de vista mo-
rales y diferentes cosmovisiones, me parece completamente
pertinente para las condiciones que presenta la discusión

2, Bogotá, Siglo XXI, 1987, p. 490.


110 Las pretensiones de la paz

sobre el contenido de la palabra paz. En este caso, mi pre-


ocupación es no sólo abstracta sino también conceptual.
Cuando Rawls plantea el consenso traslapado expone
lo que llama los «puntos principales» del mismo, el pri-
mero de los cuales es que «buscamos un consenso entre
doctrinas comprehensivas razonables (no irrazonables o
irracionales). El hecho crucial no es el hecho del pluralis-
mo como tal, sino del pluralismo razonable».76
Siendo teóricamente estrictos, un pluralismo razona-
ble alrededor de la idea de la paz mínima excluiría las
posturas que terminan por no distinguir entre la guerra
y la paz, es decir, las que antes he llamado la paz impo-
sible ­(Foucault‑Boulainvilliers) y la paz que es todo (Gal-
tung). Un examen minucioso y una postura conciliadora
­podrían llevarnos tal vez a aceptar que la segunda de ­estas
nociones extremas cabría en nuestro consenso, pues el
­artificio teórico en que se basa es un abuso de la metáfora
y una extensión ad absurdum de los conceptos y no un
desconocimiento tajante del sentido concreto y existencial
que tiene el hecho de la guerra.77 La idea fuerte para se-
guir excluyendo a los teóricos de la guerra infinita de este
pluralismo razonable es su intención belicista.
El consenso alrededor de la paz mínima se puede expre-
sar con la sentencia de san Agustín: «Hay alguna paz sin

76.  John Rawls, Liberalismo político, Barcelona, Crítica, 1996,


p. 176. Para el tema ver especialmente la Conferencia IV, «La idea
de un consenso entrecruzado», pp. 165-205. Una aplicación de su
teoría a un tema más cercano al nuestro en John Rawls, El dere-
cho de los pueblos, Santa Fe de Bogotá, Universidad de los Andes,
1996, pp. 142.
77.  Un paso adelante de Galtung en la dirección propuesta en este
trabajo es afirmar que: «La definición de paz que tengo ahora es
«la situación en la que los conflictos pueden ser transformados no
violentamente». Es una definición más dinámica que la vieja defi-
nición de “ausencia de violencia”. La paz es una situación que per-
El Rastro de Caín 111

guerra alguna».78 Esto significa que las múltiples concep-


ciones de la paz encontrarían una intersección en la idea
de que una de las condiciones para hacer posible cualquier
paz particular y exigente es que no exista ningún grado de
confrontación bélica. Para tomar la sentencia del de Hipo-
na hay que tener en cuenta la aclaración, ya hecha, de que
su visión de varias paces incluye un tipo especial que es la
paz política, que es la que nos interesa.
Independientemente de que se acepte o no la propuesta
de que la paz política es sólo ausencia de guerra, es de-
cir, que se califique la paz mínima como insuficiente, nos
queda que esta paz mínima es la única posibilidad, hoy,
de ­establecer un concepto universal de paz. Toda noción
de la paz excluye la guerra; quizá éste sea el único aspecto
notorio de identidad en ese conjunto.
El segundo argumento al que acudiré es un argumento
moral que define la vida humana como bien fundamental
y prioritario. La guerra es por definición una de las ma-
neras de negar la vida y, si nos atenemos a los hechos, la
manera más espectacular y multitudinaria de matar. Las
concepciones del bien que subestiman el carácter dañino
de la guerra, lo hacen relativizando el valor de la vida,
supeditándolo a otros supuestamente más altos y nobles
como la justicia, la libertad, la verdad, el Dios único y
verdadero o la única ideología correcta. En ellas, la vida
no tiene sentido sin la vigencia del particular valor priori-
tario que se postule.
La prioridad del valor de la vida se puede proponer des-
de el enfoque de Walter Benjamin (1892-1940). Esto

mite transformar los conflictos, no resolverlos», Johan Galtung,


«Pasión por la paz», entrevista con José María Tortosa, Revista
Internacional de Filosofía Política, N.º 5, Madrid, junio de 1995,
p. 163. Aun así, sin revisar la idea omnicomprensiva de la violen-
cia el problema sigue sin resolverse.
78. Agustín, ibid., 19, 13, p. 482.
112 Las pretensiones de la paz

es, en cuanto «quiera decir que el no‑ser del hombre es


más terrible que el necesariamente prosaico no‑ser‑aún
del hombre justo».79 Y precisamente, en concordancia con
una noción política rawlsiana, la vida es la base y el acuer-
do mínimo de todas las maneras particulares de entender
la justicia, pues cualquier idea de justicia, por bella que
sea, pierde todo sentido sin la existencia de su objeto y
sujeto: el ser humano.
Una concepción mínima de la paz asume la condición
humana en términos de hominidad y como punto de
­partida ineludible para cualquier visión de la humanidad,
puramente normativa, como lo hemos asumido en este
estudio. Sólo con esta aclaración se pueden admitir las
expresiones de Benjamin de que «lo humano no es para
nada idéntico a la mera vida del hombre» y de que la exis-
tencia justa es más elevada que la simple existencia. Y con
la salvedad ya hecha, de que ciertamente, el no‑ser‑aún del
hombre justo es tan prosaico como elemental y existencial
el ser de Vallejo que es lóbrego, mamífero y se peina.
El tema remite al concepto planteado en el helenismo
de βισ βιοτοσ o vita vitalis, 80 la vida digna de ser vivida,
que —insisto— es puramente normativo y no puede opo-
nerse al hecho existencial de vivir como única e insustitui-
ble realidad sobre la cual puede pensarse cualquier idea
de la vida buena. Como lo recuerda el personaje de Clint
Eastwood, lo aterrador de matar a un hombre es que «se
le priva de lo que tiene y de lo que puede tener».
El asunto determinante está, siguiendo con el autor de
las Iluminaciones, en lo que «el hecho hace al asesinado»

79.  Walter Benjamin, «Para una crítica de la violencia» (1921), p.


43, en Walter Benjamin, Para una crítica de la violencia y otros
ensayos. Iluminaciones IV, Madrid, Taurus, 1991.
80.  Al respecto Gorgias inutroduce la discusión en «La defensa de
Palamedes», en Protágoras y Gorgias, Fragmentos y testimonios,
Buenos Aires, Orbis, 1984.
El Rastro de Caín 113

y no en las incidencias sobre el victimario, sobre los su-


puestos usufructuarios no cómplices, sobre los futuros se
humanos no‑nacidos‑todavía o sobre Dios y la justicia.
Lo que importa es la anulación abrupta de la vida de esa
persona y no las razones, justificaciones o contextos ex-
plicativos de la conducta del asesino, no la utilidad que
ello produzca a terceros presentes o futuros, no la reali-
zación de algún ideal de justicia mediante ese recurso. El
asunto determinante está en que ante la situación límite
que nos enrostra la muerte, la preferencia por la vida es
opción moralmente ­universalizable, mientras su desdeño
—aunque esté cubierto de heroísmo o santidad— no lo es.
El tercer argumento también es moral y parte de asu-
mir el punto de vista del moralista exigente que postula
unos valores superiores al de la vida o mejor, que procura
fines más elevados. De alguna manera, se trata del mis-
mo debate del segundo argumento pero mirado al trasluz.
Para hacerlo tomaré una de las teorías de la justicia que da
prioridad a otros bienes, y que se ubica en la historia del
pensamiento entre las corrientes derivadas y heterodoxas
del marxismo. Me refiero a una de las principales figuras
de la Escuela de Budapest, Ágnes Heller.
Heller postula dos principios universales de justicia que
son la libertad igual para todos y la igualdad de oportu-
nidades, donde todos significa no sólo cada ser humano,
cada ciudadano, sino también cada Estado soberano. La
libertad y la justicia son los bienes máximos de la socie-
dad humana, pero ellos sólo son factibles manteniendo
la vida como un valor universal. Por esta vía, la filóso-
fa húngara concluye que la paz «es el supremo bien po-
lítico inferido».81 Podríamos aclarar nosotros: porque se
infiere de los principios universales y, así, se torna en la

81. Agnes Heller, Más allá de la justicia, Barcelona, Crítica,


114 Las pretensiones de la paz

condición para que se puedan realizar. Heller elude la ra-


dicalidad del argumento anterior, respondiendo que hay
principios de justicia supremos, con la advertencia de que
su realización tiene implicado el valor de la vida. Aunque
la diferencia entre ambos parece sutil, las consecuencias
son evidentes: a partir de este argumento se construye un
pacifismo relativo, a partir del anterior puede colegirse un
pacifismo absoluto.
Por fuera de considerar que existan unos valores priori-
tarios y de que esos valores puedan o no ser compatibles,
la vida del ser humano, garantizada de manera impor-
tante —aunque no única— por ausencia de guerra, tie-
ne que seguir siendo el común denominador de cualquier
concepción de la justicia. Esto implica que hay una prio-
ridad ­fundamental previa a toda declaración de un prin-
cipio prioritario de justicia, que es la vida o, para nuestro
­asunto, la paz. Que alguien piense, como Galtung, que
esta idea «no es interesante ni teórica ni prácticamente»,82
no la menoscaba.
En la historia mundial posterior a la Declaración Uni-
versal de los Derechos Humanos de 1948, que puede in-
terpretarse como el nacimiento jurídico de una concepción
de justicia compartida por la comunidad internacional de
Estados, la paz mínima es la condición indispensable para
la realización de esos derechos y de los desarrollos que
han tenido desde entonces.
Esta propuesta tiene ventajas teóricas puesto que, pre-
cisamente por ser elemental, puede ayudar a centralizar
la construcción de un concepto que tradicionalmente
ha sido problemático. Además, resultaría un concepto

1990, p. 270.
82. Johan Galtung, «Peace», en International Encyclopedia of
the Social Sciences. Citado en Ruiz Miguel, p. 54.
El Rastro de Caín 115

l­ógicamente equiparable al de guerra y uno que se abraza


con la acepción que tiene en el sentido común, caracte-
rística de gran valor cuando de política se trata. Si san
Agustín encontraba valedera «la paz de Babilonia» para
los propósitos inconmensurables de su ciudad celestial, no
veo por qué no sea útil también para los modernos eu‑to-
pistas y maximalistas del bien, para éstos que Baudelaire
llamara «contratistas de la felicidad pública».
Tal conclusión, a la que llegamos por tres caminos dis-
tintos, nos permite abordar el debate sobre tres aprecia-
ciones acerca de si la paz negativa es un fin, un medio o
una simple forma.
La reflexión es un intento de resolver la aporía de
Hannah Arendt: «El fin de la guerra —en su doble senti-
do— es la paz o la victoria; en cambio no hay respuesta
posible a la pregunta ¿cuál es el fin de la paz? La paz es un
­absoluto… (un fin en sí)».83 La paz es una condición para
la justicia y la libertad, cualesquiera sean las nociones que
se tengan de ellas. Así se resuelve igualmente el dilema
hobbesiano de hacer respetar la paz y la vida a cualquier
costo, porque ambas no tienen sentido en sí mismas sino
en relación con la posibilidad de hacer de ellas ámbitos de
los ideales específicos de las personas, los Estados o las
culturas.
Así entendida, la paz rechaza ser llamada medio. Si
bien no es un fin tampoco puede llamársele medio por-
que, como hace notar Ruiz Miguel, significaría colocarla
en una condición de subordinación e inferioridad res-
pecto a los ideales de justicia y, por tanto, en trance de
ser «sacrificable a ellos».84 No puede ser medio, además,
porque no hay alternativa a la paz. Todas las doctrinas

83. Arendt, op. cit., p. 48.


84.  Ruiz Miguel, p. 295.
116 Las pretensiones de la paz

r­ azonables coinciden en esta diferencia irreductible entre


guerra y paz. La guerra es un medio y la paz la condición
normal en que debe desenvolverse la vida de los seres hu-
manos. Desde la antigüedad es aceptado que «el fin de la
guerra es la paz». Incluso, alguien tan lejano a este tipo
de concepciones morales o teleológicas, como Maquiave-
lo, aconseja que «todos hagan voluntariamente la guerra
para obtener la paz y no procuren turbar ésta para conse-
guir aquélla».85
Tampoco es la paz mínima una simple forma. No se la
puede llamar «paz formal»,86 si con ello se quiere distin-
guir de la paz material, llena de contenidos sustantivos;
tampoco si se trata de hacer una distinción jurídica, pues
la reducción de las ideas de guerra y paz a actos ­jurídicos,
las empobrece y limita, excluyendo gran cantidad de pro-
blemas filosóficos, sociológicos e incluso estratégicos, que
le atañen. La paz mínima incluye inmediatamente los de-
rechos a la vida y a la seguridad de las personas, así lo
haga imperfectamente.
Sin compartir la división que establece entre paz for-
mal y paz material, lván Orozco introduce una sugeren-
cia muy importante que para mi propuesta se expresaría
como la «preferencia temporal» por la paz mínima sobre
una paz exigente y cargada de concepciones particulares
de justicia. Plantea, además, que en este razonamiento se
explicaría la prioridad de los derechos humanos de prime-
ra generación sobre los de segunda.
En principio, la paz mínima no incluye observaciones
sobre cuáles deben ser los medios para llegar a ella y sobre

85.  Nicolás Maquiavelo, El arte de la guerra, México, Fontamara,


1998, p. 21.
86. Iván Orozco Abad, Combatientes, rebeldes y terroristas.
Guerra y derecho en Colombia, Santa Fe de Bogotá, Temis, 1992,
p. 203. La paz formal es «simple no guerra», dice el autor.
El Rastro de Caín 117

la validez o no de medios calificables de justos o injustos.


Admitiría tanto una paz por satisfacción o una por im-
posición, hablando en términos de Raymond Aron. En
la distinción que usó Mao Zedong en 1937, «establecer
la paz es una cosa y consolidarla es otra».87 La paz como
cese de la guerra puede llegar por cualquier vía, pero la
consolidación de ella en el tiempo, debe incluir algún tipo
de nociones de justicia. Esto implica diferenciar la paz mí-
nima como acto, de la paz como estado. En este contexto
cobra sentido la insistencia de Hobbes en que las leyes
naturales deben observarse para la preservación de la paz.
La paz como acto, como establecimiento o conquis-
ta, es universalmente el silencio de las armas. Qué sea
como proceso, cuáles sean los contenidos que se precisen
para consolidarla y mantenerla, dependerá del momento
­histórico, de las condiciones de las sociedades y grupos in-
volucrados, y del curso específico y las consecuencias que
haya tenido la guerra. Construir un referente sustantivo
universal de la paz, el tesauro del bien, puede resultar un
ejercicio vano; exigirlo como baremo de la paz auténtica,
no sólo será soberbio sino peligroso.
Las ideas de la cultura occidental sobre la paz se han
movido entre esta idea mínima y descriptiva, que suscri-
birían con pocas vacilaciones todos los realistas políticos
desde Tucídides, y una idea que incluye o relaciona algún
criterio de justicia. Dejar sentado que la paz mínima no
incluye, teóricamente hablando, ninguna idea sustantiva
de justicia, deja abierta la discusión sobre los criterios
procedimentales de justicia y, por consiguiente, el exa-
men de la principal tradición occidental en el abordaje del

87. Mao Zedong, «Luchemos por incorporar a millones de in-


tegrantes de las masas al Frente Único Nacional Antijaponés»
(1937), op. cit., p. 306.
118 Las pretensiones de la paz

tema: las doctrinas de la guerra justa, que lo son también


de la paz justa. De eso trata el Capítulo tercero.

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