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Este fenómeno ideológico (en primera instancia) se puede señalar como una alternativa al pensamiento
liberal-positivista emergido de la ilustración y de los procesos revolucionarios de fines del siglo XVIII. En
este sentido se deben señalar dos tendencias, a grandes rasgos: el socialismo utópico y el socialismo
científico. Cada uno se distingue por determinadas características.
El socialismo utópico se configura en el contexto de las primeras décadas del siglo XIX. Sus bases fueron
sentadas por la experiencia del owenismo (inspiración en los proyectos ideados y aplicados por el
industrial lanero ingles Robert Owen). Dicha experiencia consistió en la creación, dentro de la fábrica de
Owen, de alojamiento para obreros, con jardines, comedores y escuelas donde imperó el sistema de
propiedad colectiva para las propiedades y medios de producción, donde se pudo dar un respetable nivel
de vida a los obreros sin que haya perdidas para la fabrica; como señaló Bentham “la mayor dicha para el
mayor número”.
Sin embargo, a diferencia de la experiencia inglesa, en Francia se fue forjando el pensamiento utópico. El
contexto de un proletariado menos numeroso pero más sensible intelectualmente a las ideas políticas y a
los cambios históricos proporcionó a los movimientos sociales una alternativa al sindicalismo temprano
(nacido en Inglaterra en la misma época) una serie de pensadores que reflexionaron sobre las
contradicciones de la industrialización y formularon soluciones ideales, o incluso intentaron experiencias
de conformación de nuevos arquetipos de sociedad. Entre ellos encontramos a Sait-Simon, Fourier, Louis
Blanc, Blanqui y Cabet, entre otros. Este pensamiento, utópico, se propaga en un periodo de transición
puesto que no se habían constituido aun las grandes estructuras industriales, y por lo tanto de una masa
obrera “homogénea”, aunque ya el sector obrero en general atravesó un mismo complejo de problemas.
Se puede señalar que el socialismo utópico, entre sus pensadores no presentaba muchos elementos en
común: en general preferían la evolución a la revolución; medios pacíficos a los violentos; concordancia
entre clases a la hostilidad; evocan a Rousseau en cuanto a la “bondad innata del hombre”; no se centran
el cambio social en la capacidad revolucionaria sino en el convencimiento progresivo y la aceptación por
la burguesía de esa necesidad de cambio. Los utopistas se centran más en el proyecto final que en los
medios para lograrlos. En este sentido se puede señalar también que la vocación profética, su ignorancia
a reparar en los medios y problemas que podrían impedir llegar a esa sociedad, la no proyección de
sistemas institucionales o una reflexión sobre las fuerzas sociales, son también parte de esos rasgos
generales del grupo de pensadores.
El socialismo científico, en cambio, se lo puede señalar como la cumbre del pensamiento social, puesto
que se materializa en las obras de Karl Marx y Friederich Engels a mediados del siglo XIX. Este sistema
pensamiento concibe, a diferencia del utópico, una noción de que la filosofía ha de buscar la relación
exacta entre la teoría y la práctica, y no cerrarse a un mero sistema teórico (una abstracción estéril). Esto
constituye la praxis, es decir, la teoría de la acción (la realidad es fuente y criterio de verdad del
conocimiento). La base del socialismo científico (o del marxismo) es que “la cuestión no es solo
interpretar el mundo, sino transformarlo”. En este sentido el método dialectico, como método de
razonamiento (el cual se basa en que cada cosa lleva en si su propia contradicción, recíprocamente
cuando no hay contradicciones no ocurre nada, por lo que la contradicción es un paradigma central). Este
método lo aplica Marx a la descripción dialéctica de las contradicciones generadas por el capitalismo.
En este sentido, se puede distinguir al socialismo científico del utópico en que (el primero) ha tenido una
real influencia en los acontecimientos políticos o ha informado las actitudes del proletariado en los
conflictos sociales.
Se puede concluir que, si bien el socialismo utópico emerge como una primera manifestación ideológica
alternativa al liberalismo de principios del siglo XIX conocida como socialismo utópico por esta
característica de plantear un fin sin tener en cuenta el medio para llegar al mismo, pero a mediados del
mismo siglo, de la mano de Karl Marx y Friederic Engels plantearon un socialismo con mayor pragmatismo
y profundización teórica (materialista-dialéctica) tanto filosófica como económica donde su papel en la
transformación de la sociedad es el eje. Sin embargo no ha de negarse que este socialismo científico (o
marxismo) ha tomado elementos del socialismo utópico para su cuerpo teórico. Pero queda en claro la
gran diferencia entre las dos tendencias del pensamiento socialista.
e) La I Internacional
La primera Internacional se configura en el contexto europeo posterior a las revoluciones de 1848, y su
fracaso. Desde 1830 hay trazos de intentos de plasmar los sentimientos de solidaridad de los diversos
proletariados nacionales en una agrupación internacional. Así, el Manifiesto Comunista acababa con una
llamada a la unión internacional revolucionaria de los obreros. La Asociación Internacional de
Trabajadores (AIT) se fundó, después de algunas vicisitudes, en 1864, en Londres, obra al principio de
obreros franceses e ingleses a los que pronto se unieron algunos mazzinianos italianos, y varios emigrados
polacos y alemanes, entre los que se contaba Karl Marx. Éste fue quien pronunció la alocución inaugural
de la Internacional, en la que subrayó la agravación de la situación de la clase trabajadora desde la
revolución de 1848 y la necesidad de organizar el movimiento obrero en un plano internacional. Sin
embargo, la heterogeneidad de sus elementos pronto minó su eficacia: los sindicalistas ingleses la
miraban con recelo, pues no querían sufrir la entrada de mano de obra barata procedente del continente,
mientras que en otros países, como Italia y España, no se consiguieron afiliados durante los primeros
años. Andando el tiempo, no obstante, la Asociación Internacional va tomando incremento (Giner, 1982).
La gran crisis económica de 1867 provoca grandes movimientos huelguísticos en los años siguientes que la
fortalecen. Más precisamente a causa de sus recién adquiridas vastas proporciones, la Internacional
abriga entonces tendencias dispares y las crisis ideológicas no se hacen esperar. En 1869, la Internacional
acepta en su seno la Alianza Internacional recién fundada por Bakunin. El anarquismo bakuninista
progresa entonces rápidamente en ella. Marx sale al paso de esta tendencia, pero no consigue eliminarla
durante el Congreso de Basilea de 1869. Durante el mismo, Bakunin acusó a Marx de propugnar el
autoritarismo dentro del movimiento obrero; y Marx a Bakunin de atolondramiento en la acción
revolucionaria y de falta de bases científicas.
Sin que la Internacional se incline por ninguno de los dos campos, estalla la Guerra franco-prusiana, que
une a los internacionales en una vana lucha pacifista. Para ellos, la guerra es un acto criminal organizado
por la burguesía, y fruto de sus intereses conflictivos. Proclamada la república en Francia, Bakunin se
precipita “a abolir el estado” en Lyon, con otros correligionarios suyos. El intento fracasa
tragicómicamente, pero en París estalla la revuelta de la Comuna, el 18 de marzo de 1870. Los
internacionales de París animan la revolución, aunque sean minoría en el Consejo de la Comuna.
Parcialmente a causa de ello, la Asociación Internacional de Trabajadores sufre una crisis final. Las
facciones la dividen y el terror de los gobiernos europeos ante la revuelta parisiense envuelve a los
internacionales en una atmósfera de represión. En condiciones muy precarias, con pocos delegados, tiene
lugar entonces la Conferencia de Londres, en 1871, en la que Marx hace triunfar su criterio, a pesar de la
oposición de varios delegados.
Marx proponía la constitución de un partido político del proletariado, única solución para conseguir la
supresión definitiva de las clases sociales. El proletariado debía politizarse: de lo contrario estaría fuera de
combate antes de entrar en la lucha. Naturalmente, estas posiciones eran inaceptables para los
anarquistas, máximos campeones del apoliticismo proletario. La escisión final, y con ello la disolución de
la primera Internacional obrera, se consuma en el Congreso de La Haya de 1872.