1
Cf. Instrucción Mutuae relationis, de la Sagrada Congregación para los Religiosos e Institutos seculares, del 14 de mayo
de 1978, n. 14 (MR).
2
GARCÍA PAREDES, José Cristo-Rey. Teología de la Vida Religiosa. Madrid: BAC, 2002, p. 12.
3
Cf. CIARDI, Fabio. A la escucha del Espíritu. Hermenéutica del carisma de los fundadores. Madrid: Claretianas, 1998,
pp. 222-223.
4
Cf. MR ns. 1-2.
5
Cf. GARCÍA PAREDES, José Cristo-Rey. Teología de la Vida Religiosa. Madrid: BAC, 2002, pp. 276-277.
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El proceso de maduración vocacional pasa por un periodo de luces y gracias que ayudan a
vencer las resistencias y tomar la decisión de decir como María: «hágase en mi según tu palabra» (Lc
1,38). Sin embargo, el acero pasará por el fuego para alcanzar el temple. La primera dificultad será
un esfuerzo en justificar la vocación que se presenta ante el tribunal de la conciencia. Como toda
prueba, como todo combate, uno puede salir vencedor, vencido, o quizás herido… superada la prueba,
la vocación se afianza.
La crisis vocacional puede llevar a plantearse cuestiones muy radicales como la misma existencia
de Dios. No es extraño que surja el deseo de olvidar a Dios y excluirlo de la propia existencia. Estas dudas
no son teóricas, nacen de la percepción de un Dios muy real, que se implica en la vida y la complica. Por
eso, se desearía que no existiera. El Señor resulta demasiado real; su rivalidad parece insuperable… se
puede llegar hasta el desafío. Durante la crisis es difícil conocer el sentido de lo que se está viviendo.
¿Cuál es el sentido de esta prueba? Es entender y acoger la vocación en un nivel superior. Es un momento
necesario que prepara para una decisión sólida, que se afirma como verdad espiritual. La gozosa adhesión
inicial pide ahora una reiteración consciente de su primer fiat.
Esta etapa necesaria no debe ser suprimida, sino orientada. Si ella no existiera naturalmente,
sería necesario provocarla.
La superación de las diversas crisis va fortaleciendo la vocación, haciendo de ella no un hecho
en la vida, sino la propia vida. Ella llegó de afuera, pero es lo más profundo de nosotros mismos. Sólo
cuando es sentida como parte de la propia persona, la vocación ha llegado a su plenitud6.
La profesión de la tríada de votos no significa la esencia de la Vida Religiosa. Ésta antecede en
siglos a las profesiones solemnes, que se inician en el siglo XII. La esencia de la vida consagrada es la
entrega total a Dios, la dedicación absoluta a Él, sin reserva, como un sacrificio de holocausto. Con la
profesión de los tres consejos evangélicos bajo la forma de voto, se expresa el compromiso personal con
el seguimiento de Jesús, tal como nos es propuesto en el Evangelio e inspirado por el Espíritu Santo7.
2. La Eucaristía: centro de la vocación religiosa
Para mantener vivo el espíritu del Instituto, es necesario fomentar la vida con Cristo en Dios, de
donde brota el vigor para la santidad, el anhelo por la salvación del prójimo y edificación de la Iglesia,
con la práctica de los consejos evangélicos, que encuentran su vida en la caridad. Este es el punto central
por el cual se evidencia la necesidad de cultivar con interés constante el espíritu de oración, con la lectura
y meditación cotidiana de las Sagradas Escrituras, celebrando la sagrada Liturgia y «principalmente, el
sacrosanto Misterio de la Eucaristía no sólo con los labios, sino también con el corazón, saciando su vida
espiritual en esta fuente inagotable»8. Éste será el alimento para fortalecer los eslabones que unen a los
religiosos en la consagración total a que Cristo les ha llamado en su misión.
Los Hechos de los Apóstoles atestiguan que los fieles de la Iglesia primitiva estaban unidos en
la oración y eran asiduos a la fracción del pan, constituyéndose en un solo corazón y una sola alma.
Como continuadores de la primitiva comunidad cristiana, los religiosos encontrarán en el Pan
eucarístico el punto de comunión que favorece el trato fraterno, sana los problemas9, deshace las
divisiones instigadas por el diablo, anima para la misión, promoviendo que el Instituto viva la plena
unión de la Trinidad, fundamentada en el mismo amor que une las Personas divinas: el amor del Hijo
al Padre, vivido en las oraciones litúrgicas, del Padre al Hijo, vivido en la adoración eucarística y el
amor del Espíritu, vivido en la unidad interna y en la fidelidad al carisma.
3. Vida eucarística y Vida Consagrada
Litúrgicamente, la epíclesis eucarística es el preámbulo de la consagración del Cuerpo y de la
Sangre de Cristo. Por otro lado, el Concilio Vaticano II explica que la consagración es un elemento
constitutivo de la Vida Religiosa (LG 44; PC). Es Dios quien elige, llama y consagra al religioso
como agente principal de esta consagración que no es sacramental, sino carismática, estando así
6
Cf. GARCÍA PAREDES, José Cristo-Rey. Teología de la Vida Religiosa. Madrid: BAC, 2002, pp. 266-275
7
Cf. Ibid., pp. 368-369.
8
CONCILIO VATICANO II. Decreto Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, n. 6.
9
PC, n. 15.
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totalmente unida a la acción del Espíritu Santo, que prepara, actúa y mantiene viva en la Iglesia las
vocaciones consagradas10. Así, la acción del Espíritu precede y realiza la consagración, conformando
la vida con la de Cristo, haciendo penetrar en su misterio y en el misterio de su palabra. El Señor que
dice «sígueme» es comprendido en su totalidad, que los lleva a identificarse plenamente con Él a
través de la entrega total de sus vidas11. La imitación del Cristo total, encuentra en cada carisma
religioso una identidad propia, un aspecto del Cristo total a ser imitado, que es individual e irrepetible
en la Iglesia12, formando una comunidad que es como un «cuerpo místico» dentro del Cuerpo Místico.
La Eucaristía es exactamente lo que conforma esta comunidad, donde el don del Espíritu,
reflejado en el carisma fundacional se une a la presencia real de Cristo, centro de la comunidad
religiosa y eje a partir del cual se forma todo y cualquier Instituto religioso. Así, la comunidad
religiosa se siente fundamentada en el misterio de la Trinidad, presente en el Sacramento del Amor.
Se comprende así que la Eucaristía es el Sacramento que hermana y lleva a la plenitud la
comunidad religiosa. La presencia del Hermano Mayor, nos hace verdaderamente «hermanos en el
Hermano» (cf. Jn 20,17). La ausencia, o frialdad en relación al Hermano Mayor, se reflejará en
disgregación y decadencia de la comunidad fraterna.
La celebración del Misterio Pascual de Cristo es, en la Iglesia, el gran Sacramento de unidad,
puesto que la transubstanciación de los dones eucarísticos tiene como finalidad hacer presente el
Reino en la comunidad cristiana y, desde ella, en el mundo.
La comunidad religiosa es simbolizada y se fortifica en cada Eucaristía, de modo que ella recibe
de cada encuentro con su Señor el impulso que necesita para la misión y para la unidad entre los
hermanos y con el carisma fundacional.
Sin comunión, la oración es precaria, puesto que ella es también comunión con la Iglesia-
Esposa, que ora unida al Esposo. En la oración centrada en la Eucaristía, se supera el estrecho espacio
de nuestra individualidad y de nuestros sentimientos, abriéndonos a los grandes horizontes de las
intenciones de Cristo y de su Iglesia. Por eso, rezamos los salmos de lamentación cuando tal vez no
tenemos motivos personales para lamentarnos, o los salmos de acción de gracias cuando podemos
estar interiormente turbados. Tanto la oración personal, cuanto la litúrgica, nos sacan de nuestra
estrechez y nos conducen al misterio de comunión que alimenta, desde las raíces, la unidad fraterna13.
Cada uno de nosotros fue llamado individualmente a compartir la misión de llevar a Cristo a
los corazones de la humanidad en un momento en que ésta se sumerge en el fango del relativismo,
del pecado y del ateísmo. Los días actuales presentan muchas semejanzas con los de Cristo: la Pasión
por Él vivida, sufre hoy la Santa Iglesia. Así como en el Calvario, Él tenía junto a Sí a la Maestra de
la entrega total, que se unía a su ofrecimiento victimal. Hoy Él mira a cada uno de nosotros y pregunta:
¿Hijo, hija, te unes a Mí? ¿Te entregas para salvar a la humanidad? Mi Iglesia encuentra enemigos
por todas partes, se intenta quitar su presencia, su influencia… Los enemigos no la pueden matar,
pero desean matar su recuerdo en los corazones, en las instituciones, arrancar sus símbolos de los
lugares públicos y construir un mundo totalmente alejado de Dios.
Pero Yo busco en todo el mundo algunos que sean fieles y que luchen para defenderla.
Mirándote, te pregunto: ¿Hijo mío, hija mía, tú me dejas solo? ¿Tú no luchas por mí?
¿Quién soy yo? Soy el hombre, la mujer, para quien Jesucristo, en un momento de aflicción y
abandono miró. Pero… ¿seré aquél para quien el Señor habrá mirado en vano?
Señor, haced que yo corresponda, que todos nosotros correspondamos a vuestra mirada, a
vuestro apelo14. En esta hora suprema, por medio de Vuestra Madre Santísima, erguimos nuestros
corazones y reafirmamos nuestra fidelidad.
Tenemos certeza de que nunca nos abandonaréis… pero os pedimos, Señor, con toda fe, que
nosotros nunca, ¡en el rigor de la palabra nunca!, os abandonemos.
10
Cf. GARCÍA PAREDES, José Cristo-Rey. Teología de la Vida Religiosa. Madrid: BAC, 2002, pp. 378-383
11
Cf. CIARDI, Fabio. Los Fundadores, hombres del Espíritu. Para una teología del carisma de fundador. Madrid: Paulinas,
1983, p. 136
12
Cf. Ibid., pp. 145-146.
13
Cf. GARCÍA PAREDES, José Cristo-Rey. Teología de la Vida Religiosa. Madrid: BAC, 2002, pp. 351-353.
14
Cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Discurso por ocasión de la visita de la Imagen Peregrina de Nuestra Señora de
Fátima que vertió lágrimas en Nueva Orleáns (1973).
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