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La revolución copernicana: un nuevo modelo de saber (I)

Oscar Cuervo

Una conmoción involuntaria

Lo que en el presente texto trataremos de caracterizar bajo el


concepto de “revolución copernicana” excede una innovación
puntual en el campo de los cálculos astronómicos–por importante
que fuera, y sin duda lo fue-. Como mera innovación astronómica la
pensaba el hombre que le da su nombre a este proceso, el polaco
Nicolás Copérnico (1473-1543), en su obra De revolutionibus. El se
proponía incrementar la precisión y la sencillez de la teoría
astronómica vigente adjudicándole al Sol la función cosmológica
que hasta entonces se le había adjudicado a la Tierra: que fuera el
Sol el que ocupara el centro del universo. Una visión heliocéntrica
del universo sería más precisa y elegante –conjeturó Copérnico-
que la visión geocéntrica que la cultura europea había heredado de
los griegos.

Aunque hoy pueda sonarnos raro, la demanda directa para producir


una reforma en los cálculos astronómicos provino de la propia
Iglesia Católica. Desde el siglo XIII se habían multiplicado las
propuestas para reformar el calendario juliano (que había sido
instaurado en el año 46 AC y llevaba ese nombre en honor al
emperador Julio César). La necesidad de esta reforma,
eminentemente práctica, respondía al desarrollo de las actividades
económicas en las ciudades europeas renacentistas. Había que
establecer un calendario capaz de computar las fechas de manera
unívoca y precisa, para organizar la vida administrativa y los
intercambios comerciales, bancarios y bursátiles. Estas actividades
eran de creciente importancia en la nueva sociedad que se estaba
delineando. Pero la complicación e incongruencias de los cálculos
astronómicos basados en el modelo geocéntrico conducían a una
enorme confusión en la fijación de la duración exacta del año. Por
eso, la Iglesia asumió la iniciativa de encargarle a Copérnico que
asesorara al Papa en esta materia. Copérnico rechazó esta oferta
inicial y sugirió en cambio que el diseño de un nuevo calendario se
postergase hasta que los cálculos astronómicos se encaminaran
por una vía más precisa, segura y elegante: “En primer lugar, es tal
su inseguridad acerca de los movimientos del sol y de la luna que
no pueden deducir ni observar la duración exacta del año
estacional. (…) Finalmente, en lo que respecta al problema

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principal; es decir, la forma del mundo y la inmutable simetría de
sus partes, no han podido ni encontrarla ni deducirla. Su obra puede
ser comparada a la de un artista que, tomando de diversos lugares
manos, pies, cabeza y demás miembros humanos –muy hermosos
en sí mismos, pero no formados en función de un solo cuerpo y, por
tanto, sin correspondencia alguna entre ellos-, los reuniera para
formar algo más parecido a un monstruo que a un hombre”
(Prefacio de Copérnico a De revolutionibus, “Al Santísimo Padre,
Papa Pablo III”).

La respuesta de Copérnico a la demanda de la Iglesia fue que no


resultaría posible calcular un nuevo calendario sobre la base de una
astronomía llena de anomalías. Primero había que componer una
nueva astronomía y de ahí se derivarían los cálculos precisos de la
duración del año. La objeción que Copérnico le hacía a la
astronomía vigente era su falta de armonía: el modelo geocéntrico
había sido heredado de la antigüedad griega, y los matemáticos
durante muchos siglos trataron de reformularlo y corregirlo en sus
aspectos parciales, con la finalidad de “salvar las apariencias” de
las trayectorias visibles de los astros. Pero eran tantas las reformas
que se habían superpuesto, tantas las modificaciones ad hoc que
se habían introducido para mantener la tesis principal de que la
Tierra estaba fija en el centro del universo y que el resto de los
astros, incluido el Sol, giraban en torno a ella, que la figura
resultante de esa superposición de correcciones asemejaba a un
monstruo carente de belleza. Copérnico estaba convencido de que
la astronomía no soportaba más reformas parciales que no
decidieran revisar las bases mismas de la concepción entonces
vigente. La sencilla conjetura que él proponía para empezar a
construir una nueva astronomía más armónica, a partir de la cual
sería posible diseñar el nuevo calendario, era nada menos que, en
lugar de suponer que la Tierra estaba en el centro del universo, esa
posición podría ser adjudicada al Sol. Entiéndase bien: Copérnico lo
proponía a título de conjetura fructífera y no como una certeza
irrefutable; porque de lo único que él decía estar seguro era de la
imposibilidad de seguir reformando un esquema geocéntrico
maltrecho.

Antes de seguir detallando las fases de este decisivo proceso de la


historia de la cultura occidental, nos conviene señalar una serie de
sugestivas paradojas. En los siglos XV y XVI de nuestra era
imperaba en Europa una cosmovisión asentada a lo largo más de
mil años que no provenía de las Escrituras, y que la Iglesia no había
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formulado originalmente, sino que, desde la posición de poder que
ocupaba en esa época, la Iglesia había adoptado de las antiguas
civilizaciones helénicas y helenísticas (los “paganos”). Esa
cosmovisión, que ubicaba a la Tierra en un centro alrededor del cual
el universo entero gira, nunca, ni siquiera en sus orígenes griegos,
estuvo a salvo de críticas, por sus predicciones fallidas y por los
movimientos estelares inexplicables; en suma: nunca estuvo a salvo
de anomalías. Durante siglos, estas fallas mantuvieron preocupados
a los expertos, pero no los habían llevado a cuestionar el modelo
geocéntrico. Siglos después, una necesidad de orden puramente
práctico empujó a la propia Iglesia a encargar un nuevo calendario.
Y ese pedido iba a suscitar en Copérnico una idea de novedad
inaudita que, al tomarse en serio, iba a derribar la cosmovisión
vigente y a obligar a construir otra nueva, el heliocentrismo.
Caducaría así la totalidad del saber tradicional y, con ello, la
confianza en la tradición como fundamento del saber. Más aún: si la
propuesta de Copérnico se tomaba en serio, la Iglesia debía admitir
que las doctrinas que enseñaba en sus universidades podían ser
erróneas y, por ende, su autoridad era pasible de cuestionamientos.
Si la Iglesia admitía eso, minaba el poder que a través de varios
siglos había acumulado.

Una conmoción involuntaria: para resolver un problema profano, el


del calendario que ordena las transacciones comerciales, se acude
a un experto a cuyo sentido estético le repugna el desorden
reinante en los mapas astrales. Ni la Iglesia ni Copérnico se
proponían conmover los pilares del saber europeo ni dar a luz un
nuevo concepto del saber: más bien, respondían a propósitos
contingentes. De hecho, el De revolutionibus del título del libro de
Copérnico no encerraba ningún propósito revolucionario, sino que
hacía alusión al movimiento cíclico de los astros. Pero había algo en
el clima de la época, por un lado, y en la consistencia propia del
saber (o, mejor dicho: en su inconsistencia) que empujaba a una
revolución ya no solo planetaria, ni acotada al campo de los
cálculos astronómicos. Se estaba configurando una revolución en el
sentido más político del término. La sociedad estaba lo
suficientemente madura como para producir una reconfiguración de
sus saberes, de los criterios por los que esos saberes se regían, de
los sujetos que tenían la autoridad para producirlo.

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Una innovación científica, política y epistemológica

Recapitulando, entonces: la revolución copernicana no es solo una


gran innovación astronómica ni le pertenece solo a Copérnico,
quien fue apenas el disparador de un cambio cuyas consecuencias
irían mucho más allá de sus intenciones y del contenido de su libro.
Este cambio no terminaría de asentarse hasta un siglo y medio
después de su muerte. Fue una revolución larga, precedida de una
crisis aún más extensa. Tuvo muchos más actores que Copérnico y
el Papa que le encargó un calendario. Pero además: no puede
entenderse el alcance de sus efectos si solo se piensa este
acontecimiento como un cambio de una teoría astronómica por otra.
Dice Thomas Kuhn en La Revolución Copernicana (un
epistemólogo y un libro del que en seguida hablaremos con más
amplitud):

“Ni siquiera las consecuencias en el plano científico agotan el


significado de la revolución copernicana. Copérnico vivió y trabajó
en un período caracterizado por los rápidos cambios de orden
político, económico e intelectual que prepararían las bases de la
moderna civilización europea y americana. Su teoría planetaria y la
idea, a ella asociada, de un universo heliocéntrico fueron
instrumentos que impulsaron la transición desde la sociedad
medieval a la sociedad occidental moderna, pues parecían afectar
las relaciones del hombre con el universo y con Dios. Aunque
inicialmente se presenta como una revisión estrictamente técnica y
altamente matematizada de la astronomía clásica, la teoría de
Copérnico se convirtió en un foco de las apasionadas controversias
religiosas, filosóficas y sociales que, durante los dos siglos
subsiguientes al descubrimiento de América, establecerían el curso
del espíritu moderno. Los hombres que creían que su habitáculo
terrestre tan solo era un planeta que circulaba ciegamente a través
de una infinidad de estrellas valoraban su ubicación en el marco
cósmico de forma bastante diferente a como lo hacían sus
predecesores, para quienes la tierra era el centro único y focal de la
creación divina. En consecuencia, la revolución copernicana
también desempeñó un papel en la transformación de los valores
que regían la sociedad occidental”. (Tomo 1, cap. 1, pág. 24).

Que las ideas que los seres humanos nos formamos acerca de la
realidad cambian cada tanto es, a esta altura de nuestra historia,
una constatación trivial. Lo que todavía nos resulta complejo de
entender es que los cambios no dependen solo, ni principalmente,
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de la irrupción de sujetos más sagaces, dotados de una imaginación
más audaz que sus predecesores, ni tampoco de la acumulación de
las evidencias empíricas a lo largo de los siglos o de la detección de
errores que hasta entonces habían pasado inadvertidos. Cambia
nuestro saber acerca del mundo porque cambia nuestra forma de
ser en el mundo. Una revolución en el saber es la emergencia de
una nueva subjetividad y a esta emergencia contribuye una trama
de acontecimientos imposibles de manejar a voluntad.
Acontecimientos que tampoco se dejan reducir a una serie de
sencillos pasos metodológicos. Lo trivial y lo importante se
entremezclan y a veces intercambian posiciones: lo que parecía
importante e incuestionable se vuelve trivial y desechable, el detalle
que parecía excepcional y aislado puede terminar derribando la
certeza más inexorable.

La relevancia del saber, la seguridad con que se lo defiende, la


autoridad con que se lo impone o la urgencia para perfeccionarlo
responden a motivos cuyo poder no se halla en la superficie del
saber, sino en los intersticios de las instituciones en los que el saber
se custodia. La dinámica del saber puede germinar en sus fallas.
Por eso, para comprender las fuerzas que se despliegan en un
acontecimiento tan complejo y extenso -tanto en su duración como
en sus consecuencias- como la revolución copernicana, es
conveniente considerar el saber científico no como algo que se
funda a sí mismo, a partir del desarrollo de su fuerza interior (como
si una “ley del espíritu humano”, al decir de Augusto Comte, nos
condujera hacia una creciente inteligencia). El saber, es innegable,
tiene su propio dinamismo que lo impulsa a volverse más detallado,
más preciso o a buscar fundamentos más convincentes y resultados
más eficaces. Pero los criterios que rigen esa convicción y esa
eficacia dependen de factores que van más allá de toda teoría y de
cualquier método: lo que en determinado contexto histórico resulta
convincente y eficaz, en otro momento se revela infructuoso o
irrelevante.

Dicho en términos epistemológicos: la marcha de la ciencia se va


perfilando en un entrelazamiento de contingencias y necesidades
provenientes tanto de su historia interna como de la historia externa.
Incluso la distinción entre lo interno y lo externo puede volverse
indiscernible, porque en la práctica concreta estos factores se
empujan o se obstaculizan recíprocamente. Esto vale no solo para
los saberes que la humanidad del siglo XXI dejó atrás, sino también
para aquellos que hoy nos resultan convincentes y eficaces. Por
5
eso, para comprender mejor el alcance y los límites de nuestro
propio saber, puede sernos útil volver sobre ese acontecimiento
fundante de la modernidad científica y cultural: la revolución
copernicana. Es preciso considerarla no solo como una gran
innovación científica (es decir, como un cambio en el plano de las
teorías), sino como una ruptura epistemológica (esto es: como un
cambio drástico en las condiciones en las que el saber se producía
y se validaba); y, por ello mismo, como una mutación política y
antropológica: cambian las relaciones de poder en las que el saber
se funda, cambia el mundo en que vivimos y cambia la humanidad
que lo habita.

La revolución copernicana como modelo de cambio: la


interpretación de Kuhn

El epistemólogo norteamericano Thomas Kuhn (1922-1996) dedicó


varios años a estudiar los múltiples aspectos que intervinieron para
que la revolución copernicana se produjera cuando y como se
produjo. Su interés no era meramente histórico. Estudiando esta
revolución, sostiene Kuhn, se pueden extraer enseñanzas acerca
de una más amplia serie de preguntas: ¿cómo es posible el cambio
en la ciencia? ¿cuál es su dinámica interna? ¿hasta qué punto se
ve condicionado el curso de la investigación por el contexto histórico
político, económico, social y cultural? ¿cómo incide la educación en
la forma de la subjetividad científica? ¿qué tipo de acuerdos
implícitos comparte una comunidad de expertos y de qué manera
esos acuerdos pueden retardar o acelerar una innovación? ¿qué
posibilidad hay de evaluar una teoría científica de manera objetiva,
sin dejarse condicionar por los contextos que estamos
mencionando? Afirma Kuhn:

“Puesto que en muchos de sus aspectos la teoría copernicana es


una típica teoría científica, su historia puede ilustrarnos algunos de
los procesos mediante los cuales los conceptos científicos
evolucionan y reemplazan a sus predecesores. Sin embargo, en lo
que respecta a sus consecuencias extra-científicas, la teoría
copernicana no puede ser considerada como típica, pues pocas son
las teorías que han desempeñado un papel tan importante en el
marco del pensamiento no científico. Tampoco se trata de un caso
único. En el siglo XIX, la teoría de la evolución de Darwin despertó
las mismas cuestiones extra-científicas. En nuestra época, la teoría
de la relatividad de Einstein y las teorías psicoanalíticas de Freud
han levantado controversias de las que quizás surjan nuevas y
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radicales orientaciones del pensamiento occidental. El propio Freud
hizo hincapié en el paralelismo existente entre los efectos del
descubrimiento de Copérnico, según el cual la tierra no era más que
un planeta, y su propio descubrimiento, que revela la importancia
del papel del inconsciente en el comportamiento humano. Hayamos
o no estudiado sus teorías, somos los herederos intelectuales de
hombres como Copérnico y Darwin. Los procesos fundamentales de
nuestro pensamiento se han visto transformados por su causa, del
mismo modo que el pensamiento de nuestros hijos o nietos se
habrá transformado gracias a la obra de Freud y de Einstein.
Necesitamos algo más que una simple comprensión de la
progresión interna de la ciencia. Debemos también comprender
cómo la resolución dada por un científico a un problema
aparentemente menor, estrictamente técnico, puede en ciertos
casos transformar fundamentalmente la actitud de los hombres
frente a los principales problemas de su vida cotidiana”. (op. Cit., p.
27)

Kuhn sostiene que, dada la incidencia histórica y la complejidad de


la revolución copernicana, de su análisis podrían extraerse pautas
para comprender la dinámica de la ciencia occidental. Propone una
perspectiva histórica que podría revelarnos algo no solo sobre el
pasado de la ciencia, sino sobre la historicidad misma del
conocimiento científico. Por eso, a partir de mediados del siglo
pasado, su planteo estuvo dirigido a cuestionar las nociones
dominantes de una epistemología cientificista que concibe la
marcha de la ciencia como el simple despliegue de la racionalidad
humana. Kuhn quería también cuestionar los planteos tradicionales
acerca de cuál es el método que nos garantiza descubrir u otorgar
validez objetiva al conocimiento científico. El resultado de su
investigación lo expuso en el ya citado libro La revolución
copernicana (The Copernican Revolution. Planetary Astronomy in
the development of Western Tought,1957). Cinco años más tarde,
las conclusiones a las que llegó en esa investigación fueron
tomadas como base para proponer una nueva perspectiva sobre el
problema del progreso científico en general, ya no solo acotado a la
revolución copernicana, en un libro que produjo una polémica en el
campo de los debates epistemológicos: Estructura de las
revoluciones científicas. (1962).

Veamos algunas de las ideas propuestas por Kuhn en La


Revolución Copernicana:

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- La cosmología de Aristóteles (384 AC.-322 AC.) y la
astronomía de Ptolomeo (100-170 DC.) dominaron el
pensamiento occidental durante varios siglos, incluso hasta
después de la muerte de Copérnico (1543). Aristóteles y
Ptolomeo fundaron un paradigma geocéntrico, según el cual
todo el universo gira alrededor de una Tierra inmóvil.

- En el siglo IV a. C. el helénico Aristóteles brindó el marco


conceptual del geocentrismo: el universo es finito y está
enteramente contenido dentro de la esfera de las estrellas.
Fuera de la esfera de las estrellas no hay nada, ni materia ni
espacio. En el centro inmóvil de la esfera se halla la Tierra.
Entre la Tierra y la esfera de las estrellas se ubica la esfera
que arrastra al planeta más bajo, la Luna; esta esfera divide el
universo en dos regiones: la Sublunar, que va desde la Tierra
hasta la esfera de la luna; y la Supralunar, que abarca desde
la esfera de la Luna hasta el confín del universo (ver figura 1).
En el universo no existe el vacío, el cielo está formado por un
conjunto de caparazones concéntricos constituidos por un
elemento traslúcido e indeleble: el éter. Estos caparazones
cristalinos forman una especie de pieza de relojería celeste
que está en rotación perpetua, impulsada por la esfera
exterior de las estrellas. Los humanos habitamos la Tierra, en
la Región Sublunar, compuesta por cuatro elementos: tierra,
agua, fuego y aire. Mientras la Región Supralunar es la de los
movimientos circulares constantes, armónicos y perfectos, la
región Sublunar en la que habitamos está caracterizada por la
generación y la corrupción de las cosas, y los movimientos
violentos y contingentes.

-
- FIGURA 1
-

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- En consonancia con esta cosmología, Aristóteles elaboró una
física. El tema central de la física es el movimiento y dicho
movimiento es explicado a partir de una causa final, puesto
que es propio de todos los entes tender hacia un determinado
fin o meta. Esta concepción se denomina finalista o
teleológica (telos: meta, fin). Todo ente tiende a ubicarse en
su posición natural, dado que, para Aristóteles, hay un lugar
propio para cada cosa. Como dice Alexander Koyré: “Todo,
orden cósmico, armonía; estos conceptos implican que en el
universo las cosas están (o deben estar) en un cierto orden
determinado, que su localización no es indiferente ni para
ellas ni para el universo; que, al contrario, cada cosa tiene,
según su naturaleza, un ‘puesto’ determinado en el universo,
el suyo propio. Un lugar para cada cosa y cada cosa en su
lugar” (A. Koyré, Estudios de historia del pensamiento
científico, México, Siglo XXI, 1978, págs. 158-159). Esta física
explica el funcionamiento del universo, sus zonas de armonía
y su región turbulenta, el movimiento y el reposo: “Lo que está
en su lugar propio, lo que ha alcanzado su forma, no tiene
necesidad de moverse y podría permanecer en estado de
reposo indefinidamente. (…) En este sentido, más que un
estado, el movimiento es una transición, un proceso de
duración limitada que finaliza en la recuperación del lugar
propio. Este retorno al orden garantiza la armonía y el
equilibrio del universo” (Mónica Giardina, “La concepción
aristotélica de la naturaleza” en Díaz, Esther (compiladora) La
producción de los conocimientos científicos, Buenos Aires,
Biblos, 1994, pág. 137).
Física y astronomía se hallan en mutua dependencia. El lugar
propio de la Tierra es el centro y su estado natural el reposo.
Esto se explica de la siguiente manera: en la región sublunar,
todos los cuerpos se componen de los cuatro elementos
mezclados en diversas proporciones. Así se pueden clasificar
los cuerpos en livianos o pesados según cuál sea el elemento
preponderante en ellos: “La tierra, el elemento más pesado,
se colocaría en la esfera que constituyese el centro
geométrico del universo. El agua, elemento también pesado,
aunque menos que la tierra, constituiría una envoltura esférica
alrededor de la región central ocupada por la tierra. El fuego,
el más ligero de los elementos, se elevaría espontáneamente
para constituir su propia esfera justo por debajo de la luna. Y
el aire, elemento asimismo ligero, completaría la estructura
conformando una esfera que llenara el hueco existente entre
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el agua y el fuego. Una vez alcanzadas dichas posiciones, los
elementos permanecerían en reposo, manteniendo su pureza
como tales” (Kuhn T., pág. 121). Sin embargo, la región
sublunar nunca está en calma. Impulsada por el movimiento
de la esfera de la luna, la capa del fuego se mueve y empuja
debajo de sí una serie de corrientes que entremezclan los
restantes elementos. Nunca podemos encontrar, en esta
región del universo, los elementos en forma pura. Cada
elemento contiene rastros de los restantes, a pesar de lo cual
en cada una de las capas se concentra el elemento que le es
más propio. Por ello, el centro del universo tiende a
concentrar el elemento más pesado, la tierra.
- Cinco siglos después de Aristóteles el astrónomo greco-
egipcio Ptolomeo escribe el gran libro astronómico de la
civilización helenística: el Almagesto. Si la cosmología
aristotélica nos brinda un marco conceptual general para
figurarnos un universo geocéntrico, el aporte de Ptolomeo es
de índole estrictamente astronómica y matemática. Por
primera vez, él reunió en un mismo sistema matemático una
compleja combinación de círculos que explicaban no solo los
movimientos del Sol y de la Luna, sino también las
regularidades e irregularidades observadas en los
movimientos aparentes de los siete planetas hasta entonces
conocidos. Su modelo matemático tenía tal grado de detalle y
precisión (evaluándolo con los estándares y las posibilidades
empíricas de su época) que su aceptación fue enorme y su
vigencia se extendió por siglos. Pero es importante marcar
algunas diferencias importantes que distinguen las teorías de
Aristóteles y Ptolomeo. La cosmología aristotélica atribuía a
las esferas concéntricas un movimiento circular –y ello por
motivos de armonía: se pensaba que el círculo es el
movimiento más perfecto, porque un cuerpo moviéndose
circularmente puede desplazarse eternamente en una órbita
idéntica. El modelo matemático de Ptolomeo era mucho más
complejo, dado que el esquema circular de Aristóteles no
permitía dar cuenta de las trayectorias visibles de los astros.
Para mantener el lugar central de la Tierra, Ptolomeo trazó un
complejísimo esquema formado por epiciclos y deferentes: un
pequeño círculo, el epiciclo, gira alrededor de un punto
situado sobre la circunferencia de un segundo círculo en
rotación. (Ver figura 2). Si esta descripción suena complicada,
cabe aclarar que se trata de una versión extremadamente
simplificada de un modelo matemático que Ptolomeo
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desarrolló con una complejidad mucho mayor, que aquí no
nos resulta posible detallar. Aristóteles dio un marco general y
no detallado de la visión geocéntrica del universo, y procuró
explicar la física que lo mantendría en movimiento. Ptolomeo,
en cambio, estableció un sistema matemático que, gracias a
su complejidad, calculaba con mayor detalle y precisión el
movimiento visible de los astros, pero desentendiéndose de
explicar las causas físicas del movimientos universales Aún
así, esa precisión nunca fue completa, y a lo largo de los
siglos los astrónomos tuvieron que seguir complejizando el
modelo matemático para dar cuenta de todas las
“irregularidades” que las estrellas les ofrecían. Desde
Ptolomeo, astronomía y matemática serán términos usados
indistintamente para mencionar la disciplina que traza el mapa
estelar del movimiento del universo sin tratar de explicarlo.
Esa disociación entre astronomía y física (que no existía en el
pensamiento aristotélico) será mantenida durante muchos
siglos, hasta llegar a Copérnico, que también consideraba la
astronomía como una disciplina esencialmente matemática y
se abstenía de buscar una explicación física para el
movimiento de los astros.

FIGURA 2

- 1400 años después de Ptolomeo, la cosmovisión que


predominaba en la Europa de Copérnico seguía siendo la
geocéntrica. No había habido cambios radicales en la
astronomía medieval, Sin embargo, esto no significa que
durante tantos siglos la investigación científica no hubiera sido
intensa. Se investigó y se discutió mucho, se hicieron
reformas parciales y creció la conciencia de las anomalías que
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presentaba la astronomía vigente, pero la creencia en la fijeza
y la centralidad de la Tierra no fue revisada. Los motivos de
esta persistencia del geocentrismo hay que buscarlos más en
los condicionamientos políticos y culturales de esos siglos que
en cuestiones intrínsecas de astronomía. Dice Kuhn: “Los
esquemas conceptuales envejecen a medida que se suceden
las generaciones que los toman como marco de referencia. A
principios del siglo XVI se seguía creyendo en la antigua
descripción del universo, pero ya no se le atribuía el mismo
valor. Los conceptos eran los mismos, pero se descubrían en
ellos defectos y virtudes enteramente nuevos” (op. cit., pag.
144). A comienzos de la Edad Media, el saber antiguo se
había eclipsado en Europa, cuando la civilización que le dio
origen declinó bajo el imperio romano. En esos siglos se
produjo la expansión del cristianismo, que pasó de ser una
pequeña secta judía perseguida por el poder romano a
convertirse en la religión oficial del imperio (por un decreto del
emperador Teodosio en 380 DC). En el siglo VII los árabes
invadieron la cuenca del mediterráneo y encontraron los
documentos del antiguo saber aristotélico-ptolemaico, que en
Europa se hallaba por entonces completamente olvidado. Los
árabes recogieron esa herencia cultural en un período de gran
desarrollo científico de la cultura islámica. Los científicos
árabes emprendieron la reconstrucción de la ciencia antigua,
traduciendo al árabe los textos griegos. Esa traducción
significó algo más que una traslación de un idioma a otro. Fue
una apropiación y reinterpretación del saber griego por parte
la cultura islámica. Incluso el título Almagesto, por el que
conocemos la obra de Ptolomeo, no es el original griego, sino
una contracción del título árabe que le dio un traductor
musulmán en el siglo IX. Los árabes no produjeron
innovaciones de fondo de la cosmología geocéntrica, pero
aportaron nuevas observaciones y nuevas técnicas para
calcular las posiciones de los planetas.
- Desde el siglo X, la Europa cristiana empezó a redescubrir la
cosmología aristotélica, pero a partir de las traducciones
árabes. La actitud del cristianismo respecto de la ciencia
helénica y helenística había sido hostil en la etapa del
cristianismo primitivo, pero varió a medida que la Iglesia
acumuló poder político y asumió una hegemonía cultural. La
cristiandad alcanzó una nueva estabilidad política que le
permitió reapropiarse del saber pagano, basándose en las
traducciones árabes y tratando de reenmarcarlo en la
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concepción judeo cristiana de la existencia y en el
ordenamiento feudal de la sociedad medieval. En ese período
la Iglesia administró no solo las cuestiones de fe sino también
las del saber. Los eruditos medievales eran miembros del
clero (el propio Copérnico, siglos después, era sobrino de un
obispo y canónigo de la catedral de Frauenburgo). Los textos
científicos paganos comenzaron a ser estudiados en centros
que finalmente se constituirían en las primeras universidades
europeas, dependientes de la Iglesia. Entre el siglo X y el XIII
tomó fuerza un movimiento cultural que intentó compatibilizar
la fe cristiana con el saber griego. Este movimiento se
denominó Escolástica. La paradoja de esta apropiación es
que la fe judeo-cristiana y el saber griego eran frutos de
culturas completamente diversas, cuando no adversas, pero
1000 años de cristiandad ablandaron esa adversidad. Los
escolásticos, que elaboraban sus doctrinas bajo el propósito
de ser fieles simultáneamente a esa fe y a ese saber
heredados del pasado, construyeron a pesar de sí mismos un
saber original, que no podía ser fiel a ninguna de las fuentes
que trataba de sintetizar. La coronación de ese dificultoso
esfuerzo de síntesis se produce en el siglo XIII y su versión
más consumada es la obra de Santo Tomás de Aquino (1225-
1274), la Summa Theológica, un tratado monumental que
coordinaba cuestiones de teología pura con la metafísica de
Aristóteles y la cosmología geocéntrica. Durante algunos
años, las autoridades eclesiásticas miraron con desconfianza
esta conjunción elaborada por Tomás, pero al cabo del tiempo
su triunfo fue completo: tanto es así que la filosofía tomista fue
finalmente declarada doctrina oficial de la Iglesia Católica (el
Papa León XIII en 1879 declaró a su autor Aeterni Patris,
estatus del que goza hasta la actualidad).
- El cristianismo adoptó como suya la idea de la fijeza de la
Tierra, un tema que no encontraba su origen en las Escrituras,
dado que el judeo-cristianismo no desarrolló una cosmología
propia. Dos factores hicieron que la adaptación del saber
griego a la visión de la cristiandad de la alta edad media fuera
trabajosa. Por un lado, los escolásticos conocieron los textos
de Aristóteles en su traducción árabe y lo retradujeron al latín,
lo que significa que hicieron la interpretación de una
interpretación, en la que Aristóteles y el pensamiento griego
ya quedaban profundamente alterados. Por otro, el orden en
que fueron conociéndose los textos antiguos a través de las
traducciones árabes fue azaroso: no se conocía con precisión
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la época en la que cada uno de ellos había sido escrito. Así,
se desconocía que algunas ideas aristotélicas habían variado
a lo largo de su vida y por ende no necesariamente pensaba
lo mismo en sus libros de juventud y en los de madurez. El
pensamiento de Aristóteles era problemático y contradictorio,
pero los escolásticos se propusieron hacer con sus textos una
doctrina unívoca y consistente, por lo cual, se vieron forzados
a reinterpretarlo y produjeron una filosofía nueva que, en
nombre de la fidelidad a la tradición, la traicionaba
involuntariamente. Esta lectura de textos discrepantes, bajo el
supuesto –errado- de que esos textos en el fondo querían
decir lo mismo, habilitó una práctica de discusión para
interpretar y despejar aparentes contradicciones y permitió
una apertura a considerar diversas variantes interpretativas.
La familiaridad con las discrepancias teóricas facilitó la
aceptación de una astronomía plena de anomalías, sin que les
resultara necesario revisar el supuesto fundamental de la
fijeza de la Tierra en el centro del universo. Esta es una razón
de gran importancia para entender la persistencia del
paradigma geocéntrico a lo largo de tantos siglos. Así como
Aristóteles parecía decir cosas diferentes en diferentes libros
pero –se suponía- en el fondo decía siempre lo mismo, así
también, las diversas correcciones parciales que la
astronomía acumuló durante siglos se suponían compatibles
con la vigencia del geocentrismo. Por encima de toda objeción
empírica, la visión aristotélica de la naturaleza fue finalmente
aceptada como un saber verdadero, lo cual llevó a que los
escolásticos adoptaran un criterio de autoridad que tomaba a
Aristóteles como “Magister”, en cuyo nombre se zanjaba toda
posible discusión, Durante los años más dogmáticos de la
Escolástica (sobre todo los siglos XIII y XIV), si en medio de
una discusión entre posiciones contrapuestas se encontraba
algún dicho del Magister que inclinara la balanza hacia una de
las opiniones, la discusión terminaba con “el Magister dixit…”
(el Maestro dijo… tal cosa”) y ya no había nada más que
discutir. El hecho de que el Maestro fuera un pagano
justificaba que no hubiera experimentado la “revelación” de la
fe cristiana, pero su inteligencia prodigiosa, pensaban los
escolásticos posteriores a Tomás, señalaba el punto más alto
al que una inteligencia humana puede llegar sin la ayuda de
Dios. Si al saber mundano de Aristóteles le sumamos la fe en
Cristo, se creía, tenemos la mejor de las combinaciones
posibles: la suma de una verdad natural y una sobrenatural,
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que en última instancia no pueden ser contradictorias. Una
única verdad tradicional, heredada de los antiguos, que solo
requería saber leerla en aquellos textos en los que estaba
fijada: las Sagradas Escrituras y los libros filosóficos y
científicos de Aristóteles. De allí que el irónico resultado de un
movimiento innovador como la Escolástica desembocara en
un principio de autoridad dogmática y, lo que nos resulta hoy
no menos sorprendente, que la Iglesia terminara defendiendo
la idea de una Tierra fija como parte de la doctrina cristiana.
- Este esfuerzo doctrinario (que suponía la supremacía cultural
de la Iglesia durante los siglos altos del medioevo) se logró
mantener mientras las condiciones sociales, económicas y
tecnológicas lo hicieron posible. Pero el principio de autoridad
estaba destinado a no poder durar por siempre. La Europa del
siglo XV vio proliferar una actividad cultural que desbordaba
los claustros escolásticos. Surgió una nueva clase social que
venía a disputar la posición dominante que durante siglos
habían ejercido la nobleza y el clero. Se trataba de una
burguesía que se había enriquecido en la actividad comercial
de las ciudades renacentistas. Era una clase pujante y poco
apegada a la inmovilidad de la tradición, para la cual las
innovaciones tecnológicas serían una clave de su poder
creciente. En el campo religioso, Lutero y Calvino
encabezaron grandes desafíos al poder del Papado y
terminaron provocando un cisma de la Iglesia. La invención de
la imprenta en 1440, por parte del alemán Johannes
Gutemberg, implicó la posibilidad de la reproducción masiva
de los libros, lo que ayudó a la difusión de nuevas ideas y
relativizó el poder de la Iglesia que hasta entonces había
acopiado los libros manuscritos en sus propias bibliotecas.
Uno de los primeros libros que circularon masivamente por
Europa fue nada menos que la Biblia traducida por Lutero al
alemán, lo que implicaba un desafío al poder de las jerarquías
eclesiásticas católicas que se arrogaban la potestad de leer e
interpretar el texto religioso en latín culto a una feligresía que
no entendía esa lengua. El propósito polémico de Lutero era
que cualquier creyente pudiera establecer una relación
personal con las Escrituras, sin la mediación de una autoridad
eclesiástica.
- Otro factor de cambio: 50 años antes de Copérnico comienza
un período de viajes y exploraciones marítimas, cuando los
imperios coloniales se lanzan a la conquista de nuevos
territorios. El mal llamado “descubrimiento” de América fue
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realizado cuando Copérnico tenía 19 años. Los navegantes,
en su exploración de regiones incógnitas, pudieron observar
los cielos desde nuevas perspectivas. En los viajes
transoceánicos, astrónomos y navegantes descubrieron
muchos nuevos errores en la astronomía heredada.
- Durante el Renacimiento se multiplicaron sectas
neoplatónicas que postulaban que, más allá de las
cambiantes apariencias sensibles del universo, este escondía
claves matemáticas eternas que solo estaban en
conocimiento de los iniciados en los misterios. El propio
Copérnico había recibido el influjo de las doctrinas
neoplatónicas que valorizaban una exigencia de armonía en la
estructura del universo, armonía que él echaba de menos en
el estado de la astronomía heredada. Ese fue uno de los
principales motivos que lo llevaron a proponer un modelo que
consideró más armónico y simple: que la Tierra y los otros
planetas se movieran en círculos alrededor del Sol. Además,
las sectas neoplatónicas del Renacimiento rescataron un
antiguo culto al Sol, fuente de luz, calor y fertilidad. Esta
doctrina, que en principio se difundía entre muy pocos
iniciados, le permitió familiarizarse con la idea de la
centralidad del Sol. Sin ese clima de transformación cultural la
innovación copernicana no habría encontrado eco.
- Aún así, el De Revolutionibus que Copérnico dedicó al Papa
Pablo III no tenía una intención revolucionaria. Copérnico no
se proponía desencadenar una conmoción científica, social y
política como la que sucedió en los años siguientes. Ni
siquiera conoció el comienzo de las controversias, dado que
recibió el primer ejemplar impreso de su obra en el lecho en el
que meses después iba a morirse, en mayo de 1543. De
alguna manera fue el último científico de una época, a la vez
que su obra señalaba un futuro que él acaso no vislumbró.
- La conmoción no fue inmediata por varios motivos. Quizás el
principal es la dificultad casi insalvable de su texto. Más allá
de lo insólito que podría sonarle a un contemporáneo suyo la
idea de que la Tierra se moviera alrededor del Sol, eran muy
pocas las personas que podían entender las demostraciones
matemáticas que Copérnico desarrollaba, de modo que su
planteo quedó en principio acotado a un grupo muy pequeño
de expertos. La Iglesia, destinataria directa de la obra, no iba
a hacer ningún esfuerzo por difundir sus conclusiones. Por
eso, la propagación de sus ideas fue muy lenta, y en lo
inmediato no pareció estar viviéndose ninguna revolución
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científica. Incluso Copérnico no proponía la tesis heliocéntrica
como una verdad resuelta, sino apenas como una hipótesis
digna de considerar, lo que dejaba espacio a considerarla solo
una especulación. Además, este modelo matemático carecía
aún de pruebas empíricas suficientes. Copérnico, siguiendo la
tradición de Ptolomeo (y en esto podríamos todavía
considerarlo un antiguo), destinó todo su esfuerzo en delinear
un modelo matemático, sin pensar en una explicación física
para estos fenómenos. Aún para los que quisieran tomarla en
serio, la idea de que la Tierra se movía alrededor del Sol
repugnaba la percepción cotidiana del hombre común. Nadie
había “sentido” jamás moverse a la Tierra. La sociedad estaba
habituada a pautar su tiempo, la sucesión de los días y de las
estaciones, por el “movimiento” del Sol en el cielo. La
comunidad de expertos en principio tampoco podía estar a
favor. Si la Tierra se movía, todo el saber acumulado por
siglos estaba equivocado: habría que concebir nuevos
principios físicos para explicar que la Tierra se moviera sin
que los hombres lo hayan notado. Si la Tierra se mueve,
¿cómo es que las cosas se caen hacia abajo en línea recta?
Durante el lapso en que un objeto tarda en caer la Tierra
debería haber estado moviéndose, de modo que veríamos al
objeto caer oblicuamente. La Escolástica, que sostenía tener
todo resuelto en los libros de la tradición aristotélica, quedaría
refutada si se aceptaba lo que Copérnico decía. Los maestros
avalados por la institución eclesiástica estarían exhibiendo
una falibilidad que al poder de la Iglesia le resultaba
insoportable: si se admitiera un asunto tan básico como el
posible movimiento de la Tierra, eso podría dar lugar a otras
discusiones que la Iglesia no estaba dispuesta a dar.
- Había aún un problema decisivo: Copérnico, al atribuir el
centro del universo al Sol y al postular la idea de que la Tierra
y los otros planetas se movían en órbitas circulares alrededor
del Sol, estaba equivocado. La trayectoria visible de las
estrellas no permitía afirmar ni que la Tierra ni que los otros
planetas se movieran en círculos. Por todo lo cual, la
innovación de Copérnico parecía destinada al fracaso.
- En las décadas posteriores a la muerte de Copérnico
proliferaron los astrónomos dedicados a demostrar que él
estaba equivocado. El más célebre fue Tycho Brahe (1546-
1601), quien propuso un sistema en el que la Tierra seguía
estando en el centro. El Sol y la Luna se movían, según él, en
las antiguas órbitas ptolemaicas. Sin embargo, el resto de los
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planetas se movían en epiciclos cuyo centro era el Sol. Era
una solución de compromiso, más aceptable para época, para
la que Brahe había reunido numerosas observaciones, más
detalladas y precisas que las del propio Copérnico. La ironía
de la historia haría que estas observaciones terminaran
contribuyendo a la nueva astronomía heliocéntrica, contra la
voluntad de su autor.
- El problema de la forma geométrica de las órbitas de los
planetas alrededor del Sol lo iba a resolver 50 años después
de Copérnico el astrónomo alemán Johannes Kepler (1571-
1630), quien fue copernicano toda su vida. Para él, el Sol
regía a todos los planetas y la Tierra no gozaba de ningún
estatuto particular. Copérnico era criticable no por su audacia
sino por no haber sido lo suficientemente audaz como para
dejar atrás toda influencia ptolemaica. Desarrollando una
técnica muy precisa para calcular las posiciones de los
planetas, Kepler terminó por desechar la forma del círculo
para describir el movimiento de los planetas: concluyó, con
una precisión admirable teniendo en cuenta los instrumentos
de observación con que disponía en su época, que los
planetas se desplazaban alrededor del Sol con velocidades
variables en órbitas elípticas. (Ver figura 3). De ese modo dio
una forma prácticamente definitiva al modelo geocéntrico. Su
solución se vio propiciada porque además era un ferviente
defensor del neoplatonismo y consideraba al Sol “digno de
convertirse en la morada del propio Dios, por no decir en el
primer motor” (Kuhn, Tomo II, pág 280). A pesar de la
admirable exactitud del modelo kepleriano, la revolución
copernicana no podía aún triunfar: como astrónomo-
matemático, Kepler carecía de algunos atributos que poco
después iba a aportar el italiano Galileo Galilei (1564-1642).

FIGURA 3

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