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SHARON OLDS

LA APRENDIZ

Cuando mi madre me dice que encontró la bandera

de su difunto marido en el ático, y la colgó,

sobre la puerta de entrada, para su fiesta,

su voz en el teléfono está firme con la contundencia

de su nostalgia, suena como un soldado que no ha

conocido otra vida. Por un momento me olvido

de la fiera que me crió. Hablamos de su amado,

de cómo ella lo cuidó tan bien

después de sus infartos. Y cuando llegó el cáncer,

era NEGRO, dice, y después era BLANCO.

-¿Qué? ¿Qué quieres decir? —Era NEGRO, era

cáncer, era terrible,

pero él no sabía lo que era el miedo, y después se lo

llevó piadosamente, era BLANCO.

—Mamá, digo, mojada de una transpiración

fría. ¿Puedo decirte algo sin que te

enojes? Silencio. Nunca le dije nada

para cuestionarla. Estoy temblando tanto que el teléfono

me golpea la cara. Sí... -Mamá,


la gente ya no dice eso, NEGRO, por malo,

BLANCO por bueno. —Bueno, YO no soy racista,

dice, con algo de ese espléndido, casi taimado

orgullo que he oído en mí misma. Bueno, creo

que todos lo somos, mamá, pero no es ese

el punto -si alguien negro te oyera,

¿cómo se sentiría? —¡Pero no hay nadie negro

aquí! grita, y entonces digo, Bueno, entonces piensa que yo

soy negra. Hay un silencio, después digo -Es como algunas de las

cosas que mis hijos me dicen siempre,

“Mamá, ya nadie dice

eso”. Y mi madre dice, en una voz

suave, con la cadencia de un sueño, No

voy a decirlo nunca más. Y después, un poco

angustiada, TE PROMETO que no voy a volver

a decirlo—Ay, mamá, digo, no

me prometas, quién soy yo,

estás tan bien, eres una aprendiz admirable,

y es ahí cuando, desde el interior de mi madre,

la madre de mi corazón me habla,

la que está debajo de la coloratura,

la contralto, la mujer debajo de la niña — la que estaba

debajo, esperando, toda mi vida,

para hablar — su voz baja, ondulándose


despacio, como la bandera de su amado,

dice, Antes, de, morirme, estoy, aprendiendo,

cosas, que nunca, pensé, que sabría, soy

tan afortunada. Y después Son cosas

que no, hubiera aprendido, si él, estuviera vivo,

pero no puedo, alegrarme, de que haya muerto, y entonces

el sonido de su llanto calmo, es como si

yo oyera, cerca de un claro, un espíritu de luto

bañándose, y cantando.
LAS HERMANAS DEL TESORO SEXUAL

Ni bien mi hermana y yo salimos de la casa 

de nuestra madre, lo único que queríamos 

hacer era coger, borrar

su pequeño cuerpo de gorrión y sus

patitas de grillo. ¡Los cuerpos de los hombres

eran como el cuerpo de nuestro padre! Las pantorrillas

macizas, los flancos, los muslos, la estructura

masculina de las caderas, las rodillas—

podíamos tenerlo a él ahí, el declive de las nalgas prohibidas,

la parte de atrás de las rodillas, la pija en  la boca, ah la pija en la boca.

Como exploradores que

descubren una ciudad perdida, nos volvimos 

locas de alegría, desvestíamos a los hombres

lenta y cuidadosamente, como si

descubriéramos artefactos enterrados que

probaban nuestra teoría de una cultura perdida:

que aunque Madre dijera que no estaba ahí,

estaba ahí.
LOS CURANDEROS

Cuando dicen, ¿Hay un médico a bordo?,

que por favor se identifique, me acuerdo cuando mi

entonces marido se levantaba, y yo me convertía en

aquella que estaba a su lado. Ahora dicen

que la cosa no funciona sin igualdad.

Y después de esos primeros treinta años, yo no fui más

la que él quería tener a su lado

al pararse o al volver a su asiento

– no yo sino ella, que también se levantará,

cuando sea necesario. Ahora me los imagino,

levantándose, juntos, con sus amplias

alas de médicos, pájaros zancudos, – como cigüeñas con sus

maletines de tal–para–cual

balanceándose en sus picos. Y bueno. Fue como

tuvo que ser, él no se ponía contento cuando se necesitaban

las palabras, y yo me ponía de pie.


UN TIEMPO DE PASIÓN 

Después entramos en un tiempo de pasión tan 

extrema que era casi calma, el cuerpo 

duplicaba lo que quería soportar. La angustia 

y el placer jugaban una con otro. Nos salíamos de lo que yo había 

pensado era el camino, y volvíamos fácilmente. 

Y todo se hacía bajo una luz tranquila, como si nuestros 

sueños infantiles se hubieran despertado, el antiguo 

equilibrio de poderes desnudo en el cuarto, 

el chasquido ocasional de una palmada cargada de lujuria dulce 

y extrema. Cuando me oía a mí misma pidiendo cosas, 

mi susurro grave era como el siseo 

de alguna otra criatura. El sexo había sido 

como música, alto y brillante como la luna, 

azúcar como la leche que había saltado en un pequeño 

arco desde el pecho. Había parecido que estábamos desatados 

como el fuego puede desatarse de la tierra, 

o el aire del agua, que éramos flores que las estaciones 

abrían y cerraban, habíamos sido interpretados. Ahora 

éramos dos personas, jugando la una con la otra, 

como si no hubiera habido nada sagrado. Ahora, 

entraban la voluntad, el abandono del cielo, 

y extremos de emoción que yo no había sabido que existieran 

fuera de las habitaciones donde las personas se lastiman unas a otras. 

Nos amábamos. Nuestro nido había estado vacío 


por unos años ya. Encerrados juntos, o un 

dedo de uno tocando un 

pezón del otro, volábamos de cabeza hacia 

la tierra y salíamos de ella, como ensayando. 

Nunca se me cruzó la idea de que él ya no me 

amara, de que hubiéramos dejado el reino del amor. 


MAS VIEJA

Cuánto más vieja me pongo, más me siento

casi hermosa- no mi cara, una cara común,

puritana, sino mi cuerpo. Y tendré

cincuenta, pronto, mi cuerpo

se marchita, huesudo, y me gusta su

rugosidad plateada, la piel que se afina,

la superficie de un lago rizada por el viento, un espectro

arrugado, un pliegue de humo. Sin embargo

cuando miro hacia abajo puedo ver, a veces,

cosas que, si las viera una mujer joven, la harían

gritar como en una película de terror,

quedo convertida en bruja en un instante—si me inclino

lo suficiente, puedo ver la piel fina

de mi estómago frunciéndose

y colgando en pequeños picos, como yeso fresco.

Y sin embargo puedo imaginarme a los ochenta, hecha

enteramente, por fuera, de eso,

y haciendo el amor con la misma dignidad

animal, el túnel todavía igual

al interior de una bráctea color frambuesa.

De pronto me veo joven a mí misma

al lado de esa octogenaria, me veo

como su hija, mi carne suelta y drapeada

muestra los ángulos largos de estos extraños


huesos como las manijas de utensilios de cocina hechos en el cielo.

Cuando era más joven, me veía a mí misma,

a veces, como el tosco dibujo de una hembra—

los pechos, el destello de las caderas de los años 40—

pero este grisáceo ser abollado es confortable como

una vieja prenda favorita, es casi

amable, ahora, para mí. Por supuesto, es

el amor de él el que estoy viendo, el trabajo de su pulgar

sobre este centavo de la suerte —cinco veces

cinco años en su bolsillo. Quizás

aún si me muriera, él no me vería fea.

A veces, ahora, bailo

como humo chato sobre una chimenea.

A veces, ahora, creo que vivo

en el lugar donde se hace la bebida solemne, salvaje

de acabar, no estoy todo el día acabando,

pero vivo todo el día en el lugar donde eso se hace.


MADRE PRIMERIZA

Una semana después de que naciera nuestra hija,

me arrinconaste en la habitación de huéspedes

y nos hundimos en la cama.

Me besaste y me besaste, mi leche desató su

nudo corredizo y caliente a través de mis pezones,

empapó mi blusa. Toda la semana había olido a leche,

leche fresca, agria. Empecé a latir:

mi sexo había sido desgarrado como un trapo

por la corona de su cabeza, me habían cortado con un cuchillo

y cosido, los puntos tiraban de la piel—

y la primera vez que te rompen, no sabes

que vas a cicatrizar, mejor que antes.

Me acosté con miedo y sangre y leche

mientras me besabas y me besabas, tus labios calientes,

hinchados como los de un adolescente, tu sexo grande y seco,

todo tú tan tierno, te inclinaste sobre mí,

sobre el nido de puntadas, sobre

lo rajado y desgarrado, con la paciencia de alguien que

encuentra un animal herido en el bosque

y se queda con él, a su lado

hasta que vuelva a estar entero, hasta que pueda correr de nuevo.
LA MIRADA

Cuando mi padre empezó a ahogarse otra vez

gritó ¡masaje en la espalda! en un tono monocorde,

como si hiciera un anuncio,

este hombre que nunca me había pedido nada.

Estaba demasiado débil para inclinarse,

así que deslicé la mano entre su espalda

caliente y la sábana caliente y él se quedó

sentado con los ojos salidos, esos ojos de goma-

de-borrar-tinta gastada que nunca me habían

mirado de verdad. Me impresionó su piel,

sedosa como un pecho, voluptuosa

como la piel de un bebé, pero seca, y mi mano

también estaba seca, así que era fácil frotar en círculos,

él me miraba fijo, y no se ahogaba, cerré

los ojos y froté como si su cuerpo fuera su alma.

Podía sentir la columna ahí adentro, podía sentirlo a él

dominado por el ahogo,

toda la vida había sentido que algo lo dominaba.

Tosió, yo ya tenía listo el vaso,

no cambié el ritmo, escupió

y lo alenté, dejé que el placer

de acariciar a mi padre despertara en mi cuerpo,

y después pude tocarlo desde el fondo de mi corazón.

Él se dio vuelta en la cama, se agachó, los ojos


salidos se le oscurecieron, subió la flema,

yo sostuve el vaso contra sus labios y él

la dejó salir y volvió a sentarse, cierto rubor le llegó

a la piel, y levantó la cabeza con timidez pero

sin reticencia y me miró

directamente, un momento nada más, con el rostro

oscuro y los ojos oscuros, brillantes y confiados.

Sharon Olds nació en 1942 en San Francisco, California. Se graduó en la Universidad de Stanford, se doctoró
en la de Columbia y desde hace años imparte clases de creación literaria en la Universidad de Nueva York.
Desde 1980, publica poesía en forma incesante y su obra ha sido antologada en más de cien colecciones y
traducida a siete idiomas.

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