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Manifiesto de las especies de compañía (Donna Haraway)

La Srta. Pimienta de Cayenna continúa colonizando todas mis células —un claro ejemplo de lo
que la bióloga Lynn Margulis llama simbiogénesis—. Apuesto a que, si revisaras nuestro ADN,
encontrarías potentes transfecciones entre nosotras. Su saliva debe tener los vectores virales.
Seguramente, sus besos de labios humedecidos han sido irresistibles. A pesar de que
compartimos ubicación en el filo de los vertebrados, habitamos no sólo distintos géneros y
familias divergentes, sino órdenes totalmente diferentes.
¿Cómo podríamos organizar las cosas? Cánido, homínido; mascota, profesora; perra, mujer;
animal, humana; atleta, entrenadora. Una de nosotras tiene un microchip inyectado bajo la
piel de su cuello para su identificación; la otra tiene una foto en el carnet de conducir de
California. Una de nosotras tiene un registro escrito de sus antepasados de veinte
generaciones; la otra no conoce el nombre de pila de sus bisabuelos. Una de nosotras,
producto de una vasta mezcla genética, es llamada “de pura raza”. La otra, igualmente
producto de una vasta mezcla, es llamada “blanca”. Cada uno de estos nombres designa un
discurso racial y ambas heredamos sus consecuencias en nuestras carnes. Una de nosotras está
en la cúspide del éxito ardiente, juvenil y físico; la otra está saludable, pero va cuesta abajo.
Y jugamos a un juego de equipo llamado agility en las mismas tierras expropiadas a los nativos
donde los antepasados de Cayenne pastoreaban a las ovejas merinas. Estas ovejas fueron
importadas en ese momento, colonial, desde la economía pastoril de Australia para alimentar
a los participantes de la Fiebre del Oro del 49 de California. Entre estratos de historia, estratos
de biología y estratos de naturoculturas, la complejidad es el quid de la cuestión. Somos
hambre de libertad producto de la conquista y también resultado de asentamientos de colonos
blancos, saltando obstáculos y atravesando túneles en el campo de juego.
Estoy segura de que nuestros genomas son más parecidos de lo que deberían. Debe haber
algún registro molecular de nuestro contacto en los códigos de la vida, que dejarán rastros en
el mundo, sin importar que cada una de nosotras sea una hembra reproductivamente
silenciada: una por la edad, la otra por la cirugía. Su lengua veloz y ágil de pastor ovejero
australiano rojo merlé ha hecho un frotis en el tejido de mis amígdalas, con todos esos
ansiosos receptores del sistema inmunológico. Quién sabe adónde llevaron mis receptores
químicos sus mensajes o qué cogió ella de mi sistema celular para distinguirse a sí
misma de mí y conectar el exterior con el interior. Hemos tenido conversaciones prohibidas;
hemos tenido relaciones orales; estamos unidas al contar relatos tras relatos sin nada más
que los hechos. Nos estamos entrenando mutuamente en actos de comunicación que apenas
entendemos. Somos, constitutivamente, especies de compañía. Nos constituimos la una a la
otra, en carne y hueso. Significativamente distintas la una de la otra, con diferencias
específicas, representamos en carne y hueso una repugnante infección evolutiva llamada
amor. Este amor es una aberración histórica y una herencia naturocultural.

Este manifiesto explora dos cuestiones que oscilan entre esta aberración y la herencia:
1) ¿cómo podrían aprenderse una ética y una política comprometidas con la prosperidad de la
otredad significativa tomando en serio las relaciones entre perros y humanos?; y
2) ¿cómo podrían los relatos sobre los mundos de perros y humanos convencer finalmente a los
alienados estadounidenses, y quizá a otras gentes con menos dificultades para comprender la
historia, de que ésta afecta a las naturoculturas?

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