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R A U L DE V E E R

LOS CABALLEROS
RAUL de VEER

LOS CABALLEROS

Colección "El Viento en la Llama"


Es propiedad
Derechos
reservados

Dibujos del autor

de Arancibia Hnos.
en Santiago de Chile
Impreso en los talleres
LOS CABALLEROS

Ese individuo borracho y ya viejo que noche a


noche, tambaleándose, entra o sale de un bar en
su itinerario fantástico, soy yo. Acabo de llegar
a mi pieza —no se de qué manera he podido su-
bir las escaleras— y apenas lúcido, he comenza-
do a escribir este documento en algunos de los
papeles que pueblan en desorden mi mesa.
Hace ya algunos años que descubrí este mun-
do ardiente de la embriaguez. Entonces, bien que
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aceptando pasajeras angustias durante el día,
cuando me veía obligado a cumplir con mis labo-
res de funcionario municipal —cargo que ya no
conservo—, se acabaron para mí los insoporta-
bles estados de alma a que me habían arrastrado
secretas miserias, sentimientos de fracaso que ni
siquiera éxitos posteriores me hicieron olvidar.
Si Uds. me ven siempre solo, en las noches de
que hablo, es porque todo se dispersa en torno
mío. Los seres y las cosas se me alejan, y un gran
espacio vacío me circunda y acompaña. Si mar-
cho, todo echa a andar conmigo, y si me detengo,
todo se detiene a cierta distancia de mí, brillan-
do las cosas y las luces en la obscuridad, como
astros de un firmamento mío personal.
A veces me golpean y me dañan el rostro obje-
tos duros que no podría identificar. Tampoco pue-
do establecer si, errabundos por las calles, me es-
trellan, o si soy yo quien, inopinadamente, cae de
sorpresa sobre ellos. Me ha parecido que saltan
violentamente lejos de mí, pero es posible que sea
yo quien cae de espaldas, aturdido por el golpe.
No guardo rencor por esto pues mis heridas ci-
catrizan rápidamente, y por otra parte tales gol.
pes no me producen dolor. ¡Es curioso! Tan solo
un agudo adormecimiento.
Al salir de los bares distingo con frecuencia
rostros que me parecen conocidos o amigos. Voy
hacia ellos y no les hallo. También manos ami-
gas se me escurren en la obscuridad de entre las
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mías, y hasta alguna sonrisa huye y desaparece.
Jamás encuentro a nadie. Todo se retira a mi pa-
so, y yo, como a bordo de un barco gigantesco, me
dejo conducir en el vaivén dulce y constante de
la tierra. "¡Epa!" —le grito a ese mundo familiar
que evita mi proximidad— "¡Epa!". Los saludo a
todos y me río con todos, porque ya no me impor-
ta, ¿saben? En un comienzo ese desdén me hería
profundamente. Ahora, esos cuerpos fugaces son
para mí casi irreales, luces y fantasías que llenan
la noche. Es a ellos que les grito "¡epa!", salu-
dándolos con la mano en alto, alegre como el que
más. ¡Una verdadera fiesta!
"¡Qué cosa tan grande!" — me digo a veces.
Continuamente me detengo a paladear esta sen-
sación de infinito bienestar, luchando al mismo
tiempo por mantenerme estable. Nada me apoya
con firmeza, ni siquiera aquellos puntos que po-
drían serme verdaderamente útiles. Las más de
las veces me aproximo a los muros a descansar,
mas, al fin resbalo y duermo.
Reparen ahora en lo que les voy a decir. Qui-
zá la mitad de mi vida la he pasado durmiendo
o en un continuo estado de felicidad, y en conse-
cuencia se me ha escapado el tiempo como un
sueño. Viejo y achacoso me descubro ahora, como
quien dice de la noche a la mañana, ¡y cuantos
imaginarán —me digo yo— al verme, que está
próximo el fin de mis días! ¿Creen Uds. que me
importa? ¡Nada! A mí no me importa la muerte,
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ni nadie nada. ¡Absolutamente nada! Afirmo ca-
tegóricamente que he llegado a un punto en que
tampoco me importa la soledad, ni la opinión aje-
na iú "el que dirán". Me siento libre de todo su-
frimiento moral, pero para ello he debido recorrer
un largo camino. ¡Toda una vida! ¿Que qué es una
vida? ¡Vaya una pregunta! Ya les diré a Uds. —y
a ver si podrían responderme— ya les diré yo...
¡qué es un caballero! Sólo les pido que me excu-
sen si divago o si no hilvano bien la narración,
porque todavía me siento —como se dice vulgar-
mente— un poquito "a medio filo".
Hace ya mucho tiempo que perdí a mi madre,
por la cual sentí una curiosa mezcla de tierno
amor y de temeroso respeto. Era una personali-
dad poderosa, amante agobiadora de mi persona,
celosa del aire que me tocaba, en guerra con la
humanidad, juez implacable y dueña de un cora-
zón tan expansivo y alegre como cruel y descon-
fiado.
Vivíamos pobremente en una vieja casa del ba-
rrio de la Chimba, aislados y solitarios porque mi
madre ignoró sistemáticamente a nuestros veci-
nos. Afirmaba que éramos de buena familia, que
esa condición imponía algunas exigencias, y que
yo debía velar constantemente por conducirme
conforme a ellas.
—¡Vuelve a jabonarte las rodillas! —me decía
muy a menudo— ¡,Tus orejas parecen un chiquero!
¡Mírate los zapatos! ¿Es que no eres un caba-
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llero? ¿Se te olvida, dime, se te olvida que no eres
un cualquiera?
Su voz me producía un doloroso pánico moral y
físico. Emanaba de su persona una violencia in-
terior que constreñía mi infancia, y que la forzó
paulatinamente a crecer dentro de un molde es-
tablecido.
—Porque yo quiero que tú seas todo un caba-
llero —repetía— pues pobres seremos, pero tu pa-
dre nos ha dejado un buen nombre.
El nombre fue lo único que nos dejó mi padre
y era bueno sin duda, porque jamás escuché nada
que no fuese un repetido elogio a su comporta-
miento como hombre, como amigo y como fun-
cionario. Pero mi madre ponía mucho acento en
la palabra "bueno", agregándole un matiz cuyos
alcances escapaban a mi comprensión. Sostenía ella
con vehemencia que yo había nacido caballero,
que ninguno de los antepasados atentó contra la
tradición, y que mi familia toda entroncaba, no
sé por qué zigzagueantes caminos, en la historia
remota de la caballerosidad. ¡Qué en qué se fun-
damentaba! —me preguntarán Uds. Es cierto que
había algunos testimonios, pero todos ellos de es-
caso valor formal. Los más eran recuerdos im-
precisos, profundamente alterados con el correr
de los años. ¿Creen Uds. que había en mi casa
documentos, fotografías, siquiera un daguerrotipo
desleído? ¡Qué esperanza! De ser así, ¡harto más
lejos habría llegado yo en la vida! D j ser así,
¡yo no sería yo, simplemente!
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Con todo, se había creado en mí la conciencia
de que yo era y debía llegar a ser un caballero. A
ello había contribuido, mucho más que el rigor,
el encanto y amenidad con que mi madre narraba
la historia de nuestra familia. La falta misma de
cohesión y lo trunco del relato daban como mayor
verosimilitud a los hechos, envolviéndolos en una
sugerente y misteriosa vaguedad. Ejemplo típico era
la mención de un tal Chaparro que surgía con
pretensiones donjuanescas, y al que mi madre ha-
cía desaparecer pronto y tan inexplicablemente co-
mo se había entronizado en la familia. Todo es-
to enriquecía mi imaginación, pero yo echaba de
ver —y lo lamentaba continuamente— la gran es-
casez de testimonios materiales, más accesibles a
la inteligencia de un niño para este tipo de asun-
tos. Ni siquiera los muebles que teníamos eran an-
tiguos, aunque estaban sí en pésimo estado de
conservación. ¿Creen Uds. que podía sentirme se-
guro y orgulloso de mi abolengo con tan pobres
elementos? ¿Cómo era posible que de todo el es-
plendor de los antepasados no hubiera llegado na-
da a mi casa, como si un huracán hubiera destro-
zado todo el nexo y la vinculación? Por ello —y
a cualquiera se la doy— me sentí muchas veces
como al margen de todo ese pasado, algo así co-
mo heredero ilegítimo de él. Entonces solía pre-
sentarse ella, mi madre, a preguntarme por qué
tenía una expresión tan triste.

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—jSi no estoy triste! —le decía yo, y me mar-
chaba corriendo.
Los niños tienen el arte de crearse ion mundo
propio e impenetrable, conformado de atisbos, de
retazos de vida real y otros de fantasía, donde
todo cabe y se transforma y donde hasta el dolor
se transfigura. Desgraciadamente para mí, tal
mundo me estaba vendado a causa de un mal in-
curable y terrible de que padecía: yo no era un
niño, ¡yo era un hombre!, ¡tenía conciencia!.
¡Qué no hubiera yo dado por estar dormido!
Sin embargo, mi naturaleza parecía encadenada
al sufrimiento de una eterna vigilia, de un regis-
tro minucioso de las contradicciones de la vida y
de los tormentos del ser humano. Pero no se crea
que la reflexión agotadora y constante debilitaba
mi voluntad de luchar, de no ser de los últimos.
Había en el salón de mi casa, cuarto con olor
a gato y a encierro destinado a las visitas que
nunca llegaron, un cuadro antiguo que represen-
taba a un militar. ¿Qué quién era él? ¡Quién sabe!
Nadie conocía su origen. Para mí sin embargo,
que había llegado a darme clara cuenta de lo ne-
cesarios que son a un caballero los antecedentes,
aquella ennegrecida y noble figura tenía un sen-
tido, representaba concretamente un pasado y
una tradición. Por un curioso fenómeno de su-
plantación de lo que a uno le falta llegué a consi-
derarle como a un miembro distinguido de mi es-
tirpe, acaso el fundador de ella. Entraba yo muy

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a menudo y silenciosamente en aquel salón a con-
templarle, y en su presencia, ¡lo que son las co-
sas!, me sentía como acompañado y como más
seguro de mí.
Pasó mi madre, a todo esto, por un período de
inquietud y abatimiento. Se lamentaba de lo lar-
gos que eran los días y los meses, y decía sentir-
se envejecer y declinar en salud. La vi acecharme
continuamente con mirada horrible y amarga,
tratando al parecer de madurar en mí, prematu-
ramente, el rostro del adulto que asomaba ape-
nas esperando su momento. Hubiera querido yo
escapar de aquellos ojos que me hacían desfalle-
cer como si me arrancasen la misma substancia
da la vida, pero eso era imposible. Yo no tenía
otro mundo que el de ella, que el de sus palabras,
que el de sus gestos y deseos y, en fin, que el de
su terrible amor. Hasta en la obscuridad de cier-
tas noches advertí la rara luz de sus pupilas fijas
en mí, y en su boca una sonrisa casi impercepti-
ble y amarga que me aterraba.
—Lo único que lamentaré —me dijo un día
tristemente— si Dios se acuerda pronto de mí, se-
rá el no haber llegado a verte triunfar en la vida.
Me eché a llorar a sollozos al instante, con un
dolor profundo en mi alma. Buena como era ella
después de todo, corrió a abrazarme.
—¡No llores, mi hombrecito! —exclamó con
emoción— ¡Qué hombrecito! ¡Digo mi hombrona-
zo! jMírame a los ojos! ¡Ay, todo un caballero!
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Ignoro lo que Uds. pueden ver en mí, esas co.
mo palabras secretas del alma que amanecen en
los rostros cada día y que imprimen carácter,
que desaparecen o quedan para siempre en algún
gesto o en el brillo de la mirada. Yo veo en mí se-
ñales extrañas que semejan arrugas, y tristezas
que parecen cansancio. Y para colmo, como algo
postizo añadido a mi semblante, un rictus enér-
gico y despreciativo entre mi nariz y mi boca, úni-
co signo de distinción que logré adquirir ensayan-
do innumerables veces, y del cual ningún caba-
llero tomó jamás debida consideración.
Yo sé que a Uds. les causa hilaridad lo que les
cuento. ¡Qué más puedo pedir! Sé bien que la
desgracia ajena exita muchas veces la risa, y sé
también que la muerte misma, con lo trágica que
es, tiene sin duda sus contornos risibles. ¡Pero
créanme! La burla de Uds. no me daña, antes
bien podría divertirme. No teman ser implacables
ni se muestren piadosos conmigo, porque son no-
bles pero innecesarios gestos que ya no sé apre-
ciar. Hubo en mi vida muchas miserias, pero en
revancha he conseguido la plenitud, ¡la libertad!
Para ello no he debido sino vivir, y estrellarme
muchas veces contra los muros naturales de mis
propios errores. Otros hay que continúan hasta
la muerte dando con la cabeza en ellos, sin escu-
char eso que juiciosamente la sabiduría popular
ha llamado "la voz de la experiencia". ¡Sí señor!
Conquisté el derecho a la soledad, a la propiedad
absoluta de mi persona sin dependencia. Amo tier-
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namente a la humanidad, a esa humanidad in-
quieta y vocinglera de mis noches voluptuosas, pe-
ro en particular no quiero a nadie. Ese amor al
individuo, inmediato, anhelante, que pide recipro-
cidad, ¡destruye, mi amigo!. Y para afectos fri-
volos, superficiales, ¡no! ¡yo no estoy hecho para
eso!
Hace algunos años hubiera enrojecido de ver-
güenza si me hubiese visto obligado a confesar mu-
chos detalles lamentables de mi existencia. Pero
todo ha cambiado, y ahora llego a experimentar
cierto gozo en abrirme el pecho y mostrarme al
desnudo. Digan Uds. lo que quieran, ¡y no me im-
porta nada! Digan que soy un derrotado, digan
que he caído en el cinismo, ¡digan lo que quieran!
Yo tan solo puedo afirmar que he trascendido.
No quiero con ello decir que me encuentre más
arriba ni más abajo, porque eso jamás se puede
saber. Yo afirmo que he trascendido y nada más.
¿Conocen Uds. el Club de la Unión? ¡Es induda-
ble! Casi todos lo han visto en la Avenida prin-
cipal de la ciudad, o lo conocen por lo menos de
nombre. El Club de la Unión reúne a los caballe-
ros más respetables de nuestra sociedad. De en-
tre todos nosotros apretujados en forma de un
mar humano, difícilmente se hallaría uno que tu-
viera la posibilidad de ser seleccionado . . . ¿Uds.
se sonríen afectando indiferencia? ¡No les creo
nada! ¡Basta ya de hipocresías! Uds. saben que
el Club de la Unión es inaccesible, y pretenden
simular que lo ignoran poniéndome cara de sor-
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presa. ¡Para que les voy a pedir sinceridad! La
mentira envuelve al hombre como en un capullo, en
tanto que la verdad lo deja a la intemperie.
¿Pero qué iba yo diciendo? Yo quería llegar a
ser un caballero, pero en el Club de la Unión
acabaron todas mis ilusiones. Como una fortaleza
se interpuso en mi ascención, detuvo el ímpetu
de mis aspiraciones, y me arrojó fuera por la puer-
ta de servicio. Por primera vez la realidad se puso
en mi camino con la más aplastante majestad, y
me señaló el límite de mis posibilidades. Como
si me dijera: "¡Hasta ahí no más! Por allá, por
acá, por donde quiera... ¡pero hasta ahí no más!"
¡Bien saben Uds., los cazurros, lo terrible que es
la verdad! Por eso no les exijo que sean since-
ros.
Pero, ¿conocen Uds. a mi madre? ¿Se han da-
dado cuenta de cómo era ella? ¿Han logrado cap-
tar su compleja personalidad a través de mis pa-
labras? Lo que les voy a contar la retrata de
cuerpo entero.
—¡Levántate! —me dijo una mañana, abrien-
do las ventanas con prisa— ¡Levántate m'hijito
porque... ¡pero por Dios! ¡Si ya estás atrasado
para ir al colegio!
Salió ella de la pieza, y yo eché pie a tierra sal-
tando de la cama. Me puse los calcetines y los
zapatos, y de pronto, ¡qué veo! En el respaldo
de la silla, como si lo hubiese yo dejado la no-
che anterior, había un lindo traje nuevo. No era
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un traje cualquiera, porque yo no había visto
nunca otro igual. El pantalón era de paño gris
y de franela la chaqueta, listada a rayas verdes,
rojas y negras. Un golpe de felicidad se me vino
al cuerpo y me apresuré en colocármelo. Era sin
duda elegante, pero una idea tenía yo, metida
entre ceja y ceja, de que el traje de los caballe-
ros debía ser necesariamente negro.
—¡Ni que pintado! —exclamó mi madre con
gesto teatral, entrando en ese instante como por
casualidad— Te queda pero... ¡al cuerpo! ¿A ver?
¡vuélvete! ¡Perfecto!
Perfecto no era porque me quedaba grande, co-
mo de costumbre.
—¿No se podría arreglar esto? —le pregunté,
mostrándole una de las mangas. Apenas se me
ven los dedos de las manos.
—¡No, te queda perfecto! —exclamó— ¡Ya ve-
rás cómo pegas el estirón! ¡Te ves elegantísimo!
¡Tela importada de la mejor! ES el mismo mo-
delo que usan los jóvenes en las universidades
Inglesas!
Me sacó una pelusa, hizo una pausa, y agregó
con gravedad:
—Sólo te voy a pedir un favor. Que no te en-
sucies, y que no te metas con cualquiera. Bien
sabes, mi niño, que no me gustan las malas
juntas.
¡Qué orgullosa era! A mí se me hacía duro he-
rir a ninguno de mis compañeros. ¿Por qué había
de apartarme eternamente de niños que no fuesen
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da mi condición? En lo tocante a la caballero-
sidad, era ella absolutamente intransigente. Por el
contrario, yo era bastante moderado.
¡"Todo un caballero! —pensé, mientras cami-
naba por una de las viejas calles del barrio Re-
coleta— Pero . . . ¿por qué he de aislarme, dejar
de jugar con mis compañeros"?
Y al recordarlos, todos alegres, semejantes en-
tre sí y que hasta se me parecían, ¡Dios Santo!
me entristecí, y hubiera querido ser el último
de ellos. ¡Créanmelo! Me parecían injustas aque-
llas leyes especiales que me encumbraban sobre el
plano del común de las gentes.
¿Fueden Uds. imaginarse lo que ocurrió en la
escuela? ¡Ah, felicidad la mía, ahora que puedo
recordar aquellos días infantiles sin estremecer-
me! Al ver mi chaqueta, mis compañeros se apar-
taron de mí. Grupos cobardes reían con toda su
alma desde la sombra acogedora de los jóvenes
plátanos del patio, y hubo algunos que me grita-
ron ¡mamarracho! ¡chaqueta de loco! y no sé
cuantos otros improperios. Creo buenamente que
no merecí tanta crueldad. Al fin, caballero y to-
do, yo no era fuerte, yo era un sentimental, hu-
biera querido jurarles de rodillas que yo estaba
de parte de ellos. ¡Fué inútil! Les daba ver-
güenza juntarse conmigo, y hasta el hijo del
carpintero, mi camarada de banco, prefirió es-
conderse a fin de no herirme con su desprecio.
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Fue un gesto amistoso que comprendí, y que to-
davía recuerdo con gratitud.
Y vean Uds. hasta qué punto yo era de aque.
líos que no aciertan, de los que se equivocan un
mayor número de veces y por más largo tiempo.
Al verme escarnecido pensé en los sacrificios de
mi madre, hallé que tenía razón en apartarme
de aquellos elementos plebeyos, y mis ojos se pa-
searon por todos aquellos rostros con un pensa-
miento indigno que asaltó a mi espíritu ofendi-
do. "¡Ah —me dije— ya verán éstos, que no com-
prenden de puro miserables que son! Un día se
verán obligados a mirar hacia muy arriba mi
chaqueta a rayas de color, o mi sombrero hongo
o sea lo que fuere que lleve sobre mí".
¡Ah, si me vieran! No imaginaba yo por en-
tonces que aquella reflexión soberbia habría de
volverse un día contra mí. Tampoco imaginaba que
ellos vivirían eternamente felices en la condición
simple y natural de sus espíritus, y que yo me
vería arrojado indignamente del lugar que pa-
recía corresponderme. Ignoraba a la vez, que un
terrible sentimiento de soledad y desencanto aguar-
da, para no separarse más de ellos, a quienes vi-
vieron en tan horrendo equívoco.
Es menester que intercale aquí algunas obser-
vaciones útiles a la comprensión de mi proble-
ma, para que se vea hasta qué punto ni ye ni mi
madre entendíamos nada de lo que atañe a un
caballero de verdad. A fuerza de preocuparme del
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asunto, si no se cumplieron mis aspiraciones, lo-
gré convertirme, sin quererlo, en un teórico de la
caballerosidad. ¡Pero no se crea por ello que yo
sea un caballero ni que esté en condiciones de
serlo! ¡En absoluto! Ya lo dije y lo repito. He
llegado a un punto en la vida, en que nada me
toca ni me hiere. Verifico fríamente los confines
de mi persona, sin poner jamás énfasis en aque-
llo que podría ensalzarme. ¡Pero sigamos! Con-
trariamente a lo que muchos creen, no son los
trajes ni los guantes de gamuza, ni los elegantes
sombreros los que caracterizan al caballero. A los
caballeros pertenecen singulares rasgos y moda-
les nada fáciles de describir, e imposibles de
aprender o imitar. Una palabra, un solo gesto que
apenas sí difiere de otro que hiciera cualquiera
de nosotros, basta para que entre ellos se reco-
nozcan y seleccionen. Ese gesto revelador es tan
imperceptible, difiere tan poco de aquellos que
nosotros hacemos a diario, que no puede ser ad-
vertido sino por aquellos a quienes ccmpete, a los
que poseen el don, el secreto instinto. Y no ol-
videmos, en fin, aquello de que "caballero se nace
y no se hace".
Decía que el gesto del caballero podía diferir
apenas de uno nuestro, ello en la forma exte-
rior, el ademán elegante, casi natural. Y sin em-
bargo, lo que verdaderamente no está a nuestro
alcance es el espíritu que preside la actuación de
los caballeros. Parecen mesurados y fríos, algo
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inhumanos, pero es que en ellos todo está regido
por una disciplina esencial, disciplina; que emana
de su naturaleza misma, que tiende y aspira a
lo superior. Se trata sin duda, de una forma de
sacerdocio en que es fundamental el sacrificio de
sí mismo, a fin de exteriorizar ese fruto perfecto
de una bella forma de vida, sin mostrar en ab-
soluto los resortes secretos, las trastiendas dolo.
rosas del constante alerta, del no olvidarse.
¡Pero qué pasa! ¿Se aburren? ¿Por qué mu-
chos de Uds. se retiran y abandonan la lectura?
Bien se ve que están hambrientos de anécdotas
superficiales, que el menor esfuerzo les fatiga.
¡Esto no es un cuento, mis amigos! ¡Esto es vi-
da!... Y bien, a pesar de mis explicaciones se
van. Y no me digan que nó porque los veo dejar
mis confesiones, consumidos por el tedio. ¡Allá
Uds.! Yo continúo con los pocos que todavía me
acompañan.
¡Hay muy pocos caballeros! ¿No voy a saber-
lo yo, que ocupo un lugar en el Inmenso y con-
fuso tumulto del hombre medio, donde unos es-
calan alguna altura a expensas de otros, para vol-
ver a rodar una y mil veces en el hervidero inno-
ble? Lo comprendo sin embargo, porque la vida
es así. Comprendo por qué los crustáceos y los
moluscos se defienden con sus corazas, por qué el
hombre es desleal en su lucha diaria, ruin, amar-
go, por qué somos todos resentidos, no de nuestra

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miserable bajeza que ni siquiera tratamos de di-
simular, sino de aquellos que la superaron.
¡Pero volvamos al asunto! Al hablar de mí,
antes, decía yo que había en mi rostro señales
que semejaban arrugas y tristezas que parecían
cansancio. ¡Bonita manera de confesar que, en
realidad, descubro en mí las huellas de mis pro-
pios actos funestos del pasado! Son las ambicio-
nes tortuosas las que han hecho carne en mí, y
los fracasos y resentimientos los que llevo expues-
tos inequívocamente. Un hombre como yo, no pue-
de mirar a otro cara a cara, con la mirada pura,
serena. ¡Y qué feliz soy, sin embargo, cómo ha
purificado a mi alma el hábito del licor!
¡Pero qué! ¿Que Uds. no creen en la caballe-
rosidad? Bien se ve que han entendido harto
poco todo lo que he dicho! ¿Alguno de Uds. me
advierte que los caballeros son tan humanos y
ruines como nosotros? ¿Y cuándo he dicho lo
contrario? ¡Por cierto que no! En el plano moral
son canallas como nosotros si no más, capaces
de las peores villanías. ¿Pero no lo ocultan con
una especie de bondad, de refinamiento, con algo
que parece casi distracción, con un aire de infinita
pureza en la mirada? ¡Ahí está el secreto, mis
amigos! A los ideales morales pertenecen los san-
tos, pero a los ideales estéticos pertenecen del to-
do los caballeros. Ellos nacen con el encargo mis-
terioso de ocultar al hombre sus deformidades,
sus bajas pasiones, sus monstruosos arrebatos. Se

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hallan más arriba que el tiempo y la destrucción,
permanecen inalterables —¡ellos, que manejan
sentimientos tan delicados¡— y las generaciones
van recibiendo en silencio el cetro de las prece-
dentes. Flotan como flores en el pantano, disi-
mulan y presentan al mundo ese brillo, esa apo-
línea, espléndida forma que es la belleza, efímera
en cada instante, y la señalan como posibilidad
de todos, una meta difícil pero alcanzable. Pa-
rece que es su vida una necesidad, callada y cons.
tante, de ocultar para siempre la fealdad del
hombre.
Como decía, hace ya muchos años que perdí
a mi madre. ¿A ver? He creído escuchar alguna
voz que me censuraba. ¿Es que he dicho algo malo
de ella? ¿He profanado en algún instante su me-
moria? Sépanse que jamás he sentido mayor si-
lencio que el que dejaron sus labios al cerrarse.
Cuando la recuerdo, Dios sabe que no la culpo
de lo desdichado que he sido. Con ese amor que
desea lo más alto para el hijo, amor que no se
detiene en obstáculos de ninguna especie, ciego si
se quiere, ella cultivó en mí la deliciosa idea de
que yo era un caballero. Y fui feliz, lo confieso.
Era una mentira, era una Ilusión, no era más que
un anhelo suyo que se había transfigurado en ver-
dad dentro de su corazón, pero fue sin duda, al
mismo tiempo, el único cuento de hadas que ilu-
minó mi infancia. Jüntos los dos, gozamos feli-
22
ees de aquel sueño que participaba por igual de
la soledad y de la locura.
Mi actual rostro de viejo ha adquirido cierto
carácter, pero en mi adolescencia mis rasgos se
definieron torpemente y parecían enigmáticos a la
simple vista. Este rostro lamentable se desarrolló
sin tropiezos, y parece ser que no se le dio impor-
tancia, en consideración a que mi cuerpo era fino
y estilizado. Bien se ve pues, que mi madre supo
aprovechar muy bien, a su idea, el raquitismo que
me tuvo postrado en la infancia con peligro de mi
vida. Porque la verdad, yo no era más que un
enclenque. De naturaleza débil y enfermiza, re-
cuerdo que en mi niñez solía preocupar a las
buenas gentes con mis períodos de buena salud.
¡Ya lo veo! Veo dibujarse en el rostro de to-
dos Uds. una sonrisa de conmiseración. ¡Creo no
equivocarme! ¡Por fin Uds. descubren la razón
de mi equívoco! La descripción de mi fragilidad
física les hace suponer que sufro de un comple-
jo múltiple de inferioridad, y que, por lo tanto,
Uds., se hallan a salvo de todo pensamiento sus-
picaz. ¡Falso, les digo yo! Yo enfermo y Uds.,
sanos, hemos intentado de mil y una manera
traspazar la frontera fatal de nuestra condición.
Cual más cual menos, conscientes de nuestra in-
ferioridad pero incapaces de confesarlo, hemos
querido disfrazarnos y entrar furtivamente, des-
lizamos por una grieta olvidada, hasta el grupo
de los escogidos. Incapaces de comprender el es-

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píritu y esencia de la caballerosidad, echamos ma-
no del único recurso de que somos capaces: el
barniz, la pompa exterior, la simple aparien-
cia.
¿Cuántos me escuchan? ¿Cuántos quedan toda-
vía que guarden la debida compostura frente a
mis papeles? ¡Qué frágiles somos! A los pocos
qus todavía me acompañan les repito: ¡Esto no
es un cuento! ¡Esto es vida!
¡Vida! No bien pienso en ella, recuerdo las
mil sendas que se me presentaron a cada instan-
te o lo largo de mi existencia. Eran caminos obs-
curos y enigmáticos entre los cuales debía optar,
decidirme cada vez. Y cada vez que elegí, me fui
perdiendo más y más en un laberinto del cual
no podía escapar, y en el que fueron desapare-
ciendo aventados todos los fervores y las ilusio-
nes de mi edad juveniL Llegó entonces el mo-
mento en que por fin los fracasos me doblegaron
y me dejé conducir pasivamente al capricho de las
corrientes de la mediocridad, sin la menor ilusión
ni rebeldía.
Pasaban los años, y llegué a la edad madura
atendiendo público en una obscura sala de la Mu-
nicipalidad. Mi madre envejecía con rapidez, sola
en nuestra casa. No se hablaba ya de nuestra ca-
lidad, y hasta llegué a olvidarme de que algo se
nos debía, en fin, de consideración. Todo había
cambiado. Las costumbres se habían alterado pro-
fundamente en el correr del tiempo, y nos pa-

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recia que el concepto de caballerosidad era algo
que quedaba para siempre atrás, que se desvalo-
rizaba en medio de turbas nuevas surgidas de la
noche a la mañana, desconocidas y pechadoras.
Cierta vez sin embargo, tuve la sensación de que
todo había de cambiar, de que un mundo nuevo
se abría ante mis ojos, de que los valores eternos
v o l v í a n a sobreponerse y a> reinar sobre la vul-
garidad ambiente. Me hallaba cierto día, como
de costumbre, trabajando en el departamento de
Aseo y Jardines, cuando se me aproximó un se-
ñor de alto y distinguido porte, con aire de no
entender el teje y maneje de los asuntos terre-
nales, y al parecer con el propósito de hacerme
una consulta. Dejó el sombrero sobre mi escri-
torio y el bastón apoyado en el muro, sacó unos
lentes de su bolsillo, me miró, y sostuvo conmigo
una pequeña conversación. ¡Eso fue todo!
No bien llegada la hora de salida del traba-
jo, fui el primero en hallarme en la calle. Ca-
minaba de prisa, confundido entre la gente, y
volví feliz a mi casa, a ver a mi madre.
—Mamá —le dije— el señor X, socio del Club
de la Unión, me ha invitado mañana a comer
en el Club. Dice que le ha interesado vivamente
la profundidad de mis conocimientos, y que desea
cambiar ideas conmigo.
Tengo la impresión de que la voz me salió algo
temblorosa, a causa del esfuerzo que hacía por
aparentar cierta indiferencia. Piensen Uds. que
25
no podía satisfacerme el ser reconocidamente ca-
ballero en mi casa. ¡Sentía una verdadera hambre
de alcanzar un reconocimiento menos local!
Mi madre por el contrario, no trató en abso-
luto de ocultar sus sentimientos. Los calcetines
míos que zurcía se le cayeron de las manos, y se
quedó mirándome con una expresión entre in-
crédula y dichosa. En el fondo, ¡nos habíamos
vuelto tan inseguros!
—¡Tú! —exclamó— ¡Siempre lo dije! ¡Una ma-
dre no se equivoca jamás!
Me costó convencerla de que no era necesario
un traje de etiqueta y de que por lo tanto, no se
empeñara en adquirir uno en alquiler. Que tam-
poco era de rigor el color negro, que esta invita-
ción era informal y que, en fin, me iba a servir
meramente de introducción.
¡Dios mío! La nerviosidad de aquellas horas
felices estuvo a punto de destruir aquella misma
noche toda nuestra dicha. Al bajar apresurada-
mente de mi dormitorio rodé en la escalera, y al
incorporarme sentí un dolor tan agudo en el
pie, que a duras penas logré dar unos pasos has-
ta alcanzar el respaldo de un sillón. Acudió pre-
surosa mi madre, y al verme en aquel estado,
maldijo al destino. Preparó rápidamente una por-
ción de agua tibia y vinagre, y de rodillas, con
infinito amor y paciencia, comenzó a tratar mi
lesión en un lavatorio. Mi suerte estaba en sus
manos, y quién sabe cuánto debió atormentarla

26
el pensamiento de que yo amaneciese imposibi-
litado para andar.
A la mañana siguiente comprobé con placer
que el pie apenas sí me dolía y que podía cami-
nar, bien que cojeando. Nada más que por fór-
mula, según creo, aseguré a mi madre que no
podría ir a la cita en aquel estado, con aquella
horrible venda en e¡ tobillo, a lo que ella res-
pondió como convenía a nuestra condición: "No
veo ningún inconveniente en ello, hijo mío".
Yo no la censuro. Es cierto que se puede ser
un caballero cojo, y en la historia tenemos ejem-
plos notables de Señores afectados de invalidez. Pe-
ro yo no era un caballero, y eso me perdió.
De pronto, no sé por qué, sentí una secreta di-
cha de hallarme en aquel estado y justamente pa-
ra aauella ocasión. Imaginé como algo casi pro-
videncial este accidente, pensando, en mi desvarío
que podía agregar a mi triunfo esta pequeña in-
validez, llevarla a conciencia con cierta malicia,
y provocar, a más de admiración, un algo de ter-
nura.
Desde mucho antes de la hora convenida, esperé
en la esquina que me había señalado mi anfitrión.
El frío arreciaba, y sin ir lejos comencé a pasearme
en torno del lugar, atento a los rostros que iban
y venían a lo largo de la calle. Por fin, a la hora
exacta, le vi abandonar un coche de alquiler. Al
saludarme se alarmó por el estado de mi pie, que
yo alcancé a levantar en un acto irrefrenable de
27
vulgaridad. Me pareció percibir en él una desazón,
paro no estoy de seguro de ello. "¡Claro es que de-
bí quedarme en casa!" —pensé. Pero sentía tal de-
seo de hallarme dentro de esos salones a los que
mi lujuriosa imaginación poblaba de esplendor,
que por ningún motivo hubiera faltado a la cita.
¡No! Por nada del mundo hubiera yo perdido esa
oportunidad de hallarme junto a los caballeros. En
mis torpes propósitos, imaginaba yo que al sólo
contacto, como si se tratase de una regia epidemia
transmisible, iba a adquirir el sello definitivo, iba
a ser aceptado sin vacilaciones.
"¿Qué ocurre? —pensé alarmado— ¿Se habrá
equivocado este señor?" Todavía, sorprendido aun-
que sin perder la esperanza, volví la cabeza para
mirar la impresionante entrada del Club, que ha-
bíamos dejado atrás como por un lamentable error.
Ahí, sobre una rica y espesa alfombra roja que
llevaba recto hacia arriba por las escalinatas de
mármol, un caballero y una dama ascendían a lo
alto, hacia la cumbre de mis deseos en donde, ade-
lantándose a mi cuerpo, mi espíritu esperaba ya
desde mucho antes.
Rápidamente sin embargo, iba a tener que ba-
jar, y con dolor. El caballero parecía afanado en
ayudarme a caminar, pero más bien me arrastraba
por una callejuela desierta lateral al cuerpo del
edificio. Ni una palabra brotaba de sus labios, y
yo le seguía intimidado, enceguecido por la con-
28
fusión, apresurando el paso con mi pie que ape-
nas podía tocar el suelo.
Habíamos dejado atrás la luz, la espléndida luz
que me atraía, la luz de los frontispicios, y los úl-
timos caballeros, en magníficas y bien delineadas
siluetas, emergían hacia ella desde las sombras de
los alrededores. Ibamos por una callejuela obscura,
sin rostro, orillando siempre los muros sólidos y
altivos del club. Una por una fuimos dejando atrás
las ventanas con vidrios de color encendido, tras
los cuales se escuchaba un rumor, la voz entona-
da y los gratos sonidos que rodean a los caballe-
ros. Una melodía ni trágica ni alegre, el justo
medio para aquietar los espíritus allí dentro, me
produjo a mí, por el contrario, la mayor de las
angustias. De pronto desapareció ante mí la nie-
bla de la calle, y me vi llevado al interior de un
pasadizo más oscuro aún, en el cual, poco a poco,
fui distinguiendo luces tristes y mortecinas. Perci-
bí en aquel callejón, del cual vi su extremo ilumi-
nado, corrientes vacilantes de aire caliente y vicia-
do. Tropecé con mi pie enfermo en ese mismo
instante, y advertí la presencia de tarros colma-
dos de esperdicios que, en línea, hallábanse lis-
tos para ser evacuados al amanecer.
Yo cojeaba lamentablemente. Me sentía fatigado
y mi espíritu se negaba a continuar. Miré al caba-
llero, quise preguntarle algo, pero no pude hablar.
Apenas sí mis ojos se expresaron en una lágrima
de sufrimiento. El caballero me sostenía con soli-
29
citud al parecer sin conmiseración. En momento
alguno me dirigía la vista, pero estoy seguro de
que me veía, de que nada podía escapar a su per-
cepción oculta tras un enigmático rostro de hom-
bre de mundo.
—A los socios antiguos nos gusta entrar por la
puerta de servicio —me dijo de pronto, con la ex-
presión de hallarse atento a un lugar precioso, a
un ensueño lejano perdido allá, al final del pasa-
dizo—. Recuerdo que a don Emiliano Figueroa,
siendo Presidente de la República y en la imposi.
bilidad de echarse a todo trapo, se le veía entrar
por aquí con mucha frecuencia.
Precisamente la venda de mi pie se había aflo-
jado, y no era cosa de ponerse a enrollarla de nue-
vo en tales circunstancias. ¿Fue su frase una su-
til, una diabólica alusión? Es cosa que no sabré ja-
más. Sonreía, y en sus ojos dulcemente sombrea-
dos había un aire de serenidad que me dañaba.
—Era —continuó— de todo su gusto este calor
de las cocinas, este recibimiento de los manjares
a punto. Los cocineros llegaban en tropel a salu-
darle, felices, entusiastas.
"Don Emiliano Figueroa era Presidente al fin
—pensé en ese instante—, y entraba glorioso por
este callejón, y con sus dos piernas buenas y sanas".
La marcha proseguía, pero a mí se me hacía ca-
da vez más dificultosa.
—Señor —dije, detenido ya y con mi pie en alto—
¡me duele! Sí, el pie me duele.
30
Se inclinó gentilmente.
—¡Hombre! —exclamó con súbita alarma— ¡Pe-
ro si Ud. viene enfermo del pie!
¡A quién se lo decían!
Recuerdo que en ese instante desperté como de
un sueño. Comprendí, iluminado por el aspecto ge-
neral de esta horrible escena que nunca olvidaré,
que mi cojera no debía entrar por la puerta prin-
cipal del club, que no debía mostrarse. No consti.
tuía mi invalidez, ella misma, una falta, pero sí
el espíritu con que yo la llevaba y quería exhibir
Recordé como en imágenes de pesadilla, a los me-
nesterosos que por unos pocos centavos exponen
hasta sus llagas más íntimas. Comprendí que los
caballeros las ocultan o disimulan, que se resis-
ten a dar paso triunfal al infortunio del hombre,
que trata de aplastarlo todo. Comprendí además
—mientras trataba de retener algo de aquel es-
plendor y música preciosa que desbordaba del in-
terior del club, aunque no fuese más que un des-
tello olvidado—, comprendí que yo no cojeaba só-
lo de mi pie, comprendí que cojeaba yo entero, que
una cojera había llevado siempre dentro de mí,
y que mi espíritu avanzaba renqueando por los
obscuros pasillos de mi existencia.
Resentido y angustiado, me detuve definitiva-
mente. Yo nunca llegaría a ser como él, yo no era
un caballero. Yo iría mostrando toda la vida mis
imperfecciones, acentuándolas, haciendo de ellas
un espectáculo.
31
Ms despedí con excusas, y salí del club cojeando
ya sin pudor, con el pie en alto. "¿Es que estoy
solo o es que me siento solo?" —me pregunté. La
calle estaba desierta, y aquí y allá la niebla se
arremolinaba con fuerza. Sin buscar nada miré a
lo alto, de cara a la luz nocturna, bajo una fina
llovizna que me bañaba el rostro, purificándolo.
Entonces incliné la cabeza, protegí mi cuello con
un trapo negro, y emprendí la marcha.
Desde entonces, lo único que quiero es calor. Al-
go misterioso hay en los pasos que me conducen
por las calles y me introducen en los bares. Mi
figura pequeña debe parecer triste y solitaria en
los pasillos, en medio de las salas en que los bo-
rrachos parecemos buscar eternamente a alguien
sin descanso. Yo miro a las mesas, me detengo
cerca de los rostros y les sonrío, pero en realidad
no busco nada. Me gusta caminar y perderme entre
los espejos y las estatuas de yeso dorado. Todos
los aposentos me parecen fastuosos, pero sobre to-
do me fascina el mesón. Mientras bebo, contem-
plo largas horas mi cara pálida reflejada por en-
tre las pintorescas botellas de licor. Salgo de los
últimos, cuando casi todas las sillas han ido a pa-
rar arriba de las mesas. Luego me echo a caminar
por las calles, deteniéndome muchas veces. En las
fantasías de la iluminación nocturna, en medio de
ese espacio vacío que me rodea, me gusta ir descu-
briendo los vaivenes deleitables de un vino insegu-
ro, escurridizo, que se derrama en mi sangre.
¿Que qué fue de mi madre? Le hablé de mi triun-
fo, de cómo había obtenido la valiosa amistad de
caballero.-, reconocidos y respetables. ¡Comprendan
Uds.! ¡La hacía tan dichosa! Me vi obligado a pro.
meterle que muy pronto la llevaría conmigo a una
de aquellas reuniones fastuosas, y desde entonces...
desde entonces comencé a desearle la muerte des-
pacito, sin apenas rozar tan horrible pensamien-
to, tratando de no dañarla. Lo hice por piedad
¡lo prometo! Y quizá Dios escuchó este rumor
pues, pasado poco tiempo, tuvo la más dulce y
cristiana de las muertes. En mi opinión, Dios es-
cucha hasta las peticiones más ruines si provie-
nen de la desesperación, y concede.
¡Pero no me pregunten más! Hace ya muchos
años que estoy solo. Bebo para olvidarlo todo, pa-
ra olvidarme hasta de mí mismo, y a las luces que
me siguen y a los rostros que escapan furtivamente
les grito, levantando mi mano afectuosa: ¡¡Epaü

33
Todo me había salido bien aquella mañana, y
tenía muchas razones para sentirme feliz.
Había una pileta grande en mi casa, rodeada
de viejos y frondosos árboles frutales, y un am-
plio jardín que mi padre nos había parcelado y de-
35
limitado a mi hermano y a mí, pues de continuo
teníamos encuentros fronterizos cuando se trataba
de jugar a los jardineros. Hacia el mediodía el
agua se calentaba con el sol, y entonces nos des-
nudábamos y permanecíamos algunas horas meti-
dos en ella, alborotando como unos enajenados.
Aunque de costumbres absolutamente secas y te-
rrestres, el perro de la casa caía siempre en la
tentación de aproximarse peligrosamente a la ori-
lla, agitando su cola. El aspecto del agua en mo-
vimiento y su oleaje le exitaban, sin que pudiera
apartar la vista de aquel elemento inquietante. En-
tonces le cogíamos de sorpresa y le arrojábamos
violentamente en él. Alborozados con su desespe-
ración le dábamos falsas oportunidades para esca-
par, y cuando jadeante, apoyado en la orilla sobre
sus blancas patas delanteras, se aprestaba para
saltar, volvíamos a zambullirlo sin descanso. Al fin
le dejábamos ir, y juntos todos nos tendíamos a
secarnos al sol.
—Ahora podemos dedicarnos a la pesca —dijo
mi hermano con entusiasmo.
Yo miré la pileta. El agua se veía ya tranquila,
y las sombras de los árboles la cubrían en la mi-
tad de su extensión, cayendo en ella de vez en
cuando, hojas secas que partían a navegar como
minúsculos barquichuelos.
Insensiblemente, como siempre, había caído la
tarde, y el sol proyectaba su luz oblicuamente
sobre nuestro jardín. Yo no quería pescar en esta
36
oportunidad, a pesar de que me tentaba echar el
a n z u e l o en la pileta. Nuestro juego favorito con-
sistía en sacar ensartados a los pescaditos de co-
lor, sin trampas, con la sola y honorable treta de
la caña de pescar de los profesionales, meterlos en
un tarro parafinero y, al fin, volverlos de nuevo a
sus aguas.
Pero en ese momento deseaba hallarme solo, y
yo mismo desconocía la causa de mi desasosiego.
Pensé en mi hermano, el cual jamás se resignaba
a quedarse sin mi compañía. ¿Por qué habia de
seguirme, de pegárseme como una lapa?
El día se estaba concluyendo, y me preocupaba
el paso de las horas. Muchas veces no quedaba
tiempo para nada. Esa como dormida tarde de vera-
no, el aire absolutamente tranquilo y la placidez
de los árboles sin el familiar rumor de sus hojas
en agitación, poco tenían que ver con mi exaltado
espíritu, con esa extraña impaciencia que crecía
en mí con imperativa fuerza.
Miré mi casa, esa enorme casa donde pasé los
años de mi infancia y juventud, de un piso, con
gran cantidad de vidrios que en ese momento, co-
mo resplandecientes espejos de color, reflejaban
aumentados los últimos destellos débiles y amari-
llentos del sol del ocaso. Sin relacionar con la obs-
curidad mi estado de inquietud, la gran sombra
anticipada de la noche me pareció cargada de
atractivas insinuaciones. ¡Ah, cuando jugábamos a
37
las escondidas y nos llenaban de terror los cucos
en la soledad!
Eché a correr sin sentido, como un loco. Me de-
tuve junto a mi hermano.
—Me gustaría saber —le dije— si serías capaz de
comerte cien duraznos. Sí, de los priscos.
Echó él un vistazo al gran árbol cargado de fru-
tas maduras. Se sonrió con aire de triunfo, mas,
sin decidirse.
—Me castigarían —reflexionó atinadamente—.
Pero tú, ¿qué me darías en premio?
La lentitud con que se llevaba el asunto me tras-
tornó, y le ofrecí mucho más de lo que hubiera
podido en épocas normales.
—Te regalo el rifle —le contesté— con las mu.
niciones. Y no te lo pediré prestado.
—Pero algún día me lo pedirás —me dijo, luego
de reflexionar, haciendo un hábil sondeo.
jNunca! —le respondí con seguridad— No te lo
pediré jamás. De ello te doy mi palabra de hom-
bre.
A poco pensarlo se levantó del suelo lentamente,
y yo le seguí. Esperé con impaciencia que se ins-
talase a horcajadas en la copa del árbol y que, a
modo de prueba, se echase a la boca el primer du-
dazno, que rezumó dulce jugo entre sus blanquí-
simos dientes.
—Tendrás que guardar los cien huesos chupados
para muestra —le advertí, a fin de precaverme—,
porque tú
38
Y me eché a correr de nuevo. Entré en la casa
por uno de los extremos —pues era alargada—, don-
de había una¡ extensa y amplia galería de vidrios.
—¿No te cansas de correr?
Me detuve bruscamente en medio de la puerta.
Mi prima Carlota me sonreía, apoyada! en el muro.
Yo creía hallarme solo con mi hermano en la ca-
sa, y aprovechando la libertad de poder recorrer-
la libremente me había echado a correr. Me sentía
inquieto, contrariado.
—¡Estás aquí! le dije.
Y al instante reanudé mi carrera a lo largo del
pasadizo. Me entregaba a la facilidad del aire con
una alegría que, en ausencia de mi madre, nadie
podría reprimirme, la ausencia múltiple de mi ma-
dre, repetida en toda la casa. Porque cuando ella
estaba presente hallábasela en todas partes al mis-
mo tiempo, todo le pertenecía y todo le quedaba
sumiso y prendido, tomaba posesión hasta del nom-
bre de las cosas. Pero aquel día de soledad me sen-
tía dueño de todos los espacios, de todos los ob-
jetos y aún del misterioso contenido de los cajones
que ella cerraba cuidadosamente con llave, porque
yo estaba en el secreto de las chapas y de los ce-
rrojos.
Atraído por estos objetos me detuve de pronto,
eché una ojeada rápida en torno mío, vi a través
de un vidrio la figura de mi hermano en actitud
de golpear una rama del árbol en que se hallaba,
y penetré lentamente en la habitación de mis pa-
39
dres, como si fuera un santuario. Nada nuevo, el
mismo objeto de vidrio con perilla de goma que
tantas veces había tenido en mis manos, ocupó mi
imaginación.
"¿Que será lo que mi mamá hace con él?" —me
había preguntado tantas veces. Por algo es que,
cuando no está bien escondido en el cajón, me lo
encuentro en la sala de baño".
¡Qué no había hecho por descubrir su secreto
sentido! Algo me decía que estaba estrechamente
relacionado con el cuerpo, pero a mí, por más que lo
probé, no me vino a parte alguna ni esta investi-
gación produjo ningún resultado que me satisficie-
ra. Era delicioso, sin embargo, darle vueltas entre
los dedos, soplarlo por el ancho de su boca y sen-
tir, a su contacto, un vago y dulce despertar.
""Hacia mucho tiempo que no lo visitaba, de modo
que al meter la llave en la cerradura vacilé, sobre-
cogido por una intensa emoción. En su presencia
me abandonaban las fuerzas, me sentía irresistible-
mente atraído por una voluntad caprichosa que pa-
recía emanar desde el fondo del cajón del mueble.
Metí la mano con seguro instinto por entre la
seda de ciertas prendas de mi madre, y extraje
aquel objeto en cuya familiaridad no me sacia-
ba. Lo cubrí del vaho de mi boca, y tibio lo llevé
a mi cuerpo. ¡Cómo me gustaba aquel rincón en
penumbras donde nadie, nadie podría destruir en
mitad de camino aquellos momentos de soledad en-
tera y ardiente!

40
Todo ocupado y algo alerta junto a un viejo
San Antonio de yeso, de pronto me sobresalté. En
ocasiones felices me limitaba a cerrar la puerta
sin atender a los ruidos exteriores, pero ahora me
encontraba peligrosamente bloqueado. La presen-
cia de mi prima Carlota no era nada tranquiliza-
dora, y con respecto a mi hermano me sentía muy
inseguro. Cierto que era capaz de comerse los
cien duraznos, pero a lo mejor lo hacia con extre-
ma rapidez, violentando toda prudencia.
De repente sentí ruido de pasos. Esperé todavía
un momento antes de tomar medidas de seguridad,
pero muy pronto no me cupo la menor duda. Al-
guien se acercaba, y por el modo de pisar y por
la suavidad de las pisadas, tratábase por cierto, de
mi prima Carlota. La llave cayó rápida en el fondo
de mi bolsillo. La guardé, anhelando la soledad y
la penumbra para volver a recuperar ese objeto
que parecía hallarse vivo dentro del cajón.
Carlota entró sonriendo extrañamente, de un mo-
do que me hizo vacilar en mi firme propósito de
no revelar mi secreto.
"Andate. Andate" —pensé imperativamente.
Pero ella se había medio echado al borde de la
cama, apoyada atrás sobre los codos. Me sonreía
misteriosamente, como si lo supiera todo.
"Ella sabe ella sabe algo, ella sospecha" —
pensé con inquietud.
Entonces, con agradable entonación, me pregun-
tó:
41
—¿Qué haces aquí, tan solito?
Yo no hallaba qué responder.
—Vine por eso de las moscas —dije con increíble
sangre fría.
Por fortuna pasó por alto aquella frase que no
tenía fácil explicación. Sin embargo no había pa-
sado el peligro.
—Supe —comenzó a decir— que casi mataste a
nuestra tía con un revólver.
¡Dios santo! Tampoco quería que eso se supiera,
y ahora me parecía que todo el mundo debía es-
tar enterado puesto que ella lo sabía. No obstante,
me pareció que se hallaba lejos de abrigar sospe-
chas acerca de aquello que me retenía en esa ha-
bitación, y me consideré a salvo.
—No fue con un revólver —protesté—. Hice pun-
tería nada más que por broma hacia una venta-
na, y en eso la tía grita. "No, ¡no por favor!" Y
entonces se pone delante abriendo los brazos, y
todo aquello me da risa. En ese momento, ¡pum!,
y se me heló la sangre. Si no es que ella da un
salto
Se me fueron las ideas y guardé silencio. Desde
hacía un momento, mi prima sonreía misteriosa-
mente. Era notorio que la historia del disparo no
le interesaba.
"Entonces es que lo sabe todo" —pensé con so-
bresalto.
De pronto me habló en voz baja, casi susurrante:
42
¿Sabes que las mujeres somos diferentes de los
hombres?
Yo recordé que lo sabía. Sí, yo había pensado
en esto mismo. Le dije:
—No me gustan los zapatos con taco alto que
usan las mujeres.
Ella insistió con premura:
—¡Pero no! Me refiero a
Evidentemente yo me había equivocado, la di-
ferencia debía tener algo que ver con el objeto de
vidrio con perilla de goma.
—¡Ah, si tú quisieras venir! —exclamó con voz
apenas perceptible.
Entonces, sin apenas darme cuenta de lo que
hacía, cerré la puerta.
La habitación quedó en penumbras y el corazón
comenzó a latir apresuradamente en mi pecho. El
golpe de la puerta cerrada tras de mí quedó pene-
trante sonando en mis oídos, como una lápida caí-
da sobre algo extraordinario que no podría revelar
jamás. Un obscuro temor, el sentimiento de que
eso era el mal mismo, de que un peligro inminen-
te me acechaba, me detuvieron en medio de un si-
lencio que me pareció eterno. Pero un murmullo
mágico, unas palabras apenas pronunciadas y ese
perfume nuevo para mí, extraño y penetrante que
trastornaba la atmósfera y que me tomaba entero,
me hicieron avanzar, me hicieron desear saber
"eso".
Me miró Carlota un instante y sostenidamente
43
con sus grandes ojos, y volvió su rostro hacia la
obscuridad del rincón. La vi llevar sus manos a la
falda del vestido, y arremangarla con ademán len-
to y vacilante. Detuvo el gesto, y permaneció luego
silenciosa, como dormida.
Un súbito temblor se apoderó de mí. La sangre
me ardió en las mejillas, y me sentí por un mo-
mento sin fuerzas para sostenerme.
—Yo no tengo como tú —me dijo.
¡Yo lo sabía! Yo lo sabía desde hacía mucho
tiempo. O no, quizá no. Nadie me lo había dicho
nunca. Sin embargo lo sabía, sí, lo sabía, sólo que
no se me había pasado por la cabeza.
— ¡No tienes como yo! —balbucée, desfalleciente.
—Las mujeres somos diferentes de los hombres
—cuchicheó.
—¿O quizá lo ocultas, sí, por aquí?
—¡No! ¡Te prometo que no! Soy así, así como
tú me ves. Pero dime, ¿de verdad no lo sabías?
Traté de recordar. Me vi hurgando con ansias
en un diccionario inmundo. Pero no, eso no era
más que un montón de palabras cochinas.
—Mi hermano ha visto bañarse a mi mamá —le
dije— La ha visto por el ojo de la cerradura, pero
dice que no se ve más que humo. El humo del
agua caliente.
—¡Y si viniera ella! —exclamó Carlota, irguién-
dose de súbito— ¡Si llegara de pronto!
— ¡No te vayas! ¡No tengas miedo! —le pedí—.
Ahora y nunca más.
44
—¿No le dirás nada, por Dios?
—¡Nunca! Ni a ella ni a nadie, ¡pero no te vayas
todavía! —le supliqué con vehemencia— ¡Déjame
verte! ¡Un poquito más, tan sólo un poquito!
Debió serenarse ante mi ruego. Reclinó su cuer-
po, buscó una mano mía sin mirarme, y con la su-
ya la llevó junto a sí.
¡Que obscuro enigma de seducción tan indecible!
Quería preguntarlo todo y saberlo todo hasta lo in-
finito. Y mientras descubría el secreto, aquello por
lo cual tendría que mentir, negar, ser acorralado,
sentí que una horrible distancia crecía entre mí y
el resto de la humanidad. Y mientras hacía una y
otra pregunta, otra, otra más eternamente insa-
tisfecho, sentía que no era dueño del espacio, de
la libertad ni de las cosas bellas que había para
todos. Me pareció que el mundo se me estaba ce-
rrando, y que yo me quedaría solo en este encierro,
con mi secreto y todas aquellas cosas prohibidas
y endiabladas como el objeto de vidrio con perilla
de goma que había en el cajón del ropero.
¡Era aquello, sin embargo, tan diferente al rigor
y tan extrañamente dulce! Me perdía en su bús-
queda, indagando, aprendiéndomelo que no se me
fuera a olvidar. Muy pronto quizá, vendría mi ma-
dre y nunca, ¡nunca más volvería a encontrarlo!
Perdería con ella esa tibia penumbra, y volvería
quizá para siempre la luz clara, fría y vigilante.
Fue poco después cuando sentimos los pasos, y
vimos abrirse la puerta con violencia. Estaba ahí
45
mi hermano, agitado por la carrera, y al verme se
iluminó su rostro inmundo de fruta y polvo.
—¡Me tienes que entregar el rifle! ¡Tú me lo
prometiste! —me dijo.
Y tomándome de una mano y alejándome de
Carlota, me arrastró por el pasillo donde, no sé si
a causa de la poca luz, iba tropezándome y cayén-
dome. .

46
SOLO LA MUERTE

Juan estaba sentado en un sillón, en medio de


la obscuridad.
Un piso más abajo en una de las viejas casas,
una niña se enjuagaba «1 cuello y la cara. £1
agua fría le inundaba la piel y se derramaba
47
claramente en el lavatorio. Habia un techo al pie
de la ventana, y más abajo un patio poblado de
sombras silenciosas. En el lavadero habían que-
dado al azar juntos el jabón y las escobillas,
y una cantidad de ropa blanca estaba colgada en
los alambres. Era justamente al amanecer.
Arriba, en el piso alto, Juan se hallaba solo al
fondo de un pasillo. En la pieza del extremo opues-
to había luz, y él quería que ella se apagara sin
que nada sucediera, sin que nadie comenzara a
llorar y a precipitarse llorando por las habitacio-
nes.
"Si al menos no hubiese voces —pensó— Si fue-
se posible permanecer sentado en el sillón mu-
cho, mucho tiempo sin saberlo nunca".
No había la menor esperanza. Y sin embar-
go Juan miraba en torno suyo las cosas, bus-
caba en ellas una señal distinta, pero ellas, irre-
prochables, permanecían implacablemente reales,
idénticas, los mismos cuadros, las mismas sillas.
Juan deseó que un desconocido pasara junto a él
hacia el baño, con una toalla al cuello, y le son-
riera.
Sentía miedo de las palabras, de los rostros con-
tritos que nos circundan, de esas manos solícitas
que ayudan en los menesteres de la muerte. En
aquel momento de espera sentía que todas las
cosas se preparaban para el instante próximo, que
todos esos rostros y esas manos, ahora invisibles,
hacían antesala, esperaban el momento preciso en
que es necesario movilizarse y actuar.
48
Algo estaba a punto de caer, algo estaba a pun-
to de romperse. El aire mismo se había detenido
y suspendido un instante su paso que pronto, co-
mo quien suspira, habría de continuar. Los curio-
sos los eternos ojos que nos acechan, debían ha-
llarse presentes en espera del fin.
Por donde se mira a lo alto, al través de los
vidrios de la galería, el cielo aclaraba lenta, casi
imperceptiblemente.
Volviendo con lentitud la cabeza hacia un la-
do, Juan divisó en el largo muro la nueva, fría
luz del alba. La noche, la horrible noche comen-
zaba a retirarse, y las sombras espesas e infor-
mes iban a desaparecer. Pero de pronto, el fin
llegó.
Los sollozos de su madre rompieron de súbito el
silencio, mezclados a palabras que se ahogaban
en la saliva aposentada en la boca.
¿A quién hablaba? ¿A quién dirigía su reclamo
en aquella soledad?
De pronto guardó silencio. Sin duda, los ojos de
aquella mujer se habían detenido a mirar con
estupor esto que, desde hacía un instante, se ha-
bía vuelto extraño.
En el piso bajo, el leñador había amontonado
los trozos de madera. Los hachazos comenza-
ron a repercutir secos y regulares, los hachazos de
todas las mañanas sobre los palos. El hacha se In-
crustaba, blandida con esfuerzo en una parábola
volvía a penetrar, y de tanto en tanto el cielo
49
ganaba en luz. Era muy temprano sin embargo,
y dentro de la casa todo estaba obscuro.
Juan se había levantado al instante del sillón.
Quiso recorrer toda la distancia que lo separaba de
aquella puerta apenas abierta, pero algo le rete-
nía.
"¡Voy! ¡Voy! —dijo con el pensamiento— Voy
ahora mismo, en este mismo instante".
El reloj del comedor comenzó a tocar sus gra.
ves campanadas, con su monótono ritmo lento ha-
bitual, con la misma sonoridad. No sucedía na-
da. No se había producido ni el más ligero cam-
bio. Era la hora en que todos dormían.
—"Ya no es más —pensó— Nunca más".
Permaneció inmóvil. Su mano, helada y tem-
blorosa, se aferró al respaldo del sillón. Detrás
de aquella puerta, su madre debía estar medio
echada sobre la cama, con el rostro reclinado so-
bre las sábanas, absorta. Juan miró al cielo, es-
crutando en él su infinita profundidad, su po-
blación de astros tan impasibles siempre, y tan
ajenos. Entonces, una ardiente humedad inundó
sus ojos y rebalsó por sus mejillas.
De pronto se deslizó un rozar de zapatillas por
el corredor. Se había cerrado una puerta sigilo-
samente, y brillaban fugaces hacia adelante los
pliegues de una camisa de seda blanca, arrugán-
dose el amplio vuelo sobre los pies, como en sal.
picaduras de agua. Era Genoveva.
—¿Has oído? —preguntó anhelante.
Y como Juan no dejase de contemplar la luz
50
tenue del alba, ella tomó entre sus manos el brazo
desfalleciente de su hermano.
Instintivamente, ambos se volvieron a mirar en
aquella dirección donde, en medio de la puerta,
difusa delante de la luz de su habitación, la ma-
dre de ambos parecía buscar una presencia.
Vamos —dijo Genoveva, adelantándose.
—Juan temía llegar hasta el lecho de su pa-
dre verle bajo la miserable y amarillenta luz de
la ampolleta. Echó a andar por el viejo made-
ramen del piso, bajo la impresión de que la dis-
tancia que lo separaba de su madre era cada
vez mayor. Sus pasos y los de Genoveva, en aquel
silencio, le parecieron de una sonoridad exaspe-
rante. En ese momento hasta la casa misma pa-
recía dormida, y Juan temía despertarla a su rea-
lidad habitual, con foda su bulliciosa población y
su menaje.
"Es como en los sueños" —pensó.
Vio pasar delante suyo a multitud de especta-
dores que aplaudían sin hacer el menor ruido. Su
padre y su madre parecían abandonar el dormito-
rio sonrientes, satisfechos con el éxito. Pero la
visión fue efímera y las figuras se disiparon en el
aire.
Hacía frío y el decorado permanecía inmuta-
ble. Una gota de agua formada en la humedad
de uno de los vidrios despidió un vivo destello de
luz, y luego, uniéndose a mil otras gotas ínfi-
mas de humedad, se deslizó ligera y sin freno
hasta perder su forma y desaparecer.
51
Juan llegó en puntillas, presuroso. La madre
cobijaba la cabeza de Genoveva bajo la suya. Am-
bas se decían cosas y lloraban como riéndose.
Juan se abrió paso hasta más allá, trasponiendo
el umbral de la puerta.
Había una cama para no dormir más, en el
rincón, impregnada por los sudores de la muerte,
por los vapores de las medicinas, cargada de su-
frimientos, de lentitud, de muerte animal, de res-
tos, de días y noches de vigilia en espera del fin.
—Me sonrió por última vez en el instante de
morir —decía la madre con ingenuo afán— ¡Es-
toy segura! —Entró al interior de la habitación—
Su boca está t a n . . . ¡se quedó tan dulcemente
sonriendo! Yo sabía que esta noche era la últi-
ma. Yo lo sabía.
Y de pronto, como sorprendida por sus propias
palabras, guardó súbito silencio y se apartó a so-
llozar a un rincón, sola.
Juan tomó una toalla. Con ella enjugó la fren-
te de su padre. Después se apartó algo.
¡Dios! —pensó.
Luego se retiró como un sonámbulo de la habi-
tación, y Genoveva le vio salir y desaparecer en-
tre las sombras del pasillo, como si cayese en un
abismo profundo.

Juan echó a andar por el pasillo. Iba con paso


vacilante y de pronto se detuvo. Una perilla me-
tálica giró entre sus dedos, y la puerta de una
habitación se abrió hacia adentro con impulso le-
ve.
Un rostro moreno, adusto y demacrado, se
irguió ligeramente
¡Ah, en su lecho.
eras tú! —exclamó, volviendo a reclinar
la cabeza en la almohada.
Como Juan guardase silencio, tornó a mirarle
en forma sostenida. Una epilepsia de la infancia
había dejado en él una huella imborrable, una
expresión inequívoca de una quebrantamiento, de
una lesión interior.
Juan se sentó en el borde de la cama. Quiso ha-
blar, pero la actitud de su hermano Carlos le de-
tuvo. Ahí estaba parapetado en su enfermiza so-
berbia, echado en la cama caliente. Sin duda lo
sabía todo, pero afectando una exasperante natu-
ralidad, había comenzado a producir intermiten-
temente un chasquido con la lengua, chupando,
al parecer, un resto de carne aprisionado entre
sus muelas.
—Parece que estuvieras mirando para el otro
lado —dijo por fin— para el otro lado del muro.
—Nuestro padre ha muerto dijo Juan.
Carlos se recogió como si le hubiesen arrojado
un balde de jugo de limón.
—Lo sabía —dijo al fin, con una mirada impla-
cablemente fija, hostil— Lo sabía, pero no espe-
raba que me lo dijeran. Jamás se me ha tomado
en cuenta para nada.
Sacó medio cuerpo desnude de la cama y tra-
53
tó de sacar algo del cajón del velador, pero éste
cayó con estruendo y se volcó su contenido. Va-
rios papeles arrugados, un pañuelo sucio y algu-
nos cigarrillos sueltos quedaron desparramados
en el suelo.
Mientras Juan se inclinaba a recoger aquellos
objetos, el muchacho enfermo abandonó rápida-
mente el lecho y comenzó a vestirse con movi-
mientras bruscos y descontrolados.
—Voy a ver —dijo con una voz terrible, mien-
tras se ponía los pantalones— a mi padre. ¿No di-
cen que ha sufrido toda la rida por mi causa? Si
es así, ¡claro es que le pediré perdón! ¡Por su-
puesto que sí!
Casi caía apoyándose en un pie, tratando de me-
ter el otro en el pantalón.
—¡Mirenme! ¡Miren mi pie! —insistió con ve-
hemencia— ¿Y qué tal mi brazo malo? —alargó
a Juan su brazo, en cuya mano, grande y vigoro-
sa, los dedos en tensión no obedecían a la volun-
tad. ¡No! ¡Si yo no sufro nada! —añadió con voz
sarcàstica— Y sin embargo hago lo que puedo,
trato de ayudar, de no ser una carga para nadie.
¿Pero alguien lo reconoce? —me pregunto— ¿Hay
alguien que lo reconozca? ¡Dímelo, Jüan! ¡Díme-
lo tú, que sabes tanto!
Juan se puso de pie sin responder, se volvió
hacia la puerta, y apoyándose en ella observó la
iuz silenciosamente fría del alba, como inerte y
sin salida. Escuchaba la voz de su hermano pe-
54
ro no oía sus palabras, quedaban como sofocadas
dentro de la pieza, en esa atmósfera tibia, densa,
con olor a cuerpo, a ropa sucia.
—¿Estás enojado?
Juan movió negativamente la cabeza.
Entonces Carlos abandonó la habitación. De
alta estatura, fornido, marchó con pasos enér-
gicos por el pasillo, cojeando de su pie izquier-
do retorcido, anudado dentro del zapato. Iba
con aire decidido, disparando un brazo rítmica-
mente, en tanto que el otro se apegaba tieso y
fuertemente al -cuerpo. Su figura inspiraba un
sentimiento inevitable de tristeza, pero emanaba
de ella un no se qué de fuerza y voluntad Indes-
tructibles.
Juan le vio alejarse en dirección a la habitación
de sus padres, pero él permaneció inmóvil junto
a la puerta, pensativo, con la cabeza inclinada,
esforzándose por aceptar como algo ineludible to-
das aquellas circunstancias desgraciadas que im-
peraban libremente y sin freno en torno suyo,
trastornándolo todo.
Carlos entró en la habitación y se detuvo un
instante.
—¡Pobrecito! —exclamó la madre al verlo, cu-
briéndose la cara con un pañuelo ¿Por qué Dios
no ha tenido piedad de mí?
Carlos se aproximó al cadáver de su padre y
se arrodilló dificultosamente ante él. Entrelazó
sus rudos dedos y de sus labios brotó un prolon-
55
gado murmullo que sólo interrumpió fugazmente
para dirigir una mirada fija a su madre.
—¡Sí, reza, rézale a tu padre! —le aprobó ella.
Juan observó con amargura que había un enor-
me hoyo en esa suela visible del zapato, que atra-
vesaba el calcetín. Allí asomaba la piel, algo gris
terroso y encallecido por largas jornadas de un
caminar sin destino. Contempló la tez morena
de rasgos acusados y fuertes, bien definida de su
hermano. ,Tenía ahora un aspecto indefenso, y su
pslo negro, por lo general rebelde, caía suave-
mente sobre la frente, sombreándola.
Tan solo el rumor de sus palabras y el de las
mujeres interrumpía el silencio, como en una ce-
remonia religiosa.
Por fin levantó la cabeza, la boca apretada, el
cuello azul de la camisa oprimiéndole la gargan-
ta, y se incorporó con gran esfuerzo apoyándose
en una silla. Miró una vez más desde su altura la
figura inerte, abandonada de su padrs, miró a to-
dos en derredor, y salió sin decir palabra.
En la familiar y vieja galería, sus pasos resona-
ron con algo de misteriosa liviandad. Muerto su
padre, acaso se sentía más próximo a una liber-
tad fundamental.
Como en sigilo, la desolación circulaba por en-
tre las cosas, entraba en ellas, asomaba en los
ojos de las personas. "Dicen que Dios es infini-
tamente bueno y misericordioso" —pensó Juan—
Y sin embargo, todo cuanto veía ahora le pro-
56
ducía dolor. En un momento había sentido una
especie de vértigo angustioso y el adormecimien-
to extraño de sus sentidos, pero todo ello iba pa-
sando. Ahora la realidad, las cosas, se le presen-
taban una por una con alucinante nitidez. Era
imposible no verlas. Ahí asomaba la bacinica blan-
ca en un rincón, la cama en desorden, el velador
sembrado de frascos de remedios, un frasco de
grueso cristal con el bicarbonato. Ahí también,
sobre un espeso líquido derramado por la ansie-
dad que caía gota a gota en el suelo, se hallaba
un vaso con un reborde untuoso, donde su padre
había aplicado sus labios febriles por última vez.
Y todo ello no estaba fuera, se hallaba dentro, en
medio de la vida, como helado al fin por un há-
lito destructor.
Ahí, en medio de todos esos elementos grises,
de los vapores crueles e ineludibles, solapados que
todo lo invaden, su padre estaba inerte, ajeno y
distante.

El rostro del padre semejaba el de un hombre


que duerme. Unos cabellos canos, lisos y delgados,
caían sobre la almohada, se entrelazaban tras la
oreja. La expresión era plácida, y bajo la noble
frente los ojos entreabiertos aparecían velados
por una sombra tenue. El cuello blanco de su ca-
57
misa estaba abierto, no parecía sino que esa ma-
no abandonada en el pecho acabase de abrirlo
Daba la impresión de reposar su cansancio, <jo
haberse dejado dominar por un sueño invencible.
Sentada en una silla baja cerca de Genoveva
la madre presidía en silencio la triste reunión fa_
miliar. Tenía apoyado el rostro entre las manos,
y sus ojos de mirada penetrante pero cansados,
permanecían como atentos y alerta vigilando el
movimiento de lo inerte, quizá un cambio sutil
que animara lo inanimado en formas leves de vida,
aquello en fin, que a veces induce a engaño y 6e
disipa.
Genoveva volvió la cabeza a un lado. Los lí-
mites del mundo eran el muro cuotidiano, los en-
seres familiares. Eran lo conocido, las habita-
ciones, y también los pasos. Los pasos del ir y ve-
nir, del subir y bajar las escaleras todos los días,
los sonoros pasos de la mañana que despertaban
la casa, y los pasos en pantuflas que rozaban el piso
por las noches cuando, a punto de dormirse, per-
cibía su tránsito sin desvelarse, como algo fami-
liar y propio del sueño.
La madre dirigió una mirada indolente a la ven-
tana que se golpeaba con la brisa, y la sorpren-
dió la magnificencia de un día más, naciente. Vió
nubes blancas y ligeras como copos alcanzadas
por la luz del sol que se alzaba en el horizonte,
y que al soplo del aire se desplazaban con rapidez.
Era la alegría hostil que se dejaba ver lejana.
55
Apartó la vista, con los ojos húmedos de lágri-
mas que no se derramaban. Un decorado humil-
de sin recursos, rodeaba a los dolientes, y la luz
tenue los envolvía en una nube de fatiga, en la
cual respiraban como verdaderos enfermos.
—¿Qué hora será? —preguntó Genoveva.
Su madre la miró sin responderle. Tenía las
pupilas enormes como pozos, y parecía contem-
plar algo remoto en el tiempo. ¿Que qué hora era?
No, no lo sabia, no había pensado en eso, y es
que tampoco se le había ocurrido que alguna vez
debería levantarse de la silla. Desde hacía mu-
cho rato se le había fijado la sensación de que es-
to era un término, sin cambio ni alteración. De
pronto miró a Genoveva con una exclamación sú-
bita en la boca, que no alcanzó a proferir. Como
si despertase, había sentido una inquietud, una
especie de asombro, como lo que puede sentir un
viajero al entrar más pronto de lo esperado a la
estación terminal.
—Casi no puedo respirar —dijo por fin, con
extrema dificultad.
Hacía frío. La tez del padre palidecía. A mo-
mentos ellas olvidaban su proximidad, su presen-
cia real se alejaba y diluía en infinidad de re-
cuerdos, de pensamientos y evocaciones, y hasta
un aire sutil, humoso lo ocultaba. Pero de pron-
to, tan solo a dos pasos de distancia, con todos
los detalles circunstanciales destacados, irrumpía
bruscamente la figura inmóvil, tendida, perfecta-
59
mente delineada. Entonces Genovsva se queda-
ba mirándole como con asombro y temor. Por-
que los muertos perdonan, inspiran piedad y una
especie de ternura sin proximidad. Pero también,
como si vigilaran de una manera oculta e invi-
sible, adivinan nuestros pensamientos y nos juz-
gan sin misericordia.
"Yo nunca imaginé —pensó la madre— Nun-
ca pude imaginar que un d i a . . . "
Genoveva puso atención al ruido de un tranvía
en la calle. Debía ser el primero de la mañana.
Detuvo su marcha al parecer en la esquina, pero
pronto la reinició aproximándose más, y el es-
truendo se introdujo íntegro por la ventana. A
poco de alejarse todavía podía escucharse su tra-
queteo metálico, y volvió a detenerse y a alejarse
nuevamente. Todavía podía registrarse su andar
poniendo algo de atención, pero ya no era posi-
ble distinguir entre el ruido del tranvía y el ru-
mor del silencio que zumbaba en el oído como el
eco del mar en las conchas marinas.
Juan entró sigilosamente a la habitación y bus-
có una silla para sentarse. Levantó el cuello de
su abrigo y permaneció encogido, con las manos
muy juntas, hostilizado por una sensación desa-
costumbrada de frío. Los muebles mismos, a la te-
nus luz cada vez más clara del amanecer, pa-
recían más inmóviles y helados, como si hubie-
sen permanecido a la intemperie. Miró a su pa-
dre. Su piel pálida había adquirido un leve tono
60
amarillejo, pero indudablemente parecía más jo-
ven Su expresión era extraordinariamente apa-
cible, y diríase que en el dibujo de su boca ha-
bía un gesto casi imperceptible de infinita indife-
rencia hacia las cosas de este mundo.
Juan caminó entonces hacia la puerta, pero se
detuvo a los pies de aquella cama. Se quedó mi-
rándolo con dolorosa curiosidad, tratando de re-
tener para siempre en la memoria aquella ima-
gen paterna, su última realidad. En el suave es-
corzo de aquella cabeza, vio las cavidades de la
nariz dispuestas en su dirección, y un ínfimo des-
tello de luz en los ojos casi ocultos, retirados en
sus fondos.
"No me ve, no sabe lo que pienso".
Una mano de aquel hombre solo, fuera de la
cama, casi tocaba la barbilla. Maciza, blanca y
velluda, había en ella unos pelos más gruesos y más
negros que asomaban apenas fuera del puño de
color ceniza. Quizá una posición definitiva, con
los dedos desparramados apuntando en todas di-
recciones. Allá, uno coincidía con una estrella di-
sipadai por la luz a través de la ventana. Acá, otro
cruzábase con la mirada fija de un bicho ooulto
en una grieta del muro.
¿"Por qué mi madre no le cubrió con una sába-
na? —pensó Genoveva— Pero entonces quedaría
oculto. Claro es que el papá... pero está muerto.
Cuando ellos están muertos parecen estar vivos
si están cerca y no se les ve".
61
Miró hacia atrás, y vio a su madre dirigirse
hacia la puerta. Nada más que un impulso vacío
debía llevarla, pues vaciló y se detuvo.
Algo giraba en torno. Algo más impalpable que
el humo y que el mismo sueño. La señora mira-
ba hacia una lejanía.
"Estoy apoyada en algo —pensó— Casi no ten-
go fuerzas para estar de pie. Ya no sé en qué
mundo estoy".
Y miró el suelo, el piso de tablas desnudas. Se
sentía rodeada de espacios vacíos. Miró hacia
atrás y vio la extensa galería que se prolongaba
hasta internarse en la obscuridad del fondo. Re-
cordó las notas del piano que antaño había en el
hall. Alguien las había tocado así, una por una,
en un tiempo muy lejano. No recordaba quién.
Pero las había tocado así, una por una, y ahora
las sentía recorrer la galería con una sonoridad
inexplicable, puras y heladas como si fuesen de
hielo.
—¿Comprendes esto tú?
Preguntó eso y sentía fatiga, se le doblaban las
piernas ahí, junto al marco de la puerta.
—No, no puedes comprenderlo —dijo, con una
expresión amarga, con una expresión desolada que
se había fijado en su rostro.
"De pie junto a él, Juan me está mirando con
sus ojos verdes".
—¿Avisaste a las tías? Pero no hay teléfono.
Juan la miraba y ponía atención a sus pala-
62
bras, pero le llegaban con retraso, otros pensa-
mientos se interponían en su mente.
La madre se ablandaba todavía más. Sus brazos,
unidos al cuerpo y apoyados en el marco de la
puerta, apenas la sostenían.
A la sazón había menos brillo en los ojos del
padre. Aparecían como entierrados. Sin duda él
no miraba más su alcoba ni al través de la ven-
tana. Quizás fuera de ella, muy alto o muy
bajo pero lejos, sin aquella luz opaca y mezqui-
na surcaba ya las pálidas tinieblas acogedo-
ras.
Muy pronto el sol alcanzó la altura suficiente
para introducirse a las habitaciones en amables
manchas de luz. Era la hora en que podía enti-
biar la tez de los que aún duermen, y la piel de
los muertos que se quedan tendidos como en un
balneario bajo las sábanas. Entonces Juan se acer-
có a su madre, le dijo unas palabras en voz baja,
y abandonó la vieja casa bajando por la escalera
que crujía toda.

—Voy y vuelvo —dijo la madre— ¿Hace frío?


¿Tanto como para ponerse abrigo?
Y ya se lo acomodaba sobre la espalda.
—¡A dónde vas! —le preguntó Genoveva.
—Salgo por un instante. Voy aquí no más,
63
donde la señora Nieto. Ella guardó luto el año
pasado.
—¡Pero eso no tiene importancia! —replicó Ge-
noveva.
La madre ya iba saliendo. Bajó cuidadosamen-
te por la esoalera y cerró la puerta.
Genoveva se quedó sola. Con el pensamiento
siguió la trayectoria de su madre, la veía apre-
surarse por la calle desierta, pero en seguida las
imágenes la abandonaron. Una amorosa curio-
sidad la hizo inclinarse desde el sillón observando
atentamente a su padre, levantarse y aproximarse
a él. No lo había hecho antes por una especie de
vergüenza, pero ahora un impulso irresistible la
llavaba a hacerlo. Tal vez si lo hubiera pensado
dos veces hubiera echado pie atrás, pero no fue
así. Se inclinó sobre él y lo besó en la boca, se-
parándose al instante sorprendida, extrañada de
aquel £río intenso, no más que otros quizá, pe-
ro con un matiz de rechazo.
— ¡Papá! —le dijo en voz baja, llamándole.
—¡Papá! —volvió a repetir en susurro, incli-
nada sobre él.
Una brisa fría se interpuso entre ella y aquel
rostro inmóvil, y en el absoluto silencio reinan-
te, ese frío comenzó a penetrar en su cuerpo, casi
paralizándola, quitándole las fuerzas que la man-
tenían en pie.
Genoveva retrocedió temblorosa y se sentó en
el sillón, sin dejar de mirar a su padre. Sin em-
64
bargo, su mente se había obscurecido. La luz verde
azulada de la mañana iluminaba su espalda, pero
delante de ella todo estaba más obscuro, y ape.
ñas entre sus labios entreabiertos se distinguía
una claridad rosada y blanca.
Con temor volvió a mirarlo. Vio la figura que
abultaba bajo las sábanas, y alcanzó a distinguir,
en forma vaga y difusa, el rostro invariablemen-
te rígido, con una expresión que iba recordando
cada vez menos la de su bondadoso padre. No de-
tuvo en él la vista. Quería olvidar esa imagen fir-
me y sólida, severa e impenetrable. Sentía miedo,
más no el miedo común que se tiene a tal mis-
terio.
"No, no se trata de eso" —se dijo.
Se trataba de otra cosa. El estaba muerto sin
duda. Era él, el cuerpo de él, pero algo extraño
parecía hallarse dentro, algo que no era él, algo
hostil, vivo y al acecho que parecía vigilar des-
de la enigmática penumbra de sus ojos, como esos
seres que habitan disimuladamente dentro de los
restos de otros animales.
Genoveva se paralizó un instante al pensarlo.
"¿A dónde se fue Juan? ¿Por qué no viene mi
mamá? Dicen que a los muertos les crece la bar-
ba. Ya debe venir ella de vuelta. ¿Y Juan? ¿Es
que tengo miedo? ¿Miedo a qué me pregunto?
Alguien tendrá que ir a la empresa de funera-
les. Irán a ser lo mejor posible. Una se ima-
gina siempre peores las cosas de lo que son en
65
oficina pública. Vestía un abrigo negro que se
ajustaba a su cuerpo alto y descarnado. Tenía un
aspecto triste y melancólico. De vez en cuando
miraba desde lejos a su padre, pero sin acercarse
Experimentaba como una tímida y distante cu-
riosidad, y a momentos, silencioso, sólo atendía
al cumplimiento de los deberes que la circuns-
tancia requería.
No entendió bien lo que quería decirle el fun-
cionario de la empresa funeraria, y se quedó mi-
rándolo.
—¿Me da, por favor, el certificado médico? —in-
sistió el funcionario, alargando una mano.
El tiempo transcurría lentamente, pero los ayu-
dantes del funcionario trabajaban a toda prisa.
Al menos habían trastornado el orden habitual, y
retirado algunos muebles. En su lugar, enormes
cortinajes y colgaduras ocultaban las paredes. El
ataúd estaba en el suelo, abierto, y a su lado un
soplete y un maletín de gasfiter.
—El certificado lo va a extender el doctor —di-
jo Domingo.
Efectivamente, el médico estaba por entrar. Con-
versaba afuera con un desconocido y después, di-
ligente, entró con un papel blanco en la mano. Al
ver a Domingo se apresuró a manifestarle su pe.
sar, y con igual celeridad se ubicó frente a una
mesa, extrayendo de su bolsillo una lapicera.

68
El traslado de los restos se había fijado para
las cuatro de la tarde. Entre las gentes que se
hallaban en la casa había parientes y amigos,
ex compañeros de oficina y muchos desconocidos.
Conversaban en voz baja, dentro y fuera de las
habitaciones. Sólo una vez se entraba a mirar por
el cristal del ataúd la tez pálida e indefensa, y ahí
encima habíase pensado sucesivamente: "Hace dos
semanas estuve con él". "Tiene las pestañas suel-
tas sobre los ojos". "¿Y su alma?". "¡Pobrecito!
Descanza en paz". "¿Me guardaría rencor? ¿Qué
diría si me estuviese mirando?".
Y todo eso caía como polvo de mármol sobre
el cuerpo que era menos, menos cada vez.
Al entrar en la pieza, una mujer encinta sen-
tada cerca del ataúd, rezaba y se interponía.
Las dos tías acompañaban a la madre. Otras mu-
jeres se habían acercado a ellas, pero perma-
necían fuera de toda comunicación. Una de las
dos viejas se apartó del grupo y se dirigió a Juan.
Nosotras vamos a ir con tu mamá a mi casa.
Porque si se queda aquí.,. ¡Tú sabes cómo es!
Va a darse vueltas como alma en pena por toda
la casa. ¿Qué pasa? ¿Qué hora es?
Los caballeros se agrupaban en silencio, se bus-
caban, se atraían unos a otros. Algunos que ya
69
se marchaban iban bajando furtivamente por la
escalera, y hasta conversaban y sonreían con des-
preocupación.
Cuando llegó la hora de la partida, los pies de
la gente comenzaron a arrastrarse, a raspar sua-
vemente el piso. Juan cogió el primero el ataúd
y al otro lado su hermano Domingo, que pare-
cía no tener las fuerzas suficientes. Otros cuer-
pos, otros trajes, también negros, fueron colo-
cándose detrás.
Se pudo ver personas con pañuelos en los ojos
al paso del féretro, y otras que se aprestaban pa-
ra ayudar en la bajada. Los ruidos del piso se
multiplicaban al paso de tanta gente, se multi-
plicaban los rumores y las voces, y la casa se iba
quedando más vacía que nunca, con todas sus
puertas abiertas, con los espacios abandonados,
donde resonaban los ecos como huérfanos hu-
yendo de la desolación.
Al bajar por la escalera alguien abrió las dos
hojas de la puerta de calle, y la luz de afuera
entró plenamente con el aire frío. Ahora se en-
tregaba el cadáver al viento, se sacudía por úl-
tima vez su inmovilidad. Los empleados de la em-
presa tiraban las coronas como objetos inútiles
hasta en el techo de la carroza, y aguardaban con
sus mejillas extrañamente sonrosadas el momen-
to de iniciar el cortejo.
Dos latigazos cayeron sobre los lomos de los
caballos, y la caravana inició la marcha. Los ca-
70
ballos trotaban a un ritmo a veces parejo, a ve-
ces dispar. A momentos las patas golpeaban el
pavimento de cuatro en cuatro, o de una en una.
U n c a b a l l o o un tropel de caballos. Los árboles
agitaban sus ramas pausadamente, y por entre
ellos el cortejo se internaba como en un bosque.
La carroza, negra y con una cúpula rematada
en cruz, parecía inmóvil. Avanzaba a un ritmo
tan estricto, tan soberbio, que esa cúpula parecía
extática contra el cielo. Como si los árboles fue-
sen los que marcharan en sentido contrario, las
casas, los niños. Esto no recordaba un término,
el fin de una existencia. Era como si se tratase
s o l a m e n t e de un paseo alrededor de una plaza
de provincia, sin ver, sin contemplar. Mirar sin
ver, simplemente.

Juan se sentía ligero, conducido entre una mul-


titud de colores efímeros, de lucesillas, de hom-
bres lejanos, entre prados que se repetían como
alucinaciones.
Durante una interrupción de la marcha, Juan
vio de pronto un par de ojos grandes que se ape-
gaban al otro lado del vidrio, a observar. La
marcha prosiguió. ¿Quién era el que miraba? ¿Era
hombre o mujer? ¿Por qué miraba? Y en el cris-
tal del coche, como una prolongación imagina-
ria, obsesiva de la realidad, marchaban aquellos
ojos apegados, haciéndose presentes sin pudor, con
insistencia. De pronto comenzaron a dilatarse, más
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y más, y fueron borrados por el paso de otro
vehículo en la calle.
El cortejo marchaba lentamente. En el tiempo
Juan no ubicaba ese momento, ni tampoco el lu-
gar en que se hallaban. Domingo miraba hacia
el otro lado de la calle por la otra ventanilla.
Por fin desembocó el cortejo en una amplia ave-
nida, iluminada por el sol del atardecer.
—Hicieron muchos rodeos para evitar el cen-
tro de la ciudad —explicó Domingo.
—No me daba cuenta por dónde veníamos —di-
jo Juan— Pero ahora sí, ya lo veo, ya lo veo.

El viernes, al escuchar el timbre, Juan abrió


la puerta, tirando del cordel. Inmediatamente vio
la luz de la calle, allá abajo, y a su madre, de-
tenida un instante en el umbral. La acompañaba
Domingo. La señora comenzó a subir lentamente
por la escalera, deteniéndose, tomando aliento.
Al llegar arriba se detuvo y extendió sus brazos
para abrazar a Juan.
—No me hagas hablar —dijo dificultosamente—,
La escalera me fatiga.
Fue entonces cuando vio a Carlos trepado en
un enorme cajón, tratando de arreglar una lám-
para.
¡Niño! —dijo la madre, desganadamente.
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Carlos la miró desde lo alto y continuó su ta-
rea Con su mano torpe, enferma, comenzó a
cortar unos alambres con el alicate.
La destruirá —comentó ella, pero todo es pre-
ferible a verlo mirando hacia el techo, esperan-
do la ocasión de hacerlo, acechando las posibili-
dades.
—Mi papá te prohibió tocarla —le dijo Juan.
__.Que me lo venga a decir él! —respondió agre-
sivamente el muchacho.
La » a d r e entró en el dormitorio. Se detuvo y
miró todo en derredor. La ventana estaba aún
abierta por la que parecía haber huido con él
todo un pasado, un mundo de sutiles asociacio-
nes, las palabras de afecto, las risas, los enojos
y los arrepentimientos, lo que constituye, en fin,
la vi di misma. Se vivía de esperanzas, de proyec-
tos, ® pensaba en el porvenir. Ahora no que-
daba sino el pasado, los recuerdos. Recordar ahí,
donde la vida que circulaba alrededor de su ma-
rido había sido suplantada por esa tristeza gris que
ocupaba todos los rincones y los espacios aban-
donatos. Miró el sillón de gastado tapiz, el pri-
mero de los muebles que habían comprado al ca-
sarse. Podía recordar hasta el momento en que
lo remataron, al martiliero que lo adjudicó, la
circunstancia, las actitudes del público.
Genoveva tomó a su madre del brazo y la con-
dujo al comedor. Era la hora da almorzar. Juan
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y Domingo ocuparon su lugar el uno enfrente del
otro.
Una copa de vino para desentumirnos dijo
Domingo, esbozando una sonrisa melancólica y
llenando todas las copas.
Había comenzado a llover, y se escuchaba el
ruido del agua que caía por los caños hasta los
patios interiores de la vieja casona. Fuera del
comedor, en el pasillo, Carlos continuaba arre-
glando la lámpara. Estaba justamente mordien-
do un alambre con el alicate. Trataba de cortar-
lo. Tenía el propósito de añadir eslabones a la
cadena y bajar un poco más las luces. El alicate
resbalaba y él insistía. De vez en cuando obser-
vaba atentamente las sombras de su madre y d e
sus hermanos que se proyectaban en la puerta
del comedor. Se dibujaban imprecisas, inmóviles,
superpuestas unas sobre otras.
—¿Y por qué no viene a almorzar? —preguntó
Domingo.
—¡Qué va a querer almorzar! —dijo Genoveva—
Se ha pasado toda la mañana tomando cjtfé en
la cocina.
—Será por lo buenos que tiene los nervios.
Carlos atenazaba su alicate. Intuía que los otros
estaban inquietos, que se estaban refiriendo a él
en voz baja. Los comensales aguardaban, espe-
ranzados.
—Las finanzas andan muy mal —dijo Domin-
go— Dejando de lado los últimos gastos y la
74
deuda contraída con la empresa de funerales,
la verdad es que...
_ Y o voy a seguir recibiendo mía pensión —di-
jo la madre— pero muy disminuida.
Carlos el enfermo, se bajó del cajón para reco-
ger una herramienta. ¿No se daban cuenta de que
él quería mejorar el estado de las cosas? El tam-
bién era capaz de vencer los obstáculos, de em-
prender obstinadamente una tarea hasta el fin.
—La pensión no va alcanzar para nada —dijo
Domingo— Yo creo que Juan va a tener que de-
jar los estudios, o continuar estudiando y traba-
jar de noche.
Todos oían el desesperante ruido del alicante.
La herramienta mordía despacito, progresaba pau-
latinamente. Esa herramienta hablaba: "Ahora que
él ha muerto, por fin se me han abierto todos los
caminos".
Lo hace por torturarnos —dijo Genoveva.
En cuanto a él —dijo Domingo, señalando
hacia afuera con el dedo— yo no sé cómo se las
van arreglar. ¿No consideran ustedes que consti-
tuye un verdadero peligro tenerlo más en la ca-
sa?
El no tiene la culpa —dijo la madre—. Al me-
nos mientras yo viva, habré de velar por él, y
él tendrá su hogar.
por un momento sólo se escuchó el ruido del
apio en la boca.
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—Ud. no quiere resolver nada, mamá —dijo Do-
mingo.
—Si he de quedarme sola con mis problemas —
replicó ella— ¿Qué le vamos a hacer? Ese será tal
vez mi destino.
Luego, el tintineo de las cucharas, un café ne-
gro sobre el que nadaba el reflejo de la lámpara.
Mirándolo, la madre dijo algunas palabras para
sí.
—¿Qué? —preguntó Domingo.
Nadie respondió. Las cucharillas volvieron a re-
volverse dentro de las tazas.
—¿Me habían hablado?
Las cucharillas recorrían el fondo de las tazas
de café.
—Tu café no tiene azúcar —dijo la madre.
—No, gracias mamá, ya le puse antes.
La señora se detuvo con la cucharilla llena de
azúcar, de la que caían gránulos sobre la mesa.
—No podría resolver nada —dijo ella entonces,
con la mirada perdida en sus sentimientos— Uds.
no lo pueden comprender. Para Uds. todo está co-
menzando. Para mí en cambio, todo está casi, casi
concluyendo. ¡Si Uds. se imaginaran cuántos re-
cuerdos me asaltan ahora a cada instante! ¡Bellos
recuerdos si se quiere! Me parece que fue ayer. ¡No
puedo comprenderlo! Pienso que mañana me mo-
riré yo, y entonces entonces hasta el recuerdo
mismo habrá desaparecido. ¡Y para siempre!
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La madre hizo una pausa. Miró uno por uno a
sus hijos, que la escuchaban inmóviles, con las
cucharillas dentro del café.
Como si jamás hubiese sucedido nada —aña-
y si algo quedara ¡Todo es cuestión de
tiempo!

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INDICE

LOS CABALLEROS 5
CARLOTA 34
SOLO LA MUERTE 46
LOS CABALLEROS
de Raúl de Veer
se terminó de imprimir el día
veintisiete de diciembre de mil
novecientos sesenta y dos, en los
Talleres de Arancibia Hnos., ca-
lle Coronel Alvarado 2602, San-
tiago de Chile.

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