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LAS PRIMERAS CORTES LEONESAS

Fernando de Arvizu y Galárraga

1. ¿Por qué hablamos de « las primeras Cortes »?

Pues simplemente, porque lo fueron. Y conviene, desde las primeras líneas, dejar este extremo
meridianamente claro. Antes de las Cortes de León de 1188, no había Cortes, ni en los reinos españoles ni en
ninguna otra parte de la Europa cristiana, que –en el siglo XII– es tanto como decir Europa civilizada.

No obstante, las Cortes –entendidas como la reunión conjunta de los estados (también llamados brazos)
eclesiástico, noble y ciudadano junto con el rey, para tratar asuntos de interés general, y proveer su solución
mediante normas de alcance igualmente general– no surgieron de la nada, no fueron lo que pudiera llamarse
un invento. Ni podían serlo, porque en la vida política de los pueblos, las instituciones evolucionan, se
apoyan en la realidad existente o pretérita –es decir, en la tradición– para dar lugar a otras nuevas, más
perfectas y mejor adaptadas a los problemas políticos que pretenden resolver. La evolución institucional es el
proceso normal, opuesto a la revolución institucional, que implica cambios muy drásticos en el orden político
existente, y lleva como consecuencia el derrumbamiento del ordenamiento jurídico y su sustitución por otro
nuevo, revolucionario. Este proceso es mucho más raro, y desde luego, no es aplicable al nacimiento de las
primeras Cortes. Veamos por qué.

El rey ejerce un poder propio, denominado regnum, que aplica sobre un territorio, el cual, por extensión,
recibe el mismo nombre que el poder del rey: regnum, sustantivo romanceado como reino. Las principales
manifestaciones de ese poder son: el mando militar, el judicial, el político y el económico. No obstante en
España, y desde los tiempos más antiguos que conocemos con detalle, que son los de la Monarquía Visigoda,
el rey nunca ejerce ese poder sólo, sino que es ayudado por órganos que le proporcionan el asesoramiento
necesario para una decisión que quiere ser siempre acertada -aunque luego pueda no serlo- y que se imputa
siempre al rey.

El Profesor José Orlandis, actualmente el mejor conocedor de las instituciones jurídicas visigodas, suele
decir que «los visigodos hicieron España», esto es: que sobre una base de tradición jurídica a la vez romana e
indígena, los visigodos pusieron la levadura que haría de la antigua Hispania algo distinto, dotado de
personalidad propia, y cuyos rasgos llegan hasta nuestros días. Esta afirmación, que comparto plenamente,
me excusa de remontarme más atrás en el tiempo.

Pues bien, en la época visigoda, el rey gobernaba asistido en los asuntos ordinarios por un consejo
llamado Aula regia, aunque también se la conocía por otros nombres, por ejemplo, Senatus. Cuando los
problemas a tratar exigían una deliberación más profunda y más extensa, el propio rey mandaba convocar a la
Iglesia en un Concilio –los célebres Concilios de Toledo– y le sometía las cuestiones civiles a tratar en el
denominado Tomo regio. Estos concilios fueron asambleas eclesiásticas, que ocasionalmente se pronunciaron
sobre cuestiones civiles, las cuales fueron convertidas en leyes de tal rango mediante un acto normativo
especial del rey: la Lex in confirmatione Concilii.
Con la invasión musulmana, se produjo la aniquilación del sistema político de la Monarquía Visigoda –
deliberadamente, evito hablar de Estado Visigodo, pues el empleo de esta ex-presión es actualmente
controvertido entre los historiadores del Derecho– dando lugar a lo que suele llamarse una catástrofe
absoluta, que consiste en el colapso o derrumbamiento rápido y hacia adentro de un sistema político sin causa
aparente. La sociedad quedó abandonada a su suerte, y la lucha armada contra el invasor dio lugar, con el
tiempo, al nacimiento de los cuatro reinos españoles: Asturias, que fue luego León, Pamplona, que fue luego
Navarra, Aragón, derivado del núcleo condal de Sobrarbe y Ribagorza y
finalmente Castilla, desgajada de León en tiempos de Fernán González.

En todos estos reinos encontramos reyes, que ejercen en ellos su respectivo


regnum, también ayudados por un consejo que ya no se llama aula, sino Curia
regia. A él pertenecen la familia real así como ciertos nobles y eclesiásticos que
el rey quiere conservar junto a él para su servicio. Los nobles, por estar en la
inmediación del rey, reciben el nombre de convites (compañeros), de donde se
deriva la palabra romanceada condes. Algunos de éstos son enviados por el rey a
gobernar en su nombre distritos alejados de la corte, y ejercen –a semejanza de
aquél– un poder sobre su territorio o mandación que recibe el nombre de
comitatus. Al igual que sucedió con el regnum, el territorio recibe, por extensión, el mismo nombre que el
poder en él ejerció: comitatus, de donde deriva la palabra romance condado.

Esta Curia regia se ocupa de los asuntos ordinarios de gobierno, incluidos los de justicia, ya que esta
actividad es propia del rey, pero que éste jamás ejerce por sí solo, estaba en la Alta Edad Media tan unida a la
actividad de gobierno que eran una misma cosa, como solía decir el profesor Alfonso García Gallo. Prepara
los documentos reales, juzga los casos que llegan al rey en nombre de éste, le asesora sobre los matrimonios o
empresas bélicas; en fin auxilia al rey en la toma de decisiones que siempre se imputan a éste. Esta es su
actividad que pudiéramos llamar ordinaria. Porque existe también una Curia extraordinaria, llamada plena, y
más tarde pregonada, que es el precedente más inmediato de las Cortes. No se trata de un órgano distinto,
sino de la ampliación de la curia ordinaria o reducida. A ella concurren todos los convocados por el rey, en
virtud de una iussio o mandato de inexcusable cumplimiento, salvo por razones de imposibilidad física. Los
integrantes son todos los miembros de la curia ordinaria, más los obispos y los condes de las mandaciones.
No hay rastro de representación ciudadana, porque precisamente éste es el elemento que significa el fin de las
curias plenas y el nacimiento de las Cortes estamentales.

2. ¿Por qué en León?

Esta es la otra parte de la pregunta, que exige una explicación despaciosa de la respuesta, la cual puede
enunciarse así: porque en León, una serie de acontecimientos políticos que terminan en la primavera de 1188,
junto a una tradición jurídico-pública convergente, brinda-ron el momento oportuno para que la participación
ciudadana se uniese a la Curia plena, dando lugar al nacimiento de las Cortes estamentales, que cristalizan en
la Baja Edad Media y perduran durante toda la Edad Moderna.

Y el acontecer histórico permitió que en León, la representación ciudadana se uniese a la Curia antes
que en ningún otro reino español. Aunque Castilla reivindicó esta primacía con las Cortes de Burgos de 1169,
hoy los historiadores están de acuerdo en que las Cortes leonesas de 1188 contaron con asistencia de
ciudadanos, mientras que esta concurrencia no está probada en el caso de Burgos.

Volvamos a la respuesta formulada a la pregunta que constituye este epígrafe. En ella se contienen tres
elementos: los acontecimientos históricos, la tradición jurídico-pública y el momento exacto de la celebración
de las Cortes. Comencemos por la explicación de esa tradición.

En León se celebraron buen número de curias plenas, algunas extremadamente importantes por su labor
legislativa de alcance general, que a veces nos es conocida y a veces no. Otras lo fueron, simplemente, porque
se celebraron con gran ceremonia a comienzos de un reinado. Pero, sea por una razón, por otra o por ambas,
lo cierto es que la evolución institucional del reino favorecía, desde tiempo atrás, el nacimiento de las Cortes.
Sin embargo, conviene matizar las cosas, puesto que, en ocasiones, opiniones poco fundamentadas han
querido dar a este fenómeno una explicación épica, que puede ser muy hermosa, pero que está fuera de lo
científico, ámbito en el que ha de estudiarse siempre esta cuestión.

En efecto, en el año 1017, bajo el reinado de Alfonso V, tuvo lugar en León la celebración de una Curia
plena, con el resultado de unos Decreta o normas jurídicas de alcance general para todo el reino. Los textos
conservados difieren en cuanto a la fecha: 1017 ó 1020.Tomaremos, siguiendo la opinión del profesor García
Gallo, corno más probable la primera fecha para la promulgación de estos Decretos generales, aunque es muy
posible que en el año 1020 se uniese a este texto otro, que contenía reflejados con mayor o menor fidelidad –
que éste no es el asunto ahora– los fueros dados a la ciudad de León por el rey Ordoño II. Por ello, suele
confundirse en el nombre común de «Fuero de León» la edición al uso, que proviene el scriptorium del
obispo Pelayo de Oviedo, y que incluye, junto a normas territoriales, los preceptos de ámbito municipal
restringidos a la ciudad de León, pero se trata de cosas distintas.

Si al ciudadano de hoy no le llama la atención la promulgación de normas generales en una Curia plena,
el especialista debe subrayar la excepcionalidad de este hecho, ya que el Derecho de la Alta Edad Media está
caracterizado por su particularidad –normas de una ciudad, costumbres de una tierra– frente a lo excepcional
del hecho de la promulgación de normas para todo el reino. Pero aunque también se dieron éstas en 1188, la
semejanza no va más allá, ya que entre 1017 y 1188 no se dan las afinidades de fondo ni las coincidencias
redaccionales indispensables para considerar que los Decreta de 1017 son un precedente de los Decreta de
1188.

Con tales salvedades debe registrarse el acontecimiento de 1017;y son muy parecidas las que deben
efectuarse con respecto a otro acontecimiento fundamental, igualmente acaecido en León en 1055: el
Concilio de Coyanza, estudiado igualmente por el profesor García Gallo en un largo trabajo, que él siempre
consideró como el mejor de cuantos escribió. Aquí las circunstancias son algo diferentes: se trata de una
asamblea plenamente eclesiástica, a la que asistieron doña Sancha, reina de León.y su esposo Fernando I,
quien asumió el regnum en su nombre, después de haber vencido y muerto a Vermudo III, cuñado suyo.
También hay duplicidad de textos y de fechas, pero la de 1055 puede establecerse como definitiva, después
del exhaustivo análisis llevado a cabo en el estudio que acaba de mencionarse.
le León II.

En Coyanza no se trataba de proveer a cuestiones civiles, aunque éstas se plantearon con un alcance más
bien marginal, sino de restablecer la disciplina eclesiástica, sacramental y litúrgica. Los textos difieren en
cuanto a la redacción de los preceptos, lo cual tiene una explicación totalmente lógica: el bracarense está
destinado al uso y ámbito eclesiásticos, mientras que el ovetense es una redacción más lacónica del
bracarense, presentada al rey para su refrendo, de modo semejante a las leyes en confirmación del Concilio
que se dieron en la época visigoda. Los preceptos coyantinos de 1055 fueron de alcance general, pero de
índole distinta que en 1017 y 1188: aquéllos eran fundamentalmente eclesiásticos, mientras que estos dos
ordenamientos eran de carácter civil. Y en la generalidad normativa se acaba la semejanza, pues Coyanza no
fue una curia plena, sino un concilio.

Algo diferente, y quizá más próximo a lo que ocurrió en 1188, es la gran Curia solemne celebrada en
1135, después de la coronación de Alfonso VII en León. Las noticias cronísticas que de aquella reunión se
tienen no aluden a un resultado normativo de la misma, aunque éste no puede descartarse. Van orientadas a
resaltar la grandeza del acontecimiento, pues durante tres días el rey, junto con los obispos y nobles, se
dedicaron a examinar, sucesivamente, los asuntos concernientes a Dios –esto es, de ámbito eclesiástico– al
rey y al pueblo. Verosímilmente, éste no participó en la asamblea, pero el cronista ofrece ya una estructura
tripartita no de la composición de la curia, sino de los asuntos tratados en ella, que constituyen la suma de las
preocupaciones políticas del rey: asuntos eclesiásticos, asuntos políticos y -con todos los matices que se
quiera- asuntos sociales. No estoy lejos de creer que en la mente de algunos espíritus instruidos, comenzaba a
calar la idea de que estas asambleas, para ser completas, deberían contar con la asistencia de cada uno de los
estamentos concernidos: el clero, la nobleza y los ciudadanos.

Pero las cosas no estaban aún maduras para ello. Incluso en 1178, el rey Fernando II de León, padre de
Alfonso IX, celebró, por el mes de septiembre de ese año, una curia en Salamanca, a la que asistieron los
obispos y los barones, sin que se mencione expresamente a los ciudadanos. Pero sí que hubo un resultado
normativo de alcance general: el documento nos dice que en esa curia, el rey reguló firmemente las
instituciones de su tierra mediante decretos, que hoy por desgracia desconocemos.

Pues bien, si tan sólo diez años antes de 1188 no se apreciaba aún la necesidad de incorporar a los
ciudadanos a las reuniones de la curia, ¿qué ocurrió en esa fecha para que tan importante acontecimiento se
produjese? Es lo que constituye el tercer punto del enunciado de la respuesta a la pregunta de este epígrafe,
pero para abordarlo debidamente - una vez explicada la tradición jurídico-institucional- hay que aludir a esos
acontecimientos políticos que cristalizan en la primavera de 1188.

El excelente estudio del profesor Julio González nos ofrece una guía segura de aquéllos que,
debidamente interpretados, permiten explicar las cosas. En 1165 el rey de León Fernando II se había casado
con Urraca de Portugal, si bien el impedimento de parentesco entre los cónyuges no había sido dispensado.
Seis años más tarde, el 15 de agosto de 1171, nace Alfonso, quien habría de heredar el trono de su padre con
el ordinal IX. Pero aunque probablemente los reyes esperaban obtener la dispensa jugando la carta de los
hechos consumados, Roma no cedió, por lo que Fernando y Urraca se
separaron en 1175.

El rey procuró aliviar su soledad, primero con Teresa Pérez de Traba


durante un corto tiempo, y luego con Urraca López de Haro (1182). Esta
unión fue un éxito hasta la muerte del rey, éxito al que no debieron ser
ajenos, ni los encantos de Urraca, ni la alta alcurnia de su familia. Urraca
llegó incluso a expedir documentos en nombre del rey en 1187. Esa
primavera, ambos habían contraído matrimonio. Obviamente, la posición
de Alfonso en la corte debía ser muy difícil en cuanto concierne a las
relaciones con su padre y con Urraca. Esta era madrastra de Alfonso, y
una madrastra muy raramente suele dejar de comportarse como tal
respecto de los hijos anteriores de su marido. No es descabellado suponer
que Alfonso sería frecuentemente humillado, y que, en los roces que
pudiera tener con Urraca, el rey daría sistemáticamente la razón a su
mujer. Para hacer las cosas aún más negras respecto a Alfonso, existía un
hijo, el infante Sancho Fernández López de Haro, no se sabe bien si
nacido después del matrimonio, o antes, pero que en este último supuesto,
disfrutaba de la condición de hijo legitimado por subsiguiente matrimonio.

En este panorama, que puede calificarse, siendo suaves, de antipático, Urraca planteó la cuestión
sucesoria a forales de 1187. Ella, reina legítima, quería que reinase el infante Sancho, legítimo o legitimado, a
su entender con mejores derechos que los de Alfonso, fruto de un matrimonio celebrado con impedimento
necesitado de dispensa, que nunca fue otorgada. Obvia-mente, la reina quería jugar fuerte, pues no era
descabellado pensar que, de reinar Alfonso, no sería precisamente benévolo con ella, y probablemente
quisiera desquitarse de las afrentas que recibió. Estas debían continuar a principios de 1188, porque Alfonso,
quizá llegado al límite de la humillación, quizá incluso temiendo por su vida, o por ambas razones a la vez,
decide abandonar la corte y buscar amparo en Portugal. Pero apenas llegado al confín del reino, recibió la
noticia de la muerte de su padre en Benavente, el 22 de enero de 1188.

Quizá la muerte fue repentina y por ello Urraca no tuvo tiempo de ultimar su juego. Lo cierto es que la
petición a su hermano para que proclamase rey de León a Sancho Fenández no tuvo éxito: éste sólo se
comprometió a defenderla si era molestada por su hijastro. Pienso que la reina se forjó una especie de castillo
de naipes con base a la debilidad del rey Fernando, pero no sopesó las posibilidades reales de que sus
hermanos, Diego y García, estuviesen dispuestos a sostener con las armas la causa de su sobrino, el cual
quizá gozaba entre los magnates de menos simpatías que Alfonso.

Este, pues, había ganado la partida: era rey de León, pero contaba menos de diecisiete años de edad.
Registremos el hecho piadoso de que Alfonso IX mandó desenterrar a su padre del lugar –hoy desconocido–
donde yacía, para sepultarlo en Compostela, según su voluntad. Pero vayamos ahora al hecho político
importante: un rey joven, con un reino cuando menos dividido, donde unos le miran con simpatía, otros con
desconfianza, y otros con indiferencia cuando no con hostilidad.

¿Qué puede hacer un rey en tales circunstancias? el sentido común indica que tomar el pulso al reino,
oír a todos y decidir lo que fuese menester ¿Cómo? pues convocando una curia plena.

De esta manera queda explicada la singularidad, la importancia política de la reunión que Alfonso IX
convoca en un momento inicial y a la vez crucial de su reinado. Existía en León, desde mucho tiempo atrás,
el precedente de convocar curias plenas a principios de un reinado. Existía, además, el precedente de que de
las curias plenas se desprendiese un resultado normativo de alcance general. La ocasión, pues, era propicia en
todos los órdenes para que esa curia fuese tan especial que se convirtiese en algo distinto, en la primera
reunión de las Cortes estamentales.

3. El aprovechamiento político de un hecho casual

Un documento archicitado, denominado el del cillero de San Martín de Wamba –sin fecha, pero situable
entre 1193 y 1217– hace decir al propio rey, que habla en primera persona, que celebró una curia in
primordio regni, esto es, en los albores de su reinado, en León y concretamente en el claustro de San Isidoro,
donde promulgó sus propios decretos (ubi decreta mea institui) y confirmó los de sus antecesores que debían
ser confirmados (et antecessorum meorum decreta confirmanda confirmavi). Dejemos por un momento la
cuestión de los decretos propios del rey y los decretos de sus antecesores, y centrémonos en la celebración de
la propia curia.

Los estudiosos han discutido si se celebraron una o dos curias en esa primavera. Esta cuestión es
relativamente accesoria, aunque tanto el profesor Carlos Estepa como yo mismo nos inclinamos a pensar que
se celebraron dos reuniones, una en el principio de la primavera y otra en julio de 1188. En esta última
reunión se promulgó una Constitución específica sobre los ladrones y malhechores y, muy probablemente,
recibieron la redacción definitiva y se promulgaron los Decretos de 1188.

Entre ambas reuniones –no una curia en dos partes, sino dos curias– tuvo
lugar a finales de junio de 1188, la famosa curia de Carrión, donde Alfonso IX,
que aún no había cumplido los 17 años, fue armado caballero por su primo
Alfonso VIII de Castilla que rondaba los treinta. La paz entre ambos reinos
parecía asegurada y reforzada por el homenaje recognoscitivo que el rey leonés
prestó al castellano, besando públicamente su mano, y por la esposa que
entonces consiguió.

Bien, pues el rey vuelve a León, y en el mes de julio, con un tiempo


saludable, se celebra la curia en el claustro de San Isidoro ¿Cómo aparecieron
en ella los ciudadanos? Nadie lo sabe exactamente, pues es de suponer que
serían convocados solamente el arzobispo de Santiago y los obispos, junto con
los altos nobles. El profesor Carlos Estepa piensa que pudo concurrir a la curia
una nobleza no magnaticia que asumiese la representación de las ciudades, pero
a mí esta explicación me algo parece rebuscada. Hay que acudir, como tantas veces, al sentido común, y
pensar que lo que ocurrió entonces no fue sino el aprovechamiento político de un hecho casual, que ha dado
el título al presente epígrafe.
Lo que ahora voy a decir no se apoya en pruebas documentales, pero con tal salvedad, puede adelantarse
como hipótesis. Hipótesis que, por otra parte, no es mía, sino que ya fue esbozada, a principios del pasado
siglo, por el profesor Laureano Díez Canseco, leonés de gran ingenio, aunque lamentablemente casi ágrafo.
Pues bien, el profesor García Gallo recordaba la siguiente frase de Díez Canseco, que me transmitió
textualmente: «el pueblo andaba alborotando a las puertas del claustro, pretendiendo hacerse oír, así que el
rey ordenó que entrasen algunos, y dijesen lo que deseaban».

La tradición oral por la que esta opinión me ha llegado es segura, aunque por desgracia, no pueda tener
la misma seguridad de la opinión de Díez Canseco. Sin embargo... tal opinión dista de ser descabellada, y
para argumentar mi creencia en la misma, me remito a mi personal experiencia de bastantes años de labor
política desarrollada íntegramente en la provincia de León.

Los pueblos cambian sus costumbres, pero el carácter es mucho más permanente, y si algo caracteriza al
noble pueblo de León, es su carácter reivindicativo. No es raro que los ciudadanos aborden a las autoridades
de cualquier rango –desde un presidente del gobierno hasta un alcalde– y les pidan cosas directamente.
Incluso cuando hay actos protocolarios, con discursos, se oyen voces que apostillan o corrigen lo que se está
diciendo. Con tales constataciones –obvias para cualquier político– ¿es descabellado pensar que, en una tarde
de verano, el pueblo de León, congregado ante la puerta del claustro, quisiera entrar, participar o exponer al
rey los asuntos que le preocupaban? A mi entender no, es más, estoy convencido de que así ocurrió.

El rey era muy joven, necesitaba apoyos, estaba rodeado de notables con simpatías y antipatías... ¿por
qué no apoyarse directamente en el pueblo y legislar oyendo noticias directas de sus problemas? Las cosas
pudieron muy bien suceder así, pero importa en este momento, dejar claro el carácter de esa presencia
ciudadana en la Curia de 1188. Debió ser una representación no elegida, y limitada a la ciudad de León. Y
ello por dos razones: la primera, porque no existen vestigios de elección ciudadana antes de 1220, y la
segunda, porque si no estaba prevista la asistencia de ciudadanos -por ser un hecho sin precedentes- mucho
menos debió comunicarse a las ciudades que enviasen representantes electos a la curia que iba a celebrar-se
en el mes de julio de 1188.

Así pues, la frase inicial de los Decretos de aquélla, que insiste en la presencia de ciudadanos elegidos
de cada una de las ciudades del reino, es un añadido posterior, que precisamente trata de retrotraer en el
tiempo una práctica reciente. El Derecho de la Edad Media nos da muchísimos ejemplos de esa tendencia a
dar antigüedad a cosas que no la tienen en ese momento. Ahora bien, lo que no puede minimizarse,
políticamente hablando, es el impacto de la presencia ciudadana en una Curia plena. Ni para el rey, que
cuenta con la opinión de las ciudades, esto es, del pueblo, para conocer sus problemas y para oponer un
contrapeso eficaz al poder de la nobleza.

Para futuras reuniones de las Cortes –caso de las conocidas de Benavente en 1202 o en León en 1208,
aunque pudo muy bien haber otras que hoy desconocemos– la presencia ciudadana fue un necesidad
insoslayable, porque por ambas partes se había comprobado la bondad de tal
innovación: para el rey, por las razones antedichas, y para las propias
ciudades, porque de esa manera, tenían asegurada su
voz y la defensa de sus intereses en las decisiones a
tomar.

4. ¿Qué se hizo
en las Cortes de
1188?

Pues
legislar, o al
menos, esta es la
única actividad
que ha llegado
hasta nuestros días. Se promulgaron unos Decretos y una Constitución. Esta nos es conocida por el
documento original, que refleja –en forma de notitia– la decisión tomada en una curia para corregir abusos
¿Cuáles eran éstos: despojos, reclamaciones basadas en la enemistad, incautación de bienes y de personas,
exigencia indebida de prestaciones señoriales y, en general, la opresión del más débil.También se menciona la
http://www.saber.es/web/biblioteca/libros/corona-cortes-benavente-1202-
2002/html/t05.htm

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