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Cuentos cortos

Cuentos largos
Juan Ramón Jiménez
¡Cuentos largos! ¡Tan largos! ¡De una página! ¡Ay, el día en que los
hombres sepamos todos agrandar una chispa hasta el sol que un hombre
les dé concentrado en una chispa; el día en que nos demos cuenta de que
nada tiene tamaño, y que, por lo tanto, basta lo suficiente; el día en que
comprendamos que nada vale por sus dimensiones -y así acaba el ridículo
que vio Micromegas y que yo veo cada día-; y que un libro puede reducirse
a la mano de una hormiga porque puede amplificarlo la idea y hacerlo el
universo!

El artista
Oscar Wilde
Una tarde le vino al alma el deseo de dar forma a una imagen del “Placer
que se posa un instante”. Y se fue por el mundo a buscar bronce, pues
solo el bronce podía concebir su obra.
Pero había desaparecido el bronce del mundo entero; en parte alguna del
mundo entero podía encontrarse bronce, salvo el bronce de la imagen del
“Dolor que dura para siempre”.
Era él quien había forjado esta imagen con sus propias manos, y la había
puesto sobre la tumba de lo único que había amado en la vida. Sobre la
tumba de lo que más había amado en la vida, y había muerto, había
puesto esta imagen hechura suya, como prenda y señal del amor humano
que no muere nunca, y como símbolo del dolor humano que dura para
siempre. Y en el mundo entero no había más bronce que el bronce de esta
imagen.
Y tomó la imagen que había formado y la puso en un gran horno y se la
entregó al fuego.
Y con el bronce de la imagen del “Dolor que dura para siempre” esculpió
una imagen del “Placer que se posa un instante”.

Aforismo
Oscar Wilde
Los hombres querrían ser siempre el primer amor de una mujer. Tal es su
necia vanidad. Las mujeres tienen un instinto más sutil para las cosas: les
gusta ser el último amor de un hombre.

El discípulo
Oscar Wilde
Cuando murió Narciso, el remanso de su placer se trocó de una copa de
aguas dulces en una copa de lágrimas saladas, y llegaron llorando a través
de los bosques las ninfas de las montañas, las oréades, para consolar al
remanso con su canto.
Y cuando vieron que el remanso se había trocado de una copa de aguas
dulces en una copa de lágrimas saladas, soltaron las verdes trenzas de sus
cabellos y gritando al remanso le dijeron:
-No nos sorprende que hagas un duelo tal por Narciso, tan hermoso como
era.
-¿Era hermoso Narciso? -dijo el remanso.
-¿Quién había de saberlo mejor que tú? -respondieron las ninfas-. A
nosotras siempre nos desdeñaba, pero a ti te cortejaba, y solía recostarse
en tus orillas e inclinarse a mirarte, y en el espejo de tus aguas reflejaba
gustoso su belleza.
Y el remanso respondió:
-Pero yo amaba a Narciso porque, cuando recostado en mis orillas se
inclinaba a mirarme, en el espejo de sus ojos veía mi propia belleza
reflejada.

El imán
Oscar Wilde
Había una vez un imán y en el vecindario vivían unas limaduras de acero.
Un día, a dos limaduras se les ocurrió bruscamente visitar al imán y
empezaron a hablar de lo agradable que sería esta visita. Otras limaduras
cercanas sorprendieron la conversación y las embargó el mismo deseo. Se
agregaron otras y al fin todas las limaduras empezaron a discutir el asunto
y gradualmente el vago deseo se transformó en impulso. ¿Por qué no ir
hoy?, dijeron algunas, pero otras opinaron que sería mejor esperar hasta el
día siguiente. Mientras tanto, sin advertirlo, habían ido acercándose al
imán, que estaba muy tranquilo, como si no se diera cuenta de nada. Así
prosiguieron discutiendo, siempre acercándose al imán, y cuanto más
hablaban, más fuerte era el impulso, hasta que las más impacientes
declararon que irían ese mismo día, hicieran lo que hicieran las otras. Se
oyó decir a algunas que su deber era visitar al imán y que hacía ya tiempo
que le debían esa visita. Mientras hablaban, seguían inconscientemente
acercándose.
Al fin prevalecieron las impacientes, y en un impulso irresistible la
comunidad entera gritó:
-Inútil esperar. Iremos hoy. Iremos ahora. Iremos en el acto.
La masa unánime se precipitó y quedó pegada al imán por todos lados. El
imán sonrió, porque las limaduras de acero estaban convencidas de que
su visita era voluntaria.

El maestro
Oscar Wilde
Y cuando las tinieblas cayeron sobre la tierra, José de Arimatea, después
de haber encendido una antorcha de madera resinosa, descendió desde la
colina al valle.
Porque tenía que hacer en su casa. Y arrodillándose sobre los pedernales
del Valle de la Desolación, vio a un joven desnudo que lloraba.
Sus cabellos eran color de miel y su cuerpo como una flor blanca; pero las
espinas habían desgarrado su cuerpo, y a guisa de corona, llevaba ceniza
sobre sus cabellos.
Y José, que tenía grandes riquezas, dijo al joven desnudo que lloraba.
-Comprendo que sea grande tu dolor porque verdaderamente Él era justo.
Mas el joven le respondió:
-No lloro por él sino por mí mismo. Yo también he convertido el agua en
vino y he curado al leproso y he devuelto la vista al ciego. Me he paseado
sobre la superficie de las aguas y he arrojado a los demonios que habitan
en los sepulcros. He dado de comer a los hambrientos en el desierto, allí
donde no hay ningún alimento, y he hecho levantarse a los muertos de sus
lechos angostos, y por mandato mío y delante de una gran multitud, una
higuera seca ha florecido de nuevo. Todo cuanto él hizo, lo he hecho yo.
-¿Y por qué lloras, entonces?
-Porque a mí no me han crucificado.

Amor propio
Voltaire
Un mendigo pedía limosna dignamente, y uno que pasaba le dijo:
-¿No te da vergüenza ejercer este infame oficio pudiendo trabajar?
-Te pido consejo -respondió el mendigo-, no consejo.
A continuación volvió la espalda, conservando toda su dignidad

Dios
Voltaire
Acababa yo de construir un pabellón en el extremo de mi jardín, y oí a un
topo que razonaba con un abejorro:
-Vaya una obra hermosa -decía el topo-; tiene que ser un topo muy
poderoso el que la haya construido.
-Te burlas -dijo el abejorro-, ha sido un abejorro genial el arquitecto de
esta obra.
Desde ese día he resuelto no discutir nunca.

Fábula
Voltaire
Fue necesario escoger un rey entre los árboles. El olivo no quiso
abandonar el cuidado de su aceite, ni la higuera el de sus higos, ni la viña
el de su vino, ni los otros árboles los de sus frutos. El cardo, que no servía
para nada, fue el rey, porque tenía espinas y podía hacer daño.

Milagro
Voltaire
Un pequeño monje estaba tan acostumbrado a hacer milagros que el prior
le prohibió ejercer su talento. El pequeño monje obedeció; pero al ver que
un pobre albañil se caía de lo alto de un tejado, dudó entre el deseo de
salvarle la vida y la santa obediencia. Mandó al albañil que se quedara en
el aire hasta nueva orden, y corrió velozmente a contar a su prior el estado
de la situación. El prior le perdonó el pecado que había cometido al
comenzar un milagro sin su permiso, pero le permitió acabarlo con tal de
que aquello no continuara y no volviera a repetirse.

Todo está bien


Voltaire
Los sirios imaginaron que al ser creados el hombre y la mujer en el cuarto
cielo, se atrevieron a comer una torta, en lugar de la ambrosía, que era su
comida natural. La ambrosía se exhalaba por los poros; pero después de
haber comido la torta, era preciso ir al excusado. El hombre y la mujer
rogaron a un ángel que les enseñase dónde estaba el retrete. “Ved —les
dijo el ángel— aquel pequeño planeta, apenas visible, que está a unos
sesenta millones de leguas de aquí; allí está el excusado del universo; id lo
más rápido posible”. Y fueron allí y se quedaron; y desde ese momento
nuestro mundo fue lo que es.

Final
Edmundo Valadés
De pronto, como predestinado por una fuerza invisible, el automóvil
respondió a otra intención, enfilado hacia imprevisible destino, sin que mis
inútiles esfuerzos lograran desviar la dirección para volver al rumbo que
me había propuesto.
Caminamos así, en la noche y el misterio, en el horror y la fatalidad, sin
que yo pudiera hacer nada para oponerme.
El otro ser paró el motor, allí en un sitio desolado.
Alguien que no estaba antes, me apuntó desde el asiento posterior con el
frío implacable de un arma. Y su voz definitiva, me sentenció.
—¡Prepárate al fin de este cuento!

Los diarios de Adán y Eva


Mark Twain
Adán
Esta nueva criatura de pelo largo se entromete bastante. Siempre está
merodeando y me sigue a todas partes. Eso no me gusta; no estoy
habituado a la compañía. Preferiría que se quedara con los otros animales.
Hoy está nublado, hay viento del este; creo que tendremos lluvia…
¿Tendremos? ¿Nosotros? ¿De dónde saqué esa palabra…? Ahora lo
recuerdo: la usa la nueva criatura.
Eva
Toda la semana lo seguí y traté de entablar relaciones con él. Yo soy la que
tuvo que hablar, porque él es tímido, pero no me importa. Parecía
complacido de tenerme alrededor, y usé el sociable “nosotros” varias veces,
porque él parecía halagado de verse incluido.

El descubridor
Julio Torri
A semejanza del minero es el escritor: explota cada intuición como una
cantera. A menudo dejará la dura faena pronto, pues la veta no es
profunda. Otras veces dará con rico yacimiento del mejor metal, del oro
más esmerado. ¡Qué penoso espectáculo cuando seguimos ocupándonos
en un manto que acabó ha mucho! En cambio, ¡qué fuerza la del pensador
que no llega ávidamente hasta colegir la última conclusión posible de su
verdad, esterilizándola; sino que se complace en mostrarnos que es ante
todo un descubridor de filones y no mísero barretero al servicio de
codiciosos accionistas!

El mal actor de sus emociones


Julio Torri
Y llegó a la montaña donde moraba el anciano. Sus pies estaban
ensangrentados de los guijarros del camino, y empañado el fulgor de sus
ojos por el desaliento y el cansancio.
—Señor, siete años ha que vine a pedirte consejo. Los varones de los más
remotos países alababan tu santidad y tu sabiduría. Lleno de fe escuché
tus palabras: “Oye tu propio corazón, y el amor que tengas a tus hermanos
no lo celes.” Y desde entonces no encubría mis pasiones a los hombres. Mi
corazón fue para ellos como guija en agua clara. Mas la gracia de Dios no
descendió sobre mí. Las muestras de amor que hice a mis hermanos las
tuvieron por fingimiento. Y he aquí que la soledad oscureció mi camino.
El ermitaño le besó tres veces en la frente; una leve sonrisa alumbró su
semblante, y dijo:
—Encubre a tus hermanos el amor que les tengas y disimula tus pasiones
ante los hombres, porque eres, hijo mío, un mal actor de tus emociones.

Literatura
Julio Torri
El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una
hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No
conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y
misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin
prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir
ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y
poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos
sombríos y empavorecedores.
La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se
le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y
al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero
escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y
fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.

La mosca medio inteligente


James Thurber
Una gran araña tejió en una casa vieja una bonita telaraña para cazar
moscas. Cada vez que una mosca caía en la trampa, quedaba atrapada en
ella y entonces la araña se apresuraba a devorarla, para que la siguiente
mosca que pululara por allí creyera que se trataba de un lugar tranquilo y
seguro donde descansar. Cierto día una mosca nada tonta zumbó sobre la
telaraña durante tanto rato sin atreverse a posarse en ella, que la araña
apareció y trató de convencerla:
-Ven, párate aquí, no tengas miedo.
Pero la mosca era más lista que ella y contestó:
-Nunca me poso donde no hay más moscas, y aquí no veo ninguna.
Se marchó hasta finalmente encontrar un lugar donde había un gran
número de congéneres. Cuando estaba a punto de llegarse a ellas, una
abeja la advirtió:
-¡Cuidado, estúpida! Eso es papel atrapamoscas. Ahora esas pobres están
presas y no pueden escapar!
-¿Presas? No seas tonta ¡Sencillamente están bailando!
Y allí se posó, para quedarse tan pegada al papel como sus compañeras.
Moraleja: No hay seguridad en la cantidad… ni en ninguna otra cosa.

La última flor
James Thurber
La duodécima guerra mundial, como todo el mundo sabe, trajo el
hundimiento de la civilización. Pueblos, ciudades y capitales
desaparecieron de la faz de la tierra. Hombres, mujeres y niños quedaron
situados debajo de las especies más ínfimas. Libros, pinturas y música
desaparecieron, y las personas solo sabían sentarse, inactivos, en círculos.
Pasaron años y más años. Los chicos y las chicas crecieron mirándose
estúpidamente extrañados: el amor había huido de la tierra. Un día, una
chica que no había visto nunca una flor, se encontró con la última flor que
nacía en este mundo. Y corrió a decir a las gentes que se moría la última
flor. Solo un chico le hizo caso, un chico al que encontró por casualidad.
El chico y la chica se encargaron, los dos, de cuidar la flor. Y la flor
comenzó a revivir. Un día una abeja vino a visitar a la flor. Después vino
un colibrí.
Pronto fueron dos flores; después cuatro… y después muchas, muchas.
Los bosques y selvas reverdecieron. Y la chica comenzó a preocuparse de
su figura y el chico descubrió que le gustaba acariciarla. El amor había
vuelto al mundo.
Sus hijos fueron creciendo sanos y fuertes y aprendieron a reír y a correr.
Poniendo piedra sobre piedra, el chico descubrió que podrían hacer un
refugio. Muy deprisa toda la gente se puso a hacer casas. Pueblos,
ciudades y capitales surgieron en la tierra. De nuevo los cantos volvieron a
extenderse por todo el mundo.
Se volvieron a ver trovadores y juglares, sastres y zapateros, pintores y
poetas, soldados, lugartenientes y capitanes, generales, mariscales y
libertadores. La gente escogía vivir aquí o allí.
Pero entonces, los que vivían en los valles se lamentaban por no haber
elegido las montañas. Y a los que habían escogido las montañas les
apenaba no vivir en los valles…
Invocando a Dios, los libertadores enardecían ese descontento. Y
enseguida el mundo estuvo nuevamente en guerra. Esta vez la destrucción
fue tan completa que nada sobrevivió en el mundo.
Solo quedó un hombre… una mujer… y una flor.

Despedida
Rabindranath Tagore
El arco dice bajito a la flecha, al despedirla: tu libertad es mía.

El hogar
Rabindranath Tagore
Andaba yo solo por el camino que cruza los campos cuando, como un
avaro, el sol poniente disimulaba la última brizna de su oro.
El día se hundía cada vez en una sombra más profunda, y la tierra,
despojada de sus cosechas, se extendía silenciosa y desolada.
De pronto, una voz aguda se elevó en el aire, la voz de un chiquillo que,
invisible, atravesó la densa oscuridad, dejando en la calma del atardecer el
surco de su canción.
Su hogar se hallaba allá en el pueblo, al final del llano seco, después del
cañaveral, escondido entre las sombras de los plátanos y las arecas, los
cocoteros y los árboles del pan.
Interrumpí un momento mi solitario viaje, a la luz de las estrellas.
Contemplé a mi alrededor el llano oscurecido, que abrigaba entre sus
brazos los innumerables hogares donde, junto a las camas y las cunas,
arden las lámparas vespertinas, donde velan los corazones de las madres,
donde las vidas jóvenes rebosan una alegría tan confiada que ignora su
propio valor en la totalidad del mundo.

El juez
Rabindranath Tagore
Di de él, Juez, lo que te plazca, pero yo conozco las faltas de mi niño.
Si lo amo no es porque sea bueno, sino porque es mi hijo.
¿Qué sabes de la ternura que puede inspirar, tú que pretendes hacer
exacto inventario de sus cualidades y sus defectos? Cuando yo tengo que
castigarlo se convierte en mi propia carne.
Cuando lo hago llorar, mi corazón llora con él.
Sólo yo puedo acusarlo y reñirle, pues sólo quien ama tiene derecho a
castigar.

El principio
Rabindranath Tagore
-¿De dónde venía yo cuando me encontraste? -preguntó el niño a su
madre. Ella, llorando y riendo, le respondió apretándolo contra su pecho:
-Estabas escondido en mi corazón, como un anhelo, amor mío: estabas en
las muñecas de los juegos de mi infancia, y cuando, cada mañana,
formaba yo la imagen de mi Dios con barro, a ti te hacía y te deshacía;
estabas en el altar, con el Dios del hogar nuestro, y al adorarlo a Él, te
adoraba a ti; estabas en todas mis esperanzas, y en todos mis cariños. Has
vivido en mi vida y en la vida de mi madre, tú fuiste creado siglo tras siglo,
en el seno del espíritu inmortal que rige nuestra casa. Cuando mi corazón
adolescente abría sus hojas, flotabas tú, igual que una fragancia, a su
alrededor; tu tierna suavidad florecía luego en mi cuerpo joven como antes
de salir el sol la luz en el Oriente. Primer amor del cielo, hermano de la luz
del alba, bajaste al mundo en el río de la vida y al fin te paraste en mi
corazón… Qué misterioso temor me sobrecoge al mirarte a ti, hijo, que
siendo de todos, te has hecho mío. Y qué miedo de perderte! ¡Así, bien
apretado contra mi pecho! ¡Ay! ¿Qué magia ha entregado el tesoro del
mundo a mis frágiles brazos?

El regalo
Rabindranath Tagore
Quiero hacerte un regalo, hijo mío, pues la vida nos arrastra a la deriva.
El destino nos separará, y nuestro amor será olvidado.
Ya sé que sería demasiada ingenuidad creer que puedo comprar tu
corazón con mis regalos.
Tu vida es aún joven, tu camino largo. Bebes de un sorbo la ternura que te
ofrecemos, luego te vuelves y te vas de nuestro lado.
Tienes tus juegos y tus compañeros, y comprendo que no nos dediques ni
tu tiempo ni tus pensamientos.
Pero a nosotros la vejez nos da ocasión de recordar los días pasados, de
reencontrar en nuestro corazón lo que nuestras manos perdieron para
siempre.
El río corre rápidamente y rompe, cantando, todos los obstáculos que se le
presentan. Pero la montaña inmóvil lo ve pasar con amor y guarda su
recuerdo.

Mala fama
Rabindranath Tagore
¿Por qué lloras, hijo mío? ¡Qué malos son, pues siempre te regañan sin
motivo! Mientras escribías, te has manchado de tinta la cara y las manos;
¿por esto te han llamado sucio? ¡Cómo se atreven! ¿Se les ocurrirá decir
que la luna nueva es sucia porque tiene la cara negra de tinta? Te acusan
por cualquier tontería, hijo mío; siempre están dispuestos a meter ruido
por nada.
Jugando te rompiste tu vestido: ¿por esto te llaman destrozón? ¡Cómo se
atreven! ¿Qué dirían de la mañana de otoño que sonríe a través de las
nubes rasgadas? No te preocupen sus regañinas, hijo mío, ni la perfecta y
minuciosa cuenta que llevan de tus faltas.
Todos sabemos que te gustan los dulces. ¿Y por esto te llaman goloso?
¡Cómo se atreven! Pues, ¿qué nombre nos darán a los que encontramos
tanto gusto en besarte?

El castigo
Jacques Sternberg
Aquí los delitos son muchos pero el castigo es único, siempre idéntico.
Se coloca al condenado ante un túnel interminable, entre los rieles de una
vía férrea. A partir de ese momento el condenado sabe lo que le espera.
Huye, porque no tiene más que esa oportunidad. Alucinación, porque el
túnel no tiene fin.
El condenado corre hasta perder el aliento y después la vida.
Sin embargo, se puede afirmar que nunca tren alguno fue lanzado por esa
vía.

Confusión
Jean-Paul Sartre
Me siento, pido un café con leche, el mozo me hace repetir tres veces el
pedido y lo repite él también para evitar todo riesgo de error. Se va,
transmite mi pedido a un segundo mozo, quien lo anota en un cuaderno y
lo transmite a un tercero. Por fin vuelve un cuarto y dice: “Aquí está”,
mientras deja en mi mesa un tintero. “Pero —digo yo— yo había pedido un
café con leche”. “Y bien, eso es”, replica él y se va.

La justicia
Salarrué
-Hijo mío -decía el Rey Padre-, no debes preferir nunca la justicia humana
a la divina justicia.
-Entonces, oh padre -respondió el Príncipe-, quiero comer esta noche en la
mesa de mis sirvientes.
Frunció el Rey el entrecejo y apuntó:
-Pero no olvides que tu misión comprende el mantenerte en cierta posición
sobre tus súbditos, para que éstos no olviden que has sido dado a ellos
como Rey y Señor por la Justicia Divina.
-En tal caso -repuso el joven Príncipe-, la Justicia Divina no es la Justicia
del Bien.

La flor del amor


Salarrué
La mariposa loca revoloteó junto a la rosa, con tan poco tino que se clavó
en la espina y allí quedó muerta, con sus alas azulverdeoro, bellamente
fláccidas, caídas sobre las hojas.
-¿Qué flor eres? -preguntó sorprendida y celosa la rosa reina del jardín.
-Soy la legítima flor del amor -repuso la espina orgullosa.
Y sin saberlo, decía la verdad.

Historia universal
Gianni Rodari
Al principio, la Tierra estaba llena de fallos y fue una ardua tarea hacerla
más habitable. No había puentes para atravesar los ríos. No había caminos
para subir a los montes. ¿Quería uno sentarse? Ni siquiera un banquillo,
ni sombra. ¿Se moría uno de sueño? No existían las camas. Ni zapatos, ni
botas para no pincharse los pies. No había gafas para los que veían poco.
No había balones para jugar un partido; tampoco había ni ollas ni fuego
para cocer los macarrones. No había nada de nada. Cero tras cero y basta.
Solo estaban los hombres, con dos brazos para trabajar, y así se pudo
poner remedio a los fallos más grandes. Pero todavía quedan muchos por
corregir: ¡arremánguense, que hay trabajo para todos!
Las monas viajeras
Gianni Rodari
Un día las monas decidieron hacer un viaje de aprendizaje. Camina que
camina, se pararon y una preguntó:
-¿Qué es lo que se ve?
-La jaula de un león, el estanque de las focas y la casa de la jirafa.
-Qué grande es el mundo y qué instructivo es viajar.
Siguieron el camino y se pararon solo al mediodía.
-¿Qué es lo que se ve ahora?
-La casa de la jirafa, el estanque de las focas y la jaula del león.
-Qué extraño es el mundo y qué instructivo es viajar.
Se pusieron en marcha y se pararon solo a la puesta del sol.
-¿Qué hay para ver?
-La jaula del león, la casa de la jirafa y el estanque de las focas.
-Qué aburrido es el mundo: se ven siempre las mismas cosas. Y viajar no
sirve precisamente para nada.
Claro: viajaban, viajaban, pero no habían salido de la jaula y no hacían
más que dar vueltas en redondo como los caballos del tiovivo.

En el fondo
Julio Ramón Ribeyro
—Es curioso —dice Luder—. En el fondo de los ojos de las personas
extremadamente bellas hay siempre un remanente de imbecilidad.

Universidades
Julio Ramón Ribeyro
—Hay tantas universidades ahora —dice Luder— que en ellas se distribuye
más la ignorancia que el conocimiento. Los educadores olvidan que el
saber es como la riqueza: mientras más se reparte, menos le toca a cada
uno.

Del perfecto gobernante


Alfonso Reyes
Ya se entiende que el perfecto gobernante no era perfecto; estaba lleno de
pequeños errores para que sus enemigos tuvieran dónde morder. De este
modo, todos vivían contentos.
El pueblo tampoco era perfecto: lleno estaba de extraños impulsos de
rencor. Cada año, el gobernante entregaba a la cólera popular una víctima
propiciatoria por todos los errores del año.
Había dos ministros: uno de la guerra otro de la paz. El ministro de la
guerra era muy prudente y metódico, porque en esto de declarar la guerra
hay que irse con pies de plomo, y en esto de administrarla, con manos de
araña. El ministro de la paz era muy impetuoso y bárbaro, a fin de dar a
los pueblos ese equivalente moral de la guerra, sin el cual, durante la paz,
los pueblos desfallecen.
El gobernante procuraba que todas las ruedas de su gobierno giraran sin
cesar, porque el uso gasta menos que el abandono. De tiempo en tiempo,
al pasar por las alcantarillas, dejaba caer algunas monedas, que luego
distribuía entre los que habían bajado a buscarlas.
Un día advirtió el gobernante que los funcionarios no cumplían con
eficacia sus cargos: el servicio público era para ellos cosa impuesta, ajena.
Entonces dejó que los funcionarios se organizaran en juntas secretas y
sociedades carbonarias, con el fin de mandarse solos.
Desde aquel día, el servicio público tuvo para los servidores del Estado
todo el atractivo de un complot. Ellos encontraron en el desempeño de sus
deberes los deleites de los Siete Pecados, —y el pueblo prosperaba,
dichoso.

Diógenes
Alfonso Reyes
Diógenes, viejo, puso su casa y tuvo un hijo. Lo educaba para cazador.
Primero lo hacía ensayarse con animales disecados, dentro de casa.
Después comenzó a sacarlo al campo.
Y lo reprendía cuando no acertaba.
—Ya te he dicho que veas dónde pones los ojos, y no dónde pones las
manos. El buen cazador hace presa con la mirada.
Y el hijo aprendía poco a poco. A veces volvían a casa cargados, que no
podían más; entre el tornasol de las plumas se veían los sanguinolentos
hocicos y las flores secas de las patas.
Así fueron dando caza a toda la Fábula: al Unicornio de las vírgenes
imprudentes, al contagioso Basilisco; al Pelícano disciplinante y a la
misma Fénix, duende de los aromas.
Pero cierta noche que acampaban, y Diógenes proyectaba al azar la luz de
su linterna, su hijo le murmuró al oído:
—¡Apaga, apaga tu linterna, padre! ¡Que viene la mejor de las presas, y
esta se caza a oscuras! Apaga, que no se ahuyente. ¡Porque ya oigo, ya oigo
las pisadas iguales, y hoy sí que hemos dado con el Hombre!

El chivo padre
Alfonso Reyes
El chivo padre va a beber y, al verse reflejado en el charco:
-¡Que presencia de animal! -exclama-. ¡Qué barbas venerables! ¡Qué
cornamenta más ornamental! ¡Qué continente tan respetable y grave! ¡Y
todavía pretenden que el león es el rey de los animales!…
Un gruñido a su espalda y una voz que dice:
-¿Qué estás ahí murmurando, hermano chivito?
Disimulando su pavor, el chivo replica:
-No hagas caso, hermano leoncito: ya sabes que los cabrones somos muy
habladores.

El gallo y el coyote
Alfonso Reyes
En el norte de México acostumbran poner a los gallos en lo alto de un
templete, para que no se los coman los coyotes. Desde su mirador, el gallo
va y viene, y mira de reojo al coyote que se va acercando con un airecillo
bondadoso:
—Buenos días, hermano gallo.
—Buenos días, hermano coyote.
—¿Qué haces ahí trepado?
—Ya lo ves, tomando el sol.
—¿Por qué no bajas un rato a “platicar” conmigo?
—No me atrevo, ¡no vaya a pasarme “alguna cosa”!
—¿Qué puede sucederte? Si desconfías de mí, acuérdate de que ya el león,
el rey de la selva, acaba de dictar una ley ordenando que ningún animal le
haga daño a otro. ¡Anda, baja, no tengas miedo!
—No me atrevo…
—¡Pero si la nueva ley te ampara!
—No creas, hermano: hay cabrones que ni la ley respetan.

El mono y el tejón
Alfonso Reyes
-¿Adónde con tanta prisa, hermano chango? ¿Por qué corres así?
-Voy a esconderme, hermano tejón.
-¿Por qué?
-El rey de la selva acaba de ordenar que maten a todos los elefantes.
-Sí, ¡pero tú eres mono y no elefante!
-Cierto, pero mientras lo averiguan, me chingan.
(Y siguió corriendo)

Ley profunda
Alfonso Reyes
Se trata de libertarnos, simplemente. De enseñarnos a descubrir —sin
libros, porque el mago no debe valerse de subterfugios— la ley profunda
que cada uno lleva en el eje de la vida. El acento pasa del saber al
comprender. Y el que comprende, crea. La sabiduría es un peso específico
del alma, y no una suma de conocimientos allegados desde afuera. El
pensamiento tiene que encarnar en la vida Lagos spermatikós.

Suicidio
Alfonso Reyes
—Hay muchos modos de suicidarse. El que yo propongo es el siguiente:
suicídese usted mediante el único método del suicidio filosófico.
—¿Y es?
—Esperando que le llegue la muerte. Desinterésese un instante, olvídese
de su persona, dese por muerto, considérense como cosa transitoria
llamada necesariamente a extinguirse. En cuanto logre usted posesionarse
de este estado de ánimo, todas las cosas que le afectan pasarán a la
categoría de ilusiones intrascendentes, y usted deseará continuar sus
experiencias de la vida por una mera curiosidad intelectual, seguro como
está de que la liberación lo espera. Entonces, con gran sorpresa suya,
comenzará usted a sentir que la vida le divierte en sí misma, fuera de
usted y de sus intereses y sus exigencias personales. Y como habrá usted
hecho en su interior tabla rasa, cuanto le acontezca le parecerá ganancia y
un bien con el que usted ya no contaba. Al cabo de unos cuantos días el
mundo le sonreirá de tal suerte que ya no deseará usted morir, y entonces
su problema será el contrario.

Mal de ojo
Álvaro Mutis
En Akaba dejó la huella de su mano en la pared de los abrevaderos.
En Gdynia se lamentó por haber perdido sus papeles en una riña de
taberna, pero no quiso dar su verdadero nombre.
En Recife ofreció sus servicios al obispo y terminó robándose una custodia
de hojalata con un baño de similor.
En Abidján curó la lepra tocando a los enfermos con un cetro de utilería y
recitando en tagalo una página del memorial de aduanas.
En Valparaíso desapareció para siempre, pero las mujeres del barrio alto
guardan una fotografía suya en donde aparece vestido como un agente
viajero. Aseguran que la imagen alivia los cólicos menstruales y preserva a
los recién nacidos contra el mal de ojo.
Lámparas de hojalata
Álvaro Mutis
Mi labor consiste en limpiar cuidadosamente las lámparas de hojalata con
las cuales los señores del lugar salen de noche a cazar el zorro en los
cafetales. Lo deslumbran al enfrentarle súbitamente estos complejos
artefactos, hediondos a petróleo y a hollín, que se oscurecen en seguida
por obra de la llama que, en un instante, enceguece los amarillos ojos de la
bestia. Nunca he oído quejarse a estos animales. Mueren siempre presas
del atónito espanto que les causa esta luz inesperada y gratuita. Miran por
última vez a sus verdugos como quien se encuentra con los dioses al
doblar una esquina. Mi tarea, mi destino, es mantener siempre brillante y
listo este grotesco latón para su nocturna y breve función venatoria. ¡Y yo
que soñaba ser algún día laborioso viajero por tierras de fiebre y aventura!

El socio
Slawomir Mrozek
Decidí vender mi alma al diablo. El alma es lo más valioso que tiene el
hombre, de modo que esperaba hacer un negocio colosal.
El diablo que se presentó a la cita me decepcionó. Las pezuñas de plástico,
la cola arrancada y atada con una cuerda, el pellejo descolorido y como
roído por las polillas, los cuernos pequeñitos, poco desarrollados. ¿Cuánto
podía dar un desgraciado así por mi inapreciable alma?
—¿Seguro que es usted el diablo? —pregunté.
—Sí, ¿por qué lo duda?
—Me esperaba al Príncipe de las Tinieblas y usted es, no sé, algo así como
una chapuza.
—A tal alma, tal diablo —contestó—. Vayamos al negocio.

Es solo política
Slawomir Mrozek
—¿Tú también, Brutus, hijo mío? —alcanzó a preguntar con una voz en la
que había pena y sorpresa a partes iguales.
—¡Qué va! Es solo política, no hay ninguna motivación personal —explicó
Brutus, y le dio otra propina con el puñal—. Personalmente, no tengo nada
en contra de usted, papá.
—Ah, pues disculpa, yo no quería ofenderte —dijo César, y murió.

La encuesta
Slawomir Mrozek
Salgo de un supermercado y los de la tele van y me preguntan:
—¿Existe Dios o no existe?
—Ahora le digo —le contesto al del micrófono—, en cuanto me alise el pelo.
Saqué un peine del bolsillo y me alisé el pelo. Luego, me acordé de que
tenía un grano en la nariz.
—¿Tal vez mejor de perfil? —le digo al de la cámara.
Me puse de perfil ante la cámara.
—¿Y si me acerco a casa para ponerme algo que me favorezca más? Vivo
cerca.
No respondieron. Y no me he dado aún la vuelta cuando veo que ya no
están a mi lado. Ahora encuestaban a una tipa. Y ya iba yo a meterme por
medio —cómo voy a permitir que una tipa me arrebate una intervención en
la tele—pero se me había olvidado cuál era la pregunta, así que me fui a
casa.

La isla del tesoro


Slawomir Mrozek
Cortando la maleza con machetes, avanzábamos despacio hacia el interior
de la isla. Por fin estábamos sobre la pista correcta. Con un último
esfuerzo encontraríamos el legendario tesoro del capitán Morgan.
—Aquí —dijo Gucio, mi compañero, y clavó el machete en el suelo bajo un
baobab de amplias ramas. Era el lugar que, antaño, en un mapa cifrado,
había señalado con una cruz la propia mano del capitán.
Tiramos los machetes y agarramos las palas. Pronto descubrimos un
esqueleto humano.
—Todo concuerda —dijo Gucio—. Bajo el esqueleto debe haber un cofre.
Allí estaba. Lo sacamos del hoyo y lo pusimos debajo del baobab. El sol
llega a su cenit, los monos, excitados, saltaban de una rama a otra; el
esqueleto mostraba sus dientes, sonriente. Respirando pesadamente, nos
sentamos encima del cofre.
—Quince años —dijo Gucio.
Era el tiempo que había transcurrido desde que empezáramos a buscar el
tesoro.
Apagamos los cigarrillos y cogimos unas barras de hierro. Los monos
gritaban cada vez más, al igual que los loros. Finalmente, la tapa cedió.
En el fondo del cofre yacía una hoja de papel y en ella estaba escrito:
“Bésenme el culo. Morgan”.
—El objetivo nunca es lo importante —dijo Gucio—. Lo que cuenta es el
esfuerzo de perseguirlo, no el hecho de alcanzarlo.
Maté a Gucio y volví a casa. Me gustan las moralejas, pero sin pasarse.

Amor verdadero
Alberto Moravia
Luego me arrodillé y, tomando el pie en el regazo, como hacen los
zapateros, le quité los zapatos y los calcetines y le besé los pies. Había
comenzado con orden y sin prisa, pero conforme iba quitándole las
prendas crecía en mí no sabía qué furor de humildad y adoración. Quizá
era el mismo sentimiento que experimentaba a veces posternándome a
rezar; pero era la primera vez que lo sentía por un hombre; y era feliz
comprendiendo que era amor verdadero, alejado de toda sensualidad y de
todo vicio.

Caballo imaginando a Dios


Augusto Monterroso
“A pesar de lo que digan, la idea de un cielo habitado por Caballos y
presidido por un Dios con figura equina repugna al buen gusto y a la
lógica más elemental, razonaba los otros días el caballo.
Todo el mundo sabe -continuaba en su razonamiento- que si los Caballos
fuéramos capaces de imaginar a Dios lo imaginaríamos en forma de
Jinete.”

Dejar de ser mono


Augusto Monterroso
EL espíritu de investigación no tiene límites. En los Estados Unidos y en
Europa han descubierto a últimas fechas que existe una especie de monos
hispanoamericanos capaces de expresarse por escrito, réplicas quizá del
mono diligente que a fuerza de teclear una máquina termina por escribir
de nuevo, azarosamente, los sonetos de Shakespeare. Tal cosa, como es
natural, llena estas buenas gentes de asombro, y no falta quien traduzca
nuestros libros, ni, mucho menos, ociosos que los compren, como antes
compraban las cabecitas reducidas de los jíbaros. Hace más de cuatro
siglos que fray Bartolomé de las Casas pudo convencer a los europeos de
que éramos humanos y de que teníamos un alma porque nos reíamos;
ahora quieren convencerse de lo mismo porque escribimos.

El Conejo y el León
Augusto Monterroso
Un célebre Psicoanalista se encontró cierto día en medio de la Selva,
semiperdido.
Con la fuerza que dan el instinto y el afán de investigación logró fácilmente
subirse a un altísimo árbol, desde el cual pudo observar a su antojo no
solo la lenta puesta del sol sino además la vida y costumbres de algunos
animales, que comparó una y otra vez con las de los humanos.
Al caer la tarde vio aparecer, por un lado, al Conejo; por otro, al León.
En un principio no sucedió nada digno de mencionarse, pero poco después
ambos animales sintieron sus respectivas presencias y, cuando toparon el
uno con el otro, cada cual reaccionó como lo había venido haciendo desde
que el hombre era hombre.
El León estremeció la Selva con sus rugidos, sacudió la melena
majestuosamente como era su costumbre y hendió el aire con sus garras
enormes; por su parte, el Conejo respiró con mayor celeridad, vio un
instante a los ojos del León, dio media vuelta y se alejó corriendo.
De regreso a la ciudad el célebre Psicoanalista publicó cum laude su
famoso tratado en que demuestra que el León es el animal más infantil y
cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y
hace gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo advierte
esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y
acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y que
después de todo no le ha hecho nada.

El eclipse
Augusto Monterroso
Cuando fray Bartolomé Arrazola se sintió perdido aceptó que ya nada
podría salvarlo. La selva poderosa de Guatemala lo había apresado,
implacable y definitiva. Ante su ignorancia topográfica se sentó con
tranquilidad a esperar la muerte. Quiso morir allí, sin ninguna esperanza,
aislado, con el pensamiento fijo en la España distante, particularmente en
el convento de los Abrojos, donde Carlos Quinto condescendiera una vez a
bajar de su eminencia para decirle que confiaba en el celo religioso de su
labor redentora.
Al despertar se encontró rodeado por un grupo de indígenas de rostro
impasible que se disponían a sacrificarlo ante un altar, un altar que a
Bartolomé le pareció como el lecho en que descansaría, al fin, de sus
temores, de su destino, de sí mismo.
Tres años en el país le habían conferido un mediano dominio de las
lenguas nativas. Intentó algo. Dijo algunas palabras que fueron
comprendidas.
Entonces floreció en él una idea que tuvo por digna de su talento y de su
cultura universal y de su arduo conocimiento de Aristóteles. Recordó que
para ese día se esperaba un eclipse total de sol. Y dispuso, en lo más
íntimo, valerse de aquel conocimiento para engañar a sus opresores y
salvar la vida.
-Si me matáis -les dijo- puedo hacer que el sol se oscurezca en su altura.
Los indígenas lo miraron fijamente y Bartolomé sorprendió la incredulidad
en sus ojos. Vio que se produjo un pequeño consejo, y esperó confiado, no
sin cierto desdén.
Dos horas después el corazón de fray Bartolomé Arrazola chorreaba su
sangre vehemente sobre la piedra de los sacrificios (brillante bajo la opaca
luz de un sol eclipsado), mientras uno de los indígenas recitaba sin
ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en
que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la
comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa
ayuda de Aristóteles.

El espejo que no podía dormir


Augusto Monterroso
Había una vez un espejo de mano que cuando se quedaba solo y nadie se
veía en él se sentía de lo peor, como que no existía, y quizá tenía razón;
pero los otros espejos se burlaban de él, y cuando por las noches los
guardaban en el mismo cajón del tocador dormían a pierna suelta
satisfechos, ajenos a la preocupación del neurótico.

El perro que deseaba ser un ser humano


Augusto Monterroso
En la casa de un rico mercader de la Ciudad de México, rodeado de
comodidades y de toda clase de máquinas, vivía no hace mucho tiempo un
Perro al que se le había metido en la cabeza convertirse en un ser humano,
y trabajaba con ahínco en esto.
Al cabo de varios años, y después de persistentes esfuerzos sobre sí
mismo, caminaba con facilidad en dos patas y a veces sentía que estaba ya
a punto de ser un hombre, excepto por el hecho de que no mordía, movía
la cola cuando encontraba a algún conocido, daba tres vueltas antes de
acostarse, salivaba cuando oía las campanas de la iglesia, y por las noches
se subía a una barda a gemir viendo largamente a la luna.

La fe y las montañas
Augusto Monterroso
Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente
necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante
milenios. Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció
divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de
sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las
había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más
dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas
permanecen por lo general en su sitio. Cuando en la carretera se produce
un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy
lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de fe.

La vida en común
Augusto Monterroso
Alguien que a toda hora se queja con amargura de tener que soportar su
cruz (esposo, esposa, padre, madre, abuelo, abuela, tío, tía, hermano,
hermana, hijo, hija, padrastro, madrastra, hijastro, hijastra, suegro,
suegra, yerno, nuera) es a la vez la cruz del otro, que amargamente se
queja de tener que sobrellevar a toda hora la cruz (nuera, yerno, suegra,
suegro, hijastra, hijastro, madrastra, padrastro, hija, hijo, hermana,
hermano, tía, tío, abuela, abuelo, madre, padre, esposa, esposo) que le ha
tocado cargar en esta vida, y así, de cada quien según su capacidad y a
cada quien según sus necesidades.

El hombre que aprendió a ladrar


Mario Benedetti
Lo cierto es que fueron años de arduo y pragmático aprendizaje, con
lapsos de desalineamiento en los que estuvo a punto de desistir. Pero al fin
triunfó la perseverancia y Raimundo aprendió a ladrar. No a imitar
ladridos, como suelen hacer algunos chistosos o que se creen tales, sino
verdaderamente a ladrar. ¿Qué lo había impulsado a ese adiestramiento?
Ante sus amigos se autoflagelaba con humor: “La verdad es que ladro por
no llorar”. Sin embargo, la razón más valedera era su amor casi
franciscano hacia sus hermanos perros. Amor es comunicación.
¿Cómo amar entonces sin comunicarse?
Para Raimundo representó un día de gloria cuando su ladrido fue por fin
comprendido por Leo, su hermano perro, y (algo más extraordinario aún) él
comprendió el ladrido de Leo. A partir de ese día Raimundo y Leo se
tendían, por lo general en los atardeceres, bajo la glorieta y dialogaban
sobre temas generales. A pesar de su amor por los hermanos perros,
Raimundo nunca había imaginado que Leo tuviera una tan sagaz visión
del mundo.
Por fin, una tarde se animó a preguntarle, en varios sobrios ladridos:
“Dime, Leo, con toda franqueza: ¿qué opinás de mi forma de ladrar?”. La
respuesta de Leo fue bastante escueta y sincera: “Yo diría que lo haces
bastante bien, pero tendrás que mejorar. Cuando ladras, todavía se te nota
el acento humano.”

Lingüistas
Mario Benedetti
Tras la cerrada ovación que puso término a la sesión plenaria del congreso
internacional de lingüística y afines, la hermosa taquígrafa recogió sus
lápices y sus papeles y se dirigió a la salida abriéndose paso entre un
centenar de lingüistas, filólogos, eniólogos, críticos estructuralistas y
deconstruccionalistas, todos los cuales siguieron su barboso
desplazamiento con una admiración rallana en la grosemática. De pronto,
las diversas acuñaciones cerebrales adquirieron vigencia fónica: ¡Qué
sintagma, qué polisemia, qué significante, qué diacronía, qué centrar
ceterorum, qué zungespitze, qué morfema! La hermosa taquígrafa desfiló
impertérrita y adusta entre aquella selva de fonemas. Solo se la vio sonreír,
halagada y, tal vez, vulnerable, cuando el joven ordenanza, antes de abrirle
la puerta, murmuró casi en su oído: ¡Cosita linda!

Música
Ana María Matute
Las dos hijas del Gran Compositor -seis y siete años- estaban
acostumbradas al silencio. En la casa no debía oírse ni un ruido, porque
papá trabajaba. Andaban de puntillas, en zapatillas, y solo a ráfagas el
silencio se rompía con las notas del piano de papá.
Y otra vez silencio.
Un día, la puerta del estudio quedó mal cerrada, y la más pequeña de las
niñas se acercó sigilosamente a la rendija; pudo ver cómo papá, a ratos, se
inclinaba sobre un papel y anotaba algo.
La niña más pequeña corrió entonces en busca de su hermana mayor. Y
gritó, gritó por primera vez en tanto silencio:
-¡La música de papá, no te la creas…! ¡Se la inventa!

La dicha de vivir
Leopoldo Lugones
Poco antes de la oración del huerto, un hombre tristísimo que había ido a
ver a Jesús, conversaba con Felipe, mientras concluía de orar el Maestro.
-Yo soy el resucitado de Naim -dijo el hombre-. Antes de mi muerte, me
regocijaba con el vino, holgaba con las mujeres, festejaba con mis amigos,
prodigaba joyas y me recreaba en la música. Hijo único, la fortuna de mi
madre viuda era mía tan solo. Ahora nada de eso puedo; mi vida es un
páramo. ¿A qué debo atribuirlo?
-Es que cuando el Maestro resucita a alguno, asume todos sus pecados
-respondió el apóstol-. Es como si aquel volviera a nacer en la pureza del
párvulo…
-Así lo creía y por eso vengo.
-¿Qué podrías pedirle, habiéndote devuelto la vida?
-Que me devuelva mis pecados -suspiró el hombre.

La partida
Franz Kafka

Ordené que trajeran mi caballo del establo. El sirviente no entendió mis


órdenes. Así que fui al establo yo mismo, le puse silla a mi caballo y lo
monté. A la distancia escuché el sonido de una trompeta y le pregunté al
sirviente qué significaba. Él no sabía nada ni escuchó nada. En el portal
me detuvo y preguntó:
-¿Adónde va el patrón?
-No lo sé -le dije- simplemente fuera de aquí, simplemente fuera de aquí.
Fuera de aquí, nada más, es la única manera en que puedo alcanzar mi
meta.
-¿Así que usted conoce su meta? -preguntó.
-Sí -repliqué-te lo acabo de decir. Fuera de aquí, esa es mi meta.

Una pequeña fábula


Franz Kafka
¡Ay! -dijo el ratón-. El mundo se hace cada día más pequeño. Al principio
era tan grande que le tenía miedo. Corría y corría y por cierto que me
alegraba ver esos muros, a diestra y siniestra, en la distancia. Pero esas
paredes se estrechan tan rápido que me encuentro en el último cuarto y
ahí en el rincón está la trampa sobre la cual debo pasar.
-Todo lo que debes hacer es cambiar de rumbo -dijo el gato…y se lo comió.

El recto
Juan Ramón Jiménez
Tenía la heroica manía bella de lo derecho, lo recto, lo cuadrado. Se
pasaba el día poniendo bien, en exacta correspondencia de líneas,
cuadros, muebles, alfombras, puertas, biombos. Su vida era un
sufrimiento acerbo y una espantosa pérdida. Iba detrás de familiares y
criados, ordenando paciente e impacientemente lo desordenado.
Comprendía bien el cuento del que se sacó una muela sana de la derecha
porque tuvo que sacarse una dañada de la izquierda.
Cuando se estaba muriendo, suplicaba a todos con voz débil que le
pusieran exacta la cama en relación con la cómoda, el armario, los
cuadros, las cajas de las medicinas.
Y cuando murió y lo enterraron, el enterrador le dejó torcida la caja de la
tumba para siempre.

El chofer nuevo (sin la letra “a”)


Enrique Jardiel Poncela
Siempre que el chófer nuevo puso en movimiento el motor de mi coche ejecutó
sorprendentes ejercicios llenos de riesgos y sembró el terror en todos los sitios:
destrozó los vidrios de infinitos comercios, derribó postes telefónicos y luminosos,
hizo cisco trescientos coches del servicio público, pulverizó los esqueletos de
miles de individuos, suprimiéndoles del mundo de los vivos, en oposición con sus
evidentes deseos de seguir existiendo; quitó de en medio todo lo que se le puso
enfrente; hendió, rompió, deshizo, destruyó; encogió mi espíritu, superexcitó mis
nervios… pero me divirtió de un modo indecible, porque no fue un chófer, no; fue
un simún rugiente.
¿Por qué este furor, este estropicio continuo? ¿Por qué si dominó el coche
como no lo hizo ningún chófer de los que tuve después? Hice lo posible por
conocer el misterio:
—Es preciso que expliques lo que te ocurre. Muchos infelices muertos por
nuestro coche piden un desquite… ¡Que yo mire en lo profundo de tus
ojos! ¿Por qué persistes en ese feroz proceder, en ese cruel ejercicio?
Inspeccionó el horizonte, medio sumido en el crepúsculo, y moderó el
correr del coche. Luego hizo un gesto triste.
—No soy cruel ni feroz, señor —susurró dulcemente—. Destrozo y destruyo
y rompo y siembro el terror… de un modo instintivo.
—¡De un modo instintivo! ¿Eres entonces un enfermo?
—No. Pero me ocurre, señor, que he sido muchísimo tiempo chófer de
bomberos. Un chófer de bomberos es siempre el dueño del sitio por donde
se mete. Todo el mundo le permite correr; no se le detiene; el sonido
estridente e inconfundible del coche de los bomberos, de esos héroes con
cinturón, es suficiente y el chófer de bomberos corre, corre, corre… ¡Qué
vértigo divino!
Concluyó diciendo:
—Y mi defecto es que me creo que siempre voy conduciendo el coche de los
bomberos. Y como esto no es cierto, y como hoy no soy, señor, el dueño del
sitio por donde me meto, pues, ¡pulverizo todo lo que pesco!…
Y prorrumpió en sollozos.

Un marido sin vocación (sin la letra “e”)


Enrique Jardiel Poncela
Un otoño -muchos años atrás-, cuando más olían las rosas y mayor
sombra daban las acacias, un microbio muy conocido atacó, rudo y voraz,
a Ramón Camomila: la furia matrimonial.
-¡Hay un matrimonio próximo, pollos! -advirtió como saludo a su amigo
Manolo Romagoso cuando subían juntos al Casino y toparon con los
camaradas más íntimos.
-¿Un matrimonio?
-Un matrimonio, sí -corroboró Ramón.
-¿Tuyo?
-Mío.
-¿Con una muchacha?
-¡Claro! ¿Iba a anunciar mi boda con un cazador furtivo?
-¿Y cuándo ocurrirá la cosa?
-Lo ignoro.
-¿Cómo?
-No conozco aún a la novia. Ahora voy a buscarla…
Y Ramón Camomila salió como una bala a buscar novia por la ciudad.
A las dos horas conoció a Silvia, una chica algo rubia, algo baja, algo
gorda, algo sosa, algo rica y algo idiota; hija única y suscriptora contumaz
a La moda y la Casa (publicación para muchachas sin novio).
Y al año, todos los amigos fuimos a la boda. ¡La boda! ¡Bah!… Una boda
como todas las bodas: galas blancas, azahar por todos lados, alfombras,
música sacra, bimbas, sonrisas, codazos, almohadón para hincar las
rodillas los novios y para hincar las rodillas los padrinos; lunch,
sandwichs duros como un fiscal…
Al onzavo sandwich hubo una fuga súbita por la sacristía y un auto pasó
raudo, y unos gritos brotaron:
-¡Adiós! ¡Adiós! ¡Vivan los novios! ¡Vivaaan!
Y los amigos cogimos otro sandwich -dozavo- y otra copita. Y allí acabó la
cosa.
Mas, para Ramón Camomila, la cosa no había acabado allí…
Al contrario: allí daba principio.
Y al subir con su novia al auto fugitivo, vio claro, vio clarísimo: ni amaba a
Silvia, ni notaba inclinación ninguna al matrimonio, ni sintió su alma con
la vocación más mínima por construir un hogar dichoso.
-¡Soy un idiota! -murmuró Ramón-. No valgo para marido, y lo noto
cuando ya soy ciudadano casado…
Y corroboró rabioso:
-¡Soy un idiota!
Silvia, arrinconada junto a Ramón, bajaba los ojos con rubor, y al bajar los
ojos subía dos mil grados la rabia masculina.
-¡Dios mío! -gruñía Ramón mirándola-. ¡Casado! ¡Casado con una niña
insulsa como unas natillas!… No hay ya salvación para mí…, ¡no la hay!
Incapaz para dominar su irritación, dirigió unas palabras durísimas a
Silvia.
-¡Prohibido fingir rubor y mirar a la alfombra! -gritó. (Silvia miró al
parabrisas con infantil docilidad).
Y Ramón añadió para su sayo, alumbrado por una brusca solución:
-Voy a lograr su odio. Voy a obligarla a suplicar un divorcio rápido. Poco
valgo si no logro inspirarla asco con cuatro o cinco burradas a cual más
disparatada…
Y tal solución tranquilizó mucho a su alma.
Por lo pronto, al subir a la fotografía (visita clásica tras una boda), Ramón
hizo la burrada inicial. Un fotógrafo modoso y finísimo abordó a Ramón y a
Silvia.
-Grupo nupcial, ¿no? -indagó.
-Sí -dijo Ramón. Y añadió-: Con una variación.
-¿Cuál?
-La sustitución más original vista hasta ahora… Novio por fotógrafo. Hoy
hago yo la foto… ¡Viva la originalidad!
Y Ramón aproximó la máquina y advirtió al asombrado fotógrafo:
-¡Vamos! Coja por la mano a la novia y sonría con ilusión. La cara más
alta… ¡Cuidado! ¡Así!… ¡Ya!
Ramón tiró la placa, y a continuación obligó al pago al fotógrafo; guardó
los duros y salió con Silvia orondo y dichoso.
-¡Al auto! -mandó. (Silvia ahora iba llorando)-. ¡La cosa marcha! -susurró
Ramón.
Al otro día trasladaban sus organismos a Irún. (Lo clásico, asimismo, tras
una boda.)
Ramón no quiso subir al vagón con Silvia.
-Yo viajo con los maquinistas -anunció-. Voy a la locomotora… ¡Hasta la
vista!
Y subió a la locomotora, y ocupó su actividad ayudando a partir carbón. Al
arribar a Irún había adquirido un magnífico color antracita.
***
Ya allí, compró sus harapos a un sordomudo andrajoso, vistió los harapos
y marchó a la fonda a buscar a Silvia.
Y tocado con las ropas andrajosas anduvo por Irún, acompañando a Silvia
y cogido a su brazo mórbido y distinguido. Nutrido público los miraba al
pasar, asombrado.
Silvia sufría cada día más.
-¡La cosa marcha! ¡La cosa marcha! -murmuraba todavía Ramón-. Pronto
rogará Silvia un divorcio total. Sigamos con las burradas. Sigamos con la
droga antimatrimonial, multiplicando la dosis.
***
Ramón vistió a continuación sus fracs más maravillosos, y al pisar un
salón, un dancing u otro lugar público acompañado por Silvia, imitaba a
los criados, y con un paño al brazo acudía solícito a todas las llamadas.
Una mañana pintó sus párpados con barniz rojo.
***
Por fin lo trasladaron al manicomio.
Y Ramón asistió a su propia dicha: su contrato matrimonial yacía roto y
vivía imposibilitado para otra boda con otra Silvia…

El testamento
Nathaniel Hawthorne
Un hombre rico deja en su testamento su casa a una pareja pobre. Esta se
muda ahí; encuentran un sirviente sombrío que el testamento les prohíbe
expulsar. Este los atormenta: se descubre, al fin, que es el hombre que les
ha legado la casa.

El ilusionista
Ramón Gómez de la Serna
En el despacho de la Dirección del Circo se presentó una tarde un hombre
flacucho, con tipo de cesante y de gato disecado.
El director le preguntó que qué hacía. Él dijo que era ilusionista, y que
hacía desaparecer los objetos y las personas.
El gordo director, que jugaba con la moneda de un dije, como si con ella en
la mano estuviese pensando una jugada sobre el tapete verde, le dijo
riendo:
-¿A que no me hace usted desaparecer a mí?
El ilusionista se desabotonó los puños de la americana y de la camisa,
sacó el lápiz largo que era su varita mágica y dando un golpecito en la
calva al director le hizo desaparecer. Después se quedó pensativo y resolvió
no volverle a hacer aparecer.
Desde entonces es el director del circo el ilusionista.

Amor y odio
Gibrán Jalil Gibrán
Una mujer dijo a un hombre:
-Te amo.
Y el hombre respondió:
-Mi corazón se cree merecedor de tu amor.
Y la mujer habló:
-¿No me amas?
Y el hombre solo elevó sus ojos hacia ella y calló.
Entonces la mujer gritó:
-Te odio.
Y el hombre dijo:
-Pues, entonces, mi corazón también es merecedor de tu odio.

Con Dios
Gibrán Jalil Gibrán
Dos hombres paseaban por el valle y uno, señalando hacia la montaña,
dijo:
-¿Ves esa ermita? Allí vive un hombre que hace ya mucho tiempo se
divorció del mundo. Busca a Dios y a nada más sobre la tierra.
-No encontrará a Dios -dijo el otro hombre- hasta que no abandone su
ermita y la soledad que lo envuelve, y regrese a nuestro mundo a
compartir nuestra alegría y dolor, a bailar con nuestras bailarinas en las
fiestas de esponsales, y a llorar junto a aquellos que lloran alrededor del
ataúd de nuestros muertos.
Y el otro hombre se convenció en su corazón, mas, pese a ello, respondió:
-Concuerdo con lo que dices, mas creo que el ermitaño es un buen
hombre. Y ¿no podría ser que un solo buen hombre con su ausencia
obrara mayores bienes que la aparente bondad de tantos hombres?

El rey sabio
Gibrán Jalil Gibrán
Había una vez, en la lejana ciudad de Wirani, un rey que gobernaba a sus
súbditos con tanto poder como sabiduría. Y le temían por su poder, y lo
amaban por su sabiduría.
Había también en el corazón de esa ciudad un pozo de agua fresca y
cristalina, del que bebían todos los habitantes; incluso el rey y sus
cortesanos, pues era el único pozo de la ciudad.
Una noche, cuando todo estaba en calma, una bruja entró en la ciudad y
vertió siete gotas de un misterioso líquido en el pozo, al tiempo que decía:
-Desde este momento, quien beba de esta agua se volverá loco.
A la mañana siguiente, todos los habitantes del reino, excepto el rey y su
gran chambelán, bebieron del pozo y enloquecieron, tal como había
predicho la bruja.
Y aquel día, en las callejuelas y en el mercado, la gente no hacía sino
cuchichear:
-El rey está loco. Nuestro rey y su gran chambelán perdieron la razón. No
podemos permitir que nos gobierne un rey loco; debemos destronarlo.
Aquella noche, el rey ordenó que llenaran con agua del pozo una gran copa
de oro. Y cuando se la llevaron, el soberano ávidamente bebió y pasó la
copa a su gran chambelán, para que también bebiera.
Y hubo un gran regocijo en la lejana ciudad de Wirani, porque el rey y el
gran chambelán habían recobrado la razón.

El trueque
Gibrán Jalil Gibrán
Una vez, en el cruce de un camino, un Poeta pobre encontró a un rico
Estúpido, y conversaron. Y todo lo que decían revelaba el descontento de
ambos.
Entonces el Ángel del Camino se acercó y posó su mano sobre el hombro
de los dos hombres. Y, créanlo, un milagro se produjo; ambos
intercambiaron sus posesiones.
Y se alejaron. Pero, cosa difícil de relatar, el Poeta miró y encontró sólo
arena seca en sus manos; y el Estúpido cerró los ojos y sintió nada más
que nubes en su corazón.

Las leyes
Gibrán Jalil Gibrán
Años atrás existía un poderoso rey muy sabio que deseaba redactar un
conjunto de leyes para sus súbditos. Convocó a mil sabios pertenecientes
a mil tribus diferentes y los hizo venir a su castillo para redactar las leyes.
Y ellos cumplieron con su trabajo.
Pero cuando las mil leyes escritas sobre pergamino fueron entregadas al
rey, y luego de éste haberlas leído, su alma lloró amargamente, pues
ignoraba que hubiera mil formas de crimen en su reino.
Entonces llamó al escriba, y con una sonrisa en los labios, él mismo dictó
sus leyes. Y éstas no fueron más que siete.
Y los mil hombres sabios se retiraron enojados y regresaron a sus tribus
con las leyes -que habían redactado. Y cada tribu obedeció las leyes de sus
hombres sabios.
Por ello es que poseen mil leyes aún en nuestros días. Es un gran país,
pero tiene mil cárceles y las prisiones están llenas de mujeres y hombres,
infractores de mil leyes. Es realmente un gran país, pero ese pueblo
desciende de mil legisladores y de un solo rey sabio.

Vestiduras
Gibrán Jalil Gibrán
Cierto día Belleza y Fealdad se encontraron a orillas del mar. Y se dijeron:
-Bañémonos en el mar.
Entonces se desvistieron y nadaron en las aguas. Instantes más tarde
Fealdad regresó a la costa y se vistió con las ropas de Belleza, y luego
partió.
Belleza también salió del mar, pero no halló sus vestiduras, y era
demasiado tímida para quedarse desnuda, así que se vistió con las ropas
de Fealdad. Y Belleza también siguió su camino.
Y hasta hoy día hombres y mujeres confunden una con la otra.
Sin embargo, algunos hay que contemplan el rostro de Belleza y saben que
no lleva sus vestiduras. Y algunos otros que conocen el rostro de Fealdad,
y sus ropas no lo ocultan a sus ojos.

El cuento del gallo capón


Gabriel García Márquez
Los que querían dormir, no por cansancio sino por nostalgia de los sueños,
recurrieron a toda clase de métodos agotadores. Se reunían a conversar
sin tregua, a repetirse durante horas y horas los mismos chistes, a
complicar hasta los límites de la exasperación el cuento del gallo capón,
que era un juego infinito en que el narrador preguntaba si querían que les
contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que sí, el
narrador decía que no había pedido que dijeran que sí, sino que si querían
que les contara el cuento del gallo capón, y cuando contestaban que no, el
narrador decía que no les había pedido que dijeran que no, sino que si
querían que les contara el cuento del gallo capón, y cuando se quedaban
callados el narrador decía que no les había pedido que se quedaran
callados, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y
nadie podía irse, porque el narrador decía que no les había pedido que se
fueran, sino que si querían que les contara el cuento del gallo capón, y así
sucesivamente, en un círculo vicioso que se prolongaba por noches
enteras.

El drama del desencantado


Gabriel García Márquez
…el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a
medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos,
las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de
felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de
modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había
cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión
de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la
pena de ser vivida.

Los cinco cuentos cortos más bellos del mundo


]Gabriel García Márquez
I
Un niño de unos cinco años que ha perdido a su madre entre la
muchedumbre de una feria se acerca a un agente de la policía y le
pregunta: “¿No ha visto usted a una señora que anda sin un niño como
yo?”.

II
Mary Jo, de dos años de edad, está aprendiendo a jugar en tinieblas,
después de que sus padres, el señor y la señora May, se vieron obligados a
escoger entre la vida de la pequeña o que quedara ciega para el resto de su
vida. A la pequeña Mary Jo le sacaron ambos ojos en la Clínica Mayo,
después de que seis eminentes especialistas dieron su diagnóstico:
retinoblastoma. A los cuatro días después de operada, la pequeña dijo:
“Mamá, no puedo despertarme… No puedo despertarme”.

III
Es el drama del desencantado que se arrojó a la calle desde un décimo
piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad
de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los
breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca
hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra
el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del
mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que
abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.

IV
Dos exploradores lograron refugiarse en una cabaña abandonada, después
de haber vivido tres angustiosos días extraviados en la nieve. Al cabo de
otros tres días, uno de ellos murió. El sobreviviente excavó una fosa en la
nieve, a unos cien metros de la cabaña, y sepultó el cadáver. Al día
siguiente, sin embargo, al despertar de su primer sueño apacible, lo
encontró otra vez dentro de la casa, muerto y petrificado por el hielo, pero
sentado como un visitante formal frente a su cama. Lo sepultó de nuevo,
tal vez en una tumba más distante, pero al despertar al día siguiente volvió
a encontrarlo sentado frente a su cama. Entonces perdió la razón. Por el
diario que había llevado hasta entonces se pudo conocer la verdad de su
historia. Entre las muchas explicaciones que trataron de darse al enigma,
una parecía ser la más verosímil: el sobreviviente se había sentido tan
afectado por su soledad que él mismo desenterraba dormido el cadáver que
enterraba despierto.

V
El pelotón de fusilamiento lo sacó de su celda en un amanecer glacial, y
todos tuvieron que atravesar a pie un campo nevado para llegar al sitio de
la ejecución. Los guardias civiles estaban bien protegidos del frío con
capas, guantes y tricornios, pero aun así tiritaban a través del yermo
helado. El pobre prisionero, que solo llevaba una chaqueta de lana
deshilachada, no hacía más que frotarse el cuerpo casi petrificado,
mientras se lamentaba en voz alta del frío mortal. A un cierto momento, el
comandante del pelotón, exasperado con los lamentos, le gritó:
-Coño, acaba ya de hacerte el mártir con el cabrón frío. Piensa en
nosotros, que tenemos que regresar.

Alas
Enrique Anderson Imbert
Yo ejercía entonces la medicina en Humahuaca. Una tarde me trajeron un
niño descalabrado; se había caído por el precipicio de un cerro. Cuando
para revisarlo le quité el poncho vi dos alas. Las examiné: estaban sanas.
Apenas el niño pudo hablar le pregunté:
-¿Por qué no volaste, m’hijo, al sentirte caer?
-¿Volar? -me dijo- ¿Volar, para que la gente se ría de mí?

El ganador
Enrique Anderson Imbert
Bandidos asaltan la ciudad de Mexcatle y ya dueños del botín de guerra
emprenden la retirada. El plan es refugiarse al otro lado de la frontera,
pero mientras tanto pasan la noche en una casa en ruinas, abandonada
en el camino. A la luz de las velas juegan a los naipes. Cada uno apuesta
las prendas que ha saqueado. Partida tras partida, el azar favorece al
Bizco, quien va apilando las ganancias debajo de la mesa: monedas,
relojes, alhajas, candelabros… Temprano por la mañana el Bizco mete lo
ganado en una bolsa, la carga sobre los hombros y agobiado bajo ese peso
sigue a sus compañeros, que marchan cantando hacia la frontera. La
atraviesan, llegan sanos y salvos a la encrucijada donde han resuelto
separarse y allí matan al Bizco. Lo habían dejado ganar para que les
transportase el pesado botín.
Sadismo y masoquismo
Enrique Anderson Imbert
Escena en el infierno. Sacher-Masoch se acerca al marqués de Sade y,
masoquísticamente, le ruega:
-¡Pégame, pégame! ¡Pégame fuerte, que me gusta!
El marqués de Sade levanta el puño, va a pegarle, pero se contiene a
tiempo y, con la boca y la mirada crueles, sadísticamente le dice:
-No.

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