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FOLLETO “ MENSAJE”

COMPILADORA: DORYS RUEDA

MENSAJE

Thomas Bailey Aldrich


Estados Unidos: 1836-1907

Una mujer está sentada sola en una casa.


Sabe que no hay nadie más en el mundo:
todos los otros seres han muerto. Golpean a
la puerta.

SUEÑO DE LA MARIPOSA
Chuang Tzu China: 369 a C - 286 a C

Chuang Tzu soñó que era una


mariposa. Al despertar ignoraba si era
Tzu que había soñado que era una
mariposa o si era una mariposa y
estaba soñando que era Tzu.

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EL NACIMIENTO DE LA COL
Rubén Darío
Nicaragua 1867-1916

En el paraíso terrenal, en el día


luminoso en que las flores fueron
creadas, y antes de que Eva fuese
tentada por la serpiente, el maligno
espíritu se acercó a la más linda rosa
nueva en el momento en que ella
tendía, a la caricia del celeste sol, la
roja virginidad de sus labios.
-Eres bella.
-Lo soy -dijo la rosa.
-Bella y feliz – prosiguió el diablo-. Tienes el color, la gracia y el aroma.
Pero…
-¿Pero?…
-No eres útil. ¿No miras esos altos árboles llenos de bellotas? Ésos, a más
de ser frondosos, dan alimento a muchedumbres de seres animados que
se detienen bajo sus ramas. Rosa, ser bella es poco…
La rosa entonces –tentada como después lo sería la mujer- deseó la
utilidad, de tal modo que hubo palidez en su púrpura.
Pasó el buen Dios después del alba siguiente.
-Padre –dijo aquella princesa floral, temblando en su perfumada belleza-,
¿queréis hacerme útil?
-Sea, hija mía –contestó el Señor, sonriendo.
Y así vio el mundo la primera col.

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LITERATURA
Julio Torri
México: 1889-1970

El novelista, en mangas de camisa, metió en


la máquina de escribir una hoja de papel, la
numeró, y se dispuso a relatar un abordaje
de piratas. No conocía el mar y sin embargo
iba a pintar los mares del sur, turbulentos y
misteriosos; no había tratado en su vida más
que a empleados sin prestigio romántico y a
vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que
decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer,
y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos
sombríos y empavorece dores.

La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente


se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío.
Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el
mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas
sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.

EL POZO
Luis Mateo Díez
España 1942

Mi hermano Alberto cayó al pozo


cuando tenía cinco años. Fue una de
esas tragedias familiares que sólo
alivian el tiempo y la circunstancia de la
familia numerosa. Veinte años después
mi hermano Eloy sacaba agua un día de
aquel pozo al que nadie jamás había
vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un

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papel en el interior. «Este es un mundo como otro cualquiera», decía el
mensaje.

FINAL PARA UN CUENTO FANTÁSTICO


I.A. Ireland
Inglaterra: 1871-?

- ¡Que extraño! -dijo la muchacha avanzando


cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada!
La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe.
- ¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene
picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han
encerrado a los dos!
-A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha.
Pasó a través de la puerta y desapareció

EL NEGADOR DE MILAGROS
Anónimo: China
Chu Fu Tze, negador de milagros, había muerto; lo velaba su yerno.
Al amanecer, el ataúd se elevó y quedó suspendido en el aire, a dos
cuartas del suelo. El piadoso yerno se horrorizó.
-Oh, venerado suegro -suplicó- no destruyas mi fe de que son imposibles
los milagros.
El ataúd, entonces, descendió lentamente, y el yerno recuperó la fe.

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EL DEDO
Feng Meng-lung
China: 1574-1646
Un hombre pobre se encontró en su camino a un
antiguo amigo. Éste tenía un poder sobrenatural
que le permitía hacer milagros. Como el hombre
pobre se quejara de las dificultades de su vida,
su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de
inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al
pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy
poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro
macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos
regalos eran poca cosa.
- ¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor de
prodigios.
- ¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.

EL DISCÍPULO
Óscar Wilde
Irlanda: 1854-1900

Cuando Narciso murió, el río de sus delicias se transformó de una copa


de agua dulce en una copa de lágrimas saladas, y las Oréades vinieron
llorando por los bosques a cantar junto al río y a consolarle.

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Y cuando vieron que el río habíase convertido de copa de agua dulce en
copa de lágrimas saladas deshicieron los bucles verdes en sus cabelleras
y gritaban al río y le decían:
-No nos extraña que le llores así. ¿Cómo no ibas a amar a Narciso con lo
bello que era?
-¿Pero Narciso era bello?
-¿Quién mejor que tú puede saberlo? -respondieron las Oréades- Nos
despreciaba a nosotras, pero te cortejaba a ti, e inclinado sobre tus
orillas, dejaba reposar sus ojos sobre ti, y contemplaba su belleza en el
espejo de tus aguas.
Y el río contestó:
-Si amaba yo a Narciso, era porque, cuando inclinado en mis orillas,
dejaba reposar sus ojos sobre mí, en el espejo de sus ojos veía reflejada
yo mi propia belleza.

EL HOMBRE QUE CONTABA HISTORIAS


Óscar Wilde
Irlanda: 1854-1900

Había una vez un hombre muy querido de su pueblo porque contaba


historias. Todas las mañanas salía del pueblo y, cuando volvía por las
noches, todos los trabajadores del pueblo, tras haber bregado todo el día,
se reunían a su alrededor y le decían:
—Vamos, cuenta, ¿qué has visto hoy?
Él explicaba:
—He visto en el bosque a un fauno que tenía una flauta y que obligaba a
danzar a un corro de silvanos.
—Sigue contando, ¿qué más has visto? —decían los hombres.
—Al llegar a la orilla del mar he visto, al filo de las olas, a tres sirenas que
peinaban sus verdes cabellos con un peine de oro.
Y los hombres lo apreciaban porque les contaba historias.
Una mañana dejó su pueblo, como todas las mañanas… Mas al llegar a la
orilla del mar, he aquí que vio a tres sirenas, tres sirenas que, al filo de las

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olas, peinaban sus cabellos verdes con un peine de oro. Y, como
continuara su paseo, en llegando cerca del bosque, vio a un fauno que
tañía su flauta y a un corro de silvanos… Aquella noche, cuando regresó
a su pueblo y, como los otros días, le preguntaron:
—Vamos, cuenta: ¿qué has visto?
Él respondió:
—No he visto nada.

EL SUEÑO DEL REY


Lewis Carroll
Inglaterra: 1832-1898
-Ahora está soñando. ¿Con quién sueña? ¿Lo sabes?
-Nadie lo sabe.
-Sueña contigo. Y si dejara de soñar, ¿qué sería de ti?
-No lo sé.
-Desaparecerías. Eres una figura de su sueño. Si se despertara ese Rey
te apagarías como una vela.

EL ÁRBOL QUE PERDIÓ SU INFANCIA


Gustavo Fingier
Argentina, 1964

Pinto era un pino de Oregòn, que desde pequeño


soñaba con ser grande. Su especie llegaba a
alcanzar los sesenta metros.

Le habían dicho que la vista desde las grandes


alturas era maravillosa.

Sus amigos le mostraban distintas bellezas de la


naturaleza, desde pequeñas plantas, flores,
insectos, grandes animales y hasta personas,

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pero no les prestaba atención; iba creciendo y siempre sucedía lo mismo,
lo único que le interesaba era lograr una gran altura.

Cuando creció, confirmó que el panorama desde tan alto era


espectacular.

En las conversaciones con sus amigos, escuchaba cosas muy extrañas


para él, hablaban de chicos jugando a la pelota, de perros corriendo, de
abejas que se posaban sobre las flores, y cantidades de comentarios
sobre seres que no llegaba a distinguir desde allá arriba.

Pero ya no pudo bajar para conocerlos, se los había perdido mientras


esperaba llegar bien alto.

REBOTE
Fredric Brown
Estados Unidos: 1906-1972

El poder le llegó repentinamente a Larry Snell, surgido de la nada e


inesperadamente. Cómo y por qué lo obtuvo, nunca lo supo. Vino a él; eso
es todo.

Podía haberle ocurrido a un tipo mejor. Snell era un bribón de poca monta,
que obtenía la mayor parte de sus ingresos mediante la venta de lotería y
el tráfico de marihuana a los adolescentes. Era gordo y fofo, con los ojos
siempre entrecerrados, que le hacían parecer casi tan perverso como era
en realidad. Su única virtud redentora era la cobardía; esta lo mantuvo
siempre al margen de la comisión de crímenes violentos.

Aquella noche estaba hablando con un corredor de apuestas, desde la


cabina telefónica de una taberna, discutiendo acerca de una apuesta que
había efectuado esa misma tarde. Finalmente, dándose por vencido,
gruñó:

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- ¡Muérete! -y colgó el auricular con indignación. No volvió a pensar en ello
hasta que más tarde supo que el corredor había caído muerto mientras
hablaba por teléfono, justamente a la hora de su conversación.

Eso le dio a Larry Snell algo en qué pensar. No era un ignorante; sabía
bien lo que era el mal de ojo. De hecho, ya lo había intentado antes, pero
sin resultado. ¿Había cambiado algo acaso? Valía la pena probar. Hizo
una cuidadosa lista de veinte personas a quienes, por una u otra razón,
odiaba; las llamó por teléfono una por una, espaciando las llamadas en el
curso de una semana, y a cada una le dijo que se muriera. Lo hicieron,
todos.

No fue sino hasta el final de la semana cuando descubrió que no solo tenía
esta facultad, sino el Poder. En cierta ocasión, hablando con una dama,
una artista de strip tease perteneciente a un cabaret muy distinguido, que
ganaba veinte veces más que él, le dijo burlonamente:

-Encanto, ven al camerino después de la última función, ¿eh? Así lo hizo


ella, lo cual fue una sorpresa, porque solo estaba bromeando. La chica
era objeto de las pretensiones de tipos con mucho dinero y de donjuanes
bien parecidos, pero se rindió de inmediato ante aquella proposición
casual, hecha en tono de broma por Larry Snell.

¿Tendría el Poder? Lo probó la mañana siguiente, antes de que ella se


marchara; le preguntó cuánto dinero tenía y se lo pidió. Ella le entregó
todo lo que llevaba: algunos cientos de dólares.

Eso era todo lo que necesitaba para empezar un negocio en grande. A


finales de la semana ya era rico; pedía prestado a todos los conocidos,
incluidas amistades superficiales que ocupaban puestos sobresalientes
en la jerarquía del bajo mundo y que, por lo tanto, eran bastante solventes,
ordenándoles después que olvidaran el hecho. Se cambió de su hotelucho
a un apartamento de soltero, y no es necesario decir que nunca dormía
solo, a no ser por propósitos de recuperación.

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Era una hermosa vida; pero, una semana después, Snell recapacitó y
pensó que estaba desperdiciando su Poder. ¿Por qué no lo usaba primero
para apoderarse de la nación y después del mundo, convirtiéndose así en
el más poderoso dictador de la Historia? ¿Por qué no se apoderaba de
todo, incluido un harén en vez de solo una dama cada noche? ¿Por qué no
tener un ejército para respaldar el hecho de que su menor deseo fuera ley
para todos? Si sus mandatos eran acatados por teléfono, también serían
obedecidos por radio y televisión. Lo único que tenía que hacer era pagar
(¿pagar?, ¡exigir!) una cadena mundial para que todos lo escucharan en
cualquier rincón de la Tierra. O en casi todos: quedaría al frente,
respaldado por una mayoría, y sería fácil meter en vereda a los demás,
posteriormente.

Eso sí sería un asunto serio, el más serio que hubiera ocurrido jamás, así
que decidió tomarse algún tiempo para planearlo de tal modo que no
existiera la posibilidad de cometer un error. Decidió pasar unos días a
solas, lejos de la ciudad y de todos, para redondear sus planes.

Contrató un avión para que lo llevase a una parte relativamente


despoblada de la Tierra, y ocupó una posada mediante el simple
procedimiento de decir a los demás huéspedes que se largaran. Empezó
a dar largos paseos, pensando y soñando. Encontró un sitio que pronto se
convirtió en su favorito: una pequeña colina en un valle rodeado de
montañas, un magnifico escenario. Allí meditaba y dejaba crecer su
euforia al analizar lo que podía hacer.

¿Dictador?, ¡qué carajo! Se haría coronar emperador. Emperador del


Mundo. ¿Por qué no? ¿Quién se enfrentaría a un hombre dotado de tal
Poder? El Poder de hacer que cualquiera obedeciese las órdenes que él
diera…

- ¡Mueran todos!… -gritó desde la cima de la colina, con maligna


exuberancia, sin fijarse si había o no alguien al alcance de su voz…

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Una pareja de chicos lo encontró al día siguiente y corrieron al pueblo a
notificar que un hombre muerto se hallaba en la cima de la Colina del
Eco.

VUDÚ
Fredric Brown
Estados Unidos: 1906-1972

La esposa del señor Decker acababa de regresar de un viaje a Haití —


viaje que había realizado sola—, para que las cosas se calmasen un poco
antes de abordar la cuestión del divorcio.

De nada sirvió. Ni él ni ella se calmaron en lo más mínimo. En realidad,


descubrieron que todavía se odiaban más cordialmente que antes.

—La mitad —dijo la señora Decker con firmeza—. No me conformaré con


nada que no sea la mitad del capital, más la mitad de los bienes.

—¡No digas sandeces! —rezongó el señor Decker.

—¿Sandeces? Podría quedarme con todo, ¿sabes? Y muy fácilmente,


pues mientras me hallaba en Haití me dediqué a estudiar vudú.

—¡Tonterías! —dijo el señor Decker.

—No lo son. Y tendrías que agradecer que yo sea una mujer de buenos
sentimientos, pues podría matarte muy fácilmente si lo deseara. Entonces
me quedaría con todo el dinero y todos los bienes, sin temor alguno a las
consecuencias de mi acción. Una muerte realizada por medio del vudú no
puede distinguirse de una muerte causada por un ataque al corazón.

—¡Imbecilidades! —exclamó el señor Decker.

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—¿Eso crees? Mira, tengo cera y una aguja de sombrero. Dame un
mechón de tu cabello o un trocito de uña, no necesito más, y te lo
demostraré.

—¡Falsedades! —dijo el señor Decker, despectivo.

—Entonces, ¿por qué tienes miedo que lo pruebe? —dijo la señora


Decker—. Como yo sé que es efectivo, te voy a hacer una proposición. Si
no te mueres, te concederé el divorcio y no reclamaré absolutamente
nada. Si te mueres, toda la fortuna pasará a mis manos en forma
automática.

—¡Trato hecho! —exclamó el señor Decker—. Ve a buscar la cera y la


aguja —luego se miró las uñas—. Las tengo muy cortas. Te daré un
mechón de cabellos.

Cuando él regresó con unas hebras de cabello en la tapa de un tubo de


aspirina, la señora Decker ya había comenzado a ablandar la cera.
Enseguida pegó los cabellos sobre ella y la modeló, dándole la tosca
apariencia de un ser humano.

—Lo lamentarás —dijo, clavando la aguja en el pecho de la figura de cera.

El señor Decker quedó verdaderamente sorprendido, pero su gozo fue


muy superior. Él no creía en el vudú, pero como era un hombre precavido
prefirió no arriesgarse.

Además, siempre le había irritado que su esposa limpiase con tan poca
frecuencia el cepillo de ella para el cabello.

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ANTE LA LEY
Franz Kafka
Checoslovaquia: 1883-1924

Ante la ley hay un guardián. Un


campesino se presenta frente a
este guardián, y solicita que le
permita entrar en la Ley. Pero el
guardián contesta que por ahora
no puede dejarlo entrar. El
hombre reflexiona y pregunta si
más tarde lo dejarán entrar.
-Tal vez -dice el centinela- pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el
guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián
lo ve, se sonríe y le dice:
-Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de mi
prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los
guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más
poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo
mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería ser
siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el guardián, con
su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro,
rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un
escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián
con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa brevemente con
él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son
preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente
siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha
provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que
sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:

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-Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al
guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo
que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años
audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo
murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga
contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su
cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al
guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay
menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad
distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya
le queda poco tiempo de vida. Antes de morir, todas las experiencias de
esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que
hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se
acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El
guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la
disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el
tiempo, para desmedro del campesino.
-¿Qué quieres saber ahora? -pregunta el guardián-. Eres insaciable.
-Todos se esfuerzan por llegar a la Ley -dice el hombre-; ¿cómo es posible
entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus
desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con
voz atronadora:
-Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti.
Ahora voy a cerrarla.

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MÍSTER TAYLOR
Augusto Monterroso
Guatemala: 1921-2003

-Menos rara, aunque sin duda más ejemplar -dijo entonces el otro-, es la
historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.
Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había
pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944
aparece por primera vez en América del Sur, en la región del Amazonas,
conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta
recordar.
Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como
“el gringo pobre”, y los niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo
y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba brillante bajo el dorado
sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque
había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight
que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.
En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa
extravagante. Además, como tenía los ojos azules y un vago acento
extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores lo trataban
con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.
Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca
de hierbas para alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin
atreverse a volver el rostro, cuando por pura casualidad vio a través de la
maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente. Un largo
estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr.
Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si
nada hubiera pasado.
De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente
y exclamó:
–Buy head? Money, money.

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A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto,
sacó en claro que el indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre,
curiosamente reducida, que traía en la mano.
Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla;
pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente
disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló pidiéndole
disculpas.
Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche,
acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que le servía de
lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las moscas acaloradas que
revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor
contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El
mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la
barba y el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que
parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.
Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación;
pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y
dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente en
Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte
inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos
hispanoamericanos.
Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió -previa indagación sobre
el estado de su importante salud- que por favor lo complaciera con cinco
más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr. Rolston y -no se sabe
de qué modo- a vuelta de correo “tenía mucho agrado en satisfacer sus
deseos”. Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se
sintió “halagadísimo de poder servirlo”. Pero cuando pasado un mes
aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero
de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el
hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.
Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo
dio a entender en una inspirada carta cuyos términos resueltamente

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comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible espíritu
de Mr. Taylor.
De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se
comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala
industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en
su país.
Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos
del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las mejores notas
con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló como político y
obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar,
sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso
trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos
de que aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la comunidad,
y de que luego luego estarían todos los sedientos aborígenes en
posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección
de cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo
proporcionaría.
Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso
esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir
su amor a la patria y en tres días promulgaron un decreto exigiendo al
pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.
Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas
alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran
privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es la
democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron
adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.
Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado.
Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones:
poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto; pero era
distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos
elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían
alguna, si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar.
Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un

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general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el
que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones de dólares para
impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural, tan
excitante, de los pueblos hispanoamericanos.
Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con
una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita
paseaban los domingos y el Día de la Independencia los miembros del
Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose, en
las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.
Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo
esperaban se presentó la primera escasez de cabezas.
Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.
Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud
Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la luz apagada,
después de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar, le confesó a
su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel
grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se
preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se
durmieran.
Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar
medidas heroicas y se estableció la pena de muerte en forma rigurosa.
Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito,
penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta
más nimia.
Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos.
Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido, decía
“Hace mucho calor”, y posteriormente podía comprobársele, termómetro
en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba un
pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas,
correspondiendo la cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y
las extremidades a los dolientes.

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La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue
muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de
potencias amigas.
De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les
concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles y morirse;
pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar a la familia,
obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados.
Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos
merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía
escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la
importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que
no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado
patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en el más glorioso, en el
continental.
Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de
ataúdes, en primer término, que floreció con la asistencia técnica de la
Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo de gran auge
económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva
veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las
doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas
cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún
periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose
el sombrero.
Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta
ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado
de extremista y llevado al paredón de fusilamiento. Sólo después de su
abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese
periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez
reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.
¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero
particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que
puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas esto no le
quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras

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completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se
desprecia a los pobres.
Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos
son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó un momento en que del
vecindario sólo iban quedando ya las autoridades y sus señoras y los
periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor
discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las
tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.
Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente
descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de
extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera y la
cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la
hora en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible
encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.
Fue el principio del fin.
Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía
transitar por ellas a alguna señora, a algún poeta laureado con su libro
bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las dos, haciendo difícil
y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon
las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos
optimistas.
El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos
sentían como si acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño
formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de monedas de oro
y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día siguiente
muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.
Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se
dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.
En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor.
Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en
ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.
Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más
cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía sufrieron un brusco

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descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su sobrino haría algo
que lo sacara de aquella situación.
Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con
cualquier cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados.
De repente cesaron del todo.
Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería
y por el lamentable espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr.
Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez de usar el revólver, cuyo
ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo
se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos,
desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir:
“Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer.”

LA MANCHA INDELEBLE
Juan Bosch
República Dominicana: 1909-2001

Todos los que habían cruzado


la puerta antes que yo habían
entregado sus cabezas, y yo
las veía colocadas en una
larga hilera de vitrinas que
estaban adosadas a la pared
de enfrente. Seguramente en
esas vitrinas no entraba aire
contaminado, pues las
cabezas se conservaban en forma admirable, casi como si estuvieran
vivas, aunque les faltaba el flujo de la sangre bajo la piel. Debo confesar
que el espectáculo me produjo un miedo súbito e intenso. Durante cierto
tiempo me sentí paralizado por el terror. Pero era el caso que, aún
incapacitado para pensar y para actuar, yo estaba allí: había pasado el
umbral y tenía que entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa
macabra experiencia.

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La situación era en verdad aterradora. Parecía que no había distancia
entre la vida que había dejado atrás, del otro lado de la puerta, y la que
iba a iniciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería de tres
metros, tal vez de cuatro.

Sin embargo lo que veía indicaba que la separación entre lo que fui y lo
que sería no podía medirse en términos humanos.

-Entregue su cabeza -dijo una voz suave.

-¿La mía? -pregunté, con tanto miedo que a duras penas me oía a mí
mismo.

-Claro -¿Cuál va a ser?

A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el salón y resonaba


entre las paredes, que se cubrían con lujosos tapices. Yo no podía saber
de dónde salía. Tenía la impresión de que todo lo que veía estaba
hablando a un tiempo: el piso de mármol negro y blanco, la alfombra roja
que iba de la escalinata a la gran mesa del recibidor, y la alfombra similar
que cruzaba a todo lo largo por el centro; las grandes columnas de
mayólica, las cornisas de cubos dorados, las dos enormes lámparas
colgantes de cristal de Bohemia. Sólo sabía a ciencia cierta que ninguna
de las innumerables cabezas de las vitrinas había emitido el menor
sonido.

Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pregunté.

-¿Y cómo me la quito?

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-Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los pulgares en las
curvas de la quijada; tire hacia arriba y verá con qué facilidad sale.
Colóquela después sobre la mesa.

Si se hubiera tratado de una pesadilla me habría explicado la orden y mi


situación. Pero no era una pesadilla. Eso estaba sucediéndome en pleno
estado de lucidez, mientras me hallaba de pie y solitario en medio de un
lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba de arriba abajo debido
al frío mortal que se había desatado en mis venas, necesitaba sentarme o
agarrarme de algo. Al fin apoyé las dos manos en la mesa.

-¿No ha oído o no ha comprendido? -dijo la voz.

Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez por eso me parecía
tan terrible. Resulta aterrador oír la orden de quitarse la cabeza dicha con
tono normal, más bien tranquilo. Estaba seguro de que el dueño de esa
voz había repetido la orden tantas veces que ya no le daba la menor
importancia a lo que decía.

Al fin logré hablar.

-Sí, he oído y he comprendido -dije-. Pero no puedo despojarme de mi


cabeza así como así. Deme algún tiempo para pensarlo. Comprenda que
ella está llena de mis ideas, de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia
vida. Además, si me quedo sin ella, ¿con qué voy a pensar?

La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos veces tuve que parar


para tomar aire. Callé, y me pareció que la voz emitía un ligero gruñido,
como de risa burlona.

-Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus


recuerdos, no va a necesitarlos más: va a empezar una nueva vida.

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-¿Vida sin relación conmigo mismo, si mis ideas, sin emociones propias?
-pregunté.

Instintivamente miré hacia la puerta por donde había entrado. Estaba


cerrada. Volví los ojos a los dos extremos del gran salón. Había también
puertas en esos extremos, pero ninguna estaba abierta.

El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo sentirme tan


desamparado como un niño perdido en una gran ciudad. No había la
menor señal de vida. Sólo yo me hallaba en ese salón imponente.

Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la voz no era humana, no podía
relacionarse con un ser de carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión de
que miles de ojos malignos, también sin vida, estaban mirándome desde
las paredes, y de que millones de seres minúsculos e invisibles acechaban
mi pensamiento.

-Por favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en turno -dijo la voz.

No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para mí. Sentí que
alguien iba a entrar, que ya no estaría más tiempo solo, y volví la cara
hacia la puerta. No me había equivocado; una mano sujetaba el borde de
la gran hoja de madera brillante y la empujaba hacia adentro, y un pie se
posaba en el umbral. Por la abertura de la puerta se advertía que afuera
había poca luz. Sin duda era la hora indecisa entre el día que muere y la
que todavía no ha cerrado.

En medio de mi terror actué como un autómata. Me lancé impetuosamente


hacia la puerta, empujé al que entraba y salté a la calle. Me di cuenta de
que alguna gente se alarmó al verme correr; tal vez pensaron que había
robado o había sido sorprendido en el momento de robar. Comprendía
que llevaba el rostro pálido y los ojos desorbitados, y de haber habido por

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allí un policía, me hubiera perseguido. De todas maneras, no me
importaba. Mi necesidad de huir era imperiosa, y huía como loco.

Durante una semana no me atreví a salir de casa. Oía día y noche la voz y
veía en todas partes los millares de ojos sin vida y los centenares de
cabezas sin cuerpo. Pero en la octava noche, aliviado de mi miedo, me
arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala muerte, visitado
siempre por gente extraña. Al lado de la mesa que ocupé había otra vacía.
A poco, dos hombres se sentaron en ella. Uno tenía los ojos sombríos; me
miró con intensidad y luego dijo al otro:

-Ese fue el que huyó después que estaba…

Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me temblaron las manos con
tanta violencia que un poco de la bebida se me derramó en la camisa.

Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de adquirir una nueva.


Mientras me esfuerzo en hacer desaparecer la mancha oigo sin cesar las
últimas palabras del hombre de los ojos sombríos:

-Después que ya estaba inscrito.

El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librarme de este miedo;


que lo sentiré ante cualquier desconocido. Pues en verdad ignoro si los
dos hombres eran miembros o eran enemigos del Partido.

Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. Para el caso, he usado


jabón, cepillo y un producto químico especial que hallé en el baño. La
mancha no se va. Está ahí, indeleble. Al contrario, me parece que a cada
esfuerzo por borrarla se destaca más.

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