Está en la página 1de 123

2

La puerta de Aravá

Manuel Marín Oconitrillo

3
Título: La puerta de Aravá

© 2015, Manuel Marín Oconitrillo

2015 Laitman Kabbalah Publishers

Esta obra no podrá ser reproducida por ningún


medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico,
magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier
otro, sin la autorización previa del autor,

4
Índice

Capítulo 1:

El ángel de la muerte, 9

Capítulo 2:

Como una rosa entre las espinas, 27

Capítulo 3:

Los rostros del deseo, 51

Capítulo 4:

La mujer de Lot, 76

Capítulo 5:

Una hoguera en el desierto, 94

5
6
“Reúnanse en un grupo fuerte de personas en un
solo lugar y bajo una orientación, para resistir los
ataques de los enemigos con el poder de la
superación, que está más allá de cualquier limitación
humana…”

Rabash, Carta Nº 8

7
8
I
El ángel de la muerte

La noche anterior al viaje, atribulado por un


mes de contrariedades, como si todos los obstáculos
en mi trabajo se hubieran puesto de acuerdo para
mortificarme, había decidido salir de paseo por el
muelle del río a ver si conseguía sosegar mi
ansiedad. Estando allí, en una noche de hermosa
luna, al ver los reflejos sobre el agua, como miles de
peces de luz que nadaban contra corriente, me dije:
¿qué pasaría si de pronto me lanzo al río? No había
mucha gente en los alrededores, e incluso el único
barco atracado en el muelle daba la impresión de
estar sin tripulación, así que es posible que me
hubiese ahogado, y que incluso mis gritos de auxilio
no hubieran llamado la atención de nadie. Volví a
otear los alrededores y comprobé que muy poca
gente había salido a caminar aquella noche. Estarían
en sus casas o en los bares y clubes nocturnos de la
ciudad. Sobre el puente de la catedral no había nadie
contemplando el río como yo lo hacía. Era casi como
si estuviera solo y que los escasos transeúntes
fueran como sombras. ¿Quién se lanzaría al río para
salvarme? Luego me reí al ver qué fácil era creerse el
centro del universo, y pensé: ¿y si es otro el que de
repente se lanza al río, en este justo momento, qué

9
haría yo? Así, al mirar de nuevo hacia las aguas, tuve
la sensación (no soy un gran nadador) de que si yo
me lanzara para salvar al suicida, muy
probablemente nos ahogaríamos los dos. Esto me lo
decía la razón, no aquella fuerza de mis deseos que
muchas veces me había guiado por encima de la
razón, como si nuestros límites, si los hay, estuvieran
mucho más allá del entendimiento. Luego regresé a
mis pensamientos iniciales: si yo me ahogo, ¿cuánto
tiempo transcurriría hasta que alguien dé con mi
cadáver? ¿Qué tan lejos llegaría arrastrado por la
corriente del río? Me alejé por un momento de la
baranda del muelle para recordar cuán imaginada era
aquella agua, cuán ilusorio el paisaje, y que los peces
de luz nadando contra corriente nunca habían salido
de mi cabeza.
Permanecí un rato más observando el río,
como si fuera la primera vez, como si acabara de
llegar a aquella ciudad a la que no terminaba de
entender, y tanto el río como la ciudad misma fueran
cosas abstractas. Pero de repente regresé a la
realidad de que aquella ciudad era Colonia, en
Alemania, y aquel río el Rin. Qué diferente era el río
de mi niñez, que miraba por horas junto a mis
amigos de juegos, especialmente con Oscar. Nos
sentábamos en alguna roca en la vereda o sobre la
hierba a ver el río y a lanzarle piedras, toda la tarde
hasta que, cansados, regresábamos a nuestras
casas. Era un río pequeño, en comparación. Los
domingos en especial solíamos buscar piedras de
colores o insectos para nuestras colecciones. Y allí, al
mirar nuestro botín sobre la hierba simulando

10
pequeños mundos, nos hacíamos preguntas: ¿cómo
miran un árbol y un escarabajo el mundo? Y si los
árboles o los escarabajos nos perciben, ¿de qué
forma lo hacen? Nunca teníamos respuestas a dichas
preguntas. Pero teníamos claro que un árbol percibía
el mundo de una forma distinta a un escarabajo, así
pues, surgía otra pregunta más inquietante: ¿y si el
mundo no es como lo vemos?
Oscar era el único que me acompañaba a
hojear los tomos de la Enciclopedia Británica que
había en casa. La mayoría de las fotos eran en
blanco y negro, pero nos hacían pensar en todo lo
que no habíamos visto, dándonos poco a poco, de
una inexplicable manera, la sensación de que la
apariencia de las cosas era apenas una sombra de
su esencia, de lo que realmente eran. Muchas veces
nos habíamos llevado la sorpresa de que una casa
con pintura nueva albergaba a veces solo ruinas, y
otras, con grandes tesoros, no tenían bellos
exteriores. El padre de Oscar, que tenía un tramo de
frutas y verduras en el mercado, nos decía: la
cáscara de una fruta no dice nada de su dulzura. Y
cuando la niñez fue quedando atrás, el saco de
preguntas se desbordaba. No sentí venir la muerte
cuando fui hospitalizado de emergencia por una
peritonitis, pero con la muerte de Oscar, sentí que
una parte de mí se había ido para siempre. ¿Para
qué vivimos?, ¿qué propósito tiene la vida?, me
preguntaba por entonces. Y cada vez al dormir, tenía
la sensación de que moría, de que mi vida no era
mía, y la idea de que mis días estaban contados
desde el principio, me daba también la sensación de

11
que todo era un juego, como un sueño dentro de un
sueño.
Esta mañana, justo al despertar, tuve la
sensación de que miles de ojos me observaban,
invisibles, pero de alguna manera perceptibles y
penetrantes. No era la primera vez, pues ya desde
muchos años atrás, quizá desde antes de mi
adolescencia, había tenido esa sensación de ser
observado. Pero esta mañana, la sensación de estar
siendo observado por miles de ojos daba la impresión
de haberse desprendido del último sueño que
recordaba, en el que viéndome de niño, viajaba en
una embarcación acompañado por mi hermana y mi
madre por un río muy caudaloso y enorme, que
fácilmente podría ser el Amazonas, aunque no puedo
confirmar que así sea. Lo cierto es que en algún
momentos desembarcamos en un puerto y nos
dirigimos hacia la entrada de una caverna, una
especie de atracción turística del lugar. Al ingresar
supimos que se trataba de una especie de mina que
había sido acondicionada como museo. Poseía
diversas cámaras en donde se exhibían herramientas
de minería y minerales, bien en estado natural o ya
trabajados. La guía nos llevó hasta una de las
cámaras más pequeñas, en donde exhibían
esmeraldas de muchos tamaños, formas y grados de
pureza, desde las más lechosas hasta algunas de
una transparencia maravillosa. Pero lo que me llamó
la atención fue una enorme esmeralda, acaso del
tamaño de una sandía, situada en una especie de
repisa central. La luz de la habitación se multiplicaba
reflejándose en ella y produciendo espectros verdes

12
en las paredes, como si fueran los vigilantes de la
joya. Al despertar fui perdiendo detalles del sueño,
salvo la intensidad de los reflejos de la esmeralda, de
cuyo interior parecía proceder la luz. Luego, me
percaté de que en realidad si era un niño, pero más
adulto de lo que recordaba en el sueño de la
esmeralda. De pronto recordé que ese mediodía
había quedado de verme con Oscar para ir a visitar la
“Pedrería del Egipcio”, cuyo dueño,
excepcionalmente, iba a estar atendiendo al público.
El susodicho negocio no era una joyería ni
nada por el estilo, sino una bodega de minerales y
fósiles para la venta, aunque esto era asimismo tan
misterioso y extraño como su dueño, pues casi
siempre estaba cerrada y abría de modo
absolutamente caprichoso, como quien dice, cuando
al dueño le venía en gana. Aquel día la tienda no solo
iba a estar abierta sino que el egipcio estaría
atendiendo al público. Esto lo sabía porque el día
anterior había acompañado a mi madre, que quería
comprarse un pisapapeles de granito pulido que
había visto en la vitrina del local. Pero una vez allí,
ambos nos maravillamos por la innumerable cantidad
de cosas que había, al punto que el viejo egipcio,
cuyo nombre nunca llegué a saber, salió de su
pequeña oficina y fue a atendernos en persona. Al
inicio nos habló con marcado acento, que una vez
entrado en calor, desapareció. A cada pregunta que le
hacíamos mandaba a su ayudante a traer lo
solicitado o iba él mismo, abría alguna gaveta llena
de viejos folios y extraía lo que deseábamos. Así,
cuando me saludó al verme llegar, tuve la impresión

13
de que me esperaba. Como el día anterior, se esmeró
en complacer cada una de mis preguntas, y con ello
fue mayor la sensación de que no era posible que
aquellas dos pequeñas recámaras del negocio
pudieran contener todo lo que poseía. Por eso en
algún momento de la conversación le dije: ¿y las
momias, dónde guarda las momias? ¡Ah, las
momias!, me replicó, con una sonrisa socarrona. Una
mujer había llegado al negocio y parecía interesada
en algún objeto a mis espaldas, por eso noté que
mientras me había hablado su mirada parecía
perforarme en dirección a la mujer a mis espaldas.
Luego le hizo una sutil señal a su ayudante y este fue
de inmediato a atender la clientela mientras él me
indicaba que lo siguiera por un estrecho y largo
pasadizo hasta unas gradas que nos condujeron a
una especie de sótano. Mientras caminábamos vi que
a sendos lados habían puertas cerradas y más
escalones. Llegamos a una pequeña habitación llena
de cajas.
—Mire aquí todo lo que quiera, mencionó,
estos de aquí son originales y los de aquella esquina
copias. Bien, lo dejo solo un rato, debo ir a ver el
negocio.
Y bien, no es que el lugar estuviera lleno de
tesoros, pero que había, seguro que había, aunque
yo fuera incapaz de estimarlos, salvo una pila de
enormes lingotes de plata, que ni siquiera logré
mover un milímetro. Sí, con seguridad alguna que
otra momia debe tener, pensé, aunque ante la vista
de los nuevos objetos me habían dejado de interesar.
Con estos pensamientos en mente, regresé por el

14
laberinto de escaleras y pasillos de piedra hasta el
negocio que daba a la calle. Al verme, seguro de mi
maravilla, el viejo egipcio se acercó luciendo su
sonrisa socarrona y me dijo que regresara en la
noche, cerca de las ocho.
Desistí de volver a invitar a Oscar, que ni
siquiera había tenido la cortesía de darme
explicaciones. No le dije nada a mi madre. Salí
furtivamente por la ventana de mi habitación que da
al patio y de ahí me escabullí por uno de las hendijas
de la valla que divide nuestro solar de un lote baldío
que da a la calle trasera a la nuestra. Encontré el
negocio cerrado, como esperaba, pero la puerta que
daba directamente a las escaleras del sótano estaba
abierta. Una vez traspasado el umbral era posible ver
una claridad titilante que parecía venir del sótano, así
que me acerqué y vi que las escaleras estaban
decoradas a sendos lados con velas, iluminando la
senda. Las otras puertas estaban cerradas, como al
mediodía, pero al llegar hasta la pequeña recámara
de los lingotes de plata, cuya puerta estaba cerrada,
vi que la puerta contigua estaba abierta. Al asomarme
noté que era una especie de entrada a otro corredor,
igualmente iluminado, que finalizaba en una amplia
recámara, en donde el viejo egipcio me aguardaba.
—Has llega solo al principio de tu viaje, me
dijo, señalándome una pequeña puerta a la que se
podía acceder solamente a gatas. Al traspasarla se
llegaba a un túnel en el que se avanzaba igualmente
a gatas hasta otra portezuela que daba a otra
recamara, bellamente iluminada. Allí había otra
puerta, que daba a unas escaleras que ascendían

15
hacia lo que me imaginaba era alguna nueva
habitación de aquel extraño lugar. Pero al llegar al
final, vi como ante mí se abría el cielo estrellado
sobre el desierto, y aunque quise, no alcancé a ver
pirámides y no estaba dispuesto a adentrarme solo
en sus arenas. Así que decidí regresar, pero ya no
había luz que iluminara el camino, por lo que vagué a
oscuras toda la noche hasta el amanecer, cuando por
fin pude llegar a una salida a la calle. Vi que ya era un
hombre adulto y que lo que había sido mi barrio me
resultaba irreconocible. Del negocio del viejo egipcio
no había ni el menor rastro. Fue entonces que
desperté y sentí esa masa de ojos observándome sin
parpadear. No era la primera vez. Como dije, esto me
ocurría ya desde antes de mi adolescencia. La
diferencia es que en aquella época, si la comparo con
esta mañana, parecían no ser tantos ojos, quizá solo
unos cuantos. Y ahora en mí había una vaga certeza
de que cada vez la masa de ojos tenía más peso:
¿no era aquello el ángel de la muerte, eso que
llamamos el ángel de la muerte?

* * *

“El ángel de la muerte”. Pienso en ello y veo


cómo se desvanece su rostro entre los rostros del
mundo, entre la multitud de las naciones. Recuerdo
que me rondaba en la cabeza una noche de tantas en
la que tomaba una copa de wiskey con mi buen
amigo Matías. No le hablé del ángel de la muerte, no
tenía caso, pero sí de su proceder. Veo entonces
como Matías me mira de repente, como esperando

16
alguna respuesta a algo que me había dicho con
anterioridad y se había perdido en mi cabeza entre
los pensamientos que me dominaban. Le digo de
improviso:
—¿Sabías, Matías, que gran parte del cuero
que se comercia en el mundo se procesa en
Bangladesh?
—No, no lo sabía.
—Hace un par de días miraba un documental
al respecto. Es sencillamente horroroso. Trafican
ganado vacuno desde la India, en donde es muy
barato. Pero como allí está prohibido transportar
vacas, pues son sagradas, se las agencian para
llevarlas caminando hasta Bangladesh, drogándolas
con tabaco y chile en los ojos para que soporten el
viaje. Luego, una vez allí procesan el cuero con sales
de cromo, (que son los químicos más usados para
evitar que se pudra) en plantas que son simples
charcos de agua en los que trabajadores infantes
pisan descalzos el cuero como si fueran uvas en una
antigua fábrica de vino. Y los residuos simplemente
van a dar al río. Luego ese cuero se vende en el resto
de Asia y en Europa, pero realmente llega a todo el
mundo. Cientos, quizá miles de compañías ganan
sumas enormes de dinero con este cuero producido
de forma tan barata, con el trabajo de niños esclavos
que de adultos mueren jóvenes. Y a nosotros, como
consumidores, solo nos importa que el precio de los
zapatos sea lo más barato posible. Y así con casi
todo: las verduras y frutas que comemos, nuestra
ropa, los materiales de construcción… Es de no
parar.

17
—Sí, es así de horrible.
—Si comprás una berenjena en el
supermercado, probablemente la cosechó un africano
que pagándole a la mafia con los ahorros de su vida y
quién sabe que más sobrevivió el viaje hasta España
y no fue deportado. No tiene seguro de vida, y vive en
un rancho hecho de desechos junto al berenjenal, sin
letrina ni agua corriente.
—Pero Manuel, es que lo que dejaron atrás es
mucho peor, lo mismo que en Bangladesh. Sin ese
trabajo de esclavos se mueren de hambre.
—Lo sé. Pero tiene que haber una forma de
corregir el deseo destructivo que está devorando el
mundo.
—¿A qué deseo te referís? ¿Hablás del mal en
la humanidad? Así es la naturaleza humana.
—En la naturaleza todo tiene un propósito,
aunque no lo sepamos. Incluso el mal existe por algo.
No le dije nada a Matías sobre el ángel de la
muerte. Aún no habíamos llegado a un nivel que nos
permitiera hablar con soltura y entendimiento. De
repente me dijo:
—Veo que has cambiado mucho de un tiempo
hacia acá.
—¿Te parece? ¿Y es para bien o para mal?
—Para bien, creo yo.
—¿Te has preguntado qué son las personas
respecto a nosotros?
—Los tipos sociales, la división de clases, las
culturas del mundo…

18
—Sí, sí, de acuerdo. Pero hay algo más
fundamental. ¿Has oído aquello de que vemos el
mundo como somos, y no como el mundo es?
—Sí, percibo el mundo desde mi cultura.
—Pero hay algo anterior a la cultura, algo que
está en la base del ser humano mismo: el deseo. Veo
el mundo desde mi deseo.
—¿Hablás de un solo deseo?
—Mirá, esta mañana fui a recoger un traje a la
lavandería y de paso fui a comprar una nueva
cafetera. Al regresas del almacén veo que una mujer
que caminaba a mi izquierda se agacha y recoge un
anillo. Veo que sonríe y dice:
—Un anillo de oro, qué suerte.
Luego tantea el peso de anillo moviendo la
mano hacia arriba y hacia abajo, para luego
medírselo en uno de sus dedos. Le quedaba muy
grande, así que me vuelve a ver y me dice:
—Es muy grande para mí, quizá a usted le
quede.
—Oh, no. Usted encontró el anillo, así que
quédeselo.
—Pero a mí no me queda —insistió tomando
mi mano y poniéndome el anillo en el anular— Ve, le
queda perfecto.
Me quité el anillo mientras ella seguía
insistiendo en que me lo dejara y por curiosidad (no
soy perito, pero sí he tenido un anillo de oro en mis
manos) me fijé en el interior del aro y vi que tenía dos
sellos hechos a presión, como los que certifican la
cantidad de oro. Pero los sellos eran muy pequeños

19
para leerlos con facilidad, así que me dije que a lo
mejor si era oro, no podía probar lo contrario.
—Pero Manuel, te estaba estafando. El anillo o
no era de oro o lo había robado.
—Te confieso algo: al principio, cuando me
mostró el anillo, como no podía demostrar engaño
alguno, di por posible que lo hubiera encontrado. Yo
mismo me he encontrado anillos. ¿Y por qué no iba a
ser de oro?
—Pero ese timo es viejísimo...
—Esa noche le conté la historia a una amiga y
ella me dijo que en París eso es muy frecuente.
—Y vos que hiciste con el anillo en cuestión.
—Se lo devolví y le dije que podía venderlo.
Entonces me miró de nuevo, y por primera vez pude
ver detalladamente su rostro. Era una mujer joven
pero muy maltratada, con varios signos de uso de
drogas, menuda, más bien frágil. Pero tenía una gran
dulzura en los ojos, como si detrás de aquella
máscara de dolor hubiese una muchacha deseosa de
vivir lejos del sufrimiento.
—No hablo bien el alemán —me dijo, a lo que
respondí:
—Si quiere yo lo vendo por usted y le doy el
dinero; aquí cerca hay un negocio de empeño.
Así que, como queda cerca de mi
apartamento, seguí caminando en mi dirección y ella
me seguía taciturna. Bajamos las gradas del paso
subterráneo del tranvía y escuché que me decía,
—Deme solo algo de dinero y déjese el anillo.
Ando sin dinero y tengo hambre.

20
—¿Quieres comer algo? —le dije, y ella asintió
avergonzada.
Justo al subir las gradas del otro lado de la vía
hay varios negocios turcos y nos encaminamos hacia
uno de ellos.
—¿Qué deseas?
—Un kebab y una cola.
Luego vi, algo divertido, que le pedía al
vendedor que no le pusiera cebolla. Me dio las
gracias y se dirigió hacia la parada del tranvía. Vi
cómo brillaban sus ojos mientras me preguntaba de
nuevo si quería dejarme el anillo.
—El anillo es suyo —le dije.
—Hiciste bien. Cerca de mi oficina hay un
mendigo que me pide regularmente. No siempre le
doy, pero lo invito a comer a menudo.
—Sí, eso de dar dinero tiene el inconveniente
de que puede ser para comprar drogas, y entonces
en vez de un beneficio le estás haciendo daño a esa
gente. Pero lo que quería hacerte ver es otra cosa:
pude quitarle el anillo a esa mujer…
—Y también su chulo o amante podía estarte
esperando detrás de un rincón para darte una
puñalada.
—Pero dejáme explicarte. Eso lo sé. Yo te
hablo aquí no de lo que estaba pasando fuera, sino
dentro de mí, en mis pensamientos, que están
controlados por mis deseos. Es un asunto muy sutil.
—“La ocasión hace al ladrón”, dice el refrán…
—Pero eso requiere un discernimiento, un
cálculo en beneficio propio. En el caso de la mujer del
anillo de oro, digamos que sí era de oro, desde el

21
principio todo estaba dentro de mí, dentro de mi
intención. Sí acepto el anillo porque a ella no le
queda, estoy pensando en mí, en el oro, en mi
ganancia. Y si le pago la bagatela que ella hubiera
pedido, no importa que el anillo fuera de oro o de
latón, mi intención hubiera sido apropiarme de él por
un buen precio.
—Pagarle incluso hubiera sido explotarla...
—Exacto. Pensar por ejemplo “de por sí ella no
hubiera podido venderlo bien o a ella le sirve más
algo de dinero que un anillo de oro”, solo habla de mi
avaricia. Pero no tenía interés en el anillo, de hecho
me alegré de que lo hubiera encontrado. No pensé de
inmediato que lo hubiera robado y todo fuera una
trampa.
—Pero le pagaste una comida, ¿no habla eso
de que deseabas sentirte como benefactor?
—Todo depende de la intención, no de la
acción que realicé. Mirá que luego me vuelve a
ofrecer el anillo, ¿qué tal si lo acepto? Todo se pudre,
pues mi intención fue siempre en beneficio propio. Te
pregunto otra vez, ¿qué son las personas respecto a
nosotros? Lo que te acabo de contar es muy distinto
de una persona a la otra, pues las intenciones no son
necesariamente iguales, como tampoco la forma en
que nos relacionamos con el mundo.
—“Cada cabeza es un mundo”, dice el adagio.
—¿Has pensado en ese mundo de tu cabeza
antes de dormir? Mientras dormimos millones que
están despiertos sufren la explotación humana.
Dormimos y es como si nos desconectáramos de
esos pensamientos.

22
—Pero decíme, ¿a qué querés llegar? ¿No ha
sido así el mundo siempre? ¿No es la ley de la
naturaleza que sobrevive el más fuerte?
—¿Qué nos hace mejores del nivel de los
animales en general si no logramos sobreponernos al
instinto, a lo que parece natural? Por ejemplo, ¿te
gusta el carnaval? Pues te cuento una anécdota
curiosa, hablando de ese nivel apenas instintivo,
carnal. El día de la apertura del Carnaval de Colonia
pasé trabajando todo la tarde en casa, y por la noche
asistí a una conferencia sobre el laicismo…
—¿Cómo, no participaste en la “fiesta de la
carne”?
—Pues fijáte vos que al final de la conferencia
me reuní con una amiga que me había llamado para
que fuéramos por allí a tomar algo, una cerveza por
ejemplo. Así que tomé el tranvía y me fui a esperarla
a Zülpicher Platz. Ella acababa de llegar de Tel Aviv y
me dijo que se estaba congelando en la estación de
Neuemarkt, pues la linea 9 no estaba funcionando.
Así que decidí ir a toparla caminando. Pero antes
llamé por teléfono a mi colega Marco a ver si quería
reunirse con nosotros. Dijo que sí. Acababa de salir
de un concierto de la filarmónica, Mahler, sinfonía
número seis, me dijo. Vi un grupo de muchachas
sentadas en la parada de la linea 9, y una de ellas
bailaba con movimientos digamos que de serpiente.
Me miró fijamente y me dijo algo, que ahora no
recuerdo, pues hablaba por teléfono con Lital…
—¿La amiga de Tel Aviv?
—Sí. Pero para no ser descortés le dije a la
muchacha que no bailaba nada mal, y seguí mi

23
camino. Marco ya estaba en Neuemark
esperándonos. Luego, al llegar Lital me dijo:
—Tel Aviv está a veintinueve grados
centígrados.
—Y aquí estamos a tres —le repliqué.
Como no había nada allí regresamos
caminando a Zülpicher Platz y una vez allí, sugerí
que fuéramos a Roter Platz, un bar que queda cerca
de la parada del tranvía.
—¿No es ese el bar al que fuimos la otra vez,
ese decorado con los clichés soviéticos.
—Sí, ese mismo. Pero ahora estaba decorado
con motivos carnavalescos, y habían retirado todas
las sillas y las mesas para que pudiera entrar más
gente. Solo habían bancas arrinconadas junto a las
paredes. Pedimos tres cervezas y Marco decidió
tomar algunas fotos. Vi que una muchacha llegó a
sentarse a una de las bancas en donde un tío ya
ebrio luchaba por no perder el equilibrio. Marco nos
indicó que sonriéramos y de repente, otro tío, con una
capucha de caballo, brincó hasta nosotros para salir
en la foto. A Lital le pareció muy gracioso. Pero me
dije: “En realidad ninguno de nosotros tres creció en
esta cultura, ¿qué hacemos realmente aquí, matar la
rutina?”
—¿Y no es esa la idea del carnaval, darle
rienda suelta a los apetitos de la carne?
—Pero sabés, no es lo mío, nunca me ha
sentido particularmente atraído. Pero me dejé llevar
por Marco y Lital. El tío de la capucha de caballo
quería bailar, por lo que de alguna manera decidimos

24
dirigirnos hacia Wunderland, una especie de bar-
discoteca no muy lejos de donde estábamos.

—Ah, ese no lo conozco, ¿en dónde queda?

—Cerca de Barbarossa Platz. Desde luego


que por el carnaval estaba a reventar. Lital quería
más cerveza, pero yo no, prefería vodka, lo mismo
que Marco. De pronto el tío de la cabeza de caballo
pidió una ronda de cervezas. Pero yo de todos modos
me dirigí a la barra a pedir vodka. Le dije a Marco:
“Para tomar vodka era mejor quedarse en Roter Platz
o ir a KGB”. Pero ya estábamos allí. El vodka era
decente, pero la cerveza no se podía tomar…

—Debe ser por que te gusta más el vodka.

—Pues no, lo mío es realmente el vino. En fin,


vi que una chica rapada se había aproximado a la
barra y veía asombrada las copas de vodka. Le ofrecí
una, que escupió en seguida al piso. Pedí otra copa
para reponer aquella y fui hasta donde estaba Marco.
Me fijé que el piso era un charco de fino barro, como
de restos de nieve derretidos entre las pisadas de la
gente, o de la lluvia transportada en los zapatos. Pero
no había nevado ni llovía. Era una noche seca y
estrellada. Aquella miasma era de restos de cerveza
y licor pisados por la multitud, más bien como si nos
halláramos en una porqueriza. Le di la copa a Marco
y brindamos. Luego le dije: “Has visto el piso, me da
la impresión de que somos una paria de cerdos”.

—Bueno, entre tanta gente…

25
—Luego vi que la chica rapada rondaba una
pareja que bailaba cerca de nosotros. Las chicas se
besaban, y ambas besaban al chico. Atrás, el chico
de la capucha de caballo conversaba con Lital y
Marco intentaba hacer contacto con otras dos chicas.

Nada le dije a Matías de la sensación de miles


de ojos observándome.

—¿Por qué me contás esto en especial? —dijo


Matías.

—Matías, ¿no vemos acaso en las personas la


proyección de nuestros deseos? Igual que con la
mujer del anillo, el mal o el bien que guía mis actos
depende de mí. Puedo elegir entre ambos. Vi que
Lital se despedía e hice lo mismo. Y al llegar a casa e
irme a la cama, las imágenes del charco de cerveza
machacado por la multitud se mezclaban con las de
niños pisando el cuero en Bangladesh en los
estanques de sales de cromo, como si el mundo
entero estuviera cubierto por una miasma de
indiferencia, de egoísmo extremo: la esencia misma
del mal, que alimentamos constantemente.

Miré fijamente el rostro de Matías, su repentino


silencio al mirar mis ojos, en los que no sé si por un
instante haya visto el reflejo del ángel de la muerte.

26
II
Como una rosa entre las espinas

Como en nuestro jardín las rosas sobrevivían


raquíticas la aridez de la sabana, de niño me
maravillaban los rosales de doña Claudia, una amiga
de la familia que vivía en una ciudad vecina, en la
sierra, en donde el clima lograba que las flores
cuajaran esplendorosamente su belleza. Incluso el
día que fuimos a enterrar a su padre, don Tobías, que
había llegado tan lozano a sus 105 años que ni se
enteró de la proximidad de su muerte, las rosas del
cementerio brotaban de la rala niebla de aquella
mañana como frutos ansiosos de ser llevados a la
boca, afanosos de proseguir el ciclo de la vida. Eran
aquellas rosas y no otras las que invadían mis
pensamientos cada vez que miraba a Ana Clara lleno
de ansias. Y su tersa piel era la niebla que se
escurría en silencio, año tras año en mi memoria. En
la universidad, en la época en la que decían que yo
era buen estudiante, pocos sospechaban que hubiera
cambiado los libros por una sonrisa suya. ¿Cómo es
la rosa imaginada frente a la rosa que tocamos? Y
así, un día en que mi rigor académico no andaba de
buenas, hice contacto con ella, y me maravilló que
fuera tan sencilla, tan abierta, que tuviera paciencia
para la rata de biblioteca que yo era. Así que me
cuidé de vestir no solamente de gris y empezamos a
salir, generalmente a comer en un restaurante

27
macrobiótico que se llamaba “La mazorca”, un par de
horas antes de mi clase de latín. De allí pasamos a ir
al teatro, que tanto la aficionaba, y a la ópera, que era
más lo mío. Luego nos metíamos en algún bar a
terminar la noche entre aquella generación medio
perdida entre el cielo y la tierra. Recuerdo su rostro
perfectamente, el suave movimiento de sus labios
que me dicen, tantos años atrás pero como si fuese
hoy:
—Sos un engreído infumable, ¿lo sabés?, un
petulante insoportable que se cree genial.
Dicho esto, Ana Clara le dio otra chupada a su
cigarrillo de marihuana y me lo pasó, para que
aspirara asimismo aquella hierba que me quitaba el
dolor de espalda y la tensión en los hombros,
dándome la impresión de que mi cabeza flotaba
alrededor de mi cuerpo. A parte de aquello, perdía la
noción del tiempo. Ana Clara en cambio parecía ver
mayor intensidad en los colores. Me decía: “Pero
mirá, mirá los colores, pareciera que se escurren de
los cuadros”. Y yo miraba los cuadros entre los
humos de la habitación sin ver las anunciadas
cataratas cromáticas.
Luego regresó a mi memoria la corriente del
río de la noche anterior, aquella masa de agua en
movimiento, dándome la sensación de ver mis venas
desde el interior, en su flujo cíclico. Nada es lineal
después de todo. La vida es cíclica. Vamos hacia el
agua, pensé sin querer. Somos alrededor de un
setenta y cinco por ciento de agua. Pienso esto y
regreso en el tiempo, como si solo fuera la habitación
de al lado o una esquina que de pronto se ilumina.

28
Miro de nuevo los ojos inquietos de Ana Clara, que
me mira asimismo como si atravesara mi cuerpo. Me
dice:
—¿Y sabés que del ciento por ciento del agua
del planeta, solo un tres por ciento es dulce?
—Sí, lo sé...
—Y de ese tres por ciento, cerca del ochenta
por ciento está en los cascos polares y la nieve del
mundo...
—¿Así tanto?
—Y del veinte por ciento restante es que se
nutren los ríos y los lagos, los humedales y demás,
incluida el agua que bebemos. ¿Te das cuenta que
estamos hablando del veinte por ciento del agua
dulce del planeta, que es apenas un tres por ciento
del agua total del planeta?
—Sí, Ana Clara, lo sé y es muy triste.
—¿Y qué estás haciendo para remediar el
problema de la contaminación y el lucro con los
recursos de la humanidad? Porque sabés que si no
hacés nada sos cómplice de los que contaminan el
agua o la privatizan.
Así me hablaba por entonces aquella hermosa
muchacha que había abrazado con fruición las
causas rebeldes, las protestas sociales y cuanto
movimiento hubiese contra el sistema. Entonces no
tuve para ella más que silencio. De alguna forma no
me identificaba con aquel mundo de revolucionarios
adolescentes que se reunían luego de las protestas
en bares oscuros y atiborrados de humo a recitar su
autodenominada poesía maldita. Lo que me
fascinaba era esa extraña fuerza que irradiaba Ana

29
Clara, llena de caos e indecisión, sin una meta
precisa, satisfecha con el hecho de ir contra corriente.
Pero había un deseo allí, intuía, aunque impreciso,
que la guiaba. Y en mí, aparte del deseo lujurioso,
había asimismo otro que no podía discernir.
Desde niño solía decirme: si yo tuviera esto o
aquello, si hubiera nacido en otra época, en otro país,
en otras circunstancias, ¡qué no hubiera podido
hacer! Me lo decía a menudo, sin considerar que mis
circunstancias eran muchísimo mejores que las de
muchos a los que admiraba. La otra cosa que hacía
continuamente era compararme con una serie de
personajes que tomaba como modelo. Era a lo mejor
el petulante del que hablaba Ana Clara. Me decía, a
mi edad fulano y fulana ya habían hecho esto o
aquello, y siempre terminaba teniendo la impresión
de que yo no había logrado nada que valiera la pena,
nada que justificara mi existencia. Era en definitiva,
(pensaba entonces) una piedra más del camino sobre
el cual caminaban los grandes, pero secretamente
tenía la ilusión de que podía transformarme, llegar a
ser como esos grandes, solo tenía que encontrar el
camino, y esto es decir, el talento, aquello para lo
cual yo no solo era bueno, sino que podía ser como
los mejores. Era asimismo estar entre dos aguas,
pues como dicen, de algún recóndito y desconocido
lugar surgía un halo de modestia que sosegaba las
ínfulas de mi ego. Cosa extraña.
En abstracto se veía muy simple, pero a la
hora de la verdad, solía perderme entre mis apetitos
mundanos, viendo que por alguna razón, tenía talento
para varias cosas, aunque no sabía decir si podía

30
llegar a ser como los mejores, creía estar en medio
de circunstancias adversas, y me quejaba de que, por
ejemplo, para llevar agua de un pozo hasta mi casa,
tenía incluso que cavar el pozo y construir el camino.
Pero de alguna manera siempre sobrevivía a mis
deseos, construyendo pozos y caminos por doquiera.
Pero ese deseo generador se perdía constantemente,
como llama que se extingue en el aire o un barco sin
puerto al cual llegar.
Así, entre mis apetencias predilectas, Marcela
surge siempre de las tinieblas de mi memoria. La veo
risueña y juguetona, sentada en su pupitre junto a mí.
Vivimos cerca uno del otro, aunque no en el mismo
barrio. Jugamos juntos en los recreos y regresamos
juntos a casa durante esos primeros años escolares.
Luego nos matriculan en clases separadas y ya no
nos vemos tan a menudo. En el colegio nos volvemos
a encontrar, pero respecto a mí, ya no es la misma.
Algo ha cambiado para siempre, algo que nos irá
separando hasta nuestra graduación. Curiosamente
en la universidad volvemos a reencontrarnos, y si
bien no somos extraños, no da la impresión de que
hayamos compartido tanta cercanía de niños. Está
embarazada y me confiesa que desea abortar. Su
novio no está ni a favor ni en contra, le dice que es su
decisión. Pienso en ese novio suyo, Gustavo, de
familia rica, rebelde, con su guitarra siempre a
cuestas, sus cigarrillos sin filtro, sus canciones de la
revolución cubana, sus camisetas del Che Guevara,
su pelo largo y arrollado como un rastafari rubio y de
ojos azules, que los días calurosos del verano llega
descalzo a la universidad y desaseado, con su barba

31
de meses. Él no se opone al aborto de Marcela, y ella
aborta. Luego se embaraza de nuevo de Gustavo,
pero deciden conservar el niño. Ariel, lo llaman. No sé
que habrá sido de ellos.
—Bueno— me dice entonces Ana Clara, la vez
que fuimos a la ópera a ver Don Giovanni, en mis
años en la facultad de biología —simplemente no era
para ti, punto. ¡Hay muchos peces en el mar!
Ella lo dice de esa forma que a mí me excita,
como si luego de la ópera, aquella burguesía
trasnochada, como solía llamarla, estuviera dispuesta
a pedirme que nos encamináramos hacia su casa,
donde siempre guarda marihuana, para recordar
mejores tiempos o eludir el presente. Pero sé que me
mira más como un confesor que como un amante
potencial, como Marcela...
—Pero sabés, no es eso lo que me intriga, sino
el no saber por qué nunca soy un candidato elegible.
—Supongo que ahora me vas a hablar de
mandriles o leones y el período de apareamiento —
dijo, adelantándose a mis pensamientos—.
Sí, sí había pensado en algo así (en
chimpancés), pues al fin y al cabo somos primates. Y
se lo dije:
—Los primates se comportan de modo similar,
no importa que seamos primates más complejos...
—¡No me gusta que me comparen con un
mono!
—Primates, que es distinto...
—Lo que sea, una leona de tu ejemplo clásico.
Ana Clara se refería al sorprendente
comportamientos de las leonas, pues cuando un

32
macho adulto es destronado en una manada, el
vencedor mata a todos los cachorros para con ello
asegurar su descendencia. Lo sorprendente es que
luego de tal infanticidio, las leonas se someten al
nuevo rey sin drama alguno. Nuevo embarazo,
nuevos hijos.
—¿Y te parece que somos tan diferentes? Un
hombre quiere procrear con cada mujer que puede
para asegurar su descendencia con alguna de ellas,
una mujer en cambio busca al mejor candidato en
cuanto a sistema inmunológico, fortaleza física, hogar
seguro, protección de la familia; y esto se traduce en
un tipo atlético, con dinero en efectivo, bienes raíces,
e inversiones a futuro. Lo que me sorprende es que la
mayoría de la gente nunca cumple estos tres rubros,
a veces ninguno, y de alguna manera se reproducen,
es decir, que las mujeres ven algo más... Me divertía
provocar a Ana Clara.
—Lo ves, sos un palurdo. Por estar
concentrado en esos aspectos eso es lo que
proyectás, las mujeres lo notamos. Las mujeres
somos más espirituales…
—Espirituales, decís. Pues escuchá este par
de ejemplos que te tengo...
—Una golondrina no hace verano, ni siquiera
dos...
—Dejáme que te los cuente, a ver que te
parecen.
Mi insistencia quizá no la convencía, pero al
menos tenía la paciencia de escucharme.
—Pues bien —comencé— estos son dos
amigos, uno es compositor y el otro es fotógrafo.

33
Ambos tienen un largo historial de relaciones
amorosas desde la temprana adolescencia. Por
decirlo de alguna manera, en ese rubro para ambos
no hay casi nada que no conozcan. Pues resulta que
el compositor se hace novio de una compositora y
pianista húngara, muy talentosa. Cuando la conocí
supe que su talento opacaba el de él. Ella no tiene
dinero, aunque viene de una familia muy educada; él
tiene un poco más que ella, pero tampoco es que sea
rico. Tienen un hijo y luego las cosas van de mal en
peor y se separan. Ella, que lo mismo que él posee
un largo historial de amantes, consigue
inmediatamente otro hombre, otro novio, con menos
talento aún que el anterior, pero de una familia muy
rica, por lo que eso de no tener talento no le
preocupa en lo más mínimo. Esta vez ella sí accede a
casarse y se casan.
—Nada que me impresione, puede que así sea
la mayoría de la gente.
—Esperá, que ahora viene el otro amigo, que
en sus aventuras fue a parar a París, y al verse sin
dinero para pagar la buhardilla que alquilaba, empezó
a trabajar de mesero en un restaurante. Pero él, con
su pequeño sueldo, se dedica una vez al mes a darse
una bacanal de quesos y vinos hasta agotarlo, por lo
que retorna a estar sin dinero. Pero en una de tantas,
va y conoce una francesa adinerada, Chantal, mayor
que él, y se hacen amantes. Ella le paga el
apartamento, le compra los víveres, la ropa, en fin,
cubre sus necesidades, y aparte le da dinero en
efectivo. Así las cosas, cuando ella está en su trabajo
(es arquitecta) él se dedica a conocer otras mujeres,

34
y se hace amante de una chica muy joven, Nadine,
adolescente, que bien podría ser la hija de Chantal, a
la que además, le da dinero para sus caprichos. Su
rutina consiste en pasar la noche con Chantal (que se
ha enterado de su amante adolescente, pero la tolera
mientras él cumpla su función en su alcoba por las
noches) y pasar el día con Nadine.
—Vaya con el niño fotógrafo. ¿Qué es lo que
tienes, envidia?
Sentí una especie de sordera, o más bien
como si un ruido extraño embotara mis oídos y me
impidiera escuchar algo más. No se lo dije, pero sí,
tenía un poco de envidia de esos tipos suertudos,
quizá algo más que un poco. Me resultaba extraño
que tantas mujeres que a mí me parecían estupendas
estuvieran emparejadas con hombres que yo veía
como atorrantes. ¿Qué tenían ellos que no tenía yo?
Solía preguntarme esto a menudo. Me esforzaba
incluso por ser impecable, o al menos lo que yo creía
que era impecable. Todo era en vano, pues para las
mujeres esto no parecía ser importante. Luego, esta
sordera que a lo mejor no había durado más que un
segundo pero parecía una eternidad, cesó de la
misma inopinada forma en la que vino, y pude
continuar hablando con Ana Clara:
—¿Te gustaría un hombre como el amigo
fotógrafo?
—Pero dejá que te diga que tiene su atractivo
un hombre que está con varias mujeres.
—¿Estás defendiendo la poligamia? ¿Y cuál
esposa te gusta ser: la primera, la segunda, la
tercera, la cuarta?

35
—Pero un hombre con ese sexapeal, que
conquista varias mujeres, es súper atractivo.
—Entonces, si nos casáramos, vos no tendrías
problemas en que yo tuviera un par de amantes, y
que incluso las llevara a casa a cenar?
—Pues la verdad, ya a la hora de la hora, creo
que prefiero ser exclusiva.
—Pero antes de seguir conmigo, ¿qué me
decís de las mujeres de la historia que te conté? La
primera siempre buscó el aspecto económico más
favorable, y la segunda, que tenía lo económico
resuelto, se dedica a complacer sus carencias
afectivas y sus apetitos carnales. Te confieso que le
he dado vueltas muchas veces a estos dos ejemplos,
que no son invenciones mías sino reales, y me veo
en problemas morales: no podría ser el hombre en
ningún caso. En el primero, él compra prácticamente
una mujer, como decir una oveja, aunque a lo mejor
es ella la que lo pesca para asegurar su bienestar
económico. No sé dónde entra aquí el amor, eso que
llaman amor. No lo entiendo, pues no concuerda con
los parámetros con que lo describen. En el segundo
caso es más difícil hablar de amor, pues solo hay
apetitos mundanos. Tampoco podría ser un gigoló y al
mismo tiempo un usurpador de cunas, solo para
satisfacer la lujuria.
—¿Y qué tiene de malo satisfacer los apetitos
mundanos? ¿No es el mundo en donde vivimos?
¿Por qué habría que privarse de sus frutos si allí
están para que los saboreemos?
—Sí, sí, no, no es eso.
—¿Sí, sí, no, no? ¿Qué querés decir?

36
—Somos animales, Ana Clara, primates: nos
regimos por el instinto, por las apetencias corporales.
Pero vamos más allá. Rompemos las leyes naturales
para satisfacer desmedidamente nuestros deseos.
Somos egoístas, hacemos guerras para apropiarnos
de los bienes ajenos. Engañamos para ganar más,
mentimos para obtener lo que queremos...
—¡Bienvenido al mundo! Acabás de descubrir
el agua tibia.
—A lo mejor es que estoy mezclando dos tipos
de amor.
—¿Dos tipos de amor?
—Porque a diferencia de las bestias, nosotros
aspiramos a cosas superiores.
—¿Superiores a qué? ¿A qué te referís?
—Deseos que no se satisfacen con lo que
ofrece el mundo. ¿Qué creés que nos diferencia de
las bestias?
—¿La inteligencia?
—Eso es muy discutible. ¿No han habido
grandes genios en el mundo que han masacrado a
millones de seres humanos mediante guerras
horribles? ¿Es esa la inteligencia de la que hablás?
Han sido peor que la peor de las bestias. La
inteligencia pura no es más que una herramienta,
como un martillo, con el que puedés construir tu casa
o matar a alguien si le das en la cabeza.
—¿Es en la intención que guía esa inteligencia
en donde reside eso que decís que nos separas de
las bestias?
—Precisamente. La acción misma solo es el
resultado de una intención.

37
—Pero hay una gran diferencia entre actuar y
solo tener la intención de actuar.
—En efecto. Por eso no hablamos en este
caso de la intención pura, sino de la intención que
hay detrás de la acción.
Ana Clara sonrió, como si entendiera más allá
de mis palabras.
—Ana Clara, sabés que en el fondo no
hablamos de amor carnal, pasión, traición, fidelidad,
matrimonio…
—¿Y entonces de que estamos hablando?
—De lo que hay detrás de todo eso, detrás de
lo que llamamos mundo, amor, odio, envidia, hombre,
mujer; pero todo dicho con palabras cotidianas. Lo
que pasa es que esas palabras cambian con la época
y las sociedades… Te pongo un ejemplo. Dos
pastores hablaban, digamos que mientras meriendan,
y así, uno le dice al otro:

—¿Por que no me das una de tus ovejas, así
tendremos igual cantidad?
—A lo que su amigo le responde:

—Mejor dame una de las tuyas y así yo tendré
el doble de ovejas que tú.
—Como puedes ver, se trata de un problema
aritmético, pero expresado en un lenguaje cotidiano:
¿cuantas ovejas tenía cada uno? Asimismo hay obras
literarias completas en donde además de la historia,
que sirve para contar, su lenguaje nos habla de cosas
más allá de lo cotidiano. No se trata simplemente de
modelos literarios. La obra de Julio Verne, “De la
tierra a la luna”, publicada en 1865, no era más que
una utopía para su época, incluso la película

38
homónima de 1902 aún era una utopía. ¿No llegó ya
el hombre a la luna? Y ya que menciono la palabra
utopía, te traigo a la memoria la obra de Tomás Moro,
sobre una sociedad que recogía los ideales de “La
república” de Platón. También haría lo suyo Tomasso
de Campamella, con su obra “La ciudad de sol”, en
donde expone su concepto de sociedad ideal. Y cada
uno se expresó con un lenguaje distinto, aunque la
realidad hacia la que apuntaban era la misma.
—¿A dónde querés llegar con ese comentario
del lenguaje?
—Tengo un excelente colega griego, Michael,
le llamo yo por comodidad, porque me resulta más
cercano, pero en griego se dice Mijail. A veces nos
tomamos un café después del trabajo o salimos a
comer. Un día decidimos tomar una taza de café por
ahí, (como frecuentemente lo hacemos al mediodía),
y caminando un poco llegamos a Café Bagdad, que
está en mi vecindario. Estaba casi lleno, pero
encontramos una mesa junto a la pantalla gigante
que transmitía como de costumbre la señal de un
canal árabe, en árabe, bien se entiende. Michael miró
un poco tímido el lugar, más curioso que precavido, y
fuimos hasta la barra a ordenar café y dulces. Me
decidí por un café árabe, dadas las circunstancias,
pero Michael fue fiel a su café de siempre:
simplemente café negro. Con el tiempo he llegado a
pensar que lo que hablamos entre nosotros se acerca
cada vez más a un greco-español bastante fluido. Y
la verdad sea dicha, en ocasiones al oírlo hablar por
teléfono con su esposa parece que entiendo lo que
dicen, y no es que yo hable griego, pero ¿no es

39
acaso su melodía perfectamente española? Lo
mismo dice él del español. Ni hablar de los vocablos,
pues aunque no nos dedicamos a la identificación
exclusiva de los términos del griego en el idioma
español, siempre terminamos riendo al ver cuánto se
parecen. Claro que ya me sé muchas formas de
saludo, es lo primero que se aprende (después de las
malas palabras). ¿Pero qué relación pueden tener,
culturalmente hablando, España y Grecia, sin tener
que mencionar a la reina Sofía? Pues bien, antes que
el español o el latín, por aquellas tierras ibéricas,
sobre todo al sur y al este, se hablaba ibérico, y la
cultura helénica llegó de visita por el mar. Eso al
menos a mí me basta. El alfabeto tuvo otra ruta de
llegada: el latín lo tomó reformando el etrusco, los
etruscos reformando el griego, los griegos a su vez
reformando el hebreo, y los hebreos lo tomaron del
fenicio. Por cierto, los fenicios también llegaron hasta
la península ibérica. Si seguimos hacia atrás
pasamos por los cananeos y terminamos (con
seguridad nadie lo sabe, pero parece que así es) con
los sumerios, que lingüísticamente tienen rastros en
la India y en China. Con seguridad sabrás que
asimismo hablamos más que un poco de sánscrito al
hablar español, y no sólo con los préstamos directos,
como yoga, Buda o mantra. No, también cuando
decimos brillante (diamante tallado) que viene de la
palabra vaiduria, y esta a su vez de una región del
sur de la India llamada Vidura. O burbuja, que viene
de budbudah. Michael, le pregunté a mi amigo, ¿será
que sí hubo al principio una sola lengua, y que a lo
mejor, somos una sola alma toda la humanidad, cuya

40
fragmentación la literatura ha contado en la historia
de la torre de Babel? Michael me miró sorbiendo su
café, pero en silencio, es un hombre de pocas
palabras. Simplemente hizo una mueca divertida y
movió la cabeza como quien dice sí. En la historia de
la humanidad se han tomado las sagas más
representativas para enseñar al pueblo, en una época
en que las tradiciones orales eran primordiales y el
libro era solo un soporte de las leyendas contadas. Y
de esa manera, las sagas fueron pasando de una
cultura a la otra, pero transformándose, llevando un
contenido distinto, propio del pueblo que la adoptaba.
Estamos tan cerca, hablo del mundo, que casi me
duelen nuestras diferencias. Te pregunto ahora, ¿por
qué la humanidad no puede ser una sola sociedad?,
¿y porqué el ideal de sociedad altruista no es
realizable? Mejor aún: ¿no habremos tenido en el
pasado sociedades semejantes? Claro que sí. ¿Por
qué deben ser el camino del dolor, los horrores de la
guerra y la explotación humana los únicos caminos
del mundo? Como si el sufrimiento fuera nuestra
única opción...
Creí que Ana Clara me miraría como a un
orate o a un niño que decía disparates en voz alta,
pero pude percibir un nuevo deseo en su mirada, en
el que una sociedad altruista dejaba de parecer una
locura inalcanzable.
Cuando volvimos a vernos habían transcurrido
veinte años, como un parpadeo capaz de borrar el
mundo que habitamos. La miré de nuevo, tratando de
no mirarla, de ver más las palabras que iba a decir.
Le dije:

41
—Tantos años anhelando una esposa y han
llegado cuatro mujeres a mi esfera interna, tan cerca,
sin que pudiera retenerlas.
—Contáme, que eso no me lo esperaba...
—¿Qué no te esperabas?
—Que querás casarte.
—¿Qué tiene de inusual?
—No sé, en nuestros días ese tipo de enlaces
como que no van, ¿no te parece?
Es difícil sorprender a alguien que nos conoce
tan bien, por ello la llevé hasta lo profundo de mi
alma. Le dije:
—“Todo hombre que no tiene esposa no es un
hombre completo, porque está escrito: Varón y
hembra los creó …y llamó el nombre Adán1”.
Su rostro se mantuvo sereno, como si no
esperara otro comentario de mi parte.
—¿Y desde cuándo te lo tomás tan a pecho?
Pensálo bien. ¿Te acordás de Amalia?

—¿La italiana? No mucho. Solo la vi una vez,


en una fiesta en tu casa.

—Sí, me acuerdo perfectamente de cómo tus


ojos se iban entre el escote. ¿Y recuerdás que te dije:
sacá tus ojos de allí, que no te conviene...?

—Sí, sí, me acuerdo...

—Pues bueno, entonces no te dije por qué no


te convenía, y convenir quizá no sea la palabra

1 Jevamot 63 a

42
exacta, porque se trata de que no eras para nada su
tipo.

—Nada nuevo entre tus amigas, pues si


recordás a Anika en aquella cena de fin de año en
donde nos conocimos, quizá te venga a la memoria
cómo, en un momento dado, me dijo: “Aunque fueras
el último hombre sobre la tierra y de ello dependiera
la subsistencia de la especie humana, jamás te
escogería”. ¿Lo recordás?

—Bueno, una mujer dice esas cosas más por


provocación...

—Pero es que estaba en lo cierto. Yo lo tomé


con calma, como un simple ejemplo hipotético, pero
cuando medio año después resultó que era lesbiana,
pues supe que había hablado en serio.

—Viste... Pero no es de Anika que quiero


hablarte, sino de Amalia. Y ahora no me interrumpás.
Conocí a Amalia cuando era subdirectora de una
empresa en la que yo misma trabajaba de
diseñadora. Era una hippie trasnochada y loca,
siempre vestida de batas largas llenas de flores
psicodélicas. Tenía entonces veintiocho años, y se
había enamorado perdidamente de un marroquí de
diecinueve que estudiaba ingeniería. Como en tu
ejemplo en París, ella lo mantenía. Lo curioso es que
entre ambos el contraste era casi imposible que fuera
mayor. Él vestía como dandy, impecable y perfumado
con lo más caro. Era por lo demás un chulo, que no
había leído más que los libros de ingeniería.

43
¿Preguntarle a él por Balzac o Cervantes? Hablar
con él sobre algo que no fuera su campo era caso
perdido. Ella en cambio era muy intelectual, muy
culta, de familia rica incluso. Él, como dicen, no tenía
dónde caer muerto. Pero siempre estaba sobrio,
quizá porque se lo exigía su pose de dandy. Ella en
cambio amaba la marihuana y andar vestida con
aquellos andrajos coloreados y descalza. Tampoco se
bañaba muy a menudo, como corresponde a un
hippie que se precie... Bueno, el caso es que a pesar
de la oposición de la familia, de las advertencias mías
y de muchos otros de que la estaban utilizando, ella
se casó con el marroquí. A un año más o menos de
haber tenido un niño, él, una vez concluido su grado
de ingeniero, no encontró más motivos para seguir
con ella, así que la dejó por una chica marroquí diez
años más joven que ella. Deberías haber visto lo mal
que se puso Amalia. Súper deprimida, no encontró
más consuelo que aumentar la dosis de marihuana.
“Dejá de una vez esa mierda”, le dije muchas veces,
sin conseguir nada. Pues bien, el tiempo pasó, y de
haber estado tan echa leña, va y de repente deja de
fumar marihuana como un año, y un día la encuentro
sobria como nunca y me dice: “te juro que me siento
como nunca sin la marihuana...” Y yo le digo, “ah,
pero a mí no me querías hacer caso, bien que te lo
dije mil veces”.

—¿Y se compuso entonces?

—¿Componerse? ¡Qué va! Se encontró otro


marroquí, y este peor que el primero, pues aquel

44
aunque si bien la chuleaba, era limpio y sobrio. Este
en cambio, vivía drogado todo el día, como si fuera
un reflejo de lo que era ella en el pasado. Y lo que me
parece más enigmático, es que aunque con este no
se casó, si le parió dos hijos.

—Pues ya vez cuán esclavos somos de


nuestros caprichos, por absurdos que parezcan...

—Es difícil entender cómo una chica que lo


tiene todo insiste en vivir contra corriente. Decía: “por
que yo nací para vivir en contra del mundo”.

—En contra de la sociedad, quizá, pero no del


mundo, que es egoísta.

—¿Qué querés decir?

—A ella la complacía un modelo determinado


de hombres, la hacían sentirse heroína, capaz de
corregirlos, y al mismo tiempo liberal, desprendida.
Llenaba con ello su forma de egoísmo. Cierto, no
eran bienes materiales, pues en este campo lo tenía
todo satisfecho, y esto al mismo tiempo era el motor
que la impulsaba a seguir buscando llenar ese vacío
que sentía en su vida.

—¿Y aún así querés casarte?

—Me pregunté muchas veces cuál era la


relación de los procesos que vemos en la realidad,
desde lo más ínfimo hasta lo macrocósmico. ¿Por
qué se repiten los modelos? ¿Por qué se parecen las

45
venas a los ríos, los caracoles a las galaxias? ¿Qué
relación tienen, cuál es la causa que los une? Y en la
sociedad, reduciendo las cosas al mínimo, llegamos a
la familia, al hombre y la mujer. ¿Qué representan?
—¿Te das cuenta que la mayoría de la gente
no se pregunta eso?
—No sé si es así, quizá si se lo preguntan,
solo que formulado de otra manera. Vemos la
realidad desde el nivel de conexión en el que
estamos.
—¿A qué le llamás nivel de conexión?
—Cuando era niño, una vez mi madre me
envió a comprar carbón a un barrio que quedaba al
del otro lado del río. El camino era largo, pues había
que ir hasta la Carretera Interamericana, cruzar el
puente y regresar, ya del otro lado, hasta el sitio
donde vendían carbón. Lo primero que hice fue tomar
un atajo para llegar más rápido hasta el puente,
siguiendo una vereda junto al cauce del río. Y allí
descubrí que la gente del otro lado había colocado un
tronco de árbol a modo de puente en una de las
angosturas del río. Me quedé viendo el tronco,
queriendo cruzarlo y así ahorrarme el largo viaje.
Pero tuve miedo, pues no confiaba en mi equilibrio,
amén de que si me caía al río me podía arrastrar la
corriente. Un hombre adulto, que había estado
observándome, se ofreció a pasarme al otro lado. Yo
accedí. Así que me trepé en sus hombros, a caballo,
y él, que iba incluso descalzo, cruzó sin dificultad
sobre el tronco. Iba riendo a carcajadas y a grandes
voces llamaba a su mujer para que lo viera cruzar el
río conmigo a cuestas. El negocio de carbón quedaba

46
justamente en la casa junto a la suya. Le quedé muy
agradecido. Después regresé por el camino largo a
casa.
—No te entiendo. ¿Qué tiene que ver esa
historia con la forma en que vemos la realidad?
—Aquel hombre no solo tenía una relación
muy cercana con el río, sino con la naturaleza, y esto
es, con la fuerza creadora. Las cosas no suceden en
abstracto, por arte de magia. La naturaleza las
ejecuta, y ella no va contra sí misma.
—Sigo sin entender.
—Hay plantas cuyas semillas, para poder
germinar, requieren ayuda extra. No basta con que
caigan a tierra. Las semillas de ciertas coníferas
incluso requieren de incendios forestales para poder
germinar.
—Suena a tragedia…
—Pero estos incendios renuevan la tierra,
eliminan parásitos y crean un ambiente para que los
árboles crezcan lo mejor posible.
—¿Y esas mujeres de las que me ibas a
hablar, que tienen ellas que ver? ¿Son también tu
forma de conectarte con el mundo?
—Pero claro que sí. Son el reflejo de mi deseo
de otorgar.
—No te me pongás filosófico, mirá que me voy
y te dejo hablando solo.
—Te perderías mis tragedias, entonces.
Vi que Ana Clara me sonreía.
—¿Has visto alguna vez una matrioska, esas
muñecas rusas que tienen una muñeca dentro, y esta
a su vez una más pequeña, y así, a veces hasta

47
cinco o seis veces? Pues bien, solemos ver de las
personas lo más exterior, no su esencia. Es como si
de una novia nos conformáramos con el vestido.
Vemos la estructura que sostiene el sistema, pero
dejamos de lado lo esencial. Esa ha sido al menos
muchas veces mi actitud. De este modo, cuando
conocí a Juliette, vi en ella una chica talentosa,
sumamente inquieta, y que sabedora de su talento lo
predicaba con soberbia. Y aquella inquietud de su
juventud en ciernes me pareció libidinosa y banal.
Ahora en cambio comprendo que vi mi vanidad y mi
libido reflejados, el afán incesante de mi ego por
saciar su apetito. A Mariola más bien la recuerdo
porque era puntillosa que daba gusto. Tenía la virtud
de amar el orden en la casa, por lo que aquella fue
una época de esplendor para las cosas, que
relumbraban de limpias en estricto orden. Sentí
incluso que el espacio se hacía más grande, con la
eficiencia del acomodo de la cristalería, los mueble,
las vajillas, dando paso al aire para que recorriera
recovecos otrora saturados de caos, según lo definía
ella. Aparte de aquello, era vegana, crudívora incluso,
pues nunca la vi comer más que frutas y verduras
crudas y beber agua y jugos. Salía muy temprano a
su trabajo y regresaba ya tarde, por lo que solo
ocasionalmente socializábamos en la sala de estar, si
a aquello se le podía llamar conversaciones, pues era
más un constante rehuir de su parte de mis intentos
de charla, como si el solo cruzar palabras equivaliera
a contacto físico. Entre nosotros no había nada más
real que aquellas pocas palabras, que ella procuraba
evadir con largos silencios. Pero era asimismo otra

48
forma reflejada de mi ego. Debes saber, que lo que
nos sucede, las personas que topamos en la vida,
todo lo que nos rodea y la relación que tenemos con
ello, es la forma de saber cómo estamos percibiendo
el mundo, qué nos mueve, por decirlo de alguna
manera, cuáles son nuestros deseos, y en mi caso,
cuánto tengo aún que corregirme...

—¿Estás hablando de mujeres o de tus


deseos?

—En el fondo son lo mismo, pues veo el


mundo a través de mis deseos. Leía la otra vez, que
los hombres desean ser como la naturaleza, y las
mujeres desean conectarse con la naturaleza.

—¿Todos los hombres y todas las mujeres?

—Es el principio creador.

—Y aún conociendo estas historias como la de


Amalia, ¿querés casarte?

—Te lo dije antes: “Todo hombre que no tiene


una esposa, no es un hombre completo”.

—¿Es un hombre imperfecto?

—Con mucho de bestia...

Ella entendía mi comentario, solo quería


provocarme, como siempre. Le dije:

49
—Con las palabras creamos los mundos entre
tu boca y mi boca, cada vez que tenemos un nuevo
alcance.

—¿Un nuevo alcance? ¿Y qué mirás en mí,


qué te reflejo?
—Solo podemos nombrar lo que conocemos, y
esto significa un alcance. Pero cada sociedad y
época tiene su lenguaje. Si te llamo tórtola, y al
anhelo que hay entre nosotros le llamo aurora, puedo
decir: “No logró la aurora, tórtola, que movieras tus
alas”. Pero cuando leemos: “...se han mostrado las
flores en la tierra, el tiempo de la canción es venido, y
en nuestra tierra se ha oído la voz de la tórtola2...”,
otra cosa significa.
—Pero ves, siempre me contás todo a medias,
¿no dijiste que eran cuatro mujeres las que habían
llegado a tu vida?
—Sí, cuatro: Marcela, Juliette, Mariola, ¿y
adiviná quien es la cuarta?
Vi que sus ojos se volvían llorosos, como los
míos, ocultos entre el orgullo. Me parecía tan
distante, tan inalcanzable.

2 Cantar de los cantares.

50
III
Los rostros del deseo

Cuando estaba en el jardín de niños, nuestra


maestra organizaba junto con la otra clase una
excursión a las afueras de la ciudad, en las cercanías
de donde estaba el tanque de agua potable que nos
surtía. Nos íbamos por un camino de lastre paralelo a
la Carretera Interamericana que luego pasaba a ser
simplemente de tierra, al doblar hacia donde estaba
el tanque, en una loma que nos parecía el monte
Everest. También pasábamos un riachuelo, en donde
nos deteníamos a ver olominas y piedras de colores
que guardábamos en nuestros bolsillos como tesoros.
Al año siguiente nos alegramos de que la
maestra del primer grado de la escuela también
siguiera esta tradición, y así nos sentíamos como
exploradores expertos al toparnos de vez en cuando
a los grupos del jardín de niños. La felicidad parecía
entonces estar entre nosotros como algo integral.
Pero cierta vez, uno de nuestros nuevos compañeros
de clase, Edgar, encontró durante una de las
excursiones al tanque de agua el caparazón de una
tortuga. Todos miramos asombrados el hallazgo,
envidiándolo un poco, como si se tratara de un
diamante. Me dije: “¿Por qué yo nunca me encuentro
estas cosas en el camino?” Varios niños trataron de
quitarle el caparazón para adueñarse de aquel
tesoro, pero Edgar defendió sus derechos con

51
denuedo. Edgar estaba lejos de ser un mal
compañero. A nuestra escuela llegaban niños de
familias muy pobres, descalzos, sin haber
desayunado y después de caminar varios kilómetros
desde sus hogares. Uno de los aciertos del gobierno
fue establecer un programa de comedores escolares,
por eso en el primero de los recreos nos daban leche,
a todos, y un poco más a los niños de familias más
pobres. Edgar siempre llevaba cacao en polvo y le
daba un poco a los compañeros que le pedían. Nos
sentábamos en las mesas del comedor a compartir lo
que teníamos, y entre nosotros, esto era para
algunos sentir que el alma les regresaba al cuerpo, y
para otros descubrir que tenían alma. Pero con los
años las diferencias fueron cada vez más grandes.
Creció la burla entre nosotros, el miedo, la envidia. La
felicidad ya no parecía algo tan sencillo. Nos fuimos
dejando engañar por las sombras, en donde cada
uno creaba el mundo que le convenía.
Uno de mis profesores en la universidad solía
decir, en un arrebato de ironía, que tenía una prima
cuya mayor virtud era no fumar. Luego me pregunto:
¿cuantas veces no hemos hecho lo mismo, aunque
nuestra apreciación haya sido distinta? Tengo un
amigo de la niñez, que aunque pasen los años, si
tiene necesidad de orinar, no pone reparos en hacerlo
en la vía pública, allí, en donde aparentemente no se
nota. Es un acto que en mi cabeza no cabe, pues
incluso he llegado a comprar productos que no
necesito para poder usar el baño del establecimiento.
Pero por otro lado, esto no dice nada de cómo ama
este amigo a su familia o a sus amigos. Pongamos el

52
caso de alguien que como yo, jamás orinaría en la vía
pública, pero es mal padre de familia o no siente
verdadero amor por sus amigos. ¿Quién es mejor?
Responder incluso nos pone en un dilema, pues
tomamos partida por uno u otro, sin tener en cuenta
que ambos son el reflejo de nuestro ego. De niño me
preguntaba, ¿si se coloca un espejo frente al otro,
cuántas veces se reflejan? Luego, con el paso de los
años, me di cuenta de que el mundo es un reflejo de
nosotros mismos, pero solemos llamar bueno, de
todo lo reflejado, solo a lo que nos apetece, a lo que
nos causa placer, y llamamos malo a lo que no es
así, asumiendo que no es parte nuestra sino de los
demás, del entorno o de alguna fuente innombrable.
Pero lo que vemos en los amigos es nuestro propio
reflejo, aunque no nos guste. Vemos el mundo como
somos.
También de niño solía jugar con mi primo
observando el mundo de las hormigas. Si un grupo
de hormigas cae por ejemplo en un estanque, todo el
grupo se une formando una bola de hormigas, hasta
que salen a flote, merced a las cápsulas de aire que
forman. Una hormiga sola se ahoga. Esto lo sabe la
hormiga de alguna manera, por lo que actúan como
un solo organismo. En nuestro mundo humano no es
distinto, pero nos separa el ego. ¿Cómo logramos
superar el ego para unirnos como un solo organismo,
la humanidad, en donde todos nos beneficiamos? No
recuerdo en detalle cómo empezó la búsqueda a esta
respuesta, pero luego de haber deambulado como
orate por el mundo, y esto es decir, por sus placeres
efímeros, de repente estaba rodeado de otros

53
amigos, y en ellos, (hastiados del goce superfluo)
había asimismo un anhelo por otro más dulce aún, un
deseo por los frutos que se elevaban sobre el árbol
de la muerte. Esteban fue uno de esos primeros
amigos con los que pude ver las sombras de lo que
yo llamaba virtud. Nos conocimos de forma virtual, en
la internet, pero luego de una intensa amistad
finalmente nos reunimos físicamente. Ambos
sabíamos que cuanto deseábamos decirnos había
sido satisfecho por la concordancia de nuestros
deseos. Sentí cómo mi anhelo se sosegaba, para que
fuera el suyo el que imperara. Luego me percaté con
sorpresa que él también anulaba el suyo.
Almorzamos juntos y salimos a dar un paseo junto al
río. Hablamos largo rato sobre la sociedad y como
influía en nuestro desarrollo. Le conté cómo de niño,
además de las hormigas y sus hormigueros, solía
observar largamente los panales, las abejas
trabajando incesantemente, increíblemente
organizadas, sin discusiones inútiles, como si
pensaran solo en el bienestar de la colonia sobre el
bienestar individual. Y así, esa sociedad en miniatura,
vista desde nuestra perspectiva, funciona mediante el
otorgamiento de cada individuo para el grupo desde
su lugar de trabajo. Una vez alguien me reclamó que
era una monarquía despiadada que explotaba los
trabajadores. Pues no, le dije, puede verse de esa
manera si pensamos egoístamente, es decir, si
creemos que ser de la realeza entre las abejas es un
privilegio. Pero no es así: el zángano muere después
de cumplir su trabajo y a la reina le espera una vida

54
de continuo trabajo, pues de ella depende toda la
población del panal.
—Mira sin embargo cómo anda el mundo de
mal que nosotros solo pensamos en nuestro
beneficio, en cómo sacar el mayor provecho de los
demás. A veces creo que estamos peor que las
abejas...
—No es que estemos peor que las abejas, sino
que no hemos superado el estado animal, es decir, el
querer satisfacer nuestro cuerpo, creyendo que es lo
principal.
Vimos aves volar a la distancia, sobre el
puente. Los reflejos sobre el agua impedían a simple
vista saber qué colores tenían. Esteban dijo: “Veo
palomas, como de niño al atardecer veía las
parvadas que regresaban a sus nidos”. Yo le
respondí: “Veo golondrinas, como las que
sobrevolaban mi pueblo en las largas tardes de
verano”. Luego, una de las aves se acercó a
nosotros. Era una urraca, que nos miró curiosa antes
de emprender de nuevo el vuelo.
—¿Qué quisieras pedir en este momento?,
dije.
—Que pudiéramos romper la ilusión de la
separación.
—¿Como una sociedad que funcionara igual
que un organismo?
—¿Y cuál crees que sea la célula de esa
sociedad, el individúo solo?
—No, la familia es el núcleo básico que te
permite trabajar en ti mismo, pues con ella aprendes
a otorgar, a no pensar solo en ti mismo. La mujer es

55
una bendición para el hombre, sin ella, la bestia que
hay en nosotros nos domina.
—Sí, pienso en eso y no sé qué es lo que hago
mal, que no logro encontrar esposa. Quizá he llegado
ya a la mitad de mi camino en esta vida y no veo
como resolver ese asunto. Hace algún tiempo tuve
una conversación con un colega rumano, la recuerdo
tan claramente como si hubiésemos hablado esta
mañana. De repente me miraba con aquellos ojos
fatigados del mundo. Sonrió y me dijo:
—A los catorce años mes escapé de casa. Ni
siquiera me llevé los zapatos. Era verano en
Bucarest, ¡qué hermosura! Me escapé y estuve no
recuerdo cuántas semanas en la calle, follando con
las gitanas o con alguna novia. No era como ahora
que todo es corrupto. Cierto que Ceauscescu era un
imbécil analfabeta, pero tenía sus cosas buenas
aquel comunismo. El país era más sano. Podías follar
donde fuera, sin tener miedo a contagiarte de alguna
enfermedad. Simplemente te acercabas a alguna
gitana y ya estaba, era cosa simple. Debo decir que
fue algo raro. Primero la política fue de abstención,
pero luego el gobierno dijo que Rumania tenía muy
poca población para su desarrollo económico, y
estimularon tener niños. Si te dijera la cantidad de
mujeres que me he follado, de verdad, es que ni yo
me lo creo a estas alturas. ¿Y qué me ha dejado eso?
Nada. Una vida tirada a la basura, una pérdida de
tiempo.

Dice esto y miro como baja el rostro hasta


mirar el suelo, y luego se acomoda el reloj que le

56
aprieta la muñeca. Sus manos son toscas, pero no
callosas. Están llenas de anillos con diferentes
piedras semipreciosas: amatista, citrino, ópalo. Todos
los anillos son de oro. Tiene también una pulsera en
la muñeca derecha y una gruesa cadena en el cuello.
En otra ocasión me había dicho que todo aquello era
su seguro por si el banco le cerraba la cuenta.
Escuché sus palabras y pensé en qué se diferencia al
final un hombre que anda por la vida con todo lo que
tiene a cuesta de un mendigo que nada posee.
Entonces le digo:

—Qué distinta es tu historia a la mía. Vivimos


en mundos distintos.

— Me acuerdo que teníamos apenas un canal


de televisión.

—Ah, ves, nosotros teníamos dos: el 7 y el 13.


Habían dos más, el 6 y el 4, pero en nuestra casa no
se veían, solo el seis a veces, lleno de rayas en la
pantalla. Aunque la verdad, no es que los otros se
vieran mejor.

—¡Ja, ja! No me digas...

—Había que subirse al techo de la casa y con


una vara enderezar la antena...

—Ja, ja, ja, sí, sí. Lo mismo que en Rumania.


Me has hecho feliz con ese recuerdo.

57
—Pero en cuanto a mujeres, ya me deseara
tener tu historia. Cosas del ego...

—¿Y de qué te sirve mi historia? Un rato


follando y luego, si la cosa no resulta, meses o años
de mala leche. Mi vida es una ruina, y se lo debo a
las mujeres, pensaba, pero de verdad que he sido yo
y mi apetito lujurioso. Es que te parece tan bueno,
una exquisitez, sobre todo si tienen buenas tetas y un
buen culo, ¡ah, qué maravilla! Fata morgana, una
ilusión.

—¿Pero te das cuenta que tengo cuarenta


años y no me he casado ni veo cómo vaya a lograrlo?
No sé por qué en mi vida me topo con tan pocas
mujeres...

—Eso no es cierto, el mundo está lleno de


mujeres como peces hay en el mar, dice el refrán.

—Bueno, no es que no me tope con mujeres,


es que o ya están casadas o simplemente no les
intereso, como si lo que yo puedo darles no les
interesara. Y si soy presa de la envidia, veo de
repente tanta mujer bonita con cada imbécil, o a
veces maltratadores. ¿Cómo es que escogen
semejantes energúmenos? Y encima van y dicen que
los hombres somos cerdos, que no las
comprendemos, etc, etc. ¿De qué me sirve entonces
ser correcto, caballeroso, gentil, honrado y sincero?
¡A la mierda! A veces deseara ser un canalla como
hay tantos casados con mujeres maravillosas.

58
—No sabes lo que dices...

—Es cierto. La otra vez un amigo oyó mis


argumentos y me dijo cuando estábamos frente a un
portento de mujer: ¿pero no sabes si esa mujer te
merece? A lo mejor eres demasiado. Y esto me hizo
sentir mal, como si toda la culpa de estar solo fuera
solo mía. Te juro que a veces no comprendo. Lo he
intentado, de verdad, quizá no tanto como debiera,
pero lo he intentado, y siempre me han rechazado,
muy amablemente, casi con amorosa ternura,
diciéndome cosas como que es que no están
seguras. Luego pienso: si la realidad está dentro de
mí, ¿soy yo el que no está seguro? ¿Y si no soy libre
en realidad, sino que todo obedece a un plan
maestro, ¿qué significa mi soledad?

—Pero dime, qué es lo que quieres de las


mujeres, ¿follar?

—Quiero una esposa.

Y al decir esto, vi cómo su rostro se sosegaba,


como si entendiera la esencia de lo que decía y fuese
asimismo su anhelo. “La mujer virtuosa”, oí que
susurraba.

—Quizá ahí está el punto. Aquí donde me vez


es probable que no me creas si te lo cuento, pero
bien que conozco esa vida disoluta, en donde nada te
importa más que chupar del mundo como una
sanguijuela chupa tu sangre hasta más no poder. Y
cuando te das cuenta has perdido el camino.

59
—Nunca hablas de eso...

—No es nada que me complazca. ¿Dónde


está la virtud que muchos creen ver en mí? Soy una
sanguijuela, eso... Una sanguijuela.

Esteban me miró con su inquebrantable


serenidad:
—Yo tampoco tengo respuesta que darte. Tú
no te has casado nunca, yo en cambio me he casado
y divorciado cinco veces.
—Me he preguntado, ¿cuál es la clave? Y te
digo, que así como cuando aspiramos el aroma de un
perfume, en realidad asumimos toda una mezcla de
esencias, en donde unas destacan sobre las otras, y
nos sentimos atraídos más por unas que por otras,
así es con las cualidades de una persona: nos
adherimos a las cualidades que compartimos. Luego,
estas son de otorgamiento o egoístas. Así, si nuestra
unión con la esposa se debe a las cualidades
egoístas que compartimos, corremos el riesgo de que
la naturaleza egoísta de cada uno nos separe en
algún momento. Pero si nuestra unión depende de
valores de otorgamiento, tendremos la fortaleza de
sobreponernos a nuestra naturaleza egoísta.
—¿Y eres tú el que me pregunta?
—Pero mi razonamiento no explica que no
haya podido casarme. Te diré que lo he pedido, pero
mi anhelo ha sido por el otorgamiento, y en mi estado
imperfecto priman los deseos egoístas, que van en
contra de lo que pido. Como un lobo, que desea una
oveja por compañera, sin renunciar a ser lobo.

60
—Sí, tres veces encontramos escrito en la
Torá, "no cocinarás un cabrito en la leche de su
madre".
De pronto recordé el sueño de mi niñez en el
que la tienda del egipcio se convertía en una suerte
de laberinto de escaleras y puertas hacia nuevas
habitaciones, y se me antojó que no era aquello otra
cosa que nuestra propia vida. ¿Cuáles eran pues las
puertas y las habitaciones? Tenía más claro lo de los
escalones, por los que ascendemos cada vez que
alcanzamos un nivel de entendimiento. Y así, al ver
fijamente el rostro de Esteban como un espejo en el
que miraba los rostros de mis deseos, se me antojo
asimismo que era una puerta a través de la cuál
podía cruzar. De esa manera, la habitación, el
espacio en el que interactuábamos, dependía de la
naturaleza de mi intención. Aquella habitación no era
física, era un estado interno, en donde tampoco había
tiempo.
Entre ambos se estableció una especie de
habitación atemporal, como si olvidáramos el mundo
físico, y todo fuera deseo, la esencia pura de las
cosas que nos permitían revelar lo que éramos, como
el reflejo en un espejo que iba de opaco a iluminado.
Nos mirábamos el uno en el otro, sabiendo que no
había otro, que éramos uno. Vi la manera en que
Esteban a su vez me miraba, sereno, feliz acaso de
que yo hubiera entendido el secreto de las
habitaciones. De pronto escuché que me decía:
—Cierta vez, nos habíamos reunido varios
amigos. Uno de ello le decía a otro:
—¿Y tú qué es lo que más deseas?

61
—Romper la ilusión de que tú y yo somos dos,
y así descubrir que somos uno. Descubrir que no hay
cuerpo, solo el alma.
Aquello me llevó a mis recuerdos de soledad,
mostrándome que aquella soledad era hija de mis
acciones, y una voz, que era muchas voces, me
decía:
—¿Pero qué es el cuerpo? ¿Y qué es el alma?
Me concentré en la voz, en el acento de quien
hablaba, en aquella reunión de amigos no mucho
tiempo atrás. Vi de nuevo sus rostros con claridad.
Estábamos sentados en círculos debatiendo una
pregunta que nos habían dado: ¿qué es el cuerpo y
qué es el alma? Uno de ellos dijo de improviso:
—Hay una hermosa anécdota que ilustra esta
pregunta. Dice así3:

El emperador Antonino le dijo una vez a Rabí


Iehuda:

—El alma y el cuerpo se pueden liberar de los


castigos en el otro mundo, por los pecados que el ser
humano comete. ¿De qué manera? El cuerpo puede
decir: “El alma pecó, ¿qué puedo hacer sin el alma?
Valga como ejemplo que desde que el alma me
abandonó, estoy en el sepulcro, solo como una
piedra”. El alma puede decir: “El cuerpo pecó; se
puede ver que desde que dejé al cuerpo vuelo
libremente como un pájaro limpio de pecados”.

3 Tratado Sanhedrin, 91.

62
—Te responderé con un ejemplo —dijo Rabí—.
Un rey, tenía un hermoso viñedo, en el que había
frutos apetitosos. Colocó allí dos guardias, uno era
rengo y el otro ciego. Entonces el primero le dijo al
segundo: “Veo que hay hermosos frutos, déjame
subir sobre tus espaldas y así podremos allegarnos y
comerlos”. Y así lo hicieron. Un tiempo después, vino
el rey y preguntó: “¿Dónde están los hermosos
frutos? Entonces el ciego dijo: “Yo soy ciego y no
puedo ver” y el rengo dijo: ”Soy rengo, así que de
ninguna manera podría arrancar los frutos”.

Entonces el rey montó al rengo sobre el ciego


y los juzgó como si fueran una sola persona. Y así
hará el Eterno: hará entrar el alma en el cuerpo
muerto y los juzgará conjuntamente.

Un amigo dijo:

—No me queda claro. ¿Es que acaso no está


bien que dos amigos se ayuden para conseguir un
objetivo? En el ejemplo que cuentas uno de los
guardias era ciego y no podía ver los frutos, y el otro
era rengo, por lo que tenía otro tipo de impedimento
que no le permitía alcanzar los hermosos frutos.
¿Qué hay de malo en que se ayuden?

El amigo del ejemplo contestó:

—Primero que nada, los guardias tenían que


cuidar el viñedo del rey, ese era su trabajo, no
robarse las uvas. Luego, la colaboración de los
guardias sigue un deseo egoísta.

63
—¿Pero qué rey pondría a un cojo y a un
ciego a cuidar un viñedo?

—¿No te parece que el propósito del rey fuera


más bien probar a sus guardias?

El otro amigo dijo:

—¿Probar qué?

—No olvidemos que este es un ejemplo de


Rabí Iehuda sobre el alma y el cuerpo.

—Tanto más confuso: ¿es uno de los guardias


el alma y el otro el cuerpo?

—En el ejemplo los dos actúan de modo


egoísta, es decir, en vez de servirle al rey se
aprovechan de su condición para hurtar las uvas.
Ahora, el rey se refiere en este caso al Creador: le
servimos a Él o a nuestros mismos, y esto último
significa, en beneficio propio. El rengo y el ciego
juntos disminuyes sus debilidades físicas, pero en
vez de servirle mejor al rey, se aprovechan para sí
mismos.

—¿Pero cuál es el alma y cuál es el cuerpo?

—El alma se refiere al deseo de servirle al rey,


y el cuerpo se refiere a servirse a sí mismo. Pero no
son cosas, sino deseos: el deseo altruista es el alma,
y el deseo egoísta está representado por el cuerpo.

—Pero solo vemos el cuerpo, no el alma...

64
—No distinguiríamos la luz de no ser por la
sombra. Si solo hubiera luz, no seríamos conscientes
de ella. Así el cuerpo, el deseo egoísta, nos permite
descubrir el placer de servirle al Creador.

—¿Qué es el alma, un deseo?

—El alma es como un semilla del deseo


altruista que debe crecer. Se le ha llamado también,
un punto en el corazón, y se llama “corazón de
piedra” al egoísmo puro.

—Aún no me queda claro— dijo otro de los


amigos. Y así, otro amigo se adelantó diciendo:

—Hay otra historia que así nos lo cuenta4:

Los discípulos le preguntaron a Rabí Shimon


bar Iojai:

—¿Por qué debía el Eterno enviar el maná del


cielo todos los días, no lo podría haber hecho de una
vez para todo el año?

Rabí Shimon respondió diciendo:

—Les voy a dar un ejemplo al respecto: Un rey


tenía un hijo al que proveía una vez para mantenerse
todo el año. El príncipe, por lo tanto, venía a ver a su
padre una sola vez al año. Entonces el rey dispuso
que le proveyeran los gastos diariamente y así el
príncipe comenzó a venir todos los días. Lo mismo

4 Tratado Ioma, 76

65
pasó con la generación del desierto, si se los hubiese
proveído una vez al año, seguramente habrían
olvidado que tenían un proveedor en el cielo.

El amigo de las preguntas sobre el cuerpo y el


alma volvió sobre sus pasos:

—¿Y aquí, cuál es el cuerpo y cuál es el alma,


o como dijiste, el deseo de servirle al rey y el deseo
de servirse a sí mismo?

—Aquí se nos cuenta de un modo diferente —


dijo el amigo que había relatado la segunda historia
—. Aquí se muestra cómo debemos desarrollar la
carencia por el deseo de otorgar. Si tenemos todo
satisfecho, nuestra naturaleza egoísta se impone y ya
no deseamos otorgar, sino satisfacernos más y más.
Si en cambio tenemos una carencia que solo el
Creador puede satisfacer, ella nos llevará hacia Él, y
esto nos mostrará que solo podemos acercarnos
mediante el atributo del otorgamiento.

—No sé —insistió el amigo de las preguntas


sobre el cuerpo y el alma— ¿por que tendría Dios,
siendo bondadoso, necesidad de castigarnos para
que nos corrijamos?

El amigo de la segunda historia dijo:

—Todo lo que vemos es desde nuestra


perspectiva, que es imperfecta.

66
—Pero entonces, ¿por qué tendría Dios
necesidad, siendo perfecto, de crearnos imperfectos?

—El Creador no necesita nada. Si no


entendemos su proceder no es por defecto suyo, sino
por carencia nuestra. Pero esa carencia tiene un
propósito.

—Un tercer amigo dijo5:

El malvado Turnusrufus le preguntó a rabí


Akiva:

—Si vuestro Dios ama tanto a los pobres, ¿por
qué no los nutre?

—No lo hace para que nosotros lo hagamos y


seamos liberados, por medio de este precepto, de
sufrir en el otro mundo.

—Por el contrario —dijo el romano— por el
hecho de ayudar a los pobres merecen el infierno. Te
daré un ejemplo: Un rey se enojó con uno de sus
siervos y lo encarceló, ordenando que no le dieran de
comer ni beber. Pero una persona sí lo hizo,
entonces, ¿no es que el rey debe enfurecerse?

—No —dijo rabí Akiva— tu ejemplo no es


correcto, te daré otro ejemplo: Un rey se enojó con su
hijo y lo encarceló, ordenando que no le dieran de
comer ni beber. Entonces una persona sí lo hizo y
cuando el rey escuchó lo que sucedió, le dio a la
persona un regalo.

5 Tratado Baba Batra 10

67
—Pero es que en vez de contestarme me
cambias las historias —dijo nuevamente el amigo de
las preguntas sobre el cuerpo y el alma.

—Es que en este caso, no solo se nos habla


del desarrollo del deseo altruista, sino que se nos
muestra el uso del libre albedrío. Tenemos la libertad
de escoger entre el egoísmo y el altruismo.

Pero entonces otro amigo, que había


permanecido callado, interrumpió inesperadamente.

—Creo entender cuál es el problema. Nos es


más fácil reconocer lo que conocemos culturalmente.
De verdad que son hermosas historias, pero ¿cómo
explicarle esto a la gente que viene de otra cultura o
que no posee esta aclaración? Una vez, hablando
con un viejo amigo, traté de explicarle este punto
sobre el altruismo, pero con otras palabra, acaso no
tan bellas. Le dije:

—Si miras la pantalla de un televisor, o una


computadora, la imagen que ves es la interpretación
de la información que el procesador recibe y
transforma en imágenes y sonido. Pero para el
procesador dicha información corresponde a
secuencias en un circuito de apagado y encendido,
escrito en un lenguaje binario en donde apagado es 0
y encendido es 1. ¿Me sigues?

—Sí, estoy de acuerdo —dijo él.

68
—Pues bien, la realidad, lo que percibimos
mediante nuestros cinco sentidos, no es otra cosa
que la interpretación del cerebro de la información
que recibe en forma electroquímica, proyectada en un
holograma que llamamos universo, mundo o
simplemente realidad. Pero el mundo como lo vemos
es solo una interpretación del cerebro, no es la
realidad en sí misma.

—Pero si dices que es un holograma, ¿por qué


diantres puedo tocarlo, olerlo, chuparlo, interactuar
con él? ¿Estás diciéndome que cuando estoy con mi
mujer en la cama todo es solo un holograma, mi
propio cuerpo incluso?

—¡Mira que cara pones! Todos tenemos el


mismo programa, por así decirlo, para percibir el
mundo, por eso salvo pequeños detalles, percibimos
exactamente lo mismo.

—¡No, qué va, qué me vas a decir! ¿Y


entonces de dónde la alegría y la tristeza si vemos lo
mismo?

Yo traté de ser más puntual y exacto en mis


palabras. Le dije:

—La diferencia es nuestro ego, que al querer


complacerse, ve la realidad según le parece. Pero la
realidad es permanente.

A lo que el amigo replicó:

69
—¡A ver si alguien puede ver la guerra o el
dolor humano como algo distinto! Y aunque así fuera,
¿va a dejar de sufrir alguien porque otro por allí ve la
realidad digamos que distinta?

—De vez en cuando te duele el estómago, o la


cabeza o alguna parte de tu cuerpo, ¿cierto?

—A todos nos pasa...

—Y ese dolor, digamos que en el estómago, se


debe a que tuviste una reacción alérgica por algo que
comiste. Pero puede ser peor. Puede ser una alarma
de que tienes una úlcera, o un cáncer. Y eso no viene
así porque así. Algo habrás hecho mal: desordenes
de comida, demasiado alcohol, o exceso de fumado,
o mucho estrés en el trabajo, qué se yo. Pero de
repente lo que sientes es un dolor en el estómago,
que antes no tenías. Ese dolor pues es algo positivo,
pues si lo atiendes y estás a tiempo, puedes corregir
el problema. Pero tu mano o tus pies no te duelen, a
pesar de que pertenecen al mismo cuerpo.

—¿A qué quieres llegar? —dijo este—. ¿Y qué


tal si no estoy a tiempo o la enfermedad es genética?

—El mundo es como un solo cuerpo, y cada


uno de nosotros digamos una célula. El problema es
que creemos que estamos separados, que lo que
sucede en África o en China no tiene que ver con
nosotros. Pero sí tiene que ver, pues este aislamiento
es ilusorio, lo produce nuestro ego. Las adversidades

70
que tenemos son oportunidades para elevarnos sobre
el ego, hacia el altruismo.

—No sé, todo esto me parece mucho humo,


no es nada realmente tangible, comprobable...

—¿Como en la ciencia, quieres decir?

—No sé si quise decir eso, pero vale, puede


que sí. Allí sabes al menos que una cosa, por
ejemplo, pesa un kilo y ya estuvo.

—Bueno, porque hay una convención que


define qué es un kilogramo... Pero las ciencias solo
pretenden describir el mundo físico, es decir,
entender el holograma, no te hablan de lo que origina
el holograma…

—No sé, no me gusta esa idea de ser un


holograma, pues me suena a una hipótesis que
tampoco puedes probar, pues si la pruebas estás
usando las ciencias.

—Es solo una aproximación lingüística. En


cada época el mundo se ha descrito en un lenguaje
apropiado a su generación. También las ciencias
usan un lenguaje apropiado para la materia que
tratan.

Luego recordé un fragmento de un artículo de


Rabash que decía: “Lo que no hemos alcanzado no
lo conocemos”. No podemos convencer a nadie que

71
no haya tenido el deseo de conectarse de forma
altruista. Ese fue mi error, y no fue la única vez.

Al regresar desde mis recuerdos a la


conversación, me percaté de que habíamos llegado a
un café y habían tazas sobre la mesa. ¿Cuánto
tiempo había transcurrido? ¿Qué era aquella ciudad
que se miraba por la ventana? ¿Qué era mi niñez?
De repente, aunque estábamos en San José, Costa
Rica, me vino la idea a la cabeza de que al salir y
cruzar la calle toparía con la plazoleta frente a mi
apartamento en Colonia, Alemania. ¿Qué era la
geografía, el mundo? En un parpadeo todo parecía lo
mismo y nada al mismo tiempo: una ilusión por
nosotros mismos creada. Y de esa manera, todo
estaba dentro de mí, era la proyección de mis deseos
sobre la realidad: la geografía, mis recuerdos, los
amigos que discutían sobre el alma y el cuerpo. Todo
era un juego para poder trabajar sobre mi ego, y en
este juego, podía viajar de un deseo a otro para
corregirlos, para quitarle las impurezas que me
adherían al egoísmo, al servicio de mis deseos
personales, como los guardias que se roban las uvas
del rey.

Serví café en la taza de Esteban mientras le


decía:

—Hace unos meses, en la estación central de


trenes, en Colonia, iba conversando con un amigo y
colega. Se había interesado en la definición de
mundo altruista que le había dado el otro día, si bien

72
decía no estar completamente de acuerdo. Traté de
adaptar el lenguaje para que no le resultara extraño,
pero insistía en sus argumentos.

—¿Y dónde está ese mundo espiritual del que


hablas?— decía.
—No te confundas con el lenguaje; pero es el
lenguaje que tenemos entre tú y yo, aunque resulte
incompleto, incapaz de pormenorizar los detalles que
exiges. Si te va mejor, llámale “mundo altruista” y a
este que habitamos “mundo egoísta”.
—Pero entonces está aquí y ahora, en
nuestras acciones físicas.
—No tienes que ir a ninguna parte, se trata de
una percepción superior de la realidad.
—¿De qué realidad?
—Solo hay una realidad, lo que cambia es
nuestra percepción: somos egoístas o nos
esforzamos en ser altruistas. Y esto se consigue con
la intención.
Luego pensé en lo dicho, en las palabras: “Yo
el Señor no cambio”, pero evité el comentario.
—Solo hay una realidad, no hay nada a parte
de esta.
—Sí, en eso estamos de acuerdo, pero si es
así, ya estamos en el mundo altruista, y eso quiere
decir que habitamos el mundo espiritual.
Recordé las palabras del rav Laitman:
“El despertar no se puede forzar, cada quien lo
tiene en su momento. La Luz llega a toda la creación,
pero se le llama alma o el punto en el corazón a las
almas en donde ese despertar, el deseo por la

73
igualdad de forma con el Creador se ha dado, y
buscan más y más en un anhelo creciente adquirir el
atributo de otorgamiento del Creador”.
Me percaté de como todas las respuestas que
le había dado a mi colega y amigo, no penetraban su
incredulidad.
Luego, este preguntó:
—¿Y si soy yo el que tiene razón? ¿Has
considerado eso? Porque somos humanos,
cometemos errores. Tú me hablas del mundo
espiritual, ¿has estado allí?
—Nada de lo que te diga te dará la
experiencia, si me crees será pura fe.
Habíamos hablado ya muchas veces, pero el
amigo de las preguntas regresaba insistentemente
sobre su forma de ver el mundo, diciéndome que me
creía, pero no podía dejar de dudar.
—Sí, pero es que me gusta hablar contigo, es
muy interesante— decía.
—No se trata de que sea interesante.
Otra anécdota del rav Laitman vino a mi
memoria:
—Sí, una vez llegué ante mi maestro, Rabash,
y le pregunté que cómo podía estar seguro de que lo
que me decía era verdad. Y él me contestó: No
puedes estar seguro. Si lo estuvieras estarías a mi
nivel o más alto y serías mi maestro. Si no me crees
eres libre de irte y hacer lo que desees, si después
esto no te complace y deseas regresar, puedes
regresar. Y esto es así, porque no podemos nombrar
lo que no conocemos, y esto quiere decir, lo que no
hemos experimentado. ¿Cómo hacerte conocer un

74
estado al que no has llegado? Para eso debes
creerme por encima de la razón”.

75
IV
La mujer de Lot

—Ana Clara fue siempre un estanque en el


que contemplaba mi alma.

—¿Creés en el infierno, o en el cielo? —me


preguntó una vez— ¿A qué se refieren con eso de
cielo e infierno?

Me miraba inquieta, medio sonriente, como si


ya supiera lo que iba a decirle.

—El infierno es la relación incorrecta que


tenemos con el mundo. No, no creo en ese lugar
lleno de fuego que llaman infierno. ¿Y el cielo, allá
arriba en las nubes o en otro planeta? No. Esos solo
son nombres que se le han dado a la relación que
tenemos con el mundo.

—¿Es eso lo que nos distingue de las bestias


—insistió—, la relación que tenemos con el mundo?

Aquella pregunta se quedó dando vueltas


dentro de mí durante muchos años. Ansiaba una
respuesta que no dejara dudas, categórica, que
satisficiera ese afán que tenía yo por entonces de
precisión matemática. Mi memoria se llenaba de

76
recuerdos de tanta gente que tenían una relación tan
directa con la naturaleza que siempre me daba
envidia. Veían las cosas con simpleza. ¿Pero era esa
simpleza la respuesta? Había quienes apenas
deseaban para sí mismos, pero esa renuncia,
¿realmente era el camino para una sociedad
corregida? Porque también había quienes poseían un
ego muy dominante, pero al volcarlo, se volvían en
extremo generosos. No me quedaba claro el
panorama, sobre todo al sentir cuán apegado
podíamos estar a nuestros deseos mundanos, esos
de todos los día aquí en la tierra, desde comer el pan
de la mañana hasta soñar con la fama y la fortuna.
Todo aquello era una distracción constante.

Quizá era la sensación de seguridad que tuve


en mi temprana niñez, el amor de mis padres (en
donde el mundo parecía estar en armonía) lo que me
permitía imaginar cómo sería en verdad una sociedad
corregida. Muy distinta parecía ser la experiencia de
Michail, y como la suya, muchísimas otras: una
inmensidad de vidas marcadas por otros rostros del
mundo. Desde que nos conocimos, la amistad entre
Michail y yo fue muy cercana. Intercambiábamos
continuamente experiencias de nuestras vidas, y de
esa forma supe que la suya, desde mi perspectiva,
era una vida llena de dureza, aunque estuviera
maquillada por los placeres de la carne que en la mía
no abundaban. Pero ¿qué placeres nos
corresponden?, o mejor dicho, ¿qué propósito
tienen? Desde su adolescencia Michail fue muy
independiente, y algo chocaba de su personalidad

77
con la de su padre. Contaba cómo una vez que retiró
una vieja banca de la cocina de su casa paterna le
valió la ira de su padre, como si este se hubiera visto
amenazado en su reino por un competidor al trono.
Michail decidió irse de casa. Encontró trabajo de
peón de construcción. Decía:

—Solía ir a un café a escuchar a una especie de


filósofo urbano que charlaba allí a diario. Me quedaba
hasta tarde. Y así fui entablando amistad con él.
Como supo que no tenía muebles en mi apartamento
aparte de un colchón para dormir, me ofreció varios
muebles que él ya no utilizaba. Recuerdo el día que
lo acompañé a su apartamento. Estaba
completamente lleno de libros, por todos lados,
apilados hasta el techo, de modo tan compacto que
apenas quedaba un pasillo para ir de una habitación
a la otra. Así que no fue tan fácil sacar los muebles
de los que hablaba. Con ellos ya tenía una mesa para
comer, con sus sillas y un viejo sofá.

Le relataba esta historia de Michail a Matías, en


otra de nuestras veladas de jazz, con una copa de
wiskey, en el salón de su casa. Me miraba atento,
como si tomara nota de cuando le iba contando.
Parecía no estar muy impresionado y al mismo
tiempo, lo mismo que yo, iba haciendo un paralelismo
con su propia experiencia. Era fácil de algún modo
imaginarse aquellos pasadizos atiborrados de libros,
como túneles en una madriguera de anacoreta, y de
repente percatarse que quien seguía al filósofo
urbano a través de ellos no era Michail, sino yo, y

78
supuse que Matías podría haber pensado lo mismo.
Luego regresaba a mí la imagen de Michail, bebiendo
su café lentamente. Veo sus ojos melancólicos, por
más que se trata de un colega siempre alegre. Pero
la suya es un alegría llena de sombras. Me decía:

—Por aquel tiempo salía con una rubia que


siempre antes de hacer el amor se fumaba un pitillo
de marihuana. Y como a mí no me gusta fumar, para
caer en un trance similar me bebía al menos media
botella de wiskey. No sé porqué ella necesitaba
siempre fumar para estimularse. No duramos mucho,
pues pronto empezó a salir con uno de sus
profesores.

—¡Pará, pará!— dijo Matías.

—¿A dónde querés llegar con esta historia de


Michail? Estábamos hablando de otro tema.

—Verás que en el fondo es el mismo: el deseo


de recibir. Michail es un colega muy servicial y
correcto, por lo que las historias que cuenta de todos
las novias que tuvo antes de casarse me parecen
muy llamativas…

—¿En qué sentido? Se trata solo de su


experiencia de vida. ¿Qué te parece tan particular?

—Es un hombre que disfruta el mundo


plenamente, sin tapujos, pero sin grandes
aspiraciones.

79
—¿A qué le llamás grandes aspiraciones?

—Quiero decir que se conforma con lo que tiene


y a lo sumo se procura un poco más de lo mismo. Ya
sabés: una casa mejor, un mejor empleo, un mejor
automóvil…

—¿No es así la mayoría de la gente?

—Probablemente. Pero hay quienes no se


conforman con eso y tienen deseos no por recibir,
sino por otorgar.

—¿Y te parece que tu colega Michail sea de


esos?

—Él es el único que puede saberlo, el único que


puede elegir. Pero lo que deseaba resaltar es el gozo
desenfadado de los placeres del mundo. Matías, el
mundo nos fue dado para que gocemos de él, no
para que nos estemos quejando. Lo que hace la
diferencia es la intención.

Recuerdo que en los años de mi


preadolescencia, mucho antes de que remodelaran
completamente el parque central de la ciudad en la
que crecí, nos sentábamos bajo una de las viejas
buganvillas a comer helados para equilibrar, según
nuestro capricho, los calurosos días de verano, que
allí duraban casi todo el año. Era frecuente en
aquellos días ver individuos con indumentarias
estrafalarias, copiadas de alguna película como “Los
diez mandamientos”, vociferar al centro del parque

80
pasajes de los profetas que se habían aprendido de
memoria. Con la mano izquierda sostenían un bastón
(que algunas veces había sido un palo de escoba) y
con la diestra la Biblia, que elevaban sobre su cabeza
para que todos la vieran. Vestían sandalias de cuero
y un cinto de vistoso color, que luego de anudar
dejaban caer sobre la larga bata de manta que
llevaban. Algunos incluso iban descalzos y tenían
largas cabelleras enredadas que desde hacía tiempo
habían olvidado lo que es el agua. Uno de ellos cierto
día recitó de Jeremías:

Así ha dicho el Señor: Voz fue oída en Ramá,


llanto y lloro amargo; Raquel que lamenta por sus
hijos, y no quiso ser consolada acerca de sus hijos,
porque perecieron.

Así ha dicho el Señor: Reprime del llanto tu


voz, y de las lágrimas tus ojos; porque salario hay
para tu trabajo, dice el Señor, y volverán de la tierra
del enemigo.

Tuve la sensación desde entonces de que


aquellas palabras ocultaban más de lo que
aparentemente revelaban, o quizá, no entendíamos
realmente lo que estaba escrito, aunque las
repitiéramos una y otra vez, como papagayos.
Muchos años después, en uno de los cafetines de la
universidad, aquella sensación se repetiría, pero con
variaciones. Dos camaradas discutían sobre los
secretos del mundo. Uno le decía al otro:

81
—El Génesis no es el único libro que habla de
la Creación, también lo hace el Séfer Yetzira. Mira lo
que dice en los primeros versículos, dijo, sacando de
su maletín un ejemplar del Séfer Yetzirá:

“Con treinta y dos senderos místicos de


Sabiduría grabó Yah, el señor de los ejércitos, el Dios
de Israel, Elokim vivo, rey del universo, el Shaddai
misericordioso y clemente, elevado y exaltado, que
mora en la eternidad cuyo nombre es santo- Él es
sublime y santo-. Y creó su universo con tres libros
(sepharim), con texto (sepher), con número (sephar)
y con comunicación (sippur).

Diez sephiroth de la nada y veintidos letras de


fundamento: tres madres, siete dobles y doce
elementales”.

Uno de los hombres, enjuto y de ojos llorosos


le decía al otro, evidentemente más joven:

—Es fascinante, que la creación se lleve


acabo a partir de las letras, de veintidós letras. Y eso
nos lleva a un secreto matemático, pues si relaciones
las veintidós letras del fundamento con los los sietes
días de la creación, su cociente es 3,14, una
aproximación del número pi con tres dígitos…

Luego dejé de escuchar, no solo lo que decían


aquellos dos hombres, sino que en mi cabeza se hizo
una especie de silencio durante años, como si tratara

82
de comprender lo dicho. Era una especie de túnel en
el que viajaba en mi memoria hasta descubrir que no
había otra realidad que los estados de mi deseo. Así
me vi en la estación central de trenes de Colonia, en
Alemania, e igual que en aquella escena en los
cafetines de la universidad, dos hombres discutían,
quizá hasta eran los mismos, es decir, eran ese
estado del deseo de la razón pura, que pretende
explicar el universo completo. El más anciano le
decía al otro:

—El número π, se tomó de la letra inicial de


las palabras griegas περιφέρεια, periferia, y
περίµετρον, perímetro, referidas a una circunferencia.
Desde antes de los antiguos griegos, los antiguos
egipcios usaban este número, claro que con otro
nombre. De acuerdo al papiro Rhind que se remonta
a la época del escriba egipcio Ahmes en el año 1800
antes de nuestra era, el área de un círculo es similar
a la de un cuadrado cuyo lado es igual al diámetro del
círculo disminuido en 1/9; es decir, igual a 8/9 del
diámetro. Esto arroja un valor de pi igual a 3,16049, si
usamos cinco decimales.
—¡Qué increíble, desde el antiguo Egipto! —
dijo el joven.
—Luego, en Mesopotamia, algunos
matemáticos empleaban en el cálculo de segmentos,
valores de pi igual a 3, alcanzando en algunos casos
valores más aproximados, como 3 + 1/8, esto es
3,125.

83
—Pensar que la búsqueda de la finitud del
número pi es tan antigua...
—En todas partes encontramos referencias,
hasta en la Biblia, en I Reyes 7: 23-24: “Hizo fundir
asimismo un mar de diez codos de un lado al otro,
perfectamente redondo. Tenía cinco codos de altura y
a su alrededor un cordón de treinta codos”. Luego
hay otra en II Crónicas 4: 2, cuando se hablan de las
medidas del Templo de Salomón: “También hizo un
mar de metal fundido, el cual tenía diez codos de un
borde al otro, enteramente redondo; su altura era de
cinco codos, y un cordón de treinta codos de largo lo
ceñía alrededor”. Ambas citas dan 3 como valor de π
lo que supone una notable pérdida de precisión
respecto de las anteriores estimaciones egipcias y
mesopotámicas. Y así, como vez, solo para hablar de
los cálculos de la antigüedad, desde el papiro de
Ahmes, que da una aproximación de pi de 3,1605, te
diré que tenemos otros cálculos, como de la tablilla
babilónica de Susa, cerca de trescientos años
después, de 3,125, el cálculo judío que acabo de
mencionar de 3,2143, la de los matemáticos indios,
de 3,09, luego Arquímedes, con 3,1416. Fíjate que
hay una extraordinaria de un matemático chino, Liu
Hui, que calculo 3,14159 en el siglo tercero de
nuestra era. Otro chino, Zu Chongzhi, trescientos
años después obtuvo dos excelentes
aproximaciones, al dividir veintidós entre siete, como
en el cociente de las veintidós letras del alfabeto
hebreo entre los siete días de la creación, y
trescientos cincuenta y cinco entre ciento trece. De

84
hecho lograron mejorar su mejor cálculo solo
novecientos años después, una barbaridad.
—¿Y todo ese trabajo solo por un número?
—Bah, ¿qué decirte? En la actualidad se han
llegado a millones de decimales, en lo que parece ser
una obsesión, o más que eso, un modus vivendi.
—¿Y qué importancia tendría que fuera
racional?
—Bueno, todas las operaciones que lo
involucran dejarían de tener resultados aproximados,
para empezar, sabríamos cuantas veces cabe
exactamente el diámetro en la circunferencia de un
círculo, pues decir que cabe pi veces, es aceptar que
cabe tres veces, y un poco más, que no podemos
medir exactamente.
Vi que otro anciano vestido de negro y con
sombrero también negro se acercó a la banca en la
que estábamos. Era un rabino, pero me sorprendí
cuando se dirigió al otro hombre:
—Estimado colega —dijo—.
De alguna manera me llamó la atención que
los dos ancianos fueran matemáticos. Y así, el rabino
continuó:
—Me fue imposible pasar por alto su
conversación, y me temo que hay algunas
imprecisiones en lo que a las citas bíblicas se refiere.
El otro anciano lo miró estupefacto.
—Ciertamente uno de los problemas más
intrigantes de la geometría de todos los tiempos es el

85
cálculo de la circunferencia del círculo. En el “Joshev
Majashavot”, el Rabi Refael Imanuel Jai Riki, señala
que: “El ancho de un hexágono circunscrito dentro de
un círculo es exactamente un tercio del perímetro del
polígono, ni más ni menos.” Pero el Joshev
Majashavot resalta que es obvio que el perímetro de
un círculo de 10 codos de radio no es exactamente
30 codos. Ni en I Reyes 7: 23-24 ni en II Cronicas 4:
2 hay error alguno. ¿Qué sucede con el resto?
Sucede que en el Joshev Majashavot no se está
calculando pi, sino que los seis lados del hexágono
hacen referencia a los seis días de la semana, el
resto al shabat. Uno de los nombres del Creador es
Shadai6, ‫שַׁ דַ י‬, cuya gematría, es decir la suma del
valor de sus letras, es 314, y dado que la base
numérica de la Torá es 10, sería equivalente a 3,14,
el valor con tres dígitos de pi. Luego, en el texto
hebreo del verso de Reyes, la palabra
“perímetro” ( ‫קו‬, kav ) se escribe y se lee diferente. Tal
variación entre la forma en que se lee una palabra y
la forma en que se escribe es uno de los fenómenos
misteriosos de la Torá. En este caso en particular, la
palabra está escrita ‫קוה‬, pero se le ‫ קו‬. El punto obvio,
como lo resalta el “Joshev Majashavot”, es que para
un círculo con diámetro de 10 codos, la circunferencia
no es exactamente 30 codos. La letra adicional ‫ ה‬que
aparece en la forma escrita pero no se lee indica la
presencia de un resto que fue eliminado. Usando esta
información, otro rabino famoso, Gaón de Vilna,
calculó el valor de pi, dividiendo el valor de la forma

6 Todopoderoso.

86
escrita de la palabra perímetro, es decir, 111, según
la suma de los valores de sus letras, entre la forma
oral, 106, y lo multiplicó por 3. Esto da una buena
aproximación para π: 3x(111/106) = 3,1415094 ¿Te
preguntaste por qué al cociente de los perímetros los
multiplicó por tres? Así, el radio de un círculo cabe
tres veces en su perímetro, más un resto, que es
inmedible, y que llamamos “número irracional”. Esto
es, que para entender la Creación, la razón no basta,
pues es infinita.
—Extraordinario, colega —dijo el anciano
sentado a mi izquierda poniéndose de pie y yendo a
saludar al rabino matemático.

Sin embargo había frío en aquellas palabras, y


oscuridad, como si la aclaración que brindaban
alumbrase hacia una dirección equivocada. Muchas
veces había escuchado al rav Laitman decir “Una
cosa es la Torá y otra la sabiduría. Es decir —
procedía entonces a aclararle a sus estudiantes—, la
Torá es el camino para adherirse al Creador, para
alcanzar la igualdad de forma con Él”.

—¿Qué quiere decir igualdad de forma con el


Creador? —le pregunté al rav Laitman.

—Del Creador percibimos su atributo de


otorgamiento, al que llamamos amor perfecto. Como
creación hemos sido hechos opuestos a Él. Igualdad
de forma significa adquirir el atributo del
otorgamiento.

87
Miraba sus ojos, siempre serenos, sonrientes,
aunque su semblante pareciera severo. Y es que
había severidad realmente en su rostro, severidad en
el trabajo y alegría al percibir el Creador. Dijo el rav
Laitman:

—La meta se alcanza a través de la conexión


entre nosotros.
Vinieron los rostros a mi memoria: Esteban,
Rubén, Shimon, David, Juan Carlos, Roberto,
Semion, Eran, Sergej, Arthur, Norbert, Mark, Koos,
Oren, Lev… Pero luego los nombre se abalanzaban
en tropel, y ya no había rostros, ni había nombres, ni
había “yo”y ni había “ellos”: todo era una vasija hecha
añicos que trataban de unirse.
Y dijo el rav:
—Un hombre se entiende a sí mismo y la
naturaleza femenina, mientras que una mujer se
entiende a sí misma y la naturaleza masculina.
—¿Qué es entonces la mujer en relación al
hombre? —insistí.
—Está escrito “Hombre y mujer, y el Creador
entre ellos”. Es decir, la revelación del Creador toma
lugar precisamente en la correcta conexión entre
ellos.
Recordé: “Y creó Dios al hombre a su imagen;
a imagen de Dios lo creó; hombre y mujer los creó”.
Luego recordé otras palabras del rav: “La santidad
llega cuando la vasija está lista”. Pero estas palabras
hablan en realidad de la sociedad altruista, y esto es
decir, la unión con los amigos para adherirnos al
Creador. Toda la realidad está hecha, pasado

88
presente y futuro, es el Creador que se nos revela
inversamente, paulatinamente desde la oscuridad
hacia la luz, que es decir, de la separación a la unión
con los amigos, para poder así dejar de ser esclavos
del ego, nuestro faraón interno.
Luego recordé las habitaciones del sueño en la
pedrería del egipcio, y vi cómo, de frente al rav
Laitman, aquello parecía un juego de niños: el niño
que juega a ser adulto simulando a sus padres. Y de
repente me quedé sin preguntas. Entendí que en mi
cabeza solo habían necedades. Debían surgir en mí
nuevos deseos para seguir avanzando, y para ello
era necesario abandonar todo el lastre que me
impedía avanzar, todos los goces que alguna vez creí
preciosos pero que eran vanidades a las que me
aferraba de espaldas a la luz.

El rav Laitman decía:

—No podemos sentir al Creador con nuestros


sentidos, pues el mundo, egoísta, es como una vasija
en la que su Luz no entra. No puedes entrar a un
nuevo estado si no has terminado con el
d i s c e r n i m i e n t o d e l a n t e r i o r. D e b e s a c l a r a r
minuciosamente el estado en que te encuentras
ahora y en el momento en que termines el análisis, el
estado cambia. No podemos cambiar los estados por
la fuerza. Cada estado existe hasta el momento en
que sientes que no puedes permanecer más en él y
debes avanzar. De este modo ocurre el desarrollo
material, evolutivo, pero también el espiritual. Cuando
empezamos a odiar nuestro estado y no lo

89
aguantamos más, entonces esta actitud nos obliga a
salir de él. Porque el odio significa distanciamiento en
el mundo espiritual y por eso entramos en el siguiente
estado. Pero para esto se necesita un discernimiento
correcto. De otra forma, puede suceder que “el necio
se siente con los brazos cruzados y se coma a sí
mismo”.

—Y entonces, como la mujer de Lot, no


podemos detenernos cuando llega el momento de
avanzar —inquirí.
—“Pero su mujer miró hacia atrás y se
convirtió en una estatua de sal.” ¿Qué quiere decir
que la mujer de Lot se convirtió en una estatua de
sal? —preguntó el rav Laitman.
—¿Regresó a lo mineral, al más bajo de los
deseos?
—¿Qué significa salir de Sodoma y Gomorra?
Avanzar hacia un estado superior. La mujer de Lot
mira hacia su pasado, hacia su estado anterior, no
queriendo perder el confort que tenía, temerosa de lo
incierto. Se mostró contraria a la voluntad del
Creador, pues pensó solo en sí misma. Y así, se
aferró a la klipá7, que es lo contrario a la shejiná8. Y
por ello está escrito: “se convirtió en una estatua de
sal” pues ya no podrá abandonar su estado.
De repente ya nada era lo mismo. Fui
consciente de que si regresaba a lo que había sido,

7 Klipá, en hebreo, cáscara.


8 Shejiná: en hebreo, santidad.

90
no solo sería un farsante, un mentiroso, sino algo
peor aún, alguien que sabiendo lo que tiene que
hacer, no lo hace, por lo que obra peor que el
ignorante, quien no distingue lo correcto de lo
incorrecto. Pagaría con dolor alimentar mi bestia
egoísta, separarme de esa totalidad que había vivido
por un instante, y cuya dulzura me había embriagado
para siempre con el saber cuán despreciable era la
oscuridad que en mi habitaba, cuán abyecta la bestia
de mis placeres mundanos. Ya no podría mezclar
carne y leche como antes. ¿Pero al embriagarnos
con la emoción del avance, cómo separar lo fatuo, el
camino que secretamente alimenta el ego?

Por alguna razón aquellas palabras, “el necio


se siente con los brazos cruzados y se come a sí
mismo”, daban vueltas en mi cabeza, como si fuera la
pieza de un rompecabezas que tratara de encajar en
“se convirtió en una estatua de sal”. Cerré los ojos,
como si no hubiera otra cosa en mi mente que
aquellas dos frases y yo las contemplara
minuciosamente.

Luego vino a mi memoria la imagen de aquel


“profeta” de mi niñez que repetía como papagayo
largas citas de la Biblia, seguramente sin entender
más que lo que su propio capricho quisiera. ¿No era
la sabiduría la puerta a la sociedad altruista? De
nuevo aquellas palabras: “el necio se siente con los
brazos cruzados y se coma a sí mismo”. Y si así es,
¿quién era el necio, el sabio o el ignorante? Ambos
se unen, como a un ídolo, a lo que saben o a lo que

91
creen saber. ¿Qué era aquella necedad a la que se
refería el rav Laitman? Una vez, dijo el el rav Laitman,
que dijo su maestro, Rabash:

—Un hombre sencillo, que no entiende el


significado profundo de la Torá, pero siente un
genuino amor por el Creador, está más cerca de Él
que quien tiene sabiduría pero carece de un
verdadero deseo de adhesión.

A mi cabeza venían los versos9:

Vanidad de vanidades, todo es vanidad…

Y dediqué mi corazón a conocer la sabiduría, y


también a entender las locuras y los desvaríos;
conocí que aún esto era aflicción de espíritu. 

Porque en la mucha sabiduría hay mucha
molestia; y quien añade ciencia, añade dolor.

¿No era Salomón, el sabio entre los sabios?


“La razón está dominada por el ego, y la sabiduría no
es la esencia de la Torá, sino la adhesión con el
Creador” repetí, más que recordando las palabras del
rav Laitman, de alguna inexplicable forma,
entendiéndolas. Recordé cómo parafraseaba a su
maestro, Rabash: “No conocemos lo que no hemos
alcanzado”, y cómo este se reía piadosamente de

9 Eclesiastés.

92
quienes repetían de memoria la Torá y los libros de
los cabalistas. Luego, decía el rav Laitman que decía
Rabash: “A lo sumo, como en la escalera de Jacobo,
ves los estados superiores, aunque no hayas llegado.
El Creador lo permite”.

93
V

Una hoguera en el desierto

Mónica, como la primera vez, fue a recogerme


al aeropuerto y me llevó de seguido a cenar a Jaffa,
a un restaurante árabe, en donde por primera vez
pudimos vernos las caras con detenimiento. Nos
habíamos conocido por internet, en una de esa redes
sociales virtuales. Me hizo gracia que fuera argentina,
como Ana Clara, y que, aunque eran muy pero muy
diferentes, tuvieran sin embargo tanto en común. Si
bien alguien podría decir que pertenecían a una
burguesía intelectual, por no dar tantos detalles, una
era casi la antítesis de la otra, aunque sabía que
Mónica, en su adolescencia, había sido, aunque solo
un poco, lo que Ana Clara era todos los días. Pero si
esta última no se había casado, Mónica en cambio se
había casado a los diecisiete. Me había alquilado un
apartamento en la calle Feierberg, muy cerca del
Bulevar Rothschild. El edificio, curiosamente, al
pertenecer a la arquitectura de la Escuela Bauhaus,
de alguna forma me conectaba con aquella
comunidad de entusiastas que, tras la Gran Guerra y
la subsecuente caída del viejo orden, se había

94
lanzado llena de entusiasmo a la construcción de una
utopía social y de nuevas formas de convivencia. Era
asimismo la época en la que el sueño del Estado de
Israel se empezaba a fraguar, lo mismo que el
mundo, tras la inauguración del Canal de Panamá,
nunca había estado tan interconectado, tan dispuesto
a grandes cambios. Se podía respirar en aquella
atmósfera el germen de grandes evoluciones sociales
arraigados en un pasado de pioneros y soñadores.
Pero al mismo tiempo, el exquisito confort que me
brindaba el lugar era asimismo una barrera que me
separaba en cierta medida de los amigos, aunque
estuviera en Tel Aviv.

Aquello fue una lucha contra mis sentidos. La


luz que me llevaba a una infancia imaginada, que
ahora parecía palpar como si se tratase de frutas
frescas que al degustar impregnasen en mi paladar la
dulzura del zumo de las mandarinas de mi memoria.
Sin cerrar los ojos me veía caminar por el patio de mi
vecina Viviana y jugar alrededor del mandarinero, o
me maravillaba del zumo de las granadas con aquel
carmesí imposible que mi madre decía haber visto en
sueños. Y luego, al caminar con mi amiga Dorit por el
barrio de Neve Tzedek; ver allí aquella acuarela tan
familiar frente a mis ojos: las buganvillas sobre los
tejados abrazándose de un lado al otro de la calle, las
bicicletas recostadas en las esquinas, el cálido sol de
aquel Shabat que coronaba la semana. Si cierro los
ojos, miro la cabellera de Dorit, iridiscente, sus
cabellos extendidos y el sol a sus espaldas. Pero solo

95
lo imagino sin quererlo, pues ella me mira, incrédula,
y me dice:

—Esta de acá es una sinagoga sefardita,


¿quieres entrar?

Ella se queda en la puerta. Me pongo la kipá


que me dan a la entrada, y veo que comen reunidos
en la mesa al fondo del pequeño local. El mayor de
los hombres se pone de pie para recibirme, y sin que
yo diga nada adivina que hablo español. Me dice en
ladino: hablas espaniol, ¿verdad?

Luego pienso, con lo poco de cordura que me


queda: ¿por qué me siento en casa?

—Ven, me dice, siéntate a comer con


nosotros.

Pero le digo:

—Quisiera, pero no puedo. Vine con una


amiga y me aguarda en la entrada. En otra ocasión,
en otra ocasión...

El rabino que se había puesto de pie me


sonríe y se despide cortésmente, como si lo que
acabara de decirle fuera una promesa. Miro sus ojos
y en ellos un bronce bruñido que me invita, una mano
que franquea la puerta y a través de ella siento como
llega un aire fresco y perfumado: naranjos en flor, pan
recién horneado. Oigo voces, niños que juegan. Pero
no hay nada, solo el bronce bruñido de sus ojos,

96
como la menorá sobre la mesa. No hay nadie
(pienso), son mis deseos. Miro la puerta que da a la
calle. Me despido y voy hacia la salida. Silencio,
siento un gran silencio en el vano de la puerta, como
si cruzara de un mundo a otro. Y al salir oigo los leves
sonidos de la calle. Miro a Dorit que me mira como si
fuera otro o ella fuera otra. Me detengo. Oigo todo de
nuevo, en mis recuerdos, en los recuerdos de esa
niñez imaginada.

En esta tercera ocasión tuve la oportunidad de


conversar con el rav Laitman a solas, pero esta vez
fue muy distinta a las otras. Me di cuenta de que
muchas de las preguntas que me había hecho en el
pasado, no eran otra cosa que el apetito de mi ego
hacia el conocimiento puro y estéril, y vi que él me
miraba, sin mirarme, como si lo que deseara percibir
de mí no fuera de este mundo, en donde mi bestia,
este cuerpo que alimento y arrastro entre los apetitos
del ego, no fuera de su interés. Sentí que no
escuchaba cuanto balbucía afanosamente, sino que
saboreaba mi intención, el porqué de mis preguntas y
la dirección que tenían, es decir, hacia adónde
deseaba llegar yo con lo que preguntaba. Las
preguntas en sí eran pues solo una herramienta para
transportar mis deseos. Y así, sus respuestas
tampoco fueron puntuales, como decir siete por cinco
es treinta y cinco, sino que corregían mi intención,
haciendo que mi deseo se desprendiera de lo
espurio.

97
Antes de viajar hacia Aravá, recordaba
recurrentemente la imagen de algún perdido sueño
en el que me hallaba frente a una puerta, que
bloqueaba la luz que había del otro lado. Algo me
impedía cruzarla, por lo que mis ojos se inundaban
de lágrimas. ¿Y qué es el mundo frente a esta
puerta?, me preguntaba en silencio.

El rav Laiman me miró, acaso viendo también


un bronce bruñido en mis ojos. Luego dijo:

—Lloras porque te encuentras en un estado de


pequeñez, y en él no sabes que hacer excepto llorar.
Es lo que se llama “La puerta de las lágrimas”.

Volví a recordar a la mujer de Lot mientras oía


sus palabras:

—No debemos recordar la situación que


vivimos. El pasado está quemado. No hay que mirar
hacia atrás como la mujer de Lot. Lo que pertenece al
pasado se ha ido, y nosotros no tenemos que
atravesar lo que ya hemos atravesado, ni en nuestros
sentimientos ni en nuestros pensamientos.

De alguna manera sus palabras siempre se


quedaban dando vueltas en mi cabeza, como una
melodía que iba transformándose, haciéndose parte
de mí, de algo de lo que no podía separarme. No
podía olvidarme de la imagen de “La puerta de las
lágrimas”, y esto me llevó irremediablemente a las
puertas de Jerusalén, y esto es decir a Jerusalén. De

98
hecho así fue la primera vez, durante una excursión
que hicimos al mar Muerto nos detuvimos en
Jerusalén, en uno de los miradores, en donde los
amigos nos recibieron con viandas y refrescos. Había
gente de cada continente conversando con fluidez,
como si entre nosotros hubiese un único idioma. Días
atrás, David, a quien llaman Fagot, pues es fagotista
en la ópera de Tel Aviv, me había invitado a una
función. Muy entusiasmado no lo pensé dos veces,
así que nos pusimos de acuerdo en dónde pasaría a
recogerme. Llegó puntualmente a la dirección
acordada. Miré su semblante. Escuché sus palabras.
No era importante en que idioma hablara, igual le
hubiera entendido. Él también hablaba de esa
habitación atemporal en la que los amigos se vuelven
uno. Esa noche presentaban Luisa Miller, de
Giuseppe Verdi. Me introdujo en el laberinto de los
pasillos entre los camerinos, tratando de buscar a
alguien que pudiera darle una entrada para mí, pero
como nadie apareció, me llevó directamente a la
luneta, en donde quedaban campos libres.

—No creo que nadie más venga, y si alguien


viene simplemente te pasas a otro sitio. Bien, te dejo
—dijo, marchándose a toda prisa hacia el foso de la
orquesta.

Una mujer me miró un poco curioso y me dijo


algo en hebreo, pero una sonrisa de mi parte le bastó
de respuesta. Miré sus ojos por un instante, de
alguna manera viajando en la memoria (en una
memoria colectiva) hacia otra obra de Verdi,

99
Nabucco, en la que el referente ya no era la obra
Intriga y amor10, de Friedrich Schiller, sino el exilio de
Israel en Babilonia. Y así, como muchas veces,
volvían a mí las interrogantes de mi propio exilio, ese
abrazo mío hacia el brillo de lo fatuo, que una y otra
vez, como un peregrino que cae y se levanta a lo
largo del camino, insisto en aferrar. “Babilonia”, pensé
entonces, ¿qué significa realmente Babilonia? y
curiosamente durante esa visita que hicimos a
Jerusalén me llegó la respuesta. Uno de los amigos
comentó:

—Babilonia11 significa confusión12. Allí Dios


confundió las lenguas de los constructores de la Torre
de Babel. El Baal Shem Tov explica que Babilonia
representa la mentalidad o una forma de pensar en
estado de confusión. En la generación de la Torre de
Babel, se habla de “cada uno con su pecado”, es
decir, imperaba el deseo egoísta (opuesto al atributo
del Creador) que impedía la unión a nivel espiritual.

—¿Qué significa esto?

—Para explicarlo tenemos la hermosa alegoría


de las semillas de la granada. Es muy difícil
separarlas sin que alguna se destruya. Solamente en
el conjunto general, es decir, como pueblo, como una

10 La ópera “Luisa Miller”, de Giuseppe Verdi esta basada en la


obra teatral “Intriga y amor”, de Friedrich Schiller, cuyo título
original en alemán es “Kabale und Liebe”.
11 ‫בבל‬, Babel, en hebreo.
12 ‫בלבול‬, Bilvul, en hebreo.

100
única entidad, es que se pueden llegar a cumplir las
613 mitzvot13. Así Abram, que luego será Abraham,
sintió la necedad de la idolatría y la forma en que se
separaban los babilonios los unos de los otros, y
clamó diciendo: “¿No hay una escalera en el
mundo14?” Y su clamor fue tal que finalmente el
Señor le miro y le dijo: “Yo soy la escalera del
mundo15”.

“Jerusalén”, pensé luego. ¿Qué significa


realmente Jerusalén? Me veía caminar por los
pasillos del sueño en la pedrería del egipcio, subir
escaleras, cruzar puertas. Luego ese largo camino
hacia Aravá, que es decir la unión con los amigos:
todo era un ir y venir de mis deseos. Lo que
realmente había eran amigos, y mi deseo se reflejaba
en sus rostros, que eran mi rostro. Como Israel, que
sale de Babel y a Babel vuelve, y victoriosa regresa a
Jerusalén, como las olas del mar en la marea del
deseo. ¿En qué momento Jerusalén fue parte
indispensable en mi itinerario?

—¿Y asimismo como Babel, Jerusalén tiene


un significado espiritual? —le pregunté al rav
Laitman.

13 Mitzvot, en hebreo, preceptos.


14 Midrash Raba, 39:1
15 Midrash Raba, 39:1

101
—Jerusalén (Ierushalayim) en el sentido
espiritual es una veneración perfecta (Yira Shlema).
Israel representa el atributo de otorgar (al Creador) y
el atributo de recibir en beneficio propio es llamado
“las naciones”.

—Luego, el Templo de Jerusalén…

—La destrucción del templo significa la


desunión, la caída del nivel espiritual al que habían
llegado. Baal HaSulam nos brinda luz sobre este
tema, en su “Introducción al Talmud esser sefirot”.
Escribe:
Además, no hay otro consejo que éste, como
está escrito: "Rabi dijo: Job deseó librar al mundo
entero del juicio. Dijo ante Él: Oh Señor, tú has
creado al virtuoso, tú has creado al malo, ¿quién te
sujeta?"

Rashi interpreta aquí: "Tú has creado al virtuoso


por medio de la buena inclinación; tú has creado al
malo por medio de la mala inclinación. Entonces, no
hay nadie que se salve de tu mano, ¿por quién eres
sujetado? Obligados son los pecadores." ¿Y qué
respondieron los amigos de Job? "Tú también
destruyes el temor, menoscabas la devoción ante
Dios16, el Creador ha creado la mala inclinación, Él ha
creado para ella la especia de la Torá."

16 Job 15, 4

102
Jerusalén es una veneración perfecta. Sí, lo
supe al contemplarla, de alguna manera que me
resultaba inexplicable en ella todo parecía explicarse
por sí mismo, más allá de las palabras. Nos
habíamos detenido pues en un mirador desde el que
Jerusalén era una joya, y desde él se resaltaba el
Domo de la Roca, al centro del Monte Moria, sobre
las ruinas del Segundo Templo, destruido por Tito
Flavio Vespasiano, coetáneo de Shimon Bar Yojai,
autor del Zohar, y de su maestro, el rabí Akiba ben
Iosef. “Tito”, dije en silencio, recordando también la
opera de Mozart La clemenza di Tito. Luego pensé en
la palabra clemencia, y en el Arco de Tito, levantado
en Roma para conmemorar la victoria de Tito en
Judea, que representa los soldados romanos
llevándose la menorá del templo y dejando la ciudad
en escombros.

—¡Qué ironía! El Tito clemente de la ópera de


Mozart es el mismo que deja el templo en escombros
— le dije a los amigos que estaban junto a mí en el
mirador viendo Jerusalén a la distancia. Luego mi
mente regresó de nuevo a la conversación con el rav
Laitman. Le dije:

—A veces pienso en cuánto tiempo me habría


ahorrado si desde el principio hubiera encontrado el
camino correcto.

—Eso es porque no justificas al Creador. Hay


que justificar al Creador, a pesar de todo. En eso
consiste nuestra corrección. Sólo justificamos al

103
Creador si creemos que nos da placer. Los sabios
dicen: “Justo es el que justifica al Creador y dice que
Él sólo ofrece bondad al mundo.”

Pensé por un momento cuán difícil resultaba


justificar al Creador realmente, es decir, justificar lo
que tomamos incluso por malo como perfecto, como
un medio para nuestra corrección. Y entonces el dolor
deja de ser tal. Yo repliqué:

—¿Debemos ver entonces todo como


perfecto? Pues si es así, ¿qué corrección tendríamos
que hacer.

—No puedes. Si así fuera estarías ya en el


mundo de Einsof, el mundo del infinito, y eso querría
decir que ya has alcanzado la igualdad de forma con
el Creador. No hemos llegado a eso. Por eso nuestro
estado no puede llamarse “amor perfecto”.

Cuando proseguimos el viaje hacia el kibutz


junto al mar Muerto sentí cómo crecía la unión entre
nosotros, entre personas que apenas unos días atrás
no se conocían. De repente sentía a los amigos,
como un habitación de nuestra casa que siempre
había estado allí pero que la teníamos en el olvido, y
al entrar en ella encontrábamos lo que habíamos
buscado con denuedo por todas partes. Repetí la
frase en silencio: El Creador ha creado la mala
inclinación, Él ha creado para ella la especia de la
Torá.

104
Nos detuvimos en Qumram un par de horas en
lo que era un viaje interno, desde Jerusalén, el punto
más alto, hacia el mar Muerto, el más bajo. Perdí la
sensación del mundo. Pensé: nada existe aparte de
esa fuerza que nos une; ni siquiera yo existo. Y así, al
parpadear, vi que de nuevo estaba en Tel Aviv, luego
de lo que en mi cotidianidad llamaría un año.

* * *

Curiosamente, lo mismo que aquella vez, mis


vacaciones de invierno fueron irregulares,
permitiéndome excepcionalmente realizar el viaje en
la justa fecha y quedarme dos semanas. Pero sentía
pena de pedir que me permitieran convivir entre los
amigos, pues aquello se me presentaba con el rostro
del oportunismo o dejar que otros resolvieran mis
problemas. Aquello de no poder controlar la situación,
de pedir la mano amiga, iba contra la fuerza de mi
orgullo, y esto era aceptar que no podía vencer al
mundo en solitario. Ocurre que justamente era esa
actitud de autosuficiencia, de creer que no necesitaba
ayuda de nadie, lo que me aislaba en un universo de
egoísmo, en donde cada quien vive para su beneficio
y la convivencia en sociedad se convierte entonces
en una lucha contra los demás, que a su vez están
contra mí. La solución era otorgar en vez de recibir,
¿pero que tenía yo que pudiera dar? Así pues, mi
primer paso fue pedir, pedir y pedir, como un niño,

105
hasta que me escucharon. Pero lo que pedía era,
“déjenme conocer su cercanía para que pueda saber
cómo otorgarles”. Y sucedió que luego de varios
meses, todo se resolvió en lo que para mí fue un
parpadeo.

Mónica me llevó al sitio de reuniones, que


entre los amigos llamaban “La fábrica”. Shimon, que
vía internet gentilmente se había ofrecido a
hospedarme, a mi llegada me dijo que al principio iba
a estar en casa de David, otro David, pues él tenía un
viaje por asuntos administrativos. Aquella noche,
luego de cenar salmón, Mónica me llevo a casa de
David y su esposa Sarah, y sus hijos, todos
pequeños, me inspeccionaron entre sonrisas de
curiosidad infinita. Prepararon mi lecho y luego de
una breve conversación para conocernos nos
dispusimos a descansar. Llovía en Tel Aviv, y la
humedad reinante me llevó de alguna manera al
recuerdo del trópico, si bien era más fría, como en el
bosque lluvioso de Monte Verde, en Costa Rica,
poblado de niebla y colibríes entre las flores. David
me había dado un texto de lectura de Baal Hasulam
para al día siguiente. Pero no podía leer el texto
como parte separada, como un grupo de letras en el
papel, pues sentía que perdía la sensación que
delimitaba las cosas, viéndome inmerso en una
totalidad en donde los habituales rostros del mundo,
eso que llamamos mundo, se desfiguraban.

Cerca de la una de la madrugada nos


levantamos, en estricto silencio, como me había

106
advertido David, y salimos a la calle, en donde nos
aguardaba otro amigo que nos llevaría en coche
hasta la fábrica. Todo se iba transformando en cosas
familiares, como si estuviera en casa: las calles, los
rostros, los edificios. Ni siquiera el idioma era ya una
barrera, pues en aquella conexión entre nosotros no
había realmente idiomas, cosas físicas, tiempo o
materia (aquí o ahora): solo había eso que surgía
entre nosotros, aquella fuerza inexplicable que nos
convertía en una sola cosa. Así, llegar a la fábrica fue
tan solo dejar que creciera la conexión, la habitación
del deseo hacia los amigos. Y nada había allí salvo
los deseos por complacerlos, como un huésped
exaltado de alegría ante una grata visita, y que
entonces concentra sus fuerzas y recursos en llenar
sus carencias. Y la habitación de los deseos se
convierte en un pabellón al unirse los amigos, más y
más, y el pabellón entonces se convierte en casa, en
donde más amigos entran, y luego la casa en palacio,
donde todos los deseos son un solo deseo. Y veo mi
rostro en cada rostro. No hay palabras, no hay
distancia, no hay mundo, no hay sino ese que se
revela entre nosotros: el dueño del palacio, lo único
que existe.

La lluvía proseguía en Petaj Tikva y en Tel


Aviv. Nevaba en Jerusalén. Había salido de Colonia a
cero grados un poco esperando ver el sol. Pero
contrariamente, aquel clima hacía más grande aún la
calidez de los amigos, más fuerte la sensación de
unión entre nosotros. Me cedieron un campo entre las
primeras mesas de la sala, cerca del rav Laitman,

107
que se preparaba a iniciar la clase, dispuesta de
modo similar a un seminario de literatura. Consistía
en la lectura de algún artículo del rav Baruch Ashlag,
su maestro, el Rabash, que a su vez comentaba en
un lenguaje más apto para la sociedad actual los
trabajos de su padre, el rav Yehuda Ashlag, conocido
como Baal Hasulam, el maestro de la escalera, que a
su vez había traducido a un lenguaje científico la obra
de Isaac Luria, el Ari, que a su vez se había
consagrado al estudio del Zohar para hacerlo
accesible a su generación. De cada uno de ellos se
lee un texto y se comenta mediante preguntas.

Y sucedió que entre la luz la sombra fue más


evidente, como la llama de una vela que frente al sol
resulta oscura. Con el paso de los días vinieron a mi
mente las más abyectas imágenes, los más extrañas
rostros del ego, guiados por una fuerza que no podía
controlar y cuya acción me avergonzaba. Al principio
me pregunté, ¿cuál será el propósito final de todo
esto? Y la respuesta venía con la vivencia al terminar
la clase, cuando se comparte con los amigos y se
vive en carne propia la unión altruista, sobre el ego,
que quiere decir, preparar la sociedad para que
aprenda a vivir sin explotarse, sin que los unos se
aprovechen de los otros en beneficio propio, sino, por
el contrario, que la sociedad aprenda a vivir en
armonía con la naturaleza, a seguir sus leyes. Y la
única forma de hacerlo es yendo contra nuestra
naturaleza egoísta, volcándola hacia el bienestar de
los demás. Solo a partir de ese estado inicial es
posible avanzar en conjunto hacia estados

108
superiores, de más unión entre todos. Sentir aquella
unión en la alborada de Petaj Tikva, es dejar que
penetre en nosotros la profecía de Oseas17:

Y le daré sus viñas desde allí, y el valle de


Acor por puerta de esperanza; y allí cantará como en
los tiempos de su juventud, y como en el día de su
subida de la tierra de Egipto.

Y que estas palabras vayan al paladar, con la


dulzura de las uvas de aquel valle.

A pesar de que todo fue como un parpadeo,


como un corto sueño al hilo del alba, mi mente se
volvió pesada, mi cuerpo, más que somnoliento,
extraño, como si yo habitara de repente un cuerpo
que no era el mío, o mejor dicho, que la materia de mi
bestia se quedaba rezagada frente a la nueva luz en
mi alma. Más tarde, luego de haber dormido un rato,
me despertó el menor de los niños de David, que
aunque apenas hablaba dos palabras, estaba
cantando a corazón partido ante la mirada de su
abuela, que le hablaban en ruso y hebreo
entremezclados. De pronto, el niño rompía a llorar
demandando alguna cosa, que yo no alcanzaba a
entender, quizá solo demandaba atención, para luego
retomar su melodía. La abuela, al ver que yo ya

17 Oseas 2:15

109
estaba despierto, me ofreció una taza de té, que le
acepté gustoso. El niño guardaba silencio ante mí,
escuchando cómo charlábamos la abuela y yo con
mis diez palabras en ruso, otras tantas en hebreo y
las pocas que la abuela se sabía en inglés. Fueron
conversaciones maravillosas. David y su esposa que
había salido temprano, regresaron para la hora del
desayuno. Les conté que el niño había cantado en su
ausencia, a lo que la madre respondió que
efectivamente así era, que solía cantar a menudo.

Aquella primera experiencia culinaria sería


eslava, propiamente ucraniana, pues David no daba
lucha ante su mujer y su suegra. “Emanuel” oía
entonces decir a la pequeña Rebeca, que había
regresado mi nombre a su origen pues le resultaba
más natural. Y al mirarla siempre me obsequiaba una
sonrisa. Luego sus hermanos repetían, “Emanuel,
Emanuel” David y Sarah terminaron llamándome
también Emanuel. Así, el día que fui a casa del
segundo amigo que me hospedaría, toda la familia
ben Shalom era parte de mí; sin ella, mi existencia
era ya impensable.

David me presentó en la fábrica a Eran, el


segundo amigo que me hospedaría, luego de retrasar
varios días mi partida de su casa. “Los niños te van a
extrañar” me decía. El día de mi arribo a casa de
Eran sólo estábamos nosotros dos, y su suegra, en
su habitación. Eran me llevó a mi cuarto, en el que
había dispuesta otra cama, pues aguardábamos la
llegada de otro amigo que venía de Macedonia. Por

110
la noche conocí a Nily, la esposa de Eran, y nos
sentamos a comer platillos iraquíes, pues su familia
venía de allí. Nos fuimos algo temprano a la cama
para levantarnos frescos para la clase matinal. Un
poco más tarde escuché cuando llegó Yael, la hija de
la casa.

Vlado, el amigo de Macedonia, llegó al día


siguiente. Congeniamos desde el primer instante.
Eran nos llevaba en coche a la fábrica o simplemente
nos íbamos a pie, cuando él estaba ausente por su
trabajo en la radio. Con él visité Jerusalén por tercera
vez, pues después de aquella cortísima visita en
compañía de los amigos, había ido una segunda vez,
a recorrer el laberinto de iglesias, mezquitas y
sinagogas, guiado por el embajador de mi país. La
tercera vez en cambio anduvimos entremezclados en
el transporte público, en el ir y venir de la gente,
anhelando conocer lo que era Jerusalén: la rosa
elevada sobre las espinas, el deseo cuando ya no
hay deseos sometidos al polvo.

Vlado se quedó en casa de Eran y yo me dirigí


hacia mi tercera morada. La esposa de Shimon me
recibió desde el principio rodeada de sus hijos, que
furtivamente, como los de David, me observaban
desde la cabeza hasta los pies. Shimon me llevó
hasta la habitación que habían dispuesto para mí y
luego regresó a sus labores en la fábrica. Su familia
era de Libia, y así pude probar algunos platillos de su
cultura familiar. Nos íbamos aún más temprano en la
madrugada hacia la fábrica, pues sus deberes se lo

111
exigían. Siempre caminábamos, pues por su trabajo
era una de las pocas ocasiones en las que tenía el
solaz del aire fresco y soledad para sus
pensamientos. Era de una gentileza extraordinaria, y
al mismo tiempo poseía el temple de un director de
empresa. David, Eran y Shimon, junto a sus familias,
me enseñaron el significado de arvut, herramienta
con en que trabajaban para constituir una sociedad
de principios altruistas.

La palabra arvut tiene la misma raíz que aravá,


y esta última a su vez en hebreo significa sabana y
también sauce. El primer caso designa una planicie,
es decir, un lugar donde todo tiene la misma altura.
En el segundo caso, el sauce es una de las cuatro
especies de la festividad de Sucot. Estas son: el
etrog, que es comestible y además tiene una
agradable fragancia, y corresponde a un judío que
posee el conocimiento de la Torá y de los
mandamientos. El lulav, nace de la palmera que tiene
frutos pero no tiene un aroma dulce. Representa al
judío que estudia la Torá pero no realiza los
preceptos. El hadás (mirto), tiene fragancia pero no
es comestible, al igual que el judío que observa los
preceptos pero carece de conocimiento acerca de la
Torá. Y finalmente el aravá (sauce), ni es comestible,
ni tiene buen aroma, pero se compara con un judío
que está en falta con la Torá y con las preceptos, pero
que aún así se une a la comunidad judía. Así pues,
aravá tiene la implicación de la palabra arvut, que
significa responsabilidad mutua, es decir, que todos

112
somos responsables de los demás, y esta es la base
de la sociedad altruista.

Cuando pienso en una sociedad altruista, lo


primero que viene a mi memoria es la sonrisa de
Salomón, mi buen amigo de la niñez, cuando fui
voluntario en la sección de juventud de la Cruz Roja.
Salomón había llegado a Costa Rica huyendo de la
guerra civil en Nicaragua. Era un hombre robusto y
generoso. Trabajaba como zapatero remendón en
una covacha que él mismo había construido con latas
de cinc y restos de madera del aserradero, y por las
noches, casi en sus treinta, iba a la escuela nocturna
a terminar su enseñanza primaria. No era el mejor
zapatero de la ciudad, pero era mi amigo, y yo le
llevaba a reparar mis zapatos cada vez que fuera
necesario. Una vez le pregunté que cómo le iba, y me
dijo: “Bien, me va muy bien: tengo trabajo, puedo
alimentar a mi familia; estoy feliz”. Me quedé
pensando en aquella felicidad de la que hablaba,
desde su evidente escasez de bienes materiales,
haciéndome más preguntas sobre la justicia del
mundo y mi propia vida, y acaso la respuesta me
llegaría en el mismo círculo de amigos de por
entonces. En aquel tiempo, el presidente de la Cruz
Roja de mi ciudad se llamaba Edwin, y era asimismo
el dueño del único taller de reparación de
electrodomésticos. Jugábamos ajedrez durante las
guardias, y si bien yo no era un gran jugador, siempre
le ganaba. Una vez dejé que me ganara, pues me
daba pena ver como aquel señor, que podía ser mi
padre, siempre tenía paciencia de jugar conmigo a

113
sabiendas de que iba a perder. Recuerdo su rostro de
júbilo el día de su victoria, y ahora es lo único que
recuerdo con alegría. Todas mis victorias no
contienen ningún placer. Había entre nosotros una
conexión especial, más allá del ajedrez o de la Cruz
Roja, lo mismo que con Salomón. Compartíamos el
mismo ideal que había tenido Herny Dunant al fundar
la Cruz Roja luego de vivir las atrocidades de la
batalla de Solferino. Pero hay más grandes ideales.
Tiempo después, en algún círculo literario de mis
años universitarios, discutíamos sobre la locura de
Don Quijote. Quienes lo ven desde su lugar en el
mundo, no vislumbran el alcance de sus anhelos, me
decía entonces. ¿Por qué es locura aspirar a un
mundo mejor? ¿Y si de repente todos aspiramos a lo
mismo, generalizando la locura, seguiría siendo
locura o el estado normal de las cosas? Por el
contrario, vivimos en el reino del egoísmo, en donde
cada quien desea beneficiarse a sí mismo, satisfacer
sus deseos mundanos. Esto lleva a que choquen los
intereses individuales y se formen grupos de poder. Y
así pasamos de los grupos del barrio, a las cantones,
distritos, provincias y regiones hasta llegar a las
naciones, como la espiral de un caracol que crece y
crece, y que podemos ver en la estructura de las
galaxias. Del mismo modo, el mundo refleja las
ramificaciones del ego. ¿Qué nos queda, armarnos
hasta los dientes y aniquilarnos? La historia nos dice
que esto se repite una y otra vez, en el insaciable
apetito de los deseos mundanos. Nunca llegaremos a
buen término por este camino. Pero no es el único
que tenemos. Esto fue lo que me llevó hasta el

114
desierto de Aravá, entre la costa meridional del mar
Muerto y el golfo de Eilat-Aqaba, en el mar Rojo. Este
sería el lugar en el que un grupo de amigos
llevaríamos acabo un encuentro maravilloso bajo un
mismo deseo: una sociedad altruista.

Con motivo de preparar los últimos detalles en


el campamento para el arribo de los amigos, partimos
un día antes hacia Aravá en el coche de Shimon. Se
nos unieron Marek y Semion en el camino. Shimon
fue haciendo de guía turístico cada vez que
llegábamos a algún sitio que consideraba
significativo, aunque en mi caso, hasta la carretera
que recorríamos lo era. Cerca de Beer Sheba
paramos en un centro comercial para aprovisionarnos
de baterías, agua, medicamentos y finalmente comer
falafel con refrescos. De allí, la siguiente parada fue
en un mirador en la frontera del desierto del Néguev y
el de Aravá.

—No muy lejos de aquí estaba Sodoma—


mencionó Shimon.

Luego, más cerca de nuestro destino, nos


bajamos a caminar por el desierto rocoso. Me
maravilló ver como las rocas habían pasado en el
transcurso de millones de años diversos procesos,
pues incluso las de origen ígneo tenían
incrustaciones calcáreas y metamórficas. Con
seguridad habían fósiles, pero para un neófito como
yo no era tan sencillo reconocerlos.

115
Cuando llegamos al campamento del desierto,
para mi sorpresa, en la cocina un grupo de amigos
rusos ya tenían todo preparado para esa misma
noche. Sentir aquella entrega a corazón abierto era ir
ascendiendo hacia un gozo desconocido, olvidarse
de uno mismo, perder las fronteras de lo mundano,
como si todo fuera un calor creciente, capaz de
romper los límites de lo imaginable. Organizamos las
sillas en la tienda mayor del campamento, el sitio de
las reuniones, y fuimos a comer. Poco a poco fueron
llegando más amigos.

Escogimos una de las cabañas al fondo del


campamento, junto a la valla que delimitaba la
propiedad. Semion, Shimon y Marek buscaron un
sitio dónde acomodar sus cosas. Para mi sorpresa,
junto a mi colchón se había acomodado un amigo
israelí que hablaba perfectamente español, pues
había vivido muchos años en Panamá. Me di cuenta
de que había perdido la noción de tiempo, y aunque
conservaba la conciencia de dónde estaba
físicamente, aquello era circunstancial, como si al
morder un fruto pudiésemos paladear un sabor aún
más exquisito del que era posible imaginar, y aquella
sensación se iba intensificando de modo incontrolable
entre más y más amigos llegaban al campamento, y
con ello los deseos se volvían un solo deseo.
Sentados en el piso de la cabaña, compartíamos un
espacio muevo, que yo nunca hubiera imaginado y
que me despojaba de mis pequeñeces mundanas.
Pero era al mismo tiempo un poderoso espejo que
reflejaba mi lado negativo, mostrándome de frente la

116
basura de mis deseos egoístas, y mucho de lo que
daba por bueno cambiaba de repente su cariz por
otro vergonzoso o incluso abominable. Veía su rostro
sin verlo en realidad, y escuchaba su voz como una
voz creada por mí mismo. ¿Cuántas veces pensamos
que nuestro dolor es grande, sin considerar cuán
grande es el del vecino? Y muchas veces lo vemos
sonreír a diario, de buen humor, sin sospechar las
penas de su alma; porque la guerra de Gog contra
Magog se libra a diario y en silencio en cada uno de
nosotros. Y como muchas pequeñas llamas, si se
unen pueden incendiar un bosque o el mundo entero.
Estando allí, me fue absolutamente clara la forma en
que proyectaba mis deseos, la conexión que había
entre el mundo que miraba y lo que yo era. Veía mi
lado oscuro, el odio que trataba de reprimir o
enmascarar. Miraba mi propio rostro en el rostros de
los amigos. Tuve la sensación de que no podía
controlar cuanto pasaba, pues estaba regido por una
fuerza superior. No era yo quien decidía, quien movía
mi voluntad. Y al ver los matorrales del desierto, la
escasa hierba, sentía la fuerza que les ordenaba
crecer. ¿Y en dónde se revelaba aquella fuerza sino
en la conexión de los amigos que nos habíamos
reunido? Así, en aquel escenario, salir de la
esclavitud a la libertad pasaba a ser una vivencia
integral que te marcaba para siempre.

Casi tres lustros atrás, antes de entrar en


contacto con los escritos de Baal Hasulam o su hijo
Rabash, en mi primer año en Alemania, entré en
contacto con un colega polaco, Mieczysław, que me

117
dejó llamarlo Mietek, viendo la dificultad que tenía
para pronunciar su nombre correctamente. Era muy
querido entre los demás colegas aunque como
siempre, uno que otro pensaban mal de él. Como
resultó que nuestro puesto de trabajo estaba a la par,
solía contarme anécdotas de su niñez, que por
entonces me mostraba un mundo muy distinto en
apariencia del que yo había vivido del otro lado del
Atlántico. Ponía especial atención en una travesura
de su niñez, cuando en compañía de otro niño, le
había prendido fuego a unos hatos de heno de un
vecino, y aquello había motivado que su padre no
volviera a dirigirle la palabra, luego de tener que
pagar por el coste del heno quemado. Me imaginé los
niños prendiendo fuego furtivamente al heno y la cara
del padre al enterarse de la travesura de su hijo
Mietek. Y aquello que contaba como travesura
contrastaba con las escenas de la niñez de su padre,
que de niño había visto en su pueblo, durante la
guerra, cadáveres colgando de los árboles como
frutos macabros. Mietek había nacido en Lodz, y
este sería un dato curioso para lo que me toparía
años después. Como en el sueño en el que me veía
de niño recorriendo un laberinto de puertas y
habitaciones hasta desembocar en el desierto, había
tenido episodios inexplicables en mi vida, pues para
alguien que había crecido en un pueblo de la sabana
centroamericana y que de niño los fines de semana
solía buscar con su primo frutos silvestres entre
matorrales espinosos, Yehuda Ashlag, nacido en
Lodz en 1885 no parecía tener la menor importancia,
la coincidencia parecía improbable. Pero en el

118
tránsito de una habitación a otra en el laberinto de la
vida finalmente coincidimos. Y así, con la memoria de
Mietek tenía un elemento que activaba mi mente para
de alguna manera acercarme más a la persona de
Baal Hasulam, menos en abstracto y más imaginando
cómo había sido en carne y hueso. Uno de sus más
enigmáticos escritos lo dejó en una carta, en donde
revela un extraño sueño. Así, guiado por un
inexplicable deseo de entender sus pensamientos, lo
imaginé despertando cuando aún las imágenes del
sueño seguían allí. Me centré en aquel fragmento del
texto:

Y aconteció que en los días de la guerra, los


días de la terrible carnicería, estaba rezando, llorando
amargamente durante toda la noche. Y he aquí, que
al romper el alba, parecía como si todas las personas
en el mundo se hubiesen reunido en un grupo ante el
ojo de mi mente. Y un hombre se movía entre ellos,
con su espada sobre sus cabezas, azotándolas. Las
cabezas saltaron hacia arriba, y sus cuerpos cayeron
a una gran cuenca, convirtiéndola en un mar de
huesos.

Y así el recuerdo de la profecía de Baal


Hasulam me llevaba ineluctablemente a la de
Ezequiel, sobre todo cuando dice18:

18 Ezequiel 37:1-2

119
Fue sobre mí la mano de Yah, y llevóme Yah
fuera y me puso en medio de un campo que estaba
lleno de huesos.

Hízome pasar por cerca de ellos todo en


derredor, y vi que eran sobremanera numerosos
sobre el haz del campo y enteramente secos.

Imaginaba a Baal Hasulam azorado al


despertar, anhelando que todo su ser fuera plegaria:
Doy gracias ante ti, oh Rey vivo y eterno, por
haberme devuelto bondadosamente el alma; grande
es tu fidelidad. Luego, al sentarse sobre la cama, aún
asolado de que sus primeros pensamientos hubieran
sido los del sueño, imaginaba como lavaba sus
manos y se preparaba para la oración matutina.
Pienso en esa guerra y en cómo la sublimó Baal
Hasulam con sus palabras en la carta. Y luego
percibo cómo de manera perfecta las cosas se
conectan, aunque parezca imposible, y así, revive el
deseo en miles de almas por unirse, y un puñado de
ellas nos encontramos en Aravá, fundidos en un
corazón que arde como una hoguera en el desierto.

A mi mente vino el recuerdo de aquel bello


poema de rabí Itzjak Luria, El árbol de la vida:

Mirad, antes que las emanaciones fueran emanadas

120
y las criaturas creadas

la sencilla luz superior llenaba toda la existencia.

Y no había un vacío, como algo desprovisto de


atmósfera,

un hueco o un foso.

Sino que todo estaba lleno de una luz sencilla,


infinita.

Y no había ni una parte, como un principio o un fin

sino que todo era una luz suave, fluida,

y se llamaba la Luz Sin Fin.

Luego recordé las guerras, la sangre


derramada en nombre del poder, de todos los ídolos
que enceguecen el mundo. Recordé la ira loca, la
vanidad, la estulticia de la gloria advenediza que
imaginamos. Recordé los rostros transmutados de lo
aparente, las armas exquisitas del engaño. Sentí el
desierto, el vacío. Y vi como la oscuridad se
iluminaba con el rostro de los amigos, y percibía sus
nombres como un aire cálido que me abrazaba, y
cómo un solo nombre impronunciable se extendía,
como palabra sobre palabra, más allá de mi
entendimiento en un arrullo secreto. Era un
abandonar de los sentidos, un elevamiento sobre la
torpe materia que llamaba mundo, para mirar con

121
otros ojos lo invisible, la verdad de las cosas. Era
tocar la eternidad por un instante y embelesado saber
que moría lo que había sido, y luego ver mi rostro
entre los amigos, inscrito desde siempre; y ciego
entonces, mudo y sordo, sin sentidos, percibir lo
único que existe.

122

También podría gustarte