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SELECCIÓN DE RELATOS DE

APRENDIZAJE
Apuntes teóricos…………………………………………………………………………………….. 2
CANELONES – Hernán Casciari………….…………………………………………………..…… 6
LA FIESTA AJENA – Liliana Heker………………..…………………………………………... 10
RESTOS DEL CARNAVAL – Clarice Lispector……………………………………………..… 14
EL MARICA – Abelardo Castillo……………………………………………………………….. 16
APUNTES TEÓRICOS
Adaptados desde el Prólogo de Relatos de iniciación de editorial La estación, Buenos Aires, 2013

Invitación a la lectura
¿Qué buscamos en la lectura de un texto literario? La socióloga y antropóloga francesa
Michéle Petit, especialista en la problemática de la lectura, afirma que en los libros buscamos
experiencias ajenas que puedan revelarnos algo, incluso secreto o inesperado, sobre nosotros
mismos. También señala que en ellos buscamos lo indecible. Cuando nos pasa algo que puede ser
muy difícil (como un duelo) o formidable (como enamorarse) es muy complicado narrar esa
experiencia, porque a menudo nos quedamos sin palabras. Por suerte, contamos con la literatura: en
todas las sociedades y en todos los tiempos, hubo y hay narradores y poetas capaces de decir, de
poner en escena y contar, de manera condensada y estética, la experiencia humana en toda su
complejidad. Acudimos a la literatura para encontrar allí las palabras que nos faltan o para ver cómo
resolvieron otros las preguntas sobre el amor, la muerte, la traición, la soledad, el miedo, la
injusticia, la crueldad, la rivalidad, la vergüenza, la solidaridad, el deseo y otros temas que tiempo
han preocupado al ser humano.
En la lectura de los cuentos de esta selección, seguramente encontrarán algunos de esos
secretos, algunos ecos de preguntas que quizá se hicieron, algunas oportunidades de cuestionarse o
de pensar a partir de las experiencias de sus protagonistas.

Por primera vez


Hay acontecimientos en la vida que, por su intensidad o por su significación, dejan una
huella inolvidable. Pero, si esos sucesos ocurren en momentos particulares de la existencia –que
podríamos caracterizar como etapas de transición y crecimiento- y permiten identificar un antes y
un después porque son experiencias que señalan un cambio de estado, entonces hablamos de un tipo
de acontecimiento muy particular.

Cuando esas vivencias que generan un aprendizaje importante se constituyen en relatos –


porque son dignas de ser contadas para terminar de comprenderlas o porque están jerarquizadas en
la memoria ya que no se pudieron olvidar –y los acontecimientos que se narran se reconocen como
instancias que sus jóvenes protagonistas atravesaron para dejar atrás la etapa de la niñez o de la
adolescencia y pasar a otra, entonces hablamos de relatos de formación.
Toda iniciación implica una primera vez, supone una inauguración, una experiencia. Y los
relatos que se presentan aquí tienen en común que sus protagonistas –todos ellos niños o
adolescentes –atraviesan una situación de la que saldrán transformados para empezar a ser
considerados por primera vez de otra manera. Esa experiencia puede estar signada por el dolor, pero
otras veces puede generar sentimientos fortalecedores, como la sensación de sentirse libre por
primera vez. En todos los casos, dicha experiencia les permitirá a los protagonistas aprender y será
una bisagra, un momento del pasaje en el que dejarán de ser niños para ser adolescentes, o dejarán
la adolescencia para iniciar la adultez.
Pasajeros en tránsito
Para iluminar la lectura de estos relatos, nos serán muy interesantes los aportes de la
Antropología. Esta ciencia social ha definido los ritos de pasaje o iniciación como aquellos que
acompañan, en una sociedad dada, cualquier cambio de lugar, de posición social, de estado o edad
de sus integrantes. Los ritos de pasaje suelen darse en la trayectoria del hombre a lo largo de su vida,
desde su nacimiento hasta su muerte. Este camino está marcado por una serie de momentos críticos
o de transición que las sociedades suelen ritualizar y evidenciar públicamente en ceremonias. Por
ejemplo, el bautismo, el Bar Mitzvá, la fiesta de quince, el casamiento, la ceremonia de ingreso de
un miembro a un grupo político, el funeral. Pero también estos ritos acompañan situaciones más
amplias que estos cambios de status.
El antropólogo Víctor Turner, en su libro La selva de los símbolos, señala que los ritos de
pasaje indican y establecen transiciones entre estados distintos. Con “estado” quiere nombrar una
situación relativamente estable y fija, culturalmente reconocida, incluyendo en ello constantes
sociales, como pueden ser el estatus legal, la presión, el oficio, el rango o la situación de las
personas determinada por su grado de madurez socialmente reconocido. Es decir, un estado puede
ser, por ejemplo, “estudiante”, “licenciado”, “casado”, “soltero”, “niño”, “adulto”, etcétera. Pero,
además, Turner señala que el término “estado” puede aplicarse, asimismo, a la situación física,
mental o emocional de una persona o de un grupo en determinado momento. Así, es posible hablar
de un estado de paz o de guerra para un pueblo, de un estado de buena salud o de mala salud para
una persona.
Esto quiere decir que los ritos de pasaje se establecen entre dos estados que podemos
reconocer y que son un período de transición entre ellos: un individuo dejará un estado reconocible
para pasar a integrar otro, pero entre ambos atravesará un período de transición. Turner señala –y
esto nos interesa particularmente –que este rito se constituye en esa transición, en ese margen entre
dos estados, y que esa transición es un proceso, una situación de transformación para llegar a ser.
De esa experiencia, el sujeto saldrá modificado: no porque adquirirá ciertos conocimientos ni
porque se trasladará de un estado a otro sin más, sino debido a que vivirá una experiencia que
implica un cambio significativo, una transformación esencial y profunda.
Muchas veces esta situación de transición de pasaje puede ser definida como una etapa de
reflexión, las personas que la atraviesan se separan de sus ideas, pensamientos, sentimientos y
valores anteriores para empezar a considerarlos de una manera nuevo, como en “Día domingo”, del
escritor Mario Vargas Llosa, que relata, entre otras cosas, el cambio radical que sufre un joven en su
forma de mirar al mundo luego de enfrentarse a una prueba que pone en riesgo su vida.

Grandes transformaciones
No por casualidad los relatos de formación tienen como protagonistas a púberes o
adolescentes. Como veíamos, los ritos de pasaje se producen en situaciones de transición y suponen
una transformación, y dos de los momentos de mayores cambios en la vida de cualquier persona son
el pasaje de la niñez a la adolescencia y el de la adolescencia a la vida adulta.
La Biología y la Psicología describen este período señalando diferentes etapas. La
primera es la pubertad, el momento en el cual se produce el proceso de cambios físicos que
preparan el cuerpo para la reproducción sexual. Durante la pubertad, los niños y las niñas se van
convirtiendo en adolescentes. Esta primera etapa de la adolescencia comienza alrededor de los diez
u once años. Es un período de cambios muy vertiginosos y evidentes, ya que se acentúan las
características que diferencian a un hombre de una mujer. Los varones suelen “pegar el estirón”,
cambian la voz, se ensanchan de espaldas, empiezan a tener barba; en las mujeres se acentúan las
curvas del cuerpo, se redondean lisa caderas, se angosta la cintura, aumenta también la estatura,
entre otros cambios.
Pero en la pubertad y en la adolescencia el crecimiento no es solo físico, sino también
emocional, mental y social es una etapa de desarrollo que va mucho más allá de los cambios
corporales evidentes. Suele extenderse hasta los diecinueve años, aunque esto depende de variables
culturales. (Se dice, por ejemplo, que hoy la adolescencia dura varios años más). Lo importante es
que esta etapa concluye cuando se entra en la juventud plena, la primera etapa de la adultez.
Ubicamos la adolescencia entonces, entre la niñez y la vida adulta.
Durante la adolescencia los individuos ya no son niños, pero todavía no son adultos. Es una
etapa de ambigüedad, de paradojas, de transición. No se tienen las características de la etapa
anterior (ya no se es un niño), pero aún no se tienen las de la etapa siguiente (todavía no se es
adulto). Dicho así, pareciera ser un período de confusión y de carencia, de duelo, de pérdida. Sin
embargo, esta particularidad puede también pensarse como un rasgo de riqueza: se está en camino
de algo y en ese camino pueden encontrarse situaciones positivas también, tales como el encuentro
con los amigos, el descubrimiento de nuevos sentimientos y sensaciones, etcétera.
Por supuesto, la forma en la que los adolescentes atraviesan esta etapa tiene que ver con
su cultura y su vida particular. Por lo tanto, las características que aquí nombramos no son
universales.

Uno entre los otros


Lo que sin duda ocurre en la adolescencia (palabra que proviene del latín ‘adolescere’
“crecer”) es que quien atraviesa esta etapa va descubriendo y construyendo su propia identidad
(psicológica, sexual, cultural) y atravesando situaciones de aprendizaje que le permiten constituir su
autonomía. En principio, es un momento de la vida en que las emociones cobran un gran
protagonismo y, como señala Freud, se desarrolla la pulsión sexual orientada hacia otro. Además,
tal como describe el epistemólogo Jean Piaget en su teoría del desarrollo cognitivo y de la
inteligencia, se alcanza el pensamiento abstracto, esto es, el pensamiento formal, que permite hacer
hipótesis, construir esquemas, deducir, comparar, sacar conclusiones, etc. El adolescente puede ir
construyendo entonces una autonomía respecto de las ideas y valores en los que fue educado. Puede
evaluar y criticar, tomar distancia y rever, relativizar y elegir desde su propio punto de vista, que irá
formando esta etapa de la vida, más allá de lo que le enseñaron sus padres, sus maestros, los adultos
que en la infancia fueron modelos incuestionables.
El grupo de pares es, en este sentido, fundamental. La pertenencia a un grupo se vive
como la inclusión en una comunidad de camaradas, en la que el énfasis está puesto en aquellos
valores que representan lo común. Puede ser grande o a veces tan pequeño que sus integrantes sean
solo dos.
Pero, para entrar en el grupo o para ganar determinado lugar dentro de este, muchas veces
hay que pasar por ciertas pruebas. No es poco común que en estas situaciones el cuerpo que ha
cambiado pueda correr algún riesgo físico.
Los antropólogos que estudiaron las comunidades tribales, como Turner, describen los
ritos de pasaje grupales señalando que esas pruebas que tiene que atravesar los neófitos (los recién
incorporados) revelan el sometimiento de los aprendices respecto de sus instructores adultos. Todos
los aprendices son iguales frente a la autoridad el chamán, que los inicia en los conocimientos
necesarios para spasar a un nuevo estado, a una nueva situación en la vida. En nuestra cultura
podemos reconocer estos rituales de grupo en algunas ceremonias religiosas (como la de los chicos
que toman la comunión) o en rituales laicos como una entrega de diplomas, donde la autoridad
otorga reconocimiento a los miembros de una promoción que termina sus estudios en alguna
institución.
Sin embargo, hoy es mucho más común entre los adolescentes que el que acompañe,
enseñe y reconozca al iniciado no esté fuera, sino dentro del grupo con una jerarquía diferenciada.
El lugar del adultos, del chamán de la comunidad, lo ocupa otro joven u otros jóvenes; a veces, el
grupo mismo al que se quiere pertenecer. Los rituales de pasaje se realizan muchas veces antes la
mirada de los amigos o de los compañeros, Esto aparece claramente en varios de los cuentos donde
los personajes protagonistas se ponen a prueba ante la mirada de sus compañeros y, a partir de esa
experiencia, logran constituirse como sujetos.
CANELONES
Hernán Casciari
Disponible para escuchar en https://youtu.be/ia3DzpXzTXM

A las bromas telefónicas las llamábamos «cachadas» y eran tan antiguas como el
teléfono. Había una gran variedad de métodos, pero casi todos tenían como objeto molestar a
un interlocutor desprevenido; sacarlo de las casillas, desubicarlo. Con el Chiri nos
convertimos en expertos cuando promediábamos el secundario. Éramos magos al teléfono.
Pero entonces ocurrió una desventura que nos obligó a abandonar el profesionalismo. Una
historia que aún hoy nos recuerda que llevamos la maldad dentro del cuerpo.
Empezamos, como todo el mundo, siendo niños. Cuando los teléfonos eran negros, a
disco y del Estado. Las primeras cachadas infantiles siempre tienen como víctima a personas
que se apellidan Gallo (nadie sabe por qué, pero es así). En la guía telefónica de Mercedes
había nueve y los llamábamos a todos, uno por uno.
—Hola, ¿con lo de Gallo?
—Sí —decían del otro lado.
—¿Está Remigio?
—Acá no vive ningún Remigio.
—Disculpe, entonces me equivoqué de gallinero —y cortábamos, muertos de la risa.
Existían docenas de estas bromas básicas, y siempre nos las copiábamos de hermanos
mayores o primos que ya se dedicaban a otras más elaboradas. Como se comprende, las
primeras incursiones en el oficio buscaban sólo la propia risa: una carcajada limpia que no
causaba grandes molestias a la víctima.
Ah, ojalá nos hubiésemos quedado en ese punto muerto de la infancia, donde no
existen la maldad y la culpa. Pero no: debíamos avanzar, y avanzamos.
En los pueblos chicos siempre circulan rumores, informaciones y datos sobre la
existencia de vecinos propicios a las cachadas. Vecinos a los que llamábamos «chinches». Se
trataba de una clase de señor mayor que, ante una broma telefónica, desataba toda la fuerza
de su ira y era incapaz de colgar el teléfono. Alrededor de los diez o doce años, nos llegó una
información de primera mano: había que llamar al señor Toledo y decir la palabra clave.
—Hola, ¿hablo con lo de Toledo?
—Sí.
—¿Está "cornetita"?
Ésa era la contraseña para que el señor Toledo, que tenía la voz aguda y estridente,
comenzara a insultarnos con frases llenas de palabras groseras, resoplidos desopilantes y
desenfrenados neologismos. Nos poníamos el Chiri y yo en el mismo auricular e
imaginábamos a Toledo en su casa, en calzoncillos, con los cachetes de color borravino y
sacando humo por las orejas. Cuando, a los diez minutos, su diatriba perdía la fuerza y sus
pulmones el aire, sólo era necesario decir "pero no se enoje, cornetita" para que todo
comenzara otra vez. Era el desiderátum.
Pero el niño crece, y con él madura también la ambición, la estructura dramática y —aún
dormida— gana forma la maldad. Con el Chiri no tardamos en aburrirnos de invisibles Gallos
y Toledos, que sólo eran voces incorpóreas detrás de un cable, y nos pasamos al nivel de las
cachadas en tres dimensiones, que tenían como víctimas a sujetos presenciales.
A las siete de la tarde, el pelado de enfrente comenzaba a cerrar su negocio para volver
a casa, sin haber vendido nada en cinco horas de aburrimiento. Nosotros podíamos verlo,
resignado, desde la ventana del comedor. Cuando el pelado bajaba la persiana pesadísima del
local, justo antes de poner el candado, lo llamábamos por teléfono. El pobre hombre, que no
quería perder una venta, se desesperaba y abría otra vez la persiana, corría hasta el fondo del
negocio y, al quinto o sexto timbre, decía jadeante:
—Alfombras Pontoni, buenas tardes.
Colgábamos.
Al rato lo veíamos otra vez, humillado y vencido, cerrar la persiana gigante; le costaba
el doble. Su vida era una mierda, se le notaba en los ojos y en la curvatura de la espalda.
Entonces el pelado escuchaba otra vez el teléfono dentro del local. "Si el que ha llamado antes
llama ahora, quiere una alfombra con urgencia", pensaba el comerciante, y otra vez le
bombeaba el corazón, y otra vez levantaba la persiana, otra vez corría hasta el fondo, y otra
vez decía «alfombras Pontoni, buenas tardes», con un hilo de voz.
Colgábamos. Colgábamos siempre.
Un día repetimos el truco tantas veces, pero tantas, que al enésimo llamado falso el
pelado no tuvo más remedio que decir «alfombras Pontoni, buenas noches».
Hubiéramos seguido así hasta el final de los tiempos, pero un año después nos dimos
las narices contra el futuro. Al primer llamado, el pelado Pontoni sacó del bolsillo un
mamotreto con antena y dijo "hola". Se había comprado un inalámbrico.
La llegada de la tecnología, antes que amilanarnos, propició nuevos métodos de trabajo.
Cuando en casa tuvimos el segundo teléfono (uno con cable, otro no) con el Chiri inventamos
la telefonocomedia, que era una forma de cachada a dos voces con receptor pasivo. Consistía
en llamar a cualquier número y hacer creer a la víctima que estaba interrumpiendo una charla
privada.
VICTIMA: —¿Hola?
CHIRI (voz de mujer): —...claro, pero eso es lo que te gusta.
VICTIMA: —¿Diga?
HERNAN (voz masculina): —Lo que me gusta es chuparte el culo.
CHIRI: —Mmmm, no me digas así que me se ponen las tetas duras.
VICTIMA: —¿Quién es?
HERNAN: —Yo lo que tengo dura es la poronga, (etcétera).
El objetivo de este reto dramático era lograr que el interlocutor dejara de decir "hola" y
se concentrara en nuestra charla obscena, como si se sintiera escondido debajo de una cama
de hotel. Cuanto mejores eran nuestras tramas, más tardaba la víctima en aburrirse y colgar.
Fue, supongo, un gran ejercicio literario que nos serviría —en el futuro— para mantener a los
lectores atrapados en la ficción de un relato. Una tarde, después de diez minutos de
telefonocomedia, una de nuestras víctimas comenzó a jadear, y nos dio asco.
Con dieciséis años, o diecisiete, ya podíamos considerarnos profesionales del
radioteatro. Habíamos ganado en pericia escénica, en impronta y, sobre todo, en naturalidad
de reflejos. El Chiri y yo faltábamos a las clases vespertinas de gimnasia y nos encerrábamos
en casa con dos o tres teléfonos, un grabadorcito Sanyo y algunos elementos para generar
sonidos de lluvia, de tráfico, de incendio, de ventisca. También teníamos a mano claras de
huevo, por si era necesario cambiar los matices de la voz.
No nos hacía falta hablar entre nosotros: nos comunicábamos con gestos y miradas,
como locutores de radio detrás del vidrio. Hacíamos magia. Éramos capaces de mandar a un
desconocido a la Municipalidad a buscar un impuesto inexistente, seducir a la secretaria de un
médico hasta enamorarla, hacer sonar la sirena de los bomberos en el momento que se nos
ocurriera y convencer al kiosquero de la 19 y 30 que estaba saliendo en directo para una radio
de Luján.
Nos creíamos dioses, y quizás por eso tocamos fondo en el cenit de nuestra gloria.

Promediaba el año ochenta y ocho. Lo recuerdo porque ya usábamos relojes digitales


para cronometrar nuestras hazañas. Era de noche y mis padres no estaban en casa. Hacía
horas que, con el Chiri, jugábamos un juego apasionante: hacer durar a la víctima en el
teléfono a cualquier precio. Cuando te convertís en un profesional de la cachada volvés
a lo básico, a lo simple. El mecanismo del juego era llamar a cualquier número y sacar una
conversación de la nada. El reloj corría desde el "hola" y hasta el "clic" de cierre.
Esa noche Chiri llevaba una performance ideal: había logrado una conversación de 17m
12s con una señora, diciéndole que hablaba desde la tintorería. Tuvieron una charla
graciosísima sobre el planchado en seco y acabaron cantando "Nostalgias" a dúo. Chiri la
paseó por donde quiso, con guiños magistrales y toques de genialidad. Era imposible que yo
pudiera superar esa maniobra.
Tiré los dados. Me salió el 24612. Marqué el número. Chiri tenía el cronómetro en la
mano y me miraba cancherito. Cuando la voz de una vieja dijo "hola" comenzó a correr el
segundero.
Yo había desarrollado una técnica, una marca de la casa, que sólo usaba en momentos
clave. Era un sistema muy arriesgado que consistía en poner una voz masculina estándar,
atónica, pausada, y provocar que la víctima adivinase mi identidad. Aquella noche, en la que
sería la última cachada de mi vida, utilicé este método.
—¿Quién habla? —preguntó la vieja después de mi "hola".
—Lo que faltaba —dije— ¿Ya ni de mi voz te acordás?
Eso era un peón cuatro rey. La apertura clásica. Generaba del otro lado sensación de
familiaridad. Siempre hay un sobrino que ha crecido y le ha cambiado la voz, o un ahijado;
siempre.
—No sé —dijo la vieja—. ¿Con quién quiere hablar?
—¡Con vos, boludona!
Jugada arriesgadísima. Yo estaba sacando la reina al medio del tablero. Muy poca gente
del entorno de una vieja le dice "boludona". Pero si quería superar el tiempo de Chiri, tenía
que actuar como un kamikaze. Funcionó:
—¿Daniel! —dijo ella, en ese tono intermedio entre la interrogación y la exclamación.
El tono se llama "deseo".
La entonación del nombre propio me dio un millón de pistas. Daniel no era un sobrino,
ni un ahijado, porque el grito de la vieja había sido estremecedor. No podía ser más que un
hijo. Posiblemente, único. Y ese mismo dato me llevaba a otra cosa: el hijo vivía lejos y no era
muy dado a llamar a su madre. Me tiré de cabeza:
—¡Claro, mamá! ¿Quién va a ser?
—¡Dani, Danielito! —sollozó la vieja, mientras Chiri, en silencio, se sacaba de la cabeza
un imaginario sombrero, rendido ante mi jugada.
Ahora, el tiempo corría de mi parte. Me fui a caminar con el inalámbrico, para que Chiri
no intentara hacerme reír con gestos. Él se quedó escuchando desde el fijo. En cinco minutos
supe que Daniel vivía en el sur ("¿y hace frío ahí?", preguntó la vieja en pleno septiembre) y
también que la relación entre ellos no había sido, en los últimos años, muy afectuosa.
—Papá hubiera querido que estuvieses en su entierro.
—No es fácil, mamá. Hay heridas abiertas, la vida no es tan simple.
Supe que Daniel tenía una esposa, la Negra, y dos hijos. El más chico, Carlitos, no
conocía a su abuela. Supe también que la ciudad en la que vivía Daniel era Comodoro
Rivadavia, y que trabajaba en una fábrica de televisores. A los doce minutos de charla, cuando
ya todo estaba encaminado para superar el récord del Chiri, la vieja empezó a sospechar algo,
comenzó a hacer preguntas ambiguas, y debí improvisar.
—¿Pero cómo es que te escucho tan cerquita, nene? —quiso saber ella, y entonces no
tuve opciones.
—Mamá —dije, sorprendido por mi crueldad—. Estoy acá, en la Terminal.
Del otro lado escuché un silencio, y después un llanto contenido. Me di vuelta buscando
los ojos de Chiri, que me miraba pálido. No sonreía. Yo sentí, por dentro, la pulsión de la
maldad. La sentí por primera vez en la vida. Estaba en el estómago, en el pito y en el cerebro al
mismo tiempo, como una santísima trinidad diabólica. Con un gesto, le pregunté a Chiri qué
tiempo llevaba. 16 minutos.
—No llores, viejita —dije.
—¿Habías venido ya otras veces a Mercedes? —me preguntó con la voz rota— A veces
sueño que venís, de noche, y que no pasás por casa...
—No. No, no... Es la primera vez que vengo, te lo juro. Pero no quería aparecer así, de
golpe. Por eso te llamé.
—¡Hijo! —gritó ella, desgarrada— ¡Colgá y apurate, vení, vení!
Casi 17 minutos, hacía falta algo más. Cuando supe lo que iba a decir, mi puño
izquierdo se cerró. Ahora creo que la maldad ya me había invadido. Creo que no era yo el que
hablaba. Eso que no sabemos qué es, eso que nos hace humanos y horribles, ahora estaba
enquistado en mí y yo era su marioneta.
—Tengo que hacer un par de cositas antes, y después voy a casa —dije—. Escucháme,
mamá. ¿Me hacés canelones? Estoy muerto de hambre.
—Claro, Dani.
—Siempre extraño tus canelones.
—Apurate, yo ahora te hago.
—Un beso.
—Chau, nene. Estoy toda temblando, apuráte.
Y la mujer colgó.
Lo miré a Chiri, que tenía la vista en el suelo. No me miraba, supongo que no podía
verme a la cara. Ni siquiera se acordó de parar el cronómetro, así que tampoco supimos quién
ganó. Estuvimos un rato largo en los sillones, sin decirnos nada. Media hora más tarde
entendimos que en alguna parte de Mercedes había una casa, que en esa casa había una mesa,
y que en esa mesa ya humeaba un plato caliente.
Nuestra adolescencia, supimos entonces, duraría hasta que se enfriaran los canelones
de Daniel.
LA FIESTA AJENA
Liliana Heker
Disponible para escuchar en https://youtu.be/0wMliMqy3tQ

Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le
hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había
dicho; ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por
el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
—No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos.
—Los ricos también se van al cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el colegio.
—Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita, le gusta cagar más
arriba del culo.
A la chica no le parecía nada bien la manera de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era
una de las mejores alumnas de su grado.
—Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y
se acabó.
—Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa—. Oíme, Rosaura —dijo por fin—, ésa no
es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más.
Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar.
—Callate —gritó—. Qué vas a saber vos lo que es ser amiga.
Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su
madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le
gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba.
—Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir
un mago y va a traer un mono y todo.
La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas.
—¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que
te dicen.
Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de
mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué?, si un día llegaba a
vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste.
Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo.
—Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios.
Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta
descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después que le
lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes
de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima.
La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo:
—Qué linda estás hoy, Rosaura.
Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con
paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó
su boca a la oreja de Rosaura.
—Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digas a nadie porque es un secreto.
Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su
jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba
a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora
Inés se lo había dicho: “Vos sí pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo”.
Rosaura, en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando
la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que
la señora Inés le había dicho: “¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que
iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas
la vio, la del moño le dijo:
—¿Y vos quién sos?
—Soy amiga de Luciana —dijo Rosaura.
—No —dijo la del moño—, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a
todas sus amigas. Y a vos no te conozco.
—Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos
los deberes juntas.
—¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita.
—Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura, muy seria.
La del moño se encogió de hombros.
—Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella?
—No.
—¿Y entonces de dónde la conocés? —dijo la del moño, que empezaba a impacientarse.
Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo:
—Soy la hija de la empleada —dijo.
Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la
empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura
pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así.
—Qué empleada —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda?
—No —dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas.
—¿Y entonces cómo es empleada? —dijo la del moño.
Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la
podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie.
—Viste —le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo.
Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su
corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha
agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los
varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida
había sido tan feliz.
Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la
señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque
todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia
donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había
gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más
grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima.
Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad.
Desanudaba pañuelos con un solo soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna
parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono lo llamaba
socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario
de trabajo”.
La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el
mago lo iba a hacer desaparecer.
—¿Al chico? —gritaron todos.
—¡Al mono! —gritó el mago.
Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo.
El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago
lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza.
—No hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito.
—¿Qué es timorato? —dijo el gordito.
El mago giró la cabeza hacia uno y otro lado, como para comprobar que no había espías.
—Cagón —dijo—. Vaya a sentarse, compañero.
Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón.
—A ver, la de los ojos de mora —dijo el mago. Y todos vieron cómo la señalaba a ella.
No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al
final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura, dijo las palabras
mágicas... y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos
aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo:
—Muchas gracias, señorita condesa.
Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le
contó.
—Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”.
Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su
madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”.
Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago.
Su madre le dio un coscorrón y le dijo:
—Mírenla a la condesa.
Pero se veía que también estaba contenta.
Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente,
había dicho: “Espérenme un momentito”.
Ahí la madre pareció preocupada.
—¿Qué pasa? —le preguntó a Rosaura.
—Y qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos.
Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus
madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado
observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le regalaba una pulsera.
Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía
chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no le pedís
el yo-yo, pedazo de sonsa?”. Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba
vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo:
—Yo fui la mejor de la fiesta.
Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar en el hall con una bolsa celeste y una
bolsa rosa.
Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito
se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la
bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá.
Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le
gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó
de orgullo. Dijo:
—Qué hija que se mandó, Herminia.
Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer los dos regalos: la pulsera y el yo-yo.
Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de
adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento.
Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó
algo en su cartera.
En su mano aparecieron dos billetes.
—Esto te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo, querida.
Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su
madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada
más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés.
La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla.
Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.
RESTOS DEL CARNAVAL
Clarice Lispector
Disponible para escuchar en https://www.youtube.com/watch?v=E1eyO4EuLCw

No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los
miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una
que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan
extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se
acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo, de
retoño que era, se abriese en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen
al fin para qué las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de
placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.
En la realidad, sin embargo, yo poco participaba. Nunca había ido a un baile infantil, nunca
me habían disfrazado. En compensación me dejaban quedar hasta las once de la noche en la puerta,
al pie de la escalera del departamento de dos pisos, donde vivíamos, mirando ávidamente cómo se
divertían los demás. Dos cosas preciosas conseguía yo entonces, y las economizaba con avaricia
para que me durasen los tres días: un atomizador de perfume, y una bolsa de confeti. Ah, se está
poniendo difícil escribir. Porque siento cómo se me va a ensombrecer el corazón al constatar que,
aun incorporándome tan poco a la alegría, tan sedienta estaba yo que en un abrir y cerrar de ojos me
transformaba en una niña feliz.
¿Y las máscaras? Tenía miedo, pero era un miedo vital y necesario porque coincidía con la
sospecha más profunda de que también el rostro humano era una especie de máscara. Si un
enmascarado hablaba conmigo en la puerta al pie de la escalera, de pronto yo entraba en contacto
indispensable con mi mundo interior, que no estaba hecho sólo de duendes y príncipes encantados,
sino de personas con su propio misterio. Hasta el susto que me daban los enmascarados era, pues,
esencial para mí.
No me disfrazaban: en medio de las preocupaciones por la enfermedad de mi madre, a nadie
en la casa se le pasaba por la cabeza el carnaval de la pequeña. Pero yo le pedía a una de mis
hermanas que me rizara esos cabellos lacios que tanto disgusto me causaban, y al menos durante
tres días al año podía jactarme de tener cabellos rizados. En esos tres días, además, mi hermana
complacía mi intenso sueño de ser muchacha –yo apenas podía con las ganas de salir de una
infancia vulnerable– y me pintaba la boca con pintalabios muy fuerte pasándome el colorete
también por las mejillas. Entonces me sentía bonita y femenina, escapaba de la niñez.
Pero hubo un carnaval diferente a los otros. Tan milagroso que yo no lograba creer que me
fuese dado tanto; yo, que ya había aprendido a pedir poco. Ocurrió que la madre de una amiga mía
había resuelto disfrazar a la hija, y en el figurín el nombre del disfraz era Rosa. Por lo tanto, había
comprado hojas y hojas de papel crepé de color rosa, con las cuales, supongo, pretendía imitar los
pétalos de una flor. Boquiabierta, yo veía cómo el disfraz iba cobrando forma y creándose poco a
poco. Aunque el papel crepé no se pareciese ni de lejos a los pétalos, yo pensaba seriamente que era
uno de los disfraces más bonitos que había visto jamás.
Fue entonces cuando, por simple casualidad, sucedió lo inesperado: sobró papel crepé, y
mucho. Y la mamá de mi amiga -respondiendo tal vez a mi muda llamada, a mi muda envidia
desesperada, o por pura bondad, ya que sobraba papel- decidió hacer para mí también un disfraz de
rosa con el material sobrante. Aquel carnaval, pues, yo iba a conseguir por primera vez en la vida lo
que siempre había querido: iba a ser otra aunque no yo misma.
Ya los preparativos me atontaban de felicidad. Nunca me había sentido tan ocupada:
minuciosamente calculábamos todo con mi amiga, debajo del disfraz nos pondríamos un fondo de
manera que, si llovía y el disfraz llegaba a derretirse, por lo menos quedaríamos vestidas hasta
cierto punto. (Ante la sola idea de que una lluvia repentina nos dejase, con nuestros pudores
femeninos de ocho años, con el fondo en plena calle, nos moríamos de vergüenza; pero no: ¡Dios
iba a ayudarnos! ¡No llovería!) En cuanto a que mi disfraz sólo existiera gracias a las sobras de otro,
tragué con algún dolor mi orgullo, que siempre había sido feroz, y acepté humildemente lo que el
destino me daba de limosna.
¿Pero por qué justamente aquel carnaval, el único de disfraz, tuvo que ser melancólico? El
domingo me pusieron los tubos en el pelo por la mañana temprano para que en la tarde los rizos
estuvieran firmes. Pero tal era la ansiedad que los minutos no pasaban. ¡Al fin, al fin! Dieron las
tres de la tarde: con cuidado, para no rasgar el papel, me vestí de rosa.
Muchas cosas peores que me pasaron ya las he perdonado. Ésta, sin embargo, no puedo
entenderla ni siquiera hoy: ¿es irracional el juego de dados de un destino? Es despiadado. Cuando
ya estaba vestida de papel crepé todo armado, todavía con los tubos puestos y sin pintalabios ni
colorete, de pronto la salud de mi madre empeoró mucho, en casa se produjo un alboroto repentino
y me mandaron en seguida a comprar una medicina a la farmacia. Yo fui corriendo vestida de rosa -
pero el rostro no llevaba aún la máscara de muchacha que debía cubrir la expuesta vida infantil-, fui
corriendo, corriendo, perpleja, atónita, ente serpentinas, confeti y gritos de carnaval. La alegría de
los otros me sorprendía.
Cuando horas después en casa se calmó la atmósfera, mi hermana me pintó y me peinó. Pero
algo había muerto en mí. Y, como en las historias que había leído, donde las hadas encantaban y
desencantaban a las personas, a mí me habían desencantado: ya no era una rosa, había vuelto a ser
una simple niña. Bajé la calle; de pie allí no era ya una flor sino un pensativo payaso de labios
encarnados. A veces, en mi hambre de sentir el éxtasis, empezaba a ponerme alegre, pero con
remordimiento me acordaba del grave estado de mi madre y volvía a morirme.
Sólo horas después llegó la salvación. Y si me apresuré a aferrarme a ella fue por lo mucho
que necesitaba salvarme. Un chico de doce años, que para mí ya era un muchacho, ese chico muy
guapo se paró frente a mí y con una mezcla de cariño, grosería, broma y sensualidad me cubrió el
pelo, ya lacio, de confeti: por un instante permanecimos enfrentados, sonriendo, sin hablar. Y
entonces yo, mujercita de ocho años, consideré durante el resto de la noche que al fin alguien me
había reconocido; era, sí, una rosa.
EL MARICA
Abelardo Castillo
Disponible para escuchar en https://www.youtube.com/watch?v=RWVm-g4dwyE

Escuchame, César, yo no sé por dónde andarás ahora, pero cómo me gustaría que leyeras
esto, porque hay cosas, palabras, que uno lleva mordidas adentro y las lleva toda la vida, hasta que
una noche siente que debe escribirlas, decírselas a alguien, porque si no las dice van a seguir ahí,
doliendo, clavadas para siempre en la vergüenza. Escuchame.
Vos eras raro, uno de esos pibes que no pueden orinar si hay otro en el baño. En la Laguna,
me acuerdo, nunca te desnudabas delante de nosotros. A ellos les daba risa. Y a mí también, claro;
pero yo decía que te dejaran, que uno es como es. Cuando entraste a primer año venías de un
colegio de curas; San Pedro debió de parecerte algo así como Brobdignac. No te gustaba trepar a los
árboles ni romper faroles a cascotazos ni correr carreras hacia abajo entre los matorrales de la
barranca. Ya no recuerdo cómo fue, cuando uno es chico encuentra cualquier motivo para querer a
la gente. Sólo recuerdo que un día éramos amigos y que siempre andábamos juntos. Un domingo
hasta me llevaste a misa. Al pasar frente al café, el colorado Martínez dijo con voz de flauta, adiós,
los novios, a vos se te puso la cara como fuego y yo me di vuelta puteándolo y le pegué tan
tremendo sopapo, de revés, en los dientes, que me lastimé la mano.
Después, vos me la querías vendar. Me mirabas.
—Te lastimaste por mí, Abelardo.
Cuando dijiste eso, sentí frío en la espalda. Yo tenía mi mano entre las tuyas y tus manos
eran blancas, delgadas, no sé. Demasiado blancas, demasiado delgadas.
—Soltame —dije.
O a lo mejor no eran tus manos, a lo mejor era todo, tus manos y tus gestos y tu manera de
moverte, de hablar.
Yo ahora pienso que en el fondo a ninguno de nosotros le importaba mucho, y alguna vez lo
dije, dije que esas cosas no significaban nada, que son cuestiones de educación, de andar siempre
entre mujeres, entre curas. Pero ellos se reían, y uno también, César, acaba riéndose, acaba por
reírse de macho que es y pasa el tiempo y una noche cualquiera es necesario recordar, decirlo, todo.
Yo te quise de verdad. Oscura e inexplicablemente, como quieren los que todavía están
limpios. Eras un poco menor que nosotros y me gustaba ayudarte. A la salida del colegio íbamos a
tu casa y yo te explicaba las cosas que no comprendías. Hablábamos. Entonces era fácil escuchar,
contarte todo lo que a los otros se les calla. A veces me mirabas con una especia de perplejidad, una
mirada rara, la misma mirada, acaso, con la que yo no me atrevía a mirarte.
Una tarde me dijiste:
—Sabés, te admiro.
No pude aguantar tus ojos. Mirabas de frente, como los chicos, y decías las cosas del mismo
modo. Eso era.
—Es un marica.
—Qué va a ser un marica.
—Por algo lo cuidás tanto.
Supongo que alguna vez tuve ganas de decir que todos nosotros juntos no valíamos ni la
mitad de lo que él, de lo que vos valías, pero en aquel tiempo la palabra era difícil y la risa fácil, y
uno también acepta –uno también elige–, acaba por enroñarse, quiere la brutalidad de esa noche
cuando vino el negro y habló de verle la cara a Dios y dijo me pasaron un dato.
—Me pasaron un dato —dijo—, por las Quintas hay una gorda que cobra cinco pesos,
vamos y de paso el César le ve la cara a Dios. Y yo dije macanudo.
—César, esta noche vamos a dar una vuelta con los muchachos. Quiero que vengas.
— ¿Con los muchachos?
—Sí, qué tiene.
Porque no sólo dije macanudo sino que te llevé engañado. Vos te diste cuenta de todo
cuando llegamos al rancho. La luna enorme, me acuerdo. Alta entre los árboles.
—Abelardo, vos lo sabías.
— Callate y entrá.
— ¡Lo sabías!
— Entrá, te digo.
El marido de la gorda, grandote como la puerta, nos miraba como si nos midiera. Dijo que
eran cinco pesos. Cinco pesos por cabeza, pibes. Siete por cinco, treinta y cinco. Verle la cara a
Dios, había dicho el negro. De la pieza salió un chico, tendría cuatro o cinco años. Moqueando, se
pasaba el revés de la mano por la boca, nunca en mi vida me voy a olvidar de aquel gesto. Sus
piecitos desnudos eran del mismo color que el piso de tierra.
El negro hizo punta. Yo sentía una pelota en el estómago, no me animaba a mirarte. Los
demás hacían chistes brutales, anormalmente brutales, en voz de secreto; todos estábamos asustados
como locos. A Aníbal le temblaba el fósforo cuando me dio fuego.
—Debe estar sucia.
Cuando el negro salió de la pieza venía sonriendo, triunfador, abrochándose la bragueta. Nos
guiñó un ojo.
—Pasá vos.
—No, yo no.
Yo después.
Entró el colorado; después entró Aníbal. Y cuando salían, salían distintos. Salían hombres.
Sí, esa era exactamente la impresión que yo tenía.
Entré yo. Cuando salí vos no estabas.
—Dónde está César.
—Disparó.— Y el ademán –un ademán que pudo ser idéntico al del negro– se me heló en la
punta de los dedos, en la cara, me lo borró el viento del patio porque de pronto yo estaba fuera del
rancho.
—Vos también te asustaste, pibe.
Tomando mate contra un árbol vi al marido de la gorda; el chico jugaba entre sus piernas.
—Qué me voy a asustar. Busco al otro, al que se fue.
—Agarró pa ayá —con la misma mano que sostenía la pava, señaló el sitio. Y el chico
sonreía. Y el chico también dijo pa ayá.
Te alcancé frente al Matadero Viejo; quedaste arrinconado contra un cerco. Me mirabas.
—Lo sabías.
—Volvé.
—No puedo. Abelardo, te juro que no puedo.
—Volvé, animal.
—Por Dios que no puedo.
—Volvé o te llevo a patadas en el culo.
La luna grande, no me olvido, blanquísima luna de verano entre los árboles y tu cara de
tristeza o de vergüenza, tu cara de pedirme perdón, a mí, tu hermosa cara iluminada, desfigurándose
de pronto. Me ardía la mano. Pero había que golpear, lastimar, ensuciarte para olvidarse de aquella
cosa, como una arcada, que me estaba atragantando.
—Bruto —dijiste—. Bruto de porquería. Te odio. Sos igual, sos peor que los otros.
Te llevaste la mano a la boca, igual que el chico cuando salía de la pieza. No te defendiste.
Cuando te ibas, todavía alcancé a decir:
—Maricón. Maricón de mierda.
Y después lo grité.
Escuchame, César. Es necesario que leas esto. Porque hay cosas que uno lleva mordidas,
trampeadas en la vergüenza toda la vida, hay cosas por las que uno, a solas, se escupe la cara en el
espejo. Pero de golpe, un día necesita decirlas, confesárselas a alguien. Escuchame. Aquella noche,
al salir de la pieza de la gorda, yo le pedí, por favor, no se lo vaya a contar a los otros. Porque
aquella noche yo no pude. Yo tampoco pude.

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