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Consideraciones teológicas sobre el infierno de Juan Luis Ruíz de la Peña

El único fin de la historia es la salvación. Quien equiparase la promesa del cielo con la amenaza del infierno,
como si ambas cosas, la vida y la muerte eternas, gozasen de los mismos derechos de ciudadanía en el ámbito de
la fe cristiana, deformaría el horizonte evangélico.

El infierno no es creación de Dios. La voluntad divina respecto a él es idéntica a su voluntad respecto al pecado,
supuesto que la muerte eterna no es sino el fruto del pecado. Ahora bien, es evidente que Dios no puede crear ni
querer el pecado. Luego tampoco puede crear o querer el infierno. El cielo sólo puede existir como don de Dios;
el infierno sólo puede existir como fabricación del hombre.

Existe el pecado; luego puede existir el infierno. De la facticidad de aquél se sigue la real posibilidad de éste.

No se olvide que estamos hablando de posibilidad, no de facticidad. El paso de una a otra no le es lícito darlo al
teólogo, ni siquiera a la Iglesia. Los cristianos no podemos excluir categóricamente que la gracia va a triunfar de
hecho (por supuesto, respetando la libertad humana) en todos y cada uno de los casos, que el mortalmente pecador
va a dejarse tocar por la misericordia perdonadora de Dios para «convertirse y vivir». No tenemos derecho a
excluirlo; pero tampoco tenemos derecho a exigirlo. Lo único que podemos —y debemos— hacer es esperar y
rogar a Dios para que así sea. Nos es lícito nutrir, no ya la certeza, pero sí la esperanza de la salvación de todos.

El pecado es, ante todo, el no a Dios. Luego el infierno será la existencia sin Dios. Esta es su esencia, como la
comunión con Dios constituye la esencia de la vida eterna.

Además de un no a Dios, todo pecado es siempre (según se ha constatado ya) un no a la imagen de Dios, ruptura
de la comunión interhumana por la vía de la afirmación egocéntrica del propio yo. El infierno será, pues, la no-
ciudad, el no-pueblo: soledad, y no comunidad. El que había optado por sí mismo, y por nadie más, se tiene
finalmente a sí mismo, y a nadie más. El egoísmo pecador atomiza la existencia, apresando al hombre en el cerco
de una inviolable clausura. La soledad infernal conlleva el silencio; la imagen ominosa del único lenguaje posible
en el infierno es «el crujir de dientes» de los textos sinópticos, el sonido inarticulado, no significativo, no
comunicativo.

En fin, el pecado es un no a la armonía de la realidad, introduce un germen de caos en el cosmos, corrompe la


creación. Pues bien, en la nueva creación, centrada en Dios (que será «todo en todas las cosas»; 1 Cor 15,28) y
ordenada en torno a ese centro unificador, el pecador no encontrará su sitio; experimentará el mundo, no como
albergue acogedor de la existencia, sino como medio inhóspito que lo asedia y oprime sin tregua y del que no
puede, empero, evadirse, porque a él lo liga su mundanidad constitutiva.

Todo lo que antecede (el infierno como lejanía de Dios, como soledad, como vecindad opresiva del mundo)
podría sintetizarse en la afirmación siguiente: la muerte eterna es la sanción inmanente de la culpa. Concebirla
como una serie de penas impuestas desde fuera no sólo volvería a plantear la cuestión de una eventual causalidad
positiva de Dios en su existencia, sino que significa una concesión a antropomorfismos inaceptables, basados en
la analogía del castigo-venganza infligido por un juez que fija penas discrecionales y extrañas al delito mismo. Lo
que impropiamente se ha llamado con frecuencia «castigo divino» no es tal; Dios no necesita crearlo, porque late
ya en la estructura ontológica del pecado y del pecador. Es el fruto consumado de un proyecto de vida autárquica,
autosuficiente, egolátrica.

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