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MISIÓN Y LITURGIA

La misión de anunciar el evangelio encomendada por Jesús a la Iglesia supone no


solamente la tarea de proclamar el evangelio con la palabra, el testimonio y los signos (Cf.
Mc 16,15; L 24,47; Mt 28,20) sino también bautizar (Mt 28,19; Mc 16,16) y "hacer
discípulos" de Jesús (Mt 28,19) creando comunidades de creyentes en él.

El rito del bautismo y la formación de la comunidad, que tendrá como centro la eucaristía,
son elementos esencialmente litúrgicos de la misión. "Así como Cristo fue enviado por el
Padre, él a su vez envió a los apóstoles, llenos del Espíritu Santo. No sólo los envió a
predicar el evangelio a toda criatura y anunciar que el Hijo de Dios, con su muerte y
resurrección, nos libró del poder de Satanás y de la muerte y nos condujo al reino del
Padre, sino también a realizar la obra de salvación que proclamaban mediante el sacrificio
y los sacramentos, en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica" (Sacrosanctum
concilium 6).

Desde el comienzo la misión de la iglesia tiene esta dimensión kerigmática y litúrgica


juntamente: los misioneros anuncian el evangelio y bautizan, los neófitos forman una
comunidad en torno a la eucaristía y a la enseñanza de los apóstoles. Al mismo tiempo, las
nuevas comunidades reunidas y reforzadas por la vida litúrgica se abren al universalismo
de la misión.

La actividad misionera como liturgia en el nuevo testamento.

San Pablo presenta su trabajo misionero no sólo como una diakonía (servicio), sino


también como una auténtica liturgia. "Doy culto a Dios en mi espíritu anunciando el
evangelio... e incesantemente los recuerdo" (Rom 1,9). Dos verbos litúrgicos definen
la obra misionera. Pablo da culto (latréuo) anunciando la palabra a aquellos de
quienes se acuerda (de los que hace memoria). La actitud apostólica es siempre de
alegría, "aunque tuviera que derramar mi sangre como libación sobre el sacrificio y
servicio de su fe" (Flp 2,17): aquí la vida del Apóstol se convierte en una libación
sacrificial. La vocación misionera entre los paganos se describe como una gracia "de
ser ministro (leitourgón éinai) de Jesucristo para los gentiles, ejerciendo la tarea
sagrada del evangelio de Dios, para que la ofrenda de los gentiles sea agradable a
Dios, santificada por el Espíritu Santo" (Rom 15,16). Pablo, misionero entre los
paganos, es un liturgo; la evangelización es una función litúrgica, sagrada y, con su
conversión a Cristo, los neófitos llegan a ser una ofrenda santificada por el Espíritu y
acepta a Dios.

El fundamento de esta concepción de la misión como liturgia se encuentra en el


hecho de que el misionero no sólo es partícipe, como todo cristiano, de la muerte y
resurrección de Cristo (Rom 6,3), sino que además lleva consigo y en sí, de una
forma nueva, el misterio de la redención que debe anunciar y comunicar a los demás.
"Ahora me complazco en mis padecimientos por ustedes y en compensación
completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo que es
la iglesia, de la que fui hecho ministro según la misión que Dios me dio para bien
suyo con el fin de dar cumplimiento a su mensaje divino" (Col 1,24-25). Una de las
notas características del trabajo del misionero es esta íntima participación en la cruz
de Cristo, "crucificado con Cristo" (Gál 2,19) en favor de los hombres (cf 2 Cor
4,10.12). Cristo, el enviado y el sacerdote que se ofreció por todos, permanece para
siempre con los misioneros hasta el fin del mundo. Y por otra parte el Espíritu Santo,
que ocupa un puesto tan importante en la liturgia, está presente en el misionero y lo
impulsa a la misión entre los no-cristianos, donde el Espíritu está también presente y
prepara la futura ofrenda que se hará cristiana. La misión se convierte así en una
verdadera celebración.

La reforma litúrgica en la misiones a partir del concilio Vaticano II

La promulgación de la constitución Sacrosanctum concilium (4 de diciembre de


1963) señaló el punto de partida de una verdadera renovación litúrgica en las
misiones. Una sección entera de la constitución (SC 37-40) ofrece normas concretas
para la adaptación de la liturgia a la mentalidad y a las tradiciones de los pueblos,
con una referencia explícita a las misiones (SC 38).

De ahora en adelante la facultad de decidir sobre la introducción y extensión de la


lengua vulgar (nacional) en la liturgia (SC 36) no está ya reservada a la Santa Sede,
sino que es competencia de las conferencias episcopales nacionales; así como la
facultad de determinar las adaptaciones, especialmente respecto a la administración
de los sacramentos, a los sacramentales, a las procesiones, a la música sagrada y a
las artes (SC 39); la facultad de admitir en el culto divino eventuales elementos
provenientes de las tradiciones y de la índole de los diferentes pueblos (SC 40); la
facultad de preparar cuanto antes los rituales particulares adaptados a las necesidades
de cada una de las regiones (SC 63); la facultad de instituir una comisión litúrgica y
un instituto de liturgia pastoral, de los que no se excluyan, si es necesario, miembros
laicos particularmente expertos (SC 44; Inter oecumenici 46). 

En particular, en los lugares de misión se tiene la facultad de admitir, junto a los


elementos propios de la tradición cristiana, también elementos de la iniciación en
uso entre cada pueblo (SC 65); preparar un rito propio para la celebración del
matrimonio que responda a los usos de los lugares y de los pueblos (SC 77); animar
a la práctica penitencial según las posibilidades de las diversas regiones, y también
según las condiciones de los fieles (SC 110); revisar el año litúrgico, con tal que se
mantenga su carácter original, para alimentar debidamente la piedad de los fieles en
la celebración de los misterios de la redención (SC 107); revisar cuanto se refiere a
la construcción digna y apropiada de los edificios sagrados, la forma y la erección de
los altares, la funcionalidad del baptisterio, la materia y la forma de las vestiduras
sagradas (SC 128); admitir nuevos instrumentos musicales (SC 120; Musicam
sacram  1, 12). Estas son las tareas que el concilio encomendó a las conferencias
episcopales de las misiones.

Además, el decreto Ad gentes sobre las misiones recuerda que las nuevas iglesias
particulares, conservando toda la riqueza de sus tradiciones junto con las cualidades
específicas de cada comunidad nacional, tendrán su puesto propio en la comunión
eclesial. Ante este hecho teológico y pastoral, "es de desear, más todavía, es de todo
punto conveniente que las conferencias episcopales se unan entre sí dentro de los
límites de cada uno de los grandes territorios socio-culturales, de suerte que puedan
conseguir de común acuerdo este objetivo de la adaptación" (AG 22).

A partir de estos presupuestos se han hecho notables avances en los campos de la


adaptación litúrgica en las Iglesias en territorios de misión sobre todo en África y en Asia.

La liturgia, fuente y cumbre de las misiones

La liturgia no es la única actividad de la iglesia; sin embargo, está íntimamente vinculada a


todas las demás, y se la considera fuente y cumbre de todo apostolado (SC 10), y por tanto
también de las misiones. Cumbre,  porque todo en la actividad misionera está ordenado a
que los hombres, mediante el bautismo, se inserten en la iglesia, donde, reunidos en
comunidad, puedan alabar a Dios y participar en la mesa del Señor. Todos los sacramentos
se revelan como cumbre del trabajo misionero. El fin de la misión es la formación de una
comunidad o iglesia particular, y sólo con la viva participación en los sacramentos se
puede conseguir este fin.

Además, la liturgia es fuente de toda actividad misionera, y sobre todo de todo fruto
misionero. La glorificación de Dios en Cristo, la conversión de los hombres y su
santificación "se obtiene con la máxima eficacia" por medio de la liturgia, y sobre todo por
medio de la eucaristía, porque aquí se encuentra la fuente de la gracia (SC 10). No
podemos olvidar que Cristo, el apóstol, el enviado del Padre, está presente en las acciones
litúrgicas para continuar su obra salvífica universal: "Para realizar una obra tan grande,
Cristo está siempre presente a su iglesia sobre todo en la acción litúrgica" (SC 7). Después
de la ascensión al cielo, Cristo no ha olvidado su obra ni la ha dejado sólo en las manos de
la iglesia. El permanece siempre con nosotros, y con nosotros realiza hoy la salvación. De
esta inserción en Cristo misionero y salvador, a través de la liturgia y concretamente a
través de los sacramentos, brota el derecho y el deber de todo cristiano al trabajo misionero
(Cf. AG 36).

Finalmente hay que seguir profundizando en el redescubrimiento de la dimensión


misionera de la liturgia. Puesto que hasta ahora la liturgia se ha contemplado y vivido más
bien como un hecho cultual. No se ha advertido su dimensión misionera.

Se debe seguir adelante en los temas de inculturación de la liturgia en el genio propio de


cada pueblo y la tarea de traducir los textos a las lenguas propias de cada cultura, que ahora
recae directamente en las Conferencias Episcopales.

La liturgia en las misiones debe cobrar un carácter creativo, fruto de su íntima relación con
el Espíritu Santo. La creatividad no se opone a la uniformidad sustancial y a cierto orden,
que debe ser determinado por la jerarquía. Habrá siempre una puerta abierta para que la
estructura de la celebración responda mejor a la naturaleza profunda de aquello que la
celebración misma proclama y obra.
En fin, la liturgia debe actualizar el misterio de Cristo no sólo en los ritos, sino también en la vida,
y así debe volver al centro de la vida cristiana y de cada comunidad. La liturgia no puede quedar
ausente de la vida del neoconverso y de la nueva iglesia todavía en vías de desarrollo y expansión.

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