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Paul Henry Lang

REFLEXIONES SOBRE LA MÚSICA

Música e historia *

A nuestra manera de aprender y de enseñar música se debe por completo que haya
relativamente pocas personas que perciban con claridad lo que significa la música en la
historia de la civilización, y por ende lo que significa para una nación y su cultura. En una
niebla en la que se pierden los contornos del pensamiento son las figuras del pasado y no
las de los principales héroes de épocas recientes las que se van quedando reducidas al
estado de meros medios por los cuales el historiador de la música satisface su deseo de
juego con la estética, las formas y las técnicas. Podríamos llamar a esta suerte de historia
del arte (por utilizar una terminología muy en boga hoy) mero erotismo histórico porque
prescinde de las esencias del procedimiento erudito: la objetividad y la rigurosa estimación
por la verdad. La historiografía, incluso en las artes, no puede legitimarse solamente
mediante la belleza.
El enfoque más corriente de la historia de la música es, lógicamente, el acreditado
método biográfico o de «historia personal». Podríamos denominarlo método de
idealización por aislamiento. Pero el individuo, singularizado y segregado, incluso
convirtiéndose en típico representante de un época histórica, no siempre puede tomarse por
tal; al contrario, en muchos casos se presenta como un fenómeno extraño, no comprensible,
que se niega a reconciliarse con su milieu. Puede que el más conocido, y peor
comprendido, de estos fenómenos extraños sea Bach, que sencillamente elude todos los
intentos de clasificación aun siendo considerado la encarnación del Gran Barroco.
Incluso cuando consideramos la historia de la música en un plano
considerablemente más elevado que el de la adoración del héroe lo que examinamos y
enseñamos no es la historia de la música como parte integrante de la historia de las ideas,
sino la historia de un oficio o de una artesanía. Ahora bien, aunque el oficio en música
tiene la máxima importancia, no debería ocupar el primer plano de la historiografía
musical. Todos nosotros hemos tenido la experiencia de escuchar a algún buen músico con
una técnica impecable y comprobar, sin embargo, que la música que surgía de esas cuerdas
o de esa voz estaba muerta porque como mero técnico se encontraba confuso precisamente
ante aquello al servicio de lo cual ponía su técnica. Este concepto que equipara evolución
del oficio con historia ha desembocado en la actitud más deplorable en cuanto al enfoque
de la historia de la música, actitud que ha ido en el sentido de estropear nuestro gusto por la
música, por una legión de estupendos compositores y por una biblioteca llena de gran
música.

*
Undécima Conferencia Kenyon, Vassar College, 21 de noviembre de 1952.

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Me estoy refiriendo a la prevalencia de la acreditada institución del «precursor».
Unos ejemplos nos ayudarán a comprenderlo. Al escuchar Euryanthe de Weber, una de sus
obras olvidadas precisamente por su experimentalismo y su naturaleza avanzada, el que
escucha no puede evitar la sospecha de plagio... de Lohengrin. Esto puede parecer una
paradoja cronológica, que vuelve del revés los auténticos hechos aunque dado nuestro
condicionamiento, la obra más antigua aparece mediada por la más nueva; tiende a perder
en importancia en lugar de ganarla. Según esta concepción, nueva podríamos decir, las
«invenciones» en música pierden todo su interés y su frescura original no puede volver a
captarse y a disfrutarse. La idea no tiene importancia, ya que un compositor posterior la
desarrolló en una medida aparentemente más plena. Sin embargo, si la innovación es de
naturaleza técnica, como el primer uso de un instrumento o de un acorde, el registro
adjudica el crédito al atrevido artesano. De nada sirve señalar que el principio precursor
directo rara vez funciona satisfactoriamente, incluso aun aceptando tácitamente que
degrada a grandes compositores convirtiéndolos en vulgares. Tomemos a Bach padre, por
elegir a este parangón de virtud musical que puede ser aceptable para todas las facciones.
Naturalmente se apoyaba en la música anterior, aunque no para los rasgos técnicos del
oficio sino para las puras ideas musicales. Conforme se iba haciendo mayor, se apartó
evidentemente de la comente musical propia de su tiempo, del suave y sensual estilo de los
napolitanos, para hacer causa común con los compositores anteriores, y no con los
precursores más citados, sino con los precursores de los precursores, los holandeses y los
antiguos italianos hacía ya tiempo enterrados. Otro parecido fue Brahms, que
conscientemente huyó del mundo de sus contemporáneos, Wagner y Liszt, para volver a
sus antepasados noralemanes y a las glorias de la época del clasicismo.
Así sucede que al estudiante de música se le sirven verdaderas monstruosidades del
juicio histórico, por las que nadie pierde ni un segundo, mientras que ineptitudes
semejantes en el campo de las bellas artes o de la literatura harían la vida imposible a sus
perpetradores. Permítaseme citar un ejemplo típico de esta extraña filosofía de la historia.
Apenas existe libro sobre apreciación musical que no califique a las dos primeras sinfonías
de Beethoven como «todavía haydinianas o mozartianas». Lo cual es un juicio de valor
que, tengámoslo en cuenta, inmediatamente priva a esos dos compositores del clasicismo de
cualesquiera méritos que pudieran haber tenido en el capítulo anterior del libro, antes de
haberse convertido en precursores. Está claro que este tipo superficial de procedimiento
histórico, que busca similitudes sobre las que establecer la continuidad de la evolución con
el único fin de despreciar al originador en favor del explotador posterior, no merece ser
considerado seriamente. Rechaza lo que estaba vivo en cada período, aquello de lo que
participó la gente de cada período. No es extraño entonces que hasta épocas recientes los
hombres de la Antigüedad clásica, de la Edad Media e incluso de los siglos XVI y XVII
parecieran sordos y mudos; y que sólo en los tiempos de Watteau, Hogarth y Tiépolo (o
sea, cuando la pintura, arte hermana, ya está bien establecida) fuera cuando surgiera un
oscuro cantor protestante a partir de siglos de preparación para asentar la música como un
arte merecedor de las otras Musas.
Otro enfoque igualmente insano pretende derivar todas las facetas de la música de
las circunstancias puramente sociológicas. Desde luego que el factor sociológico es
importantísimo en la historiografía, pero su aplicación a la historia del arte debe
equilibrarse cuidadosamente con otros elementos. Es incuestionable que la sociedad, la
Iglesia, las instituciones musicales de las cortes o las asociaciones musicales de la clase

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media no pueden separarse de la música escrita para esas instituciones y practicada en ellas;
con todo, no es posible discriminar lo que es esencialmente haydinesco en Haydn de lo que
corresponde a su papel de servidor de la casa Esterházy.
Seguramente no basta con saber más o menos los datos históricos para comprender
un fenómeno histórico, porque lo que ese fenómeno significa puede extraerse no tanto del
fenómeno mismo como de la contemplación histórica general que plantea la cuestión de si
hay un significado tras ese acontecimiento histórico y cuál sea ese significado. Para poder
llegar a esa comprensión debemos abandonar temporalmente los hechos y evitar
concentrarnos en los objetos más próximos a nuestra mirada y convertir ésta en una
perspectiva. De hecho, debemos prescindir de nuestro sujeto hasta el punto de
preguntamos: ¿qué significa la historia de la música en su conjunto en la historia humana?
Entonces acaso descubramos que en el revoltillo de detalles hemos olvidado que el tema
central de la historia de la música es el hombre. Estarnos acostumbrados a ver al hombre
como centro del arte en la pintura o en la literatura, pero no somos capaces de darnos
cuenta de que la música no sólo es expresión del hombre, sino representación del hombre
también. Ofrece una imagen del hombre desde el punto de vista del siempre preponderante
ideal humano. Pero ¿cuál es ese ideal humano?
El diccionario explica el término «humanidad» como «conciencia del hombre de sí
mismo como perteneciente a la especie humana y como distinto del mundo externo y
sobrehumano». El lexicógrafo da el término latino humanitas como origen de la palabra
española aunque falta por indicar el significado completo, o más bien ampliado, de la
humanitas: porque ésta no sólo significa la existencia de semejante consciencia sino que
también abarca la voluntad y el deseo de tenerla, lo que otorga a la noción de humanidad un
significado mucho más amplio. El historiador sabe que ese deseo de consciencia humana
es la más eficaz de las partes constituyentes de la humanidad. Y desde luego la que
proporcionó al arte su ímpetu más importante. Sin embargo, ni la existencia de la
consciencia humana ni la voluntad de adquirirla desvelan un contenido palpable hasta que
fluye la corriente de la historia y la dota de vida y color. Ahora podemos decir que la
historia de la música y, por supuesto la del arte en general, es en su más profundo sentido
expresión de la metamorfosis de la humanidad y de sus ideales.
La noción de humanidad se originó en la Antigüedad. No en Grecia como podría
pensarse, sino en Roma, y más concretamente en la Roma de Cicerón, al que debe
considerarse su creador. No surgió en la antigua Grecia porque los griegos vivían la vida
de los griegos, mientras que los romanos ciceronianos (que para su pesar se sentían
inferiores a aquéllos) consideraron el ideal griego como ideal humano convirtiéndolo en
culto. De este modo la humanidad fue el ideal de ese mundo cultivado que los romanos
menos cultivados veían en la Hélade. Cicerón lo sistematizó y lo analizó al detalle. Y al
hacerlo, dio una respuesta a los romanos que aspiraban a elevarse a las altas esferas, a
convertirse en hombres en el sentido más noble de la palabra. La filosofía de Cicerón va
mucho más allá de los objetivos inmediatos del mundo romano porque supone lo que debe
ser el hombre para poder cumplir con una idea elevada de lo que es ser hombre.
Hay dos características que dan su particular contenido al ideal cristiano de
humanidad y hacen que sea diametralmente opuesto al de la Antigüedad clásica: un dogma
metafísico de base y una actitud ascética, la huida del mundo que surgió de forma natural
del primer punto. La tremenda idea con la cual terminó por vencer espiritualmente el

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cristianismo a la Antigüedad grecorromana es la siguiente: el significado de la vida pasa del
presente a un más allá metafísico. Según esta nueva doctrina, que habría sido
incomprensible al hombre de la Antigüedad, el propósito de toda vida sobre la tierra es
superar esta misma vida. A la par que el radiante mundo de la Hélade dio paso al sombrío
mundo del cristianismo, dos doctrinas invisibles pasaron a primer plano y asestaron su
golpe de gracia a la humanidad de la Antigüedad: la tendencia de la naturaleza caída hacia
el mal y la complementaria necesidad de buscar la salvación por medio de fuerzas
sobrenaturales. Teológicamente hablando, se trata de la doctrina del pecado original y de la
gracia. Es evidente que esta nueva humanidad resultaba extraña, no sólo para el hombre de
la moribunda Antigüedad sino también para el bárbaro de Occidente carente de ilustración
y de letras. No puede saberse qué fue la Edad Media si no comprendemos que ejemplifica
y representa la lucha de los antiguos bárbaros contra una concepción de la vida que les era
ajena. Fue una lucha, lucha que adoptó la forma más noble y más profunda que puede
asumir un enfrentamiento espiritual: la conquista desde el interior. El Occidente no negó el
cristianismo: en su lugar, lo experimentó creativamente, encontrando las tierras germánicas
su definitiva versión propia en la fe reformada.
La música de esta Edad Media ha interesado al historiador y se ha escrito mucho
sobre ella. Una monografía norteamericana muy destacada sobre ese tema prueba que
nosotros también hemos contribuido con nuestra parte a esa exploración. Y, sin embargo,
la música medieval primitiva, sobre todo la de la época gótica, rara vez abandona las
estanterías del erudito. Debemos admitir que hay un abismo aparentemente infranqueable
entre la música y nosotros, y aunque podamos descifrarla y hasta explicar sus rasgos
compositivos, no somos capaces de abandonamos a sus encantos porque no podemos
discernirlos. Pasa un siglo más y en cuanto los primeros rayos del Renacimiento tocan este
arte de Occidente no tenemos demasiados problemas en experimentar la música de la
época. ¿Qué será lo que hace de esta música algo tan impresionante? Todos los
documentos contemporáneos cuentan la estima y la admiración dedicadas a los maestros
músicos del gótico: ¿qué vio y oyó en ellos esa época que nosotros no podernos evocar?
Seamos fieles a las premisas de las cuales partimos y olvidemos por el momento los
grandes organa1 y los motetes del gótico y veamos en qué circunstancias se compusieron.
Cuando se examina la música de la Edad Media, lo primero que llama la atención
del estudioso es la ausencia de música folclórica y popular. Hasta el 1300 más o menos no
se menciona siquiera ese tipo de música en ningún documento conocido, y debernos
avanzar mucho en el siglo XIV antes de encontrar más que un simple rastro de ella.
Curiosamente, la aparición de este arte popular coincide con el surgimiento del arte musical
secular. Así tenemos, por una parte, una literatura compleja de música sagrada, obra de
maestros expertos, muchos de los cuales fueron clérigos; por otra, la práctica ausencia de
cualquier otro tipo de música. Seguro que no es posible que el naturalismo ingenuo del
pueblo que es la raíz de toda cultura artística no encontrara una expresión en la Edad Media
porque desde el alba de la historia siempre ha estado presente ese arte popular, se trate de
música o pintura. Por citar al poeta, la canción folclórica es la interpretación de nuestra
felicidad y de nuestra pena, la confesión de la existencia individual. Aquí es donde
empieza nuestro territorio musical por excelencia. El punto de vista del pueblo es

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Los organa eran polifonías vocales acompañadas de cantusfirmus, nota sobre nota y en movimiento
paralelo, generalmente una cuarta, una quinta o una octava por arriba o por abajo. (N. del T.)

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naturalistamítico y su arte sólo puede desarrollarse hasta el punto en que naturaleza e
imaginación humanas sigan en relación una con otra. El pueblo defendió este naturalismo
con uñas y dientes contra las influencias exteriores. Los pueblos europeos se sometieron a
la teología cristiana, pero bajo esa máscara siguieron aferrados a su naturalismo, creando
así ese aspecto externo gemelo siempre característico de su pensamiento práctico y ello fue
lo que dio origen al desarrollo dialéctico del Occidente que descansa en la constante lucha
de ambos polos. Los instintos naturalistas del Occidente precristiano surgieron de forma
inmediata al ponerse en contacto con la metafísica mediterránea. Del mismo modo, su
concepción ingenua de tiempo y espacio, probablemente sin una formulación clara, quedó
organizada en cuanto se les ofreció la eternidad del tiempo y el cielo sin espacio. Buena
parte de lo que en los primeros siglos había proscrito la Iglesia comenzó a florecer a
renglón seguido de la absorción por los bárbaros. Que la música secular floreció aunque de
ella se haya borrado cualquier rastro resulta claro a partir de las muchas censuras
eclesiásticas contra los músicos que no fueran magistri (maestros) del coro de la iglesia.
Había que suprimir y proscribir la música porque iba completamente en contra de los
dictados de la Iglesia.
Según ese aspecto de la teología cristiana basado en el quiliasmo, el milenarismo
del reinado teocrático, no hay ni espacio ni tiempo porque la realidad del mundo es Dios,
que es una unidad sin tiempo ni espacio. Evidentemente, no puede haber un término medio
ideológico entre las concepciones popular y teológico, pero naturalmente era necesario, y
factible, un término medio práctico. Término medio que se consiguió mucho más
fácilmente en la arquitectura que en la música. Característico de la arquitectura gótica es
que su principio formal no siga la división natural y equivalente del peso sino que, a
diferencia de la organización lógica y práctica como la del Renacimiento, persiguiera lo
fantástico y lo sobrenatural. Su entera dirección vertical y hacia el cielo se opone a la ley
de la gravedad y el equilibrio de las estructuras góticas se vería amenazado de no estar
afianzado sobre arbotantes y demás estructuras auxiliares complejas. Pero esos arbotantes
se encuentran en el exterior y su función queda oculta; no toman parte aparente en la
formación del espacio interior de la imagen frontal, de la imagen principal. Lo cual está en
armonía con el punto de vista expresado a principios de la Edad Media de que la estabilidad
terrena es un mal necesario. Esto por lo que se refiere al espacio.
Esto mismo es cierto, y ahí ya nos acercamos a la música, para la concepción del
tiempo, o más bien de la intemporalidad. Los antiguos pintores a los que llamamos
condescendientemente «primitivos» tenían de ello un punto de vista bien definido. Seguían
el concepto popular realista de la acción sucesiva aunque tratando de condensarlo en la
simultaneidad. Todo ello es relativamente fácil de explicar porque las artes plásticas que
dependen de la visión llegan a lo externo y el mundo externo es general. Hasta la
colectividad cuaja en signos colectivos mientras que en la música hasta el colectivismo
adquiere su expresión a través de la subjetividad. O más concretamente, en las bellas artes
hasta lo más individual se presenta por medio de lo general mientras que en la música
incluso lo más universal se presenta por medio de lo individual. Por tanto, el arte medieval,
abarcando la arquitectura, la escultura y la pintura, puede ser quizá un tanto extraño para
nosotros pero, a diferencia de la música, nunca es inhóspito ni siquiera para el lego.
Porque, desde luego, la contrapartida musical de este arte gótico es algo que se
percibe con cierto temor. Tomemos su forma artística principal y más elevada, el motete.

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En un principio debemos damos cuenta de que, según las manifestaciones de esa época,
sean las de un escritor teórico o las de un filósofo, la concepción espacial de las bellas artes
pesa en exceso sobre la naturaleza subjetivista de las artes líricas haciendo que la cualidad
temporal de la polifonía medieval sea prisionera de una filosofía espacial colectivo-
universal. El espíritu del motete hace que la forma musical sea intemporal mezclando
melodías de naturaleza y de carácter opuestos de un modo que impide que se mezclen:
siguen siendo entidades distintas. El sonido conjunto de estas diferentes melodías no da
una auténtica polifonía, es tan sólo un especie de heterofonía realzada. El que escucha
puede dirigir toda su atención a una parte cada vez, porque las demás melodías no se
adhieren a la primera; simplemente coinciden una con otra en una especie de accidente
deliberado. Cuanto más intentamos captar el motete como un todo, tanto más se perturban
las melodías unas a otras; de tal manera que o saltamos de un sitio a otro o seguimos una
melodía dejando a las demás en un segundo término. El conjunto de la forma (y se trata de
una forma infinitamente cincelada e increíblemente complicada) no es, sin embargo, nada
más que un documento, el documento de la fuerza sobrehumana del verbo. Conclusión
inevitable si tomamos el motete en toda su seriedad, como hay que tomarlo. La opinión tan
frecuentemente expresada de que la música se hallaba todavía en una fase experimental, de
que el motete (y la música medieval en general) constituyen un mero tanteo buscando
efectos elementales sólo es muestra de ignorancia de los desarrollos históricos. Si ese tipo
de construcción no es el resultado de las concepciones filosóficas y teológicas más serias, el
resultado sólo puede ser humorístico, como muchas de las piezas compuestas en siglos
posteriores bajo el epígrafe de quodlibet. Pero es difícil de creer que los maestros más
aplicados y mejor formados de la época gótica quisieran jugar al escondite con sus
melodías musicales.
Ahora podemos contrastar el espíritu de la música medieval de iglesia con el arte
folclórico coetáneo. El muro infranqueable entre ambos no lo forman sus cualidades
opuestas, sus tendencias metafísico-religiosa y naturalista-secular: la música de iglesia
siempre incluyó elementos seculares y populares. El abismo insalvable lo crea la
orientación filosófica que subyace a la música litúrgico cristiana, orientación que se vuelve
contra la naturaleza mientras que la fuente de la música folclórica es el naturalismo. El
colectivismo de la metafísica eclesiástica oprime a lo subjetivo, relegándolo a un segundo
plano, mientras que la música folclórica, incluso cuando se nutre de elementos metafísicos,
busca reconciliar lo subjetivo con lo universal. El pensamiento de la Iglesia se aferra al
principio de intemporalidad y hace las mínimas concesiones al tiempo requeridas por las
necesidades prácticas mientras que el espíritu secular de la música folclórica concibe el
tiempo como la realidad más pura: de ahí la antítesis polarizada de las dos que se hace
aparente en cada una de las manifestaciones formales de su música respectiva.
Pero entre ambas hay algunas diferencias capitales más. La música litúrgica de la
Edad Media es casi siempre declamatoria (es decir, que prima el texto) mientras que la
música popular es casi siempre puramente «musical», empeñándose en dar forma poética
por medio de la forma musical. El texto de la música eclesiástica es fundamentalmente
prosa mientras que el de la música popular es siempre verso. En la música eclesiástica la
estructura rítmica musical y el texto sólo están relacionados por el sentido de las palabras
mientras que en la música popular el ánimo del poema está tan metido en la música que
incluso el ritmo domina los detalles del poema. La música medieval de iglesia está
desnaturalizada y por ello su espíritu es, estrictamente hablando, amusical; en cambio, la

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música popular es música de la carne, sus textos son en su mayor parte amorosos, su
maestra es la naturaleza y surge de inclinaciones de cuerpo y de impulsos sensuales. En el
recitado eclesiástico la cadencia es un cierre lógico tal y como se representa en el finalis.
No hay razón rítmica entre repercussio y finalis, tan sólo una relación lógica. - En la música
popular, yendo desde las primeras composiciones hacia el sistema mayor-menor, la razón
de la relación funcional entre tónica, dominante y subdominante es un fenómeno musical
autónomo y muy dependiente del texto.
Por tanto, la música gótica es intelectual en sus manifestaciones formales en tanto
que la música popular es puramente estética. En un análisis final, lo que creó la polifonía
eclesiástica medieval fue la voluntad de intemporalidad. Es incuestionable que ya existía
desde siglos antes una polifonía popular anterior a la variedad eclesial; corno también es
incuestionable que la variedad eclesial se desarrolló a partir de ese e¡miento. Pero como la
armonía funcional más primitiva utiliza cadencias para delinear las proporciones formales,
a esa música subjetiva y naturalista-primitiva había de oponerse la Iglesia: por ello, los
magistri opusieron sus convicciones filosóficas al secularisrno de la métrica popular; lejos
de reforzar la lógica funcional, lejos de promover las proporciones equilibradas de tiempo o
la acentuación rítmica clara de tambores y timbales, lo que deseaban era borrar todo aquello
que apartara del misterio borroso de la religión.
Por supuesto que la reverencia que concedemos al ars antiqua está plenamente
justificada. El material tonal en sí es de importancia secundaria, lo mismo que lo es el
hombre cuya alma representa. La propia forma artística representa un valor solamente en
tanto es litúrgico porque, según san Agustín, así como todo arte se origina en la humanidad,
el hombre no es capaz de representar perfectamente lo divino. Los maestros del ars
antigua eran más teólogos-filósofos que músicos, y la música, a diferencia de la
arquitectura pero muy a semejanza de la filosofía, es meramente una ancilla theologiae, el
símbolo de la intemporalidad.' Con todo, el placer estético que el artista medieval obtenía
de la organización, la simetría y la lógica de las proporciones abstractas fue un placer bien
real.
Corno el lector puede ver ya, el oficio que tan diligentemente estamos explorando se
ve empequeñecido por los tremendos aspectos que despiertan la vida y los ideales humanos.
Restringiéndonos a los aspectos técnicos, podernos pasar por alto por completo su
significado. Alguien podría decir: «Bueno, es posible que eso sea cierto para la Edad
Media, pero en cuanto podamos ejercitar nuestro instinto musical originario nos
encontraremos en tierra firme.» De acuerdo: avancemos entonces por esa terra firma.
Cuando el Renacimiento produjo ese gran movimiento llamado humanismo renació
el ideal ciceroniano de humanidad. Sin embargo, semejanzas superficiales aparte, la
humanidad de la época de Cicerón y la del Renacimiento son, contempladas tanto histórica
como psicológicamente, dos fenómenos muy diferentes. El símbolo reapareció pero no
podía ser el mismo ya que, desde Cicerón, el mundo había cambiado enormemente. El
símbolo renacido tenía que afrontar el ideal cristiano antes de poder afirmarse. Se dio el
gran ajuste de cuentas y el nuevo ideal de humanidad, aun sin negar el más allá como
doctrina teológico, hizo hincapié en cambio en la práctica en la vida en esta tierra. Esta
nueva humanitas no podía creer que el propósito de la vida pudiera ser su propia negación;
por el contrario, propugnaba la práctica de formas más elevadas de vida. La nueva
humanidad es, por ello, una protesta consciente o inconsciente contra el ideal cristiano del

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hombre impotente; vuelve a entronizar al hombre como medida de todas las cosas y el
hombre se convierte en significado de la historia. El humanismo es la concepción de la
vida desde el punto de vista del hombre.
La música refleja fielmente la agitación implícita en el surgimiento de este nuevo
aspecto de la vida. El jardincito de la música secular crece hasta transformarse en un gran
vivero de flores. Los compositores se ocupan de frottola, villanella, madrigal, chanson y
los resultados desbordan los antiguos límites para inundar por completo el dominio de la
música.
Al aflojarse la presión teológica, conforme se vio desplazada la escolástica, en el
mundo de Renacimiento se va introduciendo una concepción panteísta de la naturaleza.
Pintores y escultores se apuntan al realismo y los arquitectos hacen hincapié en la
naturalidad en sus organizaciones estáticas. Con el uso de la perspectiva, las artes visuales
alcanzan uno de sus hitos aunque siguen concibiendo el espacio como no existente. Por
supuesto, en la representación de los milagros, el espacio naturalista se niega por la misma
naturaleza del asunto; pero es mucho más revelador el hecho de que semejantes cuadros
pretenden proporcionar la impresión de un espacio abstracto o ideal: el espacio artificial del
estudio o de lo irreal y la expansión aparentemente sin peso de la cúpula.
Esta situación tiene su paralelismo en la música. Hemos hablado de los dos polos
que se encuentran en oposición constante: la filosofía teológica y el naturalismo. En
música, el polo inferior abarca la canción y el baile populares, de los cuales surgieron los
tipos generales de canción y baile occidental. Esta música popular es, por supuesto, el
resultado de una concepción popular del tiempo de carácter naturalista e ingenuo y gusta de
construir sobre un grupo rítmico pulsante. Al ser el producto de una concepción
fundamentalmente subjetiva, puede llevar, y lleva, a los territorios más ricos y más
característicos de la música. Pero no podía acceder a esas formas elevadas de arte por sus
solos medios, porque el arte popular sigue a la naturaleza buscando por doquier los
modelos más sencillos, que defiende tenazmente frente a las usurpaciones. Por ese motivo
este arte nunca actúa solo más allá de un dinamismo elemental, de tal manera que en ella no
aparece el dinamismo más elevado que refleja la lucha entre las fuerzas universales. El
aspecto monocromático de su mundo restringe el arte popular a la estrecha región de las
formas artísticas que se caracteriza por una distribución equilibrada de los elementos
colectivos y subjetivos sobre el plano de lo universal-ingenuo.
Pero la atracción inmensa que esta música ejerció sobre el compositor culto del
inicio del Renacimiento consistió en la tonalidad funcional encarnada en la canción
popular, sobre todo habida cuenta de que esa tonalidad funcional no estaba restringida a los
modos mayores y menores sino que estaba ligada a la subjetividad y al sentido naturalista
del tiempo que acompaña a la misma. Así, una relación funcional como ésta puede existir
incluso dentro de los modos eclesiásticos si la cadencia no depende de un orden retórico
sino que es autónomamente musical. La diferencia fundamental entre música de iglesia y
popular no debe buscarse, por tanto, en las escalas sobre las que construyen, sino en la
aplicación del elemento tiempo. La misma escala puede tener dos significados. Si sigue la
lógica y el sentido del texto en prosa estará regida por su finalis; si organiza
autónomamente las proporciones musicales se convierte en funcional. En un caso, la
cadencia representa el fin de las secciones en proporciones asimétricas; en el otro, significa
el fin de segmentos relativa y uniformemente proporcionados, y transmite un sentimiento

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decididamente funcional. Así, en contra de lo que suele creerse, la arquitectura funcional
no es característica exclusiva del sistema mayor-menor, sino característica general del
pensamiento musical autónomo.
El procedimiento por el cual estos elementos dadores de vida de la música popular
fueron obteniendo aceptación en el arte musical, lentamente primero y rápidamente
después, es bastante parecido a los procedimientos arquitectónicos ya mencionados. La
polifonía popular, de la cual se desarrolló nuestro arte musical occidental fue,
fundamentalmente, variación en sus orígenes. Bordón y canon, en los cuales la melodía,
por así decir, juega consigo mismo, se intensifican reforzándose, ampliándose,
constriñéndose o proyectando la línea. Pero es la carencia de semejantes características lo
que ahonda su significado. Podríamos decir que la polifonía popular es el resultado de un
esfuerzo por amplificar una forma ya existente en todos sus detalles. Por tanto, la polifonía
popular es realmente una mera variante de la monotonía presentada simultáneamente. La
polifonía es un entretenimiento juguetón, hedonista, sobre modelos de sonido. Contra ello
se yergue el arte musical eclesiástico con todo menos con intenciones lúdicas: porque
mientras la polifonía popular representa la intensificación de esas formas musicales
independientes que no necesitan intensificación y a las cuales la polifonía aporta una
adición no sólo esencial sino cuantitativa, la polifonía eclesiástica implica una multiplicidad
de estados de ánimo, un ahondamiento físico. Por lo cual esta música, la que interpreta un
texto sagrado, tendrá siempre un trasfondo místico en el que se oculta un residuo que no
puede sacarse a la superficie.
Fue en esta polifonía eclesiástica, impregnada de elementos de la música popular-
seglar, en donde surgió el rasgo más característico de la música occidental: la cualidad más
penetrante, minuciosa y meticulosa que sentimos con tanta intensidad en la música más
reciente, pero que, sin embargo, estuvo presente en la música más precoz. Pero no nos
confundamos respecto a una cosa: esta música del Renacimiento ya no es obra del
compositor educado en el pensamiento agustiniano para quien no existían el tiempo ni el
espacio. Aun siguiendo aferrado a muchos de los antiguos dogmas, ahora compone música
que puede considerarse como tal. En la medida en que la música popular se hizo sentir en
el curso del desarrollo histórico de las formas contrapuntísticas, la construcción rítmica y
tonal exige una voz en la arquitectura musical. Y se llega al óptimo cuando los elementos
populares, sobre todo las formas de danzas, se asimilan por completo y se estilizan,
mientras al mismo tiempo se retiene la tendencia de la polifonía a la profundidad pero
dependiendo de una lógica musical.
Esta música, de Dufay a Josquin, es bastante bien conocida; pero curiosamente, lo
que se valora nuevamente es el oficio, la habilidad incuestionablemente fantástica de hacer
contrapunto de estos compositores mientras que, como es habitual, la idea se pasa por alto.
Y, sin embargo, ¡qué importantes (y en ocasiones, embarazosas) conclusiones pueden
sacarse al estudiar la historia como un desarrollo de ideas y no de técnicas! En primer
lugar, desde Dufay, los músicos han declarado, tímidamente al principio, enfáticamente
después, la unicidad de la música, es decir, que no hay diferencia esencial entre música
sagrada y música seglar: en arte todo depende del propósito y del modo de expresión. Esa
es la gran contribución de la humanitas de Renacimiento en el campo de la música. Que a
continuación la unicidad esencial de la música se cuestionara nuevamente e incluso se
negara ardorosamente (como en el despertar de la Reforma o durante la revitalización de

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Palestrina) no debe confundimos; cualquier estudio inteligente de la historia de la música
de iglesia nos muestra que la corriente de la música nunca más podría desviarse por poderes
extramusicales; la división antigua y fundamental entre música sagrada y secular, qua
music, ha desaparecido para siempre.
Se han hecho nobles intentos de regresar al antiguo concepto medieval. El maestro
de la Sainte-Chapelle, el aplicado compositor flamenco Ockeghem, intentó volver al
misterio sin contornos del gótico y su aparición debe considerarse como una suerte de
revival neogótico. A su muerte, los poetas franceses lamentaron su desaparición con
palabras aptas para un príncipe y es cierto que a Ockeghem se le llamó princeps musicae;
su motete de treinta y seis partes se menciona como una de las maravillas del mundo y su
técnica contrapuntística, su escritura canónica e imitativa se tenían por insuperables. Pero
este genio que ardía con llama fría resumió su inmensa magia musical ávidamente para
poder aplacar su fiebre, para erigir barreras para sus pasiones. Porque este hombre es el
último de los poseídos en los que el vuelo eterno, el misterio, la melodía interminable y el
contrapunto inacabable, la arquitectura lanzada al cielo de las catedrales musicales del
gótico una vez más levantaron su voz contra la nueva humanidad del Renacimiento. Ese
arte no lo podía continuar nadie más y los que lo intentaron no produjeron más que
manierismo.
Ya no era posible componer música para la Iglesia que fuera fundamentalmente
distinta de la música secular. Cierto es que la misa y el motete partieron de premisas
diferentes a las del madrigal y a las de la chanson; pero las melodías de la chanson se
introdujeron en la misa y en el motete y entonces la melodía de la chanson llegó a tener
iguales derechos a los del canto gregoriano como material sobre el que se puede construir
una obra sagrada. Algunas de las obras sagradas y litúrgicas más exaltadas se compusieron
sobre las melodías populares franco-flamencas, las canciones amorosas y las cancioncillas
bromísticas. Los que escuchaban, a diferencia de sus hermanos del siglo XIX que creían
casi sacrílego semejante procedimiento, no se escandalizaban, porque eran hijos de una
nueva humanidad para la cual una buena melodía era una melodía noble, perfectamente
adecuada bajo todos los auspicios. Mucho se ha hablado de la presencia de esas melodías
de chanson en la música litúrgico, pero todas las conjeturas y las censuras que se han
anticipado en libros no informados históricamente son falsas. Lo que importaba era la
buena melodía que seguía siendo buena dentro y fuera de la iglesia, y las connotaciones
originales sencillamente se dejaban de lado cuando «La belle se sied» se convertía en
«Deus pater omnipotens». A su vez, la chanson mostraba influencias que emanaban del
motete y de la misa porque juntamente con las felices agudezas melódicas hay lágrimas y
suspiros apenas escondidos tras el exterior cortesano o, como la propia chanson dice,
«Triste plaisir et douloureuse joie» («Triste placer y dolorosa alegría»). De qué manera tan
injusta ha juzgado el mundo a esta gran música y a estos grandes músicos, que son el
equivalente de sus mucho más famosos compadres de otras artes. Les ha concedido respeto
pero más que nada por su temible arte de la composición. Bien, su estilo compositivo
terminó por quedar anticuado pero no sus melodías, esas maravillosas y eternas melodías
que han seguido vivas durante siglos. Pero ya no se puede alabar al músico de iglesia por
sus melodías; no escogería él sus melodías por su mera belleza y no debería ser demasiado
feliz tampoco por haberlas elegido. Desde el movimiento romántico del siglo XIX y la
revitalización fundamentalmente suprarromántica de Palestrina, la música de iglesia

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representa una melancolía sin mitigar, solamente aliviada por un uso abundante y beato de
los acordes de séptima de dominante.
Examinemos una metamorfosis más de la humanitas, una que está mucho más
próxima a nosotros en el tiempo. Me estoy refiriendo a la llamada época del clasicismo: al
último tercio del siglo xviii y al primer cuarto del siglo xix. En nuestra época la palabra se
ha vuelto ambigua, ya que las casas discográficas anuncian no sólo a los «clásicos» sino a
los «semiclásicos», definición que dejada perplejo a un grupo de filólogos. Sin embargo,
los filólogos no tienen de qué preocuparse porque autores y críticos les simplifican la tarea
considerablemente. Estos meritorios equiparan clasicismo con formalismo y todos ustedes
se habrán encontrado con la afirmación de que para el compositor clásico la forma era su
primera preocupación: el contenido era secundario cuando no despreciable. Según esta
opinión, compositores amables y más bien alegres como Haydn y Mozart, con su compás y
su regla en la mano, crearon esquemas pretendidamente formales que luego rellenaron con
algo de bonita música. Esta manera de hacer música tan idílica y un tanto irresponsable
tocó a su fin sólo con la llegada de Beethoven que, por citar el título del increíble libro que
no hace no mucho estuvo tan de moda, fue «el hombre que liberó la música». ¿De qué la
liberaría? Los seudohistoriadores tienen lista la respuesta: de los dogmas de la objetividad.
Lo cual puede sonar a humorístico para los que conozcan la música de la época del
clasicismo, pero desgraciadamente era eso lo que quería decirse. ¿En qué consisten ese
formalismo, esa objetividad, que al parecer rodea las obras del compositor clásico
impidiéndole por lo visto proyectar a la música sus auténticos sentimientos?
En primer lugar, debemos recordar que lo que llamamos época del clasicismo
estuvo precedida por un período que aparece bajo el nombre de Sturm und Drang,
Tormenta e Impulso. Los poetas y los compositores de esta Tormenta y ese Impulso
representan un tipo humano que se ha conocido durante mucho tiempo y siempre parece ser
nuevo. Son los insatisfechos y los rebeldes, los iconoclastas y los destructores de la forma,
los que siempre empiezan cosas y rara vez las terminan. Viven peligrosa y dinámicamente,
siempre están emocionados y son adictos a los excesos, quieren ensanchar el mundo y al
hacerlo forma y medida se les caen de las manos. En una palabra, son los revolucionarios
que una y otra vez regresan al arte occidental, y son sus bramidos y sus rescoldos. Son los
eternos románticos. Su papel es el mismo en el norte y en el sur: se desgarran y destejen la
tela de la música para poder liberar la magia que hay oculta en sus hilos. Hay una línea
directa que une a estos románticos del siglo XVIII con sus hermanos más grandiosos y
perdurables del siglo XIX; pero antes de que el romanticismo se convirtiera en la fe
artística de todo un siglo hizo un alto para un entreacto al que llamamos época clásica.
Desde luego, tenemos que empezar por darnos cuenta de que en las pocas décadas de la
época clásica no estamos tratando un período estilística que precede y que sigue a otros de
una manera ordenada sino, como acabo de decir, un interludio en tomo al cual la corriente
estilística previa se separa como en tomo a una isla para unirse una vez salvada ésta. Puede
que sea comprensible, aunque no perdonable, que la síntesis de épocas que el clasicismo del
XVIII nos ciegue a la corriente que fluye en su tomo. Como maestro con muchos años de
experiencia, desafío a cualquier estudiante a dar los nombres de los compositores
románticos, muchos de los cuales merecen ser conocidos, que rechazaran apuntarse al ideal
de la sonata que fue la quintaesencia del pensamiento musical clásico, o que de hecho se
rebelaran contra ella. Y, sin embargo, los hubo, antes de Schubert y de Weber e incluso
antes de que Beethoven llegara a su culmen.

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Visto desde esta perspectiva, entenderemos que desde el subjetivismo del Sturm und
Drang se irguiese una nueva fase de humanidad que, juzgada por su tendencia, no podría
sino denominarse objetiva. Pero esa nueva objetividad no pretendía desplazar la
subjetividad del movimiento de la Tormenta y el Impulso sino tan sólo domar sus excesos
amorfos. Y el hecho notable es que esa tranquilización del movimiento o, si se quiere, esa
nueva objetividad no llegaba desde afuera sino que comenzaba en las almas de los
mismísimos hombres que en tiempos se vieron zarandeados por la tormenta. Cambiaron
porque descubrieron que su subjetivismo ¡limitado no les conducía a una elevación de su
vida sino más bien a un desarraigo que encontró su símbolo poético en el suicidio de
Werther.
Una vez más, la música de Viena reunió y elevó, logró el milagro de la síntesis, y
ello tras el peso del barroco, la ligereza del rococó y la emoción prerromántica. Una vez
más todos los extremos se reconcilian en el equilibrio más noble para convertirse en la
armonía definitiva de la música de Europa, su torre dominante y su tercera (y puede que
definitiva) coronación: cosecha que sólo puede presentarse tras el verano más abundante.
Esa síntesis clásica ofrece un hogar nuevo, íntimo pero espacioso, pacífico y cálido a la
humanidad, un hogar al que siempre se puede regresar y donde siempre se estará en tierra
bienamada. Este hogar y esta seguridad aparecen como nueva idea y nuevo descubrimiento
después de los vagabundeos desarraigados del primer romanticismo. El mundo ha
descubierto que es preferible el sol a la horripilante luna atravesada por relámpagos, que el
cielo es más bello que las nubes y que la sobriedad es mejor que la intoxicación continua.
Pero sobre todo ha descubierto que sólo la llegada da sentido al viaje. El anciano Haydn
declaró orgulloso que todo el mundo entendía sus sinfonías londinenses. Y está claro que a
finales del siglo ya no hablamos de música alemana porque esa música se convirtió en el
lenguaje musical del mundo, como en las dos supremas síntesis previas ese lenguaje de los
compositores franco-flamencos primero y de los napolitanos después se hizo lenguaje del
mundo. Porque en esas sinfonías de Haydn, como en las obras de Mozart y de otros
maestros de la época, habla una musicalidad que es universal, intemporal y válida en toda
circunstancia. Esa música no es una solución o un aspecto, ni tampoco una cuestión
personal: habla a todo el mundo.
Pero clasicismo no supone calma olímpica, reserva fría, aislamiento altanero de todo
aquello perturbador o disonante. Por el contrario, el estilo clásico maduro muestra su
interés por cada corriente tributario porque su principal objetivo, y su auténtica naturaleza,
es contener el todo en cada detalle.
Y ahora, volviendo al lamentado formalismo de la época clásica, me gustaría
utilizar una comparación tomada de la arquitectura, siempre felizmente relacionada con la
música. Los compositores postbarrocos, los rezagados, los escritores de fugas que se
aferraban a las estructuras contrapuntísticas cuando el mundo a su alrededor estaba más
interesado en la decoración que en la arquitectura, habían perdido el sentimiento por la
sustancia que daba vida al auténtico barroco. Lo que quedaba del barroco eran las paredes
desnudas que se levantaban sombrías y hasta amenazadoras, desafiando al nuevo espíritu
que llegaba a borbotones del sur. Los arquitectos musicales de esa época postbarroca eran
de corazón ingenieros de fortalezas, no constructores de iglesias y palacios, y construyeron
bastiones en lugar de columnatas. Los austríacos, rodeados por sus vecinos septentrionales
y meridionales, los alemanes y los italianos, estaban destinados a conciliar ambas culturas

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musicales y crear, al hacerlo, una síntesis que iba a conquistar el mundo de la música.
Alejaron la melancolía huera de sus edificios y echaron abajo los bastiones, construyendo
en su lugar graciosas torres. Pero no nos equivoquemos: la estúpida comparación con
Watteau y las fêtes galantes sólo puede deberse a la ignorancia de la historia y de la
música. Porque así como se derruían los bastiones, en cambio se mantuvieron sus macizos
cimientos, y las torres, aun graciosas y airosas, tenían su propia majestuosidad y fuerza.
Seguía siendo arquitectura constructiva y no decoración de interiores.
El oyente moderno, acostumbrado al mundo orquestas de Wagner, Strauss y
Sibelius, puede verse un tanto decepcionado cuando entre en el mundo de la sonata clásica,
que comprende todo, desde un cuarteto de cuerda hasta una misa. Encontrará el interior de
esas obras a una escala menor y mirará a su alrededor un tanto desconcertado. Hallará las
cosas tan bien organizadas aparentemente que a cada piedrecita le corresponderá su lugar
formal y ordenado, lo cual niega la ilusión. Decepción que acompaña a todos los edificios
de construcción central, sobre todo si los accesos por los que entra el observador no le
preparan ni le informan del plano subyacente. ¿Cuál es el pórtico, la abertura principal de
una sinfonía clásica? Comparado con la amplia melodía de una sinfonía romántica tardía,
desde luego es frugal y lapidario; pero a diferencia de la sinfonía romántica que existe
desde el inicio y luego se esfuerza por mantener su existencia, la sinfonía clásica crece,
crece como una estructura planificada centralmente. Y cuanto más armonioso es el interior
de un edificio, menor es el efecto dinámico inmediato que crea. Nadie adivinaría la
presente amplitud de San Pedro de Roma a menos que se pusiera a pasear por su nave.
Sólo cuando nos orientemos, cuando nuestros ojos (o en nuestro caso, los oídos) se hagan a
las proporciones, cuando empecemos a medir sin contar los pasos, comenzará a crecer el
fenómeno y a convertirse en inteligible.

Me he esforzado por entresacar tres períodos de los más de dos mil años de historia
documentada de la música para demostrar que las ideas filosóficas, cambiando lo mismo
que lo hacen los estilos de las épocas, influyen siempre profundamente sobre el concepto
mismo de la música. El primer prerrequisito para el estudio del crecimiento de un arte es
penetrar en su dinámica interna, en su tensión y en el ritmo de sus acontecimientos (es
decir, en su historia) y en el juego mutuo de ser y de valer. Lo cual nos lleva a algo más
que a una comprensión del pasado y del presente: nos ofrece asimismo una interpretación
anticipatoria del futuro.

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