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Aunque nuestra cuestión alcanza a toda clase de poesía, nos vamos a ceñir a la lírica, por
ser la más ejemplar. Y para acortar preámbulos, pensemos en una canción de Anacreonte, en
una oda de Horacio, en las Bucólicas de Virgilio, en un soneto de Petrarca, en un poemita de
Sidney, en una égloga de Garcilaso de la Vega, en una balada de Goethe o en los poemas
tardíos de Wordsworth.
Nuestro poeta, pues, está en trance de inspiración, tenso su espíritu y agitado por el
deseo de poetizar. Hemos de suponer que su prurito de poetizar puede exacerbarse aún más a
medida que va haciendo el poema, y que esta exacerbación puede poner aún más tenso el
espíritu del poeta y aumentar su capacidad de sentir, su capacidad de coordinar el mundo y de
interpretar la vida, hasta llegar a los fogonazos del genio. Pero con esta salvedad, bien podemos
simplificar un poco las cosas. Lo cierto es que, sin prurito inicial de edificar, no hay inspiración.
El poeta en trance de inspiración comienza por una anormal tensión sentimental, un estado
de su sentimiento que quiere salvarse de la fugacidad de la mera existencia psíquica, haciendo de
sí mismo una construcción autónoma. Schiller nos lo ha dicho: «Por de pronto, mi alma está
llena de una especie de disposición musical. La idea poética viene luego.» Dejemos ahora la
posibilidad histórica de que un poeta comience por la voluntad de hacer un poema sobre un
tema propuesto y que salva triunfante: aun en ese caso, la poesía comienza sólo cuando
comienza el sentimiento, y cuando ese sentimiento siente la necesidad de consolidarse en una
construcción objetiva y contagiosa. El sentimiento es siempre el elemento primero y básico de
toda poesía si miramos a su constitución, aunque algunas veces no lo sea en su cronología. Pues
bien: la tarea de todo poetizar, clásico o no, es la de dar forma a ese sentimiento. El poeta
construye y conforma cualitativamente su propio sentir. Así como quien tiene una hermosa voz
natural necesita, para ser artista del canto, aprender a emitirla artísticamente. así quien tiene un
valioso sentir necesita, para ser poeta, darle configuración y objetividad poéticas. Y emitir
artísticamente la voz no es soltarla, pues eso sabe hacer el hombre desde su nacimiento; es algo
más que hablar con su voz natural, es atender a la voz en sí, en lo que de voz tiene; es
contemplarla, vigilarla, domeñarla, llevarla a perfección: eliminar la tensión excesiva de la
garganta para que la voz esforzado deje de ser dura, cuidar de que la posición de' la lengua, la
extensión de las mejillas, el avanzamiento o retraimiento de los labios, la abertura de las
mandíbulas, la tensión o distensión del velo palatino v de la faringe superior, la posición de la
cabeza respecto de la garganta, todos los órganos que intervienen en la modificación del sonido
armonicen con la regulada tensión de las cuerdas vocales y con la sabia emisión del soplo,
reforzando aquí, cediendo allá, sosteniendo en otro punto, de modo que la voz va siendo
construida como una obra de arte. No tallada como diamante, no limada y recortada
cuantitativamente, sino afinada en cada veta de su textura íntima, trabajada en la acústica de sus
más ocultas resonancias, purificada en cada una de las cualidades de que se compone, con lo
cual la voz se va modificando, enriqueciendo y alterando cualitativamente, hasta que,
armonizados todos los elementos, de hermosa voz natural queda hecha bella obra de arte. En
este sentido constructivo, la voz del gran cantante es obra suya y de sus maestros, resultado de
la tarea estética que consiste en la contemplación y reestructuración del objeto con fines de
belleza. A esto llamamos forma. De modo semejante, el poeta construye y forma su primario
sentir y su personal visión de la vida; el poeta, dominado por el prurito de poetizar, atiende a su
visión y a su sentir, los contempla, interviene intencionalmente en su íntima contextura.
afinándolos -en finura y en afinación-, precisándolos, tallándolos, dando coherencia de sentido a
todas las puntas de su estrella, reduciendo armónicamente todas las aristas y estrías a la
profunda pepita del sentido poético. Y así como el cantante no modifica su voz al azar, sino
siguiendo un ideal de voz hacia el cual orienta la educación de la suya, así el poeta va dando
estructura poética a su sentir primero, orientándolo hacia un sentir poéticamente ideal, que es su
correlato. Igual que la voz del cantante, el sentir que el poeta cristaliza y presenta en sus versos
es obra suya, construcción, reestructuración con fines de belleza, de ejemplaridad y de
profundidad de sentido; lo mismo cuando el sentimiento es vitalmente actual, como en Balada de
la cárcel de Reading, de Oscar Wilde, o en Lo Fatal, de Rubén Darío, que cuando es
imaginado, como en la balada del Erlkönig, de Goethe, o en la Sonatina, de Darío, o en un
romance de García Lorca. Siempre es una creación estética. Forma.
¿Y cómo logra esta forma o estructura de su sentimiento el poeta? ¿Cómo loara fijarlo y
comunicarlo? Schiller ha formulado la queja de todos los poetas: «Ah, ¿por qué no podrá el
alma hablar al alma directamente?» El poeta tiene que objetivar su sentimiento por medio de
materiales indirectos que le ofrecen díscola resistencia. A veces, el poeta se impacienta y, como
la paloma de Kant, cree que volaría mejor sin la resistencia del aire; pero justamente la
construcción poética, con su durabilidad, resulta de las victorias del poeta contra las resistencias
de sus materiales. El rayo de luz sólo alumbra gracias a su choque contra la materia.
Es la fantasía del poeta, el gran ministro del sentimiento y de la intuición, la que elige para
el poema ésta y no otra realidad; y la que elige de esa realidad unos trazos determinados,
desdeñando otros, y los dispone formando una figura intencional. Por eso, toda realidad
representada en un poema, aun aquella expresada por las palabras más simples y directas, tiene
un oficio metafórico, puesto que su papel es servir de expresión a un sentimiento que en sí es
inefable. Por ejemplo:
Pero, además, la fantasía del poeta, al presentar la realidad que va componiendo, añade
imágenes, la asocia con otros modos distantes de realidad, otros modos fragmentarios que
despliegan más patentemente el peculiar sentimiento y la peculiar intuición que el poeta trata de
cristalizar; son las llamadas imágenes y metáforas, instantáneas de realidades prácticamente
heterogéneas, pero poéticamente homogéneas, por estar todas orientadas hacia el foco común
de sentimiento y de intuición.
Pero cuando un poeta está atormentado por un sentimiento de angustia y por una visión
de universal desquiciamiento, también puede elegir para configurarlos y expresarles la
representación de la noche estrellada, como hace el chileno Pablo Neruda; entonces lo que elige
es la caída de la noche, como un derrumbe Y un naufragio, y el firmamento azul no es un manto
protector, sino el estandarte de lúgubre azul que la noche levanta en desesperado S. 0. S., y las
estrellas van apareciendo en el azul estandarte como gritos de socorro que se encienden
inútilmente, y su luz-sonido está deslustrado, enronquecido de tanto clamar en vano:
La noche cae sin duda
y su lúgubre azul de estandarte en naufragio
se puebla de planetas de plata enronquecida.
La realidad que vemos con nuestros ojos mortales siempre es una realidad fragmentaria y
fragmentariamente vista: aunque lo que miremos sea tan chico como una moneda, aun así la
vemos fragmentariamente, concentrando nuestra atención en algunos puntos. Con sus infinitos
puntos materiales e inertes se nos ofrece la realidad. Y de esa infinidad, el poeta elige sus puntos
característicos, sus fragmentos convenientes, sus rasgos significativos. ¿Y de qué pueden ser
característicos esos puntos, de qué son significativos? No seguramente de la realidad objetiva,
pues entonces las poesías serían documentos o tratados intelectuales; esos rasgos de la realidad,
así elegidos y así ordenados, son significativos indirectamente del sentimiento que el poeta no
puede expresar ni contagiar directamente. Eso es lo que entiendo por dar forma a la realidad.
Pues que de la realidad sólo se representa en cualquier poesía un fragmento hecho de -
fragmentos; pues que de las sensaciones posibles, unas son buscadas v atendidas y otras no, el
darle forma consiste en limitar, ordenar y enriquecer de tal modo la parcial realidad, que las
sensaciones y puntos elegidos constituyan una figura de sentido.
Podemos verlo en un ejemplo donde aparentemente el poeta no hace más que copiar una
realidad que se da por sí misma:
Esta disposición sentimental es la que mira ahora hacia las cosas del mundo externo y del
interno en procura de manifestación consolidada y objetivada; va hacia las cosas que aguardan
informes y elige las simpatéticas y no percibe las otras como cada sonido emitido se guarece en
los resonadores propicios y resbala sobre los otros; y de las cosas donde se para elige unas
notas y no otras muchas, y con ellas construye las justas caracoles, o cavernas, o violines donde
resuene y se haga audible la inefable voz del sentimiento. Decimos que las cosas tienen sentido
poético cuando van en el sentido o dirección de ese sentimiento radical; pero éste es un modo
metafórico de hablar, pues en verdad las cosas son inertes e informes en su frondosa maraña de
atributos, y no van hacia ninguna parte, sino que, como en los milagros de Mahoma, es el
sentimiento el que va hacia ellas y hace de aquello informe, formas y construcciones, cuyo solo
sentido poético es el originario sentimiento que las conjura. La diferencia entre el sentido
práctico que damos a las cosas y este sentido poético que sólo los poetas les encuentran, es que
aquéllos son sentidos fragmentarios, abstracciones y utilizaciones del objeto, aislamiento y uso,
mientras que el sentido poético no es menos que el resonar allí del sentir enterizo y radical del
poeta ante el mundo y la vida. El sentimiento que, saliendo de Fray Luis de León, ha ido a elegir
el huerto en la ladera del monte, florido y fecundo, es el de la sagrada libertad del alma solitaria y
su paz. Nada abstracto, nada especulativo tampoco, sino bien concreto y vivido en el alma
personal del poeta. La flor y el fruto entran en esta construcción porque su sentido es la espera
segura del poeta. El poeta quiere vivir consigo, a solas, una vida auténtica, y con eso se sentirá
cimentado en la seguridad. El verso en que la flor primaveral
debe su hermosura a esa especie de construcción a distancia con líneas mínimas y suficientes
entre lo que es y lo que será; a la insuflación de la esperanza y certidumbre del poeta en la flor y
en el fruto; al momento contemplativo del «muestra», con que se supera el saber intelectual y de
cálculo y donde aparece la esperanza de fruto como presente en la cara de la flor; al ritmo, en el
que toma no pequeña parte el juego vocálico sutilmente insinuador, con su reparto de vocales a,
a y de vocales o, u en las dos porciones del verso, armonizadas con las constantes e, e (ya
muestra en esperanza / el fruto cierto). Pero lo que levanta a este verso sobre todo
preciosismo es que el sentimiento de serena seguridad que le da vida se expresa insinuadamente
inscribiéndose en el imperturbable circular de las estaciones.
El sentido radical del poeta es el que ha hecho estas construcciones, y es su único
sentido. Ahora el lector, en viaje inverso, se para ante esa realidad ordenada y formada por el
sentimiento del poeta con intención expresiva, y se apodera de sus líneas formantes; se apodera
de su sentido, que es la orientación convergente que todas las cosas así representadas llevan; se
identifica sentimentalmente con ellas, se embarca en ellas y navega con ellas, y, entonces,
siguiendo la pesantez de las cosas hacia el sentimiento que les ha dado forma, se deja zambullir
en la fuente originaria.
El ideal clásico de la forma consiste en anular todo conflicto entre las leyes heterogéneas
que concurren en el poema, y en obtener de cada uno de los aspectos un multiplicador expresivo
de la intención poética central. Para eso todo es creación, la forma es perfecta en cada aspecto,
cada elemento está allí como parte de un todo y lleno del sentido unitario, desde el trozo de
mundo que se nos presente hasta la última partícula material de las palabras.
Vamos a ilustrar estas ideas con la Oda que Fray Luis de León dedicó a su amigo el
organista ciego Francisco Salinas, y que algunos editores suelen llamar Oda a la música.
Podemos aceptar que Fray Luis tuvo para su tensión poética, que llamamos inspiración, un
estímulo externo: la música del maestro. Esta es una emoción sufrida. Pero en el instante en que
Fray Luis vuelve su conciencia poética hacia su propio sentir con designio de poetizarlo, su
sentimiento se tensa y transforma. La tensión sentimental va creciendo y adquiriendo su celestial
profundidad y concretándose en sus calidades, a medida que el poeta, acuciado por su prurito
de creación, va intuyendo el sentido ultraterreno de esa música:
El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada,
Salinas, cuando suena,
la música extremada
por vuestra sabia mano gobernada.
La tensión sentimental está acicateada y determinada por el sentido que Fray Luis
descubre en la música de Salinas. Y, a su vez, el sentido valioso de esa música, aunque ya
orientado por sus ideas platónico-pitagóricas, sólo se le concreta a Fray Luis en el trance de
inspiración, en el estado de privilegiada tensión sentimental urgida por el prurito de la creación
artística. El sentimiento configura a la intuición de sentido, y la intuición cristaliza al sentimiento.
Ambos se identifican en que son el lado sentimental y el lado vidente del prurito de creación
poética.
Todas las cadenas, todas las cáscaras y adherencias estorbosas de la vida práctica se
desprenden del alma; todos los movimientos y ruidos y luces tan inútiles como necesarios de la
vida práctica cesan. Y el alma se aquieta en beatitud:
El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada.
Es el sentimiento inicial, pugnando por expresarse, el que ha inspirado a Fray Luis esta
intuición del modo de ponerse el aire; y, a su vez, esta imagen orienta y fija al sentimiento inicial
del poeta y le da su exacto timbre emocional.
He aquí que parece cerrarse el círculo entre la música humana y la música de las esferas,
Y con ello haber adquirido el poema en este aspecto su perfección de forma. Pero-el
sentimiento de Fray Luis, fuente de su poetizar, se quedó insatisfecho y reclamaba otro modo de
perfección en la construcción objetiva, que fuera manifestación y pintura de su propia perfección.
Pues el sentimiento poetizado y poetizante tenía raíz religiosa y no se conformaba con menos que
con un cumplimiento religioso. La música de su amigo transporta al poeta al goce supremo de la
contemplación de Dios, lo mismo que en su Noche serena la armonía sideral es el «gran
trasunto" de la bienaventuranza cristiana. Ya la idea asoma con toda claridad en la versión
primitiva:
Pero si como idea no necesitaba más, como expresión del sentimiento estaba clamando
por más forma. El sentimiento de un trasunto de la bienaventuranza encerraba en sí todas las
demás expresiones, y las mantenía coordinadas formando una construcción, una forma. Por eso,
en aquel arco, su figuración tenía que ser la piedra clave. Fray Luis de León no se quedaba libre
de un poema una vez que lo escribía, sino que su voluntad de perfeccionamiento, alerta a veces
durante años y anos, le mantenía vivo un rescoldo de la originaria inspiración de donde en
momentos felices podían brotar altas llamaradas. Así es como, tiempo después, del último verso
de la estrofa IV se desprende tardíamente la estrofa central del poema, dando cuerpo e imagen
al pensamiento poético que desde un principio había presidido la composición entera, pero sin
lograr expresarse con ella a sí mismo en forma perfecta:
La cultura grecolatina de que con tan cordial veneración estaba imbuido Fray Luis se
integraba en su espíritu cristiano con tanta naturalidad y sumisión como el saber bíblico, vivido
con sagrado amor.. Reclamadas por el sentimiento, su imaginación y su memoria le traen aquella
maravillosa imagen poética de Platón, el mundo sustentado sobre música y aquella otra de
Pitágoras, la música de los astros en sus acordados movimientos. Y, por fin, la forma ansiada
por el sentimiento se cristaliza y plasma en la tardía imagen de la contemplación del Universal
Concertante: el placer puro de esta música terrena es trasunto de la bienaventuranza del hombre.
Las palabras se refieren a las cosas gracias a un poder designativo que tienen, gobernado
por la razón. Cada frase, cada palabra, tiene un esqueleto racional. Y gracias a estos apoyos
intelectuales las palabras no son meros ruidos, sino indicadores de realidad. La palabra huerto
lleva nuestro pensamiento a la realidad «huerto», significa el objeto, la cosa, la modalidad real
«huerto», y no el objeto o modalidad real «casa», ni la de «dulce», ni la de «correr». Ya
sabemos que las palabras, además de su papel de significar, tienen el de sugerir, y que éste es
esencial en la poesía, porque el poder sugestivo de las palabras está al servicio directo del
sentimiento y de la intuición, y porque la sugestión se cumple en el campo de la fantasía, la gran
comadrona de la poesía; pero ahora lo que nos importa consignar es que las palabras tienen un
esqueleto racional y que la representación de todo modo de realidad se tiene que hacer
inevitablemente por medio de los apoyos intelectuales del lenguaje.
El aire se serena
y viste de hermosura y luz no usada.
El idioma, para andar, necesita esta ortopedia lógico-sintáctica; pero la intuición poética
expresada en esos moldes sintáctico-intelectuales los traspasa como la mirada al cristal y se
enfoca sobre la realidad misma tal como el sentimiento poético la forma. Por ejemplo, lo
racional nos dice que el aire se conduce doblemente: se serena y se reviste de luz; la intuición
poética, a través de ello, ve un solo suceder; la sintaxis separa la hermosura y luz no usada; la
intuición siente que la hermosura es la luz no usada; lo intelectual nos habla de «aire»,
«serenarse», «vestirse», «hermosura», «luz», «uso», que son realidades bien clasificadas,
categorías confrontadas de modos de ser o de modos de conducirse la realidad; pero a través
de esas clases, la intuición poética presenta una realidad no reducible a clases, absolutamente
original. Por último, lo intelectual habla de un hecho físico y externo, y la intuición, a su través,
percibe uno psíquico e interno. No. Lo intelectual no es de naturaleza poética; la intuición
necesita siempre salvarlo y trasmutarlo. Pero lo intelectual es necesario como medio indirecto o
símbolo para la objetivación. La poesía clásica tiene para este material simbólico el mismo
ahinco de forma que para el sentimiento y para la realidad. Forma, aquí también, en la misma
doble significación de cumplimiento de las leyes peculiares y de la máxima intención expresiva.
Las leyes de la sintaxis se cumplen, no con el esfuerzo de una carrera de obstáculos, sino con
gracia de movimientos, haciendo de la línea sintáctica una figura estética, haciendo de la
necesidad belleza. Lo propio de la forma clásica es la armonía y colaboración del sentimiento
con el pensamiento, de lo entrañable con lo intelectual. Las cosas acomodan su disposición v
figura al sentimiento que las convoca; la inteligencia vi-¡la su ejemplaridad; el sentimiento se
determina en las formas objetivas que él mismo se ha hecho bajo la vigilancia intelectual.
Además de los contenidos hasta aquí indicados, el poema mismo tiene su forma, que
consiste en la ordenación y armonizada sucesión de los elementos efectivos, intuicionales,
racionales y objetivos. Y la poesía clásica busca también en este orden la perfección
constructiva y el máximum de eficacia expresiva.
Por último, el idioma es materia sensible. Para decir las palabras hay que ejecutar
muchos movimientos orgánicos; para pensarlas hay que imaginarlos y esbozarlos de hecho. El
organismo tiene que desarrollar una energía variada para dar presencia a las palabras, con sus
consonantes y sus vocales, sus sílabas de acento y las otras sin acento. La poesía clásica no
deja tampoco esto en cruda materia, sino que los movimientos orgánicos pertinentes se van
sucediendo en figura organizada estéticamente. A eso llamamos ritmo. Ritmo no falta en
ninguna clase de poesía, ni aun en el verso libre, ni aun en el verso anárquico; pero lo propio de
los clásicos es que toda sílaba, que la menor porción de movimiento orgánico y de sonido sea
elemento rítmico, mientras que en esos otros, entre los esbozos rítmicos, hay mucho dejado
como materia y escoria. El poeta inspirado, aun cuando se acomode a cánones métricos
codificados, da a su ritmo un acento personal que resulta de la sorprendente acomodación de
aquella materia organizada en ritmo al sentimiento que se expresa. La última partícula fonética
forma parte esencial de una figura de arte con intención expresiva; y esto es lo que hace que la
última partícula del idioma deje de ser lastre para estar llena de espíritu.
Los poetas clásicos son los únicos que llevan por igual el ideal de perfección a todos los
aspectos del poema o dicho al revés: podemos reservar el nombre de clásicos para los poetas
de cualquier tiempo o escuela poética que lleven por igual el ideal de perfección a -todos los
aspectos del poema. Ellos ostentan la sazón de la forma en el sentimiento, en la intuición, en la
realidad representada, en el pensamiento racional, en la ordenación del poema, en la
construcción sintáctica, en la significación y poder sugestivo de las palabras y en el gobierno del
material sonoro. Y esto no como una yuxtaposición de formas cada una perfecta en sí, sino
como la integración de todos los aspectos del poema en una forma unitaria que se justifica en la
unidad de la persona. La forma típicamente clásica resulta del exacto equilibrio de todas las
formas parciales. El sentimiento y la intuición son en un principio como hermosas voces
naturales que se educan, se pulen, se forman en la perfección formal de la realidad representada,
en la noble disposición del pensamiento sintáctico-racional, en la ordenación del poema, en el
poder sugeridor de las palabras, en la organización rítmica de los elementos fonéticos. El poeta
clásico ningún aspecto sacrifica al preferente culto de otro. Todos se armonizan y se prestan
recíproco realce. Y es que el poeta clásico no se pregunta en cuál de esos aspectos reside
esencialmente la poesía y cuáles son no más que inevitables: el clásico no cree todavía que la
poesía sea una dimensión que se oponga a la vida; cree en la vida poética, y no en la poesía para
como especialización.
Todos los demás, como no basan la poesía en la integridad de la persona, sino en alguna
peculiaridad privilegiada del alma, introducen desequilibrio por especialización en el aspecto o
aspectos correspondientes y, a veces, por deliberado maltrato de los otros. Los llamados
genéricamente alejandrinos. y los virtuosistas en general, empezados en la elaboración artística
de los elementos sensibles -forma exterior-, reducen la poesía a extremada maestría. Los
barrocos exceden por sus agudezas y arte de ingenio, diminutos enigmas excitadores, laberintos
a veces exactos de pensamiento; en fin, materia intelectual estéticamente formulada. Los
neoclásicos, tradicionalistas, no ya tradicionales, como todo poeta lo es, aplican la forma desde
fuera y por pericia como en un bello oficio aprendido; les falta- la forma formante, el impulso
interno creador, que vaya haciendo nacer y crecer la orgánica criatura de arte. Los románticos
enfatizan el sentimiento y les gusta relajar la forma total para sentirse arrebatados por el numen.
Los parnasianos, en reacción, persiguen la impasibilidad y buscan suntuosidad en la realidad
representada y en los elementos idiomáticos; les gusta trabajar con «materiales nobles». Los
simbolistas vuelven a la intimidad del sentimiento, pero dejándolo más bien en nebuloso estado
sentimental, como el provocado por la música; en su poesía la realidad y el pensamiento pierden
notoriamente su importancia, y, en cambio, con maravilloso virtuosismo, sacan de las
posibilidades musicales del material idiomático una irresistible acción sugeridora. Por último, los
expresionistas, dadaístas, superrealistas, futuristas, etc., los que más abiertamente ven la
antinomia de vida y poesía, se zambullen en el elemento que toman por verdaderamente poético
(para unos, ciertos modos de intuición, atisbos; para otros, más bien ciertos modos del
sentimiento; para casi todos, el calidoscopio azaroso de los juegos de la fantasía) y deforman
deliberadamente todos los demás. Es claro que estoy aquí usando estos rótulos no en su
significación de historia cultural, sino como una caracterización de la creación poética.
Forma clásica es, pues, un equilibrio estable de perfecciones. Pero alegrémonos de que
también haya modos poéticos de equilibrio inestable, cada uno con su ideal propio, pues los
verdaderos poetas en todos ellos pueden cumplir su destino, y nosotros, los lectores, de cada
uno podemos sacar delicia y enriquecimiento.
En sus preferencias por unos u otros poetas, cada lector muestra la ley de las afinidades
selectivas. Pero el mejor lector será el que no pida a los clásicos que se desmelenen como los
románticos, ni a los parnasianos que nos hablen de su corazón, ni a los expresionistas que
reduzcan sus nubes a líneas quietas. El mejor lector, en fin, será el que se ponga justamente en la
encrucijada de intenciones de cada poeta.