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¿Qué temías?
Dos cosas; y no sé a cuál de las dos le tenía más miedo.
Tenía miedo que mis amigos se burlaran del tamaño de mi
pene y tenía miedo que no se me parara.
sexualidad… y después
¿Por qué lo hacés si tenés a todas las chicas del hospital enamora-
das de vos?
Es que no es lo mismo.
…
Lo que pasa es que yo a mi mujer la quiero y no podría
hacerle una cosa así. Yo no podría traicionarla. Yo sé que,
si quisiera, me podría levantar a esas y a otras minas, pero
para eso tengo que remar –poco, a decir verdad– pero algo
tengo que hacer, y para mí eso equivale a serle infiel. Yo
me moriría de vergüenza si en medio de esa escena apare-
ciera mi mujer. Me sentiría re culpable. No podría tolerar-
lo. En cambio, si me encuentra con los “gatos”… nada. Si
yo, salvo la plata, no puse allí nada de mí. ¿Qué me puede
reprochar?
paternidad
Él es un buen padre.
Tal vez por eso es tan frecuente que, desafiados por el contacto di-
recto con l*s hij*s, los varones recurran a otras mujeres –la nueva
novia, la empleada doméstica, la abuela– para que se hagan cargo
de atenderlos.
Ocurre, entonces, que no obstante los innegables esfuerzos lleva-
dos a cabo por los varones, a pesar de las maravillosas experiencias
que la crianza de l*s niñ*s ofrece a los hombres, aún permanece con
empeño esa solución de continuidad que se produce entre quienes
nos parieron y quienes deberían criarnos. Sin embargo, que hasta
ahora la tarea de criar a l*s hij*s haya recaído sobre las mujeres casi
con exclusividad no pone en riesgo uno de los fundamentos más fir-
mes y más reaccionarios de la cultura occidental: l*s hij*s son del pa-
dre. Los niños son propiedad exclusiva del padre, llevan su marca, su
apellido, sólo incidentalmente salen del cuerpo de una mujer. Las
mujeres están ahí sólo para parirlos y criarlos. El útero de la mujer es
considerado, así, como la base material tan necesaria –intercambiable
e intranscendente– como lo es la piedra para el genio del escultor.
Antes afirmé que nunca como en nuestros días los hombres he-
mos dado muestras tan evidentes de estar iniciando un movimiento
que tienda a involucrarnos cada vez más en la crianza de nuestras
hijas y de nuestros hijos. Nunca como en nuestros días tantas niñas
y tantos niños se han criado separados de su padre o de algún otro
varón. Las niñas y los niños que conozco se crían y se educan con
mujeres. En el hogar: la mamá, la empleada doméstica, la abuela.
En la escuela: la maestra y la directora. A la hora de enfermarse: la
pediatra y la odontóloga. A la hora de ir a terapia: la psicóloga. Estas
niñas y estos niños, si ven un hombre, piensan que ese es el perso-
naje contingente que acompaña a la mamá, y que desaparece como
papá tan pronto como desaparece como novio de la mamá.
Y si el papá aparece, lo vemos así, componiendo una imagen cos-
tumbrista y patética que, para la clase media, es: el auto con un se-
ñor al volante que estaciona en doble fila, el pibe de cinco años que
sale corriendo del hall del edificio con una mochila más pesada que
él mismo y un papel donde la mamá escribió las recomendaciones
de lo que puede o no puede comer y a qué hora tiene que tomar
el antibiótico. El señor que espera en la plaza, con cara de cumplir
con un deber ajeno y mirando el reloj o con celular en mano, que su
hija baje de la calesita. El galán maduro que no tiene ni idea de qué
es lo que un papá puede hacer con una hija adolescente y que, para
viejas y nuevas masculinidades 153