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6.

Viejas y nuevas masculinidades


Juan Carlos Volnovich

Las transformaciones de los hábitos y las costumbres, las va-


riaciones en la constitución subjetiva, los trastocamientos de los rasgos
que definen la masculinidad y la femineidad son inherentes a la vida
social. No obstante, en las últimas décadas asistimos a una aceleración
de esos cambios; somos testigos y protagonistas de un vertiginoso mo-
vimiento que no sólo descarta la certeza de una masculinidad y de
una femineidad inmanente sino que, más aún, hace estallar el binaris-
mo que, hasta ahora, presidía el abordaje a esta cuestión.
Sospecho que la heterosexualidad de nuestros días está sufriendo
una serie de mutaciones. Por lo tanto, algo está cambiando en este
asunto de “hacerse hombres” bajo el impacto de la ampliación del
espectro y, sobre todo, como efecto de la aparente disolución de las
prohibiciones.
En el presente capítulo compartiré algunas reflexiones acerca de
esas modificaciones (si es que existen); intentaré mantener abierto
el interrogante sobre cuánto de innovación y cuánto de reiteración,
con respecto a la sexualidad y a la paternidad, circula en el estudio
de varones de clase media heterosexuales.
En el psicoanálisis, en la intimidad de una sesión, en ese espacio
protegido, en ese encuentro privado con un analista varón de la
misma generación a veces, y otras, en el encuentro de un “pibe”
con un analista que tiene más o menos la edad de su “viejo”, ¿qué se
“dispara”? Cuando un varón se analiza con otro varón, ¿qué inteli-
gencia se despliega? ¿Qué capital simbólico se pone en juego? ¿Qué
complicidades y qué pactos inconscientes se establecen? ¿Cuáles son
los puntos ciegos que por consenso se mantienen?
Digo “varón”, digo “hombre” y sé –porque es bien sabido– que
toda generalización es abusiva y sé, también, que si algo tiene de
bueno la clínica, es que nuestra participación en esa experiencia
singular desafía cualquier intento por acallar lo que, justamente, esa
intimidad denuncia.
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Digo “varón”, digo “hombre” y sé que a lo largo de la extensa


historia de la humanidad… desplegada en el ancho espectro de una
inconmensurable diversidad de civilizaciones, “el hombre”, la figura
del “hombre”, ha adquirido perfiles tan diferentes que al fin logró
disuadirnos de seguir adelante con la aventura de encontrar una
masculinidad esencial que nos defina, una naturaleza que nos ho-
mologue. Lo histórico-cultural ha conseguido desterrar la idea de
que existen atributos compartidos por el universo de varones.
Entonces, eso que ha dado en llamarse “género” no se trataría
de “varón” ni de “masculinidad”. Para el género no existe una ca-
tegoría que no sea contingente, conflictiva, problemática (Butler,
2007). Pero lo que sí existe es la desigualdad y, con la desigualdad,
la inferioridad de uno de los términos; lo que sí existe es la opre-
sión, la discriminación y la explotación en función de las diferencias
de género.
Varones que eluden a mujeres atractivas que se muestran bien dis-
puestas para mantener relaciones sexuales mientras se refugian en
la pornografía que aparece en su monitor. Jóvenes que un día son
homosexuales, al día siguiente heterosexuales y mañana… vaya uno
a saber. Adolescentes a quienes iniciarse sexualmente con sus novias
o con alguna amiga circunstancial no les impide recurrir a las prosti-
tutas, como si en los saunas, en los piringundines o en el servicio de
delivery encontraran la esencia viva de la virilidad (Volnovich, 2010).
Padres que cambian pañales mientras sus mujeres hacen trans-
ferencias bancarias en la computadora. Hombres que dan la ma-
madera al tiempo que las esposas duermen porque por la mañana
tienen que salir a trabajar temprano. Señores que van a la cancha
con sus hijas de la mano. Genitores que aspiran a ser algo más que
donantes de esperma y que –lejos de “borrarse”– reclaman ante los
jueces el derecho a mantener un vínculo más duradero con sus hijas
y con sus hijos. Es innegable que algo está cambiando en este asun-
to de ser padres; es innegable que asistimos a una ola innovadora
que nos empuja a nuevas formas de paternidad (Sullerot, 1993). La
irresponsabilidad que caracterizaba a los hombres con respecto a
las relaciones sexuales ocasionales y al vínculo posterior a ese hecho
biológico –el desinterés y la despreocupación relativos a los hijos–
parecería estar dejando lugar a modos diferentes de gerenciar y
administrar los vínculos filiales. Entonces, antes que un “deseo de
hijo” como instinto universal, deberíamos aceptar que los humanos
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estamos construyendo representaciones de procreación y reproduc-


ción novedosas, al menos para esta cultura.

sexualidad. iniciación sexual

Vuelvo al interrogante inicial. ¿Qué se “dispara” en la intimidad de


una sesión de análisis, en ese espacio protegido? En ese encuentro
privado con un analista varón de su misma generación a veces, y
otras, en las sesiones de un “pibe” con un analista que tiene casi
la misma edad que el “viejo”. ¿Qué complicidades y qué pactos in-
conscientes se establecen? ¿Cuáles son los puntos ciegos que por
consenso se mantienen?
Han pasado ya muchos años desde entonces. Manu era un ado-
lescente feliz. Tal vez la palabra “adolescente” le quedaba grande.
Manu era un púber que vivía alegremente su pubertad; pubertad
cuidada, protegida por una familia que le daba todos los gustos; pu-
bertad tutelada por una escuela del más alto nivel, que le proporcio-
naba un grupo de amigos, inteligentes, frescos, audaces. Hacía tiem-
po que había superado eso del bullying (motivo de consulta) cuando
comenzó a disfrutar de una suerte de euforia jubilosa sólo empaña-
da, en aquel entonces, por los temores acerca de su sexualidad. Y,
en su caso, “temores acerca de su sexualidad” quería decir “angustia
referida al tamaño de su pene”. Para Manu el tamaño del pene ha-
bía devenido en símbolo de su omnipotencia y/o de su más extrema
debilidad. El pene, el tamaño del pene, ocupaba en su vida el lugar
de un amo despótico. Para Manu –como para tantos otros– la parte
dicta la ley al todo, puesto que lo define. Y esa “parte” es extremada-
mente caprichosa. Para Manu –como para tantos otros– erección o
flacidez eran las alternativas en las que caducaba el control, donde
fallaba el dominio de la voluntad; punto fuerte y, simultáneamente,
fuente de máxima vulnerabilidad para una virilidad concebida de
acuerdo con los estereotipos tradicionales.

Nos reunimos en casa de Thierry. Estábamos todos “locos”


y excitados. ¡Un delirio! Era muy divertido porque nos ha-
cíamos chistes, saltábamos arriba de los sillones y empeza-
mos a tomar cerveza. Después nos armamos unos “porros”
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hasta que llegó la puta. Nos quedamos todos en bolas pero


yo, como quien no quiere la cosa, me dejé la camisa puesta.
Desabrochada, pero puesta. Yo no miraba pero estaba pen-
diente de la mirada de los demás.

Los mirabas, entonces, para ver si los pescabas mirándote.


Lo que pasa es que estaba mareado, medio borracho y no
paraba de reírme pero, en realidad, estaba muerto de mie-
do por lo que vos ya sabés.

¿Qué temías?
Dos cosas; y no sé a cuál de las dos le tenía más miedo.
Tenía miedo que mis amigos se burlaran del tamaño de mi
pene y tenía miedo que no se me parara.

Recuerdo, ahora, que algo le dije entonces acerca de su sufrimiento,


algo le dije acerca de su ambivalencia con respecto a pagar el peaje
que los amigos, las circunstancias le imponían para ser considerado
“del palo”.
Con el tiempo Manu fue adquiriendo una mayor confianza en sí
mismo y no fue ajeno a esos logros, que comenzaron siendo mensa-
jes de chat intercambiados con Vicky, la más codiciada de las niñas
del otro curso, seguidos de encuentros con “onda” hasta que final-
mente… “estuvieron”. Y a Vicky le sucedieron otras compañeritas
del colegio, amigas con las que convergía en el deseo de estar juntos
y que contribuyeron a reforzar su autoestima de varón adolescente
y a atenuar sus dudas y su inseguridad.
No obstante, el idilio con Vicky y subsiguientes no impidió que, al
menos una vez al mes, como ceremonia de anciens combattants, Manu
y sus amigos volvieran a repetir la “hazaña”: reunirse en casa de algu-
no de ellos en ausencia de los padres, jugar al fútbol, hacer un asadi-
to y… solicitar una o más putas por delivery para concluir la fiesta. Y
así siguió la historia. Ya adultos jóvenes, el regalo privilegiado en los
cumpleaños de los amigos: una o varias putas; para las despedidas
de solteros: la salida en grupo al boliche de moda con escorts de lujo.
Podría señalar, ahora, la impostura de Manu, esa acusación siem-
pre presente de no ser lo suficientemente macho como la norma
exige; de no ser lo suficientemente macho pero, de todos modos,
intentar aparentarlo. Podría detenerme en esa masculinidad bajo
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sospecha, en la falta de confianza en sí mismo que le produce la di-


mensión del pene cubierto a medias por la camisa desabrochada, re-
siduo de una “campana de cristal”, cubierta protectora-humillante
que no se resigna a perder. Podría afirmar, sin temor a quedar pri-
sionero de una versión moralizante, que esa fiesta –ese rito colectivo
de pasaje, esa ceremonia maníaca en la que se convalidó la creencia
anticipada por la pornografía de que el cuerpo de una mujer está allí
para ser usado y para que le enseñe a ser varón y ser cliente al mismo
tiempo– sólo sirvió para reforzar la convicción de que la sexualidad
no va más allá de lo que va su pura dimensión física: un contacto
genital sin relación sexual. Podría aludir a lo evidente: parecería
que la inclusión dentro del universo de varones –la “normalidad”–
sólo se consigue cuando se comparte y se participa con un grupo de
pares en un ritual de abuso y de excesos que le garantiza ser recono-
cido como parte integrante de la comunidad y le augura, también,
ser el feliz propietario de la credencial –credencial de consumidor
de alcohol, de cigarrillos, de drogas y de prostitutas–, de modo tal
que pueda celebrar, al mismo tiempo, su iniciación sexual y su de-
but como cliente.
No obstante, como antes señalaba, sospecho que la heterosexua-
lidad de nuestros días, desde el inicio, está sufriendo una serie de
mutaciones, está cambiando bajo el impacto de la ampliación del
espectro y, sobre todo, como efecto de la aparente disolución de las
prohibiciones. La timidez, para confirmarlo.
Mati a los 17 es un pibe tímido. Le gusta una compañerita del co-
legio que es, además, vecina de su casa, pero un muro invisible tan
transparente como infranqueable se interpone entre él y la señorita
que lo desvela. De modo tal que puede tenerla ahí, ante sus ojos, sin
que fluyan sus palabras; puede tenerla ahí, frente a frente, sin que
logre estirar su mano para acariciarla.
Sorprende que en estos tiempos –cuando la ciencia y la técnica
se han ocupado de acortar las distancias entre los cuerpos, cuando
la velocidad anula los espacios y la expansión se nos hace infinita;
en estos tiempos, cuando WhatsApp, Facebook, Twitter, Snapchat,
Tumblr, Instagram, Tinder y Taringa se han tomado el trabajo de
abolir los obstáculos que se oponían al encuentro franco, al inter-
cambio sin vueltas– la timidez irrumpa para interrumpir el flujo,
para demorar el contacto, para hacerle lugar al anhelo. Sorprende
que la timidez cante presente y como contratiempo venga a per-
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turbar la atracción inmediata y la seducción recíproca al instante,


hasta hacerlas coincidir con el titubeo, la postergación, la lentitud
extrema del tacto y del contacto.
En estos tiempos, cuando ya no hay límites para traspasar; cuando
si no todo, casi todo lo que estaba prohibido pasó a estar permitido
y frecuentemente convertido en una obligación; cuando el himen
inmaculado de las pibas que alguna vez fue tesoro a conservar se
ha convertido en lastre a descargar, en residuo bochornoso a disi-
mular… sorprende que, en estos tiempos, aún perduren los pibes
tímidos.
Sí, aún quedan pibes tímidos como Mati; aún persiste un universo
de púberes, adolescentes (varones, me refiero) a quienes les cuesta
acercarse a una “minita”, abordarla y “conquistarla”. Pibes fóbicos,
diríamos, enfrentados temerosamente, ambivalentemente enfrenta-
dos a ese rito de iniciación que es el debut, que es “la primera vez”:
ese “acto” que dirime un antes y un después; ese “acto” que dirime
un antes-virgen… un después-varón con todas las letras.
Sí, aún quedan pibes tímidos, pero los tímidos de ahora poco tie-
nen que ver con los tímidos de antes. Comparten, tal vez, un mismo
temor –el temor a su propio deseo y al de ellas; el temor a la ex-
clusión del mundo de los normales (si por “normales” se entiende
portar las credenciales de la virilidad tradicional)– pero aun así, el
temor de los tímidos de ahora no es idéntico al de los tímidos de
entonces.
La timidez, la vergüenza de los pibes de antaño (aludo a las dé-
cadas previas a los sesenta), se hacía presente en las erecciones in-
oportunas, se les notaba en la cara cuando se sonrojaban al ser des-
cubiertos con sus “malos pensamientos”. No obstante, ese pudor,
esa timidez, desaparecía en el zaguán porque allí el rechazo esta-
ba asegurado. Los reparos, la reticencia, las negativas de las chicas
decentes –de sus novias, que se hacían desear– permitían, exigían
el despliegue de una iniciativa, el ejercicio de una audacia que no
podía ser otra cosa que testimonio de una virilidad sin tacha y sin
mancha (como no sea la de una polución en el calzoncillo). Allí, en
el zaguán, las hormonas y el coraje se potenciaban. En el zaguán la
timidez desaparecía para reaparecer en el burdel ante el cuerpo de
la puta, porque en esas ocasiones lo que estaba en juego era nada
más y nada menos que la autenticidad de la masculinidad. Y esa
condición quedaba supeditada pura y exclusivamente a la erección.
viejas y nuevas masculinidades 139

Entonces, era la puta quien evaluaba y comparaba; era la puta quien


tenía en sus labios la respuesta a ese interrogante definitivo y fun-
dante de “¿cómo la tengo?”.
La iniciación sexual de aquellos pibes transitaba por burdeles, pu-
teríos baratos… llegaban allí conducidos por los padres o por algún
tío canchero encomendado a esa función, adultos que funcionaban
como iniciadores. Para la clase media porteña tuvo nombre pro-
pio: se llamaba Naná. Ella regenteaba el prostíbulo más popular de
Maldonado. En su puerta se agolpaban los “clientes” que viajaban
a Punta del Este sólo para concurrir a una cita con la sacerdotisa
máxima, para que los “chicos” debutaran.
¿Todos los pibes de entonces… todos los “chetitos” de entonces
se iniciaban con putas? No, no todos. También estaban las “muca-
mitas” de la casa que daban una buena mano, ponían de su parte (y
sus “partes”) a la hora de cambiar de status.
La timidez de esa época, hecha a pura represión, cobró sus víc-
timas: Borges fue una de ellas. Según Rodríguez Monegal (1987),
una traumática iniciación sexual promovida por su padre con una
prostituta en Ginebra (seguramente compartida con él) no fue aje-
na a la evitación de la sexualidad que se hizo palpable en su vida y
en su obra.
Y esto fue así hasta finales de la década de 1960. Las pastillas an-
ticonceptivas y la “liberación sexual” de los años sesenta y setenta
llegaron como cálida brisa de primavera. Sexo por placer y no sólo
para procrear. Bajo la consigna de “A coger que se viene el Halley”,
“Hagamos el amor y no la guerra”, aquellos pibes sesentistas goza-
ron de una iniciación sexual un poco más luminosa, un poco menos
ominosa. Por una vez sexo y amor intentaron cabalgar juntos, y si
bien nada cambió radicalmente, los imperativos patriarcales sopor-
tados por los varones de entonces se basaron más en el poder de
convencer a la amiga, a la novia de turno, para que accedieran a
tener relaciones sexuales con ellos, que en visitar el burdel. Sólo los
que fracasaban en su capacidad de persuasión acudían a las putas,
de modo tal que ese espacio decadente y patético pasó a ser antro
de perdedores. Para el buró político de la masculinidad, para el su-
peryó hippie, la prostitución devino en solución anacrónica: práctica
“de viejos y de pelotudos”.
Sí, para los tímidos de entonces los sesenta fueron una fiesta, por-
que si bien es cierto que la liberación sexual de esa década no aca-
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bó con la timidez, al menos atenuó su intensidad. Había que estar


muy orientado por la Iglesia para seguir siendo pudoroso; y fueron
pocos, muy pocos, los que no se animaron al debut con su primera
novia, fueron muy pocos los que no se atrevieron a desear a la que
amaban.
La democracia nos llegó consumista para convalidar el neolibe-
ralismo que la dictadura inauguró: el sida y la obligación de gozar,
gozar mucho, siempre, y rapidito porque time is money y, ya se sabe,
tanto el dinero como el capital erótico no están allí para ser dilapi-
dados; no son épocas estas para andar derrochando sexo y dinero.
Y fue así como, en un mundo donde la eyaculación precoz parecía
ser más un indicio de adaptación a la realidad que un síntoma, la
timidez cambió de signo. No era ya sólo la inhibición, el sufrimiento
por los efectos de la represión sexual. La timidez tomó ahora la for-
ma de resistencia al imperativo de gozar. Adquirió valor como gesto
de rebeldía frente al mandato de someterse a la causa del patriar-
cado; pasó a ser la defensa de un derecho: derecho a transcurrir, a
abrir ese espacio propio que tiende a desaparecer, a reclamar lugar
y tiempo para los preliminares, para las reglas de cortesía, para el
simulacro de recibimiento, para los rituales amorosos, para la hos-
pitalidad primitiva.
La democracia nos llegó consumista para convalidar el neolibe-
ralismo que la dictadura inauguró, decía, y nos sorprendió con la
restauración y vigencia de los tradicionales estereotipos masculinos
que el patriarcado había impuesto. La agresión a las mujeres, todo
el repertorio de la misoginia, la denigración de lo femenino, los
“noviazgos sangrientos”, la disociación entre la madre y la puta, re-
cuperaron su poder y volvieron a dirigir las relaciones entre los se-
xos (Ferreira, 2013). De modo tal que hoy en día no son pocos los
pibes que evalúan su virilidad de acuerdo con la proximidad o la
distancia que los separa de sus modelos ideales: “turritos”, “garcas”,
peleadores que se jactan de maltratar a las mujeres; jóvenes que
buscan la amistad de los hombres pero odian a los homosexuales;
muchachitos que circulan por ahí con la conciencia bien tranquila
por haber cumplido con la Ley primera, con su deber. ¿Y cuál es ese
deber, el primero de todo hombre? No ser mujer (Stoller, 1989).
Son pibes que, tal vez, no se inician sexualmente con putas, pero
no por eso dejan de recurrir a ellas. Son los pibes que, como Manu
y sus amigos, colman los saunas y los piringundines que inundan la
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ciudad, cuando no acuden al servicio de delivery. Quiero decir: en la


actualidad iniciarse con prostitutas no es la primera y única opción
como supo serlo en tiempos pasados, pero convertirse en “clientes”
de la prostitución es casi inevitable desde que “ir de putas” ha adqui-
rido la condición de garantía de virilidad, de lucimiento personal,
de rito de pasaje ineludible para ser aceptado en la comunidad de
varones. Y, dicho sea de paso, la prostitución se ha convertido en
refugio inmejorable para los tímidos; paraíso para los que temen
perder su poder cuando se sienten acosados por muchachitas que,
antes que escrúpulos y remilgos, les hacen saber lo bien dispuestas
que están para mantener relaciones sexuales con ellos. De modo tal
que su timidez no aparece ahora ante el cuerpo de la puta anulada
en su deseo por la paga, sino ante el cuerpo de una mujer que se po-
siciona como sujeto de deseo. Allí, cuando son ellas las que toman
la iniciativa, ante “tamaña herejía”, el varón recién nacido varón,
desafiado en su tradicional lugar de poder, o la castiga denigrán-
dola por “atorranta”, por “trola”, refugiándose bajo su armadura de
macho recio hecha de cicatrices, tatuajes, piercings, alcohol, drogas y
ropa de “marca”… o “arruga como el mejor”.
Entonces, de lo que se trata es de rescatar la timidez antes que
como un síntoma, como evidencia de ciertos cambios que se están
operando en los códigos de género: cambios que suponen la renun-
cia a una masculinidad normativa, a esa virilidad compulsiva que
nos impide convertirnos plenamente en hombres; resistencia, en
última instancia, a las imposiciones neoliberales, sean progresistas,
como las que se están yendo, o duras, como las que acaban de llegar
(Fraser, 2017). De lo que se trata ahora es de aspirar a que el cuerpo
de los varones deje de ser el sitio donde tiene lugar la construcción
de la masculinidad tradicional para llegar a ser el sitio donde tenga
lugar la destrucción de una normativa patriarcal en cuyo transcurso
se forma el sujeto.

sexualidad… y después

Comencé diciendo que a lo largo de la extensa historia de la huma-


nidad… desplegada en el ancho espectro de una inconmensurable
diversidad de civilizaciones, “el hombre”, la figura del “hombre”,
142 mujeres y varones en la argentina de hoy

ha adquirido perfiles tan diferentes que al fin logró disuadirnos de


seguir adelante con la aventura de encontrar una esencia que nos
defina, una naturaleza que nos homologue. Lo histórico-cultural ha
logrado desterrar la idea de que existen atributos compartidos por
el universo de varones.
En efecto, también los varones contemporáneos sometidos a im-
perativos neoliberales –adultos jóvenes o maduros– pertenecientes
a los sectores medios altos se ajustan mal a cualquier clasificación. Es
misión imposible tratar de agruparlos sobre la base de rasgos comu-
nes que sugieran una tipificación, es misión imposible construir una
suerte de taxonomía. Sin embargo, esos hombres tienen algo en
común (el “consumo” de prostitución) y algo que los distingue: la
tendencia a mantenerse solteros y sin compromisos afectivos hasta
bien pasada la juventud (Meler, 2017). Esto los distancia de aquellos
a quienes sólo la construcción de una pareja estable y convencional
los hace sentir realizados.
A diferencia de los que alimentan la confianza en sí mismos y
refuerzan su autoestima a partir de la aproximación al ideal de inte-
grar una “pareja perfecta”, los varones que tienden a prolongar su
soltería para disfrutar, al máximo y sin ataduras, los beneficios del
mercado sexual aparecen sometidos a un ideal de masculinidad que
se consuma en la independencia del amor.
El laborioso trabajo de adquirir su identidad de género que co-
menzó de niños a partir de la ruptura de la simbiosis materno-filial;
lo que comenzó de niños como una liberación del “cautiverio” de la
propia madre; lo que se inició como rechazo a la “sobreprotección”
se continuó, después, como evitación sostenida a cualquier tipo de
apego afectivo con una sola mujer. Son hombres que se jactan de
su capacidad para conquistar mujeres, pero su “orgullo de varón” se
juega en no quedar prisioneros de ninguna. Son varones que hacen
virtud de su independencia y autosuficiencia. Son varones someti-
dos, al fin, a esas convenciones vigentes que suponen a los hombres
sin necesidades emocionales propias porque han aprendido, desde
muy pequeños, que la enunciación de sus carencias afectivas es un
indicio de debilidad, inaceptable para un hombre que se precie.
Son varones a quienes les resulta mucho menos amenazante el “co-
ger por coger”, sin otro tipo de compromiso sentimental, que el “co-
ger” integrado a un contacto cariñoso que incluya, inevitablemente,
una cuota de vulnerabilidad emocional, siempre incompatible con
viejas y nuevas masculinidades 143

el ideal de masculinidad tradicional. Son varones que le temen a la


ternura porque, en realidad, le temen a la dependencia, y si hay algo
que saben muy bien es que tienen que mantenerse enteros para en-
tregarse a las exigencias del trabajo. De ahí que la inagotable fuente
de gratificaciones vanidosas necesarias para permanecer erguidos
dependa de eternizarse en la repetición de los primeros escarceos
amorosos, la glorificación del zapping de mujeres, la compulsión a
perpetuarse como monógamos seriales.
Las nuevas tecnologías han contribuido generosamente a intro-
ducir modelos funcionales a esta masculinidad. La multiplicidad de
contactos ha venido a reemplazar a las relaciones personales que
cada vez son más escasas y más tenues. Así, la velocidad del encuen-
tro tiende a confundir el contacto con el impacto. La ausencia de
preliminares en el rendez-vous de las parejas, la supresión de los ri-
tuales amorosos dan forma al puro contacto; las reglas de cortesía
son reemplazadas por el intercambio sin vueltas. Parecería que estos
varones participaran de un mundo infantil donde todo deseo puede
ser satisfecho de inmediato. De esta manera, su vida se reduce a pro-
tagonizar un viaje pleno de sexo casual –superficial y pasajero– que
triunfa cuando logra evitar convertirse en un vínculo duradero, en
una relación amorosa. Entonces, al abolir la pérdida por la sustitu-
ción, cuando se impone la teoría del reemplazo, queda suprimida la
nostalgia y ya no tiene lugar el anhelo del reencuentro. La memoria
se evapora, el duelo no existe; culminación de la cultura de lo reno-
vable donde la diacronía expuesta a las continuas variaciones de lo
mismo se convierte en una sincronía de lo sucesivo.
Los otros, los varones contemporáneos que aspiran a una conyu-
galidad exitosa digna de la sociedad del espectáculo… esos varones
contemporáneos, sometidos a imperativos neoliberales… esos varo-
nes adultos jóvenes o maduros pertenecientes a los sectores medios
altos, desafiados por la exigencia de la eficiencia, aspirantes a la ho-
nestidad y al renombre, ¿cómo son?
Yo los conozco bien. Los oigo todos los días lamentarse en el di-
ván por no poder alcanzar las metas que se imponen, despotrican
contra las obligaciones que los aplastan, sufren por las exigencias
que no pueden cumplir, gritan exultantes cuando, al fin, triunfan
en tal o cual trabajo, demandan de su mujer el mismo amor sin
barreras que ellos ofrecen. Ya no confían en las causas colectivas,
la solidaridad dejó lugar al cálculo de los recursos necesarios para
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seguir escalando posiciones en la carrera laboral. Los proyectos de


transformación social, en general, cedieron su espacio al proyecto
de consagración personal en pareja. El ideal de ganar a cualquier
precio, la necesidad de vencer para no perecer, de triunfar para
no desaparecer, los convierte en winners que se desviven al intentar
armonizar los logros profesionales con los logros en la intimidad.
El ejecutivo, el empresario, el emprendedor de hoy en día –como
el de antaño– también va “del sillón al avión, del avión al salón, del
harén al edén”. Sólo que –neobarroco, al fin– la unión entre esos
dos puntos de referencia incluye, ahora, el elíptico circuito que pasa
por la cancha de tenis, por el geriátrico para visitar a la mamá allí
internada, por la reunión de padres en la escuela de su hijo peque-
ño (el del segundo matrimonio, se sobreentiende), por el dentista
adonde se dirige muerto de miedo cuando ya no puede más, y por
el instituto de cosmética masculina que detiene la caída del cabello,
después del gimnasio y antes de su sesión de análisis.
Esos varones contemporáneos que aspiran a una conyugalidad
exitosa cultivan una fidelidad de nuevo cuño que no intenta resta-
blecer su hegemonía sobre la base de pactos, juramentos ni cauti-
verios; antes que convalidar la lealtad obligada y la esclavitud en la
pareja, se libera de ella. La fidelidad individualista del siglo XXI se
basa en el culto a la honestidad, en la necesidad de buscar la per-
fección; se apoya en la decisión de usar racionalmente los recursos
afectivos, en la optimización del sexo, en la consagración del deseo.
Ante todo: ser auténtico. Más que fidelidad a la mujer que se ama, es
fidelidad a uno mismo: fidelidad narcisística que es inseparable del
anhelo a estar de a dos; fidelidad, en definitiva, al ideario neoliberal.
El varón contemporáneo ¿visita a su amante? ¿Tiene aventuras
fugaces?
Sí. A veces, menos de lo que podamos suponer.
¿Cómo le va en ese encuentro amoroso?
Ni bien, ni mal. Ningún desenfreno, nada escabroso pasa allí.
¿Cómo sale?
Ni culpable, ni exultante. Un poco aburrido, nomás; libre de ex-
cesos, el encuentro lo deja más bien indiferente.
Ariel es un exitoso y atractivo profesional que ama sinceramente
a su esposa y ese amor se mantiene a lo largo de los años gracias a (o
a pesar de) las rutinarias visitas a las putas.
viejas y nuevas masculinidades 145

¿Por qué lo hacés si tenés a todas las chicas del hospital enamora-
das de vos?
Es que no es lo mismo.

¿Por qué no es lo mismo?


No te lo podría explicar. Bien no lo sé, pero gratis no es lo
mismo.


Lo que pasa es que yo a mi mujer la quiero y no podría
hacerle una cosa así. Yo no podría traicionarla. Yo sé que,
si quisiera, me podría levantar a esas y a otras minas, pero
para eso tengo que remar –poco, a decir verdad– pero algo
tengo que hacer, y para mí eso equivale a serle infiel. Yo
me moriría de vergüenza si en medio de esa escena apare-
ciera mi mujer. Me sentiría re culpable. No podría tolerar-
lo. En cambio, si me encuentra con los “gatos”… nada. Si
yo, salvo la plata, no puse allí nada de mí. ¿Qué me puede
reprochar?

Así, las mujeres que se le ofrecen para la aventura ocasional, aque-


llas que toman la iniciativa y con las que “curte”, son visualizadas
como una obligación o un trabajo antes que como un remanso de
placer. Están allí como una molestia que Ariel puede enfrentar o
eludir. Y, generalmente, elige esto último. Sólo con las putas la cosa
es diferente. Las putas se dedican a atenderlo a cambio de cobrar
por el servicio. La erección o la flaccidez que lo atormenta es más el
testimonio de haber sido bien o mal asistido, que el trance amargo
de someter a examen su virilidad.
A juzgar por los discursos que circulan en la clínica, sospecho
que hoy en día la libertad sexual de los varones es más ostentada
que practicada, más declamada que ejercida. El discurso del éxito
con las mujeres, la letanía del placer erótico irrestricto, el relato de
las hazañas olímpicas dura el tiempo que se tarda en pasar de la
charla en el after office con los amigos o en la oficina de la empresa,
hasta llegar al diván del analista. Y es curioso que esto suceda en
pleno triunfo de un individualismo posmoderno que permite todo,
no obliga a nada, no exalta virtudes, no sataniza inclinaciones ni
preferencias sexuales, sugiere apenas un nuevo equilibrio erótico
146 mujeres y varones en la argentina de hoy

propiciando una estabilidad light que se funda en el acuerdo con


uno mismo, en la compatibilidad con el propio deseo: deseo que
aspira a la perfección total, al tiempo que se vuelve deseo de nada.
Rasgo de la época: el sexo está más en lo público que en lo pri-
vado, más en la pantalla o en el monitor que en la cama, más en
la publicidad que en la intimidad. La pornografía se banaliza y se
vulgariza, pero los “levantes” y las “tranzas” son cada vez menos fre-
cuentes y menos creativos, poco diversificados, nada arriesgados, ha-
cen gala de una imaginación miserable carente de inventiva; rituales
previsibles, ceremonias vacías que remiten a una liturgia ausente,
se concentran en las redes mediatizados, mediados por internet
(Reiche, 2016).
Tal parecería que la cultura actual propiciara una fidelidad con-
yugal diferente a la de antaño: sexo sin prohibiciones, pero medido;
sexo libre, pero apagado; casa de tolerancia, pero la propia. Lejos
de ser un fin en sí mismo, el anhelo de formar una pareja basada en
la fidelidad se ha convertido en un medio para lograr la más absolu-
ta autonomía liberal del individuo. Ya no se le teme a la pareja como
encierro impuesto. Ahora se la busca como privilegiada posibilidad
de incrementar el potencial afectivo y emocional del sujeto. En una
época en la cual el imperativo es sumar y no restar, en la que la
producción laboral maximiza los resultados gracias a la estabilidad
emocional, parece que se exige concebir a la pareja formando parte
de la “calidad total” de la existencia.
Antes decía que, más que fidelidad a la mujer que ama, el varón
contemporáneo mantiene una incorruptible fidelidad al imperativo
individualista del neoliberalismo: la eficacia en todo y ante todo, la
obsesión por maximizar la productividad, por optimizar el rendi-
miento. En los tiempos que corren la gestión del sexo tiende a ser
funcional, tiene que garantizar algún rédito, impone la capitaliza-
ción y la higiene personal, está en función de una carrera que con-
duce al equilibrio y al éxito. Pero hay un punto en el que esta lógica
patriarcal nos atrapa: desde que los varones con frecuencia hemos
pensado a las mujeres como de nuestra exclusiva propiedad privada,
la desdicha y depresión de nuestras compañeras nos involucra más
de la cuenta. Quiero decir: tal vez no somos capaces de responsabi-
lizarnos de nuestras necesidades afectivas; tal vez no somos capaces
de responsabilizarnos de las necesidades afectivas de ellas, pero ten-
demos a sentirnos culpables por lo que les ocurre refiriéndolo casi
viejas y nuevas masculinidades 147

siempre a fallas o insuficiencias propias. De ahí que en el análisis


de los varones, es frecuente oír la sincera queja de aquellos que se
sienten defraudados por mujeres para las que trabajan duramente y
que, en lugar de estar agradecidas, se muestran frustradas y tristes.
Y esto es así porque la masculinidad se juega más en el rendimiento
sexual, en la eficacia laboral, que en la paternidad. Esos hombres
llegan a la sesión de análisis desgarrados entre las exigencias familia-
res y las exigencias laborales; atrapados por la obsesividad del traba-
jo se sienten profundamente dolidos por la falta de reconocimiento
hacia los sacrificios que hacen para mantener a sus familias. Son
varones que vuelven exhaustos y exprimidos a encontrarse con sus
mujeres para que ellas les recuerden las obligaciones emocionales
que todavía les falta cumplir con sus familias. Son varones que le te-
men a la intimidad porque, en realidad, le temen a la debilidad y si
hay algo que saben muy bien, es que tienen que mantenerse enteros
para el trabajo.

paternidad

Él es un buen padre.

Es ella quien lo afirma. Delante de mí tengo sentada a una pareja


joven que consulta por su hijo de 3 años.

Él es un buen padre, doctor. Usted verá: él no es un padre


ausente como los demás. Él es uno de esos padres que co-
laboran… ¡él hace! Se levanta de noche cuando el nene se
despierta llorando, lo baña, lo lleva a la plaza. Él… más que
un padre, es una madre.

El comentario sincero, espontáneo de la señora, ¿qué expresa?


No hay manera de aludir a las acciones de crianza que realizamos
los hombres como no sea en clave femenina. Para ser un “buen pa-
dre” debemos feminizarnos. De modo tal que, pese a los increíbles
avances científicos que han logrado la procreación fuera del cuerpo
de la mujer, permanece con esa fuerza ancestral la convicción de
que quienes nos parieron deberían ser las encargadas de criarnos.
148 mujeres y varones en la argentina de hoy

No obstante, nunca como en nuestros días los hombres dimos


muestras tan evidentes de haber iniciado un movimiento que tien-
de a involucrarnos cada vez más en la crianza de nuestras hijas y de
nuestros hijos.
Llamaré “Andrés” al paciente de quien hablaré ahora.
Andrés había leído un texto de divulgación en el cual yo afir-
maba la importancia que el padre tiene en el vínculo con sus hijas
(Volnovich, 2000). Allí sostenía que podríamos aventurar destinos
bien opuestos para el caso en que el papá acudiera a la cita con
su hija con ojos patriarcales de aquel en que el papá la recibiera
con mirada feminista. Decía, entonces, que una escena se despliega
cuando una niña se instala ante los ojos del papá como una mu-
ñequita a quien él deberá cuidar y proteger hasta que, con el casa-
miento, le llegue el relevo, y otra escena muy distinta tendrá lugar
si el papá logra inscribir a su hija como “nena de papá”, compinche
de aventuras intelectuales, compañera para la práctica de deportes,
cómplice en sus propios emprendimientos, destinataria de un pro-
yecto de desempeño intelectual y laboral que le permita ganarse la
vida de manera independiente y autónoma.
En aquel trabajo me arriesgaba a sostener que si bien a lo largo de
la historia de la humanidad fueron las mujeres quienes se encarga-
ron de parirnos (dato que le corresponde a la biología) y fueron las
mujeres quienes se encargaron de criarnos (dato que le correspon-
de a la cultura), todo hace pensar que esa etapa está llegando a su
fin. Los hombres no podemos generar en nuestro interior una cria-
tura pero sí podemos, sin lugar a dudas, asistirla y atenderla desde
los primeros momentos de nacida y no debemos –o no deberíamos–
depender de la autorización de las mujeres para hacerlo. Atender y
asistir las necesidades de un niño o de una niña no tienen por qué
ser consideradas cualidades esencialmente femeninas que los varo-
nes –de buena gana o a regañadientes– tendríamos que aceptar. Los
padres deberíamos decidirnos a tocar a nuestros hijos, a bañarlos, a
darles la mamadera, a acariciarlos y a jugar con ellos. Por eso, en el
trabajo aludido afirmaba, también, que un vínculo fluido con nues-
tras hijas mujeres –contacto que no quede reducido a la mirada–
seguramente ayudaría a espantar los fantasmas del incesto y evitaría
la erotización de la relación filial. Y esto es de especial importancia
en el caso harto frecuente de padres que, prisioneros de exigencias
laborales durante el día, están mucho más ausentes del hogar que
viejas y nuevas masculinidades 149

las madres; en el caso de padres separados que no conviven con sus


hijas y que sólo están con ellas algún fin de semana o en las vaca-
ciones; en el caso de hijas púberes que necesitan una proximidad
afectuosa y que resienten tanto la evitación del contacto, como su
erotización a través de la mirada que “provocan”.
Esta idea bien merece una aclaración. La acusación de “provoca-
doras” que recae sobre las mujeres se basa en el siguiente equívoco.
Si los varones estamos acostumbrados a pensarnos como gente ra-
zonable que tiene la enorme facilidad de ignorar sus emociones, es
fácil llegar a la conclusión de que lo que nos ocurre son sólo reac-
ciones a estímulos externos con los que las mujeres nos “provocan”.
Siguiendo este falso camino parecería ser que, para los hombres, la
sexualidad viene de un espacio que está fuera de nosotros mismos.
Y la ira, y la rabia, también. Ambas tienen rostro de mujer. De igual
modo, la noción tradicional de la sexualidad como expresión de la
“naturaleza animal” del hombre supone una trampa que consiste
en lo siguiente: una vez que los varones hemos sido provocados y
excitados, ya no somos responsables por nuestros actos. Entonces,
las responsables serían las mujeres. Serían ellas las que despiertan,
incitan o estimulan nuestra “naturaleza animal” y desatan nuestras
pasiones.
De modo tal que asistimos a nuevas modulaciones en la masculi-
nidad: padres varones que estimulan en sus hijas características de
independencia y de autonomía que ni por lejos estarían dispuestos
a aceptar en sus mujeres, las madres de sus hijas. Esto equivale a
pensar en varones atravesados por una creciente disociación entre
aspectos que tienden al reforzamiento de paradigmas patriarcales
–cuando se trata de los vínculos conyugales– y aspectos que tienden
a la incorporación de nuevas formas de administrar las relaciones
entre los géneros –cuando se trata de los vínculos filiales–.
En el caso de familias tradicionales, el reconocimiento de los pa-
dres hacia sus hijas, la aceptación de que ellas pueden ser como él,
identificarse con él y, antes que objeto, llegar a sostenerse como su-
jetos de deseo, es condición fundamental para la autoafirmación de
las mujeres. De esta manera, es probable que una niña que haya sido
reconocida por su padre como sujeto deseante pueda elegir, una vez
adulta, amar en los hombres la masculinidad que quiso tener para
sí. Pero ese amor será, en este caso, un amor menos contaminado
del sometimiento, la frustración y la culpa. Es probable que las ni-
150 mujeres y varones en la argentina de hoy

ñas que en su infancia no hayan sido defraudadas ni frustradas por


sus padres en el reclamo de ser reconocidas como sujetos deseantes
puedan concebir el amor como un fin en sí mismo y no sólo como
un medio para apropiarse de la independencia y la autonomía de la
que fueron despojadas.
Andrés se sintió “retratado” en los argumentos de aquel texto, se
sintió “tocado” por esos comentarios. Fue él quien alguna vez escu-
chó de parte de su hija mayor (tenía tres hijas mujeres) lo siguiente:

Me parece que vos no te resignás a que yo haya salido mujer


y por eso me exigís lo que le exigirías al hijo varón que te
hubiera gustado tener.

Eso tuvo un efecto de reconocimiento; sirvió para reforzar su con-


vicción de estar transitando el buen camino, el camino que lo lleva-
ría a ser un “padre nuevo”. No obstante ese instante de satisfacción,
ese orgullo por haber podido cumplir con lo que se había propues-
to, prontamente dejó lugar al agobio y la amargura.

Estoy cansado de pagar. Al fin de cuentas siento que estoy


pagando todas las deudas contraídas por los hombres a lo
largo del patriarcado. Siento que pago la culpa eterna de
todos los padres “ausentes”. Pago escuelas privadas porque
las escuelas del Estado… ya se sabe. Pago la “prepaga” para
garantizarles la salud y un “seguro de vida” que las proteja
por si me pasa algo. Pago a los psicoanalistas para que mis
hijas les hablen mal de mí. Pago a los dentistas para que
las niñas tengan una sonrisa ortopédica. Pago la culpa con
mi hija mayor por la “imperdonable traición” que cometí
al separarme de su madre. Pago el derecho de piso con mi
actual mujer mostrándole lo bien que trato a nuestras hijas
y –a diferencia de su anterior marido– lo bien que me llevo
con el hijo que tuvo con él. Aun así, pagando y pagando,
estoy siempre en deuda, siempre a distancia de lo que de-
bería ser. Una brecha infranqueable separa lo que hago de
aquello que se espera que haga.

Así, Andrés me hizo saber que aproximarse a ese modelo de padre


perfecto, intentar soldarse con ese ideal, subordinarse al rol de pro-
viejas y nuevas masculinidades 151

veedor no sólo no le permitía disfrutar del deber cumplido, sino


que le impedía admitir el gusto y la satisfacción que le producían
las actividades que compartía con sus hijas, el respeto y el recono-
cimiento mutuo que habían logrado y, por encima de todo, eso –a
veces pervertido hasta la afectación– que es el lazo amoroso que
habían construido en función de su deseo y no de una obligación.
En efecto: Andrés me permitió confirmar que nunca como en
nuestros días algunos varones hemos dado muestras tan evidentes
de haber iniciado un movimiento que tiende a involucrarnos cada
vez más en la crianza de nuestras hijas y de nuestros hijos. Si hasta
resulta conmovedor cuando Tony, mi paciente rugbier de profesión
y de corazón, me relata cómo su amigo, integrante de su equipo, ex-
perto en hijas (va por la cuarta esperando al “varoncito”), le enseñó
a él, que sólo tiene un hijo varón, cómo se le cambian los pañales a
su hijita recién nacida.

Se limpia de adelante para atrás y no de atrás para adelante,


no vaya a ser cosa que se le introduzca materia fecal en la
vulva y le produzca una infección.

Sí. En efecto, los hombres no podemos generar en nuestro inte-


rior una criatura pero sí podemos, sin lugar a dudas, asistirla y
atenderla desde los primeros momentos de nacida y no debemos
–o, no deberíamos– depender de la autorización de las mujeres
para hacerlo. Si insisto en esto es porque a través del análisis de
varones se me hizo claro, también, que en muchos hombres aún
persiste la idea de que l*s hij*s son de la madre. Al menos, son de
la madre a la hora de asistirlos, de alimentarlos, de higienizarlos.
Son varones convencidos de que sólo las madres pueden y saben
descifrar su llanto. Y, a pesar de sus buenas intenciones, a pesar
de la genuina iniciativa no de colaborar, sino de compartir las ta-
reas de crianza, llega un momento en el que se impone –ante una
emergencia– recurrir a la madre o alguna mujer “que entienda
qué le está pasando”. Son los mismos varones que en caso de di-
vorcio pelean arduamente por la tenencia de sus hij*s, se indignan
de verdad cuando sus ex esposas interfieren en el vínculo, pero
que, cuando al fin lo obtienen, cuando logran ese espacio y ese
tiempo con ell*s, no saben bien qué hacer. “A mí me gusta estar
con mi hija, verla jugar… pero de lejos”, me decía un paciente.
152 mujeres y varones en la argentina de hoy

Tal vez por eso es tan frecuente que, desafiados por el contacto di-
recto con l*s hij*s, los varones recurran a otras mujeres –la nueva
novia, la empleada doméstica, la abuela– para que se hagan cargo
de atenderlos.
Ocurre, entonces, que no obstante los innegables esfuerzos lleva-
dos a cabo por los varones, a pesar de las maravillosas experiencias
que la crianza de l*s niñ*s ofrece a los hombres, aún permanece con
empeño esa solución de continuidad que se produce entre quienes
nos parieron y quienes deberían criarnos. Sin embargo, que hasta
ahora la tarea de criar a l*s hij*s haya recaído sobre las mujeres casi
con exclusividad no pone en riesgo uno de los fundamentos más fir-
mes y más reaccionarios de la cultura occidental: l*s hij*s son del pa-
dre. Los niños son propiedad exclusiva del padre, llevan su marca, su
apellido, sólo incidentalmente salen del cuerpo de una mujer. Las
mujeres están ahí sólo para parirlos y criarlos. El útero de la mujer es
considerado, así, como la base material tan necesaria –intercambiable
e intranscendente– como lo es la piedra para el genio del escultor.
Antes afirmé que nunca como en nuestros días los hombres he-
mos dado muestras tan evidentes de estar iniciando un movimiento
que tienda a involucrarnos cada vez más en la crianza de nuestras
hijas y de nuestros hijos. Nunca como en nuestros días tantas niñas
y tantos niños se han criado separados de su padre o de algún otro
varón. Las niñas y los niños que conozco se crían y se educan con
mujeres. En el hogar: la mamá, la empleada doméstica, la abuela.
En la escuela: la maestra y la directora. A la hora de enfermarse: la
pediatra y la odontóloga. A la hora de ir a terapia: la psicóloga. Estas
niñas y estos niños, si ven un hombre, piensan que ese es el perso-
naje contingente que acompaña a la mamá, y que desaparece como
papá tan pronto como desaparece como novio de la mamá.
Y si el papá aparece, lo vemos así, componiendo una imagen cos-
tumbrista y patética que, para la clase media, es: el auto con un se-
ñor al volante que estaciona en doble fila, el pibe de cinco años que
sale corriendo del hall del edificio con una mochila más pesada que
él mismo y un papel donde la mamá escribió las recomendaciones
de lo que puede o no puede comer y a qué hora tiene que tomar
el antibiótico. El señor que espera en la plaza, con cara de cumplir
con un deber ajeno y mirando el reloj o con celular en mano, que su
hija baje de la calesita. El galán maduro que no tiene ni idea de qué
es lo que un papá puede hacer con una hija adolescente y que, para
viejas y nuevas masculinidades 153

suplir su falta de recursos, la trata como a una “minita” porque eso


sí sabe muy bien cómo se hace. El gesto aburrido en McDonald’s,
donde los chicos devoran su hamburguesa mientras el señor con-
centra la mirada en otras mesas con la esperanza de encontrar algu-
na mamá que le recree la vista, cuestión de hacer más llevadero el
pesado trance del fin de semana.
Me parece, entonces, que tenemos el privilegio de asistir a un mo-
mento de la historia en el que se están produciendo grandes cambios
en las costumbres, etapa de transición en la cual se superponen los
viejos hábitos con los nuevos modos de regular las relaciones de los
varones con su cría. No obstante, estas experiencias innovadoras están
expuestas a ser neutralizadas y anuladas por los antiguos prejuicios.
Pero hay algo más aun: la fuerte tendencia a que los varones no
sólo defiendan la tenencia legal, sino a que participen activamente
en la crianza de sus hijos desde los primeros momentos de nacidos,
coincide en nuestros días con un proceso de visualización y denun-
cia necesaria, inevitable, ineludible del abuso sexual infantil.
El abuso sexual infantil (eufemismo con el que muchas veces se
hace referencia al ataque incestuoso paterno-filial) –práctica abe-
rrante y deplorable si las hay– está profundamente unido al vínculo
paterno-filial pero no por aquello que una lógica vulgar pretende.
Siguiendo ese prejuicio podría pensarse que, al favorecer la proximi-
dad de los varones con el cuerpo de sus hijos, estamos exponiendo
a los niños a un riesgo mayor. Nada más alejado que eso. El vínculo
próximo y sostenido de los varones con el cuerpo de sus hijos es tal
vez la única posibilidad de que los impulsos incestuosos caigan bajo
el dominio de una represión adecuada de esas pulsiones. El vínculo
próximo y sostenido… la manipulación del cuerpo del bebé es la
única garante de un contacto cercano, fluido y cariñoso, alejado de
cualquier tipo de erotización indeseable.
Si insisto en que la manipulación del cuerpo del bebé por parte
del papá es la única garante de un contacto próximo, fluido y cariño-
so alejado de cualquier tipo de erotización indeseable, es porque las
denuncias de abuso sexual infantil corren siempre el riesgo de llevar
agua para el molino de la satanización de los padres varones sospe-
chados ahora de convertirse en potenciales abusadores. De modo tal
que todos los esfuerzos realizados a lo largo de las últimas décadas
para que los varones puedan construir vínculos filiales más estrechos
y disfrutar de una proximidad mayor con sus hij*s –dicho sea de paso:
154 mujeres y varones en la argentina de hoy

también para descargar a las mujeres de la exclusiva responsabilidad


de la salud mental y psíquica de los niños– corren el riesgo de sufrir
un retroceso, y pueden colaborar para restituir los estilos más tradi-
cionales y las convenciones más conservadoras.
El psicoanálisis, que no ha sido ajeno a los grandes cambios
producidos en las costumbres sexuales que tuvieron lugar en el si-
glo  XX, se enfrenta hoy en día al desafío de sostener un espacio
de resistencia al desmantelamiento simbólico, al reto de impedir el
arrasamiento subjetivo, a la exigencia de oponerse al vértigo inde-
tenible que imponen los flujos consumistas. Si bien la presencia del
mercado tiende siempre a deslizar a quien se analiza a la posición de
cliente, y al o la analista, a la posición de prestador de un servicio, el
trato que en el análisis se inaugura suele ser enteramente diferente
a cualquier otro. Es un acuerdo de palabra, es un contrato anacró-
nico si se quiere: corresponde a una época en la cual la palabra valía
tanto o más que cualquier papel firmado.
Por supuesto que no hay un psicoanálisis, sino múltiples psicoa-
nálisis, pero se hace necesario reconocer que, en nuestro medio, se
ha desplegado fundamentalmente un psicoanálisis refractario a los
criterios adaptacionistas, un psicoanálisis que ha manifestado casi
siempre una vocación contraria a la adaptación sumisa del sujeto a
un sistema injusto y desigual.
Si bien el psicoanálisis no ha sido ajeno a los grandes cambios
en las costumbres sexuales que tuvieron lugar en el siglo XX, sería
ingenuo imaginar que por sí solo pudiera modificar los modelos de
sexualidad que dominan el cuadro. No obstante, actualmente, el psi-
coanálisis cumple con el delicado trabajo de invitar a un sueño, de
ilusionar otro universo, de proponer un juego que, desde el seno
mismo del torrente mercantil, a la velocidad que los flujos impo-
nen, pueda construir una isla, un mínimo dispositivo simbólico, un
acuerdo tan sólido como flexible para, desde allí y con esos recursos,
hacer frente al dolor y al sufrimiento que la adaptación al sistema no
sólo no ha logrado atenuar, sino que aporta como plus, como males-
tar en la cultura. Hoy en día, el espacio de la clínica debería estar al
servicio de la imaginación, de la denuncia de la naturalización del
consumo; al servicio de poder desafiar esa soldadura hasta ahora
inexpugnable de la dominación a través del amor y la sexualidad.
En última instancia, a reforzar la esperanza de poder transitar este
mundo con valor crítico y capacidad transformadora.

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