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El dolor y la furia
Experiencias en grupos psicoterapéuticos
con niños, niñas y adolescentes víctimas de
malos tratos y abuso sexual
Colección Minoridad y familia
ISBN 978-987-1851-06-5
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Para Olivia
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Índice
NOTA PRELIMINAR..............................................................7
PRÓLOGO
Lic. Patricia Visir ................................................................9
EL DOLOR Y LA FURIA
Notas para una Psicoterapia con Grupos de
Preadolescentes Víctimas de Malos Tratos.
Dr. Jorge Volnovich – Lic. Mauro Pinelli ...........................15
LA PASIÓN Y EL DESEO
Lic. Ana del Cueto ............................................................79
LA GRUPALIDAD EN JUEGO
Crónica de una Supervisión
Lic. Esther Misgalov........................................................147
EL DOLOR INSTITUCIONAL
Jorge Volnovich ..............................................................157
EPÍLOGO
Dr. Juan Carlos Volnovich ..............................................167
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Nota preliminar
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Prólogo
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concierto improvisado que va ensamblando las diferentes
participaciones de cada instrumento con el avanzar de las
reuniones, a medida que se van desplegando y entregan-
do en el espacio y el proceso.
Con la humilde intención de “mostrar el devenir joven
de niños intensamente maltratados”, los autores de El do-
lor y la furia nos llevan a recorrer los avatares grupales de
niños y niñas que, pese a su corta edad, “han conocido lo
más siniestro que habita el alma humana”, invitándonos a
compartir con ellos la “extraña aventura” de interpretar el
“dialecto” adolescente, y más aún, sus ensordecedores si-
lencios.
Todo ello entretejido con la intención de inaugurar con
ellos “otro espacio, otro tipo de emoción y hasta de pen-
samiento”, buscando “equidad en un universo de igual-
dad” que les es menester cocrear.
El grupo es un lugar en el que se pone en juego, entre
otras cosas, el dilema de la identidad sexual totalmente
atravesado, en estos casos, por la visión traumática del
sí mismo deteriorado, como bien ilustran con el planteo
adolescente identificatorio masculino de “ser violento
para no ser gay”, por mencionar un aspecto de tal reco-
rrido.
Finalmente, a modo de augurio esperanzador, nos re-
cuerdan Jorge y Mauro que los “territorios existenciales
producen el tipo de ser humano que somos”, destino ine-
ludible que por un lado marca el devenir traumático de es-
tos niños, pero a la vez presenta al grupo como lugar al-
ternativo y de cuidado que da nuevo sentido al drama vi-
vencial de sus participantes y los transforma, más allá de
disociaciones y sufrimientos institucionales, en sujetos
singulares, plenos de vida.
La pasión y el deseo, de Ana María del Cueto, también
pondera la búsqueda de la singularidad, en un profundo
análisis del texto anterior, y en tal sentido otorga al gru-
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po la potestad, entre otras, de “desnumerar” a sus parti-
cipantes.
Se cuestiona acerca del lugar del terapeuta en el deve-
nir grupal y lo describe como herramienta —a veces única
herramienta— para posibilitar “procesos de recomposi-
ción psíquica” y “para despertar los afectos que convo-
quen (a) la vida”, por mostrar estos operadores grupales
“obstinación…, pasión por el hacer y el deseo de hacerlo”.
Las licenciadas Irina Araneo y Florencia Guillem, en su
Propuesta grupal para el abordaje del abuso sexual
infantil, dejan entrever su militancia en los derechos de
los niños y las niñas, al mencionar en varias oportunida-
des la prioridad de “detener el abuso y garantizar la pro-
tección” como un objetivo central de su abordaje. Desde
ahí, comparten su preocupación frente a la paradoja de la
desprotección a la que la “corresponsabilidad” de los orga-
nismos, bajo los paradigmas imperantes, puede arrojar a
la infancia que sufre maltrato y desterrar a una “tierra de
nadie”.
La misma experiencia de implementación de un dispo-
sitivo grupal terapéutico desde un organismo del Estado
no pensado para ello demuestra que se trata de profesio-
nales comprometidas, dando respuesta a una realidad de-
mandante de intervenciones más profundas y de cuidado
para los niños y las niñas abusadas sexualmente.
Las autoras, preocupadas por definir la temática que las
reclama, dejan claro el doble propósito grupal siempre
presente en el trabajo con esta población: la elaboración
del trauma psicosexual al que han sido expuestos y la ne-
cesidad de explorar e instalar “formas no violentas para la
resolución de conflictos…, en un clima de protección, res-
peto y seguridad”.
La creativa intervención de “la construcción del cuen-
to”, que tuve la suerte de acompañar en todo su proceso,
constituye un instrumento terapéutico más que destaca-
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ble, por su riqueza en el plano de la transformación y la
socialización de lo traumático y por la interacción grupal
que esta tarea conjunta favorece.
Por su parte, María Eugenia Figini y María Florencia Ma-
llón resaltan en Niños que hablan, lo ya mencionado sobre
la importancia de ofrecer e instalar otro estilo vincular
que la modalidad violenta, pudiendo el grupo funcionar
como modelo identificatorio, a la vez que brinda “senti-
mientos de seguridad y pertenencia”. Tema que, al ser tan
destacado en estas páginas, se constituye como común de-
nominador de los trabajos expuestos.
Haciendo especial mención sobre lo constructivo de la
“mirada interdisciplinaria” en una tarea tan compleja co-
mo la que nos convoca, las autoras resaltan la importancia
del compromiso profesional que detentan y la forzosa for-
mación en la temática para un abordaje que pueda “visibi-
lizar y demostrar las complejas consecuencias” del maltra-
to en todas sus expresiones en los primeros años de vida
y sus muchas veces subestimadas consecuencias en la vi-
da adulta.
La grupalidad en juego es un profundo escrito en el que
su autora, la licenciada Esther Misgalov, comparte su vi-
sión desde el acompañamiento a terapeutas facilitadoras
de grupos de niños maltratados. Desde ese especial lugar
de supervisión, resalta la capacidad del grupo de “dar res-
puesta a la desolación, al desamparo y al desvalimiento”
infantil, creando “sostenes afectivos en el lugar donde és-
tos fueron desanudados”.
Ratifica además lo ya expresado por todos con respec-
to a las devastadoras consecuencias para el psiquismo in-
fantil del maltrato y el abuso sexual, dando al grupo la ca-
pacidad de dar al niño un diferente sentido a su padeci-
miento, a la vez que enriquece su cotidianidad.
En El dolor institucional, Volnovich explora las dificulta-
des y contradicciones de las instituciones que, creadas pa-
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ra contener y proteger a niños y niñas en situaciones de
maltrato severo, suelen alienarlo y favorecer el incremen-
to de la disociación de sus vivencias fragmentadas.
Con la experiencia de quien ha pasado por la vivencia
de sentir con el otro, describe profundamente el dolor de
los profesionales que transitan en instituciones insensi-
bles y el impacto de esta tarea en la persona del operador,
conmovido por las historias que lo atraviesan “hasta la
médula” y hasta lo traumatizan. Asimismo, por otro lado
revaloriza esa capacidad de conmoverse empáticamente
en el campo del maltrato hacia los niños, por ser ésta la
que vehiculiza el acompañamiento amoroso a estos chicos
y chicas y “derrite”, en el contacto con la “ternura” infan-
til, toda dificultad que esta tarea pueda presentar.
Al terminar la lectura cuidadosa de estas riquísimas pá-
ginas, se ven entrelazados los diferentes escritos bajo el
tamiz de un marco teórico explícito o subyacente compar-
tido y la certeza experimentada de que cualquier enfoque
individual y particular nos queda chico cuando se trata del
abordaje terapéutico del maltrato infantil. Es con este áni-
mo que Jorge Volnovich recolecta y comparte escritos pro-
pios y de colegas muy preparados, que muestran una filo-
sofía de trabajo común y una ideología a favor de los ni-
ños y las niñas concurrente, transparentada en la descrip-
ción de la tarea comprometida de quienes acercan sus ex-
periencias a estas páginas.
Ojalá disfruten tanto como yo de su lectura, que me
trae además cariñosamente a la memoria a tantas Ángeles,
Soledades y Mercedes que me enseñaron en estos años,
con su confianza y entrega, a acompañarlas respetuosa-
mente en un momento del recorrido de su caminar, quie-
ro pensar, mitigando un poco tanto dolor.
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El dolor y la furia
Notas para una psicoterapia con grupos
de preadolescentes víctimas de malos tratos
La furia
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todo pibe o piba existe una demanda por un lugar donde
ser escuchado; y si es por su pares, mejor.
¿Que nos empuja a nosotros, psicoanalistas, a formar
un grupo con adolescentes traumatizados por una vida de
violencia que ha dañado sus mentes y corazones?
Sólo en el devenir del grupo lo iremos descubriendo; a
veces con espanto, otras con la esperanza de participar de
una historia algo mejor.
De alguna manera, la rueda se forma, donde no falta la
silla vacía del quinto integrante del grupo, Francisco, un
pibe que se dedica a ocupar el lugar de los otros cuando
está y a huir hasta cuando no está. Así es, con todos mi-
rando para bajo, menos nosotros que los vemos y nos ve-
mos, comienza la sesión y a rodar una pelota chica desin-
flada de pie a pie, que vaya a saber cómo llegó a parar allí.
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pendido, que no son otros que el haber hecho una maldad
con un compañero al derribarlo y filmar en el baño del co-
legio escenas pornográficas.
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encontró “de casualidad” a su mejor amigo “transando” a
su novia en el gimnasio del colegio.
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Daniel: ¡A mí me pegaron mucho!
C: ¿Y a vos, Ángel?
“¡A mí también!” responde de mala gana.
C: ¿Y a vos, Carlitos?
•••
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Pensar la demanda por lo grupal en niños, niñas y ado-
lescentes objetos de malos tratos, significa partir de la im-
plicación de los terapeutas que deben poner en marcha
ese dispositivo. Mucho más, cuando el predominio de los
tratamientos psicoterapéuticos y psicoanalíticos ha su-
mergido los procesos grupales en el arcón de los viejos re-
cuerdos.
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te la convicción de que, en la producción grupal de niños
y jóvenes, encontramos la consistencia y la coherencia
que faltan en las instituciones familiares, educativas y de
asistencia social.
En este grupo, se puede observar todo lo radical de la
experiencia grupal como plus de producción y creativi-
dad, máxime cuando se trata de chicos y chicas que han
padecido severos daños emocionales y psíquicos.
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2. Por parte de los terapeutas y profesionales que transi-
tan en este campo, quienes sólo piensan en términos de
asistencia psicoterapéutica individual y consideran que
los grupos de autoayuda son los únicos vehículos de
transformación subjetiva en una sociedad posmoderna
cuyo único motor es el consumo y el narcisismo de las
pequeñas diferencias.
3. De los chicos y chicas para los cuales el grupo es una
necesidad y, al mismo tiempo, una amenaza.
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Se trata de una implicación basada en la resistencia en
el sentido político subjetivo que tiene esta palabra. Es la
resistencia a la hegemonía de un psicoanálisis individual
pret-a-porter la que nos movió e persistir en lo grupal. En
efecto, instituir el grupo fue muy dificultoso. Los prime-
ros jóvenes aparecían y desaparecían. Cuando uno venía,
el otro se ausentaba; y cuando finalmente juntábamos tres
pibes, alguno intentaba apropiarse de todo el espacio gru-
pal, haciendo justicia a los supuestos básicos de ataque y
fuga mencionados por Bion.
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— ll —
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Daniel: Bueno, ¡a mis hermanos los quieren más! Pero yo
voy al colegio, sólo que me cuesta aprender.
Ángel: Yo no aprendo nada, ¡ni me interesa aprender
nada!
***
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Apenas tomamos asiento, Francisco se despacha pre-
sentándose en sus varias personalidades como si fuera un
juego divertido: “Me llaman Francisco, también soy el Gro-
so, Alex. Tengo más nombres.”
Y sin mediar vacilación alguna, se pone a hablar de su
perro:
Francisco: “El Groso tiene todo y consigue todo. Eso sí, —ma-
nifiesta “bajando un cambio”— repetí el colegio el año
pasado. En fin…, ¿para qué sirve el colegio secundario?
—Encarando a los coordinadores, pregunta: —¿Qué pa-
sa si te va mal? ¿Servís luego para lo que viene?
9 Pichon Riviere, Enrique, El Proceso Grupal, Buenos Aires, Nueva Visión, 1987.
10 Freud, Sigmund, La Novela Familiar del Neurótico, Obras Completas, Ma-
drid, Biblioteca Nueva.
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ha cobrado aquí una dimensión hiperreal que vuelve cual-
quier defensa algo precario.
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Francisco frena apenas por un segundo, y no vacila en
arremeter con su última pregunta:
“Qué hacen cuatro tipos encerrados aquí…” —Y riendo, ter-
mina preguntando—: “¿Soy gay?”
El dolor
—I—
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Daniela: ¡Yo te conozco de chiquito!
C: ¿Cómo es eso?
Daniela: Estuvimos en el mismo hogar cuando éramos chi-
cos. Yo lo reconocí apenas lo vi.
C: ¿Y vos, Daniel?
Daniel: Yo no me acuerdo bien, ¡pero sí!
C: “Parece que ustedes dos tienen una historia juntos, el ho-
gar; pero también Ángel ha sido criado en un hogar.”
C: “Están los que por miedo huyen para atrás y otros que,
frente al mismo miedo, como en una guerra, se les ocu-
rre huir para adelante.”
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Daniel:“Si, ¡pero los matan!” —retruca sin vacilar.
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Daniela expresa que ella también trompea a quien se
hace el vivo con ella. Al mismo tiempo, Ángel dice en for-
ma machista:
***
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¡Que dura que es la vida de estos chicos y chicas!
En cada sesión expresan las experiencias instituciona-
les que los traumatizaron después de haber sido trauma-
tizados por la familia. En ésta, padecieron la violencia en
todas sus formas; y en las instituciones, el abandono, el
desarraigo y aislamiento.
Subsecuente a este trauma, se impone la disociación en
forma de negación maníaca, por la cual el grupo “fuga” del
dolor y la angustia que lo evoca. Entonces transitan los te-
mas corrientes de cualquier adolescente actual, que se ba-
san en la dinámica del celular incorporado intensamente
en su vida cotidiana y en su propio cuerpo.
Demás está decir que se trata de niños extremadamen-
te pobres. Sin embargo, la tecnología atraviesa todo el
universo comunicacional sin diferencia de clase, siendo
el peor castigo que se les impone (tanto, como cancelar
sus salidas), expropiarles el celular, “la otra” salida exo-
gámica de la que disponen. También, no es ajena a su de-
venir una escuela donde aprenden poco; tal vez, cada
vez menos.
Sin embargo, todas estas cuestiones impiden hablar so-
bre la traumatización vivida, quizás porque, en las dimen-
siones comunicacionales y pedagógicas, ellos se sienten
como todos los pibes y pibas de su edad; mientras que, a
nivel de la experiencia de violencia, son capitanes de la
angustia. Máxime porque la adolescencia es retorno de la
historia y de sus estigmas discriminatorios. Finalmente,
cuando consiguen referirse a su historia, lo hacen produ-
ciendo un verdadero “mazazo al corazón”.
Es el momento en que aparecen los actings violentos, la
furia hace su agosto como salida identificatoria, pero tam-
bién como efecto de la angustia y la culpa. De alguna ma-
nera, es como si fuera la única forma que tienen de acer-
carse entre ellos.
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Al mismo tiempo, los acompañan los castigos como ex-
presión de la culpa permanente que forma parte de su
subjetividad traumatizada. Los sistemas no vacilan en ha-
cerlo; y en otros casos, ellos mismos lo necesitan para
desculpabilizarse. Por eso, el celular es emblema y su sen-
tido —el aislamiento comunicacional— es hoy su principal
castigo.
También el destino de la desculpabilización es el amor.
La pareja instantánea formada entre Daniela y Daniel, así
como su pareja rival, Ángel con Bernardo, indican la bús-
queda en la heterosexualidad o la homosexualidad exogá-
mica la salida para un erotismo traumatizado en un plano
hiperreal.
Sin embargo en esta escena, es notable la revelación
que hace Daniela, la única mujer del grupo y la nueva in-
tegrante del mismo. Esto nos lleva a las cuestiones de gé-
nero entre los chicos y chicas adolescentes.
“Las chicas hablan de más”, repite como un lorito el ma-
chista de Ángel.
Sin embargo, cuando Daniela dice solo cuatro palabras
—¡Mi mamá se murió!—, salen huyendo como si se los
llevara el diablo.
En realidad, se trata de la institución de la muerte de la
madre en lo real y del matricidio imaginario, llave maes-
tra para comprender el proceso de transición adolescen-
te en la medida en que la infancia no muere, sino que se
mata.14
Ahora bien, la madre de Daniela está muerta, la madre
de Ángel estuvo internada varios años con un diagnóstico
de psicosis, suponiéndose que practicó negligencias, ma-
los tratos y abusos sexuales en sus hijos; especialmente
en Ángel. La mamá de Francisco lo ha reducido a la escla-
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vitud en el sentido literal, lo que significa que debió, y aún
debe, trabajar en la casa como una empleada doméstica,
cuidar a sus hermanas y salir a buscar dinero. La madre de
Daniel… y la madre de Carlitos…
Como vemos, el matricidio no es un fantasma cualquie-
ra en estos jóvenes víctimas de malos tratos severos, sino
un efecto hiperreal de una transición adolescente en don-
de la pérdida adquiere una dimensión trágica.
También la revelación de un pasado institucional co-
mún, rehuido a regañadientes por Daniel, pone en eviden-
cia que es una mujer a la que le está reservado el lugar de
decir la verdad de la historia. Alguna vez, Jacques Lacan 15
situó a la mujer como verdad, y debemos reconocer que,
si bien el grupo no es muy versado en filosofía política se-
xista, hace cuestión de darle la razón en lo real. En esta di-
mensión, la mujer es el lugar de la verdad. Es una verdad
que dice, duele y no se escucha. Es la vida “desnuda” de la
que habla Giorgio Agamben.16 De la otra forma de vida, la
que transcurre en los shoppings centers, hablan mejor los
congresos.
Escena 1- La discriminación
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C: ¿Y ustedes qué piensan de eso?, les preguntamos a los
otros miembros de grupo.
Ángel: Que bueno sería ser policía. ¿Ustedes vieron las ar-
mas que tienen?
Daniel: La policía está en todas las esquinas.
Carlitos: Son los de la Federal, la Metropolitana y la Gen-
darmería.
Bernardo: Por mi casa están también los de Prefectura. An-
dan todos juntos y llevan hasta “metras”. ¡Con ésos no se
jode!
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Ángel: ¡Menos mal que no vino el tarado ese! —con este co-
mentario, se refiere a Francisco, el Groso.
C: Bien que el tarado ese le saca las papas del fuego al gru-
po con sus taradeces.
Inmediatamente, este comentario produce un giro hacia
la discriminación y comienzan a hablar de las “gasta-
das”.
Coro: Se “bancan” las “gastadas” de los amigos, pero no de
otros que no conocemos.
C: ¡Y cuál les duele más!
Y repiten a coro las que más les duelen: ¡huérfano!; ¡tara-
do!; ¡repetiste!; ¡negro misionero!
Ángel: ¡También por el físico! —y comenta que se ve más
chico, para terminar desmintiendo todo, diciendo—:
¡Esas cosas a mí no me duelen!
C: ¿Cómo que a vos no te duelen?
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Ángel (responde sin demasiado entusiasmo): Es donde vivo
y me cuidan. Hay un director, Pablo, quien es el respon-
sable.
Daniel: Yo me acuerdo de una película en que el pibe esta-
ba en la calle y termina mal.
Escena 2 – La muerte
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Entra Daniel que, cuando escucha esto, dice: —¡Yo rompí
un vidrio!
¡Yo rompí dos vidrios! —comenta Daniela casi al unísono.
C: ¿Y no se hirieron?
Daniela:¡Porque no me escucharon!
C:Ustedes reaccionan violentamente cuando sienten que no
los entienden o no se pueden hacer entender. Pero esa
reacción es como escupir para arriba, porque van a ser
castigados; a menos que crean que ustedes son malos y
deban ser castigados.
Esta frase termina con un: Porque nadie nace malo, y
tampoco una mamá.
En ese momento, súbitamente, Daniela exclama a boca de
jarro: “¡Mi papá asesinó a mi mamá!”
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do en un femicidio a manos del padre, respondiendo a la
pregunta que nadie le había hecho en la sesión anterior so-
bre las circunstancias que rodeaban la muerte de la ma-
dre. Nuevamente, una mujer había conseguido enmudecer
a un montón de hombres
Uno de los chicos dice: “¡Uauh!”
Quieren comenzar a joder entre ellos como defensa, y se
los frena instándolos a comentar lo que Daniela comunicó:
***
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Es nuestra intención transmitir estas escenas cual dia-
rio de bordo.
De eso tratan estas notas. Dar cuenta de la subjetividad
en plena transición de estos preadolescentes, tanto en el
sentido biológico, emocional, político y social, y de cómo
se va produciendo y desarrollando en un territorio singu-
lar, como es una psicoterapia de grupo de base analítica.
El psicoanálisis nos permite la entrada en el universo de
las identificaciones y de las fantasías, siempre bajo trans-
ferencia. Pero también, en todo aquello que, siendo trau-
mático, continúa creando esos agujeros negros como pasa-
do puro,17 donde se extingue y se crea al mismo tiempo.
Digamos que, para huir de formulaciones tecnocráticas
psicoanalíticas, seguimos un trayecto transductivo, como
bien podría proponer Simondon o Renée Lourou. Esta lógi-
ca alude a la propagación perceptible e imperceptible,
consciente e inconsciente, de las operaciones biológicas,
psicológicas, sociales, económicas y políticas, en fin sub-
jetivas, de un territorio a otro territorio existencial a base
de intensidades propias y potencias que generan nuevas
territorializaciones.
Nuestro relato apunta, entonces, mucho más que a ge-
nerar una teoría sobre lo grupal con jóvenes, a mostrar el
devenir joven de niños intensamente maltratados.
Aquí debemos retornar sobre nuestra implicación. No
podemos transvestirnos de jóvenes para simular ser como
ellos, ni tampoco argumentar modelos perimidos de com-
portamiento. Mucho menos, si consideramos que son ni-
ños-adolescentes que han conocido lo más siniestro que
habita el alma humana. Así que sólo nos resta reconocer
en ellos nuestra propia posición subjetiva como adoles-
centes y frente a los adolescentes.
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Decía Octave Mannoni: “No es necesario comprender a
los adolescentes, apenas hay que acompañarlos.” 18 Sin em-
bargo, en el campo que nos ocupa, algo más nos es de-
mandado que no resulta sólo del “acompañamiento”.
Sin duda, existen operaciones simbólicas imposibles de
ser realizadas por cada uno de ellos individualmente; mu-
cho menos, que los adultos puedan implementar, y sólo el
grupo de pares las posibilita. En las escenas que relata-
mos, la enunciación de la vida, la muerte, la alegría, el cas-
tigo, la historia, el celular, todo tiene un sentido produc-
tor y es producido en forma singular y colectiva.
En no pocas oportunidades, casi como condición para
la prosecución del trabajo dentro de una cierta confianza,
los pibes y las pibas nos interrogan sin pudor como coor-
dinadores del grupo:
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Esto se produce en un marco tan particular donde los
preadolescentes hablan su dialecto 19 y, como reflejan la
notas, nos cuesta poder reproducir cada uno de los senti-
dos de las enunciaciones. Basta imaginar que usan el “bo-
ludo” un sinfín de veces en un sentido amistoso, casi co-
mo un voseo.
Esta semiótica —tan propia de los pibes y las pibas de
hoy, cuando se mezcla el lenguaje “oficial” con el “margi-
nal”—, se pierde en las consultas individuales, en la que
los chicos y las chicas se adaptan a un dispositivo más re-
lacionado con la consulta médico-psicológica. Sin embar-
go, en el grupo no sucede lo mismo.
Son los terapeutas o coordinadores quienes deben
adaptarse a la palabra de los jóvenes, a los giros y las en-
tonaciones que suponen códigos alejados de la experien-
cia adulta cotidiana.
En otras palabras, la implicación de los coordinadores
de grupo es interrogada a todo momento, y es necesario
hablar de ella incluso delante de los jóvenes, aun cuando
eso signifique quedar expuestos a la ignorancia y los pre-
conceptos propios y ajenos. Volvamos al punto que men-
cionamos recientemente en el siguiente diálogo:
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Este ejemplo sencillo permite advertir que el diálogo
grupal con preadolescentes tiene su precio a pagar en ca-
so de que privilegiemos la continuación de ese diálogo,
sin contar la hegemonía de los atravesamientos de género
en el sentido más dogmáticamente sexista.
En ese contexto, podemos constatar cómo se intrincan
los atravesamientos político-sociales con la fantasmática
grupal.
En efecto, a mediados del año 2011 se redefine toda la
política de seguridad en la Argentina, en especial en la Ca-
pital Federal. Como hecho curioso, digamos que varias
fuerzas de seguridad ocupan los barrios y cada esquina de
la ciudad; en especial, las zonas más pobres.
De esa manera, era común encontrar miembros de la
Prefectura, La Gendarmería, la Policía Metropolitana y la
Policía Federal en el mismo territorio. Se trata de una ocu-
pación lisa y llana del área, a fin de dar “seguridad” a los
vecinos.
En ese contexto, se procesan las identificaciones de los
preadolescentes, no los uniformes, sino las armas que
portan. Hablan entonces de cómo abandonan las identifi-
caciones infantiles, tal como propone el psicoanálisis de
adolescentes, para precipitarse en nuevas identificaciones
culturales en las cuales su cuerpo para a ser la verdadera
arma mortal.
Decía Winnicott con toda su experiencia y casi en forma
premonitoria:
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Tal como Anzieu 21 sostiene, el fantasma del asesinato
y muerte resuena inmediatamente en Francisco cuando
manifiesta que “debemos matarlos a todos”. La cuestión es
que el fantasma atraviesa al grupo y suele ponerse en ac-
to en lo real en no pocas oportunidades. De hecho, ése es
el temor primario que tiene una sociedad por los adoles-
centes, y por ello continúa considerándolos peligrosos o
en peligro.
— 46 —
le la pena detenerse en lo que nos trasmiten nuestros chi-
cos y chicas al respecto: “negro misionero”, “repetis-
te”, “huérfano”…
Tanto como sustantivo o como adjetivo, la discrimina-
ción presente en la escuela —y por principio de equivalen-
cia, en la sociedad—, parte de tres bases político-ideológi-
co-subjetivas:
— 47 —
Hoy en día, la violencia de los niños contra otros ni-
ños, de adolescentes contra otros adolescentes, ocupa
el escenario central de las preocupaciones de la socie-
dad. Se ha corrido el velo que naturalizaba la crueldad
entre pares en la escuela y que tanto ha hecho sufrir a
una cantidad innumerable de niños y niñas. Un claro
avance en la conciencia social ha desnaturalizado dicha
crueldad infantil, muchas veces apoyada en la concep-
tualización de una fase “perverso polimorfa” en el niño,
propuesta por Freud. En todo caso, se trata de una “ver-
sión del padre”, androcéntrica y patriarcal, correspon-
diente a una etapa del desarrollo capitalista que misti-
ficaba la “hombría”, junto con el mismo color de piel, de
credo o de origen, como valores axiológicos supremos.
En los días actuales, la sociedad de consumo ha toma-
do como punta de lanza a los adolescentes y a los niños,
y el poder se ha corrido de lugar y comienza a ser ejer-
cido en forma efectiva por éstos, a favor del impacto
tecnológico en el cuerpo de los chicos y chicas, y en el
apagamiento de las fronteras entre lo virtual y lo real.25
Por ende, no resulta extraño que la violencia en la es-
cuela se vuelva un acto, y una “gastada” se transforme
en una venganza homicida.
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que no se encuentran en ningún diccionario de la len-
gua española, aunque forman parte de la cotidianidad
con que son maltratados los blancos.26 Este avance se-
mántico no deja de ser llamativo junto con una mayor
integración en la red informática por parte de todos los
niños y niñas cuyo mejor testimonio es el ciberbullying.
Aún así, viejos epítetos difamatorios, como el más vul-
gar entre las niñas: “putita”, no han perdido su potencia
porque tampoco esta sociedad ha decidido suficiente-
mente aún los nuevos tabués de la posmodernidad y re-
siste en conservar los viejos epítetos de la crueldad.
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Abandonadas al personalismo feudal de cada gobierno mu-
nicipal, provincial o simplemente barrial, fragmentadas en
un sinfín de organizaciones que hacen lo mismo, cada una
actúa como les da la gana como para que las víctimas si-
gan siendo cada vez mas víctimas.
Con total impunidad, desconocen la Convención de De-
rechos del Niño y las leyes sancionadas en este país, para
imponer conveniencias políticas o sectoriales de turno, que
no vacilan en desmantelar esfuerzos de muchos años, sólo
para garantizar lealtades y asegurar productividades, co-
mo si las víctimas de la violencia en sus diversas formas
fueran tuercas en un mecanismo industrial imaginario.
De alguna manera, desculpabilizándose de todo por de-
cir que hacen mucho por los que menos tienen y pueden, lo-
gran que las víctimas se sientan culpables de ser apalea-
das, abusadas y denigradas.
Aún más, no falta alguna mente cruel lo suficiente, co-
mo para acusar a la víctima de aprovecharse de su infortu-
nio, “haciéndose la víctima” para lograr la simpatía ciuda-
dana. Cuando no, voceros suelen reclamar del alto costo
para la Sociedad y el Estado en proteger a las víctimas que
supuestamente buscarían vivir de la asistencia pública.
Así es, en el imaginario social, victimizarse es la palabra
llave para la hipocresía, de manera que ya nadie le cree a
ninguna víctima por más heridas que exhiba.
— 50 —
Encerrona trágica: toda situación donde alguien para vivir,
trabajar, recuperar la salud, incluso entender una muerte
asistida, depende de algo o alguien que lo maltrata o que lo
destrata, sin tomar en cuenta su situación de invalidez.
— 51 —
Ángel cuenta que fue el domingo al estadio de Huracán.
Pisó la cancha y, cuando subió a la parte más alta de las
tribunas, se mareó. En ese momento entra Daniel. En cuan-
to se sentó, le preguntamos qué le pasó que faltó las dos
últimas sesiones. Carlitos se anticipa a la respuesta de Da-
niel y dice en forma sarcástica: “¡Se olvidó!”
Entonces, Daniel cuenta que el primer miércoles acom-
pañó a su padre a comprar una puerta (después de que en-
traron ladrones en la vivienda) y, efectivamente, se olvidó
de venir. El miércoles siguiente acompañó a su hermana a
un sanatorio y después no supo cómo viajar hasta la ins-
titución.
— 52 —
tarle a la cabeza, por una apuesta de diez pesos con un
compañero. Tuvo que pagarla.
Ángel cuenta que también le pegó con la pelota a una
profesora, en realidad fue de rebote; y él a diferencia de
Daniel, sintió culpa.
— 53 —
C (dirigiéndose a Carlitos): Como te dice tu profesor, a vos
te cuesta manejar la fuerza de tu cuerpo todavía.
Ángel se descontrola y revolea un muñeco. Le pega a los
anteojos del coordinador del grupo que estaban en el
escritorio y éstos “vuelan” y caen al suelo.
C: Ángel, te recuerdo el límite de lo permitido que acorda-
mos.
Ángel contesta infantilmente que no fue él: “¡Fue el muñeco!”
C (enojado porque los anteojos se rompieron): Como los que
pegan y después dicen no fui yo… Es porque me embo-
rraché. Prometo no hacerlo más. ¡No se hacen cargo!
— 54 —
cia perdida, pero también de establecer las relaciones de
coordinación motora confiables a través de territorios co-
munes como el fútbol. Lo que sin duda llama la atención
de los coordinadores, es que los chicos hayan aceptado el
handball como parte de este territorio, ya que “agarrar la
pelota con la mano” era cosa de maricas en la jerga ma-
chista y futbolera, considerando el imaginario social de
mediados del siglo XX.
De la misma manera, no debe quedar fuera del análisis
lo risible y trágico que suena “a las chicas no se les pega”,
lo que resulta diferente en el caso de las mujeres adultas.
Significa que la discriminación de género no está resuelta
entre estos preadolescentes y, me animo a decir, en gran
parte de los adolescentes que no sea como un aforismo va-
cío. Al mismo tiempo, las relaciones asimétricas de poder
entre un mundo adulto que ha impuesto reglas de juego
despóticas, hoy se cobran su venganza por la vía de estos
jóvenes que han identificado al agresor y hacen blanco de
sus ataques especialmente a las profesoras en los colegios
primarios y secundarios, o seguramente a cualquier mujer
adulta que se les cruce en el camino.
En esta dinámica del cuerpo adolescente, el investimen-
to genital es el resultado de todo un andamiaje pulsional
gestionado en la primera infancia, y que encuentra en la
relación del acto y el superyó su normatización. El impe-
rativo al acto que toda sociedad demanda a sus adolescen-
tes tiene, en un Bernardo inhibido, a su portavoz; mien-
tras que Ángel se sitúa en el polo opuesto de la transgre-
sión. Por ende, el impulso que lleva a que Ángel le “vuele”
los anteojos que se encontraban sobre la mesa al terapeu-
ta arrojándole un muñeco, encuentra en sus palabras de
disculpa una gran verdad: “¡Fue el muñeco!”
En efecto, fue el muñeco, ya que el pibe ha sido un mu-
ñeco objeto de las instituciones proteccionales toda su vi-
da y se encuentra disociado y fragmentado en un alter ego
— 55 —
impulsivo que no se ajusta al imperativo de control y do-
minio psicomotor del cuerpo. Lo hemos notado en mu-
chos preadolescentes en las sesiones, y fundamentalmen-
te en aquellos a los cuales acompañamos en esta extraña
aventura: “arrojar” violentamente de si como acting, den-
tro y fuera de las sesiones, forma parte de su vida y ape-
nas lo que debe decidirse es su sentido productivo o anti-
productivo. Mucho más, cuando se funde en una misma
perspectiva el acting con el pasaje al acto, típico del fan-
tasma grupal que no ha logrado una simbolización ade-
cuada durante las sesiones grupales.
En última instancia, estamos frente a un “cuerpo gru-
pal” que es territorio existencial de la subjetividad adoles-
cente. En efecto, el grupo es una espacio privilegiado de
producción de subjetividad libre, que deconstruye los
enunciados que atrapan a los jóvenes en una lógica mortí-
fera plena de violencia y discriminación.
— 56 —
aunque también deben ser determinados colectivamente
sus límites que no son otros más que los que hacen al po-
der societario y que se reflejan en lo grupal.
— 57 —
C: Ante la posible pérdida de un integrante del grupo, uste-
des no se manifiestan o directamente la echan. ¿A quién
extrañan?,
— 58 —
Cada uno va diciendo el apellido, generalmente de la
madre o de algún padre que ya no existe en sus vidas. Da-
niel titubea, no recuerda si el suyo proviene de su madre o
de su padre; y aunque lo piensa, no logra salir de la duda.
Ángel interrumpe la escena insistiendo en salir a tomar
agua, y le sugerimos que elija él qué hacer. Se retira y no
regresa. Esta vez el grupo no responde a su liderazgo y
permanecen en la escena.
Carlitos reitera su pregunta y exige respuesta: “¿Por qué
estamos acá?”
La respuesta suya es, “¡Porque queremos!”
Con esto cerramos la sesión, no sin antes decirle a Da-
niela que a nosotros, como parte del grupo, no nos resul-
ta indiferente su presencia, y remarcamos el riesgo asumi-
do en esta sesión por ella misma y por Daniel al contar y
exponer sus dudas ante el grupo.
***
— 59 —
que propone Daniela al manifestar que se quiere ir del
grupo.
La cuestión central es que la dinámica del fantasma por
la pérdida precipita al grupo en la cuestión de la identi-
dad: el apellido. En efecto, en esta sociedad, ellos son mu-
cho más nombre singular que patronímico familiar.
Resulta que estos chicos y chicas desconocen su histo-
ria, y apenas, como quien arma una colcha de retazos,
anécdotas, comentarios y muchas veces silencios, se les
habla de una historia imposible de ser reconstruida. En
ese sentido, resulta fundamental comprender que los ex-
pedientes que todos estos niños tienen o pueden ser leí-
dos por ellos mismos, los sumerge en una ignorancia de la
que resulta difícil salir.
Es más, existe una sistemática negación de acceso de
estos jóvenes a los expedientes, historias clínicas, docu-
mentos, etc., a los propios preadolescentes, como si fue-
ran ignorantes inveterados de una vida que no han sabido
vivir. De esta manera, debemos preguntarnos: ¿Qué apren-
dizaje puede procesarse basado en el desconocimiento de
la historia que el niño o la niña tienen de sí mismo/a?
Estos jóvenes deben así componer su “novela familiar”
con los fragmentos y migajas de aquello que el mundo
adulto les ha hecho conocer, no para protegerlos, sino pa-
ra protegerse de lo que decían y opinaban de ellos sin opo-
sición alguna.
Escena 5 – La esperanza
— 60 —
guo habitante de los hogares de la Ciudad de Buenos Ai-
res, y ha transitado varios de ellos desde los 2 años de
edad; y ahora cuenta con 16 años.
— 61 —
Todos se ríen del comentario.
— 62 —
No está de más mencionar a nuestros lectores que,
quienes trabajan grupalmente con este tipo de jóvenes,
deben estar preparados para todo. El grupo sonríe sor-
prendido, mientras espera alguna reacción de enojo de
parte nuestra, pero al ver que seguimos como si nada hu-
biera pasado, continúan:
— 63 —
Después de unas estrofas, se corta y todos la aplauden.
— 64 —
manera, la propia adolescencia, afectada por la violencia
en sus formas más diversas, nos confronta con el proceso
de mutación o de devenir, del cual hemos intentado dar
cuenta en estas cortas líneas.
Winnicott 35 insistía en que el proceso de creación es la
vida misma, y que sin duda estos jóvenes se autoprodu-
cen en forma vital a sí mismos todo el tiempo.
— 65 —
por la apariencia, pero con una cara triste, profundamen-
te indefinida; Luis, un pibe retacón, morocho y muy risue-
ño, el “piola” del grupo; Leonardo, alto, ansioso con una
cara aniñada que hace que sus 15 años parezcan menos, y
Juan, un gordo y silencioso joven de nuestros días. Beto
habla, sin énfasis alguno, ese dialecto para adentro, en
voz tan baja que cuesta escucharlo:
— 66 —
Los lectores que han acompañado este texto y las vici-
situdes de este grupo podrán recordar que el tema de la
institucionalización atravesó el discurso grupal en ese en-
tonces, y vuelve a hacerlo nuevamente tiempo después.
Beto, Luis, Leonardo y el mudo son espejos de un momen-
to de tránsito desde la infancia a la pubertad. Se miran y
saben que han sido, son y serán como ese semejante. Tal
como espejos múltiples, cada uno refleja el pasado, el pre-
sente y el futuro del desarraigo debido a que su familia los
maltrató hasta decir basta, y es inmensa la distancia buro-
crática con los “otros” capaces de acogerlos, adoptarlos y
sostenerlos en esa vicisitud.
Por eso el limbo aún existe. Abolido por la Iglesia, ha si-
do re-erguido por los hombres. La sociedad y el Estado
han sumergido a niños, niñas y jóvenes en ese territorio
denominado hogar, calle, familias de acogimiento, hospi-
tal psiquiátrico, etc., en donde no pertenecen a quienes
los generaron, ni tampoco a los que los pueden amar.
Algunos —como Beto, el Wachiturro— han perdido todo
y ya no luchan, por lo que hacen de este territorio existen-
cial una virtud:
— 67 —
Cuando veo que las cosas se ponen jodidas, digo que es-
toy enfermo o me hago la rata directamente. Y si todo
eso falla, les digo que vengo aquí. También hago algunas
otras “cositas” para poder conseguir que me dejen salir.
Rompemos el vidrio de la puerta donde está la llave y
nos “afanamos” algunas cosas, que después le ponemos
a los más chiquitos para que crean que fueron ellos.
— 68 —
frecuentemente en permanente, con los efectos de discri-
minación, estigmatización y vergüenza que los niños ex-
perimentan, sin contar los efectos de “institución total” 36
que padecen dichos espacios.
— 69 —
Insistimos una vez más: ¿quién puede contar sobre la
amamantación de estos niños, sobre sus miedos a la no-
che o el llanto del bebé hambriento?
Y si un adulto no puede contar la historia de un niño, si
sólo un aspecto parcial del maltrato es visible y general-
mente después de comprobado éste, ¿cómo ese niño cons-
truye su relato?, ¿cómo imaginará su futuro?
Sin embargo, lo importante es notar que están en el
limbo para su “protección”, como forma de respeto de sus
derechos, pero que se convierte en una verdadera trampa
mortal a la ética de la infancia posmoderna.
Al mismo tiempo, no existe posibilidad de abolir el lim-
bo, que no sea acortando los tiempos civiles de interna-
ción en hogares, así como la perentoriedad que posibilite
la adopción o la guarda provisoria o permanente de estos
niños en ambientes no institucionales.
Estos tiempos no tienen que ver con nada que se ase-
meje a lo humano, sino que reflejan la intención de esta-
blecer una hegemonía neoeficiente, de mercado, en la cir-
culación de cuerpos infantiles. En efecto, la fábrica no
puede parar si de productividad hablamos.
Más aún, en muchas ciudades como la nuestra, estos es-
pacios todavía están discriminados por género, ya que el
Estado y la sociedad imaginan que, si los niños son peca-
dores por esencia, como lo sostenía san Agustin, los niños
y las niñas vulnerables y vulnerados son aún más pecado-
res expuestos a la sexualidad de unos contra los otros. Es-
to significa que, si lo hermanos son primero en el Martín
Fierro o en la Convención Internacional de Derechos del
Niño y hasta en Ley 26.061 que rige en Argentina, para
muchos sectores del Estado no hay fraternidad que valga
y los nenes deben seguir con los nenes, y las nenas con las
nenas, para evitar el pecado. En otras palabras, se trata de
cómo el limbo del desamparo se vuelve aún más desampa-
rado.
— 70 —
Hemos remarcado que Donald W. Winnicott describe el
espacio transicional, tal como el institucional, en un terri-
torio de intercambio simbólico que asegura al bebé una
existencia creativa y digna. En principio se trata de la po-
sibilidad de holding (sostén) de la madre de ese bebé, que
es precisamente lo que fracasa cuando hablamos de niños
y niñas objeto de malos tratos.
Pero también menciona que ese espacio es la sede de
una paradoja entre la ilusión de tener todo y la desilusión
de tener todo. Esta paradoja afecta tanto al niño como a la
madre, y Winnicott sostiene que es una paradoja que nun-
ca debe ser resuelta, pues es profundamente humanizan-
te. Precisamente, el fracaso de esta paradoja genera los
fracasos de las posibilidades instituyentes de este espacio
transicional, es decir, que la mamá puede ser mamá y el
bebé advenir al estatuto de bebé.
El limbo es un espacio transicional profundamente per-
turbado y perturbador. No sólo genera una terrible incer-
tidumbre desde que se produce la traumática ruptura con
la familia violenta, sino que tampoco puede asegurar nin-
gún destino posible. Las funciones de holding hasta pue-
den ser eficientemente cumplidas por los funcionarios y
operadores hasta con esmero y amor; sin embargo, la
esencia misma del espacio nos acerca más a la experiencia
del hospitalismo, el marasmo y la depresión anaclítica
descriptos por Spitz.37
Pasa a sostenerse, entonces, otro tipo de paradoja, pe-
ro en un sentido perverso, en la que el niño o la niña sue-
len recibir visitas consentidas por la justicia, o los órga-
nos administrativos, de aquellos que los han maltratado o
son cómplices y que prometen “tratamientos” o acciones
para curarse de la enfermedad de la “violencia”, (trata-
miento que en contadas ocasiones cumplen) e ilusionan a
37 Spitz, R., El primer año de vida del niño, Buenos Aires, Búsqueda, 1981.
— 71 —
los niños con el paraíso, cuando los han cocinado diaria-
mente en el infierno.
Pero es importante señalar que el limbo no existe por-
que el vínculo madre-bebe se ha roto, sino porque el esta-
do es incapaz de garantizar a niños, niñas y adolescentes
un sistema de protección adecuado que no implique su
institucionalización eterna.
Casi todos los que trabajamos en este campo sabemos
que los preadolescentes y adolescentes objeto de malos
tratos son raramente adoptados, así como la dificultad de
la adopción de grupos de hermanos con diferentes eda-
des, lo que lleva tácitamente a su institucionalización has-
ta los 18 años, momento en que los pibes y las pibas se
emancipan, ya por las buenas o por las malas.
Los otros, los más chiquitos, esperan ser adoptados y,
en caso de serlo, no ser devueltos como una mercadería
fallada que el comprador arroja haciendo uso de la opción
por la garantía.
En realidad, este limbo es eterno y habita las mentes y
los corazones de los niños y de sus cuidadores, a tal pun-
to que nosotros hacemos grandes esfuerzos para no que-
dar atrapados en él.
Precisamente por y para eso, en forma resistente e in-
sistente, profesionales, niños, adolescentes, familias, refe-
rentes, todos, todos juntos como grupo, y más que un gru-
po, continuamos luchando.
***
— 72 —
Glosario socioléctico
— 73 —
XIV) Tarado: forma coloquial de tachar de ingenuo o tonto
al otro.
— 74 —
que ha devenido en un ritual violento y agresivo, en es-
pecial entre los jóvenes.
— 75 —
— 76 —
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— 79 —
— 80 —
La pasión y el deseo
Ana María del Cueto
— 81 —
En particular, me inclino a pensar en el mundo del gru-
po, de los encuentros, en las escenas que allí se despliegan,
donde los terapeutas están incluidos pero diferenciados, y
desarrollando conceptos que devienen de un psicoanálisis
social, histórico y político. Y con qué afectos singulares se
entremezclan, con qué pasiones y con qué deseo. El deseo,
así pensado, fluye rizomáticamente.
Inconsciente. Transferencia. Pulsiones. Repetición y Afec-
tos.
Recordemos que el afecto es el representante psíquico
de la pulsión, la fuerza motriz de todo acto de deseo.
El mundo del grupo y de las escenas que allí devienen
dramatizadas o en acto incluye al cuerpo en el espacio
dialógico formado por la circularidad. Es más, evita for-
cluir el mismo. Los gestos, las risas, las miradas, los olo-
res, la disposición en el espacio, los tiempos, las intensi-
dades, la modulación de la voz y las palabras tienen el
mismo estatuto. Adquieren predominancia por la densi-
dad momentánea en la que se expresan, densidad que el
coordinador/terapeuta captura casi azarosamente. Azar
que le da el oficio, los conceptos, la mirada, la escucha,
su sensibilidad, su mente abierta, el “sedal que deja co-
rrer en la corriente”, esperando atrapar algún pececito
que de sentido a ese acontecer.
Es un grupo que comienza teniendo una razón de ser
“legal”. Alguien a dicho o escrito: “tienes que ir”, “debe-
rías”, “corresponde”. Esto incluye a varios participantes
más de los presentes: el juez, la defensoría zonal, otros.
Con sus propios deseos, ideas y compromisos acerca de
este grupo que recién se inicia, o que más bien todavía no
se ha iniciado. Lo podemos “clasificar” como grupo homo-
géneo por el origen de las derivaciones y también por el
motivo: chicos y chicas víctimas de abuso y maltrato.
— 82 —
¿Qué los traía a ese espacio psicoterapéutico de grupo
que no fuera una orden del juez o de la Defensoría Zonal
de Defensa de los Niños y Adolescentes?
Esto me interroga acerca de la demanda de estas insti-
tuciones y de cómo atraviesan el acontecer grupal. Cuál es
el deseo de chicos y chicas en asistir al grupo terapéutico,
y cómo y de qué forma los terapeutas deberán construir
una transferencia sobre ellos y sobre el tratamiento que
promueven, para atravesar ésta situación. Podríamos pen-
sarlo como obstáculo en el sentido que el deseo está me-
diatizado por la institución o también, por qué no, como
facilitador de un lugar que de otra forma estaría vedado,
vendado o nublado. Les permite pero no per se, ni a todos,
y ahora sí va a depender del deseo que cada uno ponga en
juego, incluirse en un espacio que promueve la aparición
del ser singular, de su historia, de lo compartido, de lo ma-
sificado, y del “entre” todos. Permite ese recorte que los
desnumera de cualquier tipo de expediente y clasifica-
ción. Son “sólo” y nada menos, chicos y chicas en situación
de grupo para una persona adulta (el terapeuta) que los
mira, los escucha, los interroga, se implica, se afecta en el
“entre” del grupo que tiene mucho de cuerpo a cuerpo por
lo que les acontece. Empiezan a ser Ángel, Daniel, Bernar-
do, Carlitos, Daniela, Francisco…
Me interrogo sobre el lugar que ocupan estos adultos-
terapeutas —por supuesto, lugar transferencial— en éste
grupo de púberes. Como no podría ser de otra forma, los
códigos del propio grupo de pares dejan por fuera, casi in-
tencionalmente, a los adultos para formar banda y acoplar
sus identificaciones frente al mundo adulto.
Estos agenciamientos colectivos producidos por las his-
torias compartidas de dolor, de abandono y de desencan-
tos les permiten iniciar procesos de recomposición psíqui-
ca que tienen que ver con la sexualidad y sus modos de
concreción y elección, y la posibilidad de reformular idea-
— 83 —
les acerca de qué futuro imaginan para ellos. Es inevitable
pensar en la ausencia de adultos “responsables” que atra-
viesa a los chicos que tienen esta realidad. Estos adultos
terapeutas presentes en el grupo son interrogados con cu-
riosidad: “¿A qué edad tuviste novia?” “¡Sos viejo!” Sus res-
puestas, sus vivencias comienzan a poner en juego el va-
cío identificatorio de éstos niños púberes. Alguien a quien
mirar, alguien a quien copiar, alguien de quien diferenciar-
se, alguien que estudió.
El mundo achicado y par, se abre creativamente a otros
mundos diferentes. Éste es el punto en que podríamos
pensar que se apartan de la anomia institucional de la que
provienen y se implican con otros, para comenzar un pro-
ceso de elección singular. Esto produce agenciamientos
de enunciación de otras realidades, de otros mundos. La
desaparición del mundo del juego y del “dale que”, que
debería ser parte central en el mundo del niño y de los
adolescentes, adolece de desaparición forzada. Sabemos
de su importancia para el desarrollo pleno de las capaci-
dades y potencialidades. Su universo está atestado de
realidades en las que el dolor y la furia son los principa-
les protagonistas. Padres inexistentes, madres adictas,
sin hogar, pobres y con poca escolaridad, achatan y acor-
tan su presente y su futuro. Como si esto fuera poco, abu-
so y maltrato.
El grupo es el lugar por excelencia en donde el juego in-
dividual y compartido y la implantación del “dale que”
permiten jugar, imaginar que soy, imaginar que sos, y ser.
Esta historia trágica de la que devienen es necesaria-
mente repetida una y otra vez, y otra vez, y otra vez. Con
algo de repetición y también de copia de lo que la vida les
presentó. Ponen en escena en el espacio grupal esa reali-
dad que a veces es presente y a veces es pasado pero
siempre presente. El tiempo psíquico, el tiempo del grupo
no es el del reloj ni el real. Es tiempo bloque, congelado
— 84 —
en otros años, con otras sensaciones. Está presente en el
hoy como si fuera actual. Y a veces es actual. Y ese ins-
tante pasado/presente está convocado en el espacio gru-
pal. Atravesar el pasado, convocarlo y hacer recuerdo de
él —memoria pasada—, es un largo camino psíquico y
personal que madura y hace crecer.
Es necesario crear un espacio corporal que permita sos-
tener la emergencia de lo pulsional. En esta relación cuer-
po a cuerpo analista/analizado/grupo es donde a través de
la interpelación de la mirada, los gestos, las posturas, los
movimientos, las actitudes, que constituyen las semióticas
presignificantes, el deseo y las expresiones corporales, y
el lenguaje, las palabras y las preposiciones, en las esce-
nas que surjan inevitablemente (peleas, chistes, juegos en-
tre ellos, con los terapeutas), se movilizan los afectos, que
de otra forma permanecerían negados y/o forcluídos. No
importa la línea dura de entrada, molar: la rememoración
de escenas repetidas. De todas formas, aun la repetición
aparentemente más exacta moviliza los afectos en la
transferencia con los analistas y con el grupo, y provoca
en los chicos un sentir y un decir anudados. En lo posible,
es necesario trabajar sobre su subjetividad parcial ligada
a las pulsiones de vida, para desnaturalizar el efecto si-
niestro de la historia de la que estos niños devienen. Una
presencia para que las pulsiones de vida fluyan, se des-
plieguen en el grupo, en el mundo, en la historia. La impli-
cación de los terapeutas puede ser el único artilugio de
que se dispone para despertar los afectos que convoquen
la vida. Para que los integrantes del grupo, incluidos los
terapeutas, actúen como un tercero que hace aparecer
otras vidas posibles, otras historias, otro futuro.
Estos niños son algo más que esta historia trágica que
se les impone e imponen en la repetición del relato. Repi-
ten y repiten una historia real, la propia, que nos encierra
en un mundo de muerte, abandono o destrucción. En par-
— 85 —
te, es la elaboración de una historia. Pero en algún momen-
to, aparece una línea personal y/o grupal, siempre entrela-
zada, ligada a la vida, al presente y al futuro. No es sólo su
historia. Le gusta o no la música, le gusta o no otro chico,
escribe poesía, sueña con muñecas, le gusta la ropa…
En el grupo y en las escenas que allí devienen dramati-
zadas o en acto, encontramos presentes los tres registros:
el simbólico, el imaginario y el real, además de registros
incorporales de materias expresivas heterogéneas. Es un
mundo privilegiado para trabajar lo imaginario e intentar
rehacer el trayecto afecto/lenguaje singular, evitando que
el lenguaje sea solo repetición forzada. Solicita y habilita
el espacio del cuerpo, sus expresiones y la emergencia de
sus deseos sin que esto implique dejar de lado la palabra.
No queda encerrada la enunciación en la lengua, al incluir
en las escenas dramatizadas, o naturalmente expuestas, la
dimensión corporal, afectiva, social, ética y política. No
importa la línea dura de entrada, molar; importa la bús-
queda de las múltiples salidas singulares, los mapas que
vayamos realizando, evitando los invariantes que nos
muestran la línea de entrada y la ruta de salida.
Aparece el entre. Y en ese vacío que interrumpe los ac-
tos preestablecidos, podemos dar lugar a otros encuentros
que nos sorprendan, para rememorar, recordar, crear. En-
tre vos y yo / entre tu madre y la mía / entre nosotros y
ellos / entre aquello y lo otro / entre mis deseos y los tu-
yos / entre tu recuerdo y el mío. Entre, entre, entre...
Los grupos de adolescentes nos colocan, de una u otra
manera, en una suerte de perentoriedad, para que el tera-
peuta se ofrezca como objeto de identificación y transfe-
rencia a efectos de permitir que circule el futuro, frente al
vacío identificatorio que tiene que ver con su pasado y
con su presente.
Una ética analítica, tanto en los grupos como en los pa-
cientes individuales, nos orientará a intervenir sobre la
— 86 —
producción subjetiva, entendiendo por “producción subje-
tiva” desde cómo la subjetividad es producida, a fin de in-
tervenir en su constitución desde los complejos procesos
de identificación que ocurren en la intimidad de las rela-
ciones familiares, hasta cómo “afectan”, a esta subjetivi-
dad, en el sentido del afectus spinociano, los medios de
producción, la comunicación de masas, el momento histó-
rico particular, el Estado, la política. Incluiremos en la
enunciación no sólo la lengua, sino además la dimensión
corporal, afectiva, social, ética y política. Por lo tanto,
pondremos en cuestión ideas preestablecidas, produccio-
nes subjetivas de la sociedad, de la escuela, del grupo, se-
rializadas y copiadas, para intentar iniciar un camino de
nuevas ideas posibles, que abran la cabeza de otras for-
mas de pensar, sentir y actuar.
La repetición de escenas horrendas de su propia histo-
ria, marcando de a poco la diferencia en una suerte de ela-
boración de lo ocurrido en el colectivo grupo, posibilita
esta elaboración y abre otras líneas del ser. Son más que
su historia. Y esto y lo otro y lo otro…
Si hay alguna posibilidad de transformación a través de
una intervención analítica, estas mutaciones ocurren a es-
cala molecular. Un corte, un gesto, una fragmentación per-
miten originar variaciones en la subjetividad, salir de los
espacios de encierro, dejar fluir el tiempo. Así es pensado
el análisis como invención continua, que evita la masifica-
ción del camino ya recorrido, crea otra cartografía, marca
otros rumbos. Abrir universos parciales múltiples que no
conservan un sentimiento de unicidad sino, por el contra-
rio, permiten la apertura de líneas, recorridos, caminos.
Trazar nuevas líneas singulares e intensificar, de esta for-
ma, la potencia de pensar y actuar, para restringir el blo-
que de terror/horror/crueldad y escapar a sus determina-
ciones.
— 87 —
La obstinación de los terapeutas de estar del lado de la
vida, de imponer espacios de juegos, de investir nuevos
territorios, sólo aparece cuando hay pasión por el hacer y
el deseo de hacerlo.
Del dolor y la furia a la pasión y el deseo.
Lo celebro.
— 88 —
Una propuesta grupal
para el abordaje del abuso
sexual infantil
Grupo de tratamiento para niños y niñas
abusados sexualmente
— 89 —
so sexual en un espacio creado para niños y niñas atrave-
sados por una experiencia semejante, y en el marco del
acompañamiento y sostén profesional en las acciones ne-
cesarias para detener el abuso y garantizar la protección
del niño.
Se incluye un cuento infantil, El Abusador, construido
por los niños y las niñas durante el proceso grupal respec-
to de la experiencia abusiva, con el objetivo de mostrar un
proyecto integrador del trabajo de elaboración subjetiva
en el contexto de un proceso de ayuda terapéutica.
1 Servicios locales, Ley 13.298, Art. 18: “En cada Municipio, la Autoridad de
Aplicación debe establecer órganos desconcentrados denominados Servicios
Locales de Protección de Derechos. Serán unidades técnico operativas con
una o más sedes, desempeñando las funciones de facilitar que el niño que
tenga amenazados o violados sus derechos, que puedan acceder a los pro-
gramas y planes disponibles en su comunidad (…).” Art. 19: “Los Servicios
Locales de Protección de los Derechos del Niño tendrán las siguientes fun-
ciones: a) Ejecutar los programas, planes, servicios y toda otra acción que
tienda a prevenir, asistir, proteger, y/o restablecer los derechos del niño. b)
Recibir denuncias e intervenir de oficio ante el conocimiento de la posible
existencia de violación o amenaza en el ejercicio de los derechos del niño.
c) Propiciar y ejecutar alternativas tendientes a evitar la separación del niño
de su familia y/o guardadores y/o de quien tenga a su cargo su cuidado o
atención.”
— 90 —
La propuesta terapéutica grupal surge como decisión
del equipo de profesionales psicólogos, trabajadores so-
ciales y abogados, todos integrantes del SLPPDN, a raíz de
la gran cantidad de niños y niñas víctimas de abuso que
llegaban derivados desde distintos ámbitos instituciona-
les para que tomáramos intervención; y de la gran canti-
dad de situaciones abusivas encubiertas detrás de otras
consultas en las que era posible observar los efectos pató-
genos del ASI silenciado y no elaborado.
Frente a la falta de recursos del sistema de salud men-
tal para dar una respuesta acorde a la problemática de es-
tos niños víctimas de abuso sexual, decidimos entonces
aceptar el desafío de romper con lo instituido.2 En efecto,
“no es tarea del Servicio Local hacer intervenciones tera-
péuticas” era la frase más escuchada en ese entonces, y ge-
nerar un dispositivo grupal de abordaje para niños y niñas
objeto de abuso sexual se constituía en un movimiento
nuevo e instituyente 3 para dar una respuesta posible a los
niños y las niñas víctimas y sus familias. Lo instituyente,
en este sentido, responde a la fuerza innovadora que per-
mite romper los límites de la cultura imperante en la orga-
nización y contemplar otras formas de abordajes institu-
cionales.
— 91 —
A su vez, la ruptura instituyente tiene varios aspectos,
en nuestra tarea, a destacar:
— 92 —
experiencia, y elaborar lo traumático a través del juego de
identificaciones cruzadas y de la producción de un relato
compartido. Finalmente, el grupo es un espacio privilegia-
do donde es posible encontrar, junto a otros (pares y adul-
tos), formas no violentas para la resolución de conflictos,
potenciar recursos personales y trabajar sobre la búsque-
da de alternativas en un clima de protección, respeto y se-
guridad.
5 De un modo general, se entiende por víctima al niño que fue forzado a una
posición en el marco de una asimetría de poder y sin posibilidad de escapa-
toria.
6 Donald Winnicott ha aportado en el desarrollo de su teoría conceptos pa-
radigmáticos. En su libro póstumo Playing and Reality (1971), jerarquiza los
factores ambientales en la constitución del psiquismo temprano y señala,
con el concepto de holding, la importancia de un contexto de sostén (mate-
rial y metafórico), previsible y estable como facilitador para que alguien se
integre y desarrolle saludablemente como persona (en oposición a las fallas
ambientales que provocarían traumatismo).
— 93 —
El abuso sexual infantil puede ser definido como la ac-
ción de involucrar a un niño, o un adolescente, por parte
de uno o más adultos o adolescentes mayores, en activi-
dades sexuales que ellos no pueden dimensionar debido a
su estado de inmadurez psicofísica y sobre las que son in-
capaces de dar su consentimiento.7 En esta interacción, el
niño queda en una posición de coerción frente a la autori-
dad y el poder del otro, resultando entonces víctima-obje-
to del deseo del adulto (o adolescente mayor) que se apro-
pia de su cuerpo, trasgrediendo la prohibición universal
de intercambios sexuales intergeneracionales.8
La relación entre el abusador y el niño o la niña cobra
características singulares que es preciso identificar para
lograr una comprensión e intervención adecuada y protec-
cional.9
— 94 —
Cualquier niño puede ser víctima de abuso ya que no es
una conducta que dependa de las características de éste.
El ASI es para el niño o la niña un acontecimiento traumá-
tico 10 que compromete su constitución subjetiva, afectan-
do su desarrollo actual y futuro y sus relaciones con el en-
torno. Se presenta como devastador para la subjetividad
infantil, exigiendo un intenso trabajo psíquico al niño; pe-
ro dependerá del interjuego de múltiples variables para
que se produzcan patologías como modos de resolución
de lo traumático.11
Por nuestra experiencia de trabajo con situaciones de
maltrato infantil, creemos que el abordaje de la problemá-
tica del ASI requiere de una intervención interdisciplinaria
e interinstitucional. La familia, la escuela, los organismos
de protección administrativos, de salud, de justicia, de se-
guridad y los terapeutas somos partes fundamentales y
corresponsables del sistema integral de protección del ni-
ño y de la niña, en cuanto a la toma de decisiones respec-
to de los pasos protectores adecuados.12 No es posible
pensar en una propuesta de intervención que no se enmar-
— 95 —
que en un contexto proteccional del niño, ya que el ASI im-
plica la consideración de variables que exceden el ámbito
estrictamente terapéutico. No es sólo una situación trau-
matizante, sino también un delito penal. Requiere enton-
ces de una comprensión e intervención psicológica espe-
cífica, y al mismo tiempo debe ser situado en el contexto
jurídico como un delito, incluyendo el acompañamiento
del proceso del niño y su familia en las acciones penales
y civiles necesarias para garantizar su protección.13
— 96 —
ger a los niños, siguen encontrándose respuestas sociales
e institucionales que obstaculizan un verdadero reconoci-
miento y compromiso para conseguir la erradicación del
abuso. Si no se logra comprender básicamente que: el ASI
es un delito penal de instancia pública (no privada); el
adulto que lo comete es el único responsable; en este ac-
to hay un atentado contra los derechos de los niños y de-
be haber corresponsabilidad de todo el sistema de protec-
ción, seremos incapaces de dar soluciones contundentes y
comprometidas para caer en respuestas tibias, desprotec-
cionales y reproductoras de violencia para con los niños y
las niñas víctimas del maltrato.
Son múltiples las violencias que los niños deben sopor-
tar cuando ha sufrido una situación de ASI. A la violencia
propia de dicha situación, se suman las que se reproducen
desde las distintas instituciones que deben garantizarle
su protección, pero que en lugar de ello, exponen al niño
y a la niña a los efectos revictimizantes: minimizan, nie-
gan o silencian el abuso, estigmatizan al niño con acusa-
ciones de mentir, manipular o ser sugestionable, lo expo-
nen sucesivamente en el proceso de declaración, o bien lo
confrontan inadecuadamente con el abusador.
Esto pone en evidencia los lentos avances en la prácti-
ca del nuevo paradigma de la protección integral de la ni-
ñez respecto del anterior paradigma tutelar del menor, a
pesar de un mayor reconocimiento actual de la aplicación
de un marco legal de rango internacional, nacional y pro-
vincial, centrado en la protección del niño como sujeto de
derechos. En definitiva, aun cuando paradójicamente la le-
galidad y legitimidad de la protección es defendida, termi-
na siendo degradada —y lo que es más grave, falseada—,
en tanto las distintas instituciones del sistema tienden to-
davía a reproducir el maltrato infantil dejando en los ni-
ños visibles marcas de la impunidad (no es poco frecuen-
te el archivo de causas penales por el delito contra la inte-
— 97 —
gridad sexual de una niña o de un niño), y condenándolos
a un destino incierto producto del desamparo. La posición
dilemática de quienes desempeñamos un rol en la tarea de
proteger a la niñez consiste esencialmente en intervenir
sin ser reproductores ni víctimas de la violencia institu-
cional.
Dolorosa y recurrentemente, desde la tarea profesional
de “proteger” a los niños en situación de vulnerabilidad de
sus derechos desde un organismo público, comprobamos
que el camino en esta tarea no es fácil ni sencillo. Los sis-
temas de creencias, valores y prejuicios del modelo pa-
triarcal sostienen y silencian el maltrato infantil en sus di-
ferentes formas, y se ha creado un sistema de protección
en el que las funciones y la articulación de las institucio-
nes no son claras y terminan paradójicamente por conver-
tir a la infancia en un sector de población huérfana en el
que la tan mentada “corresponsabilidad” 14 ha vaciado de
sentido a la “responsabilidad”.
Si bien es cierto que el trabajo de proteger a los niños
nos enfrenta a límites reales (personales e institucionales),
también creemos que a su vez nos convoca a buscar alter-
nativas creativas y autogestivas para continuar desarro-
llando nuestra tarea con la implicación y el compromiso
necesarios. En el campo del ASI, transitamos como profe-
sionales en un territorio fronterizo, con muchas institucio-
nes involucradas pero que frecuentemente termina siendo
“tierra de nadie”.
La propuesta terapéutica para el abordaje del abuso se-
xual infantil aquí desarrollada es un intento de lograr una
— 98 —
respuesta comprometida con la protección de la niñez. Si
bien el proceso de su desarrollo se vio teñido de avances
y retrocesos, de satisfacciones y frustraciones, de interro-
gantes y de intentos de respuestas, de aciertos y errores,
la hemos diseñado y llevado a cabo con la intención de
ofrecer una respuesta seria para el abordaje de una de las
formas de maltrato infantil, el ASI, que se presenta como
una experiencia traumática para la subjetividad infantil y
que arrasa con el paradigma actual del reconocimiento del
niño como sujeto de derechos.
15 Betina Calvi en Abuso sexual infantil (2006), pág. 61, cap. 2. Abuso sexual
y subjetividad femenina, Buenos Aires, Lugar.
16 Danya Glaser y Stephen Frosh, en Abuso sexual de niños (1997), pp. 76-
77, cap. 4 , Buenos Aires, Paidós.
— 99 —
cias y defensas comunes que nos permiten afirmar la
importancia de contar con un espacio terapéutico es-
pecializado para su abordaje. El niño y la niña madu-
rativamente cuentan con un psiquismo en formación
no preparado para soportar la vivencia de la situación
abusiva, y resulta altamente traumático que sean pre-
cisamente sus figuras de apego 17 o de confianza las
que se transformen en abusivas y maltratantes.18 An-
te esto, el niño o la niña se ve invadido por una an-
gustia que excede sus posibilidades de elaboración
psíquica, por lo que recurre a mecanismos defensivos
para lograr sobrevivir, e intenta mantener esta expe-
riencia traumática disociada de la vivencia habitual
(incluyéndose aquí un amplio espectro de trastornos
disociativos).19 Deberá el terapeuta intervenir ayu-
dando a la niña o al niño a dar sentido a la experien-
cia, procesarla e integrarla a su vida. En un proceso
reparador del trauma, y en el contexto de la labor te-
rapéutica se irá logrando la articulación de vivencias
donde lo que se elabora, en definitiva, es el propio sen-
— 100 —
timiento de vulnerabilidad 20 producto del abuso. Por
el contrario, la vivencia traumática no elaborada lleva-
rá a revivir permanentemente aquello que ha enfren-
tado al desvalimiento, el vacío y el desamparo, poten-
ciando mecanismos reparatorios inadecuados. Con es-
tos niños víctimas de ASI, deberá pensarse, entonces,
en intervenciones terapéuticas que tengan por objeti-
vo corregir las distorsiones de sí mismo, y permitir
construir e internalizar relaciones objetales proteccio-
nales y contenedoras. Un proceso de reparación exito-
so 21 de la vivencia traumática implicará que ésta pier-
da su condición de “eterno presente” otorgándosele
dimensión temporal de pasado. Esto significa que los
recuerdos no se borran sino que, en todo caso, serán
posibles de evocar sin que esto arroje a la vivencia
traumática nuevamente y le permita al niño convivir
con ella de un modo no patógeno. Esto es, con el esta-
tuto de ser parte de su vida, encontrando nuevos sig-
nificados vitales y proyectándose hacia el futuro.22
• El ASI se ubica en el campo de lo traumático: 23 sus
efectos son desubjetivantes para el psiquismo del ni-
— 101 —
ño, y la terapia ofrece una vía posible de recupera-
ción. El mapa subjetivo postraumático será diferente
de acuerdo con la naturaleza extrafamiliar o intrafa-
miliar de la experiencia traumática 24 y según sea el
dispositivo de sostén y protección que pueda ofrecer-
se al niño (en el que incluimos la posibilidad de reci-
bir una ayuda terapéutica).
• El ASI puede ser elaborado dentro un dispositivo te-
rapéutico grupal, en contraposición al abuso sexual
en sí mismo, que es una experiencia vivida en la so-
ledad de la esfera privada.
La interacción abusiva plantea una escena que
transcurre entre dos personas en posiciones asimétri-
cas (niño-adulto). Dicha asimetría de poder genera pa-
ra el niño o la niña un entrampamiento sin escapato-
ria posible. Se encuentra solo, bajo la coerción del
adulto abusador, con la presión de mantener en secre-
to la situación y bajo la amenaza (explícita o implíci-
ta) de las terribles consecuencias que tendría la deve-
lación. Todo esto contribuye a mantener el abuso en el
silencio de la esfera privada. En tal sentido, el grupo
ofrece un ámbito de contención y protección, donde
es posible convertir en público lo privado, generar
...La vivencia traumática lo será no por ser penosa o dolorosa en sí, sino a
causa de una falla en los procesos de integración. Lo traumático puede de-
finirse como la disfunción de la articulación. Cap. 1.
24 Emilce Dio Bleichmar, en Manual de psicoterapia de la relación de padres
e hijos, opina que: “El trauma se define por sus consecuencias. Si existió abu-
so extrafamiliar parece evolucionar con mayor capacidad de recuperación,
ya que si bien los adultos han fallado en su capacidad protectora esto es in-
voluntario o circunstancial. El sistema de apego no se daña tan severamen-
te y el niño (y esto es fundamental) es considerado una víctima, no está en
entredicho su participación activa en la experiencia... El niño que se consi-
dera a sí mismo víctima de lo sucedido sufre los efectos del trauma, pero no
se altera su juicio o la integridad de su propia identidad por medio de los
mecanismos de defensa como ocurre en el ASI intrafamiliar”, aclarando que
en el abuso intrafamiliar el niño “en lugar de vivirse como la víctima se con-
denará como culpable…” pp. 408-409, Cap. 4.
— 102 —
nuevos modelos vinculares ( con pares y adultos) y
en el que el niño puede romper el silencio, encontran-
do vías alternativas de elaboración simbólica (la pala-
bra, el juego, el dibujo). En el grupo, es posible que el
niño o la niña se encuentre con otros que han atrave-
sado una situación semejante, para descubrir que
puede hacer pública su experiencia en un contexto de
cuidado, protección y legitimación. En el grupo, su pa-
labra es valorada y escuchada, su relato se hace pro-
pio y de los otros, se comparten vivencias y senti-
mientos, se nombra el horror, se rompe el aislamiento
y se alivia el dolor. La búsqueda de sentido en un gru-
po de sujetos atravesados por la misma situación
traumática de abuso permite la re-construcción grupal
de la experiencia, y se valora el relato como un acto
restitutivo de y para estas dañadas subjetividades.25
Si bien cada situación tendrá una significación parti-
cular y única para cada niño, las características comu-
nes de la situación sexual abusiva (vivencias, senti-
mientos, sintomatología asociada) les permitirá identi-
ficarse y proyectarse, descubriéndose atrapados en la
misma red de contradicciones y, asimismo, potenciar
los recursos personales para integrar la experiencia.
• El ASI no sólo tiene consecuencias para el niño y la ni-
ña, sino también para su familia.
Cuando el adulto protector o no ofensor constituye
un soporte adecuado, la inclusión de éste resulta un
pilar del trabajo terapéutico, tan importante como el
abordaje de las consecuencias del abuso en el niño. El
trabajo grupal con estos adultos, convocándolos des-
de la función de contención y protección, resulta par-
te fundamental del dispositivo. Los adultos encuen-
tran un espacio con otros, para sobrellevar el impac-
— 103 —
to y la respuesta frente a la situación del abuso de
sus hijos: sus sentimientos y defensas frente al abu-
so, sus preocupaciones, sus dudas, sus prejuicios,
sus propias historias de violencias pasadas y presen-
tes, la modalidad de vinculación con sus hijos.
— 104 —
Para el grupo de niños y niñas, se establecieron criterios
de inclusión, que apuntaron a conformar un grupo homo-
géneo para la tarea terapéutica:
— 105 —
• Reconocer sentimientos relacionados a la experiencia
sexual abusiva.
• Lograr la desculpabilización por la situación abusiva
o por las consecuencias posibles de la denuncia y/o
la develación.
• Posibilitar la organización e integración de la expe-
riencia de abuso a su personalidad consciente, que
contrarreste los efectos disociativos. (movimiento de
integración vs. disociación).
• Ofrecer resistencia a los procesos traumáticos desub-
jetivantes, a través de la puesta en marcha de nuevos
recursos y defensas psíquicas que apuntan a desligar
energías del hecho traumatizante, y a priorizar he-
chos vitales con relación al significado de la vida y la
posibilidad de construir un proyecto futuro.
• Favorecer la circulación de la palabra (entendida como
experiencia simbólica en sus distintas manifestacio-
nes) como modo privilegiado de representación, para
evitar así que la experiencia quede fuera del circuito
asociativo (es decir, fuera de la palabra y la memoria).
• Reconocerse como un sujeto de derechos.
• Trabajar sobre el reconocimiento del propio cuerpo y
la sexualidad infantil como parte del desarrollo evo-
lutivo normal.
• Brindar herramientas de prevención del maltrato in-
fantil.
— 106 —
tos generados a partir del ASI, en el interjuego grupal
de identificaciones cruzadas (reconocimiento, discri-
minación y socialización de sentimientos).
• Favorecer formas de vinculación y de resolución de
conflictos sin uso de conductas violentas.
• Favorecer el trabajo de reconocimiento de límites
personales y grupales, (espaciales, corporales, afecti-
vos), y promover un clima de respeto por los límites
y las normas.
• Favorecer un clima de seguridad, confianza y protec-
ción entre niños y adultos.
• Encontrar en la coordinación grupal un modelo de
adulto protector que permita el despliegue y la con-
tención de la situación de ASI desde una posición de
credibilidad y desculpabilización.
• Posibilitar la potenciación de recursos personales y la
búsqueda de alternativas ante situaciones problemáticas.
— 107 —
planificación y el festejo de eventos significativos para los
niños (cumpleaños, día del Niño), etc.
Los ejes centrales del funcionamiento grupal incluyeron:
Reconocimiento e identificación
de la problemática:
— 108 —
• “A los hombres les gusta pegar.”
• “Los hombres que pegan a las mujeres son maricas;
las mujeres que pegan son mariconas y las personas
que pegan son violentas.”
• “Si a mí me pegan, no me da tiempo a pensar, pego.
Mi primo le faltó el respeto a mi mama y lo agarré a
piñas, a veces me descargo con mis compañeros, me
desquito con otros.”
• “A mí me carga de tristeza.”
• “Los papás tienen derecho a pegarnos, porque son
papás.”
Reconocimiento, discriminación
y socialización de los sentimientos:
— 109 —
T: ¿Los humanos son como los robots?
B: No, los robots son más fuertes porque pueden destruir
cosas.
T: ¿Y las personas?
B: No, necesitan armamentos.
T: ¿Los robots pueden sentir cosas?
B: No, no pueden sentir miedo ni vergüenza.
T: ¿Y las personas?
B: Sí.
T: ¿Vos sentís vergüenza algunas veces? ¿De qué cosas?
B: A mí me da vergüenza contar lo que nos pasó, pero igual
lo conté.
— 110 —
Secretos:
Sexualidad:
— 111 —
Elaboración del proyecto grupal:
Cuento “El abusador”
— 112 —
Se comparte a continuación el cuento que incluye texto
e ilustraciones de autoría de los niños y niñas. Se presen-
ta como producto final tal como quedó diseñado con ellos.
En los borradores originales, el texto escrito respeta la ca-
ligrafía de los niños, pero cabe aclarar que, como decisión
grupal, fue todo transcripto en formato digital para darle
luego una impresión lo más semejante a lo que los niños
y niñas consideran “un cuento”.
CUENTO: EL ABUSADOR
— 113 —
Había una vez una niña llamada Soledad, que
tenía 8 años y vivía con su madre, su padre
y sus hermanos, llamados Luciano, Agustín y
Lorena.
Vivían en una casa en San Miguel y tenían
un vecino llamado Arturo.
Arturo vivía al lado de la casa de Soledad des-
de hacía 5 años y eran amigos.
— 114 —
Un día, Arturo le dijo a Soledad: “¿Querés
merendar conmigo?”
Y Soledad le respondió: “Le voy a preguntar
a mi mamá, y de paso me cambio.”
Arturo le dijo: “Voy a preparar la leche.”
— 115 —
— 116 —
Soledad fue a tomar la leche con Arturo y
él le dijo: “Pasá a mi pieza… ¿Querés ver
mis juguetes? ¿Mirar la tele?”
Ella antes pensó: “¿Qué me va a pasar si es
amigo de mi papá y de mi mamá?”
Y entonces ella entró y prendió la tele y se
acostó. Arturo le trajo la merienda a la ca-
ma, se encerró y le dijo: “Vamos a acostar-
nos y mirar la tele.”
— 117 —
Cuando Soledad estaba de espaldas, le tapó
la boca. Ella trataba de gritar pero no la
escucharon, y sentía miedo.
— 118 —
Eran las 3 de la tarde y la mamá le decía al
papá: “¿Por qué tarda mucho Soledad?”
Y Soledad no podía escapar…
Eran las 9:30, y entonces la mamá dijo:
“Voy a buscar a Soledad.”
Mientras tanto, Arturo la estaba abusando,
le estaba sacando la ropa.
La mamá fue hasta la casa de Arturo y lla-
mó: “¡Arturo!”, pero no le contestó.
La mamá dijo: “Me cansé”, voy a entrar. Ti-
ró la puerta abajo, entró a la casa y fue
arriba.
— 119 —
Mientras tanto, cuando Arturo escuchó los
pasos de la escalera, la escondió a Soledad
en el armario y le dijo: “Callate porque te
mato a vos y a tu mamá.”
Soledad sentía miedo y se calló.
Cuando la mamá llegó arriba, la puerta es-
taba cerrada, y también empujó esa puerta.
Arturo le dijo a la mamá que Soledad no es-
taba ahí, que estaba en el patio de atrás.
La mamá dijo: “Ah, bueno, no hay proble-
ma”; y la fue a buscar.
— 120 —
Mientras tanto, Soledad se escapó del ar-
mario cuando Arturo le abrió la puerta, y se
fue corriendo a su casa.
Soledad le dijo a la mamá: “Mami, te quie-
ro decir algo muy importante.”
La mamá contestó: “Decime, hija:”
Soledad sentía miedo, pero confiaba en la
mamá. Le dijo: “Arturo se abusó de mí.”
La mamá le preguntó: “¿Cómo es eso que se
abusó?”
— 121 —
Soledad le explicó: “Se me acercó lenta-
mente poniendo excusas y me abusó, porque
me manoseó y me tocó las partes íntimas.”
— 122 —
— 123 —
A Arturo, como figuraba como “buscado” en
los carteles pegados en las paredes del ba-
rrio, un hombre lo vió, lo reconoció, lo em-
pezó a seguir y llamó a la policía.
La policía lo vino a buscar, lo llevó al juz-
gado. El juez lo declaró culpable por abu-
so sexual y sufrimiento y le dieron cade-
na perpetua.
— 124 —
VIII. El valor del cuento como proyecto
integrador
— 125 —
medio del relato grupal, que operó como un acto repara-
dor en la subjetividad de los niños y niñas.
La elección del título del cuento realizada por los niños
y niñas implicó una operación simbólica de inscripción
psíquica de la situación abusiva en una nominación: “El
abusador”. Ello nos convoca a pensar en el trabajo de ree-
laboración realizado en el psiquismo de niños y niñas du-
rante el proceso grupal, en el que el cuento resultó el final
integrador de un intenso trabajo terapéutico… Un pasaje
simbólico desde el lugar del “abusado”, en el que llegaron,
al del “abusador” que protagoniza el cuento: como un in-
tento de salir de una posición pasiva-abusiva, y como una
forma de ubicar la responsabilidad del acto abusivo en la
persona del ofensor, logrando así un corrimiento de una
identidad pasiva y victimizante.
En la construcción del cuento, queda en evidencia cómo
la vivencia traumática ha ido adquiriendo para los niños
una representación procesable, dando sentido articulador
a ésta, que en otro momento generó en el psiquismo infan-
til la desarticulación y la disociación como mecanismos de
supervivencia.
En sentido terapéutico, este trabajo articulador ha ope-
rado en el orden de la elaboración del trauma y de la cura.
— 126 —
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— 129 —
— 130 —
Niños que hablan
Lic. María Eugenia Figini - Lic. María Florencia Mallón
Introducción
1. Objetivos
— 131 —
De este modo, los niños pudieron expresar sus conflictos
mediante el juego y la palabra.
El grupo se conformó a fines de julio de 2010, siendo
las condiciones de ingreso que los niños se encontraran
fuera de riesgo y que el maltrato hubiera cesado. En sus
inicios, estuvo conformado por niños y niñas entre 8 y 10
años. La modalidad fue abierta con un máximo de ocho in-
tegrantes y un mínimo de tres. En relación con el encua-
dre del grupo, los encuentros se llevaron a cabo con una
frecuencia semanal y una duración aproximada de una ho-
ra. Se acordaron ciertas pautas de convivencia, como ser:
respetar el cuerpo propio y de los otros, no pegar, no in-
sultar, y cuidar el espacio y el material compartido. Den-
tro de los acuerdos del encuadre, con el objetivo de gene-
rar un clima de confianza y seguridad, se pautó que todo
lo que transcurriera dentro del espacio grupal no podría
ser dicho fuera de éste.
Todos los niños que conformaron el grupo terapéutico
habían sufrido diferentes tipos de maltrato (físico, emo-
cional, abandono, negligencia).
Algunos de los integrantes conviven con su familia de
origen, otros con familias adoptivas, y algunos en hogares
convivenciales o terapéuticos dependientes del Estado.
Por su parte, las coordinadoras tenían un espacio de su-
pervisión mensual con la licenciada Esther Misgalov.
2. Modalidad de trabajo
— 132 —
se ponían en práctica diferentes dinámicas, por ejemplo:
role-playing, juegos y actividades artísticas (pintar, dibu-
jar, modelar, etc.). Los encuentros finalizaban sentándo-
nos en ronda nuevamente, con la posibilidad de reflexio-
nar sobre lo transcurrido y sobre cómo se sintieron.
El rol de las coordinadoras fue el de facilitar el diálogo, el
intercambio, generar límites claros, interpretar, funcionar co-
mo un modelo de adulto cuidador y protector, como así tam-
bién revalorizar el potencial de cada uno de los integrantes.
3. Experiencia Grupal
— 133 —
go como en las relaciones con los otros niños. La agresión
es en ellos una defensa estereotipada frente a los impul-
sos reparatorios.29
En esa instancia, el objetivo terapéutico fue generar tan-
to la confianza en el otro, como un espacio de unión grupal.
Otro de los objetivos fue lograr que los roles no sean está-
ticos al hacer que los participantes pudieran ir interpretan-
do diferentes roles en los sucesivos encuentros.
En un segundo momento, el juego de roles tomó predo-
minio: los niños y las niñas pudieron canalizar los impul-
sos agresivos hacia su expresión simbólica, para expresar
sus fantasías, temores y traumas vividos. Fue la interpre-
tación analítica de sus impulsos agresivos, al señalar los
motivos de la agresión y los desplazamientos que ocu-
rrían, lo que permitió que los niños pudieran simbolizar la
agresión mediante juegos o dramatizaciones.
En un tercer momento, tomó predominio la palabra: en
este tiempo, el grupo se encontraba consolidado, debido a
una mutua representación interna, con sentimientos de
confianza y afecto. Así se desarrollaron nuevas formas de
vinculación. En estas nuevas maneras de relacionarse ya
no emergía la violencia, y los vínculos que se construye-
ron fueron constantes y estables, logrando así el objetivo
planteado al comienzo del trabajo grupal.
En cuanto al rol de la coordinación, en este tercer tiem-
po fue menos activo, con menor cantidad de intervencio-
nes, ya que se generaban interpretaciones, debates y dis-
cusiones entre los integrantes del grupo.
A continuación, ejemplificaremos los diferentes mo-
mentos del devenir del grupo con algunos recortes de los
encuentros grupales.
— 134 —
Cabe aclarar que los nombres de los niños y las niñas
han sido modificados para resguardar sus identidades.
— 135 —
En este encuentro, se interpretó cómo se estaban sin-
tiendo en relación con ser arrojados como un desecho, no
aceptados, no queridos. Con respecto al prender y apagar
la luz, se señaló el temor de lo que puede suceder cuando
la luz estaba apagada, lo que puede surgir de ellos, aque-
llo no conocido de cada uno.
Se observaron, en este primer encuentro, las expectati-
vas que tendrían en cuanto al grupo, con relación a los
problemas que tenían en la cabeza, pudiendo o no solucio-
narlos en este espacio.
En otro encuentro, concurrieron todos los participantes
menos Jazmín, quien avisó su ausencia argumentando que
no quería concurrir.
Como en todos los encuentros, comenzamos conver-
sando sobre cómo fue su semana y si alguno tenía algo pa-
ra comentar. Lucas expresó que no tenía clases y que por
eso tendría un fin de semana largo; y en ese momento lle-
gaba Mercedes, quien presentó resistencias para ingresar
al grupo. Una vez que ingresó, fue la primera en comenzar
a jugar con telas.
Cada niño tenía para sí una tela grande con la cual po-
día jugar: algunos decían que eran pájaros y, otros, tibu-
rones, vampiros, el mar, fantasmas. Mientras esto sucedía,
Mercedes apagaba la luz y aprovechaba esos momentos
para ir acaparando todas las telas. Al quedarse los demás
integrantes sin telas para jugar, Mercedes los asustaba, en-
volviéndolos y diciendo que los estaba matando o ahogan-
do. Para defenderse, sus compañeros tomaron trozos de
goma y se los arrojaban o los utilizaban como escudos.
Todos culpaban a Mercedes de las muertes, cuando ésta,
en ese momento, se va del salón permaneciendo en con-
tacto con Romeo a través de una ventana. Al mismo tiem-
po, Lucas grita que Mercedes parecía el demonio, y esta
frase ocasionó que la niña ingresara nuevamente al con-
sultorio.
— 136 —
Romeo permanecía aislado del juego, mientras realiza-
ba ruidos con su boca aludiendo que eran serpientes; y en
ese instante sus compañeros se pusieron las telas en la ca-
beza simulando que eran serpientes.
En el momento de cierre, Lucas relató que su padre,
cuando lo maltrataba, no lo dejaba hablar. Al preguntarles
si fueron maltratados, Cristian repite: ¡Nunca!, ¡nunca!,
¡nunca! Romeo también refiere que nunca había sido mal-
tratado, pero seguidamente agrega que se ha divertido en
el encuentro de hoy, mientras que Mercedes rompía la te-
la con sus dientes.
En este encuentro, se observa cómo comienzan a sim-
bolizar en el juego sus conductas agresivas e impulsivas.
Se conversa sobre los temas que surgen del juego, gene-
rando temor y sentimientos de culpa, como la muerte, la
locura, la asfixia y la oscuridad: esto denota su posición
de vulnerabilidad.
En otro encuentro al que concurrieron Jazmín, Cristian,
Romeo, Martin, Rodrigo y Lucas, los niños deciden que que-
rían jugar con plastilina. Posteriormente, comienzan a pe-
learse entre Jazmín, Cristian y Romeo, siendo ella quien les
manifiesta que son unos inútiles. Los niños le arrojan un pe-
dazo de plastilina, y ella comenta que no quiere jugar más.
Las coordinadoras recuerdan, en ese momento, las pautas
establecidas en un comienzo, que no se pueden pegar ni in-
sultar, y proponen realizar una silueta en papel, pegarla en
la pared y arrojarle uno a uno, un trozo de plastilina y al ha-
cerlo deberían explicar a quién le están pegando y por qué.
Cristian fue el primero que manifestó que le estaba pe-
gando a su padre con mucha fuerza porque no lo dejaba ir
al cyber. También golpeó a su hermana porque lo retan
por culpa de ella, a Jazmín por decirles inútiles, a todas
las otras mujeres porque sí, ¡y a los hinchas de los otros
equipos de futbol! Luego continuó Lucas, quien golpeaba
tímidamente y comentaba que le pegaba al muñeco por-
— 137 —
que sí, a nadie y a Mercedes. Romeo, por su parte, le pegó
a su abuela porque la odia, a su tío por lo mismo y a Mer-
cedes por decirles inútiles. Posteriormente, Mercedes le
fue pegando a cada uno de sus compañeros por inútiles.
Continuó Martín, quien le pegó a Mercedes, a los hinchas
de otros equipos de fútbol y a las coordinadoras por mo-
lestar. Rodrigo, quien había permanecido fuera de la activi-
dad, se encontraba modelando masa sin querer mostrar lo
que había producido. En ese momento, a Cristian se le ocu-
rre unir todas las plastilinas que habían sido arrojadas por
cada uno de los integrantes, transformándolas en una gran
pelota. Luego se la entrega a Rodrigo, quien la arroja hacia
la pared produciendo un agujero, diciendo que a quien le
pegaba era a Mercedes.
Este incidente provocó que todos se sorprendieran; se
sentaron en círculo y Mercedes permaneció por fuera de
éste. Las coordinadoras señalaron su ubicación y le pre-
guntaron cómo se sentía. Comentó que estaba mal porque
todos le pegaron a ella. Se preguntó al resto de los inte-
grantes qué pensaban; Cristian se tapó las orejas y no qui-
so escuchar. y todos permanecieron en silencio.
Las coordinadoras refirieron que, si bien le pegaban a
Mercedes, lo hacían en representación de las mujeres y
que Cristian no quería escuchar porque los hacía sentir un
poco malos.
Cristian comentó que se sintió aliviado, le sirvió para
descargar y se divirtió. Lucas, angustiado, manifiesta que
no le pegó a nadie. Rodrigo relata que fue culpa de las
coordinadoras porque pusieron el muñeco en una pared, y
que se divirtió. Romeo expresó que ellos no fueron los cul-
pables, que más allá de haber unido la plastilina las coor-
dinadoras eran las culpables y Martín sugirió pegarlo en
otra pared.
En ese momento, las coordinadoras comenzaron a ha-
blar de la culpa que genera romper cosas, el miedo a que
— 138 —
se los rete y castigue, y que la intención era que nadie se
lastime. También se les preguntó sobre qué hubiese pasa-
do si esa pelota les pegaba a uno de ellos, y ellos respon-
dieron que los fracturaría. Se conversó sobre las marcas
que quedan en el cuerpo y dentro de la cabeza cuando nos
maltratan. Es importante destacar que surge del grupo la
posibilidad de reparar la pared rota por el golpe. Asimis-
mo, se dialogó sobre la posibilidad de sanarnos, como así
también sobre los nuevos tipos de vínculos que se pueden
construir. En el siguiente encuentro, entre todos los inte-
grantes se reparó la pared dañada.
Se observan, en esta sesión tan intensa, las manifesta-
ciones de los estereotipos naturalizados de las diferencias
de género. También se visibiliza un inicio de construcción
grupal, en la cual se puede empezar a historizar el grupo,
comenzando a ser continente de los integrantes y posibi-
litando la reparación.
— 139 —
que Mercedes jugaba a cocinar y decía que no quería ha-
blar al respecto. Se les explicó que, muchas veces, cuesta
decir las cosas que nos duelen o nos lastiman. Se trabajó
sobre los vínculos del grupo, el respeto por los otros, por
su propio cuerpo y la escucha, la importancia de poder
confiar en sus compañeros y de compartir estas vivencias.
Retomando el tema del sueño, Romeo comentó que se
puede salir del agua sin mojarse o de los problemas sin
marcas con ayuda de los maestros.
Cristian expresó que se cansó de hablar y quería jugar.
Jazmín comentó que, cuando era más chica, su padre fa-
lleció y decía que nada le pasaba, pero que en realidad se
sentía mal.
Los niños, luego de estos dichos, se quedaron callados.
Las coordinadoras contuvieron a la niña. En ese momento,
los otros niños recordaron el sueño de Cristian y, enlaza-
do a esto, compartieron sus pesadillas.
Lucas dijo que el a veces sueña pero se olvida, mientras
que Rodrigo contó que el sueña que se cae y se despierta
sobresaltado. A su vez, Romeo comentó que, en sus pesa-
dillas, un zombie lo sigue, y que cuando se cae de un puen-
te, él se despierta.
Los niños comienzan a jugar a la pelota, ya que no qui-
sieron dramatizar estas pesadillas ni inventar una nueva.
Mientras, otros niños juegan con soldaditos y dinosaurios,
y Jazmín juega a cocinar. Todos se encontraban separados
en subgrupos, aislados los unos de los otros.
Se les planteó la posibilidad de jugar todos juntos, pe-
ro no fue tenido en cuenta y lo postergaron para el próxi-
mo encuentro.
En su juego, Cristian dice que los dinosaurios son ma-
los y hay que matarlos porque se comen a los humanos.
Lucas le expresó que él no opina así, que hay dinosaurios
herbívoros y que los humanos son malos por matarlos.
— 140 —
Jazmín le da la razón a Lucas, y Rodrigo tira un pelotazo
y rompe la escena de guerra entre dinosaurios y humanos.
Se le preguntó a Rodrigo sobre lo ocurrido: dice que no le
sucede nada y que no tiene ganas de hablar. Cristian co-
mentó que quiere jugar y prefiere no hablar sobre lo que
les pasa. Lucas agrega que a él le gusta jugar y que prefe-
riría quedarse más tiempo en el grupo. Se conversó sobre
quién lastima y quién sale lastimado; las diferentes for-
mas de pensar las situaciones vividas; las bombas que ex-
plotan por sorpresa y dejan a todos, buenos y malos, in-
defensos y lastimados.
Es importante destacar que, cuando surgían momentos
de confianza en los cuales los niños relataban situaciones
traumáticas vividas, se generaban disgregaciones produc-
to de la resistencia y la angustia que los relatos causaban.
En otro encuentro, el 2 de febrero, Jazmín inició el diá-
logo explicando que había faltado la vez anterior porque
estuvo enferma por una infección. Mercedes refirió que se
encontraba contenta porque el lunes no iba a venir. Al pre-
guntarle por qué motivo, comentó que se tenía que inter-
nar, sacar sangre, y agregó tener miedo a que le saquen to-
da la sangre.
Se les propone representar la escena temida por Merce-
des. Se repartieron los personajes, y una de las coordina-
doras interpretó el papel de madre. Jazmín fue la médica.
Lucrecia fue una enfermera mala. Cristian y Romeo inter-
pretaron el papel de amigos de la madre o de personas
que esperaban en el hospital.
La escena comienza en una fiesta; la mamá no sabía co-
cinar y Mercedes le enseñaba. En ese momento la niña se
rompe un diente, entonces llaman a una ambulancia para
que las pasen a buscar. Luego de ser trasladadas, esperan
mucho tiempo para que la atiendan en el hospital. Jazmín
fue una médica dulce que tranquilizaba a la niña herida.
Lucrecia era mala, y le dijo que le iba a poner una jeringa
— 141 —
muy grande de aquellas a las que Mercedes le tenía miedo.
La dramatización finalizó cuando la niña se fue con la ma-
má, ya estando curada.
Más tarde, se lleva a cabo otra escena en la cual las ni-
ñas cocinaban, Lucrecia era mesera, Cristian, Romeo y una
de las coordinadoras comían en el restaurante. Lo que les
servían era comida podrida, después paso a ser comida ri-
ca, pero la finalidad de esta comida era engordar a la gen-
te para después tirarla a un horno, quemarla y comerle la
cabeza. La coordinadora, al ser arrojada al horno, pedía
ayuda al resto, quienes se reían.
En este encuentro se visualizan las figuras de la madre
buena y la madre mala, representadas por la enfermera y
la doctora. El tema central fue la enfermedad, como la fan-
tasía de muerte. También se observaron los sentimientos
de desprotección, el sentimiento de soledad, la situación
de abandono o el cuidado negligente.
— 142 —
Lucrecia propone jugar al ahorcado en el pizarrón; mo-
mento en el cual Mercedes decide ingresar. Lucrecia la mi-
ra y pregunta si fue al cementerio, porque estaba vestida
de negro. Con cara de enojada, Mercedes le dice que no.
Durante el juego, Lucrecia se puso delante del pizarrón,
dibujó su nombre y le costó dejarle el lugar a los otros;
motivo por el cual Rodrigo comenzó a discutir con ella.
Mientras, Mercedes dibujaba una casa y su nombre. Cuan-
do es el turno de Rodrigo, escribe: “hospitalizado”.
Las coordinadoras les preguntaron a los niños los moti-
vos por los cuales participaban del grupo. Desde el piza-
rrón, Rodrigo comentó que concurre para jugar y hablar;
mientras Lucas expresó que lo hace para controlar cuando
se enoja y también para jugar.
Se les interpretó la fantasía de muerte y enfermedad y
se les preguntó si vieron al espacio como un lugar donde
uno acude para curarse. En todo caso, de que se tendrían
que curar, si fantasean con estar locos, y tener, como Me-
dusa problemas en la cabeza.
Hubo otro encuentro, el 31 de agosto, que por su im-
portancia relatamos detalladamente.
Se hicieron presentes Lucrecia, Mercedes, Lucas y Ro-
meo. Se les preguntó por qué creían que faltaban los que
no vinieron. Lucas comentó que piensa que es porque es-
tán de fiesta; Romeo, porque están enfermos o porque se
les hizo tarde. Mercedes refiere su idea de que no concu-
rrieron al grupo porque están cansados, y Lucrecia dice no
saber. Se les preguntó si creen que tiene que ver con que
ya pasó un año de trabajo, haciendo referencia al cum-
pleaños del grupo; Lucas hizo referencia a Cristian, indi-
cando que ya no concurre más. Mientras tanto, Mercedes
y Lucrecia leen una revista y hablan entre ellas. Romeo las
interrumpe y les señala que es mala educación que hablen
entre ellas sin escuchar lo que ellos expresaban: las niñas
no le contestan. Lucas mostró la remera que tenía puesta,
— 143 —
donde podía leerse el lema “Egresados”. En este momento,
se conversó sobre el viaje de estudio y las edades de cada
uno. Romeo comentó que están cambiados, que antes eran
revoltosos y ahora, tranquilos. Lucrecia agrega que fueron
creciendo. Romeo refirió que se conocen y que lograron
ser amigos.
Se hace referencia a que pasa cuando algo termina. Lu-
crecia refirió que empieza otra cosa y Lucas manifestó que
se empieza de nuevo. Se hizo hincapié en la idea de sepa-
ración, en el cumpleaños del grupo y las edades, relacio-
nándolos con el crecimiento.
En el encuentro, Mercedes insistió en varias oportuni-
dades en jugar al gallito ciego. Luego de realizado el jue-
go, se les preguntó qué pasa cuando uno no puede ver.
Mercedes expresó que se podrían lastimar. Lucrecia co-
mentó que se puso nerviosa. Romeo se enojó cuando no
podía agarrar a nadie; y luego Lucas agregó: “También po-
dés lastimarte por no ver lo que nos pasa.”
Posteriormente, manifestaron sus ganas de dibujar. Lu-
cas no quiso y se mostraba muy distraído por momentos.
Mercedes dibujo un árbol y Lucrecia, su nombre con una
estrella debajo y manchas. Luego las tapó con plasticola.
Se le preguntó qué era. Contó que era su nombre con una
estrella. Agrega que abajo había árboles (manchas) y se ríe
mientras dice que unos taladores los mataron. Mercedes
comenta que su árbol creció, y Lucrecia dice que puede
empezar de nuevo en una hoja en blanco. Lucas señala
que tiene relación con lo que venían hablando, con empe-
zar de nuevo, y que si hay cosas que no nos gustan hacer,
hay que cambiarlas, hay que solucionarlas. Romeo lo rela-
ciona con el aburrimiento y con jugar para divertirse. Lu-
cas agrega que hay que hacer algo y no tapar las cosas.
Si bien continuaron presentes las fantasías de muerte y
destrucción, en este encuentro se pudo observar la idea de
reparación, identificando las situaciones que los afectan y
— 144 —
la manera de poder cambiar. Se los notó esperanzados con
la posibilidad de superar las dificultades y generar nuevas
experiencias. En el dibujo de unos árboles que ya no es-
tán, porque unos taladores los mataron, es donde mejor se
observan los traumas vividos. También se pudo visualizar
cómo aparecen allí cuestiones de índole reparatoria que
quedan de manifiesto en qué les gustaría ser cuando sean
grandes, y cómo algo del grupo queda en cada uno y cada
uno se lleva algo del otro.
Conclusiones
— 145 —
duelo por el cuerpo de niño, ya que iniciaban su pubertad.
En el espacio grupal, la confianza y el respeto generados
entre los participantes, como así también el afecto que los
unió, operaron a nuestro entender como la mejor de las
curas.
Por otra parte, compartimos la idea de que en esta te-
mática es necesaria la mirada interdisciplinaria, que gene-
re una práctica de interrelaciones entre las instituciones.
Porque, como es sabido por los profesionales que trabaja-
mos en esta temática, los tratamientos de niños que han
sufrido malos tratos tienen la particularidad de la interlo-
cución permanente con otros actores que participan de la
situación. No sólo se realizan entrevistas a los padres o
responsables de los niños, sino que también se trabaja
con los organismos de protección, los juzgados, las fisca-
lías y defensorías; y por este motivo es fundamental tener
un diálogo fluido y diseñar estrategias con los profesiona-
les que componen estas instituciones.
— 146 —
Bibliografía
— 147 —
Volnovich, J. E. y Fariña, Nicolás (2011): Infancia, subjeti-
vidad y violencia, 200 años de historia, Buenos Aires,
Lumen.
— 148 —
La grupalidad en juego
Crónica de una Supervisión *
— 149 —
no pudo ser elaborado y resignificar lo que en su momen-
to se significó mal”. Esto se produce a través del encuadre
y de las transferencias múltiples. La pertenencia da la
oportunidad de investir el sostén narcisista con la posibi-
lidad de reparar y crecer. Gilles Deleuze expresa: “No hay
sujeto antes de un vínculo.” 32
Comentarios clínicos
— 150 —
logía entre la piel como envoltura orgánica del cuerpo y la
consciencia como superficie del aparato psíquico. Un movi-
miento que va y viene entre lo carnal y lo intelectual, entre
la clínica y la teoría. Un intento de ensamblar la experiencia
de la vida corporal con las concepciones freudianas del Yo.
En el del 27 de abril, Mercedes vuelve como un fantas-
ma, desde el cementerio o “del más allá”, vestida de negro.
Necesita saber que está viva, identificándose con su nom-
bre y en una casa que desea tener, pues vive en un hogar.
La sesión fue sobre la vida y —nuevamente— sobre la
muerte, el cumpleaños y la hospitalización.
Por último, llega el encuentro del 31 de agosto. Está por
terminar el grupo terapéutico. Fue un año de trabajo in-
tensivo, en el que pudieron “abrir los ojos” para ver algu-
nos de sus conflictos; pero también los tuvieron “cerra-
dos” para otros momentos y desafíos, en los cuales po-
drían llegar a lastimarse si no “ven” contra qué obstáculos
pueden enfrentarse y chocar contra ellos.
En las tres sesiones expuestas, la palabra fiesta siempre
está presente, lo que indicaría que el trabajo grupal, ple-
no de encuentros y desencuentros, fue una situación fes-
tiva. Allí pudieron abrirse, vincularse, expresar sus temo-
res y, sobre todo, estar con pares, lo que les permitió com-
partir el sufrimiento, dándoles así la posibilidad de no
sentirse solos mientras hay un otro que responde y sostie-
ne. También el amor está presente. El grupo permite de es-
ta manera la formulación de vínculos y de apuntalamien-
to, a la vez que da respuesta a la desolación, el desampa-
ro y el desvalimiento, y crea, arma y desarrolla sostenes
afectivos en el lugar donde éstos fueron desanudados. To-
do esto constituye, sin lugar a dudas, la fuerza y la singu-
laridad del trabajo grupal.
— 151 —
Siguiendo el proceso
34 Fernández, Ana María (1998): El campo Grupal, Buenos Aires, Nueva Vi-
sión.
35 Lacan, Jacques (2002): El Seminario 13-14, Buenos Aires, Paidós.
36 Onofrio, Graciela: Especialista en trastornos en conducta alimentaria y
psicoanálisis, Clase en APSA.
37 Cantarelli, Mariana: co-coordinadora del Grupo 12, coautora de Del frag-
mento a la situación. Notas sobre la subjetividad contemporánea.
— 152 —
que haber una cohesión para que este dispositivo/movi-
miento pueda tener valor de subjetivación. Analizamos
además la existencia de una lógica totémica y de una lógi-
ca mítica. (¿la primera sería la curación, el ser feliz, la rea-
lización de los sueños?). En el festín totémico se autoriza
—justamente— el contacto con el tótem (¿o comida que
alimenta con amor?). Por otro lado, la función de la lógica
mítica permite crear cosas diferentes, recrear lo atávico y
ancestral, en identificaciones con su simbolismo. Amor o
muerte, esos son los mitos fundacionales del grupo (E. Gi-
berti).38
La producción del conjunto es creativa y reparadora. En
una sesión, los niños rompieron una pared en un juego
brusco con una pelota. Al encuentro siguiente, trajeron
elementos para arreglarla. En esta anécdota, se puede ob-
servar con cierta claridad como la piel agujereada por el
desafecto, por la falta de caricias y de amor —o en su ex-
tremo por violencia de toda índole: emocional, malos tra-
tos o golpes—, se parangona en la pared lastimada y hun-
dida por el pelotazo, que puede ser asistida, recompuesta
y reconstituida. Hay una fuerte respuesta en la vivencia y
en el contacto corporal. Así como una re-construcción del
vínculo, del lazo social y de lo solidario. Nuevamente, apa-
rece la metáfora del Yo-piel. Del mismo modo, la fiesta es
una celebración, pero también una negación de lo destruc-
tivo y de lo dramático de sus vidas (lo tanático), y funcio-
na como un paréntesis que puede reestructurar todo nue-
vamente y ser dador de un sentido distinto y enriquecedor
al suceder de lo cotidiano.
Para los integrantes del grupo, la mirada amorosa de las
terapeutas —y por momentos, la de sus pares— actúa co-
mo reconocimiento y como prueba de su valor. Les otorga
una investidura y un apuntalamiento distinto, cuando en
— 153 —
realidad todos estos pacientes llegaron con el fracaso de
las desinvestiduras (Kaës 39). Durante el transcurso de las
sesiones, el objeto hace al sujeto, y ellos se disfrazan con
los elementos que los hacen sentirse otros (por ejemplo,
Paola como una princesa que se viste con tules, que la
ocultan y la hacen aparecer en un rol que le permite jugar-
se, en un lugar que no es el de la vida real). Este movi-
miento se puede ver, por ejemplo, a través de la obra No
Yo de Beckett. No yo él/la que sufre; no yo él/la que vive
fuera de este cuerpo grupal que me sostiene y contiene.
Por otro lado, irrumpe y surge el juego como una expe-
riencia corporal muy vívida e intensa, de piel a piel. Los ni-
ños se arman de una tarea grupal, alrededor de la cual ca-
da uno despliega su imaginario. Existe asimismo una in-
terfantasmatización al interior del grupo y su aparato psí-
quico (Lebovici-Anzieu 40).
De esta forma, se podría considerar al grupo como cam-
po transicional, según la definición y el concepto de Win-
nicott.41 En este grupo, se trabajó haciendo una cronolo-
gía e historizando y focalizando su desarrollo desde el co-
mienzo hasta su finalización, y así con cada historia en
particular, lo cual les dio a los pacientes tiempo y trans-
formación, a través de abordajes novedosos y beneficio-
sos, sesión a sesión.
Cada reunión contó con una multiplicidad de elementos
que aportaron ellos y las terapeutas. Quedando cerrados
—pero no encapsulados— como capítulos de un ciclo que
tenía sistematicidad y continuidad, semana a semana. En
este aspecto, creemos que es más sencillo unir las piezas
— 154 —
individuales —las partes— y dar forma al cuerpo grupal —
el todo— que partir y trabajar desde una concepción in-
versa dentro del grupo. Es decir que distinguimos, propo-
nemos y defendemos un psicoanálisis grupal —y una téc-
nica, un método, un encuadre y un abordaje— que desde
ese lugar permita llegar a los individuos, para que estos se
sientan allí interpelados y a su vez “tocados”. Incluso se
notó cómo el rol estructurante del lenguaje en el incons-
ciente actuó y fue conformando un inconsciente grupal,
un cuerpo entramado de voces distintas y disímiles.
— 155 —
Las viñetas clínicas contadas en cada supervisión no ca-
recieron de emoción ni de ternura, además de provocar mi
admiración por dos terapeutas noveles que, transitando
sus primeros pasos en la tarea grupal, no se atuvieron so-
lamente a la teoría —que remite a un ideal— sino que se
dejaron llevar por su intuición en el aquí y ahora. Ellas en-
frentaron entonces —cabal e íntegramente— esas situacio-
nes vitales de desamparo, desvalimiento e inermidad,
dándoles —y restituyéndoles— así a cada uno/a parte de
la identidad perdida o tal vez nunca constituida, además
de otorgar un plus de apego y empatía.
En general, los procesos grupales satisfacen las necesi-
dades narcisistas de encontrarse con espejos multifacéticos,
no solamente para descubrir la propia imagen, sino tam-
bién para fundirse en la imagen del otro. Un otro que des-
cubre en sí mismo lo oculto del lado oscuro del espejo.
— 156 —
Bibliografía
— 157 —
— 158 —
El dolor institucional
Jorge Volnovich
— 159 —
po mortificado: “¡Mostrale al doctor las cicatrices de tus
brazos!”
Y el chico obediente mostraba las marcas de la cruel-
dad.
“Mostrale también como te dejaron la espalda…”
Cuando amagaba sacarse la camiseta, con delicadeza,
recato —y por qué no, con pudor—, lo tomé de la mano y
para su evidente alivio le dije: “¡No hace falta…!”
Volví a verlo, decididamente conmovido, y le pregunté:
“Andrés, ¿en qué puedo ayudarte?”
Fue entonces que comenzó a mover sus brazos y su tor-
so con movimientos espásticos, en donde llamaba la aten-
ción el reflejo defensivo por el cual su brazo derecho se
alargaba y se retraía acompasadamente, como lo hace un
boxeador en su afán de medir distancias con el rival.
“Me dijeron que me van a dar una psicóloga”, dijo con
voz clara para mi oreja, sorprendida de que un niño pobre
y abandonado supiera que existen psicólogas.
“Buenos Aires —pensé—, si hasta los niños y niñas vul-
nerados y vulnerables saben de la existencia de psicólo-
gos, como para no dudar de que toda oferta precede a la
demanda.” Mientras el acompañante ratificaba entusias-
mado en un gesto alegre la idea del pibe de tener una psi-
cóloga, yo buscaba en mis entrañas hacerle honor al cargo
de director del Centro de Atención de Niños y Niñas vícti-
mas de malos tratos.
“Bueno, está bien… Veré de designar una psicóloga para
que trabaje con vos, y luego te integre a un grupo, con
otros chicos de tu misma edad que tienen problemas comu-
nes a los tuyos”, y girando hacia el operador acompañante
le dije: “Pero me tienen que garantizar que, si se va del Pa-
rador, sea donde fuere, va a continuar viniendo a nuestro
centro.”
— 160 —
Todos satisfechos. El pibe marchándose mientras exten-
día su brazo derecho como un resorte, imaginando a la
psicóloga a quien iba a “matar a piñas”. El operador, con
una sonrisa de oreja a oreja y la satisfacción del deber
cumplido; y yo, pensando cuál iba a ser el cuerpo sacrifi-
cial “psi” apropiado para recibir los golpes.
Andrés vino a dos entrevistas con una amiga y colega
de nuestro centro. Sin embargo, pocos después supimos
que ya estaba en calle por esas circunstancias infortuna-
das, de aquellas que nunca faltan, y en este caso tenían
que ver con el hecho de que el Estado amenazaba enviar-
lo a un abrigo de la Provincia de Buenos Aires, bien lejos
de su territorio conocido.
Así que no retornó. Las promesas generalmente no se
cumplen en lo que hace a los derechos de los niños y las
niñas.
Todavía su dolor de la tortura es también mi dolor, así
como el dolor de su “no vuelta”. Dolor en el cuerpo de los
profesionales que trabajan en esta institución. Porque no
es la institución la que siente dolor, sino los hombres y las
mujeres que la transitan.
No se trata del dolor frente a la pérdida, cosa que le re-
sulta familiar al psicoanálisis y que suele acompañar las
necrológicas ilustres:
“El cuerpo de profesionales de la Institución deplora la
muerte de su querido…” No es el cuerpo de profesionales,
sino el cuerpo de los profesionales y el de todos los agen-
tes sociales, los que padecen el dolor institucional de la
pérdida.
Pero también sufren el mismo dolor frente a la tortura
que una política fascista ha legitimado antes y después del
11/9. “La tortura ayudó a salvar vidas”, dijo el desfachata-
do de George Bush en su último texto público, y me pre-
gunto si la tía de Andrés será su lugarteniente. O tal vez
— 161 —
cada uno de los esbirros del Proceso Militar en la Argenti-
na que buscan desculpabilizarse con el mismo argumento;
infructuosamente digo, ya que pertenecemos honrosa-
mente a uno de los pocos países del mundo que no deja
impune a los criminales genocidas.
Puedo entender y sentir el dolor de Andrés como si fue-
se mío. Ya nuestro gran abuelo Segismundo nos hablaba,
en su ensayo donde analiza las masas como el yo, y al yo
como a las masas, sobre la identificación del dolor del
otro, como transitiva y trasductiva.2
Tampoco es menor el dolor del hambre, la negligencia
o el abuso sexual. Dolor por el padecimiento; padecimien-
to del dolor. Son aquellos estímulos que transponen los lí-
mites de las barreras de protección del organismo institu-
cional, para abrir heridas y provocar daños que, aun des-
pués de que ha cesado la agresión, quedan indeleblemen-
te pulsionados en las memorias y los corazones de los ni-
ños y niñas, así como de los que convivimos con ellos.
Pero también es dolor por el fracaso de los recursos
tendientes a mitigarlo, ya que en un universo instituido de
banalidades, regado a millones de pesos malgastados, qui-
zás como nunca en la historia de la infancia; sabemos del
vacío y la fragmentación que los anima piadosamente bas-
2 Sigmund Freud escribió en 1917 Psicología de las Masas y Análisis del Yo atra-
vesado profundamente por la experiencia de la revolución rusa y en el cual
analiza a la Iglesia y al Ejército como instituciones totalitarias creadas por un
tipo de subjetividad edípica dominante y dominada. Poco tiempo antes, había
escrito Consideraciones sobre la Guerra y la Muerte, donde el dolor de la muer-
te de su hijo en combate lo vuelve uno de sus escritos más transductivos de
su obra. Esta lógica transductiva, inicialmente ligada al carácter transitivo en
las matemáticas, es inicialmente desarrollada por H. Lefévre y luego por Si-
mondon, para finalizar en Lourau que lo adaptó al análisis institucional. Con-
sidera el campo humano desde una perspectiva holística, donde saber, expe-
riencia, emociones y hasta la biología funcionan inmanentes en lo singular y
en lo colectivo, ya sea concientemente o inconcientemente. Se trata de un re-
lato, un verdadero diario de a bordo de la vida, las instituciones y la sociedad
en un sentido político-subjetivo. Recomendamos la lectura de uno de los últi-
mos textos de Renée Lourau que denominó Implication et Transduction.
— 162 —
tardeado con el nombre de “redes”. En efecto, nada provo-
ca mayor dolor que la herida de la desesperanza.
Pero retornemos al dolor hiperreal, aquel que deviene
de los mecanismos opresivos, disciplinadores, esclavizan-
tes, negadores de la subjetividad del otro como semejan-
te y diferente, de cuerpos aniquilados; y junto a ellos, de
la ética que nos anima.
Esta ética transita los medios hipercodificados de la
posmodernidad con el nombre de “Recursos del Estado”. Si
de recursos instituidos se trata, digamos que los años pa-
san, los pibes y pibas llegan a los 18 años y todavía se de-
ben utilizar abrigos, paradores u hogares como formas de
contención social, ya que ni la familia, la escuela o la asis-
tencia social generan prácticas de protección consistentes
y coherentes para con ellos.
Digamos que se trata de otros recursos frente al dolor,
en especial los recursos con que contamos los seres huma-
nos: el deseo, los afectos, la creatividad. Sólo que el dolor
no espera, ya que está narcisísticamente investido como
para negar al otro y listo para lo peor.
El dolor no es como la angustia institucional. El dolor es
reflejo del exceso; mientras la angustia es la evocación de
la falta; en especial de lo instituido. En todo caso, frente a
la angustia todos podemos correr como quien nos lleva el
diablo para atrás, para adelante, o volvernos locos de im-
potencia. También es posible combatir dicha angustia con
las “pasiones alegres” de las que nos habla Spinoza, y ge-
nerar lazos libidinales creativos e instituyentes.
Pero con el dolor no se juega: lleva a lo peor y a lo me-
jor. Lo peor es mantener la herida abierta del goce mortal,
una cierta afición a la crueldad y a lo brutal. Lo mejor es
generar la sensibilidad moral, vía identificación simbólica,
respecto de valores éticos que privilegian los derechos de
los más chicos. En ese sentido, el dolor institucional nos
une, reconstruye redes solidarias y crea nuevas amistades.
— 163 —
Sin embargo, existen otros destinos para el dolor insti-
tucional, su desplazamiento a otra parte del cuerpo eróge-
no institucional, como podría ser el dolor frente a la falta
de reconocimiento de la tarea primaria, lo cual nunca de-
ja de ser razonable sobre todo cuando se trata de institu-
ciones del Estado.
O también el desplazamiento en esas formas de explo-
sión paranoide que llevan al enfrentamiento político y
subjetivo entre profesionales de una misma institución,
de un mismo género, de una misma ideología política, o
simplemente que comparten el mismo ideario de repara-
ción social.
No terminan ahí las vicisitudes del dolor de las institu-
ciones en la posmodernidad si no consignamos esa forma
de síndrome de Asperger institucional, esa especie de au-
tismo en el que el vacío de significación anestesia todo ti-
po de dolor, aun cuando se pueda ser consciente del sen-
tido trágico que impone al abuso de poder.
De esta manera, la desimplicación resulta, mucho más
que una causa, un efecto mulhmanizado,3 es decir, o sea
proféticamente fracasado de un dolor que se creía mitiga-
ble con la esperanza y se volvió irreparable, enseñando
una y otra vez el daño institucional producido.
Éstos son, digámoslo, los destinos del dolor en función
de traumas ominosos. Pero también existe un dolor que
deviene, que se construye, porque no es traumático y pa-
sado sino acontecimiento y devenir.
Se trata del dolor perfomático que en su discurso pro-
ponen los medios de comunicación modernos sobre lo que
— 164 —
es el dolor. No sólo eso, existe un dolor impostado, pro-
fundamente cínico.
Esto nos genera un verdadero desencuentro esquizofré-
nico con nuestro propio cuerpo y con el cuerpo del otro,
cuanto más niño o niña, con la ternura, la gracia y el inge-
nio infantil o adolescente, absorbidos, consumidos, en
una creciente medicalización psicotrópica de este mismo
dolor.
Paradoja que precede al DSM 5 y el auge de las neuro-
ciencias para tratar el dolor como uno más de los epifenó-
menos de los cuales puede dar cuenta. Quiero decir que ya
no se trata del dolor físico o psíquico, tampoco del dolor
emocional, singular o colectivo, sino de las estrategias pos-
modernas plenas de consumo y psicofármacos OTC (over
the counter: venta libre) para generarlo y mitigarlo, aun
cuando no es auténtico.
Precisamente, si decimos que las drogas hacen que algo
de la subjetividad desaparezca, digamos que la tentativa
de mitigar el dolor, más que dejar paso al réquiem fantas-
mático por la pérdida o la palabra frente al exceso, nos si-
túa frente la anestesia psicotrópica y el vacío de significa-
ción que genera el vuelo insensible del mercado.
Ésta es la paradoja que propone la posmodernidad, y
que responde a la paradoja del inconsciente. Si aprendi-
mos con el psicoanálisis que la frustración y el dolor son
condiciones para la libertad, el consumo propone mitigar
el dolor asegurando la esclavitud.
Hace una semana, me comunicaron que Andrés retorna-
ba. Pocas veces un pedido frío y formal de una Defenso-
ría 4 me emocionó tanto.
— 165 —
Solicitaba su vuelta al tratamiento ya que, después de la
calle y otros infortunios, nunca menores, él mismo pidió
volver a ver a su psicóloga. Recuerden: el niño apenas tie-
ne 9 años.
Lo mismo sucedió, y corro el riesgo de que me consi-
deren sobreimplicado, cuando N., una joven de un barrio
de emergencia, de 15 años, linda y humilde, que fuera
objeto de incesto paterno (con un bebé de 1 año para
probarlo), me dijo: “Milito en una agrupación del bajo Flo-
res dando clases de apoyo a los más chiquitos. ¡Somos
kirchneristas!” 5
Es un reencuentro, un devenir en un territorio existen-
cial, en el lugar menos pensado; tal vez, atravesado de po-
tencias e intensidades instituyentes, caóticas si se quiere,
pero profundamente humanas.
Ese territorio existencial, al cual vulgarmente denomi-
namos espacio psicoterapéutico, pone en juego sentimien-
tos tan primarios y al mismo tiempo tan complejos que
nos atraviesan inconsciente y conscientemente hasta la
médula de nuestro ser.
Eso sí, para los chicos y las chicas representamos ini-
cialmente los interrogadores policíacos a los que cuanto
menos se les cuente mejor, los delatores del juez, los su-
brogantes del Estado saca-chicos, mientras las lágrimas
sacuden nuestra fibra más íntima ante la mirada desalen-
tada de un niño que no puede ser adoptado, ni tiene más
que una familia golpeadora como soporte.
En efecto, el dolor no viene en un envase atractivo, en
especial en los adolescentes que ya han transitado todo ti-
po de horror. Se presentan victimizados y/o resentidos;
muchas veces, convencidos de que la vida no vale nada y
— 166 —
entregados al goce de la drogadependencia o de la prosti-
tución.
Frente a ello siempre me pareció adecuado tener pre-
sente la metáfora que impregna la filmografía de Kurosa-
wa. Cuando su anti héroe en “Kagemucha, Sombra del Sa-
murai”, quiere huir muerto de miedo, pero debe quedarse
sentado en una silla inmóvil en el tope de una montaña,
asistiendo a una guerra y dirigiendo un ejército, un su-
puesto comandado le dice, con voz grave: “La montaña, no
se mueve.”
La metáfora alude al líder, el jefe del ejército que debe
permanecer impertérrito en la batalla, como demostración
de poder para evitar la fragmentación del “cuerpo” ejército.
Sin embargo, no me refiero en este caso al patriarcado,
al padre o a su subrogante como figura cultural dominan-
te, sino a la propia montaña en su valor cultural-simbóli-
co-ecológico-político y subjetivo como referente. En efec-
to, los jóvenes deben saber que, los comprendamos o no,
siempre estamos allí. Las montañas, como sabemos, se
mueven; pero, como ellas, ¡estamos allí!
Estamos allí presos de la culpa social, viviendo la fanta-
sía de adoptarlos a todos, pero fundamentalmente como
brújulas, en especial para aquellos que revelan, como todo
niño o niña, esa capacidad de ternura y empatía capaz de
derretir todas y cada una de las piedras de nuestro camino.
En efecto, semeja reduccionista el término “psicotera-
pia” o “tratamiento psicoanalítico” de un niño, niña o ado-
lescente traumatizado por una vida de malos tratos, por-
que la dimensión subjetiva del espacio dialógico y lúdico
amplía, hasta el límite de lo impensable, la fantasía, los
sentidos y hasta la biología de nuestro ser.
También, lo insoportable ocupa aquí un espacio tan im-
portante que no es una mera anécdota que la sobrevida de
los que trabajan en este campo sea corta y trágica.
— 167 —
En todo caso, la implicación simbólica que anima a
quienes “escuchamos” el dolor institucional, junto al de
los niños y niñas víctimas del dolor, es un ejercicio de ver
al otro como semejante y diferente, y depende de las rela-
ciones políticas-subjetivas que animan una sociedad.
Desde mi punto de vista, lo importante es que, frente a
los factores que producen el dolor institucional, el amor al
otro como diferente solo está garantizado hoy por el dere-
cho, y con ello no me refiero sólo al derecho escrito en la
constitución y las leyes, sino al inscripto simbólicamente
en el imaginario social. Este derecho es el que impide que
se borren las diferencias de género, generacionales, étni-
cas, religiosas, linguísticas o culturales.
Pero es precisamente el derecho lo que vuelve también
inadmisible cualquier tipo de dolor reactivado en la vícti-
ma cada vez que se desarrollan actuaciones en la justicia.
Mucho menos, la continua exposición a pericias o entre-
vistas, que son cuchillos en la carne del niño herido, sin
contar las denominadas revinculaciones que las institucio-
nes de protección proponen con familiares incapaces de
proteger al niño del dolor o son agentes activos de éste.
En otras palabras, el derecho impide el dolor del cuer-
po discriminado, esclavizado, torturado, violado. Eso es lo
que hace que el amor al semejante aluda esencialmente a
los derechos humanos, y por eso trabajamos junto al niño,
niña y adolescente como sujeto de derechos, porque sin
los derechos humanos no hay amor que valga.
Es esta interpretación del derecho lo que mitiga el do-
lor y renueva nuestro compromiso en transferencia o, me-
jor dicho, en la implicación simbólica que nos ubica como
una buena oportunidad para muchos niños, niñas y ado-
lescentes.
Aun así, el dolor de los niños como Andrés nos afecta:
¡por suerte!
— 168 —
Epílogo
— 169 —
palabra; poner la escucha al servicio de ese huidizo indi-
cio del inconsciente que, más allá de la realidad psíquica,
pone de manifiesto algo acerca de las relaciones sociales,
políticas, económicas, éticas; superar la sordera que ga-
rantiza el confort de una práctica profesional “imposible”;
postularse como referentes para esos “cuasi desechos hu-
manos”, son las tareas a las que se han abocado quienes
firman este libro; es la responsabilidad que han asumido.
Doble mérito:
• en principio por haber propuesto la clínica grupal
desde diferentes posiciones teóricas, ya que no se trata de
oponer otras clínicas terapéuticas al psicoanálisis; tampo-
co, confrontar al psicoanálisis individual con el psicoaná-
lisis grupal; antes bien, la iniciativa apunta a señalar las
diferencias entre un psicoanálisis (individual o grupal, da
lo mismo) al servicio de la adaptación sumisa al sistema,
y un psicoanálisis que conserve la intención de subvertir
al sujeto, no sólo para “liberarlo” de ataduras opresivas y
superyoicas, sino también para ligarlo con los soportes
simbólicos que le faltan,
• después, haberlas registrado sin concesiones, con cru-
deza, mostrando las heridas y a los heridos en un inter-
cambio franco, genuino y descarnado, con un estilo trans-
parente que no elude el reconocimiento del dolor y la fu-
ria… que no elude abonar, al mismo tiempo, la esperanza.
Esos niños, estos jóvenes —sobre todo, aquellos que
han sufrido maltrato deliberado, abuso sexual, u otros ul-
trajes— se postulan como disparadores, conllevan un de-
safío para pensar a la infancia bien tratada: a los niños y
los adolescentes asistidos con dignidad y respeto. Inte-
gran un universo de pibas y de pibes, jóvenes que se resis-
ten frente a los dispositivos de captura con que la familia
burguesa (tal cual se anunció en el siglo XVIII y se pronun-
ció en el siglo XIX), las instituciones pedagógicas, el siste-
ma jurídico y las instituciones asistenciales pretenden “so-
— 170 —
cializarlos”. Acarreando las secuelas de las violencias que
los conformaron, aseguran el fracaso de los dispositivos de
captura: dispositivos presuntamente terapéuticos que es-
tán sujetos al peligro de quedar tributarios de pautas de
adaptación al servicio del control social; dispositivos seu-
doterapéuticos que corren siempre el riesgo de fracasar al
triunfar cuando los convalidan y consagran en la posición
de víctimas, con la mejor intención de mitigar el estigma
que se les adscribe por pertenecer a una “clase peligrosa”.
Freud fue muy explícito cuando consideró el puente que
une lo individual con lo social: “En la vida anímica indivi-
dual aparece integrado siempre, efectivamente, ‘el otro’, co-
mo modelo, objeto, auxiliar o adversario, y de este modo, la
psicología individual es al mismo tiempo y desde un princi-
pio, psicología social, en un sentido amplio pero plenamen-
te justificado.”
Entonces, es ese “otro” el que aporta las claves para des-
cifrar las relaciones del sujeto con la cultura. El “otro” es-
tá perpetuamente presente en la vida psíquica individual,
y cuando Freud incluye la determinación de la estructura
social en el seno de lo propio, comienza por “las relacio-
nes del individuo con sus padres y hermanos, con la perso-
na objeto de amor y con su médico. Esto es, todas aquellas
personas que hasta ahora han sido objeto de la investiga-
ción psicoanalítica pueden aspirar a ser consideradas fenó-
menos sociales...”
Porque el caso es que ese otro, presente en el origen in-
dividual, es inevitablemente resultado del Otro social, del
sistema de producción y de la cultura en la que cada uno
y cada una se inscribe. De manera tal que el otro no tiene
por qué quedar clausurado o restringido en su presencia
empírica de objeto; no tiene por qué soldarse con su exis-
tencia estrictamente material. Ese otro es el papá, la ma-
má, el hermano, la maestra y el médico, pero es también
un Otro siempre presente en la vida psíquica individual. Y
— 171 —
muchas veces ese Otro omnipresente es un Poder despóti-
co y feroz. Entonces, como lo que motiva a quienes acom-
pañan a esa población maltratada y abusada es la inten-
ción de desmontar los fundamentos subjetivos que garan-
tizan la reiteración de la violencia —quiero decir: los pro-
cedimientos por los cuales el Poder captura al sujeto va-
liéndose de una complicidad consciente e inconsciente, y
se sostiene por consenso—, resulta necesario poner de
manifiesto las trampas que, desde dentro de nosotros mis-
mos, se oponen a que podamos rebelarnos y desobedecer
a ese Otro mortífero y feroz.
Desde el inicio, desde el nacimiento, e incluso antes de
nacer, la construcción de nuestra subjetividad está signa-
da por la impronta y por las marcas del Otro. Nuestra sub-
jetividad se construye en las trincheras de la herida abier-
ta por el desamparo original, y así el intento de atenuar
con la soldadura omnipotente al Otro la indefensión abso-
luta se transmuta en una vana ilusión. De allí en más, des-
de el nacimiento en adelante, la relación del sujeto con su
“realidad” transitará por las marcas selladas en el incons-
ciente por el vínculo con el Otro.
La situación de extremo desamparo social, la experien-
cia de inermidad por la que atraviesan estas niñas y estos
niños impide cualquier iniciativa de identificarse con algo
más que con un deseo mortífero. Por ejemplo, en una so-
ciedad donde impera la violencia social, en una cultura
que tiende a la desaparición, el exterminio de los jóvenes,
de los que sobran, el deseo de muerte se inscribe en el in-
consciente de los adolescentes como discurso del Otro y
se expresa a través de pasajes al acto destructivo hacia los
demás y hacia sí mismos. Violencia ejercida, violencia pa-
decida, da lo mismo porque en esos pibes se esfuman los
límites entre víctimas y victimarios. Ese Otro opera como
base de la destructividad; pero sobre todo, de la autodes-
tructividad que los habita.
— 172 —
Esa indefensión original los (y nos) predispone, decía, a
quedar subordinados al Poder, y el Poder exige sacrificios:
sacrificios humanos. El Poder exige sacrificios, pero ade-
más, necesita el consenso. Triste es reconocerlo, pero cap-
turado por el discurso del Poder, el sujeto se ve impulsado
a colaborar para sostenerlo. Complaciente y cómplice, el
sujeto contribuye a reforzar la omnipotencia del Poder. Y
el Poder apela al consenso, promoviendo la identificación
que liga el deseo a las representaciones que el mismo Po-
der le ofrece. Representaciones mortíferas: “destrúyete a ti
mismo”, “extermina a los otros”, a los minúsculos otros.
El Poder tiene sed de consenso. Es muy probable que el
operativo de instalar en el imaginario social la figura de
adolescentes violentos y peligrosos, encubriendo las cau-
sas que los generan, no sea una acción tan neutral ni tan
inocente como podría creerse. A esos jóvenes los acecha
una temporalidad sin futuro y una desafiliación marcada
por la exclusión del trabajo y la falta de inscripción en for-
mas estables de sociabilidad. Esos adolescentes, víctimas
de la reconversión neoliberal de la economía mundial, tie-
nen muy mala prensa y son objeto de una verdadera cam-
paña difamatoria por parte de los medios de comunica-
ción de masas, a la que contribuyen, muchas veces, los
“expertos”. Esos jóvenes son visualizados, por el grueso
de la población, como “negrito violento, abusador, villero
y drogadicto”, perteneciente a una “clase peligrosa”. Y a la
“clase peligrosa”, ya se sabe, le espera encierro, “mano du-
ra” y leyes muy severas.
Pero ese Poder no es tan absoluto como parecería ser, ni
son sus marcas tan implacables. Hay un excedente de
energía innovadora generada por las propias contradiccio-
nes del sistema, que la represión no logra clausurar. Esta
fuerza instituyente resiste, indoblegable, la intención de
captura y alimenta un efecto de apertura. La propia situa-
ción analítica puede reforzar, por vía del poder de la trans-
— 173 —
ferencia, la sujeción al “Otro”. Pero también puede ayudar
a deconstruir mitos.
El psicoanálisis puede ayudar a una resignificación que
posibilite desmontar la relación del sujeto con el Poder,
además de ayudar a construir un sistema de representa-
ciones que restituya el derecho a pensar y a sentir, y la fa-
cultad de hacerlo, y contribuir en la búsqueda de una re-
conciliación del sujeto con sus pasiones alegres.
Aprovechar esa tensión como fuerza productiva supone
conciliar la autoconservación con la autopreservación, en
la singularidad del sujeto psíquico que atraviesa una expe-
riencia potencialmente traumática, en la que la supervi-
vencia se consigue a duras penas, a costa de renunciar a
los valores más caros de la identidad, o alternativamente,
cuando ser consecuente con los principios que el yo insta-
ló como fuentes de identidad supone lisa y llanamente
perder la vida.
Entre el dolor y la furia existe un espacio, también, para
la esperanza, cuando se abren las vías para recuperar la po-
sibilidad de crear, de esperar, de producir una transforma-
ción en la teoría y en la posición subjetiva. Ahí, todo pue-
de confluir hacia el ineludible esfuerzo por preservar una
distancia, abrir una brecha entre las mortíferas ofertas de
identificación que el Poder propone, para que algo del de-
seo circule por ese espacio vacío. Si hay un otro que pueda
escuchar y desear, si hay un otro que permita la palabra, al-
go de la violencia aniquiladora, algo de la compulsión des-
tructiva, puede dejar lugar a una organización fantasmáti-
ca que se inscriba en la trama social, a la manera de acción
transformadora. Ésa es la experiencia que las autoras y los
autores de este libro ofrecieron generosamente.
Porque, como afirmaba antes y como lo confirma la ex-
periencia de grupos psicoterapéuticos con niñas, niños y
adolescentes, el Poder no es tan absoluto como parece, ni
son sus marcas tan inexorables.
— 174 —
Quienes firman los textos precedentes, con su interven-
ción deliberadamente discordante, quiebran el mandato
del silencio y hacen oír su voz “inadecuada”, que vehiculi-
za la voz del deseo aplastado por el desbordante discurso
del Poder omnipotente. Por encima del silencio y la cegue-
ra, denuncian al mismo tiempo la tragedia y el cortejo de
imposturas que la hace posible. De modo tal que el solo
hecho de ofrecer testimonio de existencia abre un espacio
para los gritos humanos que, cuando son escuchados, se
vuelven palabras. Gritos-palabras que sólo reclaman eso,
ser escuchados. Palabras que inscriben en la cultura a tan-
tas niñas, a tantos niños, y muchachas y muchachos que
reclaman un lugar en un Otro no absolutizado; allí donde
el tejido social se hace soporte, trama de inscripción y red
de circulación, solidaria y subjetivamente.
¿Reside acaso el problema en el Otro? El problema reside
en que la nuestra tiende a ser una cultura sin Otro. Al me-
nos, sin un Otro simbólico ante quien el sujeto pueda diri-
gir una demanda, plantear una pregunta o presentar una
queja. La nuestra tiende a ser una cultura colmada por
Otros vacíos. No hay un Otro en la cultura actual y todavía
está por verse si el “mercado” reúne las condiciones de dei-
dad única, capaz de postularse para ocupar el lugar vacan-
te que el Otro tuvo en la modernidad. Más bien parecería
que los nuevos tipos de dominación remiten a una “tiranía
sin tirano”, donde triunfa el levantamiento de las prohibi-
ciones para dar paso a la pura impetuosidad de los apetitos.
El capitalismo ha descubierto —y está imponiendo—
una manera barata y eficaz de asegurar su expansión. Ya
no intenta controlar, someter, sujetar, reprimir, amenazar
a los adolescentes para que obedezcan a las instituciones
dominantes. Ahora, simplemente destruye, disuelve las
instituciones de modo tal que las pibas y los pibes quedan
sueltos, fofos, precarios, móviles, livianos, bien propen-
sos a ser arrastrados por el alud del mercado, por los flu-
— 175 —
jos comerciales; listos para circular a toda prisa, para ser
consumidos a toda velocidad y, más aún, para ser descar-
tados con la misma prisa. La cultura actual produce suje-
tos flotantes, libres de toda amarra simbólica: “colgados”.
Si mi hipótesis tiene validez, si no hay un Otro en la cul-
tura actual, el desafío frente a las puertas del análisis ad-
quiere un valor definitivo porque lo que se juega en ello
es, precisamente, la posibilidad de sostener un espacio de
resistencia al desmantelamiento simbólico; una invitación
a resistir el arrasamiento subjetivo; una oposición signifi-
cativa a la avalancha, al vértigo que imponen los flujos
consumistas; paradójicamente, una invitación a consumir
psicoanálisis para crear distancia respecto de los impera-
tivos que nos pretenden productivos, eficaces, exitosos,
acríticos, maleables y… descartables.
Así, hoy en día, el dispositivo clínico de los grupos rea-
liza el delicado trabajo de invitar a un sueño, de conjetu-
rar ilusamente otro universo, de proponer un juego que,
desde el seno mismo del torrente mercantil, a la velocidad
que los flujos imponen, pueda erigir una isla, plasmar un
mínimo dispositivo simbólico, un acuerdo tan sólido co-
mo flexible para, desde allí y con esos recursos, hacer
frente al dolor y el sufrimiento que la adaptación al siste-
ma no sólo no ha logrado atenuar, sino que aporta como
adición, como malestar en la cultura.
El espacio imaginado por los grupos se presta, enton-
ces, para denunciar la naturalización del consumo (inclui-
do, claro está, el consumo de psicoanálisis); está al servi-
cio de reforzar la esperanza de ser capaces de transitar es-
te mundo con valor crítico y poder transformador; en últi-
ma instancia, opera para sostener la transferencia. Pero no
solamente la transferencia de esas muchachas y de esos
muchachos con el o la terapeuta, sino la transferencia,
siempre asimétrica, de ambos con el psicoanálisis. La
transferencia con ese psicoanálisis que no tiene precio.
— 176 —
Porque la dignidad del psicoanálisis se basa en que su po-
tencia es irreductible al precio. La dignidad del psicoaná-
lisis, esa parte pequeñita que hace alusión más que apor-
tar evidencia, no encaja en el flujo comercial, no le es fun-
cional al mercado.
Así, la transferencia con el psicoanálisis se presenta co-
mo esa tabla de salvación; tabla flotadora que, en parte,
resiste al torrente devastador y de esa manera autoriza a
cada uno, a cada una, a defender su lugar, a registrar y
usar los propios recursos, a apropiarse de su talento. Si
hasta ahora la clínica operaba para incitar a la emancipa-
ción respecto del Otro (los dioses, los amos, el poder del
superyó), ahora debería contribuir al proyecto de ligar al
sujeto descolgado, al sujeto maltratado, tan libre de ata-
duras como expuesto a la crueldad que entraña la domina-
ción económica y social de los mejor adaptados. Esto es
así no sólo para el posible destinatario de la asistencia, si-
no también para el analista. Porque el caso es que los flu-
jos capitalistas arremeten y permean todo el dispositivo y,
en la actualidad, el analista concurre a la cita en condicio-
nes tan frágiles y precarias como esos pibes.
Esto no es nuevo. Remitir el sujeto a su propio deseo ha
sido, desde siempre, un anhelo del psicoanálisis, y es pro-
bable que ese acto fuera sumamente subversivo en los re-
gímenes en que el sujeto estaba simbólicamente sometido
al Otro. Pero, en nuestras democracias de mercado, donde
todo reposa, en última instancia, en la quintaesencia del
individualismo, ese criterio corre fácilmente el riesgo de
transformarse en una iniciativa reaccionaria al servicio de
la adaptación y el vasallaje del sistema. Ese impulso psi-
coanalítico de remitir al sujeto a su deseo plantea hoy un
grave problema político, puesto que lo que está en juego
es la supervivencia y el destino de la especie.
— 177 —
El grupo terapéutico como dispositivo ético
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Más que mirada, ese pibe nos pone frente a un rostro.
Rostro, como categoría teórica irreductible a la percep-
ción. Rostro, como significado, como referente de la rela-
ción ética con el otro. Rostro que avergüenza. Pero la ver-
güenza no revela el conflicto entre nuestra buena concien-
cia y nuestra mala conciencia. Antes que esa lucha, lo que
emerge es el saber sobre nuestra injusticia intrínseca. En
el reconocimiento de ese rostro, en ese encuentro, antes
que el conflicto, es nuestra propia responsabilidad la que
se evoca y se provoca.
Lo que quiero destacar es que ese encuentro, el lazo ini-
cial con ese rostro es, siempre, un vínculo ético. Y la respon-
sabilidad, esa palabra trillada, esa noción que alude al de-
ber dimanado de una moral, es el fundamento de la cons-
trucción subjetiva. La responsabilidad es el fundamento
de la construcción subjetiva, pero lo es justamente en fun-
ción de lo que no es en su acepción convencional. No co-
mo deber, ni siquiera por su proximidad a la culpa —al re-
sultado en nuestra conciencia por faltas reales o imagina-
rias que pudimos haber cometido—, sino como exigencia
que el otro nos impone con su desvalimiento esencial, pe-
se a que esa precariedad nada tenga que ver con nosotros,
ni nos concierna, ni sea de nuestra incumbencia.
No se trata, entonces, de apelar a la responsabilidad in-
dividual o colectiva. La responsabilidad está demasiado
cercana a la culpa, y ambas tienen más nexos con la impu-
tabilidad jurídica que con la ética. Responsabilidad y cul-
pa están, desde su origen, signadas por la imputabilidad
jurídica, y también por su tipificación en la esfera del de-
recho. No obstante, esa característica no la torna insufi-
ciente para integrar una doctrina ética que pretenda to-
marla como fundamento. De ahí que el lazo inicial con ese
rostro es siempre un vínculo ético, y que frente a ese ros-
tro uno se siente avergonzado… y liberado. Por un instan-
te, ese rostro acota, limita la obscenidad de la afirmación
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primordial: “yo soy”, y descubre en el “yo soy” el trágico
sentido de una prisión. Descubre, también, el sentido des-
pótico y avasallante de una vocación de dominio.
Como el de tantos otros, el rostro de Andrés nos desco-
loca, desbarata la armadura del ser, desactiva la cápsula
que nos protege y nos constriñe, y al hacerlo adquiere un
significado ético: sacude la soldadura del ser con el sí mis-
mo y limita, por otra parte, nuestra osada y altiva invasión
del mundo.
Y no solamente eso: ese rostro nos avergüenza, pero
además tiene un encanto y una potencia que aligeran
nuestro ser, nos alivia de lo que somos. Nos libera y nos
seduce. Agrega el atractivo de una aventura, de un hermo-
so riesgo que podríamos correr y, tal vez no sería muy
arriesgado suponer que algo del amor se juega allí.
Es Lévinas quien nos recuerda que no se trata de hablar,
en última instancia, de la moral. No se trata de colocar el
bien como fin último —en el cielo, en la utopía, en el futu-
ro radiante de la historia por venir— sino en el comienzo.
En esa experiencia pequeñita, sencilla, conmovedora, del
encuentro de un ser humano con otro ser humano. En esa
experiencia en que uno tiene la certeza de que no está solo.
Pero, insisto, el sentido original del ser-para-los-demás,
más que en la lucha identificatoria, más que en el conflic-
to proyectivo-introyectivo, antes que en el idilio con el es-
pejo como lo quiere Lacan, descansa en la ética. Así, con-
tra las postulaciones que intentan remontar el nacimiento
del sujeto al encuentro amoroso y correspondido de la
madre con su hijo o con su hija, o a la lucha despiadada
por el reconocimiento mutuo, Lévinas afirma que la otra
persona vale como fuerza capaz de romper las cadenas
que atan el yo a sí mismo, y de esta manera, esa fuerza lo
libera del peso de su propia existencia.
Decía antes que frente a Andrés uno se siente avergon-
zado y que la agobiante vergüenza nos libera. Nuestra tur-
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bación, lo que paraliza nuestra espontaneidad no es una
mirada reificante o petrificante del otro, sino su soledad y
desamparo; su desnudez sin defensa, su vulnerabilidad
definitiva. Decía, también, que la presencia de ese rostro
tomaba la forma de un desafío, que algo del amor se juga-
ba allí. ¿Será eso que algunos llaman amor al prójimo?
A pesar de las apariencias, tengo reparos respecto de la
palabra “amor”. Dudo del altruismo, desconfío de la pre-
sunta bondad natural, de la generosidad piadosa que im-
pulsa a socorrer, a identificarse con el sufrimiento del
otro. Más bien pienso que la moral es resultado de una im-
posición exterior a la que uno no puede sustraerse. Ese
rostro nos obliga a quebrar nuestra indiferencia. Ese ros-
tro nos inquieta, nos despierta de un sueño dogmático. Ex-
pulsados de nuestro reino de inocencia, nos percatamos
de que estamos convocados a asumir una responsabilidad
que ni elegimos ni quisimos.
No; ese amor no es natural. Es el rostro del otro el que
pone en tela de juicio la naturaleza de nuestra ética. Yo no
procuro el bien ni busco la justicia como puedo querer mi
placer o ir en pos de mi beneficio y mi ganancia. La preo-
cupación por Andrés sobreviene en mí, como en quienes
lo asistieron, a pesar de nosotros mismos y perturba nues-
tra existencia. De modo tal que tengo reparos respecto de
la palabra “amor”, pero no respecto de la responsabilidad
desinteresada para con el otro.
¿Es por amor que quienes asumieron esa clínica le de-
dican su vida?
No. No, si se entiende por amor la edificante filosofía
del altruismo, la innata piedad del hombre por el niño que
sufre.
¿Es por amor que quienes asumieron esa clínica le de-
dican su vida?
Sí. Si, en la anodina palabra del amor uno es capaz de
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deslindar, todavía, la pesada proximidad, la presión acusa-
dora, la abrumadora violencia, la persecución ejercida so-
bre nosotros por ese rostro vaciado. Es por amor que apa-
rece aquí el rostro de Andrés y de tantos otros, si por
amor se entiende que uno no puede desligarse de ese otro
que nos impide existir naturalmente, plenamente. Amor
con barreras que nos impide existir según alguno de tres
modos posibles:
• como un yo hedonista,
• como un yo heroico,
• como un yo burgués.
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rente sino que, por el contrario, nos es impuesto como un
deber al que es imposible sustraernos.
Estos niños nos obligan a renunciar a una existencia
light y nos imponen amarlos. No somos nosotros los que
nos lanzamos hacia ellos guiados por un impulso genero-
so. Son ellos quienes turban nuestra quietud y desvían
nuestros intereses. Los amamos, sí, pero a regañadientes.
Amor, sí, pero amor que nos pone a prueba. Amor como el
nombre que acordamos ponerle a esa violencia que se
ejerce sobre cada uno de nosotros y nos despoja de nues-
tra natural tranquilidad, nos persigue y nos hostiga hasta
en los rincones más recónditos de nosotros mismos. De
ahí, tal vez, la agresividad que puedo sentir por él. La vio-
lencia inevitable hacia este personaje indiscreto; el dolor
por su presencia insoslayable, por ese pibe “molesto” a
quien no puedo dejar de amar.
Las dificultades que tenemos los psicoanalistas —y
muy especialmente, los psicoanalistas de niños— al acer-
carnos a quienes han sido destinatarios de violencias, pa-
sa por la evitación de la vergüenza que se nos impone y
por el amor que nos despiertan. Y la superación de esa di-
ficultad pasa, si acaso, por el análisis individual y colecti-
vo —sobre todo, colectivo— de la propia implicación y de
la sobreimplicación.
Si es que vamos a pensarnos para poder pensar en la
ética que preside nuestra clínica, antes que enternecernos
o sensibilizarnos por las injusticias y las terribles trans-
gresiones que se cometen a diario en nuestro país; antes
de apelar a un compromiso creciente con aquellos a quie-
nes alguien llamó “los heridos de la civilización”; aun an-
tes de culpabilizarnos, subordinados a una moral basada
en el deber cristiano y la piedad, tal vez ha llegado el mo-
mento de aceptar el desafío de analizar nuestra propia im-
plicación y, también, nuestra sobreimplicación. Sobreim-
plicación hasta en el sentido trivial que tiene el ser capa-
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ces de ocuparnos de los problemas de lo demás, de lo que
no nos concierne, de lo que no nos reditúa ningún benefi-
cio evidente o convencional.
La apelación al participacionismo, al compromiso, al ac-
tivismo en función de las grandes utopías liberadoras, ha
causado ya mucho daño como para volver, ahora, a come-
ter los mismos viejos errores en pro de las nobles causas.
Pero, también, la deserción, la desafectación y la distancia
que los psicoanalistas mantuvimos frente a los destinata-
rios directos e indirectos del terrorismo de Estado, del te-
rrorismo económico durante la instalación del “neolibera-
lismo”, y a nosotros mismos como protagonistas de esa
historia, puede corresponder a un fenómeno de sobreim-
plicación con respecto a los valores instituidos por la so-
ciedad neoconservadora.
Entonces, para poder pensarnos, se impone aceptar que
la subjetividad humana, antes que buscar su autonomía,
antes que apelar a su autoafirmación, se construye y se
sostiene en el proceso de sujeción al otro. Otro que nos
desordena, nos descoloca, nos singulariza al asignarnos la
irremediable, infinita tarea de socorrerle, de auxiliarle, al
tiempo que nos arranca y nos libera del ser —de la escla-
vitud respecto de nosotros mismos— cuando nos enfren-
ta. Cuando ese otro, ese rostro, cuando ese pibe nos da la
orden, nos suplica que no permitamos que lo sigan matan-
do a golpes.
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