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August Tholuck (1799-1877), el representante más significativo de la teología del despertar

(Erweckungstheologie) del siglo XIX, cuenta entre los «hechos de nuestra autoconciencia»46, sentidos de
forma inmediata, el conocimiento de la necesidad de salvación que tiene el hombre, la «conciencia de la
pobreza interna, que se identifica con el deseo de redención»; hechos que en buena medida pueden quedar
soterrados en una vida prisionera en el mundo de la sensibilidad. Y así es también «anhelo de redentor» el
descubrir ese hecho, el «despertar la conciencia de culpa y el reconocimiento de la necesidad de
redención». Más aún, hasta se podía afirmar que todas sus enseñanzas e instrucciones tienen como fin
«conducir al hombre a través de la bajada a los infiernos del autoconocimiento hasta la subida al cielo
del conocimiento de Dios»47.

La necesidad de redención —la incapacidad de hacer lo que se debe— es para los teólogos del despertar,
y en oposición a Kant, lo conocido de modo directo, lo sentido internamente. El salvador y redentor es
maestro en tanto que me conduce a mi propio conocimiento, al conocimiento de mi incapacidad radical
para el bien. En el autoconocimiento sostenido el redentor puede convertirse para mí en el evangelio, en
la buena nueva de la reconciliación, que me sale al encuentro y se me otorga en Jesucristo.

La necesidad de la redención no puede quedarse en


una afirmación forzada. Quien se refiere a la misma en
el plano teológico y soteriológico tiene que legitimarse,
por cuanto que con tal relación adquiere una interpretación
convincente y una explicación provechosa de la
situación humana, de la conditio humana. (se quiere decir con esto que no se puede presuponer que el
hombre es necesitado de redención, sino que efectivamente ha de justificarse esa necesidad)

Soren Kierkegaard (1813-1855) se enfrentó a ese reto una generación antes que Wilhelm Herrmann.
También para él cuenta la experiencia de que ser pecador y no poder liberarse por sí mismo del pecado
hace que los hombres sientan la necesidad del redentor y del reconciliador —del cristianismo—: «Si no
fuera que la conciencia de pecado no empuja a un hombre, ese hombre tendría que estar loco para
embarcarse en el cristianismo

Pero Kierkegaard no supone simplemente la conciencia de pecado; intenta reconstruirla desde la situación
originaria del pecar. Se experimenta el pecado como la imposibilidad de establecer la síntesis, que es el
hombre, que constituye su existir, la síntesis de eterno y temporal, infinitud y finitud (idealidad y
facticidad), de pensamiento y ser57. El hombre viene a ser un «ente intermedio», que —compuesto de
finitud e infinitud— tiene que vivir su eternidad e infinitud en la finitud, en su existencia fáctica y
contingente. La situación originaria del pecador es la de apartamiento de Dios, de incredulidad 58: el
hombre quiere llevar a cabo la síntesis sin Dios —por sí y para sí—, en la realización originaria de la
libertad quiere realizarse a sí mismo como individuo y contingente en su definición ideal y eterna. Pero en
su alejamiento de Dios lo infinito y eterno se le convierte en una «infinitud vacía» (Hegel), en el abismo
de la nada, frente al cual toma conciencia de la falta de fundamento y carácter casual —de la
contingencia— de su existencia personal.

La infinitud eterna se vuelve de alguna manera contra la temporalidad y finitud de la existencia humana,
convirtiéndola en algo meramente casual, sin importancia alguna. A fin de escapar a esa insignificancia el
hombre se imagina en una importancia infinita y vacía (desesperadamente no quiere ser él mismo), o
intenta afianzarse en lo finito atribuyéndose así una significación perdurable, y quiere desesperadamente
ser él mismo.

Esa situación originaria del pecar la describe Kierkegaard con una aproximación «psicológica» en estos
términos: la infinitud del vacío «espacio de posibilidades » angustia al individuo; la angustia «puede
compararse con el vértigo; a aquel cuyo ojo contempla el abismo que se abre se le va la cabeza; el motivo
de su mareo es tanto su ojo como el abismo, pues siendo sensato no habría mirado hacia abajo. De ese
modo la angustia es el vértigo de la libertad, el cual aumenta cuando el espíritu quiere establecer la
síntesis, y la libertad mira entonces hacia abajo, hacia su propia posibilidad y capta la finitud para
mantenerse en ella. En ese vértigo la libertad se hunde. Se agarra a lo finito para sostenerse —surge así el
«concepto de la angustia»— o se convierte en víctima de sus propias fantasías de infinitud.
En ambos casos -tanto el de la autoafirmación como el de la existencia fantasiosa- la síntesis, que
constituye el existir, se ha hecho imposible. El hombre fracasa en su libertad, porque no cree; porque
quiere tener para sí la infinitud, la eternidad, el conjunto de las posibilidades, en vez de recibirlo de Dios
y de conseguirlo por él. Quien no cree sucumbe al vacío, en el que se han convertido para él la eternidad
y la infinitud. Ese tal peca, porque quiere ser desesperadamente él mismo, afianzarse como individuo
finito frente a la infinitud experimentada como una amenaza; o bien peca, porque desesperadamente
no quiere ser él mismo, y se pierde en la fantasía, en la «dispersión». La libertad humana se ha convertido
en una libertad encadenada en sí y por sí misma; la subjetividad del hombre se ha trocado en falsedad
y en pecado61. El hombre no puede ya llegar a la verdad por sí mismo, por un enfrascamiento en sí mismo
(«recuerdo»).

La verdad tiene que llegar a él; es necesario que el hombre salga a su encuentro, fuera de sí mismo. Lo
cual -estando a los criterios de la ilustración- constituye una paradoja sin más: que el hombre tenga que
encontrar la verdad no en sí mismo, sino más allá de sí; que personalmente -en tanto que pecador- no sea
ya capaz de verdad.

Con ello se hacían también obsoletas ciertas categorías determinantes en la «cristología» de la ilustración,
como las de «maestro» y «modelo». El maestro, en efecto, sólo saca a la superficie lo que ya está en los
discípulos. Mas si la verdad no está en el alumno, el maestro tendrá que «transformarlo antes de empezar
a enseñarle; cosa que ningún hombre puede hacer; y si tiene que ocurrir, sólo puede deberse a Dios»62. Es
Dios mismo quien hace al hombre capaz de la verdad mediante el redentor Jesucristo, mediante la
comunicación de una existencia nueva. También por esa vía el cristianismo deja de ser «una doctrina...
para trocarse en una comunicación existencial

Otro tanto cabe decir de la categoría de «modelo» o «ejemplo»: Jesucristo no ha venido «únicamente para
dejarnos un ejemplo», un ejemplo que nosotros podríamos imitar y llegar así a la verdad. «Él viene para
salvarnos, y presenta el ejemplo. Justamente ese ejempío tiene que humillarnos y enseñarnos lo
infinitamente lejos que estamos de igualar ese ideal. Cuando nosotros nos humillamos, Cristo es pura
misericordia»64. De ese modo nos sale al encuentro la verdad que nos hace veraces.

En ese encuentro creador de verdad el hombre se convierte en una paradoja a sus propios ojos: en contra
de la «opinión» ilustrada, se sabe incapaz de verdad por sí mismo, y se encuentra con la verdad como la
paradoja -contra el prejuicio de la ilustración- de lo eterno que se realiza en el tiempo, en un instante, a la
vez que comunica una existencia nueva al pasado.

Sobre ese instante -puesto que Jesucristo es la plenitud del tiempo- gira todo el cristianismo. Y por ello
respecto de Jesucristo, el Dios-hombre, «lo histórico es indiferente en un entendimiento concreto», de
modo que podemos dejar que la investigación crítico-histórica «aniquile históricamente lo histórico; con
tal que quede simplemente el instante como punto de partida para lo eterno, la paradoja persiste». La fe
no ha de fundamentarse sobre datos históricos -como establece Kierkegaard siguiendo a Lessing-: «del
detalle más aquilatado no se puede... destilar la fe»

Lo «incomensurable de una verdad histórica respecto de una decisión eterna»66 sólo se elimina en la
paradoja del instante; lo elimina quien, de forma paradójica, se encuentra históricamente con el Dios-
hombre en Jesucristo. Y así sólo tiene una importancia realmente decisiva el que el eterno, como Dios-
hombre Jesucristo, entre en el tiempo; «y el resto de los detalles históricos ni siquiera es tan importante
como si en vez de Dios se hablase de un hombre»67. El hombre tiene que hacerse coetáneo del instante,
para poder recibir en él su nueva existencia; cada sintonización histórica con el instante destruye la
simultaneidad: «¡Fuera con la historia! Se lleva a cabo la posición de la simultaneidad. Ésa es la
medida»

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