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II.

Dimensión vertical de la persona

«¿Quién eres, Señor?» (Hch 9, 5)

El análisis antecedente nos ha ayudado a comprender al hombre en su


constitutivo esencial de persona-imagen, fundamento ontológico de su
estructura relacional dialógica, la cual se manifiesta en una trilogía de
referencias: de dependencia con respecto a Dios, de dominio con respecto al
mundo, y de igualdad con respecto a sus semejantes. Nuestro enfoque ha
puntualizado, especialmente, en la horizontalidad de la imagen creada,
basándonos en los datos que nos proporcionan los capítulos 1 y 2 del libro del
Genesis, hasta desembocar en la imagen deformada en el capítulo 3.
Corresponde ahora abordar la paradoja que envuelve a la existencia del hombre
a partir del pecado, en cuanto creatura que experimenta, desde lo más profundo
de su ser, un hambre de ser más, un impulso innato a un estado de plenitud que
no está al alcance de su condición humana.
Es en este estado perplejo donde aparece Cristo, Palabra de Dios encarnada que
nos revela, al mismo tiempo, quién es Dios para el hombre y quién es el hombre
para Dios, revelación de doble aspecto que nos indica que solo es posible
acceder a Dios a través del hombre mismo.
En este segundo apartado nos proponemos desarrollar una reflexión basada en
la verticalidad de la apertura ontológica del hombre, es decir, su dimensión
espiritual, por la que es capaz de establecer una relación personal con su
Creador, por mediación de Aquel que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15),
Jesucristo, que restaura al hombre en su condición de imagen mediante el don
de la filiación divina, y nos hace accesible la comunión trinitaria. «Porque tal es
la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre:
para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la
filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios»1. La Imagen encarnada ha
venido a restaurar la imagen de Dios en el hombre, para luego conducirlo a
Aquel que es la persona plena. En este sentido, Jesucristo nos revela el deber ser
del hombre.
Por medio de Cristo llegamos a comprender que lo divino y lo humano no
pertenecen a órdenes extraños del uno del otro. Si Dios se ha hecho hombre, es
porque en el hombre existe una potencia óntica que lo capacita para la visión
beatífica y la comunión con Dios.
El proyecto imago Dei, que constituye al hombre en persona, lo hace partícipe –a
su nivel– del misterio de Ser-Relación que subsiste en las Personas divinas. 2 Y
«del mismo modo que hemos revestido la imagen del hombre terreno (Adán),
revestiremos también la imagen celeste (Cristo).» (1 Cor 15, 49).
1
SAN IRENEO DE LYON, Adversus haereses, 3, 19, 1.
2
Cf. J. JOSÉ ALVIAR, Escatología, p. 137.
El enfoque de la argumentación antropológica que prosigue, tiene como
fundamento las categorías «engendramiento», «encarnación» y «filiación»,
hasta desembocar en el misterio de la Iglesia, «sacramento universal de
salvación» (LG 1,2; 48,2; 59,1; GS 45,1; AG 1,1; 5,1) que realiza la comunión
plena del hombre con Dios.

1. Teodicea

Una vida sin Dios: el fracaso de la razón utópica3


Se dice que la palabra «Dios» ya no tiene un significado consistente para el
hombre actual, el cual ha perdido el sentido de la vida y la esperanza en la
trascendencia. El hombre contemporáneo es prevalentemente escéptico respecto
a lo sobrenatural. ¿Por qué? ¿Qué resortes internos se han averiado en lo
profundo del ser humano para que se haya vuelto apático y decidioso respecto
a la vida en un más allá?
El hombre actual es hijo de una época de avances técnicos y científicos
revolucionarios que, si bien han significado el descubrimiento de la piedra
filosofal del progreso y del vasto potencial de las capacidades humanas,
también han generado la desconexión con las experiencias vitales y genuinas de
su esencia. Esto, por un lado, se ha debido al sobrepeso especulativo de sus
conocimientos y a la falta de una síntesis comprensivamente satisfactoria de la
suma de los mismos.4
Por otro lado, en aras del beneficio comercial, expandiéndose en proporción a la
suscitación de un universo de deseos, estructurados en torno a un
comportamiento hedonista, el cual se hace sentir en forma de manifiesto
actitudinal de adhesión a la ideología de los goces efímeros que el sistema
económico supradominante promueve con exacerbación de recursos.
M. Heidegger denominó este fenómeno como “el olvido del ser”, que podemos
traducir en nuestro contexto a “el olvido de ser una persona auténtica”, actitud
que aparece asociada a un marcado individualismo, a la aspiración delirante de
satisfacer deseos volátiles y pasiones desenfrenadas.
En gran medida, este fenómeno cultural predominante tiene su origen en un
postulado racionalista denominado «la muerte de Dios», viniendo a
desembocar en la pérdida de sentido de la vida, en la banalización del problema
de la muerte y en la desesperanza con relación al futuro. Reseñamos enseguida
los puntos fundamentales de esta postura.
El nihilismo ateo

3
Los avances técnico-científicos de la Edad Moderna, despertaron en la sociedad un anhelo irreal de
perfección humana. A este anhelo se le denomina utopía (literalmente, un no lugar), algo irrealizable.
4
Cf. GS, n. 8.
El nihilismo5 (del latín nihil, «nada») consiste en el rechazo de todos los
principios religiosos y morales, a menudo basado en la creencia en que la vida
no tiene sentido. La existencia humana no tiene otro destino que disolverse
inexorablemente en la nada (nihilismo existencial).
Esta corriente filosófica heredó algunos principios de la Escuela cínica, fundada
en el siglo 4 a. C., en Grecia.
Los cínicos mostraban desprecio por las leyes establecidas, las convenciones
sociales, las normas de conducta, las instituciones, las costumbres y todo lo que
representara una limitación con respecto a lo que el individuo desea ser y hacer
por naturaleza; veían los valores morales como un lastre inútil que inhibe al
hombre a realizarse según sus deseos.6 Esta postura cobró fuerza al fusionarse
con las ideas racionalistas, desarrolladas durante el siglo 18, lo que significó el
surgimiento del pensamiento nihilista.
Los nihilistas proponen la emancipación de todo lo que implique imposición,
comenzando por rechazar los valores tradicionales de la fe. En lugar de
subyugar la libertad a la imposición dogmática de tales valores, el hombre debe
afirmar su absoluta autonomía adecuándose a la propia verdad, la cual se
corresponde con los fines que cada individuo considere convenientes.
Esta postura ve a Dios como una amenaza para el hombre, porque anula la
libertad y su voluntad de poder. Si se reconoce la existencia de un Dios que
impone limitaciones al hombre, este queda reducido a nada. La afirmación de
Dios implica la aniquilación del hombre. Dios es el principal obstáculo para que
el hombre alcance su más elevada altura y torne a alcanzar el talante más
excelso de su humana naturaleza, según la entiende el pensamiento nihilista.
En lugar de subyugar la libertad a tales imposiciones, el hombre debe afirmar
su autonomía y buscar su propia verdad (relativismo) mediante la creación de
valores subjetivos, adecuados a los fines que cada individuo considere
convenientes.
Este será el objetivo programático que se propone llevar a cabo Friedrich
Nietzsche. Para este pensador, los ideales humanos que se amparan en la
voluntad de un dios invisible, son utopías. Para que el hombre pueda realizarse
verdaderamente, debe él mismo tomar control de su propio destino. Esta tarea
comienza por la gran hazaña de dar muerte a Dios, con tal de salvar al mundo
del nihilismo de la moral cristiana.7 Luego el hombre ha de ocupar su lugar.
«Dios ha muerto», será el principal postulado de la filosofía nietzscheana. El

5
El término fue creado por el novelista ruso Iván Turguénev, en su novela Padres e hijos (1862):
«Nihilista es la persona que no se inclina ante ninguna autoridad, que no acepta ningún principio como
artículo de fe».
6
Cf. CARLOS GOÑI ZUBIETA, Tras las ideas (Navarra, 2003), pp. 69-70.
7
Cf. Ibid, pp. 207-208.
hombre ha osado a provocar su muerte. Ya podemos hacer nuestro propio
destino.8
La desesperanza nihilista
El nihilismo, en su esencia pura, consiste en el abandono del hombre a sus solas
fuerzas (voluntarismo).9 Por un lado, deja al hombre sin razones de vida,
mientras que, por otro, exalta la vida por la vida misma (vitalismo). 10 Lo
esencial de la vida es lo que está al alcance de la voluntad aquí y ahora. No cabe
esperar en la utopía de un más allá.
Sin embargo, la experiencia nos demuestra que cuando el hombre se abandona
al poder de su propia voluntad, choca contra el imbatible muro del sinsentido,
como consecuencia de la incapacidad de encontrarle sentido a la vida en sí
misma. El nihilista pronto descubre que una existencia desprovista, en su base,
de una orientación hacia el futuro, es una existencia vacía, enclaustrada en un
espacio intramundano asfixiante, donde «no hay nada nuevo bajo el sol» (Qo 1,
9), tornando en una existencia sin horizonte que causa hastío.
Ante este desconcierto, el nihilista recurre a paliar el vacío con la
voluptuosidad. Aparece, entonces, el hedonismo. Se exalta la fugacidad del
placer con bandera triunfal (carpe díem) como una forma de anular la
consciencia de la brevedad de la existencia. Esta incitación a vivir el instante no
tiene en cuenta el futuro. No se prevén las consecuencias que pueden tener las
decisiones y actuaciones presentes en el porvenir. Todo se agota en un presente
estéril. Por lo tanto, «comamos y bebamos, porque mañana moriremos» (1 Cor
15, 32), actitud que pretende despreocuparse de la muerte estimulando
fuertemente una mentalidad consumista.11 Paradójicamente, mientras más se
busca encontrarle sentido a la vida a través del placer, tanto más se diluye el
sujeto en el sinsentido.
V. Frankl, caracterizó el nihilismo como «la desesperación del hombre de
hoy»12, pues habiendo perdido la capacidad de darle sentido a su vida, se ha
perdido de vista a sí mismo y no sabe qué hacer con su propia existencia. En
consecuencia, es víctima de una crisis de identidad. O, como diría G. Marcel, ha
perdido el sentido del ser.
La sensación de estar abocado hacia la inexorable muerte, torna al hombre en
un ser de contradicción. Por un lado, es consciente del hecho de ser único e
irrepetible, pero al mismo tiempo no indispensable; se enorgullece de sus
grandes logros, pero se experimenta constreñido por las limitaciones inherentes
a su condición; se siente seguro en la gloria efímera de sus conquistas, pero
8
Cf. ibid, p. 210.
9
Cf. WOLFHART PANENBERG, Una historia… ob. cit., p. 362.
10
Cf. Ibid, p. 363.
11
Para un análisis del tema, sugiero VICENTE VERDÚ, Yo y tú, objetos de lujo. El personismo: la primera
revolución cultural del siglo XXI (Barcelona 2005), pp. 47-54.
12
VIKTOR FRAKL, La voluntad… ob. cit., p. 124.
también es víctima de su temor al fracaso, del miedo que suscita en su corazón
la inestabilidad que amenaza su frágil existencia. Grandeza y miseria se dan cita
en el pensamiento nihilista.
El secularismo
El secularismo está emparentado con el racionalismo y viene a ser una versión
nihilista más refinada. Hunde sus raíces en la utopía humanista que despertó la
Revolución científica, la cual garantizaba llevar a cabo todas las ensoñaciones
humanas, mediante el absoluto dominio de la naturaleza. Se postula
firmemente que la felicidad del hombre depende del suelo nutricio de la
materia, y no de «utopías místicas».13 La salvación está en manos del hombre
mismo, a través de las ilimitadas posibilidades de los avances de la técnica y la
ciencia.
Los avances técnico-científicos han situado al hombre en una vivencia muy
intensa del aquí y el ahora, envolviéndolo en un ambiente dispuesto
exclusivamente para disfrutar de todos los goces de su vida terrena, sobre un
escenario de certidumbres yoicas, de corte cartesiano, y en actitud dubitativa en
torno al mundo circundante (cf. GS, n. 7). Todo tiene como referencia al
individuo. Se impone el conocimiento de la razón. La verdad se reduce a
axiomas, a leyes lógicas y matemáticas y a procesos subjetivos de orden
psíquico y emocional (cf. GS, n. 5). La preponderancia que gana la razón, hace
que el individuo tienda a absolutizar su propia verdad.
El secularismo también pretende despreocuparse de la muerte a costa de inhibir
la esperanza en la inmortalidad, promoviendo, en su lugar, un extremado
humanismo que busca darle sentido a la vida por la vida misma,
absolutizándola hasta relegar la incómoda idea de la muerte a un «consciente
olvido».
Del deicidio al homicidio
Hemos matado a Dios, tal como Nietzsche lo predijo. Pero, contra todo pronóstico,
el hombre no ha alcanzado altura alguna digna de su humanidad.
Contrariamente, los más excelsos valores humanos y espirituales se presentan
completamente devaluados frente al insensible positivismo de la ciencia y la
ambigüedad de una visión lógico-matemática del ser, producto de un
conocimiento basado solo en exterioridades, que ha conducido al
desconocimiento del fundamento de la existencia humana y a su consecuente
desvalimiento, lo cual se traduce en barbarie. Por doquier se multiplican las
abyecciones contra la dignidad y la vida de la persona humana. La angustia que
provoca la ausencia de sentido y la actitud pesimista ante lo sobrenatural,
desemboca en una multiplicidad de formas de muerte (drogadicción, suicido,

13
Cf. RAFAEL GAMBRA, Historia sencilla de la filosofía (Madrid 2005), p. 179.
eutanasia, homicidio…). Estas son las expresiones supremas de la voluntad de
poder, atestiguada por los horrores del pasado siglo y del presente.
Al matar a Dios, hemos dado muerte al hombre. Así lo demuestra el hecho de
que la humanidad se vea enfrentada a la amenaza fáctica de su aniquilación
definitiva. Al desaparecer Dios del horizonte humano, los individuos, a título
personal, luchan por ocupar su lugar vacante combatiendo contra sus
semejantes y reclamando prerrogativas divinas para sí mismos. El hombre
contemporáneo se cree dios, pero al mismo tiempo «se ve a sí mismo como un
dios impotente, esto es, como un dios imposible; siente agitarse en su alma la
ambición de lo infinito, pero su vida le descubre que esa infinitud se halla
aherrojada»14.
La postmodernidad se caracteriza, en cierto modo, por la perplejidad que ha
heredado de las experiencias traumáticas producidas por las brutales guerras
del pasado siglo, en las que las potencias mundiales involucradas desplegaron
un poderío bélico impresionante,15 magnificación terrorífica de la brutalidad
que domina el instinto del hombre cuando se tiene como único referente a sí
mismo.
La dolorosa experiencia de un poderío bélico sin control, causante de la
destrucción de millones de vidas humanas, pone de manifiesto que la confianza
en la razón y su capacidad de prodigar felicidad, han fracasado. La muerte de
Dios lleva en su entraña la negación del hombre y su consecuente degradación,
lo cual produce incertidumbre, desesperanza, muerte y desolación. Sin Dios, el
hombre está condenado a su propia destrucción.
El sentido del sinsentido de la antinomia vida-muerte
La muerte siempre ha sido considerada como un signo trágico que se opone a la
felicidad humana. Incluso la concepción tradicional bíblica acerca del hombre,
considera la existencia humana como una realidad precaria, deficiente,
fatalmente marcada por su condición finita. La muerte está inserta en la
naturaleza humana, con su punzante aguijón. Se nace para recorrer el camino
de todos los mortales. Quien muere, nunca más retorna a la vida (Job 7, 9-10) y
ya nadie se acuerda de él (Sal 88, 6; cf. Sal 6, 6; 30, 10). Los muertos no pueden
alabar a Dios (Sal 115, 17). Existe una barrera infranqueable entre Dios, el
trascendente absoluto, y su creatura finita. Lo peor del caso es que «los vivos
saben que han de morir» (Qo 9, 5), y nadie «puede redimirse ni pagar a Dios
por su rescate» (Sal 49, 8).
La fe bíblica ha tocado aquí el significado más dramático del existir humano,
enfatizando en la perplejidad e impotencia que el hombre experimenta ante esta

14
PEDRO LAÍN ENTRALGO, Antropología… ob cit., p. 28.
15
Las fechas 6 y 9 de agosto de 1945, Estados Unidos lanzó dos bombas atómicas sobre las ciudades
japonesas Hiroshima y Nagasaki, respectivamente, lo que significó el exterminio inmediato de
aproximadamente 200 mil personas.
signatura absurda que pesa sobre su vida e imposible de ignorar, pues en
cuanto ser que sabe que existe, se sabe también enfrentado a su nefasto destino,
del que no hay manera de sustraerse. «Es tan caro el precio de la vida» (Sal 49,
9).
En cierto modo, la consciencia, que es la nota esencial por la que el hombre se
distingue del resto de los seres del mundo, se torna negativa porque nos coloca
ante la certidumbre de nuestro irremediable final.
Ahora bien, es preciso preguntarnos si la vida adquiriría un sentido real y
consistente, borrada absolutamente toda referencialidad a la muerte.
La respuesta es, sin duda alguna, negativa, pues es cosa nada más de
imaginarnos que, en ausencia del significado nefasto que comporta la muerte, la
vida pierde su significación positiva. Probablemente ni siquiera lograríamos
comprender el significado de la palabra «vivir» y, en consecuencia, seríamos
mucho más negligentes de lo que somos, en nuestros deberes y compromisos.
La despreocupación haría que la vida se disolviera en el nihilismo de la apatía y
del aburrimiento.
Teniendo resuelto el problema fundamental de la existencia, no tendría objeto
hacerse proyectos de futuro16 y la vida se devaluaría por sí misma. No
tendríamos verdaderas razones para vivir ni luchar debido a que una existencia
intramundana que se prolongase indefinidamente, decaería en la inercia del
absoluto sinsentido y en la desmotivación por vivir. La absoluta apatía y la
inactividad serían las leyes supremas de la vida.
Paradójicamente, la displicencia que conlleva el sabernos caducos, aunada a la
consciencia de nuestra inherente limitación y contingencia, ponen de manifiesto
el inconmensurable valor de la existencia. La antinomia vida-muerte nos hace
apreciar la existencia humana en su valor positivo.
Como es de verse, existe una indisociable correlación de sentido en la antinomia
vida-muerte. La muerte de un hombre se vuelve significativa en la medida que,
durante su existencia, haya sido capaz de darle un sentido específico a su vida.
Y viceversa: la vida sin sentido de un individuo, contagiará de su insensatez a
su propia muerte. El hombre que no es capaz de llenar de sentido específico su
vida, tampoco puede aspirar a una meta digna de la existencia humana, pues
no se toma la vida en serio y la desdeña como algo inconsecuente.
Es importante recalcar que el hombre verdaderamente creyente, es consciente
de su contingencia y nihilidad. Y esta consciencia lleva incoada la propia
búsqueda de sentido. La percepción de la nihilidad conlleva un nuevo
descubrimiento: pudiendo no ser, soy; y, en cuanto que soy, mi existencia no
puede no tener sentido o una razón de ser trascendente a mí mismo, más allá de
mi constitutiva insuficiencia y menesterosidad.
16
Cf. RAMÓN L. LUCAS, Horizonte… ob. cit., p. 79.
La experiencia de la nihilidad se convierte, en el hombre religioso, en conciencia
auténtica del ser finito y, a la vez, de su constitutiva religación a lo infinito
trascendente. La conciencia de la finitud lleva incoada la esperanza de una vida
plena y sin fin.
En la esperanza coinciden el «en» de la existencia humana y el «hacia» que
constituye la esencia del ser persona con el progreso irrefrenable de un mundo
que nos ofrece infinidad de posibilidades que nos permiten determinarnos
como lo que somos.
Esperanza y religión (religatio)
El hombre es, constitutivamente, religación a Dios, «pues en Él vivimos, nos
movemos y existimos» (Hch 17, 28). Y desde esta religación constitutiva, está
siendo siempre atraído por Él como ser pensado para la plenitud. He aquí la
razón fundante de lo que llamamos religión, la cual no ha de entenderse como
cuestión que solamente incumbe al fiel creyente, sino en el sentido en que la
entendía X. Zubiri: como fundamento que envuelve estructural y
constitutivamente toda la realidad y al hombre en cuanto tal, de modo que,
aunque a dicho fundamento no se le conciba como Dios, prevalece en la
persona-imagen una especie de secreta apetición por la que está continuamente
marchando, a través del desarrollo científico y de la tecnología, hacia aquella
ultimidad de la que todas las cosas se originan y les otorga sentido.
En cuanto que el espíritu humano está dinamizado por una innata apetición a
descubrir el fundamento de todo lo que participa del ser, el hombre deviene un
ser religado que mantiene una relación dialectica con el Ser, al mismo tiempo
que está en marcha hacia la ultimidad de lo pleno, o hacia a lo que el cristiano
entiende como deiformidad.
En efecto, la última instancia a la que apunta la esperanza y el espíritu humano
es la participación plenaria en Dios, en cuanto Sumo Bien que colma
definitivamente las aspiraciones del hombre, pues solo en Dios puede realizar
la plena posesión de todo lo que cabe aspirar a ser, ya que Él es origen y
fundamento de todo posible ser y de lo que el hombre está llamado a ser.
Especifica Laín Entralgo:
La creación, actividad por la cual el hombre más se asemeja a Dios, es
también la operación en la que más directa y pregnantemente se le
patentiza la «religación», la constitutiva implantación de su realidad y de
la realidad de las cosas en la trans-realidad infinita, fontanal y
fundamentante de Dios.17
En este horizonte, la esperanza torna a transformarse en confianza creyente (fe)
y en ágape oblativo y sacrificial. A partir de esta transformación, la esperanza

17
Ibid, p. 112.
humana rebasa toda posibilidad finita del hombre y entra en dialéctica con lo
divino.
Solo una esperanza que es guiada por la confianza creyente y el amor oblativo y
sacrificial, es embrionaria de vida plena. Una esperanza raída por el gusano de
la desconfianza y desligada de la fuerza transformante del amor es, ipso facto,
esperanza fallida que luego se convierte en radical desesperación.
El hombre es un imposible si no se nutre de la suprema utopía que le suscitan
sus más hondas ensoñaciones y su esperanza más excelsa.
Blase Pascal hacía la siguiente ponderación:
Vamos a sopesar la ganancia y la pérdida al elegir cruz (de cara o cruz)
acerca del hecho de que Dios existe. Tomemos en consideración estos dos
casos: si gana, lo gana todo; si pierde, no pierde nada. Apueste a que
Dios existe, sin dudar.18
2. La persona-imagen y las virtudes teologales
Recuperación del sentido del término «virtud»
El término «virtud» se ha vuelto poco usual en el lenguaje ordinario, y las pocas
veces que se utiliza se le atribuye connotaciones ajenas a su verdadero
significado. Esto se debe con mucha probabilidad a que el término no ha sido
bien comprendido, a lo que se suma el desinterés por llevar una vida virtuosa.
La locución «virtud» proviene del latín virtus, virtutis (en griego
antiguo ἀρετή aretḗ, excelencia), derivada del vocablo vir, que significa varón.
Esta derivación se debe a que en la mentalidad grecorromana antigua se le
asociaba con la fuerza, el vigor y la valentía que un luchador o un soldado
mostraba en las contiendas. Aristóteles la asoció a la noción de templanza.
Conforme se fue extendiendo su uso, a la palabra virtud se le atribuyeron otros
significados, como nobleza y señorío sobre sí mismo. Posteriormente su
significado entró en el ámbito de la moral, hasta designar a la persona que
posee el hábito de obrar bien y correctamente. Virtuoso es quien guía su vida
según los principios que demanda la propia naturaleza; es la capacidad de vivir
de una manera verdaderamente humana, llevando una vida buena, con el
temple que proporcionan los buenos hábitos.
Concretamente, lo virtuoso consiste en el desarrollo de una determinada
capacidad o fuerza inherente a la naturaleza humana. El hombre de virtud es
quien se esfuerza por alcanzar la excelencia de la condición humana, según los
dictámenes de la recta razón y el conocimiento de la verdad, con el propósito de
llegar a ser una persona auténtica.

18
BLASE PASCAL, Pensamientos III (1670), p. 233.
Según esto último, la base para llevar una vida virtuosa y auténtica, es el
conocimiento de la verdad. No existe virtud ni vida auténtica al margen de lo
que es verdadero. De ahí que la virtud es una fuerza que emana desde el mismo
ser de la persona, la cual se ve impelida por su misma naturaleza a buscar la
verdad, con el propósito de vivir la vida con dignidad y autenticidad.
Fundamento antropológico de las virtudes teologales
Hemos comenzado este apartado justificando la necesidad de la existencia de
Dios a partir de la degradación a la que tiende el hombre sin Dios, utopía de la
sociedad moderna, que cada vez se hunde más en el abismo del sinsentido y
experimenta la más extrema deshumanización y decadencia.
Como hemos venido repitiendo, el hombre es un ser ineludiblemente abierto a
la trascendencia, basándonos en su estructura ontológica y la realidad que
comporta su ser-en-el-mundo, cuyo fundamento es su ser imagen de Dios. El
hombre está llamado a consumarse en la plenitud de esta prerrogativa
originaria, que perfila toda su realidad constitutiva a la comunión con su
Creador.
Sin embargo, en el horizonte de la apertura del hombre a Dios, nos sale al paso
una contradicción. Y es que el hombre no puede alcanzar, por las solas fuerzas
de sus facultades naturales el fin sobrenatural para el cual ha sido pensado por
su Creador. La deificación solo es posible mediante una iniciativa libérrima de
Dios, que desea hacerlo partícipe de su vida divina. No puede, por tanto,
exigirla porque no le es debida. A lo sumo, puede corresponder a tal iniciativa
colaborando con Dios y disponiéndose a recibirla como un don que no merece.
Para ello, es necesario que la esencia del hombre posea una potencia obediencial
(potentia oboedientialis) que haga posible la recepción del don sobrenatural.19
Esta disposición ha de cumplir con las condiciones siguientes:
a) Que como receptor de la gracia divina, el hombre sea capaz de
comprender con su inteligencia y acoger en su corazón con firme
convicción y certeza de que todo lo que Dios revela es la verdad
absoluta, por lo que tal verdad no puede negarse ni contradecirse, ya sea
total o parcialmente, pues Dios es la Verdad misma. 20 A esta capacidad
de conocer y acoger la revelación divina, san Pablo le llama «obediencia
de la fe» (Rom 1, 5; 16, 26).

b) Que la comprensión de las verdades divinas suscite en el corazón del


hombre una «dilección gozosa» (caridad), por la que su voluntad sea
ensanchada y espontáneamente atraída hacia Dios, y que tal dilección lo
mueva a vivir según la verdad revelada, de modo que sea capaz de
rechazar todo lo dañoso que se interponga a las promesas de salvación,
19
Cf. KARL RAHNER, Naturaleza y gracia, en Escritos IV (Madrid 1964), pp. 240-242).
20
CEC, n. 144.
aspirando a alcanzarlas como único bien que puede colmar plenamente
su esperanza.
Estas potencialidades están presentes en el hombre. Sin embargo, no proceden
de las facultades de la naturaleza humana, sino que es Dios quien las ha
infundido en el alma humana, capacitándola para la visión beatífica y
suscitándole un deseo natural de Dios.
Naturaleza y definición de las virtudes teologales
Siendo Dios la razón primaria y fundamental que le ha dado origen en sí
mismo, el hombre no puede evitar sentirse atraído hacia la causa fundamental
de la que ha surgido su existencia, atracción que se da como un acto libérrimo
de amor.
Ante esta solicitud amorosa de Dios, el hombre no puede menos que aspirar a
realizarse plenamente en ese amor, para el cual Dios mismo lo capacitó, 21 de
modo que «el deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque él ha
sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al ser humano hacia
sí, y solo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de
buscar»22. Respecto a esto, expresa san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y
nuestro corazón estará inquieto hasta que no descanse en ti.”23
Pero como el hombre no puede llegar por sí mismo al conocimiento pleno de la
verdad, como tampoco puede alcanzar por sus solas fuerzas el estado de
plenitud para el que fue creado, necesita, por tanto, de un «salto sobrenatural».
Aquí es donde las denominadas «virtudes sobrenaturales», hacen posible la
relación dialogal de la creatura-Creador, confiriéndole a la persona humana la
capacidad de conocer a Dios, suscitándole el deseo de adherirse a las verdades
reveladas con todas las fuerzas de su ser.
La efectividad de las virtudes teologales, depende de la medida en que el
hombre desee corresponderle a Dios. De este modo, obrando Dios con su divino
poder sobre su creatura humana, perfecciona y eleva su facultad intelectiva y su
facultad volitiva, para que colabore con Él en orden a su propio
perfeccionamiento, haciéndole capaz de acoger su gracia santificante mediante
la adaptación que ejercen las virtudes teologales sobre las facultades humanas,
haciendo posible su participación en la naturaleza divina.24
En este sentido, la efectividad de las virtudes teologales requiere de la buena
disposición interior del creyente. No son fuerzas infalibles que actúan por sí
solas, sino que funcionan a manera de estímulos de la inteligencia y de la

2112
Cf. JUAN PABLO II, AG 30-I-1980, n. 1.
22
CEC, n. 27.
23
De Hipona Agustín, Confesiones, 1, 1, 1.
24
Cf. CEC, n. 1812.
voluntad, predisponiéndolas a la búsqueda de la suma verdad y la conquista
del mayor bien.
El apóstol san Pedro, en su Segunda carta, se refiere implícitamente a estas
virtudes, diciendo:
Pues su divino poder nos ha concedido cuanto se refiere a la vida y a la
piedad, mediante el conocimiento perfecto del que nos ha llamado por su
propia gloria y virtud, por medio de las cuales nos han sido concedidas
las preciosas y sublimes promesas, para que por ellas nos hagamos
partícipes de la naturaleza divina, huyendo de la corrupción que hay en
el mundo por la concupiscencia. (2 Pe 1, 2-3).
Según el Catecismo de la Iglesia Católica las virtudes teologales «disponen a los
cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen,
motivo y objeto a Dios Uno y Trino» 25, y «son la garantía de la presencia y
acción del Espíritu Santo en las facultades del alma»26.
La virtud de la fe
El CEC define cada una de las virtudes teologales de la siguiente manera:
La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él
nos ha dicho y revelado, y que la santa Iglesia nos propone, porque Él es la
verdad misma.27
La virtud de la fe eleva la facultad intelectiva del ser humano, capacitándolo
para conocer verdaderamente a Dios, para que comprenda ordenadamente las
verdades divinas que Él nos revela, y para que pueda acogerlas en su corazón
como palabra suya y se adhiera firme y confiadamente a ellas.
En cuanto que la fe involucra la inteligencia y la voluntad, resulta un acto de la
libertad humana. Los contenidos de la fe no se imponen arbitrariamente al
hombre, sino que se le proponen como un estilo de vida.28
La virtud de la esperanza
La esperanza es la virtud por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la
vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en Cristo y
apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en el auxilio de la gracia del
Espíritu Santo.29
Es necesario hacer una distinción entre la esperanza como virtud sobrenatural y
la esperanza meramente humana, de la que ya hemos hablado en el apartado
anterior. De ahí que el CEC aclare:

25
CEC, n. 1812.
26
Ibid, n. 1813.
27
Ibid, n. 1814.
28
Cf. CEC, n. 160.
29
Ibid, n. 1817.
La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por
Dios en el corazón de todo ser humano; asume todas las esperanzas que
inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino
de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata
el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la
esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.30
Por medio de la virtud de la esperanza, el hombre desea y espera alcanzar el
bien supremo, al que tiende con todas sus fuerzas, pues el objeto propio de la
esperanza es la felicidad eterna que Dios nos ofrece.
Laín Entralgo ve una especial simbiosis entre esperanza y fe:
Sin la fe, la esperanza se hace utopía inconsistente y evanescente; sin la
esperanza, la fe pierde vitalidad y acaba convirtiéndose en fe muerta. Si
mediante la fe encuentra el hombre la senda de la verdadera vida, solo
mediante la esperanza puede caminar por esa senda.31
La virtud de la caridad
Pero la fe y la esperanza estarían incompletas sin la virtud de la caridad, que
perfecciona la voluntad, las elecciones y la conducta en miras a conquistar la
bienaventuranza eterna.
La caridad es la virtud teologal por la que amamos a Dios sobre todas las
cosas por Él mismo, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor
a Dios.32
En palabras del Papa Francisco, «fe, esperanza y caridad, en admirable
urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la
comunión plena con Dios»33. Esto significa que las tres virtudes teologales
permanecen íntimamente conectadas entre sí y que cada una perfecciona a las
otras en relación a su función específica y en orden a su único objeto, que es la
perfección del hombre para la vida de Dios.
El apóstol san Pablo, las veces que hace referencia a estas tres virtudes, 34 casi
siempre las menciona obrando conjuntamente, tal como aparece en el siguiente
texto:
Tenemos presente ante nuestro Dios y Padre el obrar de la fe de ustedes,
el trabajo difícil de su caridad, y la tenacidad de su esperanza… (1 Tes 1,
3).

30
Ibid, n. 1818.
31
PEDRO LAÍN ENTRALGO, Antropología… ob. cit., p. 248.
32
CEC, n. 1822.
33
Lumen fidei, n. 7.
34
También son mencionadas de diversa manera en: 1 Co 13, 7/ Ga 5, 5s/ Rom 5, 1-5; 12, 6-12/ Col 1, 4-
5/ Ef 1, 15-18; 4, 2-5/ 1 Tm 6, 11/ Tt 2, 2/ Hb 6, 10-12. Además aparecen solo caridad y fe en: 1 Tes 3, 6/
2 Tes 1, 3.
En un texto más adelante, san Pablo compara estas tres virtudes a una
armadura de combate:
Nosotros, por el contrario, que somos del día, seamos sobrios; revistamos
la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza. (1 Tes 5,
8).
En la Primera carta a los corintios, sin embargo, el apóstol coloca la caridad por
encima de la fe y la esperanza (cf. 1 Cor 13, 1-13). Basándose en esto, santo
Tomás de Aquino, afirma que la fe y la esperanza no son perfectas si no están
«informadas» por la caridad.35
Razón, ciencia y fe
La fe no es dogmatismo ciego. Por eso no puede prescindir de la ciencia y la
razón en el perfeccionamiento de sus conocimientos acerca de Dios.
En la apertura del hombre a Dios y en la búsqueda de la verdad que involucra a
la razón, no puede haber contradicciones, solamente perspectivas distintas. Las
ciencias matemáticas y de la naturaleza nos ayudan a comprender el modo en
que Dios creó el universo. La separación que suele hacerse entre lo que Dios
revela en su Hijo Jesucristo y el estudio de la creación, es producto de una
mentalidad sesgada que no logra entender que Dios revela sus infinitos
misterios en formas diversas, incluyendo el método científico.
De este modo, aunque el conocimiento de la razón es natural y está dirigido a
los seres que conforman la naturaleza, aporta grandes servicios a la fe a pesar
de que el conocimiento de la fe es sobrenatural y tiene como objeto los misterios
de Dios.36 Pero estos dos modos distintos de conocer llegan a complementarse,
«puesto que el mismo Dios que revela los misterios y comunica la fe ha hecho
descender en el espíritu humano la luz de la razón, Dios no podría negarse a sí
mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero» 37.
Enseña J. Pablo II al respecto:
En esta perspectiva, la razón es valorizada, pero no sobrevalorada. En
efecto, lo que ella alcanza puede ser verdadero, pero adquiere significado
pleno solamente si su contenido se sitúa en un horizonte más amplio,
que es el de la fe: «Del Señor dependen los pasos del hombre: ¿cómo
puede el hombre conocer su camino?» (Pr 20, 24).38
San Agustín veía una particular relación entre el acto de la razón y el acto de la
fe. El obispo de Hipona formuló la célebre frase «creo, para entender, y
entiendo, para creer» (credam ut intellegam, intellegam ut credam). Fe y razón se
complementan en una especial sinergia.
35
Cf. TOMÁS DE AQUINO, Summa theol., I-II q. 62 a. 4; II-II q. 4 a. 3; q. 17 a. 8; q. 23 aa. 6-8.
36
Fides et ratio, n. 34.
37
Concilio Vaticano I: DS, 3017.
38
Fides et ratio, n. 20.
Por otro lado, la razón se beneficia de la fe en cuanto que los conocimientos
racionales se limitan al análisis de objetos particulares. En cambio, el
conocimiento de la fe se funda en el ser pleno, en lo absoluto. La certeza que
procede de la luz de la fe es mayor que la certeza que procede de la luz
natural.39 Sin embargo, el objeto de la fe no es necesariamente ajeno u opuesto al
de la razón, ya que el dinamismo intelectivo humano tiende al conocimiento
pleno. Por ello, cabe preguntarnos: ¿Posee la razón la capacidad de llegar, por sí
misma, a la certeza de la existencia de Dios?
Sí; la razón tiene la capacidad de confirmar la existencia de un ser supremo,
creador de todo lo que existe, basándose en el estudio del mundo creado, en las
perfecciones de las creaturas que lo conforman y, sobre todo, en el estudio de la
persona humana.40
Juan Pablo II, refiriéndose a un texto de san Pablo a los romanos, afirma:
Desarrollando una argumentación filosófica con lenguaje popular, el
Apóstol expresa una profunda verdad: a través de la creación los «ojos
de la mente» pueden llegar a conocer a Dios. En efecto, mediante las
criaturas Él hace que la razón intuya su «potencia» y su «divinidad» (cf.
Rom 1, 20). Así pues, se reconoce a la razón del hombre una capacidad
que parece superar casi sus mismos límites naturales: no solo no está
limitada al conocimiento sensorial, desde el momento que puede
reflexionar críticamente sobre ello, sino que argumentando sobre los
datos de los sentidos puede incluso alcanzar la causa que da lugar a toda
realidad sensible.41
Obviamente que la vía para llegar a conocer a Dios y penetrar en su hondo
misterio, es la persona de Jesucristo, en quien se nos ha revelado en forma
humana. De ahí que el objeto de la fe no es una idea abstracta, sino una verdad
que se ha manifestado entrando en el ámbito de nuestros sentidos. La Iglesia ha
recibido esta verdad como testimonio de fe y la comunica tal como la ha
recibido de parte de quienes fueron testigos privilegiados del evento Cristo. (cf.
1 Jn 1, 1-3).
Por medio de la fe en Jesucristo, el hombre proyecta su ser hacia una verdad
que él no puede alcanzar por sus propias fuerzas, sino solo con el auxilio de la
gracia.
Esta verdad, ofrecida al hombre y que él no puede exigir, se inserta en el
horizonte de la comunicación interpersonal e impulsa a la razón a abrirse
a la misma y a acoger su sentido profundo. Por esto el acto con el que
uno confía en Dios siempre ha sido considerado por la Iglesia como un
momento de elección fundamental, en la cual está implicada toda la
39
Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa theol., II-II, q. 171, a. 5, ad 3.
40
Cf. CEC, n. 31-35.
41
Fides et ratio, n. 22.
persona. Inteligencia y voluntad desarrollan al máximo su naturaleza
espiritual para permitir que el sujeto cumpla un acto en el cual la libertad
personal se vive de modo pleno.42
En conclusión, la llamada a participar en la comunión del Padre y el Hijo en su
mutuo Amor, que es el Espíritu Santo, determina lo que el hombre es en cuanto
ser dialógico. La imagen divina capacita al hombre para corresponder a su
Creador a través del ejercicio de las virtudes teologales.
3. Dios es Padre; es Hijo; y es Espíritu Santo
El hombre ante el misterio de Dios
Dado que Dios es infinito, ningún intelecto creado, por más dotado que esté,
puede penetrar en su insondable profundidad. Se cuenta que mientras san
Agustín se encontraba preparándose para impertir una enseñanza sobre el
misterio de la Santísima Trinidad, le pareció estar caminando en la playa frente
a un mar inmenso. Vio de repente a un niño que se distraía recogiendo agua del
mar con una concha de caracol, que luego vaciaba en un hoyito cavado en la
arena. Al preguntarle san Agustín el propósito de su acción, el niño le
respondió que estaba tratando de vaciar el mar en el hoyito. San Agustín, por
supuesto, se dio cuenta que era absurdo lo que el niño pretendía hacer.
Entonces le dijo al niño: «Pero, ¡estás tratando de hacer una cosa imposible!» Y
el niño le replicó: «Esto no es más imposible de lo que es para ti meter el
misterio de la Santísima Trinidad en tu cabeza».
Ciertamente, no podemos llegar a agotar con la razón humana el insondable
misterio divino. Aun en la participación de la visión beatífica 43 es imposible
llegar a conocer el misterio de Dios en toda su profundidad.
Y, sin embargo, este misterio que nos supera infinitamente es también la
realidad más cercana a nosotros, porque está en las fuentes de nuestro
ser. En efecto, en Dios «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28)
y a las tres personas divinas se aplica lo que san Agustín dice de Dios: es
«intimior intimo meo» («Más íntimo que a mí mismo», Conf. III, 6,11). En
lo más íntimo de nuestro ser, donde ni siquiera nuestra mirada logra
llegar, la gracia hace presente al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, un solo

42
Ibid, n. 13.
43
Es decir, de modo intuitivo e inmediato, sin que sea necesario el auxilio de la fe, en razón de estar ante
la presencia misma de Dios. Santo Tomás de Aquino afirma al respecto de esta visión: «La esencia divina
se une al entendimiento creado, actualizando por ella misma el entendimiento» (S. Th. I q 12 a. 2). Pío
XII, en Mystici Corporis, n. 35, dice: «Por esta visión será posible de una manera absolutamente inefable,
contemplar al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo con los ojos de la mente, elevados por una luz superior;
asistir de cerca por toda la eternidad a las procesiones de las divinas personas y ser bienaventurado con
un gozo muy semejante al que hace bienaventurada a la Santa e indivisa Trinidad ». En la Biblia
encontramos importantes alusiones a esta visión: «Pues en ti está la fuente viva, y en tu luz vemos la
luz» (Sal 36, 10); «Verán su rostro y no tendrán necesidad de antorchas ni de luz del sol, porque el Señor
Dios los alumbrará» (Ap 22,4).
Dios en tres personas. El misterio de la Trinidad, lejos de ser una árida
verdad entregada al entendimiento, es vida que nos habita y sostiene. 44
Jesucristo, revelación plena de Dios
Este gran misterio de Dios se nos ha revelado en la persona de su Hijo
Jesucristo. Pues Dios, por iniciativa propia, ha tenido a bien darse a conocer a
los hombres en la medida en que la razón humana es capaz de comprenderlo,
valiéndose de una pedagogía adecuada a nuestro modo de conocer. Dios no
puede revelársenos de una manera distinta o fuera del orden en que los seres
humanos comprendemos las cosas. Por medio de su Hijo Jesucristo, Dios ha
mostrado su amor condescendiente abajándose a nuestra condición para
hablarnos en lenguaje humano (cf. Hb 1, 1-2). En efecto,
Cristo nos revela que la vida divina es comunión trinitaria. Padre, Hijo y
Espíritu Santo viven en perfecta intercomunicación de amor, el misterio
supremo de la unidad. De allí procede todo amor y toda comunión, para
grandeza y dignidad de la existencia humana.45
X. león-Dufour coincide también en este punto:

Si la palabra pertenece a la esfera de Dios o es algo propio de Dios, esto


significa que Dios no es una individualidad (aunque soberana y
totalmente-otra) cerrada en sí misma, sino un ser que es fuerza de
expresión de sí mismo, dualidad en lo único, y como tal, fuente de
relación, vuelto hacia un tú que Él mismo se ha dado.46

El amor, clave de acceso al misterio trinitario47


Entre los escritores del NT se suele atribuir al apóstol san Juan la comprensión
más clara del misterio trinitario. Son múltiples y variadas en sus escritos las
maneras en que se refiere a la íntima comunión de vida y amor que existe entre
el Padre y el Hijo.
Este misterio tan sublime, san Juan lo define con una fórmula concisa, pero de
muy profunda significación: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8. 16).
Esta definición abre el horizonte para una comprensión del íntimo misterio de
Dios, considerando el amor como la virtud por la que el ser humano alcanza su
más alta perfección. Y en tanto que Dios es amor, las relaciones intratrinitarias
están informadas por el amor más pleno y perfecto.
El punto de partida de dicha comprensión es la estructura dual y el dinamismo
recíproco que hace posible el amor entre dos personas humanas, aplicándola

44
JUAN PABLO II, AG 19-III- 2000, n. 3.
45
Conferencia de Puebla, s.f., n. 212.
46
XAVIER LEÓN-DUFOUR, Lectura de Juan. Jn I-4 (I) (Salamanca 1989), p. 115.
47
Para un desarrollo más completo del tema, refiero al lector a Yves M.-J. Congar, El Espíritu Santo
(Barcelona 1991), pp. 113-120.
luego análogamente a las tres Personas divinas, lo que nos permite obtener una
imagen de la comunión trinitaria. Veamos.
El verdadero amor solo puede ser posible entre dos personas que se aman
recíprocamente. Si se ama a alguien que no puede corresponder en la misma
forma y en la misma medida, el amor está incompleto y es imperfecto.
La estructura del amor exige que haya un amante y un amado. El amor consiste
en que el amante ame al amado por ser quien es, esto es, por ser persona,
mediante un amor de predilección que exalta y dignifica la existencia del
amado. El amor es una manera suprema de valorar al otro. El amor del amante
se recrea exaltando la existencia del amado. Si no se ama al otro en la medida
que exige su dignidad, es lo mismo que negar su condición de persona y poner
en riesgo su integridad.
El amor es un acto de auto donación personal recíproco. Se trata, pues, de una
dialéctica interpersonal entre un «yo» y un «tú» que se corresponden y se
plenifican recíprocamente. La individualidad personal que distingue a uno y a
otro es el fundamento de la entrega recíproca, y sobre esta base se edifica la
comunión de personas.
Dios es amor, porque su misterio divino está constituido por un amante
personal, el Padre, y un amado personal, el Hijo; y amándose ambos
recíprocamente, realizan el amor pleno y la comunión perfecta.
De este modo, Dios se distingue personalmente como Padre y realiza
plenamente su esencia paternal amando eternamente a su Hijo eterno. Dios, en
cuanto Padre, se distingue por el amor personal con que ama y engendra a su
Hijo. Su ser de Padre consiste en engendrar amorosa y eternamente al Hijo: el
Padre ama al Hijo con un amor eternamente engendrante. Su paternidad
amorosa engendra al Hijo en su misma naturaleza. 48 Con Él comparte su
divinidad de manera plena. San Juan se refiere a este amor engendrante con la
figura de «el seno del Padre» (Jn 1, 18), donde el Hijo permanece eternamente.
Recíprocamente, el Hijo ama al Padre en la misma medida en que es amado por
el Padre, pero no de la misma manera: el Hijo ama al Padre de modo filial. En
cuanto que Él es «el Amado» (Mt 3, 17/ Ef 1, 6), se abandona plena y
confiadamente al amor eternamente engendrante del Padre. Su ser Hijo consiste
en ese abandono filial al amor inagotable del Padre. El amor del Padre engendra
eternamente al Hijo, y el Hijo recibe ese amor engendrante en condición de Hijo
engendrado eternamente por el Padre. «En el seno de la Santísima Trinidad, el
Hijo es puro don de sí mismo al Padre» 49.

48
Cf. Compendio del CEC, n. 46.
49
EDWARD SCHLLEBEECKX, Cristo, el sacramento del encuentro con Dios (De Christusontmoeting als
sacrament der Godsontmoeting. Trad. por Victor Bazterrica (Pamplona 1965), p. 39.
Como puede verse, la esencia del ser de Dios, que es el amor, exige
necesariamente la distinción de personas y de relaciones. Si en Dios no hubiese
distinción de personas y de relaciones, sería una pura entidad anónima y
solitaria, cerrada en sí misma, incomprensible y sin posibilidad de auto
comunicación; por lo tanto, solo podría amarse a sí mismo; sería un puro
egoísmo, la imperfección suprema. Pero como dice J. Ratzinger:
El Dios de la fe se caracteriza fundamentalmente por la categoría de la
relación (…) la suprema posibilidad del ser no es la de poder vivir
aislado, la de necesitarse solo a sí mismo y la de subsistir en sí mismo. La
suprema forma de ser lleva pareja la relación.50
Dios, en cuanto que se distingue como Padre, está como un «Yo» personal de
cara al «Tú» de su Hijo eterno. Dios, en cuanto que se distingue como Hijo, está
como un «Yo» personal de cara al «Tú» del Padre.
Ahora bien, más allá de la distinción individual, Dios en su intimidad es plena
comunión de personas, en la que no hay fisuras: el «Yo» del Padre contiene en
sí mismo el «Tú» del Hijo, y el «Yo» del Hijo contiene en sí mismo el «Tú» del
Padre. Existe una compenetración esencial entre el Padre y el Hijo, hasta el
punto de que cada persona trasluce a la otra persona. Esto es lo que Jesús quiere
dar a entender en la siguiente conversación con Felipe:
Le dice Felipe: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta.» Le dice Jesús:
«¿Tanto tiempo hace que estoy con ustedes y no me conoces, Felipe? El
que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: muéstranos al
Padre? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Las
palabras que les digo, no las digo por mi cuenta; el Padre que permanece
en mí es el que realiza las obras. Créanme: yo estoy en el Padre y el Padre
está en mí» (Jn 14, 8-11).
Pero la comunión de vida y amor del Padre y del Hijo es más que dualidad, es
trinidad. De la absoluta auto donación de ambos procede la Persona del
Espíritu Santo,51 en quien se expresa y se realiza la plenitud desbordante de
vida y amor que es Dios. «Dios no es solo el Yo solitario del Padre, pero
tampoco es el yo-tú del Padre-Hijo, es el nosotros del Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo»52.
La plena reciprocidad de vida y amor entre el Padre y el Hijo, se expresa y se
realiza, como vínculo de comunión, en la Persona del Espíritu Santo. La
excelencia del amor recíproco entre el Padre y el Hijo, es un amor tan
infinitamente perfecto, pleno y desbordante cuya manifestación origina a una
tercera Persona: el Espíritu Santo que constituye el vínculo paterno-filial entre el
Padre y el Hijo. Afirma san Agustín: «Según las Sagradas Escrituras, este
50
JOSEPH RATZINGER, Introducción al cristianismo (Salamanca 2002), pp. 155-156.
51
Cf. Compendio del CEC, n. 47.
52
JUAN L. R. DE LA PEÑA, Imagen… ob. cit., p. 208.
Espíritu no lo es del Padre solo, o del Hijo solo, sino de ambos; y por eso nos
insinúa la caridad mutua con que el Padre y el Hijo se aman»53.
Dios en sus actos ad intra actúa necesariamente. El Padre necesariamente
tiene que engendrar al Hijo, y con la misma necesidad, tiene que
proceder, del amor del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo.54
La comunión trinitaria es también comunión en el obrar. Creación y salvación
son obras conjuntas de las tres Personas divinas.55 No obstante, cada una de
ellas actúa en una forma peculiar que la distingue de las otras. 56
La donación recíproca, fundamento de la comunión trinitaria
La dinámica de la donación recíproca entre las tres Personas divinas, consiste
en que cada una de ellas vive para las otras, por las otras y en las otras. Cada
Persona divina vivifica eternamente a las otras Personas a la vez que cada una
es vivificada por la vida de las otras Personas. Cada Persona hace ser a las otras.
«Cada persona divina no puede afirmar, en cierto modo, la plenitud infinita de
su naturaleza, sino produciendo la otra»57
Ser para las otras Personas y entregarse a ellas es la razón de ser de cada una.
Así se entiende que Jesús afirme: «Yo vivo por el Padre» (Juan 6, 57), y también:
«Yo estoy en mi Padre y el Padre está en mí» (Jn 14, 20)58.
Estas relaciones intratrinitarias pueden describirse así: como acto de amor
engendrante, el amor del Padre origina al Hijo. Su acto de amor consiste en ser
eternamente Padre para el Hijo, en un auto donarse eternamente como Padre al
Hijo. Su amor de Padre está desbordándose absolutamente hacia el Hijo, como
amor eternamente engendrante. Este amor eternamente engendrante es lo que
determina al Padre como tal: «El Padre ama al Hijo» (Jn 3, 35). En cuanto acto
de amor engendrante, Dios se nos revela como Padre.
El Hijo, por su parte, es el acto de amor engendrado por el Padre; Él es «el
Amado» por excelencia y quien permanece en el seno del Padre (cf. Jn 1, 18). Su
auto donación consiste en entregarse sin medida al Padre y abandonarse plena
y confiadamente a su voluntad. Este amor de entrega total del Hijo al Padre, es
expresado mediante su sacrificio en la cruz. En cuanto acto de amor
engendrado, el Hijo vive para cumplir la voluntad del Padre (cf. Mt 26,42).
Del acto de amor recíproco entre el Padre y el Hijo, procede el Espíritu Santo
como acto de amor que manifiesta plena y verdaderamente el amor

53
SAN AGUSTÍN DE HIPONA, De trinitate, XV, 17, 27.
54
ALEJANDO MARTÍNEZ SIERRA, Antropología teológica fundamental (Madrid 2002), p. 43.
55
Cf. Compendio del CEC, n. 49; cf CEC, nn. 258; 292.
56
Cf. CEC, n. 259.
57
XAVIER ZUBIRI, Naturaleza, hombre y Dios, p. 504.
58
A esta reciprocidad del amor divino se le conoce en lenguaje técnico como pericóresis o circumincesio,
términos que hacen referencia a un movimiento dinámico en el que uno se intercambia con el otro
como en una danza en círculo.
engendrante del Padre y el amor engendrado del Hijo. El Espíritu Santo es la
manifestación testimonial de la donación recíproca del Padre y del Hijo. El
Espíritu Santo «procede del Padre y del Hijo» 59 y constituye el vínculo paterno-
filial entre el Padre y el Hijo (filioque). En cuanto recíproca comunicación de
amor entre el Padre y el Hijo, se llama Espíritu Santo. De ahí que el Espíritu
sondea y conoce las profundidades de Dios (1 Cor 2, 10-11), de lo que se deriva
su misión de conducir a los hombres hasta la verdad plena (Jn 16, 13).
En conclusión, por medio de la persona de Jesucristo, llegamos a conocer a Dios
como Trinidad de personas. Dios «es una eterna comunicación de amor: Padre,
Hijo y Espíritu Santo»60. Sin embargo, es preciso aclarar que el sentido de esta
pluralidad de «Personas» en Dios no implica una pluralidad de «personas» en
el modo humano de comprender la pluralidad. Primero, porque la persona
divina no se define por la subjetividad o la autoconciencia –en la manera en que
se define a la persona humana–, sino por la relación. En Dios, el Padre se define
por su absoluta referencia al Hijo, y el Hijo es definido por su absoluta
referencia al Padre, mientras que el Espíritu Santo es definido por su absoluta
referencia al Padre y al Hijo. Dios es Trinidad, no triteísmo. La pluralidad de
personas realiza en sentido pleno nuestra idea de comunidad. Y esto es así en
cuanto que las tres personas divinas comparten una misma y única naturaleza
divina, en una perfecta y plena comunión de vida y amor.

4. Dios Padre, creador de todo lo visible y lo invisible


Dios creador, según la fe de Israel
La fe en Yahvé Dios, creador de todo cuanto existe, es central para la
religiosidad israelita. De hecho, la Biblia, en sus primeras páginas, contiene un
relato en el que presenta a Dios creando todo de la nada, mediante el poder de
su sola palabra (cf. Gen 1,3. 6. 9. 11. 14. 20. 24. 26). Es precisamente por esa
ostentación de poder ilimitado por lo que Israel confiesa su fe en Yahvé Dios,
que es único e incomparable a los dioses de los pueblos paganos (cf. Sal 115 y
135).
Sin embargo, esta concepción, rígidamente monoteísta, adolece de un
verticalismo radical que dio origen a la idea de un Dios absolutamente distante
de la realidad terrena y del hombre –ontológicamente hablando–, y es tan
celoso de su divinidad que, incluso, demarca unos límites infranqueables entre
Él y sus creaturas (cf. Ex 19, 12. 21.24), y nadie puede contemplar su rostro (cf.
Ex 33, 20).
El Creador es un ser absolutamente trascendente, y el ser humano no puede
aspirar más que a un conocimiento indirecto de Él, partiendo de la

59
Credo Niceno-constantinopolitano.
60
CEC, n. 221.
contemplación de sus obras majestuosas, cuyo pináculo es el hombre mismo (cf.
Sal 8, 4-9).
Sin embargo, aunque la teología del AT no llega a escrutar la obra de la creación
a profundidad, nos permite un tímido asomo al misterio:
Antes de ser engendrados los montes, antes de que naciesen tierra y orbe,
desde siempre hasta siempre tú eres Dios. (Sal 90, 2).
¿Qué quiso expresar aquí el salmista, con el término «engendrar»?
El Dios creador de la fe cristiana
La fe cristiana se funda en la confesión de Dios como Padre que ha engendrado
un Hijo de su misma naturaleza, el cual ha sido enviado al mundo en condición
para realizar la salvación a favor de todos los pecadores, porque Dios es un
Padre amoroso que «hace salir su sol sobre buenos y malos y derrama la lluvia
sobre justos e injustos» (Mt 5, 45).
Jesucristo es quien revela «el misterio escondido desde siglos en Dios, creador
del universo» (Ef 3, 9) y «de quien procede toda paternidad» (Ef 3, 15), la cual es
ejercida a través de su Hijo, porque «en Él reside la plenitud de Dios» (Col 2,
19). Por medio de su Ungido, Dios despliega el poder benevolente de su
paternidad amorosa y «llama a las creaturas que no son para que existan» (Rom
4, 17).
Así, pues, el misterio de la creación, que en el AT queda sin esclarecer, es
iluminado por medio de la persona de Cristo en su verdad más profunda y en
su sentido más original: todo el universo tiene su origen en la relación de amor
que existe entre el Padre y su Hijo. 61 La magnificencia del amor de Dios
desborda los límites de nuestros razonamientos y concepciones, y su
omnipotencia salvífica se extiende a todo lo creado.
La creación se compagina con el acto de amor por el cual el Padre engendra al
Hijo. Por eso está en correspondencia con un proyecto divino determinado,
hecho realidad en Cristo. Él es origen y meta del universo (Rom 11, 35). Cristo
es su punto de partida y su punto de llegada. De ahí que la creación entera está
jalonada hacia una meta consumante al final de su historia, y «actualmente
gime de dolor en la esperanza de ser liberada de la esclavitud de la corrupción,
para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rom 8, 21-22).
Por otra parte, se imponía la necesidad de aclarar la prerrogativa antropológica
de imagen de Dios, por la que los creyentes están llamados a participar en la
filiación de Jesucristo, imagen perfecta del Padre. La teología cristiana debía
mantener la unidad entre creación y redención del hombre. No se puede
comprender al hombre y la creación sin un vínculo intrínseco con Cristo.

61
Cf. SALVADOR VERGES, El hombre creado en Cristo. Trinidad y creación (Salamanca 1976), p. 78.
Así las cosas, los escritores neo-testamentarios estaban ante la enorme tarea de
explicar lo que el AT había dejado en suspenso: la creación ha sido modelada
por Cristo, en Cristo y para Cristo. La relevancia del tema exigía la formulación
de categorías claras. Entre éstas destacan los binomios Imagen-Primogénito, de
procedencia paulina, y Palabra-Unigénito, de origen joánico.
Los himnos respectivos en los que aparecen estos títulos cristológicos, están
elaborados a modo de cosmogonías, en los que se remarca el principio
cristiforme y cristocéntrico que guía a la creación hacia su redención en Cristo.
Ambos pasajes siguen trazos similares y están emparentados con el himno de la
creación de Gn 1.
Una síntesis muy escueta de estos dos himnos aparece en el prólogo de la Carta
a los hebreos (1, 1-4).
Desarrollamos el siguiente análisis de estos tres pasajes.
El binomio Imagen-Primogénito (Col 1, 15-20)
Las categorías «imagen» y «primogénito» es el punto vertebral en torno al cual
san Pablo sostiene la teología de la función mediadora y salvífica del Hijo, en la
obra de la creación. Ambos términos sirven al autor para establecer un orden de
continuidad desde el momento en que la creación es puesta en marcha (proton),
hasta el acontecimiento en el que alcanza su plenitud (schaton).
Vv. 15-16: Él (Cristo) es imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la
creación. Porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la
tierra, las visibles e invisibles, tronos dominaciones, potestades. Todo fue
creado por Él y para Él.
a) Al respecto de su anterioridad cósmica y pre-existencia divina, el
carácter de «Imagen de Dios invisible» indica la relación personal de
origen e intimidad que hay entre el Hijo y su Padre: el Hijo procede de la
divinidad invisible de Dios; es el principio de exteriorización e
historización del misterio de Dios. Cristo es el mediador por excelencia
de la revelación divina. En la Carta a filipenses san Pablo se refiere a Cristo
como la «forma de Dios» (Flp 2,6).
b) En razón de su posterioridad mediadora, la imagen del Hijo es
comunicada a los que Dios predestinó «a reproducir la imagen del Hijo,
para que fuera Él el primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29).
Puede verse aquí el vínculo entre «imagen» y la función soteriológica de
Cristo, ejercida a través de su primogenitura. «La intención del plan
creador de Dios es reproducir en muchos todo aquello que es el principio
de comunicación de sí mismo (la imagen de su Hijo)» 62. Esta
reproducción de su imagen de Hijo se refiere solo a aquéllos que reciben

62
JOSÉ I. GONZÁLES FAUS, La humanidad nueva (Sal Terrae 1984), p. 284.
la filiación adoptiva en el Hijo, de modo que Cristo se convierte en
primogénito «entre muchos hermanos».63
c) Por su carácter de «primogénito de toda la creación», Cristo ejerce una
función mediadora entre la acción creadora de Dios invisible, que crea
todas las cosas por medio de su Hijo, que es imagen de su Ser. La
diversidad de seres que conforman el universo, tiene como modelo
originario la «imagen» de Aquel que las contiene en sí mismo como su
principio, «porque en Él fueron creadas todas las cosas».
d) En cuanto principio que antecede a todo lo creado, nada se sostiene en la
existencia sin Cristo: «Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en Él
su consistencia» (v. 17). Por tanto, la mediación de Cristo no se reduce a
una modelación primordial pasiva, sino activa: está presente y actuante
en la creación como su principio dinámico que la orienta hacia su
consumación definitiva.64 La fe cristiana ve una ligadura esencial entre la
creación y Aquel que es su principio, por lo que entiende que todo
cuanto ha tenido origen en Él, participará también de su glorificación
eterna (cf. Rom 8, 21; 2 Pe 3, 13; Ap 1, 21).
Es notable el giro repentino del himno al pasar de la mediación cósmica a la
mediación soteriológica de Cristo, especialmente por el hecho de que los
términos imagen y primogénito adquieren una nueva significación o son
sustituidos por otros:
Él es también la cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: Él es el principio, el
Primogénito de entre los muertos, 65 para que sea Él el primero en todo,
pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la plenitud, y reconciliar
por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su
cruz, los seres de la tierra y de los cielos.
a) Hemos llegado al punto vértice del himno: la capitulación de todo lo
creado en Cristo. El movimiento creacional que inicia en Cristo Imagen-
Primogénito, desemboca en la redención que Cristo lleva a cabo
mediante su capitanía. Él aparece de nuevo a la cabeza como
primogénito (primer engendrado) de entre los muertos, por lo que Dios
hace residir en Cristo la plenitud y el poder de reconciliar a toda la
creación con su Creador. Todo lo creado en Cristo, es también
reconciliado en Él. En este movimiento se ha efectuado una transición:
todas las cosas (el universo), que tienen su origen en Cristo-Imagen,
pasan a constituir el lugar donde ocurre la redención, en la forma de
63
Cf. Ibid.
64
Cf. Ibid, p. 292.
65
Esta frase condensa el gran misterio de la mediación soteriológica: Aquel que ha sido engendrado por
el Padre en la eternidad, como lo indica el versículo 1, 15-16: «Primogénito de toda la creación, porque
en Él fueron creadas todas las cosas…», también es engendrado por Dios en la Resurrección, para que en
Él sean resucitados todos los condenados a la muerte por el pecado.
Iglesia-Cuerpo.66 En virtud de Cristo Imagen, se opera una especie de
identificación entre «todas las cosas» e Iglesia-Cuerpo.
b) En Aquel que es el «Primogénito de toda la creación», reside toda la
plenitud divina. Es decir, Él es el Ser y la Vida plena. Por eso puede
aniquilar la muerte por medio de su sacrificio en la cruz, redimiendo así
todo lo que en Él tiene su origen y consistencia. Cristo recrea en Él todas
las cosas como «Primogénito de entre los muertos». El resultado de esta
mediación redentora, es la Iglesia-Cuerpo, realidad intramundana, por
medio de la cual es obrada la reconciliación de «los seres de la tierra y de
los cielos», para «que Dios sea todo en todos» (1 Cor 15, 28).
El binomio Palabra-Unigénito (Jn 1, 1-18)
El prólogo del evangelio de Juan empalma con el ideario teológico del primer
relato de la creación (Gn 1, 1-31) y tiene concordancias con el contenido de Col
1, 15-20.67 Sin embargo, la perspectiva de Jn 1, 1-18 con respecto al himno de
Col, es distinta, pues, mientras que san Pablo utiliza el término «imagen» para
enfatizar en la función reveladora del Hijo como el primer engendrado desde la
eternidad, san Juan prefiere el término «palabra», que tiene una doble función:
revelar y comunicar.
Por otra parte, san Pablo hace uso del término «primogénito» con el propósito
de hacer comprensible la mediación de Jesucristo tanto en la creación como en
la redención; mientras que san Juan utiliza el término «unigénito» (el único
engendrado) para especificar la íntima relación del Hijo con el Padre y la
relación que establece con los hombres, por medio de la encarnación. Veamos.
Vv. 1-2: En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios,
y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio junto Dios.
El término griego que aquí se traduce como «palabra» es «logos» 68. El autor,
probablemente, llegó a conocer la doctrina estoica sobre la presencia del
«Logos» en todos los aspectos del universo en cuanto principio que le otorga
armonía e inteligibilidad y, al mismo tiempo, dota al hombre de su capacidad
racional.69 Acota Benedicto XVI:
Logos significa tanto razón como palabra, una razón que es creadora y
capaz de comunicarse, pero precisamente como razón.70

66
Cf. JOSÉ I. GONZÁLES FAUS, ob. cit., p. 293.
67
Cf. ALFRED WIKENHAUSER, El evangelio según san Juan (Barcelona 1967), p. 64.
68
Este término aglutina una amplia amalgama de significados, provenientes de la filosofía griega. De ahí
que hace relación a términos como «palabra razonada», «discurso», «inteligencia», «razón»,
«argumentación», «pensamiento», «lenguaje», «luz», «verdad». También dice relación con algunos
significados que se relacionan a la manera en que la mentalidad judía entendía la actividad de la palabra
de Dios en el mundo y en la historia del hombre (cf. Is 55, 10-11).
69
Cf. XAVIER LEÓN-DUFOUR, Lectura del evangelio…(I), p. 43.
70
BENEDICTO XVI, Discurso en la Universidad de Ratisbona (12-IX-2006).
Respecto al «principio» al que Juan alude, no se trata del principio de la
creación, sino un principio absoluto (siempre) que hace referencia a la
preexistencia de la Palabra y a su relación eterna con Dios. En este sentido,
Cristo-Palabra antecede el principio de la creación, 71 porque la Palabra «estaba
en el principio junto a Dios», pero se distingue de Dios como un ser
personificado y autónomo.72 Lo que se pretende afirmar es que «el Logos posee
desde toda la eternidad, juntamente con el Padre y con igual derecho que Él, la
naturaleza divina»73. Aclara X. Dufour:
Juan coordina dos afirmaciones sucesivas: indica primero que entre el
Logos y Dios existe una «diferencia», luego declara al Logos «Dios». De
esta manera, en su texto, el Logos y Dios son a la vez dos y uno.74
Especificada la relación del logos con Dios, el autor procede a señalar la relación
del Logos con la creación:
V. 3a: Todo se hizo por ella y sin ella nada se hizo.
La Palabra es mediadora de la creación, equiparándose así a la omnipotencia
divina. La referencia a la mediación cósmica de la palabra es frecuente en la
Biblia (cf. Sal 33, 6-9; Sab 9, 1; Si 42, 15). Por medio de su Logos o Palabra, Dios
pone en marcha todo cuanto existe. El «hágase» de Gn 1 resuena con fuerza en
este versículo.
Vv. 3b-5: Lo que se hizo en Ella era la vida y la vida era la luz de los
hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron.
Como consecuencia lógica de que todo haya sido hecho «por» mediación de la
Palabra, se sigue que la vida –entiéndase el termino en toda la extensión de su
significado– es hecha también por ella. «Todo cuanto en el mundo es vida tiene
su fuente y origen en el Logos»75. Ahora bien, el Logos no solo comunica la vida
temporal, sino también la vida plena. Y en cuanto que Él es la vida en plenitud,
irradia la Verdad de Dios. De este modo, «vida» y «luz» vienen a identificarse
en un mismo y único ser (cf. Jn 14, 6). Vida y luz son inseparables; «no describe
Juan la luz-verdad como algo visible y reconocible anterior a la vida o
independiente de ella, es la vida misma la que es visible y reconocible. En otros
términos: no afirma que la verdad lleve a la vida, sino que para el hombre la
única luz-verdad (…) es el resplandor de la vida»76.
V. 9: La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre,
viniendo a este mundo.

71
Cf. ALFRED WIKENHAUSER, op. cit., p. 65.
72
Cf. Idem.
73
Ibid, p. 66.
74
XAVIER LEÓN-DUFOUR, Lectura del evangelio…(I), p. 57.
75
ALFRED WIKENHAUSER, op. cit., p. 67.
76
JUAN MATEOS, JUAN BARRETO, ob. cit., pp. 56-57.
Ningún hombre está exento de la iluminación del Logos, pues el mundo es el
lugar primordial donde la revelación ocurre. Venir al mundo es entrar en
contacto con la Verdad. Toda la humanidad está interpelada por esa presencia
omnímoda de la Palabra en todo lo que existe, y el Logos capacita al espíritu
humano para que reconozca a Dios en la creación.77
V. 10: En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por Ella, y el mundo no
la conoció.
Juan resume aquí la teología natural de Sab 13, 1-9 y la de Rom 1, 19-21: todo
hombre posee la capacidad de llegar a conocer la verdad y la justicia de Dios a
través de su creación. El universo entero se origina del poder creador del Logos
eterno. Por ende, «en su totalidad, los seres creados expresan a Dios, ya que
todos ellos están informados por el Logos que está siempre “junto a Dios”» 78.
Contradictoriamente, a pesar de que «lo invisible de Dios, desde la creación del
mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras» (Rom 1,20), el mundo
se negó a reconocer al Logos que es luz, verdad y vida.
V. 11: Vino a los suyos, y los suyos no la recibieron.
Israel no consintió en dejarse iluminar por la Palabra-Luz, aunque eran el
pueblo elegido, el pueblo de la palabra.
Vv. 12-13: Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse
hijos de Dios, a los que creen en su Nombre; los cuales no nacieron de
sangre79, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino que nacieron
de Dios.
Del mismo modo en que Cristo-Palabra ostenta el poder creador de Dios y de
comunicar vida, así también puede conceder a los hombres el don de hacerse
hijos de Dios no por voluntad humana, sino por voluntad divina. En la frase
“hacerse hijos de Dios” está contenida todo el proyecto del hombre nuevo y es
el hilo conductor de todo el evangelio juánico. El poder creador del Logos es
también el poder de engendrar de Dios, de modo que todo hombre, por medio
de la fe, pasa a participar del mismo ser de Dios, lo que solo es posible
acogiendo la Palabra luz-verdad-vida.
V. 14a: Y la Palabra se hizo carne80, y puso su morada entre nosotros.
Este es el núcleo del prólogo y el gran anuncio del evangelio de san Juan: el
Logos se ha comunicado a los hombres de un modo radical, no ya como
77
Cf. Ibid, p. 79.
78
Ibid, p. 65.
79
El término «sangre» es un eufemismo equivalente a «semen». La generación humana se lleva a cabo
mediante la unión de dos personas; está dominada por el deseo erótico. La filiación divina es de otro
orden. A diferencia del nacimiento carnal, tiene origen en la gracia de Dios; es de naturaleza
eminentemente espiritual.
80
El evangelista ha preferido utilizar este término en lugar de «hombre», para indicar la naturaleza
humana en su condición frágil y caduca, según el sentido que se le aplica en el AT (cf. Gen 6, 3/ Sal 56, 5;
78, 39/ Is 40, 6/ Jr 17, 5).
presencia difusa en la realidad de la creación, sino manifestándose visiblemente
en la entera realidad humana, sin dejar de ser Dios. 81 «Ciertamente la
encarnación del Logos es una novedad extrema (…). Descendiendo a nuestro
universo, el Logos eterno escogió hacerse temporal y para ello hacerse
carne…»82, realizándose así el ideal más elevado de la fe israelita: la esperanza
que Dios viniera un día a morar en medio de su pueblo, el Emmanuel que
anuncia Is 7, 14.
Vv. 14b. 16: y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre
como Unigénito, lleno de gracia y de verdad (…). Pues de su plenitud
hemos recibido todos, y gracia por gracia.
Juan ve realizada la gloria del Unigénito en dos momentos de una misma
acción: a) el Hijo glorifica a Dios entregándose al Padre para realizar su
voluntad salvífica en el mundo (cf. 13, 30-31); b) a tal entrega confiada del Hijo,
Dios corresponde enseguida glorificando al Hijo en sí mismo (cf. 14, 32),
resucitándolo de entre los muertos como testimonio ante sus discípulos de la
verdad y plenitud de su filiación divina.
V. 17: Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad
nos han llegado de Jesucristo.
Los dones que prodiga la Palabra encarnada superan infinitamente a los que
otorgaba la Ley, la cual anunciaba la plenitud de la Palabra, pero no podía
realizar los dones excelsos que Dios concede a los hombres por medio de su
Hijo. Jesucristo es la plenitud de la gracia y la verdad de Dios, porque en Él se
cumple toda la justicia misericordiosa de Dios, promulgada en la Ley (cf. Mt 5,
17). Dios se hizo escuchar por medio de la Ley, pero solo Jesucristo puede
hablar con verdad absoluta de Dios, porque Él es el que está en el seno del
Padre. Puntualiza X. Dufour:
De esta manera se pone de manifiesto la historia de Dios con los
hombres, lo cual equivale a una sucesión de gracias: primero, la gracia
derramada por el Logos, su revelación desde el principio en la creación y
en la historia. Luego, la gracia de la Verdad manifestada en plenitud por
el Hijo único.83
V. 18: A Dios nadie lo ha visto jamás, el Hijo Unigénito, que está en el
seno del Padre, Él lo ha contado.
«El Hijo Unigénito, que está en el seno (intimidad) 84 del Padre», es una figura
clave de la teología de san Juan, tanto para darnos a comprender el origen de la
obra de la creación como para fundamentar la revelación de Dios en Él. Siendo
Cristo la única Palabra que Dios envía al mundo desde su seno, solo Él está
81
Cf. XAVIER LEÓN-DUFOUR, Lectura del evangelio…(I), ob. cit., p. 91.
82
Ibid, p. 90.
83
Ibid, p. 103.
84
JUAN MATEOS, JUAN BARRETO, El evangelio de san Juan… ob. cit., p. 48.
facultado para revelarnos el insondable misterio de Dios 85 como consecuencia
lógica de su unigenitura divina, por la que cobran sentido tanto creación como
redención. Así lo considera O. Cullman:
…la concepción logos, nos hace remontar, por su propia naturaleza, hacia
la obra reveladora de Dios en Cristo desde el comienzo de todas las
cosas, es decir, a la acción preexistente y divina de Jesús. Según eso, el
término Logos ha vinculado la creación y la redención: la creación ha sido
realizada por el mediador preexistente, es decir, por la Palabra; la
redención la ha realizado la misma Palabra encarnada.86
En la óptica de san Juan, la paternidad creadora y salvífica de Dios actúa sobre
el universo entero, a través de su Palabra engendrada. Dios ha revelado su
designio salvífico, manifestando su amor omnipotente y su omnisciencia a los
hombres, enviando a su Hijo Unigénito, por quien se nos ha revelado nuestro
origen y nuestro fin último. En Jesucristo culmina todo lo que en el principio
fue pensado por Dios en el Espíritu Santo; y es Él quien le otorga todo su
sentido.87
J. Mateos y J. Barreto resumen el prólogo juánico en las palabras siguientes:
En el prólogo, Juan evita cuidadosamente el uso del verbo «hacer/crear»
(poieó), pues un ser divino no puede ser creado; la metáfora que usa es la
de «nacer/engendrar» (1,13.18), que indica comunicación de la vida
propia del que engendra (Dios). La vida divina que se comunica se
designará como «gloria/amor y lealtad» (1,14), «el Espíritu» (l,32s, que
será su presencia en él, cf. 4,24). Jesús será la plena realización del
proyecto (1,14) y por eso será el Dios engendrado (1,18). A través de él y
participando de su plenitud (1,16), los hombres podrán «nacer de Dios»
(1,13), por el don del Espíritu (1,33), y estarán así capacitados para
«hacerse hijos de Dios» (1,12), realizando en sí mismos el proyecto
divino.88
Según J. Blank, en el prólogo juánico existe «una conexión interna entre
creación, revelación y redención. Es el mismo Logos, que ha tenido un papel
protagónico en la acción creadora, el que viene al mundo como revelador y
redentor. La afirmación creacionista prepara, pues, la afirmación
encarnacionista, y ésta alcanza a su vez toda su importancia sobre el trasfondo
de la creación»89:
Es importante, por otra parte, descifrar el misterio de Jesucristo como el Verbo
eterno de Dios estableciendo un paralelo con la palabra humana. Así, del
85
Cf. Ibid, p. 79.
86
OSCAR CULLMAN, Cristología del Nuevo Testamento (Salamanca 1998), p. 324.
87
Para un desarrollo más completo del tema, refiero al lector a Salvador Vergés, El hombre creado en
Cristo. Trinidad y creación (Salamanca 1976), pp. 94-122.
88
El evangelio de san Juan… ob. cit., p. 55.
89
JOSEF BLANK, El evangelio según San Juan I (Barcelona 1984) p. 89.
mismo modo que las palabras de un hombre revelan lo que hay en su
interioridad: sus pensamientos, sus sentimientos, sus deseos, entre otros,
también Jesucristo es revelador del misterio divino, porque procede de la
intimidad de Dios y manifiesta su gloria a los hombres como Palabra
encarnada, de donde emana una fuente inagotable de gracia y verdad, que tiene
el poder de transformar a los hombres en hijos de Dios.
En conclusión, Imagen-Primogénito y Palabra-Unigénito son modos de
expresar la única dialéctica que existe entre el hombre y su Creador.
La síntesis de Hebreos 1, 1-4
El autor de la Carta a los hebreos muy probablemente llegó a conocer los himnos
cristológicos que hemos analizado, en la forma original en que eran recitados
por la iglesia primitiva. Si este es el caso, no hay duda que se sirvió de ellos
para la elaboración del prólogo de la carta, cuya finalidad es demostrar la
superioridad de Cristo y de su entrega sacrificial sobre la Ley y los sacrificios de
la antigua alianza.
V. 1: Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a
nuestros padres por medio de los profetas.
Este versículo nos sitúa casi en la misma perspectiva del prólogo de san Juan: la
Palabra de Dios ha estado presente en el mundo y ha tratado de iluminar a
Israel por medio de Moisés y los oráculos de los profetas.
V. 2: En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien
instituyó heredero de todo, por quien también hizo el universo…
Cristo-Palabra, en cuanto proyecto primordial y absoluto de Dios, relativiza la
voz de los profetas, que apenas eran intermediarios y expresión parcial de su
plenitud. El eterno proyecto de Dios se formula en una palabra dirigida al
hombre, en forma de persona humana que expresa al mismo ser divino y su
plan salvífico.
La Palabra-Hijo ha irrumpido en el tiempo y en la historia, expresando así el
modo en que participa de la naturaleza divina. En analogía con san Juan, se
trata del Verbo que se hace carne. El tema de la capitulación de todas las cosas
en Cristo, de san Pablo, aparece aquí en la figura de «heredero». «El Hijo, por
quien se hizo el universo», conecta directamente con la teología de san Pablo y
la de san Juan.
V. 3: el cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y
el que sostiene todo con su Palabra poderosa, llevada a cabo la
purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las
alturas…
La especificación «resplandor de su gloria e impronta de su sustancia», engloba
lo afirmado en Jn 1, 1-3 enlazando, al mismo tiempo con los 14c (“hemos
contemplado su gloria…”) y 16 (“Pues de su plenitud…”).
En lugar de «consistencia», de Colosenses, se habla aquí del «que sostiene todo
con su Palabra», y el tema de la «reconciliación» por medio de la cruz, se dice
como «la purificación de los pecados».
V. 4: con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más
excelente es el nombre que ha heredado.
La excelencia del nombre «Hijo de Dios» es el tema que tratan todos los escritos
del NT, y es la condición divina por la que Cristo es constituido heredero (cf. Mt
21, 38/ Ga 4, 7).
En resumen, las metáforas imagen, primogénito, palabra, unigénito, resplandor
y sustancia expresan la identidad de naturaleza entre el Padre y el Hijo y su
accionar conjunto, a la vez que los distingue como Personas distintas.
La creación entera está inmersa en una tensión dinámica hacia su consumación
en Cristo. Dios engendra por amor al Hijo, y todo lo creado surge como acción
ad extra de ese acto de engendramiento eterno, hasta su redención definitiva.

5. Jesucristo Hijo de Dios


El título «Hijo de Dios», una novedad evangélica
El título «Hijo de Dios» es uno de los más profesados en los evangelios, con el
fin de resaltar la identidad personal de Jesucristo; es una de las claves más
importantes para comprender el anuncio de la Buena Nueva. Pero también es
un título que exige una clarificación de significado a la luz de la fe de la
primitiva iglesia. Sin esta comprensión se corre el riesgo de convertírsele en un
título abstracto, alejado de la manera en que el mismo Jesucristo experimentó a
Dios y del sentido que Él mismo pretendió darle a partir de la experiencia de su
ser hombre, de su vida terrena y del drama de su pasión y muerte.
Los cuatro evangelios concuerdan en presentar a Jesucristo como el Hijo de
Dios (Mc 1, 1; Mt 28, 19; Lc 4,9; Jn 1, 18). El anuncio de la cercanía del Reino de
Dios, va acompañado por la revelación de Jesucristo como Hijo de Dios. Jesús
declara abiertamente que Él ha sido enviado por el Padre (cf. Jn 5, 37), que ha
bajado del cielo para cumplir la obra que el Padre le ha encomendado (cf. Jn 6,
18-19). Él es el Mesías esperado por Israel, y afirma que nadie puede ir al Padre
si no es a través de su persona (cf. Jn 14, 6). Incluso manifiesta solemnemente
que entre Él y su Padre existe una relación única:
Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el
Padre, ni al Padre lo conoce nadie sino el Hijo, y a aquel a quien el Hijo
se lo quiera revelar. (Mt 11, 27).
Pero estas declaraciones se ven enfrentadas a la férrea oposición de las
autoridades judías y de los fariseos. De hecho, esta va a ser la causa principal
por la que Jesús será condenado a morir en la cruz (cf. Mt 26, 63-65; Mc 14, 61-
64; Lc 22, 69-71).
En las religiones del entorno israelita, el término «padre» se aplicaba a la
divinidad en sentido de entidad sagrada suprema, la cual había dado origen a
todo cuanto existe, especialmente a los hombres. Era común, sin embargo, la
atribución de prerrogativas divinas a los reyes.90
Aunque el título «hijo de Dios» no era una concepción ajena a la mentalidad
religiosa de Israel, su significación se limitaba a expresar únicamente la
predilección de Dios sobre un colectivo o un individuo en particular. Por
ejemplo, cuando este título se aplica a Israel (cf. Ex 4, 22; Dt 14, 2; Os 11, 1), está
en función de expresar su elección como nación consagrada a Dios, en medio de
las demás naciones. Por extensión, también se aplicaba este título al rey, en
cuanto representante del pueblo (cf. 2 Sam 7, 14; Sal 2, 7; entre otros). También
se encuentran alusiones a Dios como padre, en el sentido que Él es quien ha
dado origen a Israel y es el creador de todo (cf. Dt 32, 6; Mal 2, 10).
En esta misma línea, el amor de predilección que Dios ha mostrado por su
pueblo, es comparable al amor que siente un padre por sus hijos (cf. Sal 103, 13-
14). Posteriormente, la tradición sapiencial utilizará la fórmula «hijo de Dios»
para significar con ella la predilección del justo ante los ojos de Dios (cf. Sir 4,
10; Sab 2, 13. 16. 18).91 Pero en todos estos casos queda excluida la idea de que
Dios engendre un hijo que comparte con Él su rango divino. En el AT, la
paternidad de Dios se entiende en sentido restrictivamente metafórico, y nunca
se llegó a insinuar con ello una filiación esencial, como en el caso específico de
Jesús de Nazaret.
En sentido ontológico, el título «Hijo de Dios» solo se encuentra en el Nuevo
Testamento, y se refiere a la condición divina del hombre Jesús. La fe del
cristianismo primitivo confiesa firmemente la divinidad de Jesucristo. Jesús es
Hijo de Dios. Y esta confesión de fe no es taxativa, porque quienes fueron
testigos privilegiados del evento Cristo, vieron implicada en ella toda la
realidad constitutiva del ser del Mesías. Más concretamente, Jesucristo vivió
auténticamente su condición de Hijo de Dios dentro de los límites que conlleva
la condición humana, aunque tan especial y exclusiva prerrogativa le es dada a
causa de su connaturalidad con Dios. Jesucristo es considerado Hijo de Dios desde
antes desde la eternidad, y su resurrección de entre los muertos es el acontecimiento
que confirma la verdad de su filiación divina. Por ello, es necesario precisar el sentido
de este título en la mentalidad de los escritores neotestamentarios más importantes.
El Hijo de Dios en Marcos

90
JOAQUIM JEREMIAS, Abba, el mensaje del Nuevo Testamento (Trad. Salamanca 2005), p. 20.
91
OLEGARIO GONZÁLES DE CARDENAL, Fundamentos de cristología II (Madrid 2006), p. 97.
El evangelio de Marcos no habla de la preexistencia de Cristo, como tampoco de
su Encarnación e infancia, pero el título «Hijo de Dios» aparece en su evangelio
como un estribillo que se repite oportunamente. Marcos abre su evangelio con
el siguiente epígrafe: «Comienzo del Evangelio de Jesús, el Cristo, Hijo de Dios»
(1,1). En el momento del bautismo de Jesús, por ministerio de Juan Bautista, la
voz de Dios se hace escuchar: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco»
(1,11). Esta voz testimonial de nuevo se hace oír en la transfiguración (9,7).
Luego, en la víspera del trance final de su existencia terrena, el sumo sacerdote
le pregunta con mordacidad: «¿Eres tú el Mesías, el hijo del bendito?» (14, 61), a
lo que Jesús responde: «Sí, yo soy». (v. 62).
La finalidad del evangelio de san Marcos es afirmar que Jesucristo, rechazado y
humillado por los hombres hasta la ignominia de la muerte en cruz, es
verdaderamente «Hijo de Dios», tal como lo reconocen los espíritus impuros (3,
11; 5,7) y el centurión romano al pie de la cruz (cf. 15, 39). El Hijo de Dios que
Marcos nos presenta, es la imagen de un Dios realmente humanado hasta el
punto de mostrarse opacado en su divinidad. No le interesan la fama ni el
prestigio, sino la humildad y el anonadamiento. En lugar del título «Mesías»,
Jesús prefiere el de «hijo del Hombre» (2,10). Este título enfatiza que al Hijo de
Dios se le puede llamar «hombre» en sentido absoluto, y «no de manera
impropia o como quien representa un personaje»92.
En resumen, en Marcos, el título «Hijo de Dios» pretende mostrar que Cristo
vive su filiación divina en un modo profundamente humano. Jesús es
verdaderamente Dios, pero esta condición se hace manifiesta en la manera
auténtica en que Él asume y vive su condición humana, hasta su muerte
sacrificial.
El Hijo de Dios en Mateo
A diferencia de Marcos, Mateo narra la anunciación, nacimiento e infancia de
Jesús. La perspectiva de Mateo es la descendencia davídica del Mesías, y trata
de demostrar que el linaje de Jesucristo está en orden al cumplimiento de las
profecías del AT, razón por la que inicia su evangelio con una larga genealogía
de cuarenta y dos generaciones, en línea patriarcal, hasta desembocar en José,
esposo de la virgen María (cf. 1, 1-17) y padre putativo de Jesús (cf. 1, 18-25). La
idea fundamental de esta genealogía es: Dios ha intervenido en la historia del
hombre, y en cada una de sus etapas ha cumplido las promesas de su alianza
con Abrahán, hasta su cumplimiento definitivo en Jesucristo, el Emmanuel
(Dios con nosotros) anunciado en Isaías 7, 14 (cf. 1, 22-23).
Por otra parte, Jesús es presentado por Mateo como el nuevo Moisés que
prescribe una nueva ley. Muchos detalles de la infancia de Jesús recuerdan la
vida de Moisés: de la misma manera en que el faraón representa un obstáculo
para el nacimiento de Moisés (cf. Ex 1, 15-16), también Herodes, nuevo faraón,
92
JACQUES PAUL MIGNE, Patrologia graeca, 77, 45c.
se opone al nacimiento de Jesús (cf. Mt 2, 16-18). El faraón consulta a sus
astrólogos (cf. Ex 7,11); Herodes, a los escribas (cf. Mt 2, 4-6). En los dos casos
los reyes deciden matar a todos los niños (cf. Ex 3, 15-16; Mt 2, 16-18), pero
ambos, Moisés y Jesús, logran escapar de la matanza (cf. Ex 2, 1-10; Mt 2, 13-14).
La orden dada a José en Egipto (cf. Mt 2, 20) es muy similar a la que recibe
Moisés en Madián (cf. Ex 4, 19). Los cinco grandes discursos del evangelio de
Mateo evocan los cinco libros de la Ley de Moisés (Pentateuco). El relato de la
transfiguración presenta claramente a Jesús como el nuevo Moisés (cf. Mt 17, 1-
4). Mateo es el evangelista que más referencia hace a la Historia de la Salvación.
En Mateo, el «Hijo de Dios» es el Emmanuel que asume la historia de Israel –y
de la humanidad toda–, para conducirla a su consumación salvífica definitiva.
El Hijo de Dios en Lucas
El evangelio de Lucas, por su parte, está redactado tomando en cuenta el
carácter esponsalicio de la Alianza, es decir, de Dios que se desposa con su
pueblo en la figura de la madre Sión, cuya tipología más fiel es la «virgen»
llamada María. En ella se cumple plenamente el designio salvífico de Dios para
la humanidad, lo que Lucas pretende demostrar presentando una genealogía (3,
23-38), en sentido retrospectivo, comenzando con Cristo hasta culminar en
Adán, a quien le otorga el título de «hijo de Dios» (3, 38). Todo esto implica que
las tradiciones judaicas adquieren su pleno sentido y cumplimiento en Cristo.
De ahí que Lucas, al inicio de su evangelio, narre algunos episodios haciendo
alusión al Templo y al sacerdocio (1, 5-25; 2, 22ss; 2, 41-50), al profetismo, en la
figura de Simeón y Ana (2, 29-38); a la Ley, con Jesús en medio de los doctores
(2, 46-47). La redacción de Lucas se caracteriza por el esquema promesa-
cumplimiento: todo lo que Dios prometió en el pasado se ha cumplido en
Jesucristo.
Lucas centra su mensaje en la misericordia y la compasión de Dios. Estos
atributos especiales, Dios los realiza en la humanidad a través de la persona de
su Hijo.
El Hijo de Dios en Juan
El evangelio de Juan es el escrito con más títulos atribuidos a la persona de
Jesús, cuyo propósito es darnos a comprender su misión redentora. Cristo es
vida y luz (1,4); es el pan de vida (6,34); es el camino, la verdad y la vida (14, 6),
entre otros. Para Juan, Cristo es el Hijo de Dios que está en el seno del Padre
(1,18). Él está en el Padre y el Padre está en Él (14, 10). Jesús ha salido del Padre
y al Padre retorna (16, 28). Toda la vida de Cristo está referida esencialmente al
Padre,93 término que aparece en el evangelio juánico 137 veces. «El Padre ama al
Hijo» (Jn 3, 35), y este amor se hace extensivo a los hombres (15, 9). Esta
manifestación de amor salvífico, es lo que convierte la fe del cristiano en un acto
de amor (14, 21; 9-10. 12). El evangelio de Juan, a pesar de ser el evangelio que
93
Cf. JOSÉ C. R. GARCÍA PAREDES, Mariología (Madrid 1999), p. 130.
más insiste en remarcar la divinidad de Jesús, es también el que más enfatiza en
el lado humano del Mesías, quien tiene nuestro cuerpo y nuestra sicología: es
capaz de enojarse (2,13-17); cansado, se sienta en el brocal del pozo y pide de
beber a una desconocida, la samaritana (4, 5-7); tiene amigos muy amados:
Lázaro, María, Marta (11,5); conoce la tristeza y llora por la muerte de su amigo
Lázaro (11, 35).
En resumen, el Cristo de Juan es el Hijo enviado por el Padre a causa del
entrañable amor de Dios por el mundo, para que todo el que crea en Él sea
salvado (3,16). El Hijo de Dios se ha encarnado para redimir a los hombres, de
modo que su divinidad se trasluce a través de su humanidad. De ahí que sus
discípulos sean sus testigos privilegiados por haber contemplado su gloria (1,
14).
El título «Hijo de Dios» en las cartas de Pablo
San Pablo se convirtió en apóstol de Jesús luego de su encuentro con Él, camino
a Damasco (cf. Hch 9, 1s), quien «enseguida se puso a predicar a Jesús en las
sinagogas: que Él era el Hijo de Dios» (Hch 9, 20). Y él mismo dice a los de
Galacia: «Cuando Aquel que me separó desde el vientre de mi madre y me
llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que lo anuncie
entre las naciones…» (Ga 1, 15-16).
El título «Hijo de Dios», aplicado a Jesucristo, aparece numerosas veces en las
cartas de Pablo, en forma de saludo a quienes van dirigidas. (cf. Rom 1, 2-4; 1
Cor 13; 2 Cor 1, 2-3; Ga 1, 3; Ef 1,3; Flp 1,2; Col 1,3). Estos saludos son fórmulas
con las que el Apóstol quiere hacer énfasis en la divinidad de Cristo. Incluso a él
se debe el siguiente saludo trinitario: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de
Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos ustedes» (2 Cor 13,13).
Para san Pablo, la filiación divina de Jesucristo ha quedado atestiguada
irrefutablemente mediante el acontecimiento de la resurrección, llevada a cabo
por la gloria del Padre (cf. Rom 6,4; Col 2, 12). Sin embargo, para el Apóstol, la
filiación divina de Jesús es también una prerrogativa de la que Él goza desde la
eternidad, según lo manifiesta el siguiente versículo: «Al llegar la plenitud de
los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer.» (Ga 4, 4).
De la pluma de san Pablo ha llegado hasta nosotros, un himno cristológico (cf.
Ef 1, 3-14) en el que Dios es declarado Padre de nuestro Señor Jesucristo (1, 3),
en quien hemos sido elegidos a ser hijos adoptivos de Dios (1, 5).
En conclusión: Dios ha engendrado a su Hijo desde toda la eternidad, y lo ha
engendrado también en el tiempo, haciéndolo partícipe de nuestra naturaleza
humana, para que nosotros participemos de su vida divina.
De la fe en el Hijo a la comunión con Dios
Como ya hemos enfatizado, la profesión de fe en la Santísima Trinidad es
fundamental para la comprensión y vivencia de la fe cristiana. De ella se deriva
la confesión de Jesucristo como Hijo de Dios. Esto lo podemos formular de la
siguiente manera: Dios es Padre sin origen que engendra al Hijo eternamente.
Dios es Hijo eternamente engendrado por el Padre ingénito (no engendrado).
Dios es Espíritu Santo eternamente procedente del Padre y del Hijo.
El término «comunión» es una de las claves fundamentales para comprender el
misterio del Hijo de Dios encarnado, sin contravenir la unicidad de la
naturaleza divina.
Es en los escritos de san Juan –especialmente en su evangelio– donde el
significado de «comunión» aplicado a la trinidad de personas divinas, es un
tema muy recurrente, comenzando por el texto del prólogo (cf. Jn 1, 1-18), que
se refiere a la preexistencia de la Palabra hecha carne, que desde el principio
estaba junto a Dios y era Dios (cf. Jn 1,1), con lo que toca la raíz más profunda
del misterio de la comunión divina. En la mentalidad de Juan, Dios no es un ser
que obra en la absoluta soledad, pues junto a Él está su Palabra, y esta Palabra
realiza su voluntad todopoderosa, porque está en íntima comunicación con Él.
Esta Palabra se ha manifestado de manera personificada a los hombres (cf. Jn 1,
14), dándose a conocer como «el Hijo Unigénito que está en el seno del Padre»
(Jn 1, 18). El Hijo es Dios porque es engendrado por el Padre desde la eternidad.
Esta intercomunicación entre el Padre y el Hijo, es comprendida, por san Juan,
como comunión de vida (cf. Jn 5, 26); como comunión en la gloria (cf. Jn 17, 5);
la entiende también como unidad en el amor (cf. Jn 17, 24); de manera que
Jesucristo y su Padre tienen todo en común (cf. Jn 17, 10). Pero esta comunión
no es exclusiva de la Santísima Trinidad, sino que es comunicada también a los
hombres. Dice el apóstol: «Si uno confiesa que Jesús es el Hijo de Dios, Dios
mora en él y él en Dios» (1 Jn 5, 15).
Particular atención merece el pasaje en el que Jesús se representa a sí mismo en
la figura de la vid: «Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo
sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia para
que dé más fruto» (Jn 15, 1-2).
Jesús es la vid y su Padre es el viñador, mientras que sus discípulos son
presentados como los sarmientos, de modo que están en comunión con Él y su
Padre, en el Espíritu Santo. Esta comunión es participada a los hombres con tal
que se esfuercen en «permanecer» unidos a Jesús, como los sarmientos a la vid
(15, 1s).
En Cristo, el Padre prodiga su cuido amoroso a quienes permanecen unidos a
su Hijo, como el sarmiento permanece unido a la vid. Aquí es donde la filiación
de Jesucristo, proclamada por san Juan (1, 18), adquiere todo el peso de su
sentido: solo viviendo en comunión de vida y amor con el Hijo Unigénito, el
creyente fiel es acogido en la paternidad amorosa de Dios Padre.
Ahora bien, la comunión de Dios Padre y del Hijo, en el abrazo del Espíritu
Santo, a la que el hombre puede acceder entrando en la comunión personal con
Jesucristo, está fundada en el misterio de lo que Dios es en sí mismo. San Juan
logra tocar la profundidad de ese misterio, y lo ha expresado con una fórmula
breve, pero densa en significado: «Dios es amor» (1 Jn 4, 8. 16).
En esto radica la novedad del único mandamiento del Señor a sus discípulos:
«Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que como
yo los he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros» (Jn 13, 34).
De esa fuente de amor, que es Dios, brota la realidad comunitaria que llamamos
«iglesia», Cuerpo de Cristo, donde cada uno está unido a Jesucristo como
miembro de su propia persona (cf. Rom 12, 27) y participa de sus mismas
prerrogativas de Hijo, por lo que también se le comunica el Espíritu Santo, que
nos hace exclamar ¡Abbá!, Padre (cf. Ga 4, 6).
6. El Verbo encarnado en la Virgen María, por obra del Espíritu Santo
El misterio de la Encarnación
Dios es el absolutamente trascendente, y el hombre no puede acceder a Él por
sus solas fuerzas. Es necesario que Dios se le haga accesible, y esto solo puede
suceder si, por iniciativa suya, condesciende con nosotros y entra en nuestro
mundo. Esto es lo que los evangelios pretenden darnos a conocer.
En efecto, la Encarnación del Verbo lleva adosada esta verdad: Dios entró en el
mundo y en la historia de los hombres y se hizo palpable en nuestro horizonte
visible. Luego de haberse dirigido a los hombres de muchas maneras y,
especialmente, a través de los profetas, Dios expresa su Palabra eterna enviando
a su Hijo al mundo (cf. Hb 1, 1-2).
Después que Dios se ha comunicado por medio de su Hijo, ya nada queda por
decir ni por revelar a los hombres. En Jesucristo está dicho todo: el Dios de
majestad infinita, que creó los cielos y la tierra, y el mismo Dios que se dio a
conocer a Israel, es Padre de un Hijo que ha entrado en nuestro mundo,
revestido de humanidad.
¡Qué revelación tan insospechada y, a la vez, desconcertante! Dios no es una
entidad solitaria, enclaustrada en la dimensión celestial y sin ningún posible
acceso para los hombres. Todo lo contrario: Dios es Padre que engendra a su
Hijo eternamente, al cual entregó al mundo por amor «para que todo el que
crea en Él no se pierda, más tenga vida eterna» (Jn 3, 16). «El misterio envuelto
en silencio durante siglos eternos» (Rom 16, 25), se ha dado a conocer a los
hombres.
La fe cristiana concibe la entrega del Hijo unigénito al mundo, como un
«vaciamiento» de Dios, pues Aquel que estaba, desde toda la eternidad, en el
seno del Padre (cf. Jn 1, 18), ha traído a la vida de los hombres lo más esencial
que hay en el corazón divino: la vida en plenitud. Dios ha derramado sobre los
hombres su amor paternal, sin medida. La vida divina se ha adentrado tanto en
la vida de los seres humanos, hasta confundirse como uno más entre nosotros.
El esfuerzo por comprender el misterio del Cristo humanado, ha propiciado el
desarrollo de la cristología, pero también una gran diversidad de herejías. Estas
surgen como dificultad de concebir una realidad humana, material y carnal,
unida íntimamente a una realidad divina, espiritual y trascendente. De este
modo, que Dios tenga un nacimiento como el nuestro aparece contradictorio a
su naturaleza sobrenatural; mucho más lo será que Dios padezca la muerte. La
fe en un Dios que se encarna y salva a la humanidad mediante el dolor real en
un cuerpo real, era para los judíos una blasfema sacrílega, y una fábula
inverosímil para los paganos (1 Cor 1,23), lo que derivó en un cúmulo de
especulaciones racionales dispares y anticristianas muy complejas e imposibles
de sintetizar.
Herejías en torno a la persona del Verbo encarnado
El ebionismo
El término «ebionismo» designa una de las primeras corrientes heréticas en
torno a la persona de Jesucristo. Los ebionitas surgieron en la segunda
generación de cristianos. Eran judíos convertidos al cristianismo. Tenían en gran
estima el evangelio de Mateo, pero desconocían los otros tres. Rechazaban a san
Pablo, a quien consideraban apóstata debido a su postura de rechazo a la Ley.
Veían a Jesús como el Mesías, pero lo consideraban como un hombre corriente,
especialmente dotado de virtudes proféticas y carismáticas.
Los ebionitas se dividían en dos grupos. Estaban los que afirmaban que Jesús
era hijo de José, postura que sostenían fundándose en el título «hijo de
hombre». No aceptaban su nacimiento virginal. Jesús habría sido elegido por
Dios para llegar a ser Cristo. A este respecto, creían que Jesús vivió en la justicia
de Dios hasta los treinta años. Con el bautismo de Juan recibió la plenitud del
Espíritu Santo, lo que le confirió la transformación en el Cristo de Dios y recibió
la facultad para predicar la verdadera justicia de la Ley. Un segundo grupo
aceptaba el nacimiento virginal de Jesús, pero negaba su preexistencia como
Verbo de Dios.94
En resumen, los ebionitas negaban radicalmente la identidad divina de
Jesucristo.
El gnosticismo
El término «gnosticismo» deriva de «gnosis», que significa «conocimiento». Los
gnósticos creen que sus maestros fundadores tienen conocimientos ocultos no
revelados a cualquier hombre. Sus doctrinas están conformadas por un mosaico
de creencias, provenientes de diversas formas de misticismo y especulaciones
94
Cf. ANGELO AMATO, Jesús el Señor (Madrid 2009), pp. 240-241.
diversas, entre las que figuran algunos filósofos griegos, influencias de
espiritualismos orientales, aunadas a ciertas especulaciones cosmológicas. El
fundamento del sistema gnóstico son el mito caída-redención y los dualismos
contrapuestos bien-mal y espíritu-materia.
Las formas de gnosticismo más notables son las que aceptan la concepción
virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo, pero lo consideran como un
hombre común, a quien el Cristo Hijo de Dios, se unió en el momento de su
bautismo en el Jordán. Esto es lo que ellos entendían como «encarnación» de
Cristo en el hombre Jesús, entendida tal como una unión temporal que duró
solo el tiempo de la predicación de Jesucristo, ya que el Cristo de Dios habría
abandonado al hombre Jesús a su propia suerte, antes de su pasión. En la cruz
murió el hombre Jesús, pero no el Cristo de Dios.95
El gnosticismo niega la unión sustancial del Verbo de Dios con la naturaleza
humana de Jesucristo, afirmando que Cristo solo estuvo «al lado» del hombre
Jesús, pero que no murió en Jesús. El gnosticismo ve en Jesucristo a dos sujetos
separados el uno del otro.
El adopcionismo
La corriente ebionista y el gnosticismo incidieron en la gestación de una nueva
herejía conocida como «adopcionismo», la cual se fue propagando a partir de
los años 140 de la era cristiana.
Los adopcionistas afirmaban que el Dios unipersonal no podía engendrar a un
hijo de su misma naturaleza, pero que sí podía adoptar a un ángel o a un
hombre como su hijo. Según esto, Dios adoptó al hombre Jesús en el momento
de su bautismo.96
Estas ideas influyeron fuertemente en Teodoto de Bizancio. Éste sostenía que
Cristo era solo un hombre, nacido sobrenaturalmente de la Virgen María. Sin
embargo, creía que su condición divina la recibió al ser adoptado por Dios
como su hijo, en el momento de su bautismo, habiendo recibido el Espíritu
Santo.97 En consecuencia, el Logos (o Verbo) era solo una fuerza de energía
divina que entró temporalmente en Jesús.
En una versión más refinada, el adopcionismo vuelve a surgir en el siglo 3, con
Pablo de Samosata, obispo de Antioquía. Esta nueva forma de adopcionismo
desemboca en la radical negación de que Jesucristo haya sido engendrado por
Dios. Él no es Dios y, por lo tanto, es incapaz de comunicar al hombre la
naturaleza divina. Su misión se reduce a enseñarnos el camino hacia Dios, a
través de una vida ejemplar.
El docetismo

95
Cf. Ibid, 241-242.
96
Cf. Ibid, 241.
97
Cf. JOSÉ C. R. GARCÍA PAREDES, ob. cit., p. 311.
Otra de las amenazas más antiguas contra la integridad del misterio de
Jesucristo, es el docetismo. Este término proviene del vocablo griego koiné
dokesis, y significa «apariencia», «aparición», «fantasma». La herejía doceta
niega la humanidad de Cristo, a quien se le atribuye solo un cuerpo ficticio, de
apariencia. Reduce el misterio de Jesucristo solo a su naturaleza divina y niega
su humanidad. Cristo no pudo haber asumido un cuerpo humano verdadero,
sino solo en apariencia, por lo que tampoco era posible en Él el sufrimiento y la
muerte.98
El docetismo fue combatido oportunamente y condenado por concilios
regionales y, definitivamente, por el concilio de Nicea.
El arrianismo
Una herejía mucho más sistematizada aparecerá con un presbítero llamado
Arrio. La herejía arriana centró el debate cristológico en torno a la divinidad del
Verbo. Para Arrio, el Verbo no es de la misma naturaleza de Dios, ya que Dios es
eterno e ingénito (sin origen), por lo que no puede tener ni principio ni fin. Por
el contrario, el Verbo es «engendrado»99, y el ser que es engendrado
necesariamente tiene un principio; Jesucristo tiene un principio y, por lo tanto,
no puede ser Dios. Según el pensamiento de Arrio, en Dios es imposible que
haya un acto de engendramiento, porque Dios es eterno y no engendrado. En la
esencia de la divinidad no puede darse ninguna especie de generación, pues
esto conllevaría división y mutabilidad de la naturaleza divina. 100 Esto significa
que el atributo de «Padre» no pertenece a la esencia de Dios, y antes de «crear»
a su Hijo, Dios estaba solo. El Hijo no ha existido desde siempre, sino que tuvo
un inicio, el cual coincide con el principio de la creación. El Padre, que no tiene
principio, decidió crear al Verbo como el principio de las criaturas y, después de
tomar forma humana, lo adoptó como Hijo debido a su virtud y sus méritos.
Siendo criatura, pudo haber pecado, pero no pecó, y llegó a alcanzar por ello la
gracia de la santidad y la filiación adoptiva. Cristo, pues, no es consustancial a
Dios; no es de su misma esencia. El Verbo es la más excelsa de las criaturas,
porque todas las criaturas del universo fueron creadas por Él.101
Ante estas herejías la Iglesia se vio en la obligación de precisar algunos artículos
de su Credo universal, agregando algunas cláusulas por las que se confiesa a
Jesucristo como «Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos
(…), y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen…» 102.
Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María

98
Cf. ANGELO AMATO, ob. cit., p. 243.
99
Arrio entendía este engendramiento en orden temporal. Para él era inconcebible un engendramiento
dentro del orden eterno.
100
Cf. ANGELO AMATO, ob. cit., p. 286.
101
Cf. JOSÉ A. SAYES, ob. cit., pp. 146-249.
102
Según el Credo niceno-contantinopolitano, reformulado en el Concilio de Nicea (325).
La unión hipostática, la cual se refiere a la unión de la naturaleza divina y la
humana en la persona de Jesucristo, se ha de entender considerando que el
objeto principal de la Encarnación es la elevación del hombre a un estado de
gracia excepcional, al cual le era imposible acceder por sus solas fuerzas.
Si Jesucristo fuera un hombre común y corriente, un individuo humano
cualquiera, o si el Verbo divino no se hubiese encarnado asumiendo una
naturaleza humana completa, no tendría objeto que los evangelios hablen de su
concepción virginal. Los evangelistas ven en la concepción y el nacimiento
virginal del hijo de María, un signo de la divinidad de Jesús. 103
El Verbo de Dios se hizo humano para comunicar a los hombres la filiación
divina, propiciándoles así el acceso a la comunión con Dios. En otras palabras,
la encarnación del Hijo de Dios tiene como propósito principal la comunicación
del amor paternal de Dios a los hombres, haciéndolos partícipes de la filiación
del Hijo, en condición de hijos adoptivos (cf. Ef 1, 5). Y en este plan juega un
papel excepcional la maternidad de María.
El análisis de algunos pasajes, así lo confirman, incluyendo el siguiente, en el
que apenas se la menciona. Veamos.
Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de
mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, a fin
de que recibiéramos la condición de hijos de Dios. (Ga 4, 4-5).
Este breve pasaje tiene una estructura quiásmica. El quiasmo es un recurso
literario de uso muy frecuente en la literatura antigua. Su forma estructural
tiene la función de otorgar relevancia a una afirmación que se destaca sobre
otras de menor importancia, las cuales aparecen subordinadas a la afirmación
central y sin la cual carecerían de sentido. El quiasmo consiste en enlazar la
primera afirmación con la última, la segunda con la penúltima, y así
sucesivamente, de manera que el mensaje a transmitir pueda ser captado más
fácilmente por el lector. En Ga 4, 4-5, podemos distinguir una estructura
quiásmica que se divide en cuatro afirmaciones, ordenadas de la manera
siguiente:
A. envió Dios a su Hijo, nacido de mujer
B. nacido bajo la Ley
B. para rescatar a los que estaban bajo la Ley
A. a fin de que recibiéramos la condición de hijos de Dios.
En este caso, las frases subordinadas son la segunda y la tercera, señaladas con
la letra B. Como es de notar, las afirmaciones correspondientes a B no tienen
sentido sin las afirmaciones señaladas con la letra A. En cambio, las
afirmaciones de A, sí se sostienen sin necesidad de B.
103
Cf. IGNACE DE LA POTTERIE, María en el misterio de la Alianza (Madrid 1993), pp. 149-151.
Al prescindir de B, el mensaje central queda revelado:
A. envió Dios a su Hijo, nacido de mujer,
A. a fin de que recibiéramos la condición de hijos de Dios.
El dato que aquí prioriza san Pablo es el hecho de que el Hijo de Dios ha
«nacido de mujer, a fin de que recibiéramos la condición de hijos de Dios». El
seno de la «mujer» es el lugar intramundano en que se hace accesible a los
hombres la filiación divina.
Pero son los relatos de la anunciación, que encontramos en los evangelios de Mt
y Lc, los que mejor nos ayudan a comprender el acontecimiento de la
concepción de Jesús en el seno de María y su nacimiento virginal.
San Mateo nos introduce al misterio del Verbo que se hace hombre,
presentando una genealogía de Jesús en la que aparecen algunas mujeres, pero
es notable el predominio de las figuras masculinas (cf. 1, 1-15). Este predominio,
sin embargo, llega a un punto de quiebre en el v. 16, al puntualizar que «Jacob
engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo». La
venida del Mesías está situada en el orden de la Historia de la salvación y de las
promesas divinas, pero su nacimiento rompe con el orden ordinario de las
concepciones humanas.
Según Mt, estando María, la madre de Jesús, desposada con José, resultó que
ella quedó encinta antes de vivir juntos (1,18). La Ley otorgaba a José el
«derecho» al repudio público, pero él, siendo hombre justo, decidió repudiarla
en secreto (Mt 1, 18-19). En eso se le apareció un ángel en sueños, que le dijo:
José, hijo de David, no temas llevarte a tu casa a María, tu esposa, porque
lo engendrado en ella es obra del Espíritu Santo. (Mt 1, 20).
San Lucas relata el mismo hecho, solo que desde la perspectiva de la Madre.
Dios envía al ángel Gabriel a una virgen de Nazaret, llamada María. El ángel
saluda a María, diciendo:
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.» Ella se conturbó por
estas palabras y se preguntaba qué significaba aquel saludo. El ángel le
dijo: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a
concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo a quien pondrás por nombre
Jesús. Él será grande, se le llamará hijo del Altísimo y el señor Dios le
dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los
siglos y su reino no tendrá fin.» María respondió al ángel: «¿Cómo será
esto, puesto que no conozco varón?» El ángel le respondió: «El Espíritu
Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra;
por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará hijo de Dios.» (Lc 1,
28-35).
El saludo del ángel a la virgen de Nazaret, comienza con una invitación a la
alegría, junto al vocativo «llena de gracia». Comenta García Paredes respecto a
esta inusual forma de salutación:
El proyecto transformador de Dios, la irrupción de una nueva vida, entra
en su fase decisiva. Una mujer va a ser elegida para engendrar la nueva
vida, que traerá la alegría escatológica al pueblo. El «alégrate» extenderá
su eco por todo Israel, por toda la naturaleza.104
María queda conturbada ante semejante saludo, y el ángel le explica que ella ha
sido «agraciada» (preparada) por Dios para la maternidad mesiánica. La Virgen
goza de una gracia singular y reverencial que la cualifica para que ella sea la
madre del que será llamado «Hijo del Altísimo». Algo nuevo y decisivo está a
punto de llevarse a cabo en la historia de la humanidad.
Enseguida María dirige al ángel una pregunta que plantea la imposibilidad de
que una mujer pueda concebir sin el consorcio de un varón, según el orden de
las concepciones comunes naturales. Ella aún no acababa de comprender la
locución del ángel «concebir en el seno», es decir, que el Verbo divino sería
engendrado en María sin participación de varón. El poder de Dios, por medio
del Espíritu Santo, es el que habilita la potencialidad maternal humana de la
Virgen y la transforma en maternidad trascendente, haciendo que el Hijo de
Dios entre en nuestro mundo y participe de nuestra historia.
A este respecto, conviene traer a colación Gn 3, 15, donde Dios establece
enemistad entre la serpiente y la mujer, excluyendo de tal enemistad al varón.
La concepción virginal de Jesús sirve de prueba irrefutable de que Dios actúa su
salvación prometida desde el inicio de la historia, a través de canales
misteriosos y desconocidos por la inteligencia del hombre. El texto afirma que
lo concebido en el vientre de María es Hijo de Dios, a través del Espíritu Santo,
que en la Encarnación actúa como el poder engendrante de Dios, quedando
excluida toda participación de varón, lo que viene a aclarar, en parte, la razón
por la cual el varón no fue incluido en la enemistad entre la serpiente y la
mujer, establecida por Dios en Gn 3, 15.
Pero san Lucas va más allá. En la visita de María a su pariente Isabel, al
escuchar ésta el saludo de la visitante, el niño que Isabel gestaba en su vientre
saltó de gozo y ella quedó llena del Espíritu Santo, por lo que exclama:
«Bendita, tú, entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre…» (Lc 1, 39-42).
San Lucas destaca aquí la presencia permanente del Espíritu Santo en María,
indicando así que existe un vínculo indisociable entre el Verbo humanado y
Dios Padre, en la comunión del Espíritu Santo, cuyo poder une al Hijo de Dios a
la humanidad de María, lo que le confiere el título de «madre de mi Señor» (Lc
1, 43).

104
JOSÉ C. R. GARCÍA PAREDES, ob. cit., p. 81.
La salvación, pues, radica en el realismo de la Encarnación, producida en base
al dinamismo engendrante del amor del Padre, que ha engendrado al Hijo en la
eternidad y también en el tiempo.
El poder engendrante de Dios es la clave para comprender la unión hipostática
y nuestra inserción en el Hijo. Si la categoría del engendramiento divino no se
da de hecho en el Hijo humanado, mucho menos puede darse nuestra adopción
en Él.
Este es el punto en el que la fe en el Hijo de Dios hecho hombre, tiene que
recurrir al misterio de la Virgen, en quien se dio efectivamente el
engendramiento del Hijo divino, lo que la convierte en Madre de Dios, ya que
la forma humanada en que Dios hace accesible a los hombres su comunión
trinitaria, es haciéndolos partícipes de su relación de Paternidad y Filiación, a
través de la maternidad de la Virgen-Madre. De este modo, María se convierte
también en Madre de los redimidos en Cristo.
Especial significado revisten también los títulos con que la primera comunidad
cristiana solía referirse a María, en los que se refleja ya una incipiente
veneración hacia ella. Destaca entre tales títulos el de «la madre de mi Señor»
(Lc 1, 43), el cual se puede considerar el equivalente del título «Madre de Dios».
J. Pablo II señala que «no pocos antiguos Padres, como dice el Concilio Vaticano
II (Const. Lumen Gentium, 56), en su predicación presentan a María, Madre de
Cristo, como la nueva Eva (así como Cristo es el nuevo Adán, según San
Pablo).»105 Y de la misma manera que Eva fue constituida en «madre de los
vivientes» (Gn 3, 20) en el orden de la carne, María, con mucha más razón, ha
de ser considerada «Madre de los cristianos», no solo porque por mediación
suya ha venido nuestro Salvador al mundo, sino también por su ejemplar
disposición a cooperar en el proyecto salvífico de Dios (Lc 1,38.
Baste solo agregar un dato más. En la revelación parcial del AT, las veces que
aparecen oráculos proféticos con referencia a la venida del Mesías, casi siempre
están asociados a la misteriosa figura de la «mujer» (cf. Gn 3, 15; Is 7, 14, Miq 5,
1-2), lo que indica fuertemente que el misterio de la Virgen-Madre forma parte
constitutiva de la revelación divina, desde Génesis hasta desembocar en el
Apocalipsis (Ap 12).

7. Jesucristo, Persona divina y humana


Verdadero Dios y verdadero hombre
Jesucristo no es una invención del hombre, tampoco un mito, una simple
leyenda o una idea humanizada de Dios. Jesucristo tampoco es una figura
sepultada en el humus de la historia. Jesucristo es un hombre que existió en un
contexto concreto y que murió después de haber vivido como vive cualquier

105
JUAN PABLO II, AG 17.XII.1986, n. 4.
hombre, con una historia personal y en un espacio y tiempo determinados. Sin
embargo, sus acciones salvíficas trascienden el hecho concreto de su existencia
terrena y, con ello, la historia misma del hombre. Por eso, la fe cristiana confiesa
firmemente que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, pues «por
nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo y se hizo
hombre»106. Además del testimonio de los evangelios, esta profesión de fe es
explicitada claramente en la tradición paulina:
(Cristo) «siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios, sino
que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo. Asumiendo
semejanza humana y apareciendo en su porte como hombre…» (Flp 2, 6-
7).
Esto significa que el Hijo de Dios vivió su condición divina desde la categoría
del abajamiento. Se abajó de su rango para revelarnos al Dios y Padre suyo,
viviendo una existencia auténticamente humana como la nuestra. Despojándose
de su divinidad y asumiendo nuestra condición humana, Dios se ha hecho
visible a los ojos humanos.
La cuestión que esta verdad de fe plantea es cómo el Verbo divino, siendo
consustancial a Dios, ha asumido íntegramente la naturaleza humana, de modo
que la unión de dos naturalezas, radicalmente distintas, haya dado origen a la
persona divina y humana del Verbo, en quien «se ha de reconocer a un solo y
mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio,
sin división, sin separación»107.
C. Duquoc señala enfáticamente:
Dios no se convierte en objeto posible de un conocimiento religioso para
el hombre más que a partir de su humanidad. Cualquier clase de
empresa que intentase quitar la realidad a la humanidad de Jesús, a su
condición que es conforme con la nuestra, suprimiría el sentido propio
de la revelación.108

106
Símbolo niceno-constantinopolitano.
107
Esta declaración dogmática procede del Concilio Ecuménico de Calcedonia, realizado en el año 451,
con el fin de responder a la herejía monofisita, la cual defendía que la naturaleza humana había dejado
de existir como tal en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. El texto completo
afirma lo siguiente: «Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que
confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la
divinidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo;
consustancial con el Padre según la divinidad, y consustancial con nosotros según la humanidad, “en
todo semejante a nosotros excepto en el pecado” (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos
según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen
María, la Madre de Dios según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo
único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de
naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de
cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona» (DS, 301-302).
108
CHRISTIAN DUQUOC, Cristología, Ensayo dogmático sobre Jesús de Nazaret, el mesías, p. 95.
Esta eclosión de la divinidad en el ámbito de la historia del hombre, manifiesta
que lo humano entra a formar parte esencial de la condición filial de Jesucristo,
desbordando así los límites de nuestro entendimiento, no solo por la dificultad
que representa la comprensión de la unión de dos naturalezas, completas en sí
mismas, que pasan a conformar un mismo y único sujeto personal, sino también
por el hecho de la absoluta disparidad que existe entre creatura y Creador.
El realismo de la Encarnación
La palabra «encarnación», que expresa el realismo de la comunión de la
naturaleza divina y la naturaleza humana en la persona de Jesucristo, nos sitúa
ante uno de los más grandes misterios de nuestra salvación, puesto que se
refiere a un hecho único e inabarcable a nuestra manera de comprender, de
modo que todas las nociones que nos puede aportar nuestro lenguaje, resultan
inadecuadas para entender todo lo que en sí implica la encarnación del Verbo
divino. Sin embargo, se trata de una categoría fundamental de la que el
cristianismo no puede prescindir en orden a su propia comprensión y a la
vivencia de su fe, pues sin que el Verbo de Dios se haya encarnado
verdaderamente, el acontecimiento fundante de la fe cristiana, es decir, la
resurrección, carecería de su fundamento esencial. Entonces, el esquema a
seguir para la comprensión del misterio de Cristo es humillación-exaltación, tal
como lo esboza el himno de Flp 2, 6-11.
En efecto, si luego de padecer la muerte, se ha efectuado una exaltación gloriosa
de parte de Dios, resucitando a Jesucristo de entre los muertos, es precisamente
porque el Hijo ha vivido una existencia terrena en fidelidad y correspondencia
amorosa a su voluntad salvífica. Esto significa que el acontecimiento de la
resurrección que se ha verificado en Jesucristo, no se ha realizado debido a su
condición divina, sino a costa de ella: por el hecho de la negación de sí mismo y
su abajamiento a la condición de hombre-siervo, hasta padecer la muerte con
todo el realismo con que la padece todo hombre.
En Jesucristo, el eterno viviente ha entrado en nuestro mundo con un cuerpo
como el nuestro, asumiendo en la infinitud de su ser nuestra condición finita.
«Nacido de mujer» (Ga 4,4), estableció vínculos parentales con personas
concretas (Mt 13, 55-56); su cuerpo, auténticamente humano, lo hacía fatigarse
del camino y sentirse agobiado por la sed (Jn 4, 6-7), como cualquiera de
nosotros; se veía afectado por pasiones como las nuestras: se indigna por la
manera en que es administrada la casa de Dios (Jn 2, 13-17), se conmueve y llora
por la muerte de su amigo Lázaro (Jn 11, 35), y se quebranta ante la inminencia
de su propia muerte (Lc 22,44).
Jesús es Dios, pero en una forma humanada. Por ello, en diversos pasajes de los
evangelios, se nos muestra a un Jesús sobre quien pesan las limitaciones propias
de nuestra naturaleza. Por ejemplo, en las tentaciones en el desierto, Satanás
intenta quebrantar su fidelidad a Dios, tratando de doblegar su espíritu a través
de su fragilidad humana (Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-13; Lc 4,1-13).
Todo ello prueba que la persona del Verbo se unió íntimamente a la naturaleza
humana, hasta el punto de experimentar una existencia transida y acongojada
por la miseria humana.
El hombre Jesús no es hombre y, además, Dios. Es Hombre-Dios, no una
confusión: es Dios en forma humana. La unión hipostática se trata de un
modo divino de ser hombre y de un modo humano de ser Dios. El
hombre Jesús es la existencia del mismo Dios, de Dios Hijo, según un
modo humano y en un modo humano. Persona y naturaleza no están
nunca separadas como dos realidades extrínsecas.109
De ahí que «conocer a Jesús significa llegar a descubrirlo como Hijo y percibir
esta filiación no como una abstracta naturaleza divina sino como realidad en
realización, constitución en historia, persona en advenimiento y preexistencia
para los hombres»110.
Los escritores sagrados del Nuevo Testamento, eran conscientes de tener por
delante la gran tarea de a afirmar con claridad la identidad del Cristo terreno y
conectarlo con el Mesías esperado, para lo que partieron de tres puntos
referenciales:
a) de la necesidad de explicar la creación como obra manifestativa del
poder omnipotente de Dios a través de su Palabra eterna (cf. Jn 1, 1-4;
Col 1, 15-17);
b) del cumplimiento de todas las promesas y las profecías anunciadas en el
Antiguo Testamento (cf. Mt 1, 22-23; 2, 4-6. 15. 17. 18; Mc 2, 3…);
c) de la realidad del pecado y sus consecuencias, al que, por nuestro origen
en el primer Adán, fuimos vinculados, y de cuya condena nos redime el
segundo Adán, Cristo (Rom 5, 12-19).
Asumiendo verdaderamente la naturaleza humana y muriendo en la cruz a
causa de nuestros pecados (cf. 1 Cor 15, 3), Jesucristo se convierte en
instrumento de propiciación para la justificación de los pecadores. Así lo afirma
san Pablo en su Carta a los romanos:
Porque todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son
justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada
en Cristo Jesús, quien exhibió Dios como instrumento de propiciación
por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia, habiendo
pasado por alto los pecados cometidos anteriormente, en el tiempo de la
paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia en el tiempo presente,
para ser justo y justificador del que cree en Jesús. (Rom 3, 23-26).
109
EDWARD SCHLLEBEECKX, ob. cit., p. 65.
110
OLEGARIO GONZÁLES DE CARDENAL, Fundamentos… I, p. 76.
Jesucristo: camino, verdad y vida
A Jesús muchos lo verán solo como un profeta (cf. Mt 16, 14). Pero Él es mucho
más que un profeta. Se distingue de ellos por su manera de dirigirse a Dios y en
el modo de predicar las verdades de Dios. Así, mientras que los profetas evocan
a Dios con el nombre de Yahvé, Jesús le llama «Padre». Los profetas se veían en
la necesidad de fundamentar la autoridad de sus oráculos recurriendo a la
fórmula «oráculo de Yahvé» o «palabra de Yahvé». Jesús, por el contrario, solía
decir «yo les digo».111 Y esto es por una sola razón: Él no es enviado por Dios a
la manera de los profetas del AT, a quienes se les consideraba mensajeros o
intermediarios para dar a conocer un mensaje que no era propio. Jesús estaba
consciente de ser Él mismo el objeto del mensaje de la Palabra de Dios. El
mensaje y el mensajero convergen en lo mismo. Y esto lo faculta para apoyar la
autoridad de su palabra en su propia autoridad, pues tal autoridad le viene de
su vinculación personal a Dios, quien habla a los hombres en su Hijo, 112 y no a
través de Él como en el caso de los profetas. Jesús no se ve a sí mismo como otra
mediación más entre Dios y su pueblo, sino como la presencia misma de Dios
en medio de su pueblo. Aun más: Jesucristo sustituye toda mediación porque Él
es el mediador por excelencia.
Siendo Él el objeto central de la Revelación, solo Él puede revelar el misterio del
Padre (cf. Jn 14, 10-11) y solo Él es quien conduce a los hombres al Padre:
Le dice Tomas: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo vamos a saber el
camino?». Le dice Jesús: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie
va al Padre si no es por mí». (Jn 14, 5-6).
La fe cristiana no es la «religión del libro», ni se reduce a un mero conocimiento
de Dios de lo que se derivaría un puro espiritualismo o un fundamentalismo
teórico, desencarnado de la realidad del hombre.
Jesús tampoco ha venido a mostrarles a sus discípulos un itinerario
programático a seguir para llegar a Dios, sino que Él mismo, su persona, es el
camino, y seguirle implica no solo creer en Él y en las verdades de fe que
predica, sino también una adhesión personal por la que el fiel se convierte en
prolongación de su imagen (Rom 8,29).
Ser cristiano. Por lo tanto, «no es simplemente la adhesión a un conjunto de
dogmas, completo en sí mismo, que apagaría la sed de Dios presente en el alma
humana»113. Tampoco «se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una
gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que
da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva»114.

111
Cf. RICARDO BLÁZQUEZ PÉREZ, Jesús, el evangelio de Dios (Madrid 2007), p. 75.
112
Cf. JOSÉ I. GONZÁLES FAUS, ob. cit., p. 321.
113
BENEDICTO XVI, Ángelus, 28 de agosto, 2005.
114
----------------- DEC, n. 1.
Jesucristo, mediador universal y eterno
Jesús es el hombre que salva a todos los hombres sin discriminación de raza,
sexo, edad ni cultura. Los destinatarios de su misión salvífica no son solamente
los judíos, sino la humanidad entera.
Este designio eterno de salvación, fue comprendido y predicado así según la fe
de los primeros cristianos, quienes conocieron de primera mano el
acontecimiento Cristo, y enseguida se dedicaron a expandir su evangelio dentro
y fuera de las fronteras de Palestina, en todas las regiones del mundo conocido
en aquel tiempo. El libro de Hechos de los apóstoles narra los grandes esfuerzos y
sacrificios de los primeros evangelizadores, en la expansión de la fe en el
mundo antiguo.
La predicación en los primeros años se resume a lo siguiente: Jesucristo murió
por los pecados de todos los hombres, pero fue resucitado de entre los muertos
por la gloria del Padre (Rom 6, 4), quien lo exaltó y constituyó «juez de vivos y
muertos» (Hch 10, 42), sentándolo a su derecha (cf. Hch 2, 33; Ef 1, 20), por lo
que se le ha concedido el poder para resucitar a quienes permanezcan fieles,
hasta su Segunda venida (cf. 1 Tes 4, 3-8).
De aquí que, si la Encarnación del Verbo puede entenderse como una irrupción
de lo divino en lo humano, la resurrección de Jesucristo se comprende, al
contrario, como una irrupción de lo humano en lo divino. Este doble
movimiento es el que está presente en la mentalidad del autor de la Carta a los
hebreos, como tesis fundamental a partir de la cual se propone justificar el sumo
sacerdocio de Cristo y su mediación universal y eterna.
Según la exposición de hebreos, lo que antes era inaccesible a las fuerzas
humanas, con la muerte redentora de Cristo, queda expedita la entrada del
hombre a la gloria de Dios, porque Jesucristo entró al santuario del Cielo para
ofrecer, en expiación de los pecados de toda la humanidad, su propia sangre (cf.
Hb 9, 11-14), sellando así la nueva y definitiva alianza entre Dios y los hombres,
convirtiéndose así en el único y sumo sacerdote que ofrece un único sacrificio
de expiación agradable al Padre, el cual le confiere la potestad de mediador
eterno de los hombres ante Dios.
Solo a través de tal mediación, es que adquieren fuerza efectiva salvífica la
Iglesia, Cuerpo de Cristo, y los sacramentos que ella, en unión con su Cabeza,
celebra para beneficio salvífico de los miembros que la conforman y le
pertenecen a Cristo.
La gracia de Cristo no sobreviene a los hombres de una manera abstracta, en
virtud de un mero acto volitivo y mental de asentimiento, sino de forma
concreta, por medio de la comunión personal con Él.
Citamos a este respecto, a O. de Cardenal:
Si nuestro origen primero está en Jesús, nuestro fin último estará también
en Él, y será evidente que lo que normalmente llamamos nuestra
salvación no se podrá dar al margen de Él o sin relación a Él, porque
quien es nuestro proton (principio) es nuestro eschaton (fin), quien es
nuestro modelo es nuestra meta y en quien somos originados somos
consumados.115
8. Jesucristo, Abbá y el Reino de Dios
Jesucristo, el Reino de Dios
En su historia de pueblo de Dios, Israel experimentó el desastre que provocaron
los reyes y el fracaso como nación. En lugar de establecer un reinado ideal en el
que prevaleciera la paz y la justicia tan ansiadas, fueron víctimas de la
catástrofe de las invasiones extranjeras: muchos de sus jóvenes («la casta de
Israel») perecieron bajo la crueldad de la espada enemiga; sus ciudades fueron
saqueadas y destruidas, lo mismo que el majestuoso templo de Jerusalén, y
tuvieron que experimentar la miseria del destierro (cf. 2 Re 36, 17-20). Después
vendrían las conquistas de los helenos (griegos), con Alejandro Magno, y,
sucesivamente, los romanos.
Pero Israel no pierde su fe, y, por encima de la desolación y desesperanza, surge
el clamor de un pueblo humillado que busca recuperar su identidad de «pueblo
de Dios» y sus ideales mesiánicos. Diversos pasajes del AT confirman esto: «Tu
Dios reina» (Is 52, 7); «¡Exulta sin freno, Sión; grita de alegría, ¡Jerusalén! Que
viene a ti tu rey: justo y victorioso, humilde y montado en una cría de asna» (Za
9,9); «Reina Yahvé, vestido de majestad» (Sal 93, 1; Sal 97, 1; 99, 1…).
Por fin aparece la portentosa figura de Juan el Bautista anunciando la inminente
llegada del «Reino de los Cielos» (Mt 3, 1-2). Y, casi simultáneamente, en el
horizonte se va dibujando la personalidad de un hombre desconcertante: Jesús
de Nazaret, que trae un mensaje de salvación: «Conviértanse porque el Reino
de los Cielos ha llegado» (Mt 4, 17). «El tiempo se ha cumplido y el Reino de
Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva» (Mc 1, 15).
Este anuncio despierta conmociones pluriformes. Por fin, la esperanza de
liberación, que por siglos Israel había esperado, estaba por cumplirse. Sin
embargo, las expectativas acerca del reino mesiánico no eran ni unívocas ni
uniformes, debido a la amalgama de interpretaciones que el tema suscitaba.
Los fariseos veían cumplirse el Reino de Dios en el cumplimiento
perfecto de la Ley; los celotas veían en el Reino una teocracia política que
debe establecerse por la fuerza de las armas expulsando al poder de
ocupación para que solo Yahvé sea Rey; para la apocalíptica, el Reino
trascendente de Dios irrumpiría de improviso –cuya fecha se intentaba
calcular a base de ciertos signos– inaugurando el nuevo «eón», la nueva
115
OLEGARIO GONZÁLES DE CARDENAL, Fundamentos…I, p. 74.
era de los cielos nuevos y la tierra nueva; los esenios esperaban la
manifestación del Reino como juicio vengador en favor de una élite de
«escogidos».116
En lo que concerniente a la Buena Nueva que Jesucristo anuncia, la expresión
«Reino de Dios» ocupa un lugar central en la predicación de Jesús, y viene a ser
como un «símbolo maestro» que otorga pleno sentido al ministerio y vida de
Jesús.117
Pero ¿qué es lo que Jesucristo quiso expresar a través de la expresión «Reino de
Dios» y cuáles eran sus implicaciones?
Las parábolas del Reino de Dios
Las parábolas son bastante comunes en la escritura sagrada (cf. Jue 9, 7-15; 2 Re
12, 1-4; Is 52, 13–53, 12; Ez c. 16…). Son narraciones tomadas de la vida
cotidiana, y el propósito que con ellas se persigue es representar
simbólicamente una realidad que escapa a la percepción humana común.
Jesús utilizó un amplio repertorio de parábolas 118 con el fin de hacer más
comprensible su mensaje acerca del Reino de Dios. Las parábolas constituyen
una categoría exegética del Reino de Dios. Por ello casi todas inician con la
frase: «El reino de Dios se parece a…».
Las figuras parabólicas revelan diversos aspectos de la naturaleza del Reino de
Dios. Por ejemplo, Jesús compara el Reino de Dios a la semilla que deposita en
la tierra un sembrador; la cual, dependiendo de las cualidades del suelo,
germina, ya sea para secarse pronto o desarrollarse hasta producir abundante
cosecha (cf. Mt 13, 3-9). Por medio de las parábolas Jesús se propone ilustrar las
diversas disposiciones que los hombres manifiestan ante las verdades del
evangelio que Él predica.
Cada una de las parábolas revela un aspecto particular del Reino de Dios. No es
nuestro objetivo aquí analizar la enseñanza que Jesús trató de transmitir en
cada una, sino más bien resumir en una sola idea lo que en todo su conjunto se
pone de manifiesto.
Conforme a este propósito, es necesario unificar el sentido de todas las
parábolas en un punto de convergencia, considerando las ideas y valores que

116
Cf. BLÁSQUEZ Pérez, Ricardo, ob. cit., p. 49.
117
En los evangelios sinópticos la expresión «Reino de Dios» aparece 85 veces, de las cuales 61
veces sale de la boca de Jesús. En todo el Nuevo Testamento la expresión «Reino de Dios»
aparece nada menos que 122 veces, lo cual la convierte en una clave de gran importancia para
comprender el evangelio de Jesucristo.
118
Las parábolas tienen el propósito fundamental de enfatizar en la índole misteriosa del Reino de Dios.
De ello se derivan dos propósitos: Jesús pretende agudizar el entendimiento de quienes muestran una
actitud de apertura hacia Él y su predicación; en cambio, para quienes se muestran reacios a aceptar el
Evangelio y la propuesta de salvación que Dios les ofrece, el mensaje de las parábolas les es
incomprensible, lo cual evidencia su necedad y ceguera voluntaria (cf. Mt 13, 10-17).
con más fuerza enfatizan. Así, encontramos parábolas que insisten en la
necesidad del perdón (Mt 18, 23-35); algunas ponen de relieve la misericordia
de Dios (Mt 20, 1-16; Lc 15, 11-31); otras resaltan la alegría que el Reino de Dios
suscita en el corazón del hombre (Mt 13, 44-46; Lc 15, 4-10), o en su desarrollo
con la colaboración de los hombres (Mt 13, 24-33; 13, 47-50).
En definitiva, las parábolas expresan el acontecer del amor de Dios entre los
hombres, a través de la persona de Jesús de Nazaret y de su mensaje salvífico,
por el que exhorta a los hombres a adherirse al Reino de Dios que Él anuncia y
que hace realidad con su presencia. Dicho de otra manera, Jesús predica en
parábolas el inmenso amor de Dios, que se derrama sobreabundantemente en el
mundo, aconteciendo por medio de su propia persona. De ahí que la real
imagen parabólica de este acontecer de Dios, es el mismo Jesús. Más
concretamente, la humanidad de Jesús es la parábola del Dios viviente,
aconteciendo entre los hombres.119
En este sentido, la realidad simbolizada en la expresión «Reino de Dios» se
convierte en el eje central para comprender la vida y misión de Jesucristo en el
mundo. Este símbolo expresa gráficamente el misterio de amor, bondad y
misericordia que tiene su origen en Dios. La vida y ministerio de Jesucristo son
una invitación a participar de la realidad contenida en el símbolo maestro del
Reino de Dios, que Jesucristo mismo encarna en su vida y ministerio y cuya
consumación está prevista para su Segunda venida.
Por ello, con la presencia de Jesús, el Reino de Dios «ya» está entre nosotros y,
por otra parte, «todavía no» es una realidad consumada, sino algo que está en
germen y va progresando dinámicamente hacia su consumación plena, según lo
manifiestan las diversas parábolas que lo comparan como una semilla y una
planta que crece (Mt 13, 31-32), o con la masa fermentada por la levadura (Lc 13,
20-21).
Pero ¿en qué consiste el Reino de Dios que Jesucristo predica?
Atendiendo a los diversos sucesos de la vida y ministerio de Jesús y en
conformidad con la variedad de significados que encontramos en las parábolas,
el Reino de Dios es posible definirlo como la justicia misericordiosa de Dios
obrando en favor de todos los seres humanos mediante la persona de su Hijo Jesucristo,
en quien expresa su amor y predilección por los más débiles y desamparados, oprimidos
por Satanás y las injusticias de los más poderosos.
Esto significa que el Reino de Dios se diferencia cualitativamente de los reinos
del mundo, cuyos jefes dominan y oprimen a la gente como si fueran sus
dueños (Mc 10, 44). Contrario a esto, en el Reino de Dios, quien quiera ser el
más grande, tiene que ponerse al servicio de los demás, a imitación fiel del
mismo Jesús (Mt 10, 24-28; Mc 10, 41-42; Lc 22, 24-27).

119
Cf. EDWARD SCHWEIZER, Jesús, parábola de Dios (Salamanca 2001), pp. 53-55.
De este modo, a través de la persona de Jesucristo, el Reino de Dios se inserta,
como novedad originaria, en el ámbito de la vida humana, influyendo
decisivamente en las relaciones de los hombres, transformando la esfera de lo
esencialmente común de sus vidas y orientando su conducta hacia una «mayor
justicia» (Mt 5, 20), mediante un comportamiento que contrasta con los valores
de una sociedad instaurada sobre la lógica del poder y del dominio.
En este sentido, el Reino de Dios se opone abiertamente al «reino del hombre»,
porque no es un reino que se impone a merced de caprichos egoístas, sino que
se propone como horizonte de la libertad humana y como posibilidad de
realización de las más hondas aspiraciones de los hombres. 120
Por medio de la persona de Jesucristo, Dios expresa su voluntad de salvar a
todos aquellos que se acogen, humilde y confiadamente, en su justicia de amor
misericordioso. Por ello, el Reino de Dios tiene como centro a la misma persona
de Jesucristo, pues Él anuncia, vive e inaugura en su misma persona los valores
salvíficos del Reino de Dios. Esto implica que ser parte del Reino de Dios
conlleva la firme adhesión integral del ser humano a la persona de Jesucristo. 121
La entrada al Reino de Dios, es la persona de Jesucristo.
La vida y ministerio de Jesucristo son una invitación a participar de la realidad
contenida en el símbolo maestro del Reino de Dios, cumpliéndose así las
promesas de redención que fueron reiteradas una y otra vez a los antepasados
de Israel, en las diversas etapas de la Revelación. En la humanidad de
Jesucristo, Dios realiza la promesa de salvación definitivamente.
Dios es Abbá
Junto a la fórmula «Reino de Dios» es común la expresión aramea «Abbá»,
término que Cristo utilizó para referirse a Dios y que fue conservado en las
tradiciones del NT, incluso en los escritos que tenían como destinatarios a las
comunidades cristianas de origen pagano.122
Tanto la expresión «Reino de Dios» como el término «Abbá» tienen como sujeto
a Dios: el término «Abbá» designa a Dios como entidad paternal y amorosa, y la
fórmula «Reino de Dios» señala el ámbito en que se despliega dicha paternidad,
en cuyo seno permanece el Hijo Unigénito (Jn 1,18), en quien el Padre abraza a
los hombres (Ef 1,5).
En otras palabras, mientras que la fórmula «Reino de Dios» expresa la voluntad
salvífica de Dios hacia los hombres, la palabra «Abbá» expresa la excelencia del
amor paternal de Dios tal como Jesús la experimenta desde su más profunda
experiencia de Hijo amado, y que Él desea comunicar a los pecadores,
llamándolos a convertirse a Dios para que ellos también experimenten la

120
Cf. GERHARD LOHFINK, El Sermón de la Montaña, ¿para quién? (Barcelona, 1989), p. 26.
121
Cf. BENEDICTO XVI, DEC, n. 1.
122
Cf. JOAQUIM JEREMIAS, ob. cit., p. 64.
gratuidad de su paternidad amorosa. Por ello, ambas expresiones tienen un
significado determinante para comprender la vida y el ministerio de Jesucristo.
La experiencia de Jesucristo respecto al amor de Abbá, es la fuerza vital que
motiva y otorga sentido a su misión en el mundo. La misión que Dios le ha
encomendado a su Hijo, es la de revelar a la humanidad entera, con todo su ser,
su vida y su muerte en cruz, su voluntad salvífica, entendida como acto
sacrificial que se origina en el corazón paternal y sol ícito de Dios hacia los
hombres, voluntad que, en su forma humana concreta, es dada a conocer por
Cristo como Reino de Dios.
La expresión «Abbá», en labios de Jesús, más allá de lo escandaloso que el
término, referido a Dios, resultaba para los judíos, indica la relación única de
amor y de intimidad entre Él y Dios. Comenta J. Jeremias:
Debido a la sensibilidad judía, habría sido una falta de respeto, por tanto,
algo inconcebible, dirigirse a Dios con un término familiar. El que Jesús
se atreviera a dar ese paso significa algo nuevo e inaudito. Él habló a
Dios como un hijo con su padre, con la misma sencillez, el mismo cariño,
la misma seguridad. Cuando Jesús llama a Dios Abbá nos revela cuál es
el corazón de su relación con Él.123
Todos los hombres están invitados a participar de la misma relación de vida y
de amor que existe entre Dios Abbá y su Hijo, en actitud de abandono confiado
en el amor paternal de Dios, en la manera en que un niño confía y se abandona
a su padre. Jesucristo desea, pues, comunicar a los destinatarios de su
ministerio, el mismo amor con que Él es amado por el Padre y en la medida en
que Él lo experimenta y se abandona como Hijo Suyo, de modo que quienes
sean atraídos por al amor del Padre y quieran ser transformados a semejanza
del Hijo, se sientan reivindicados en su más excelsa dignidad de personas, a
pesar de lo vil de sus pecados (Lc 15,11-32).
Quienes abrazan el don de la filiación divina y lo viven con la misma gratuidad
e intensidad como el Cristo humanado lo ha vivido, experimentan, desde lo
más profundo del ser, una fuerza y vitalidad que sobrepasa los límites de lo
humano; y sabiéndose especialmente amados por el Padre, realizan obras
extraordinarias que solo se explican desde la más profunda y genuina
experiencia de ser hijo en el Hijo.
De ahí que la palabra Abbá es la que mejor explica el comportamiento y vida de
Jesús, y es también la clave para comprender en qué consiste el Reino de Dios
que Él mismo predica y realiza desde su experiencia de ser hombre. Jesucristo,
«con su persona y sus comportamientos para con los hombres y en relación
permanente con ellos, muestra cómo es el Padre, cómo quiere que sean sus hijos

123
Cf. JOAQUIM JEREMIAS, ob. cit., 70.
y cómo se puede vivir esa filiación»124, o lo que en su definición más amplia se
entiende como Reino de Dios.
Por ello, mientras Abbá expresa la profundidad y excelencia del amor divino
que Jesús pretende comunicar a los hombres, el Reino de Dios es la forma en
que Jesús desea hacer comprensible la excelencia de tal amor, haciéndolo
accesible a todo aquel que quiera acoger dicho Reino con la humildad y
sencillez de un niño (Mt 18, 3-4; Mc 10, 15; Lc 18, 16-17).
Para Jesús, el Reino de Dios es su percepción del mundo y de la vida humana a
la luz de la experiencia del amor paternal de Abbá en su vida (cf. Mt 6, 25-34).
El mundo y la vida de todo hombre son manifestaciones de la inmensa
gratuidad que Abbá desborda sobre su creación. La existencia del mundo y de
cada hombre, se originan del amor creador de Dios y manifiestan externamente
su bondad, verdad y belleza infinitas. La vida del hombre y el mundo son
contemplados por Jesús como un gran sacramento que manifiesta el amor
infinito y misericordioso de Dios.
El Reino de Dios: sanación y liberación
La misión de Jesucristo es vencer el dominio de Satanás sobre los hombres,
cuyo reinado ensombrece sus vidas a través de las múltiples formas de pecado
que existen en el mundo y que contradicen el amor de Dios.
El pecado se manifiesta en el hombre como mal moral y mal físico. Sanar
enfermos y expulsar demonios son aspectos de una misma misión: la liberación
del mal moral que esclaviza al espíritu humano y la sanación del cuerpo, que
hace evidente la presencia del pecado en la vida de los hombres (Jn 9,2). Los
milagros de sanación y liberación manifiestan la acción salvífica de Dios y son
prueba irrefutable de que el poder del Maligno es vencido por Cristo (Lc 11,20).
En esta perspectiva, el evangelio de san Mateo resume el ministerio de Jesús, de
la siguiente manera: «Recorría Jesús toda Galilea, enseñando en sus sinagogas,
proclamando la buena nueva del Reino y curando toda enfermedad y toda
dolencia en la gente» (Mt 4, 23).
El anuncio del Reino de Dios va acompañado por milagros de sanación y
exorcismos, los cuales, por un lado, hacen manifiesta la naturaleza divina de
Jesús; y por otro, son signos palpables e inequívocos de que el Reino de Dios ha
llegado a los hombres, por mediación de Jesucristo.
Todos los milagros de Jesús, son signos del acontecer salvífico de Dios en medio
de los hombres. Así debió interpretarlo Juan el Bautista quien, desde la cárcel,
envía a unos discípulos suyos, para preguntarle a Jesús: «¿Eres tú el que ha de
venir, o debemos esperar a otro?». Pero Él remite la pregunta a su actividad
taumatúrgica, tal como nos lo refiere san Lucas: «En aquel momento curó a
muchos de sus enfermedades y dolencias y de malos espíritus, y dio vista a
124
OLEGARIO GONZÁLEZ DE CARDENAL, Fundamentos…II, pp. 90-91.
muchos ciegos. Y les respondió: Vayan a contar a Juan lo que han visto y oído:
los ciegos ven, los cojos caminan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen,
los muertos resucitan y se anuncia a los pobres el Evangelio» (Lc 7, 20-22).
Según este hecho, la respuesta que Juan deseaba conocer, debía deducirla
haciendo una hermenéutica de los milagros que sus enviados atestiguaron, a la
luz de una serie de oráculos de Isaías, en los que el profeta se refiere a las
señales milagrosas que acompañarían la llegada del futuro reino mesiánico (Is
26, 19; 29, 19-19; 25, 5-6; 42, 7. 18; 61, 1).
La deducción de Juan debió ser, más o menos, la siguiente: «Si los hombres son
sanados de sus enfermedades, tal como lo profetizó Isaías, es porque la
salvación de Dios actúa a través de Jesús. Él es, pues, a quien Dios envía para
hacer realidad su Reino entre los hombres».
Jesús no es un sanador cualquiera, sino el médico del Reino de Dios, por quien
son sanados los hombres de sus enfermedades que, según la mentalidad
israelita, eran producidas por el pecado. Jesús sana a los enfermos porque tiene
el poder de eliminar la causa que produce sus enfermedades, el pecado. Así lo
confirma san Marcos, en el episodio que narra la sanación de un paralítico, a
quien Jesús perdona sus pecados para que, consecuentemente, quede sano (Mc
2, 1-12). Los milagros de Jesús realizan el proyecto del «hombre nuevo», es
decir, la regeneración de la humanidad caída. Por eso, la clave para interpretar
los milagros de Jesús es la regeneración que se produce en quien recibe el
bautismo.
En esta misma línea han de interpretarse los exorcismos que Jesús realiza en
personas poseídas por Satanás: Jesús libera al hombre de las fuerzas malévolas
que lo oprimen. De ahí que los Hechos de los Apóstoles afirme: «Pasó haciendo
el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo» (Hch 10, 38).
Por medio de su predicación, Jesús desenmascara las artimañas de Satanás,
padre y príncipe de la mentira. A través de los exorcismos, Jesús destruye todas
sus obras y subyuga sus poderes malignos, como prueba de que Dios es más
poderoso que Satanás.
La misma consigna reciben los apóstoles al ser enviados por Jesús: «Vayan y
proclamen que el Reino de Dios está cerca, curen a los enfermos, resuciten a los
muertos, purifiquen a los leprosos y expulsen a los demonios» (Mt 10, 7-8).
Ellos, al retorno de su misión, le comentan: «Señor, ¡hasta los demonios se nos
someten en tu nombre!» (Lc 10, 17).
Los milagros de sanación y los exorcismos de Jesús, no tienen otro propósito
más que liberar la condición humana de los poderes que la constriñen. Como
dice R. Fabris, «Jesús interviene con fuerza victoriosa y liberadora en aquellas
situaciones humanas de extrema miseria y alienación que se perciben en su
ambiente como posesión demoníaca»125.
Los bienaventurados del Reino de Dios
Las Bienaventuranzas (Mt 5, 3-12) constituyen las actitudes y valores que los
discípulos de Jesús deben adquirir, para acoger apropiadamente el Reino de
Dios; son también la semblanza de aquellos que han logrado superar la justicia
de la Ley, viviéndola no como imposición legalista (Mt 5, 20), sino como una ley
que está inscrita en el corazón y es signo de la vocación excelsa, que realiza la
plenitud del hombre nuevo. En el fondo, las bienaventuranzas son la imagen
misma de Jesús, que ha llevado a plenitud la Ley y el mensaje de los profetas
(Mt 5, 17), convirtiéndolos en la fuerza motriz de la vivencia del Evangelio.
Las «bienaventuranzas» no tienen propiamente como objeto unas
normas particulares de comportamiento, sino que se refieren a actitudes
y disposiciones básicas de la existencia (…). Además, el Sermón muestra
la apertura y orientación de los mandamientos con la perspectiva de la
perfección que es propia de las bienaventuranzas. Éstas son, ante todo,
promesas de las que también se derivan, de forma indirecta, indicaciones
normativas para la vida moral. En su profundidad original, son una
especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto, son
invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con Él.126
A quienes muestran apertura incondicional al amor maravilloso de Dios, a
quienes se les designa como hambrientos, desesperanzados, oprimidos y tristes,
Jesucristo los declara «bienaventurados».
Desde nuestra lógica, es incomprensible que a los miserables se les llame
bienaventurados. A los ojos humanos, quienes sufren son desdichados. Esta
valoración contrastante, es una manera de decir que el Reino de Dios encuentra
su expresión más preclara en los más débiles, en lugar de los considerados
fuertes de este mundo (cf. 1 Cor 1, 27). Por otra parte, el Reino de Dios ha de
considerarse como una fuerza activa que genera vida, oponiéndose a un sistema
social que genera marginación y muerte en aquellos que no tienen un lugar
dentro del sistema, por lo que quedan abandonados a su suerte. Entre éstos
están los leprosos, los ciegos y cojos, los desprestigiados a causa de sus oficios
humildes (pastores, pescadores, campesinos), y a quienes no les ha quedado
otra alternativa que vender sus cuerpos (prostitutas) o ponerse al servicio del
imperio (publicanos). El Reino de Dios irrumpe en la situación desgraciada de
estos grupos y les infunde esperanza, por encima de su condición
pecaminosa.127 Éstos son los denominados anawin o «pobres de Yahvé».
La oración del Reino de Dios
125
RINALDO FABRIS, Jesús de Nazaret, historia e interpretación (Salamanca 1985), p. 142.
126
VS, n. 16.
127
Cf. RINALDO FABRIS, ob. cit., p. 146.
El cristiano no pone su confianza en una entidad divina abstracta, anónima y
distante; no ora a un dios desconocido ni a una divinidad que oculta su rostro.
En efecto, en su Hijo amado, Dios ha mostrado al hombre su rostro amoroso de
Padre.
Por los evangelios sabemos que Jesús es el hombre del diálogo constante con
Dios. Esto impresiona a sus discípulos. Ellos le pidieron que les enseñase a orar
(cf. Lc 11, 1-2). Y Jesús les enseñó a sus discípulos a orar con la misma confianza
en que Él se dirige a Dios, llamándole Padre.
Pero la oración que conocemos como “Padrenuestro” es más que una plegaria;
es, en cierto modo, el programa de vida del cristiano, teniendo a Dios como su
principal referente.
Afirma J. Jeremias:
En el Padrenuestro, Jesús otorga poderes a sus discípulos para que
repitan Abbá como Él. Les hace participar de su posición de Hijo,
autorizándoles, como a discípulos suyos que son, para que hablen con su
Padre celestial con tanta confianza como el niño lo hace con su padre en
la tierra.128
9. Jesucristo, el pan de vida
Nuestro pan de cada día
El pan para saciar el hambre es un aspecto fundamental para la vida del ser
humano sobre la tierra. La falta de alimento es un mal que aflige
constantemente la existencia del hombre, y no pocas veces es causada por el
propio egoísmo, especialmente por la falta de solidaridad entre los hombres.
El pan es el sostén de la vida corporal. Por ello adquiere un significado
antropológico muy profundo y a la vez un se vuelve un factor desestabilizador,
pues, si se carece del alimento necesario, la vida humana se sitúa ante una
situación límite que conlleva desesperación y relativización de otros aspectos
cruciales de la existencia humana.
La arbitrariedad que representa el hambre, debilita la voluntad y nubla la
razón. Eso es lo que sucedió a Esaú que, por un plato de comida, cedió a Jacob
los derechos de su primogenitura (Gn 25, 29-34). El pueblo israelita, durante su
travesía por el desierto, experimentó el peso de una existencia transida por la
falta de pan, lo que le hizo desesperar y renegar de sus libertadores, añorando
la comida que el faraón les proveía en Egipto, a precio de su libertad (Ex 16,3;
Nm 11,4-7). Bloquear el suministro de pan, suele ser una estrategia eficaz para
debilitar al enemigo y vencerlo (2 Re 6, 24-29).
Por otro lado, se puede ser generoso cuando el pan se tiene en abundancia; o,
por el contrario, el individuo puede adoptar una actitud de auto suficiencia y
128
JOAQUIM JEREMIAS, ob. cit., p. 227.
mostrarse indiferente ante las necesidades de los demás. Viene al caso recordar
al rico que banqueteaba espléndidamente todos los días, mientras un pobre
llamado Lázaro yacía a la entrada de su casa, muriendo de hambre (Lc 16,19-
26).
La comida, pues, tiene un doble significado: une a las personas con las que se
comparten ideales o sentimientos comunes, y separa de aquellos con quienes no
se tiene empatía o relación alguna.
La antropología cultural ha demostrado que, en todas las sociedades, las
comidas poseen un enorme valor simbólico. En ellas se representa a escala
reducida el sistema social y su organización jerárquica. Las comidas son un
medio para reforzar la estructura y los vínculos societarios de un grupo. Sirven
para unir a las personas que las comparten, a la vez que las separa de los
demás. La exuberancia de los banquetes es muy eficaz para trazar líneas
divisorias entre clases sociales. Estas divisiones son muy notorias en los
banquetes privados, pero también se expresan en el ámbito público.
En el antiguo oriente, sentarse a la mesa para compartir una comida tenía un
significado especial. J. G. Faus explica que «la comida con alguien es una de las
honras más grandes y de las mayores expresiones de intimidad que puedan
darse. El hecho de compartir la mesa expresa una relación de confianza total
que se explaya en la paz, la fraternidad y el perdón»129.
En el judaísmo del tiempo de Jesús, a las comidas y banquetes se les otorgaba
un significado social y un valor religioso muy acentuado, cuya función era
delimitar las fronteras entre los que pertenecían al estamento de los «puros» y a
los que eran considerados impuros, quedando estos últimos excluidos de la
comunión con el pueblo de Dios, a causa de su manera poco o nada ortodoxa de
observar el régimen de pureza ritual, tal como lo estipulaba la Ley.130
Sobre la base de este legalismo discriminador, se consideraba escandaloso el
hecho que un «buen judío» compartiera mesa con personas mal vistas, debido a
su comportamiento (Mt 9, 11; Lc 15, 2). También la condición física (ciegos,
cojos, entre otros), la ocupación o la apariencia (pastores, jornaleros, limosneros,
entre otros), eran motivos de exclusión. Todos los individuos que eran contados
entre estos grupos, quedaban separados de la comunión con la élite de los
considerados puros.
Según estos criterios de valoración, el hecho de que hubiera personas sumidas
en la escasez o padecieran de un mal físico, se debía a la impiedad, a la
indiferencia o inobservancia que ellos mismos mostraban respecto a los
preceptos divinos, hasta tildárseles de maldecidos a causa de su
desconocimiento de la Ley (Jn 7, 49).

129
JOSÉ I. GONZÁLEZ FAUS, ob. cit., p. 88.
130
Cf. RINALDO FABRIS, ob. cit., pp. 121-122.
Significado de las comidas de Jesús
El sistema que determinaba el estado de pureza o impureza de una persona,
había reproducido, en la época de Jesús, un rígido parámetro de valoraciones
que dividía a las personas según su sexo, su condición social y su pertenencia
étnica.
Jesús capta que la fuerza motriz que sustentaba este orden social, originaba
marginación e injusticia y no provenía del espíritu de la Ley, sino que más bien
se basaba en interpretaciones antojadizas de sus preceptos o en tradiciones de
hombres, que falseaban o anulaban la justicia misericordiosa del Legislador
universal, expresada en sus mandamientos (Mc 7, 2-13).
Para contravenir este régimen de valoraciones, Jesús se sentaba a comer con
gente desprestigiada y de mala reputación, lo que pronto le granjeó la fama de
«comilón y bebedor amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11,19). Estos
adjetivos expresan el descontento y el escándalo que su conducta suscitó entre
sus detractores.
A los ojos de los fariseos y de las autoridades judías, el hecho de que Jesús
comiera habitualmente con gente de mala fama, ponía de manifiesto su
desconocimiento de las exigencias legalistas sobre la pureza, por lo que sus
enseñanzas quedaban deslegitimadas.
Pero mientras más enconados y virulentos se volvían los ataques de sus
adversarios, con mucho más denuedo y determinación se afirmaba Jesús en su
conducta.
¿Por qué Jesús se comportó así? ¿Cuál sería el significado que Jesús quiso darle
a las comidas compartidas con gente de mala reputación? ¿Qué pretendía Jesús
con tal conducta?
Por medio de sus enseñanzas Jesús intenta resituar la dignidad de los más
desprestigiados, promoviendo una solidaridad con ellos que contraviene y
hasta plantea desafíos al egoísmo humano. Aconsejaba que al dar un banquete
no se invite a los más allegados o a quienes tienen la posibilidad de devolver el
convite. Por el contrario, una recompensa eterna está reservada a quienes
invitan a los pobres y necesitados, a quienes se les imposibilitaba devolver la
invitación (Lc 14, 12-14).
En el modelo comunitario que Jesús presenta, los más débiles y marginados
tienen especial predilección. «¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres, según el
mundo, como ricos en la fe y herederos del Reino que prometió a los que lo
aman?» (St 2, 5). No es, por tanto, «voluntad de su Padre celestial que se pierda
uno solo de estos pequeños» (Mt 18, 14).
Ante la rigidez de la Ley, Jesús propone la indulgencia de la misericordia. Esta
es la única virtud que triunfa sobre el juicio (St 2, 13) y logra desvanecer los
muchos prejuicios que propician las diversas divisiones e injusticias, poniendo
al descubierto la falsedad de una religión fundada, no sobre las bases de la
verdadera justicia, sino sobre una concepción equivocada sobre Dios, en
función de la cual se institucionalizaban criterios de enjuiciamiento puramente
humanos, en base a los cuales, los más poderosos se arrogaban la autoridad de
condenar a otros, en nombre de un dios implacablemente justiciero. De ahí que
la aplicación de la justicia, de un modo estrictamente fundamentalista, incluso
en casos en que la Ley dictaba sentencia explícita de muerte para el pecador (Jn
8, 3-11), reñía con el amor misericordioso de Dios. Solo cuando el hombre
comprende el sentido de las palabras «misericordia quiero» (Mt 9,13), obra
según el corazón de Dios, porque para Él, todos los hombres son iguales en
valor y dignidad. Esto es lo que Jesús pretende enseñarnos con la parábola del
dueño de un rebaño, que opta por dejar a 99 ovejas e ir en búsqueda de una sola
de las ovejas que se le perdió (Lc 15, 4-7). Si así se valora a una oveja, que solo
tiene un valor cuantitativo, ¡cuánto más ha de ser valorado un hombre!
Para combatir el injusto sistema de valoraciones que predominaba en su
tiempo, Jesús confiere un significado especial a las comidas que Él comparte; las
cuales son un signo del perdón de Dios, que Él ofrece a todos los hombres, pues
su justicia misericordiosa es equitativa y no hace distinción de personas (Mt 5,
45; 20, 1-16). Sobreponer unos supuestos derechos divinos a la dignidad y vida
de las personas, es contradecir al Dador de toda vida que ha creado al hombre a
su imagen.
En contraste con un sistema excluyente, cuya fuerza discriminativa se
reproduce en una escala reducida en las comidas, una forma de comer distinta a
la habitual, significaba poner en crisis dicho sistema, reivindicando los derechos
y la dignidad de los hombres, haciéndoles sentir especialmente amados por
Dios.
En las comidas que Jesús comparte con los marginados, aparece un inusual
parámetro de valoraciones que hace desaparecer las enormes diferencias entre
los que se consideraban «puros» y los denominados impuros. Quienes se
sientan en torno a la mesa de Jesús, son vistos como miembros de una familia
en la que todos son iguales, «derribando así los muros que nos dividían» (Ef 2,
14).
La principal motivación de esta conducta, es que Dios también actúa así, y «el
Hijo solo hace lo que ve hacer al Padre» (Jn 5, 19). Jesús, «quien no cometió
pecado» (2 Cor 5, 21), come con los pecadores porque Dios le ha encomendado
la misión de «salvar lo que se había perdido» (Lc 19, 10). Podemos decir que las
comidas de Jesús, son una parábola viva, «encarnada», a diferencia de las
parábolas narradas. Jesús asume, en primera persona, el sentido básico y
comunitario que tiene el pan para la vida del ser humano.
En este sentido, la conducta de Jesús hacia los pecadores, nos ayuda a captar el
círculo vicioso de pecado que originan nuestras valoraciones egoístas acerca de
los demás. Jesús rompe ese círculo vicioso y libera a los que están atrapados en
él, haciéndoles experimentar a Dios como un padre amoroso.
Las comidas que Jesús comparte con los pobres y los pecadores, constituyen un
acto de protesta en contra de aquéllos que se sobrevaloran a sí mismos por
encima de la mendicidad de los más débiles, quienes, según el evangelio, son
los primeros que han de ser atendidos conforme a una justa valoración de la
dignidad humana.
Denles ustedes de comer
Jesús sabe que para lograr cambiar la situación de los pobres y marginados, es
necesario cambiar el orden de valoraciones del sistema que los excluye y agobia.
Para ello, es necesario reproducir una realidad comunitaria que debía
caracterizarse por una vida de comunión y reconocimiento mutuo entre sus
miembros y en la que todos se preocuparan por las necesidades básicas de los
demás, pues la salvación solo es posible en un ambiente donde la escasez y la
miseria son superadas por la generosidad. Llevar el anuncio de la salvación ahí
donde hay hambre, implica traducir la salvación a términos de solidaridad. Así
lo entendieron en un principio los primeros cristianos (Hch 2, 42-47 y 4, 32-35).
La comunión cristiana ha de expresar que la existencia de cada hombre no es
una realidad aislada de la existencia de los demás. La salvación no es un asunto
individual, sino comunitario. Me salvo solo si soy capaz de salvar a alguien que
necesita ser salvado, en toda la extensión del significado que implica el término
«salvar». Desarrollar esta conciencia cristiana es fundamental para comprender
en qué consiste el seguimiento de Cristo.
En base a esto, los evangelios narran algunos prodigios milagrosos que Jesús
obra, para alimentar a una gran muchedumbre. «Con cordial generosidad pone
a disposición de la gente algo que es necesario para su sustento fundamental, el
pan»131. Jesús sacia de pan a las multitudes que lo siguen.
Pero el objetivo de estos milagros no es simplemente saciar el hambre de la
gente. El proyecto de Jesús consiste en plasmar los valores que constituyen y
hacen posible el Reino de Dios entre los hombres. Esto significa que el Reino de
Dios se realiza allí donde los hombres tienen un verdadero sentido de
comunión, a partir de un encuentro personal con Dios Padre, por mediación del
Hijo, y desde el Hijo, también con sus semejantes. Y aquí es donde entra en
juego el mandamiento del amor. Solo si se vive el amor en su más profunda
expresión, es decir, traduciéndolo a una vivencia concreta, los hombres podrán
verse y tratarse como iguales, haciendo a un lado las diferencias que les impide
vivir en unidad y comprender el sentido de la salvación de Dios.

131
Cf. Ibid, p. 142.
Jesús utiliza el símbolo del pan partido y compartido para hacer realidad la
comunión entre los hombres, invitándolos a participar de la salvación del Reino
de Dios.
El escenario y las circunstancias que originan los milagros de la multiplicación
de los panes, son esencialmente los mismos en cada uno de los evangelios: una
gran muchedumbre sigue a Jesús, para escuchar sus enseñanzas. Cae la tarde y
están en un lugar despoblado. La gente lleva algún tiempo sin comer, y los
discípulos (o Jesús) se percatan de la dificultad de conseguir comida en aquel
lugar. Dejar ir a la gente sin probar bocado, le parece a Jesús una falta de
sensibilidad. Y esta circunstancia se convierte en la oportunidad para que Jesús
cargue sobre sus discípulos un imperativo: «Denles ustedes de comer» (Mt 14,
17). Enseguida, los discípulos reúnen unos panecillos y unos cuantos pescados,
que ponen a disposición de Jesús. Pero tal gesto de generosidad es insuficiente
para saciar a la multitud hambrienta. Entonces Jesús tomó los panes y los
pescados, «levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, partió los panes y
los dio a sus discípulos y los discípulos a la gente»132 (Mt 14, 19).
En muy contadas ocasiones se ve a Jesús pidiendo colaboración a sus
discípulos, para realizar acciones milagrosas. En la multiplicación de los panes,
Jesús estimula a sus discípulos a que sean los protagonistas, suscitando en ellos
la solidaridad, compartiendo el escaso alimento del que disponían. En cierto
modo, la petición que dirigimos a Dios en el Padrenuestro: «danos nuestro pan
de cada día», está condicionada por el imperativo «denles ustedes de comer» a
quienes carecen del alimento necesario.
Las muchas situaciones de hambre, pudieran resolverse si pusiéramos a
disposición de los más necesitados el pan nuestro. El posesivo plural «nuestro»
indica una transposición de «lo mío», imponiéndonos la obligación de
compartir con los demás. En la comunidad de Jesús, los adjetivos de posesión
en singular, quedan invalidados. Cuando un hombre decide acoger el Reino de
Dios, todo lo que posee entra en la categoría plural de «lo nuestro».
Dichoso el que pueda comer en el Reino de Dios
Las comidas de Jesús, además de romper con los esquemas sociales
tradicionales de la mentalidad de su tiempo, son también imagen del banquete
mesiánico. El origen de esta significación se remonta a uno de los oráculos
proféticos de Isaías, en el que el profeta se refiere a un banquete con abundancia
de manjares suculentos, preparado por Dios para todos los pueblos en la cima
del monte donde se asienta la ciudad santa, Jerusalén. Por medio de este
banquete, Dios llevará a cabo la plenitud de su salvación, aniquilando la muerte
para siempre (Is 25, 6-9).

132
Jesús repetirá estos gestos en la última cena. La clave para comprender el significado de estos
milagros es la Eucaristía.
La salvación de Dios aparece prometida en este texto, en forma de banquete. La
intervención salvífica definitiva de Dios, tendrá la forma de un banquete
sagrado que tendrá el poder de vencer la muerte.
Jesús utilizó esta figura en algunas parábolas, para comparar el Reino de Dios
(Lc 14, 15-24; Mt 22, 2-10). En la versión mateana, un rey ofrece un gran
banquete en ocasión de las bodas de su hijo. Preparado el banquete, envía a sus
siervos para que hagan venir a los invitados. Pero ellos se excusan por motivos
diversos, a pesar de la insistencia del anfitrión. A algunos de los enviados
incluso los asesinan. Indignado, el rey ordena a sus tropas que prendan fuego a
la ciudad donde vivían los asesinos. Luego envía a otros emisarios con la
consigna de hacer entrar al banquete a todos los hombres que encuentren por
los caminos.
Las figuras alegóricas de esta parábola son las siguientes: el rey representa a
Dios; el banquete de bodas es la salvación escatológica definitiva; el hijo es Jesús
el Mesías; los siervos representan a los profetas y a los apóstoles; los invitados
que rechazan la invitación son todos los hombres que no les interesa la oferta de
salvación; la ruina de la ciudad es el juicio final; los invitados de los caminos
son todos los pecadores.
Jesús, en vísperas de su pasión, celebró la cena de pascua con sus discípulos. En
el contexto de esta cena, Él instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y de
su sangre como memorial perpetuo de su pasión, muerte y resurrección. Según
el evangelio de Mateo,
Mientras estaban comiendo, tomó Jesús pan y lo bendijo, lo partió y,
dándoselo a sus discípulos, dijo: «Tomen, coman, éste es mi cuerpo.»
Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: «Beban
todos de ella, porque esta es la sangre de la Alianza, que es derramada
por muchos para el perdón de los pecados.» (Mt 26, 26-28).
El sacrificio de Cristo se convierte en objeto de culto santificador. De este modo,
la muerte sacrificial del Hijo en la cruz, que es causa de nuestra salvación y el
único culto agradable al Padre, es también el acceso a la comunión plena con
Dios. El Cordero de Dios, inmolado por nosotros, nos da a comer su carne y a
beber su sangre como banquete de vida eterna. He aquí lo anunciado por el
profeta Isaías.
Dice Jeremias:
La última cena es la última de las comunidades de mesa que Jesús tiene
con sus discípulos, y, al igual que todas las comunidades, fue un anticipo
de su pleno cumplimiento en el Reino de Dios. Aquí y ahora los hijos
pródigos pueden ya sentarse a la mesa del Padre.133

133
JOAQUIM JEREMIAS, ob. cit., p. 275.
La realidad salvífica de esta comida, que Jesús ofrece a los hombres, se ve
mucho más clara en el llamado «discurso del pan de vida», que abarca todo el
capítulo 6 del evangelio de san Juan.
Según san Juan, la multiplicación de los panes tenía el carácter de «signo». Es
decir, prefiguraba el banquete del Reino de Dios. La muchedumbre debió
haberlo comprendido así. Sin embargo, los judíos no ven más allá de la
materialidad del prodigio, debido sobre todo a las concepciones erróneas que
les impedía descubrir, en Jesús, al Mesías de Dios. De entrada, el evangelista
señala que la multitud lo seguía a causa de las curaciones que realizaba en los
enfermos (6, 2). Después de saciar a la multitud, Jesús huye al monte porque se
da cuenta que quieren tomarlo por la fuerza y hacerlo rey (6, 15).
Al día siguiente, la gente cruza el mar de Tiberiades en unas barcas, en busca de
Jesús. Cuando por fin lo encuentran, Jesús les reprocha que solamente le
busquen para saciar su hambre y que no hayan sido capaces de descubrir el
signo de la salvación mesiánica (6, 22-26). Les exhorta a no conformarse con el
«alimento perecedero», sino a esforzarse por el «alimento que permanece para
vida eterna» (6, 27).
Esto da pie para que Jesús inicie con ellos un discurso, que se va intensificando
cada vez más, jalonado por la idea del «pan de Dios que baja del cielo y da la
vida al mundo»134 (6, 33), designación que está en función de la revelación
cumbre «Yo soy el pan de vida» (6, 35. 51).
En un primer momento, los interlocutores de Jesús se muestran atraídos por la
idea de acceder a un alimento que tiene el poder de domeñar la muerte y
comunicar vida eterna (6, 28). De ahí que de sus labios sale una frase que
resume el anhelo de vida en plenitud que está presente en el corazón de todo
hombre: «Señor, danos siempre de ese pan» (6, 34).
Jesús les manifiesta que la condición principal para comer del pan de vida, es
creer en el enviado de Dios (6, 29), que ha bajado del cielo para hacer su
voluntad (6, 38), la cual consiste en que todo el que venga a Él (por obra de la
fe) no se pierda, sino que reciba la vida eterna y Él mismo lo resucite en el
último día (6, 39-40). Pero se resistían a creerle.
La razón de su incredulidad se basaba en que Jesús había dicho: «Yo soy el pan
que ha bajado del cielo», lo que entraba en oposición con la idea que, a partir de
sus vínculos parentales, tenían de Él, por lo que murmuraban: «¿No es este
Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora:
He bajado del cielo?» (6, 42). Según esto, Jesús no era más que un hombre
común y corriente, como todos.

134
Esta ampliación de la salvación a todos los pueblos, está en consonancia con la profecía del banquete
escatológico de Isaías. La salvación de Dios no se restringe a Israel.
A pesar de la resistencia de los judíos a creer en Él, Jesús lleva su revelación a
un grado incluso más escandaloso: «El pan que yo les voy a dar, es mi carne por
la vida del mundo» (6, 51), afirmación que es equivalente a la de la última cena:
«Tomen y coman, éste es mi cuerpo» (Mt 26, 26).
Como muy bien se deduce del contexto, el término «pan» ha sido utilizado por
Jesús como metáfora para indicar la donación sacrificial de su propia «sarx»
(carne), término griego que manifiesta la frágil condición de la naturaleza
humana, su realidad concreta. El término «pan» ha adquirido un significado
traslaticio: comiendo la carne del Hijo del hombre, dada en alimento, se realiza
en quien la come el efecto salvífico de su sacrificio.
Más allá de la repugnancia que suscitaba en ellos la idea de la antropofagia, lo
que en sí produce este rechazo es el hecho de que Jesús afirme que la salvación
de todos los hombres proviene de la entrega de su vida, pretendiendo sustituir
a Dios como el único que puede dar salvación a los hombres, haciendo
depender la salvación del escándalo de la crucifixión, es decir, de la muerte de
un hombre como todos, lo que no podía menos que considerarse como un acto
de blasfemia intolerable.135
A lo largo del discurso, Jesús se refirió a sí mismo como «el pan de vida» y
como «el pan que baja del cielo». Este pan no es otra cosa que su misma carne.
En el siguiente pasaje Jesús introduce el tema del «pan verdadero» para
acentuar con ello la realidad que se contiene en el pan que Él les ofrece.
En verdad, en verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del hombre,
y no beben su sangre, no tienen vida en ustedes. El que come mi carne y
bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Lo
mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre,
también el que me coma vivirá por mí. (Jn 6, 53-57).
El análisis lingüístico de este pasaje revela un cambio del verbo griego fagein
que significa comer, por el vocablo trogon cuya significación vendría a ser
«comer masticando»136. En lo sucesivo del discurso, predominará este verbo y
esclarece el significado de lo que Jesús quiere decir con el verbo «comer»: si no
mastican la carne del Hijo del hombre, no pueden obtener la vida eterna.
¿Y cómo se realiza esto?
Al comer la carne y beber la sangre de Cristo, se produce una permanencia
mutua entre su persona y aquel que lo come. Esta «permanencia» mutua es la
que realiza plenamente el sentido de la frase «Nadie va al Padre si no es por
mí» (Jn 14,6). El modelo de dicha permanencia es la relación Padre-Hijo.

135
Cf. XAVIER LÉON-DUFOUR, Lectura del evangelio de Juan 5-12 (Salamanca 2000), p. 130.
136
Cf. SECUNDINO CASTRO SÁNCHEZ, Evangelio de Juan (España 2008), p. 137
Jesucristo realiza en el discípulo la íntima relación que hay en Dios y que
llamamos «comunión».
Y así como el Hijo vive por el Padre, quien come del pan de vida con la firme
convicción de que en este pan se contiene su carne como realidad salvífica,
vivirá por Él.
La Eucaristía es signo y expresión del amor salvífico de Dios, amor que Jesús
vive de una manera humana en su sentido más extremo, hasta el sacrificio de sí
mismo. Jesús sacramentaliza su propio sacrificio y se da como alimento a sí
mismo, para realizar la comunión de vida trinitaria entre los hombres. En
palabras de X. Dufour:
Entramos así en el misterio de Aquel que es por esencia la relación viva y
constructiva llamada «amor» (…). Dios, en un momento determinado de
la historia, se comunicó en un hombre, Jesús; en Él se alcanzó la unión
perfecta de Dios y el hombre, sin que ese hombre se confunda con Dios
Padre…137
10. Jesucristo murió por nosotros
Motivos de la crucifixión de Cristo
Jesucristo muestra tener un extraordinario sentido sobre la libertad humana, y
valora la vida del hombre como un bien inconmensurable al que ningún otro
valor se debe sobreponer en el mundo; y ni siquiera la Ley, con todos sus
preceptos, ni el Sábado o el Templo, pueden estar por encima de la dignidad del
ser humano.
Todos los evangelios indican que Jesucristo era consciente de la muerte que
sufrieron algunos de los profetas de Israel. En Lc 11, 47-48, Jesús se refiere al
rechazo del cual fueron objeto todos los profetas anteriores a Él, y dirige fuertes
reproches a los ciudadanos de Jerusalén por convertir la ciudad santa en el
lugar donde fueron asesinados muchos de los emisarios de Dios (Mt 23, 37).
Jesús también se enteró de la muerte violenta del Bautista. Pero ni esto lo hizo
renunciar a su cometido.
Por medio de los relatos de los evangelios constatamos que «la muerte de Jesús
fue una consecuencia de su obrar: de la pretensión que había caracterizado su
vida, y había provocado la oposición más violenta de las autoridades judías»138.
Jesús indudablemente sabía que iba a sufrir una muerte violenta.
La muerte en cruz de Jesús se puede entender como el precio que tuvo que
pagar debido a su disconformidad con el sistema religioso y social de su
tiempo. Su comportamiento y sus enseñanzas sacudieron los fundamentos de la
religiosidad de su época. A esto hay que agregar un acontecimiento, la
resurrección de Lázaro (Jn 11, 1-43), el cual, según la consideración del
137
XAVIER LÉON-DUFOUR, Lectura del evangelio…(I), p. 115.
138
JOSÉ I. GONZÁLES FAUS, ob. cit., p. 116.
evangelio juánico, fue uno de los de los motivos por los que las autoridades
judías (Jn 11,45-50), dominada por los saduceos, quienes negaban la
resurrección de los muertos (Mt 22, 23), tomaran la decisión de eliminarlo.
Jesús está convencido de que la muerte que le espera en Jerusalén, era parte
fundamental del designio salvífico que su Padre le encomendaba llevar a cabo.
Por esta razón, cuando Pedro intenta disuadirlo a que desista de su plan de
subir a Jerusalén y dejarse matar, lo reprende severamente llamándole
«satanás» (Mt 16, 22-23). En diversas ocasiones, Jesús les anunció a sus
discípulos que sería entregado en manos de pecadores para ser ejecutado (Mt
16, 21; 17, 22-23).
Uno de los motivos que condujo a las autoridades religiosas de Israel a decidir
su muerte, es la autoridad que Jesús se arroga a sí mismo, hasta el colmo de
mostrar inconformidad y oposición ante la manera en que son administradas
las instituciones sagradas y los asuntos concernientes a la fe de su pueblo.
Jesús, incluso, se atribuía más importancia a sí mismo que los profetas del A T.
Afirma que Él es más que el sabio Salomón (Mt 12, 41-42); anuncia que su
propio cuerpo reemplazará al majestuoso Templo de Jerusalén (Jn 2, 19), y hasta
se coloca por encima de la Ley, omitiéndola en algunas ocasiones. Por ejemplo,
realiza curaciones en día sábado (Lc 14, 1-6; 6, 6-11; 13, 10-17). Otras veces le
hace correcciones (Mt 5, 20-48; 19, 1-9). Pero mucho más escandaloso resultará
para las autoridades religiosas, el hecho de que Jesús pretenda perdonar los
pecados de los hombres, sin recurrir a ninguna otra potestad que la suya propia
(Mc 2, 5). Los receptores de su mensaje «quedaban asombrados de su doctrina,
porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mc 1,
22).
Otro de los motivos por los que Jesús fue ajusticiado, es el hecho de tener trato
con publicanos y pecadores, hasta compartir la mesa con esa gente de mala
reputación, según el parecer de las autoridades judías. Para colmo, Jesús
justifica su actuar apelando a la justicia misericordiosa de Dios y afirmando que
Él «no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 11).
La cuestión que los maestros de la Ley plantean ante la pretensión de Jesús de
perdonar pecados, tiene todo el peso de un asunto de muerte. Nadie podía
arrogarse una tal autoridad pretendiendo no solo obrar en nombre de Dios, sino
en lugar suyo y sustituyendo la función de las mediaciones tradicionales de la
religiosidad judía: el Templo, la Ley, el Sábado y los sacrificios; los cuales eran
considerados los únicos medios por los que un hombre podía alcanzar la
justificación. Jesús se coloca a sí mismo por encima de estos baluartes
imprescindibles para la fe de su pueblo, y se atreve incluso a hacer una
afirmación tajante: «Nadie va al Padre sino es por mí» (Jn 14, 6), con lo que
absolutiza en su propia persona el accionar salvífico de Dios.
Por otra parte, Jesús es muy popular entre el pueblo, al hablarles de Dios en una
forma muy familiar, invocándolo como Padre suyo, lo que resultaba chocante a
sus detractores. Hablar así de Dios era degradar a Yahvé.
En definitiva, los acontecimientos de la pasión y muerte de Jesucristo, se deben
entender en conexión íntima con su predicación acerca del Reino de Dios, el
cual tiene una dimensión social en cuanto que es una realidad que involucra
todas las relaciones entre los hombres, influyendo decisivamente en sus vidas y
en su entorno. Por otra parte, el Reino de Dios tiene también una dimensión
teológica en cuanto acción salvífica de Dios que trasciende el mundo y la
historia. De ahí que los acontecimientos de la pasión y muerte de Jesucristo,
vistos desde la perspectiva del Reino de Dios, tienen un sentido sociológico y
un sentido teológico que nos ayudan a comprender las causas de su condena a
morir en la cruz.
Sentido sociológico de la muerte de Jesús
Es un hecho histórico que Jesús de Nazaret fue ejecutado en la cruz. Los cuatro
evangelios afirman unánimemente que Jesucristo murió crucificado. Estos
testimonios son respaldados por escritos no cristianos, entre los que figura los
Anales de Tácito, escritos hacia el año 115, en donde hace referencia al incendio
de Roma en el año 64, provocado por el emperador romano, Nerón, quien
atribuyó este acto a los cristianos. El texto dice lo siguiente: «Para hacer cesar
esta voz, (Nerón) presentó como reos y atormentó con penas refinadas a
aquellos que, despreciados por sus abominaciones, eran conocidos por el vulgo
con el nombre de cristianos. Este nombre les venía de Cristo, el cual, bajo el
reino de Tiberio, fue condenado a muerte por el procurador Poncio Pilato»139.
El historiador judío Flavio Josefo se refiere al acontecimiento de la cruz de
manera más explícita: «Por aquel mismo tiempo apareció Jesús, hombre sabio,
si es lícito llamarle hombre; pues hizo cosas maravillosas, fue el maestro de los
hombres que anhelan la verdad, atrayendo hacia sí muchos judíos y a muchos
gentiles. Él era Cristo. Y, como Pilato lo hiciera crucificar por acusaciones de las
primeras figuras de nuestro pueblo, no por eso dejaron de amarle los que le
habían amado antes: pues Él se les apareció resucitado al tercer día…»140.
La crucifixión era un castigo que los romanos utilizaban para ejecutar a
criminales y rebeldes, y tenía como objeto mantener atemorizados a los pueblos
subyugados por el imperio. Esta forma de muerte se aplicaba, sobre todo, a
rebeldes políticos que intentaban subvertir el orden de la sociedad romana.
La crucifixión era un suplicio sumamente cruel, infamante e ignominioso. Por
ese motivo, la ley romana prohibía que a los ciudadanos romanos se les aplicara
una pena tal; estaba, por tanto, reservada solo a los criminales más notables del
139
TÁCITO, Anales: Auctor nominis eius Christus Tiberio imperante per procuratorem Pontium Pilatum
suplicio erat, XV, 44.
140
FLAVIO JOSEFO, Vita Claudii, 25, 4.
imperio, que no eran ciudadanos romanos. La crucifixión era como una mofa
pública contra rebeldes y terroristas y contra sus actos de violencia. Los judíos
la veían como una maldición de Dios. Quien moría en un instrumento de
castigo pagano, era un maldito. La muerte en cruz significaba una degradación
infame para el crucificado, por lo que, en el caso de Jesús, se suponía que su
pretensión de salvar a los hombres caería en descrédito, 141 suscitando en
quienes una vez creyeron en Él como salvador de los hombres, un sentimiento
de repulsa hacia su persona y de desprecio hacia sus seguidores. Pero nada de
eso ocurrió.
Los cuatro evangelios afirman que las autoridades romanas crucificaron a
Jesucristo por deseo y presión de las autoridades religiosas del pueblo judío.
Puesto que el sanedrín carecía de autoridad para condenarlo a muerte, lo
llevaron ante Poncio Pilato acusándolo de promover una rebelión masiva contra
Roma. Además, se lo presentaron como un opositor al imperio por
autoproclamarse rey de los judíos (cf. Lc 23, 1-3). Fue un cargo político a los ojos
romanos. Pilato tenía miedo a la multitud, y sucumbió.
Los judíos pretendían hacer que Jesús apareciera ante sus discípulos como un
farsante y maldito. Por eso insistirán hasta la saciedad en que se le crucifique.
Jesús muere, pues, condenado a un suplicio reservado a criminales y a rebeldes.
El intento fallido de Pilato de salvar a Jesús de la muerte, proponiéndole al
pueblo elegir entre la libertad del acusado y la del criminal Barrabás (Mc 15, 6-
11), terminó por imponer la idea de que era preferible poner en libertad a un
asesino a permitir que un «blasfemo» siguiera difundiendo sus enseñanzas. A
esta infamia, añadieron otra más: lo hicieron ver como un criminal,
crucificándolo entre dos ladrones (Mc 15, 27).
La intervención del poder romano en la crucifixión de Jesús, fue motivada por
las maniobras astutas de la élite religiosa, valiéndose del movimiento popular
que su predicación había levantado en torno suyo, para presentarlo como un
sedicioso al imperio (Lc 23, 2). Con tal propósito, la pretensión de Jesús de
hacerse reconocer como Hijo de Dios, que en términos religiosos era una
blasfemia –acusación incomprensible a la mentalidad romana– fue traducida a
términos políticos, acusándolo de auto proclamarse rey142 (Jn 19, 12), lo cual
suponía su ajusticiamiento como reo de muerte en conformidad con la ley
romana.
Pero en realidad, Jesús fue condenado a muerte y ejecutado por una aristocracia
religiosa que vio en Él una amenaza contra sus intereses políticos, económicos y
religiosos, los cuales defendieron amparándose en una interpretación
antojadiza de la Ley, tergiversando su auténtico sentido para justificar su
condena a muerte.

141
Cf. OLEGARIO GONZÁLES DE CARDENAL, Fundamentos…II, pp. 435-436.
142
Cf. JOSÉ I. GONZÁLES FAUS, La humanidad nueva, 116.
El sentido sociológico de la muerte de Jesús, con toda su carga negativa con que
se veía la desgracia de un crucificado, debió significar un lastre muy pesado
para el anuncio de Jesucristo como salvador, 143 que la primitiva iglesia debió
afrontar ya sea cuando ese anuncio era dirigido a los judíos, para quienes la
crucifixión era un escándalo; o cuando tal anuncio iba dirigido a los paganos,
que consideraban el suplicio de la cruz como una locura (1 Cor 1, 23).
En la tajante sentencia paulina: «Cristo murió por nuestros pecados» (1 Cor 15,
3), se resume el sentido sociológico de la cruz en su verdad más alta. Cristo
murió por nosotros, significa, en cierto modo, que todos somos responsables de
su muerte, puesto que la condena de muerte que cayó sobre Él, es la condena
que pesaba sobre nosotros a causa de nuestros pecados. El Cristo crucificado es
la expresión más dramática de todas las injusticias de los hombres y, a la vez,
representa todos los padecimientos de una humanidad oprimida y doliente a
causa de la diversidad de males que provoca el pecado.
Esto implica que nuestra responsabilidad sobre la muerte del justo por
excelencia, no está referida exclusivamente al Cristo que murió colgado de un
madero en Jerusalén, sino, además y de manera más precisa, al Cristo que
muere en cada uno de nuestros hermanos contemporáneos sufrientes, a causa
de la marginación social, de las injusticias, de la opresión y del egoísmo
humano en general. Aquí es donde en la cristología sociológica entra el
desnudo, el hambriento, el peregrino (Mt 25, 42-46) y toda la interminable lista
de víctimas de las injusticias que originan un orden social que se funda en la
lógica del poder y del dominio. Éstos son el Cristo crucificado que nos sale al
paso en la calle clamando auxilio, o que toca a nuestras puertas pidiendo un
trozo de pan. Nuestra indiferencia consciente hacia ellos, nos hace aun más
culpables de la muerte de Cristo que aquellos que lo crucificaron por
ignorancia, dos mil años atrás.
Desde este punto de vista, la muerte de Jesús se repite en las injusticias que se
prolongan a lo largo de nuestra historia. De una historia que clama ser
redimida.
Sentido teológico de la muerte de Jesús
Los escritos del NT concuerdan en afirmar que la pasión y muerte de Jesucristo
es un acontecimiento profético. En Jesús se cumple lo anunciado por los
profetas en las Escrituras (Lc 24, 44-46; 27, 25-27; Jn 19, 36; 1 Cor 15, 3).
Por otra parte, la muerte de Jesús es vista también por los evangelios como
resultado de su libre auto entrega, como muestra de fidelidad a la voluntad de
su Padre (Mt 26, 42; Mc 14, 36; Lc 22, 41-42).
El sentido teológico de la muerte de Jesucristo, se refiere a la misión que el
Padre le ha encomendado, que es hacer realidad su Reino en un mundo
143
Ibid, 115.
dominado por el pecado. Es decir, se refiere a la manera en que Jesucristo se
entregó a la misión que Dios le había confiado.
En este sentido, el Reino de Dios y el pecado del hombre son estados de vida
totalmente dispares y antagónicos, al punto de excluirse mutuamente hasta
llegar a la confrontación. Esta es la clave para interpretar el siguiente pasaje:
No crean que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz
sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija
con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual son los
de su casa. (Mt 10, 34-36).
Jesús propone un modo de vida que entra en confrontación con los antivalores
de un mundo empecatado. Al suscitar la conversión en el corazón del hombre,
provoca la ruptura con las acciones injustas y las costumbres malsanas que
nuestro egoísmo disfraza, promueve o tolera como algo normal en la sociedad.
Dicha conversión se trata, específicamente, de una experiencia genuina del
amor de Dios que transforma al hombre desde su más profunda raíz, en
contraste con el «reino del pecado» que impera en el mundo, tornando
dramática la convivencia humana a causa del rechazo de parte de aquéllos que
se niegan a adherirse a la nueva categoría de valores que propone Cristo en su
Evangelio.
Al trasladar dicho contraste a una escala social mucho más amplia, hasta
ubicarlo en el corazón de un sistema basado en la lógica del poder y del
dominio, el antagonismo se vuelve radicalmente conflictivo.
Todo sistema que se funda sobre la lógica del poder y del dominio, subsiste a
base de un dinamismo centrípeto que relega inevitablemente a los débiles e
indefensos a la marginalidad. El sistema religioso del tiempo de Jesús se había
estructurado como un centro de poder, basándose en una concepción
rígidamente fundamentalista de Dios, que le permitía ejercer un gran dominio
en el aspecto social, en lo económico y, en cierta medida, hasta en lo político.
Este sistema privilegiaba a una determinada élite, propiciando un ambiente de
desigualdad entre quienes gozaban de los beneficios del sistema y las masas
ordinarias, poco cultas y desprestigiadas, excluidas en función del mismo
sistema. A tales grupos se les caracterizaba como una raza «impura» y se les
condenaba en un submundo sin Dios y sin esperanza.
Jesús logró captar la tiranía esclavizadora de dicho sistema y la injusticia que se
originaba de ello, en nombre de un dios que imponía unos deberes
insoportables y deshumanizantes, que atentaban contra la integridad de los
hombres, a quienes, para ser contados dentro del sistema, se les exigía apegarse
a la rigidez de unas leyes humanas, enmascaradas con la categoría de «mandato
divino», para persuadirlos de que el sistema gozaba de legitimidad. Quienes
mostraban irreverencia al sistema, se granjeaban el desprecio de los
considerados «puros» y, supuestamente, de Dios mismo, por lo que se les
marginaba y se les señalaba como «una raza maldita» (Jn 7, 49).
Ciertamente toda autoridad es concedida por Dios (cf. Rom 13, 1), pero no toda
autoridad es ejercida según la voluntad de Dios. El hombre es capaz de falsear a
Dios en nombre de Dios mismo, creando dioses a su propia imagen, con el
secreto propósito de justificar su egoísmo y comportamiento antifraterno. Sin
embargo, todos los conceptos de Dios que no se corresponden con el Dios del
mensaje de Jesucristo, son idolatrías; son ídolos al servicio de intereses
individuales.
Jesús se enfrentó audaz y firmemente a la injusticia de aquel sistema, con el fin
de transformarlo y de liberar a las víctimas indefensas que permanecían
atrapadas en el círculo vicioso de pecado-muerte, engendrado por el poder
religioso dominante.
Esto lo realizó confrontando la falsedad de la religiosidad de su tiempo con los
valores del Reino, enseñando sobre la manera en que se debe ser fiel a Dios sin
abstraerse de las realidades en las que vive el hombre en este mundo. Jesucristo
es fiel a Dios y fiel al hombre, lo que implica un testimonio en doble sentido. En
un sentido descendente, Jesús nos muestra el amor de Dios que se derrama sin
límites sobre los hombres, sin excepción. Buenos y malos son objeto del amor de
Dios. En un sentido ascendente, el hombre debe corresponder a tal amor,
amando a sus semejantes. Por medio de Cristo, Dios y el hombre se sitúan cara
a cara. En Cristo, Dios se deja matar por el hombre. También en Cristo, el
hombre descubre que puede amar como Él aun estando envuelto en muchas
debilidades y en medio de un mundo dominado por el odio y la violencia.
Esta manera de presentar a Dios y al hombre, introduce en la vida de los seres
humanos una fuerza incontenible que resulta amenazante para todo sistema de
poder que pretenda justificar su dominio y prevalencia, estableciéndose como
un poder inapelable e inexpugnable.
Jesucristo sabe que, para establecer el Reino de Dios en el mundo, es necesario
derribar los muros que separan a unos de otros. Para ello no le queda más que
implicarse personalmente en el conflicto hasta situarse en su centro, en el afán
de revelar a un Dios misericordioso que no desea la muerte de ningún hombre
(Sal 116,15; Ez 18,23), sino que el culpable se arrepienta y alcance la vida
mediante la reconciliación con Él y con todos los hombres. Esta novedosa
concepción de Dios resultaba intolerable y hasta se le consideraba degradadora
del dios israelita, por lo que se le debía rechazar y, a como diera lugar,
destruirla hasta sus cimientos, pues, socavaba las bases fundamentales del
status quo que sostenía el sistema, el cual, al verse amenazado, reaccionará
acusando a Jesús de subvertir el orden establecido y de atentar en contra de las
costumbres y tradiciones religiosas del pueblo.
Tal acusación, a pesar de su evidente falsedad, encuentra cierto respaldo de
parte de aquellos que esperaban a un mesías de acuerdo con las expectativas
judías, las cuales no se correspondían con el talante de Jesús, quien se presenta
a sí mismo como un humilde siervo y no como el caudillo militar que Israel
esperaba.144
Jesús, el siervo doliente
Los evangelios le atribuyen a la muerte de Jesús un poder redentor exclusivo,
«porque en Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2 Cor 5, 19). En
Él se cumplió lo que, en diversas figuras y por medio de los oráculos proféticos,
había sido anunciado en las Escrituras (Lc 24, 25-27).
Isaías fue uno de los profetas que mejor logró trazar los rasgos del Mesías,
especialmente en el cuarto canto de «el Siervo doliente» (Is 52, 13–53, 12).
«El Siervo doliente» es presentado como un personaje corriente e ignorado, en
quien se da cita el histórico antagonismo bien-mal. El escenario está
conformado por una multitud indeterminada de gentes, que parece contemplar
impávida el desarrollo de una trama inusual: un varón de dolores, visto como
un hombrecillo insignificante, tenido por un maldecido de Dios, atormentado
misteriosamente y sin que nadie se compadezca de él. La parábola evoca la
triste situación que tuvo que soportar «el siervo Job», abandonado por Dios en
las manos del terrible Satán (cf. Job 1, 1-2,9).
El varón de dolores es un hombre despreciado. Pero, paradójicamente,
contrario a lo que la multitud piensa, en él se está realizando un designio
sobrenatural insospechado, porque a pesar de que parece que sus males le
vencen, la cuestión se resuelve en victoria a su favor (Is 53, 10-12).
El mérito de este justo condenado, está precisamente en que ofrece su vida en
expiación por los pecadores (Is 53, 5). El autor de este pasaje ha atribuido a la
figura del «Siervo de Yahvé» la función expiatoria del cordero pascual, con el
que el pueblo israelita conmemoraba su liberación: «Como un cordero llevado
al degüello, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda, tampoco Él
abrió la boca» (Is 53, 7).
Los evangelios ven cumplida esta profecía en Jesucristo. En una manera más
concreta, Juan el Bautista indica a algunos de sus discípulos, que Jesús es «el
cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29), prerrogativa
reafirmada por los Hechos de los Apóstoles, en ocasión del encuentro del
apóstol Felipe con el etíope, funcionario de la reina de Candaces (Hch 8, 26-35).
San Pablo afirma que Dios hizo a Jesús pecado por nosotros, para que en Él
seamos justificados (2 Cor 5, 21). También Pedro y el autor del Apocalipsis
comparan la muerte de Jesucristo con el degüello de un manso cordero, por
cuya sangre derramada, hemos sido comprados (1 Pe 1, 18-19; Ap 5, 9).
144
Christian Duquoc, ob. cit., p. 94.
La muerte de Jesucristo, negación de las falsas imágenes de Dios
El cristianismo es una gran paradoja: el cristiano espera recibir la vida plena
abandonándose esperanzadamente en un Dios que muere, cuestión totalmente
insólita e impensable para la religiosidad israelita, puesto que un dios afectado
por la nulidad de la muerte, no puede ser Dios ni mucho menos salvar al
hombre.
En el hombre de Nazaret, efectivamente, hemos dado muerte a dios. Con Cristo,
murieron las falsas concepciones que presentaban a Dios radicalmente
implacable, inaccesible, un dios ajeno al hombre. La cruz es negación de todas
las negaciones de lo que Dios es en realidad. Colgado en la cruz, murió la
terrible imagen del dios guerrero y sanguinario, al que exaltan las falsas
devociones y el orgullo endiosado del hombre.
Dios ha muerto para salvarnos de las falsas concepciones que nos hacemos de
Él y por las que nos permitimos asesinar a nuestros semejantes, en su nombre. Y
he aquí el verdadero motivo de la prohibición de hacernos imágenes de Dios.
Hacernos imágenes o conceptos de Dios, es falsear su realidad divina y
distanciarlo de nosotros (Ex 20,4).
La muerte de Cristo es la negación de las concepciones erróneas que, en lugar
de revelar el rostro misericordioso de Dios, lo ocultan. Por eso la cruz es la
negación suprema de nuestras negaciones de Dios y, a la vez, es la afirmación
suprema de la vida del hombre.
Jesús no buscó su propia muerte sino el establecimiento del Reino de Dios en
este mundo, y, en consecuencia, la liberación que su Evangelio significa para los
hombres, a través de la conversión. Por este mensaje y por el estilo de vida
inherente a él, se dispuso a sacrificar todo, incluso su propia vida. Si la verdad
que predica, atestigua y vive le exige morir, aceptará la muerte como
consecuencia de una lealtad y fidelidad más fuerte que la misma muerte. «Una
muerte así es digna»145. «El odio puede matar, pero no puede definir el sentido
que da a su muerte el que muere»146. «Cristo definió este sentido en términos de
amor, donación, sacrificio libre por sus verdugos y por todos los hombres»147.
Uniendo el sentido sociológico y el sentido teológico de la muerte de Jesús,
obtenemos la siguiente sumatoria: la muerte del Hijo de Dios es la consecuencia
extrema de la pecaminosidad del hombre. El hombre es capaz de cometer
deicidio. Sin embargo, en este mismo acto sanguinario y cruel, Jesús nos revela
el rostro de un Dios de misericordia infinita, el Dios del supremo perdón. Como
dice san Pablo: «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20).
11. Yo soy la resurrección y la vida

145
LEONARDO BOFF, Jesucristo y la liberación del hombre (Madrid 1981), p. 340.
146
Christian Duque, Jesus, homen libre (1975), p. 204.
147
LEONARDO BOFF, ob. cit., p. 340.
La antítesis vida-muerte
Por más que se quiera encontrar en el ser humano una tendencia o apetición
natural por la muerte, lo único verificable en él es que quiere siempre afirmarse
en el ser y prolongar su vida ilimitadamente y en la condición más plena
posible. Solo cuando no acepta las circunstancias en que la existencia se le
presenta o en situaciones en las que no vislumbra una esperanza, entonces se
rinde ante la muerte; pero no se abandona a ella como a algo apetecible, sino
más bien en cuanto que no le queda otra alternativa o como un recurso para no
tener que afrontar una vida adversa y sufrida. Éste último es el caso del suicida.
La Biblia alude a la realidad de la muerte como un signo fatídico que
ensombrece la vida del hombre, comenzando por el hecho de que todos «los
vivos saben que han de morir» (Qo 9, 5). El hombre percibe que su existencia es
frágil y breve como «hierba que brota: brota y florece por la mañana, y por la
tarde se seca» (Sal 90, 5-6). Pero a pesar de su brevedad, la vida vale la pena:
«Mientras uno sigue unido a todos los vivientes hay algo seguro, pues más vale
perro vivo que león muerto» (Qo 9, 4).
Por otra parte, es un hecho de experiencia de que el ser humano no vive
resignado a su condición mortal, y, como cualquier otro ser viviente, posee una
estructura e impulsos básicos por los que tiende a apetecer y conservar la vida.
Es evidente que en todo hombre prevalece un impulso irreprimible a superar
todo límite que constriña su existencia u obstaculice sus aspiraciones de vivir
plenamente. «La voluntad no se satisface jamás con los bienes que posee, sino
que aspira incesantemente a la posesión del Bien Infinito (…) El deseo de la
felicidad perfecta implica necesariamente el deseo de la inmortalidad, porque la
felicidad perfecta no sería tal si debiese terminar con la muerte» 148. Todos los
actos libres del hombre están encaminados hacia la conquista de algo que
pueda exhibir como realmente suyo y que le otorgue verdadero sentido a su
existencia, a sus luchas y sacrificios, a todos sus esfuerzos y triunfos temporales.
En otras palabras, el hombre anhela «ser como un dios».
Sin embargo, como un hecho contradictorio a su condición, tal aspiración choca
contra el imbatible muro y el sinsentido que conlleva el sufrimiento y la
inexorabilidad de la muerte. En efecto,
el máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con
el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo
tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto
certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y la
partida definitiva. La semilla de eternidad que en sí lleva, por si misma
irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los
esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden
calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy
148
RAMÓN L. LUCAS, El hombre… ob. cit., p. 333.
proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que
surge ineluctablemente del corazón humano.149
Pero ¿es legítimo que el hombre aspire a una vida ultraterrena e ilimitada a la
que no puede acceder por sus solas fuerzas?
La fe en un Dios de vida
El Dios que hace existir todas las cosas, no creó al hombre para la muerte, sino
para vivir. El mandato de no comer del fruto del árbol del bien y del mal,
impuesto por Dios al primer hombre, junto con la advertencia de que su no
acatamiento atraería la muerte sobre él (Gn 2, 17), expresa tácitamente que Dios
nunca quiso la muerte para el hombre. «La muerte no fue nunca la intención del
Creador»150. «Dios creó al hombre para la inmortalidad y lo hizo a imagen de su
mismo ser; pero la muerte entró en el mundo por envidia del Diablo» (Sab 2,
23).
El hombre no se confió de Dios, y pecó. A pesar de esto, Dios no lo abandonó a
su suerte, pues ya desde el momento en que peca, puso en su corazón la
esperanza de la redención (Gn 3, 15). Para llevar a cabo su designio salvífico, se
eligió un pueblo con el que pactó una alianza y le prescribió una ley de vida.
Del hecho que Dios creó al hombre como un ser viviente y habiéndole prescrito
una ley de vida, se deduce que en Él reside un poder omnipotente comunicador
de vida, atributo que se da en Dios de manera plena.151
Sobre esta base, especialmente con la predicación de los profetas, irá surgiendo
en Israel, la expectativa de un mesías salvador, enviado por Dios para establecer
un reino ideal, un reino de justicia y de paz (Is 65, 25), que vendría a colmar las
aspiraciones de una vida desbordante de felicidad.
Todo el AT está empapado de esta expectativa mesiánica, que se va
intensificando a medida que progresa la revelación divina, tal como podemos
constatarlo al comparar las ideas que predominan en los libros que surgieron en
una época temprana con respecto a los que se escribieron en épocas más tardías.
Efectivamente, en los libros que hacen referencia a la historia y a la religiosidad
israelita más remota, hay una ausencia casi absoluta de una esperanza
escatológica. Los muertos no tienen nunca posibilidad de retornar del sepulcro
(sheol), lugar que era concebido como la morada común de todos los que habían
sido arrancados de este mundo; ahí llevaban una vida infrahumana e
impersonal: son como sombras impotentes, olvidados absolutamente de Dios
(Sal 88, 4-13; 1 Sam 28, 14; Is 14, 9; 38, 10-18). «Quien descendió al reino de los
muertos ya no sube jamás» (Job 7,9; 14,12). La muerte es un destino trágico y

149
GS, n. 18.
150
NICHOLAS THOMAS WRIGTH, La resurrección del Hijo de Dios (Navarra 2003), p. 220.
151
Cf. J. JOSÉ ALVIAR, ob. cit. p. 154.
sombrío, y los hombres piadosos del AT soportaron con resignación este
destino final, que nadie puede eludir. Buenos y malos van al sheol (Qo 9, 2).
¿Qué valor tenía, entonces, la fidelidad a Yahvé? ¿En qué consistía la
recompensa por vivir en conformidad con la justicia de Dios?
Según la mentalidad religiosa de aquella época, la recompensa del justo
consistía en gozar de la bendición de Dios en este mundo. Se postulaba que
quien vivía de acuerdo con la justicia de Dios debía ser recompensado con una
vida longeva (Ex 20, 12; Pr 3, 2). Por el contrario, la impiedad debía castigarse
con una muerte prematura (Dt 28, 20; Ez 3, 18; Pr 24, 20). También se
consideraba recompensa de Dios, una numerosa descendencia y la posesión en
abundancia de bienes materiales.
Sin embargo, las experiencias de la vida ponían a prueba esta justicia retributiva
terrena hasta contradecirla: era frecuente que el justo padeciera muchos males,
muriera a temprana edad, pobre y sin descendencia. Mucho más escandaloso y
contradictorio resultaba el hecho de que los malvados frecuentemente se vieran
libres de los castigos merecidos por sus delitos, que llevaran una vida cómoda y
sin padecer mayores sobresaltos. Eclesiastés y Tobías son los escritos que
reflejan esta crisis creciente. En este horizonte restringido, no se entendía la
justicia divina. La cuestión exigía una respuesta satisfactoria.
El libro de Job, con un realismo estremecedor, representa el punto más álgido
de esta crisis.152 Sin embargo, fue la penosa situación del pueblo israelita,
cautivo en Babilonia, que causó su desmoronamiento estrepitoso definitivo.
¿Acaso no deberían de tener los justos de Yahvé un destino distinto al del impío
opresor? Si la justicia que se esperaba de Dios no se aplicaba infaliblemente, era
necesario replantearse la cuestión en términos diferentes a los de la retribución
terrena.
Aunque ciertamente, la inmortalidad del hombre no aparece afirmada
explícitamente en ninguno de los libros más antiguos de la Biblia, es posible
percibir en ellos una latente esperanza en alcanzar un estado de vida superior a
la condición terrena, lo que va a servir de fundamento a la ulterior reflexión
profética.
Observa N. T. Wrigth:
Así, los estudios e investigaciones sobre las creencias israelitas antiguas
acerca de la vida después de la muerte han determinado habitualmente
tres tipos o fases distintos. Durante el primer periodo, la esperanza de
una vida de alegría o bienaventuranza tras la muerte era escasa o nula: el
sheol se tragaba a los muertos, los mantenía en una lúgubre oscuridad y
no les permitía nunca volver a salir. En un determinado momento (…),
algunos israelitas piadosos llegaron a considerar que el amor y el poder
152
Cf. PAUL RICOUER, ob. cit., p. 40.
de YHWH, era tan fuerte que la relación que con Él disfrutaban en el
presente no podría quedar rota ni siquiera por la muerte. Luego, de
nuevo en un momento indeterminado, surgió una idea bastante nueva:
los muertos serían resucitados.153
Fueron los profetas y la tradición sapiencial quienes empezaron a abrirse paso a
una nueva comprensión de la justicia divina. En la óptica de los profetas, la
muerte no tiene el poder de romper definitivamente la amistad entre Yahvé y el
hombre que se ha mantenido fiel a sus mandamientos. Esta idea halla
fundamento en diversas confesiones de la fe de Israel, en las que se le atribuía a
Dios el poder sobre la vida y la muerte (Dt 32, 39; 1 Sam 2, 6; 2 Re 5, 7). Era,
pues, inconcebible que el Dios de la vida abandonara al justo en la soledad del
sepulcro (Sal 16, 9-10; 49, 16). «Porque el Señor es justo y ama la justicia, los
rectos de corazón verán su rostro» (Sal 11, 7).
Es en el libro de Oseas donde por primera vez aparece una apenas sutil alusión
a la resurrección: «Venid, volvamos al Señor, pues Él ha desgarrado, pero nos
curará, Él ha herido, pero nos vendará. Dentro de dos días nos dará la vida, al
tercer día nos hará resurgir y viviremos en su presencia» (Os 6, 2).
Se verifica una afinidad de pensamiento en Ezequiel, en la alegoría de los
huesos secos, los cuales son vivificados a través de la palabra del profeta (Ez 37,
1-14).154 La metáfora que Ezequiel utiliza en este texto, se refiere a la situación
desgraciada de Israel en el destierro (587-538 a. C.), la que el profeta compara a
la suerte de los muertos en el sepulcro (Ez 37, 12-14). Esta metáfora irá cobrando
un sentido cada vez más concreto, de modo que la idea de resurrección va
apareciendo cada vez, con mucha más fuerza y claridad, al compás de la lectura
que los profetas posteriores harán de los acontecimientos históricos del pueblo.
El primer pasaje del AT que habla explícitamente de resurrección, pero todavía
en un sentido metafórico, procede de la mano del autor del primer Isaías:
«Revivirán tus muertos, tus cadáveres resurgirán, despertarán y darán gritos de
júbilo los moradores del polvo; porque rocío luminoso es tu rocío, y la tierra
echará de su seno las sombras» (Is 26, 19).
Pasaron más de dos siglos hasta que un nuevo escenario propició que la
metáfora revivificadora adquiriese connotaciones más realistas, específicamente
en los tiempos de la resistencia macabea en contra del intento de helenización
de Judea. La oposición de los rebeldes desató cruentas persecuciones por parte
de Antíoco IV Epifanes, cobrándose la vida de innumerables judíos que
«prefirieron morir antes que contaminarse… y profanar la alianza santa» (1 Mc
1, 63). Esta historia ha quedado documentada en los dos libros de los Macabeos.
153
NICHOLAS T. WRIGTH, ob. cit., p. 128.
154
El mensaje de este pasaje fue escrito con el fin de anunciar al pueblo israelita el cercano final
del destierro y su inminente retorno a Palestina, el cual era visto como un hecho portentoso,
equiparable a la revivificación de los cadáveres que habitan el sheol.
La cuestión sobre la justicia de Dios, resurgía con una luz más intensa y
planteaba nuevas interrogantes: ¿Cuál es la recompensa de quien ha sido
martirizado a causa de su fidelidad a la Ley? ¿Existe un veredicto condenatorio
de parte de Dios para aquellos que cometen atroces injusticias en contra de sus
santos?
El profeta que prevé un desenlace a esta trama es Daniel:
Muchos de los que descansan en el polvo de la tierra se despertarán,
unos para la vida eterna; otros para vergüenza y horror eternos. Los
sabios brillarán como la luz del firmamento; y los que enseñaron a
muchos a ser justos, brillarán como las estrellas para siempre. (Dn 12, 2).
Según la visión del profeta, la muerte no es el final: los asesinos y sus víctimas
han de retornar del sepulcro, para recibir lo que sus acciones injustas
merecieron. Puede verse en este texto una vinculación esencial de la
resurrección a una vida de justicia y a la perspectiva de un juicio escatológico.
La justicia soberana de Yahvé no se quedará impávida ante el malvado. Él hará
que toda maldad salga a la luz y reciban su justa sentencia. Quienes murieron a
causa de su fidelidad a la Ley, no han sido olvidados por Dios, en quien reside
el poder sobre la vida y la muerte, pues Él tiene reservado un día de juicio en el
que se condenará a los malos y se acreditará la vida del justo.
Aún más significativo es el avance que muestra al respecto el Segundo libro de
Macabeos155. En este escrito se habla explícitamente de la resurrección,
puntualizando especialmente en lo concerniente a la revivificación de la carne.
El libro narra el martirio de siete hijos y el de su madre (2 Mc 7, 1-42) 156. Uno
tras otro, fueron siendo torturados con suma crueldad, a fin de obligarlos a
apostatar de la Ley. Alentados por su madre, cada uno expresa su confianza en
que Dios no los abandonaría en la sepultura (vv. 6. 9. 11. 14). Especial relevancia
connota el testimonio del tercero de los hijos, mientras sus torturadores
mutilaban los miembros de su cuerpo:
Por don del Cielo (Dios) poseo estos miembros, por sus leyes, los
desprecio y de Él espero recibirlos de nuevo (v. 11).
Los hechos brutales y crueles registrados en contra de los judíos que quisieron
mantenerse fieles a Dios, influyeron decisivamente para el desarrollo de la
esperanza en la resurrección, a la vez que va tomando relevancia el valor de
una muerte martirial, apenas vislumbrada en la parábola del «Siervo doliente»
(Is 53, 10-12).
155
Sorprende la diferencia de este libro respecto del primero: mientras que el primer libro todavía
permanece en la antigua concepción de la justicia retributiva, en el segundo se expresa con mucha
claridad y precisión la fe en la resurrección.
156
Un segundo pasaje en este mismo libro habla también de la resurrección (cf. 2 Mc 12, 38-46),
enfocándose sobre todo en la importancia y el sentido que tiene orar y ofrecer sacrificios expiatorios por
los muertos que pecaron en vida, para que Dios perdone sus transgresiones y pecados, y los resucite.
El impulso de este desarrollo, se apoya sobre la base de una mentalidad que
considera la vida como un hecho que no puede darse disociada del cuerpo. Para
que la vida sea posible, es necesario que se exprese a través de una realidad
física. La vida involucra específicamente al cuerpo.
Esta concepción, predominante en la mentalidad semítica, se funda sobre una
visión unitaria antropológica. En oposición al pensamiento griego, el hombre no
es visto conformado por una dualidad de elementos heterogéneos. La
dicotomía alma y cuerpo, es una idea ajena al pensamiento bíblico. 157 El hombre
semita no se ve a sí mismo como un ser compuesto por un alma y un cuerpo,
sino como un cuerpo vivificado por un espíritu. El hombre no «posee» un alma,
sino que «es» un espíritu encarnado. La exterioridad del cuerpo hace visible la
vitalidad del alma humana.158
Sobre esta base, la resurrección se entiende como un acontecimiento que
implica la totalidad del hombre. La misma persona que vivió en un
determinado tiempo de la historia y con una identidad personal única, será
devuelta a la vida.
Además de la resurrección individual, la sapiencia religiosa israelita logró
comprender que la resurrección es un acontecimiento cumbre, en el que viene a
desembocar la historia. Al final de los tiempos, el poder ilimitado de Yahvé
hará que todos los hombres resuciten, para recibir lo que merecieron: los malos,
el castigo por su maldad; el bueno, la vida eterna.
En el judaísmo tardío, esta visión optimista se había casi generalizado. Sin
embargo, seguía envuelta en la bruma de la imprecisión: ¿A base de qué
presupuesto se llevará a cabo la resurrección? ¿Existe un nexo entre lo divino y
lo humano o entre la eternidad y el tiempo que la haga posible? ¿Entrañará
algún tipo de transformación?
La resurrección de Jesucristo, expresión suprema del Dios de la vida
El acontecimiento que ha convulsionado la historia y ha transformado nuestra
visión del hombre, es el anuncio que reverbera en todas las páginas del NT:
Cristo, muerto a manos de pecadores, ha resucitado de entre los muertos (Mt
28, 5-6; Mc 16, 5-6; Lc 24, 5-6; Jn 20, 9; Hch 2, 2-25), según lo profetizado en las
Escrituras (1 Cor 15, 3-4; Lc 24, 17-24). La justicia que Israel esperaba de Dios a
favor de los justos, se ha cumplido en el hombre llamado Jesús de Nazaret. El
entusiasmado cántico del salmista: «Dios rescatará mi alma del sheol, pues me
llevará consigo» (Sal 49, 16; cf. 73, 24), se ha verificado.
Aunque los discípulos del Señor, en un primer momento, parece que
desconocían lo concerniente a la resurrección (Mc 9, 30-32; Lc 9, 44-45; 18, 31-34)
y, cuando ocurre, se muestran desconcertados (Mt 28, 16-17; Mc 16, 9-13; Lc, 24,

157
JUAN L. RUIZ DE LA PEÑA, Imagen… ob. cit., p. 23.
158
Cf. Ibid, p. 20.
13-20. 36-39; Jn 20, 25), sin embargo, entre los grupos religiosos más importantes
que conformaban el judaísmo, ya era una doctrina muy conocida. Entre los
fariseos y los saduceos era un tema que suscitaba encarnizadas disputas, pues
mientras que los saduceos negaban radicalmente la resurrección, los fariseos la
defendían acérrimamente (Hch 23, 6-10).
Por otra parte, en lo referente a su comprensión, la esperanza en la resurrección
había ya evolucionado significativamente, llegando incluso a superar la idea de
una restauración nacionalista, que propició su desarrollo en sus primeras
etapas. Era, además, concepción común de que no solo resucitarían los mártires
y sus victimarios, como se consideró en un principio, sino que se esperaba a
modo de un acontecimiento universal en el que todas las naciones tendrían que
comparecer ante Dios para ser juzgadas según su justicia, tal como lo presenta
Mt 25, 31-46. Sin embargo, se sigue desconociendo la manera concreta en que la
resurrección se llevaría a cabo. Era necesaria una importante clarificación.
Ésta tuvo lugar en ocasión de la muerte de Lázaro, amigo muy querido de Jesús
(Jn 11, 3). Sucedió que cuando Jesús acudió a la casa de la familia, Lázaro
llevaba ya cuatro días enterrado (11, 17). Marta, hermana del difunto, dijo a
Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aun
ahora sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá» (11, 21-22).
En esta declaración se puede distinguir una confesión de fe muy firme en Jesús,
pero que aún no alcanza su maduración plena. Marta confía en Jesús, y está
segura que en Él reside un poder extraordinario. En cierto modo, su fe se queda
vacilante ante un umbral en el que no se atreve a entrar.
Jesús intenta abrir un poco más el umbral para que Marta pueda contemplar los
destellos luminosos del misterio de la resurrección, que está a punto de
revelarse precisamente ante ella: «“Tu hermano resucitará”. Le respondió
Marta: “Sé que resucitará en la resurrección, el último día”» (vv. 23-24).
Marta entiende la «resurrección» bajo la concepción común más antigua,
iniciada a partir de Dn 12, 2 y comprendida como un acontecimiento
sobrevenido de improviso, es decir, como una acción espontánea de Dios, que
interrumpe abruptamente la marcha natural de la historia humana.
Jesús corrige esta concepción errónea y revela lo que hasta entonces Marta aún
desconocía. Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí,
aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para
siempre» (vv. 25-26).
La resurrección no es un acontecimiento que irrumpe en la historia, sino que es
una Persona que ha vivido en nuestra historia; no es algo que ocurre, sino
alguien que transcurre con la historia misma y que, en cada etapa de ésta, va
preparando su desenlace y consumación definitiva. Por ello, la historia tiene
como centro e impulso dinámico a Cristo, principio y fin de todo lo creado (Ap
22, 13). La causa originante de todas las cosas, dirige toda la creación a su punto
culminante, que es la resurrección.
La resurrección hace que cobren pleno sentido las palabras de san Juan: «Lo que
se hizo en ella era la vida» (Jn 1, 3-4), y esa misma Vida ha estado presente
siempre en el mundo como un acto procedente del amor eterno de Dios, cuya
manifestación gloriosa mantiene a toda la creación en expectante espera (Rom 8,
19).
La resurrección es la prueba irrefutable de la filiación divina de Jesucristo, a la
vez que es un signo salvífico indudable para toda la humanidad, en cuanto que
constituye la victoria sobre el pecado y la muerte; y es también la revelación y
garantía del destino glorioso que Dios tiene reservado para el justo.
La justicia que demandaba de Dios la sangre derramada por los innumerables
mártires (Ap 6, 9-11), se ha cumplido, porque Cristo resucitado es el garante de
una vida que no acaba en la muerte. La resurrección es la gloria de la
inmortalidad anhelada, en recompensa a la fidelidad de los justos. Por medio de
la resurrección, el Padre ha acreditado la justicia del Hijo ante los hombres (Hch
2, 22-24). La gloria del Resucitado es el fin y la meta de nuestra existencia; hacia
ella se encamina todo cristiano, fortalecido por la esperanza de que, por el
poder y la gracia de Cristo, pasará de esta vida temporal a vivir en Cristo, pues,
«habiendo venido por un hombre la muerte, también por un hombre viene la
resurrección de los muertos» (1 Cor 15, 21). «Y del mismo modo que hemos
llevado la imagen del hombre terrestre, llevaremos también la imagen del
hombre celeste» (1 Cor 15, 49).
La resurrección viene a responder a un anhelo profundo y ontológico del
hombre; la antropología revela una estructura que puede articularse con
la fe en la resurrección. Ya hemos señalado el carácter excéntrico de la
existencia humana, su ser y su continuo poder ser, el hecho de un
principio esperanza en el hombre que es la causa del pensamiento
utópico y crítico en la historia. El hombre no es solo un ser, sino ante
todo un poder ser.159
La resurrección es el punto culmen de la revelación de Dios, en sus dos aspectos
fundamentales. Primero, porque revela en plenitud el poder del amor de Dios,
capaz de resucitar a los muertos, gloria que se ofrece como don salvífico a
través de su Verbo encarnado; y, segundo, porque en la gloria del Resucitado
Dios muestra al hombre la posibilidad de alcanzar la plenitud de su condición
humana, mediante la participación en su ser divino. 160 Mucha consideración
merece al respecto la siguiente afirmación de Karl Barth: «En Jesucristo no ha
sido un hombre, sino más bien lo humano de todos los hombres en cuanto tal, lo
que ha sido transpuesto y elevado a la unidad con Dios».
159
LEONARDO BOFF, ob. cit., p. 528.
160
Cf. OLEGARIO DE CARDENAL, Cristología, p. 163.
La respuesta que la fe cristiana ofrece a las perplejidades e inquietudes que
atormentan a todos los hombres, radica en el acontecimiento que la dota de su
razón de ser: «Cristo resucitó de entre los muertos, primicia de los que
duermen» (1 Cor 15,20), convirtiéndose así en la esperanza de nuestra
resurrección futura.
Fundamento antropológico de la resurrección
La visión semítica del hombre plantea serios desafíos a la fe cristiana, que se
verá en la obligación de sustentar el dogma de la resurrección sobre principios
antropológicos y cristológicos concordantes. El desarrollo del dogma cuenta con
un largo historial de prominentes pensadores (san Ireneo, Tertuliano, san
Agustín, Hugo de San Victor…), pero solo logrará sentar bases sólidas con el
genio de Santo Tomás de Aquino, a partir de la fórmula aristotélica «el alma es
la forma del cuerpo». Reseñamos la explicitación tomasiana de esta fórmula.
Según el Aquinate, «el alma humana comunica su ser, en el que subsiste, al
cuerpo» (De anima, 14 ad 11). Por tanto, el alma por sí sola no es el hombre en su
totalidad ni la persona completa (Summa Theol. I,29,1 ad 5), de modo que el
alma separada del cuerpo decae en un estado «contra su naturaleza» (ibid, 118,
3); siendo «más perfecto su estado en el cuerpo que fuera del cuerpo» (Suppl.,
75,2). La finalidad del alma es comunicar una realidad personal a la materia
(Contra gent., 2, 68-72).
Apoyados en estos argumentos tomasianas, podemos sacar nuestras propias
deducciones, como por ejemplo, que en el alma existe una inclinación o apetito
para permanecer informando el cuerpo para el que fue creada; que al ser
separada el alma del cuerpo del que es su forma sustancial, queda en estado de
violencia, pero subsiste en ella una inclinación natural a retornar al mismo
cuerpo, para conformar la única e integral sustancialidad de la persona, cuya
realidad orgánica solo puede producirse a partir de la potencia estructural de la
única alma que le da forma. Cuerpo y alma conforman la única unidad
sustancial del ser personal.161 Finalmente, que a causa de la imbricación y
connaturalidad entre el cuerpo y el alma, el hombre entero está llamado a
participar de la inmortalidad, según el beneplácito originario del Creador (Sab
2, 23).
12. La resurrección y el sacramento del bautismo
El Hijo, revelación de Dios y del hombre

161
Cf. XAVIER ZUBIRI, Sobre el hombre (Madrid 1986), pp. 47-65. Para este pensador el hombre es «la
unidad coherencial primaria de un sistema de notas, unas de carácter físico-químicas, otras de carácter
psíquico». Tanto el organismo como la facultad psíquica «son subsistemas parciales» de la unidad total
que el hombre es. El hombre es prevalentemente un psico-organismo: «su psique es formal y
constitutivamente “psique de” este organismo, y este su organismo es formal y constitutivamente
“organismo de” esta psique. La psique es desde sí misma orgánica, y el organismo es desde sí mismo
psíquico». «Organismo y psique humanos son esencialmente distintos: lo psíquico humano es
irreductible a lo orgánico», pero lo psíquico y lo orgánico «se codeterminan».
En temas anteriores hemos ahondado en el misterio de la relación paterno-filial
divina, de la cual emana un poder creador ilimitado, que ha dado origen al
universo; y hemos tratado de comprender esa relación indisociable de vida y de
amor eternos, en analogía con la categoría del engendramiento.
Las raras veces que en el AT se le atribuye la figura de padre a Dios, es
solamente en sentido metafórico. La idea de que Dios engendre un hijo de su
misma naturaleza, está totalmente ausente de la fe de Israel. Por ello, la
novedad evangélica de que Dios es Padre y que, como tal, ha engendrado un
Hijo desde toda la eternidad, introduce una concepción revolucionaria de Dios
y también del hombre, solo encontrada en los evangelios.
Según la fe del NT, Jesús es la Persona por medio de quien el hombre alcanza la
plenitud (1 Jn 3, 2; Ef 4, 13). Por medio de su Hijo, Dios ha revelado al hombre
su predestinación eterna, porque Cristo es la medida de lo que el hombre está
llamado a ser. El CVII afirma:
En realidad, el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del
Verbo encarnado. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación.162
Esta aseveración conciliar, enseña que en Jesucristo se realiza una doble
revelación: Él nos da a conocer quién es Dios para el hombre y, a la vez, quién
es el hombre para Dios y lo que podemos llegar a ser en comunión con la
persona del Hijo. De manera similar opina E. Schillebeeckx:
En Cristo no solo se nos ha revelado Dios y su amor hacia los hombres,
sino que Dios nos ha mostrado asimismo lo que es un hombre que se
entrega enteramente a Él, el Padre invisible.163
Para la fe cristiana, la resurrección de Cristo es la imagen arquetípica que
manifiesta el estado de gracia del que participarán todos los que hayan sido
juzgados dignos de ella (Lc 20, 35). Este es el punto medular del cristianismo.
Sin embargo, la resurrección no deja de ser un acontecimiento poco
comprensible a causa de su carácter meta histórico y absolutamente
trascendente, no explicable en categorías espacio-temporales. La teología
cristiana se ha visto siempre en la necesidad de recurrir a categorías básicas y
apropiadas que posibiliten por lo menos un acercamiento inteligible a este
misterio tan hondo.
De ahí que los escritores del NT, especialmente san Pablo y san Juan, utilicen
fórmulas variadas para exponer con nitidez creciente la dinámica de
agraciamiento del fiel creyente en el Hijo.
Adopción filial: hijos en el Hijo
162
GS, n. 22.
163
EDWARD SCHILLEBEECKX, ob. cit., p. 27.
Como hemos venido señalando, la religiosidad judía clamaba por una
intervención de la justicia de Dios, por la cual la fe y confianza del justo en Él
quedara reivindicada frente a la impiedad del malvado. La reflexión profética
ayudó sustancialmente a vislumbrar la manera en que esta intervención de Dios
llegaría a producirse. Ellos acuñaron la noción de «resurrección» pero no
lograron explicitar la manera en que ésta se llevaría a cabo y el fundamento
antropológico que la haría posible.
El punto de partida en esa dirección, lo va a establecer una intuición dejada en
suspenso sobre las últimas líneas del AT, hasta que en Cristo sea esclarecida. La
cuestión quedó insinuada en la manera siguiente: «Si el justo es hijo de Dios, Él
lo rescatará y lo librará de sus adversarios» (Sab 2, 18).164
Considerando la cautelosa reserva que el AT mostraba sobre el tema de una
filiación divina del hombre, esta expresión corría el riesgo que se le censurase
no solo por demasiado atrevida sino también por su emparentamiento con las
categorías filosóficas del mundo griego; y, aunque ésta no aluda claramente a
una filiación de orden ontológico, al menos plantea un modo de salvar de Dios,
en términos de paternidad-filiación. Es decir, a partir de una prerrogativa que
enlaza con el orden de la participación en el ser de Dios, idea todavía ajena a la
teología de los libros anteriores a Sabiduría.
A pesar de ello, el libro de la sabiduría logró situar el asunto de la justicia
divina, que los justos esperaban de Dios, en el ámbito de lo que era impensable
para el hombre antiguo. Lo cual postula que Dios quiere darle al hombre lo que
en el inicio de la historia había intentado alcanzar por cuenta propia y que fue
la causa de su desgracia.
Al fin y al cabo, el propósito de «ser como dioses» no fue del todo una falacia de
la serpiente, puesto que Dios creó al hombre con el fin de divinizarlo, viviendo
en eterna comunión con Él.165 Pero tal divinización no puede darse al margen de
Dios, sino en Dios, haciendo del hombre participe de la misma vida de su Hijo,
lo cual supone un salto cualitativo de lo humano a lo divino.
En este sentido, la expresión «participación en la naturaleza divina», novedad
exclusiva de la Segunda carta de Pedro (1, 4), constituye un optimista y básico
giro antropológico en todo el NT, pues establece que Dios mismo ha capacitado
al hombre para entrar en comunión vital con Él, revistiéndolo a semejanza suya.
Señala O. de Cardenal:
El fundamento es la afirmación del Génesis sobre el hombre como
imagen de Dios (cf. Gen 1,26-27), destinado a la semejanza con Él. El ser
y el dinamismo del hombre tienen a Dios como referente tanto de su ser

164
Con similares términos, el evangelio de san Mateo recoge las invectivas de los malvados contra el
justo, de Sab 2, 19-20, y las pone en boca de las autoridades judías, dirigidas a Jesús en la cruz (cf. Mt 27,
43).
165
Cf. CEC, n. 27.
como de su acción, sin que por sí mismo pueda descubrir hasta donde
pueda llegar esa conformación como imagen y cómo puede realizarse ese
«asemejamiento a Él».166
El estado pleno de tal asemejamiento, consiste en asumir una forma ontológica
peculiar: la filiación divina, don agraciante que Dios concede por medio de su
Hijo Unigénito.
La filiación en Cristo viene a ser un acto de sumersión en su espíritu filial, a
través del bautismo, por el que se pasa a participar del engendramiento eterno
del amor paternal de Dios, manifestado al hombre en Cristo. Desde su devenir
temporal, el fiel cristiano entra en comunión eterna con Dios, a través del Hijo.
No hay manera de saber si la idea de «comunión» de Pedro, influyó
directamente en la teología de san Pablo. No cabe duda, sin embargo, que el
apóstol la tuvo en cuenta en algunas de sus cartas, confiriéndole el mismo
sentido que Pedro (cf. 1 Cor 1, 9; 10, 16; 2 Cor 13, 13).
Conviene considerar, por otra parte, el cúmulo de términos compuestos con el
prefijo «con» (p. ej. convivir, conmorir, consufrir, etc.), que san Pablo utiliza
para significar la comunión vital de los cristianos con Cristo. 167 Dichos términos
adquieren sentido en compaginación con la condición de «hijos adoptivos»,
otorgada a través de Jesucristo (Ef 1, 5; cf. Rom 8, 15), por la que estamos
llamados a «reproducir en nosotros la imagen del Hijo» (Rom 8, 29) y que nos
convierte en «herederos de Dios y coherederos con Cristo» (Rom 8, 17; cf. Ga 4,
7).
Similar importancia connota las fórmulas «revestirse de Cristo» (Rom 13, 14; Ef
3, 27), «despojarse del hombre viejo» (Ef 4, 22), «tener los mismos sentimientos
de Cristo» (Flp 2, 5); estas indican una conformación interior con Cristo y una
manera de vivir la nueva dignidad filiativa. Especial sentido de comunión
revisten las siguientes palabras de san Pablo: «Ya no vivo yo, sino Cristo que
vive en mí» (Ga 2, 20). El apóstol ha llegado a conformar su vida perfectamente
con la de Cristo, de modo que es Cristo quien se trasluce a través de su
personalidad.
Los justos, «semilla de Dios»
El tema de la filiación divina adquiere un especial énfasis en los escritos de san
Juan. El apóstol y evangelista recurre a diversas figuras que ilustran de forma
muy gráfica la relación de comunión entre Dios y los hombres, por medio de
Jesucristo.
Una de estas figuras que viene al caso traer a colación, es la parábola de la «vid»
(Jn 15,1-8), por la que Jesús se representa a sí mismo y a todos los que
permanecen unidos a Él, al igual que los vástagos a la planta, que el Padre, en la
166
OLEGARIO GONZÁLES DE CARDENAL, Fundamentos…I, p. 44.
167
Cf. JUAN L. RUIZ DE LA PEÑA, El don de Dios, pp. 381-382.
figura de viñador, cuida y protege con solicitud amorosa. Esto hace evidente
que el modelo de comunión de san Juan, se funda en el misterio de la comunión
trinitaria, tema muy recurrente en sus escritos.
El sentido que en el pensamiento del evangelista tiene la realidad de la
comunión, es expresado con el término «permanecer», mencionado 7 veces en
el citado texto.
En el pensamiento de san Juan, esta voz denota la inhabitación recíproca entre
Jesucristo y quienes están unidos vitalmente a Él (Jn 6, 56-57), hasta llegar a
conformar una realidad ontológica idéntica, en la que el discípulo es
considerado una prolongación de la persona de Jesús; pero sin que aquél llegue
a perder su propia identidad.168
Esta misma idea es la que está en el trasfondo de la parábola de la vid, la cual
constituye la imaginería más perfecta de dicha inhabitación, pues, además de
representar de una manera muy realista la comunión cristiana, persuade acerca
de un dinamismo vital que se compara al de una vid y sus vástagos. Al igual
que los vástagos de la vid perciben la savia que los hace fructificar, los
discípulos de Cristo requieren permanecer unidos a Él, para que la gracia de su
filiación divina les sea comunicada inherentemente y produzcan abundantes
frutos, para gloria del Padre. «Los sarmientos están en la vid; no existen más
que porque la vid los lleva consigo. El discípulo queda transformado por
dentro: su nuevo ser es el del Hijo».169
Permanecer unido a Jesús, guardando su palabra y cumpliendo el
mandamiento del amor, es la clave para que el cristiano produzca mucho fruto,
pues de la misma manera que un vástago es cortado de la planta, si el discípulo
es separado de Cristo, ya no puede producir nada; se seca y se le arroja al fuego
(Jn 15,6).
Esta reflexión sobre la comunión, es la cumbre a la que ha llegado el
pensamiento de san Juan, la cual está inspirada sobre una idea matriz que el
evangelista ha venido apostillando desde el prólogo de su evangelio, donde
dice, refiriéndose a la Palabra: «Pero a todos los que la recibieron les dio poder
de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron
de sangre, ni de deseo de carne, sino que nacieron de Dios» (Jn 1, 12-13).
El pasaje sigue una secuencia en dos movimientos. Primero se dice que «a todos
los que recibieron la Palabra, se les dio poder de hacerse hijos de Dios», lo cual
implica un acto voluntario de parte del receptor de la Palabra, una adhesión de
fe en el nombre del Hijo de Dios. Enseguida se dice: «los cuales no nacieron de
sangre, ni de deseo de carne, sino que nacieron de Dios». Es de suponer que
este nacimiento se produce a través del bautismo, tal como se deduce al
compaginar el sentido de esta frase con 3, 5-6, donde Jesús, dialogando con
168
Cf. XAVIER LEÓN-DUFOUR, Lectura del evangelio de Juan. Jn 13-17 (III) (Salamanca 1995), pp. 131-132.
169
Ibid, p. 138.
Nicodemo, habla de la necesidad de nacer de lo alto, para entrar en el Reino de
Dios.
«Nacer de lo alto» se contrapone a «nacer de la sangre» (Jn 1,13) o a «nacer de la
carne» (Jn 3, 6). «Nacer de la sangre» es un eufemismo equivalente a designar el
nacimiento que se produce de la unión de dos personas; es un nacimiento que
depende de la voluntad y del deseo. Más concretamente, se refiere a lo nacido
de la carne a través del semen.170
En lugar del nacimiento de la sangre, quienes creen en Cristo-Palabra han
nacido de Dios. La Palabra es la «semilla» que confiere a los hombres el poder
de nacer de Dios y ser hijos suyos. La idea de engendramiento divino, a la que
ya nos hemos referido, brilla ahora con una nitidez intensa, con la novedad que,
aquí, tal engendramiento incluye también a los hombres.
Esta misma idea la encontramos mejor desarrollada en 1 Jn 3, 9: «Todo el que ha
nacido de Dios no peca porque su “germen” (semilla de Dios) mora en él…
porque ha nacido de Dios».
Lo que san Juan quiso decir en este pasaje, se puede comprender más o menos
de la siguiente manera: Todo el que ha nacido de Dios, es hijo de Dios (1 Jn 3, 1),
y lleva en sí la «semilla» por la que ha sido «engendrado» por Dios, por medio
del bautismo, para vivir una vida libre del pecado, en Cristo.
Respecto al mensaje de los evangelios sinópticos, en relación con la idea de
semilla-nacimiento, es de considerar las numerosas parábolas, tomadas de la
actividad agraria, que Jesús utiliza para comparar la realidad del Reino de Dios
(Mc 4, 26-29; 30-32; Mt 13, 3-6; 24-30; 31-32; 20, 1-16; Lc 8, 4-8; 13, 6-9; 18-19).
Por lo analizado hasta aquí, podemos concluir que, en el ideario del NT, el
nombre «Padre», referido a Dios, connota un poder de engendramiento que ha
originado a un Hijo de su misma esencia, a quien Dios ha enviado al mundo
por amor a los hombres (Jn 3, 16) con el propósito de divinizarlos,
introduciéndolos en el ámbito de la relación paterno-filial divina.
El bautismo: inmersión en la persona de Cristo y renacimiento a una vida
nueva
En el ideario de la fe cristiana, el bautismo aparece siempre esencialmente
asociado a la doble categoría de muerte-renacimiento, como una manera de
traducir el acontecimiento de la resurrección a una significación más inteligible.
El Papa Pío XII, en su Encíclica Mediator Dei, refiriéndose a la necesidad del
bautismo para la salvación, utiliza una figura muy ilustrativa para la
comprensión de nuestro tema:
Es menester que Cristo, después de haber rescatado al mundo con el
copiosísimo precio de sí mismo, entre en la posesión real y efectiva de las
170
Cf. ALFRED WIKENHAUSER, ob. cit., p. 73.
almas. De aquí que, para que se lleve a cabo y sea grata a Dios la
redención y salvación de todos los individuos y de las generaciones
venideras hasta el fin de los siglos, es de necesidad absoluta que tomen
todos contacto vital con el sacrificio de la cruz, y así, los méritos que de él
se derivan les serán transmitidos y aplicados. Se puede decir que Cristo
ha construido en el Calvario una piscina de purificación y de salvación
que llenó con su sangre, por Él vertida; pero, si los hombres no se bañan
en sus aguas y no lavan en ellas las manchas de su iniquidad, no serán
ciertamente purificados y salvados.171
En quien ha recibido el sacramento del bautismo, se ha hecho efectivo el efecto
redentor de la muerte de Cristo y ha renacido, con Él, a una vida nueva; es
decir, ha muerto al hombre viejo y ha entrado en la dimensión filial de
Jesucristo, en condición de resucitado.
San Pablo recurre a una variedad de fórmulas para referirse a la nueva
condición de la que gozan los renacidos en Cristo: «Pero Dios, rico en
misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de
nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo» (Ef 2, 5). Dios «nos ha
librado del poder de las tinieblas y nos ha trasladado al Reino de su Hijo
querido» (Col 1, 13). «Y a ustedes, que eran extraños y enemigos, los ha
reconciliado ahora, por medio de la muerte en cuerpo de carne, para
presentarlos santos, inmaculados e irreprensibles delante de Él» (Col 1, 21-22);
«Sepultados con Él en el bautismo, con Él también han resucitado por la fe en la
fuerza de Dios, que lo resucitó de entre los muertos. Y a ustedes, que estaban
muertos en sus delitos y en su carne incircuncisa, los vivificó juntamente con
Él» (Col 2, 12-13).
Mucho más específicas son, sin embargo, las instrucciones del Apóstol acerca
del bautismo, al dirigirse a los romanos:
¿O es que ignoran que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos
bautizados en su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con él en la
muerte, para que, así como Cristo resucitó por la gloria del Padre,
también nosotros llevemos una vida nueva. Porque si nos hemos
injertado con Cristo por una muerte semejante a la suya, también nos
identificaremos con él en la resurrección. (Rom 6, 3-5).
Los efectos salvíficos del bautismo, resuelven la antinomia vida-muerte,
significada en el rito sacramental de la inmersión en el agua (muerte de Cristo)
y emersión (renacimiento en Cristo). De ahí que ya no hay pecado ni muerte
para los que están en Cristo (Rom 8 1-2). La muerte ha sido derrotada y ha
perdido su aguijón (1 Cor 15, 55-56). «Injertados» en la muerte de Cristo por
medio del bautismo, nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Él (Rom 6, 6),
y se nos han otorgado las prerrogativas de una humanidad nueva.
171
Enc. Mediator Dei, n. 96.
Ahora bien, la instancia de la «vida nueva» es progresiva. Quien se ha injertado
con Cristo en su muerte y ha entrado en el ámbito de una vida nueva, se
identificará también con Él en una resurrección como la suya. La filiación, don
recibido en el bautismo, hace del fiel cristiano un ser en tránsito hacia un estado
de plenitud, que llegará a su consumación en la resurrección. En efecto, quienes
«murieron en Cristo, resucitarán» (1 Tes 4, 16).
En el sacramento del bautismo se contiene la «semilla» de un estado perfecto de
vida, que se va desarrollando hasta alcanzar el estado pleno de la condición
filial, en la resurrección. La relación que el bautizado establece con Dios, por
medio del Hijo, desemboca en la vida plena del Resucitado.
La resurrección es el modo en que el hombre es «engendrado» en la justica de
Dios. De hecho, la resurrección será interpretada, por la primera generación de
cristianos, a partir de la categoría del engendramiento: «Les anunciamos la
buena nueva de que la promesa hecha a los padres, Dios la ha cumplido en
nosotros los hijos, al resucitar a Jesús, como está dicho en el salmo: Tú eres mi
Hijo, yo te he engendrado hoy» (Hch 13, 32-33). Dios Padre ha resucitado a su
Hijo, para resucitarnos, con Él y en Él, a nosotros como hijos suyos.
Con toda razón, el bautismo se convirtió, desde los inicios de la Iglesia, en un
sacramento «eje» sobre el que gira todo el sentido salvífico de la muerte
sacrificial de Cristo, pasando a constituir un elemento fundamental del kerigma
primitivo (Mt 28, 19-20; Hch 2, 38).
La finalidad central del bautismo es la comunicación del don de la filiación
divina, por la que somos transformados en hijos adoptivos del Padre (Ef 1, 5) y
asimismo predestinados a reproducir la imagen de su Hijo (Rom 8, 29). El
proyecto salvífico de Dios consiste en que cada hombre, engendrado y redimido
en el bautismo, reproduzca en su propia vida la imagen de su Hijo.
Es necesario aclarar que la categoría «imagen» no debemos entenderla como
una foto por la que se plasman los aspectos externos de la realidad, sino que,
según el pensamiento bíblico, se trata de la entrega de la realidad misma. 172
De ahí que la reproducción de la imagen del Hijo, se funda en la dinámica de
una entrega-don. El Padre ha entregado a su único Hijo a la entera humanidad,
como un don de amor (Jn 3, 6). Dicho don comienza a ser realidad mediante la
Encarnación; es reiterado y dado a conocer públicamente en el bautismo de
Jesús (Mt 3, 17); y es consumado definitivamente en la entrega-muerte sacrificial
de Jesucristo.
La imagen de la que habla Rom 8, 29, sigue los trazos de esta entrega-don,
comenzando por la recepción del bautismo, por el que se lleva a cabo un
revestimiento de la persona del Hijo. San Pablo dice al respecto: «Todos los que
han sido bautizados en Cristo, han sido revestidos de Cristo» (Ga 3, 27; Ef 4, 22-
172
Cf. JOSÉ I. GONZÁLES FAUS, ob. cit., p. 284.
24; Col 3, 9-10), lo que traducido a nuestra mentalidad significa: Todos los que
han recibido el don del bautismo, han sido transformados en otros cristos,
porque han sido sumergidos en la muerte del Hijo, para andar en una vida
nueva, liberada de la condena del pecado.
A. Aranda precisa esta idea en los términos siguientes:
En la incorporación de cada hombre al misterio de Cristo, por medio del
bautismo, la imagen divina es reparada, y es introducido el hombre a
participar de la comunión con el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo.173

13. El Espíritu Santo, Señor y dador de vida


El «Espíritu de Yahvé» y el profetismo
Las muchas veces que el AT se refiere a la infusión del Espíritu Santo, lo hace
bajo la noción de «Espíritu de Yahvé» y aparece comúnmente asociada a una
unción que reciben determinadas personas, para que cumplan una misión
específica en medio del pueblo. Esto significa que la idea de «espíritu» (Ruah)
que conoce el hombre del AT está vinculada a determinados influjos 174 –
comúnmente, la sabiduría, la acción y la palabra– que ejerce sobre una persona
en particular, especialmente los reyes y los profetas.
Por ejemplo, el faraón reconoce que en José actúa el Espíritu de Dios, debido a
su arte adivinatorio (Gn 41, 38). Dios toma del mismo espíritu que reposa sobre
Moisés para comunicarlo a los setenta ancianos, que se ponen a profetizar tan
pronto como lo reciben (Nm 11, 25). El Espíritu de Yahvé impulsa a actuar a los
jueces (Jue 3, 10; 6, 34; 11, 29; 13, 25; 14, 19). Se dice que el Espíritu de Yahvé se
posa sobre David al ser ungido por Samuel como nuevo rey, mientras que al
reprobado rey Saúl le ha sido retirado (1 Sam 16, 13-14). Eliseo recibe dos tercias
partes del espíritu de Elías, en el momento que el profeta es arrebatado al cielo
(2 Re 2, 9-15). El Espíritu se derrama sobre los profetas y los impulsa a hablar en
nombre de Yahvé (Is 61, 1; Ez 2,1; 37, 1).
Particular atención merece la alegoría de los huesos secos, sobre los que el
profeta Ezequiel profetiza para infundirles el Espíritu que les hace recobrar vida
(Ez 37, 5-10). El Espíritu es la omnipotencia de Yahvé; «es la fuerza de vida de
Dios por la que Él obra y hace obrar, tanto en el plano físico como en el
espiritual»175.
El profeta Isaías vaticina que el Espíritu de Yahvé se posará sobre el
descendiente de David, en quien actuará con sus dones carismáticos (Is 11, 1-3).
Jesús fue visto como un profeta (Mt 16, 14; Jn 6, 14), y Él mismo aceptó y se
adjudicó este título (Lc 13, 31-33) probablemente con el propósito de conferir a

173
ANTONIO ARANDA, La lógica de la unidad de vida. Identidad cristiana en una sociedad pluralista, p. 74.
174
Cf. YVES M.-J. CONGAR, ob. cit., p. 37-40.
175
Ibid, p. 30.
su misión un signo del reino escatológico, ya que, después de varios siglos sin
profetismo, el judaísmo tardío esperaba su resurgimiento, impulsado por una
potente irrupción del Espíritu, como señal inequívoca de que la era mesiánica
habría dado comienzo, según fue anunciado por los profetas desde antiguo. 176
Era de suma importancia que la misión de Jesús pudiera ser comprendida en
continuidad con la tradición profética. Sin embargo, Jesús no es visto como un
profeta más, sino como el Profeta escatológico, aquel en quien todas las
profecías se cumplen plenamente.
Por ello, a diferencia de los profetas, quienes actuaban como portavoces de Dios
y bajo la moción ocasional de su Espíritu, de Jesús se dice que es la Palabra (Jn
1, 1), y que Dios ha hablado a los hombres por medio de su Hijo (Hb 1, 2). Toda
la misión de Jesús está impregnada de la presencia y el poder del Espíritu
Santo, de principio a fin. A Él, Dios le concede «el Espíritu sin medida» (Jn 3,
34). De ahí que su misión y sus obras se atribuyan a una especial unción del
Espíritu Santo, cuyo poder se manifiesta permanentemente en Él.
Pero ¿cómo se entiende esta entidad, un tanto difusa y misteriosa, que en el NT
aparece simbolizada en formas variadas (paloma, viento, fuego...) y que actúa
con un poder excepcional en Jesús de Nazaret?
Espíritu Santo, Persona-don
Es indudable que la vía que nos permite una mejor comprensión de la persona
del Espíritu Santo, es la identidad divina de Jesús, es decir, su relación filial con
Dios.
Desde cualquier ángulo que enfoquemos a Jesús de Nazaret, nos vamos a
encontrar que Él es pura referencialidad al Padre Dios, en el Espíritu Santo que
mora en su interior no como entidad yuxtapuesta a su persona, sino como
realidad constitutiva de su ser Hijo de Dios, de su obrar y de su conciencia
mesiánica.177
Las señales milagrosas que Jesús realiza logran que la gente capte la
profundidad de una identidad que trasciende su humanidad concreta. De Él
emana una fuerza poderosa y extraordinaria que solo puede atribuirse a una
relación especial con Dios, porque ningún hombre es capaz de realizar señales
tan prodigiosas, si Dios no está con él (Jn 3, 2).
El misterio del Espíritu Santo se trasluce a través de Jesucristo y se convierte en
expresión del amor salvífico de Dios, realizado plenamente en el acontecimiento
humano y la vida de su Hijo. Por medio del Espíritu, el rostro paternal de Dios
resplandece en la faz afable de Cristo, pues, como ya hemos subrayado, en el
Espíritu Santo reside todo el poder de Dios, en la doble formalidad de amor
paterno y amor filial.

176
Cf. OSCAR CULLMANN, ob. cit., p. 66-67.
177
Cf. OLEGARIO DE CARDENAL, Cristología, p. 41
El Espíritu Santo es el vínculo que realiza la comunión de vida y de amor entre
el Padre y el Hijo y es, al mismo tiempo, la manifestación plena de esa
comunión. El espíritu Santo es el amor desbordado del Padre hacia el Hijo y del
Hijo hacia el Padre.
San Pablo caracteriza este amor como «el Espíritu de Aquel (el Padre) que
resucitó a Cristo» (Rom 8, 11). De igual modo, habla de la realidad personal de
Jesucristo como «el Espíritu del Hijo» (Ga 4, 6). Otras veces habla del «Espíritu
de Dios» como entidad plena; también se refiere al influjo del Espíritu Santo
como poder actúa en la Iglesia y concede diversos dones y carismas a los fieles
creyentes (1 Cor 12, 4-11).
Esto implica que el Espíritu Santo constituye y expresa un amor de triple
donación: la del Padre hacia el Hijo, la del Hijo hacia el Padre y la donación del
Espíritu Santo, por medio del bautismo.
En la donación recíproca del Padre y del Hijo, el Espíritu Santo es persona-amor
y persona-don.178 La idea de amor-don es coherente y aplicable al Espíritu Santo
en cuanto que el amor de Dios consiste en una donación del Padre amante
respecto al Hijo amado, y viceversa. E. Schilebeeckx escribe:
En el seno del Dios trino, el Padre y el Hijo son pura donación, y
donación mutua, y la intimidad de vida de estas dos personas en su
donación recíproca es de tal manera estática que, en el interior de la
divinidad una, trasciende las personalidades y se convierte en donación
recíproca, en la fuente de la vida del Espíritu Santo. La tercera persona
divina no es concebible sino partiendo del amor recíproco del Padre y del
Hijo.179
En efecto, Dios es absoluta donación de amor recíproco, amor que se desborda
de la persona del Amante y de la persona del Amado, y de esta donación
absoluta de amor procede la Persona-don del Espíritu Santo.
Ahora bien, la dinámica reciprocante del amor divino no permanece
enclaustrada en el ámbito de las relaciones intratrinitarias, sino que, por su
misma esencia, es decir, en cuanto que se trata de un amor de absoluta
donación, se hace extensivo a la persona-imagen: Dios nos dona a su Hijo y, en
Él, nos dona su amor paternal y su vida divina, en el abrazo del Espíritu Santo.
Ya en la fe israelita existía la sospecha de que Dios solo puede darse al hombre
por un acto de donación. Así lo expresa Is 9, 5: «una creatura nos ha nacido, un
hijo se nos ha dado» (donado), oráculo que se refiere claramente al futuro
advenimiento del Mesías (Is 9, 1-9).
Desde esta perspectiva, debemos comprender que la Encarnación es un acto de
amor donativo de Dios. Y así lo expresa Jn 3,16. El Verbo se hizo carne en virtud
178
Donum et vivificantem, n. 10.
179
EDWARD SCHILLEBEECKX, ob. cit., p. 45.
de la donación interpersonal intratrinitaria. «Lo que llamamos unión hipostática
es, como obra ad extra, el acto de las tres Personas; el resultado es la unión de la
persona del Verbo-Hijo»180. El amor donativo, que es Dios en su intimidad, es lo
que el Espíritu Santo realiza uniendo la naturaleza divina a la naturaleza
humana. El agente y mediador de esta unión es el Espíritu Santo, tal como se
deduce del hecho de que el Espíritu Santo desciende sobre María, para crear en
su vientre la humanidad a la que se unió para siempre el Hijo divino (Lc 1,35).181
El Espíritu Santo aparece en la Encarnación, como la acción paternal de Dios
que engendra a su Hijo en condición de hombre; es la omnipotencia de Dios, la
plenitud de su vida infinita.
Exaltación del Cristo humanado, efusión del Espíritu Santo y filiación del
hombre
Existe una lógica coherencia entre el acontecimiento de la Encarnación y el
acontecimiento de la resurrección: el Cristo que se encarnó es el mismo Cristo
que resucitó (Ef 4, 10). La «humanidad de Jesús es querida concretamente por
Dios como la realización de sus promesas de salvación; es una realidad
mesiánica»182.
La resurrección es el signo por excelencia que demuestra la filiación divina de
Jesucristo y es la prueba irrefutable de que la salvación de los hombres ha sido
llevada a cabo en Él y por Él. Mediante la humanidad resucitada del Hijo, la
humanidad entera ya puede entrar en la comunión amorosa de Dios, pues nos
ha sido concedido el don de la filiación divina.
Somos “injertados” en la misma relación paterno-filial divina, sin merecimiento
de nuestra parte, a partir de la entrega amorosa del Hijo, que cumple la
voluntad del Padre mediante su muerte en la cruz por nuestros pecados.
Sin embargo, la crucifixión de Jesucristo no pasaría de ser un mero
acontecimiento histórico sin efecto salvífico, si no fuera por la acción mediadora
del espíritu Santo. Es de notar que el Espíritu Santo entra en escena entra en
escena solo después que el Hijo de Dios ha concluido su misión redentora,
según lo confirma Hechos de los Apóstoles. San Juan señala que «no había
todavía Espíritu, porque Cristo no había sido glorificado todavía» (Jn 7, 39). Era
necesario que Jesús pasara por el trance de la muerte para que la gloria de la
resurrección fuese manifestada en su ser.
Jesús es consciente que su obra estará concluida solo cuando su humanidad
haya sido glorificada y plenamente asumida en el ser de Dios, después de su
resurrección, convirtiéndose Él mismo en mediador y fuente del Espíritu, que
luego podrá comunicar a todos los hombres 183 (Jn 16, 7), con la consigna de
180
YVES M.-J. CONGAR, ob. cit., p. 43.
181
Cf. OLEGARIO DE CARDENAL, Cristología, p. 41.
182
EDWARD SCHILLEBEECKX, ob. cit., p. 23.
183
Cf. OLEGARIO DE CARDENAL, Cristología, p. 41.
guiarlos hasta la verdad plena (Jn 16, 13), para lo cual «recibirá de lo suyo» 184 (Jn
16, 14).
Una vez Cristo ha ascendido al cielo, el Paráclito será el continuador de su
misión, por lo que se le llega a identificar como «el Espíritu de Cristo» (Rom 8,
9; Flp 1, 19; Ga 4, 6; 2 Cor 3, 17; Hch 16, 7, cf. Jn 14, 26; 15, 26; 16, 7. 14.). Afirma
J. Pablo II:
El Padre envía al Espíritu Santo con el poder de su paternidad, igual que
ha enviado al Hijo (cf. Jn 3, 16-27. 34; 6, 57), y al mismo tiempo lo envía
con la fuerza de la redención realizada por Cristo; en este sentido, el
Espíritu Santo es enviado también por el Hijo: «os lo enviaré». 185
Dicho de otra manera, el espíritu santo es enviado por el Padre y por el Hijo
porque solo Él puede realizar en el hombre la relación paterno-filial, haciéndolo
hijo de Dios en el Hijo, lo que al mismo tiempo implica hacernos partícipes de
su Pascua. Es por ello que la resurrección y ascensión de Cristo al cielo, viene a
ser como nuestro adentramiento en el ámbito divino. La donación del Espíritu
Santo, por parte del Padre y del Hijo, se hace efectiva solo después que
Jesucristo expresa plenamente, en su humanidad, su filiación divina,
testimoniando su plena pertenencia al Padre con su fidelidad obediencial, a la
que el Padre corresponde resucitándolo de entre los muertos. 186
A partir de la Encarnación de Cristo y de su condición humana consagrada al
amor del Padre, la humanidad entera ha sido potencialmente cristificada, para
que luego el Espíritu Santo modele a cada hombre a imagen del Hijo,
comunicándonos su propia vida filial. De este modo, el don del Espíritu Santo
es mediador del Cristo humanado, actuando en nosotros como causa agente de
la filiación adoptiva.
V. Lossky afirma: «Llegamos a ser como Él (Cristo) por la deificación, tomando
parte de la divinidad en el Espíritu Santo, quien comunica la divinidad a cada
persona humana de un modo particular»187.
Dirigiéndose a los cristianos de Roma, san Pablo clarifica nuestra relación con
Dios por medio del espíritu Santo, en los términos siguientes:
Más ustedes no viven según la carne, sino según el espíritu, ya que el
Espíritu de Dios habita en ustedes. El que no tiene el Espíritu de Cristo,
no le pertenece; más si Cristo está en ustedes, aunque el cuerpo haya
muerto ya a causa del pecado, el espíritu es vida a causa de la justicia. Y
si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en
ustedes, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también

184
Probablemente se refiere a su espíritu filial y a los méritos de su sacrificio redentor.
185
Dominum et vivificantem, n. 8.
186
Cf. EDWARD SCHILLEBEECKX, ob. cit., p. 45.
187
VLADIMIR LOSSKY, In the image and likeness of God (1974), p. 109.
vida a sus cuerpos mortales por su Espíritu que habita en ustedes. (Rom
8, 9-11).
La variedad de nominativos que el Apóstol de las Gentes utiliza en este texto
para referirse al Espíritu Santo como la Persona-don que realiza la comunión de
vida y amor entre el Padre y el Hijo y la comunión entre Dios y los hombres,
indican una diversidad de facetas atribuidas a su único poder agraciador.
La fórmula «Espíritu de Dios» designa la plena comunión de vida y amor entre
el Padre y el Hijo. La fórmula «Espíritu del Padre» se refiere particularmente al
amor de Dios en cuanto poder engendrante y creador, del que se origina su Hijo
eterno, «el Primogénito de la creación» (Col 1,15); y por el cual es resucitado
Jesucristo, «el Primogénito de entre los muertos» (v. 18). La fórmula «el Espíritu
del Hijo» designa el amor obediencial de Jesucristo, «que clama “Abbá”, Padre»
(Ga 4, 6), el cual se nos comunica en el bautismo y nos transforma en hijos
adoptivos de Dios (Rom 8, 15).
La filiación adoptiva es la gracia que el Espíritu Santo crea en el creyente
bautizado. Pues ya que el Paráclito es el vínculo sustancial entre Padre e Hijo, es
lógico que le corresponda la función de convertirnos en hijos adoptivos, a
imagen de Cristo, a base de sumergirnos en la fuente de vida y amor de la
comunión entre el Padre y el Hijo.188 El Espíritu Santo es el don por excelencia
de Dios, porque realiza en nosotros la filiación adoptiva que nos hace partícipes
de la dimensión filial de Jesucristo y de sus prerrogativas divinas:
Ustedes (…) han recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace
exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para
dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos:
herederos de Dios y coherederos de Cristo. (Rom 8, 15-17).
Con el don del Espíritu ha dado inicio la era de la nueva humanidad, que
llegará a su consumación en la visión de Dios, por la que «seremos semejantes a
Él y le veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2). Esto significa que, en la Parusía, todos los
que pertenezcan a Cristo, habrán alcanzado el estado pleno de la filiación de
Cristo, recibida en germen por medio del bautismo y consumada en la
resurrección.
El Espíritu Santo y los sacramentos
Jesús no nos comunica solamente un concepto acerca de Dios, sino la misma
experiencia de su filiación divina, cuya realización y desarrollo le compete
llevarla a cabo al Espíritu Santo, por medio de los sacramentos.
Los sacramentos son actos salvíficos que la Iglesia celebra, en comunión con
Cristo, su Cabeza; los cuales tienen la capacidad de realizar nuestra adhesión
personal a la Persona de Jesucristo, pues a través de ellos se nos comunica,

188
Cf. J. JOSÉ ALVIAR, ob. cit., p. 177.
mediante signos visibles, la gracia invisible que contienen, actualizada por el
poder del Espíritu Santo.
El Cristo humanado es el sacramento personal de Dios, y esta realidad es la que
constituye la forma de cada uno de los sacramentos que nos unen vitalmente al
Verbo divino. Las acciones salvíficas de Jesucristo son tales porque realizan en
el plano humano la salvación de Dios, actuada en la condición mortal de Cristo,
semejante a la nuestra.
Pero ¿cómo se justifica que un acto sensible tenga la capacidad de
comunicarnos la gracia de un Dios, que trasciende infinitamente nuestra
miserable condición?
Para comunicarnos su propia condición filial, Cristo se hizo uno como nosotros,
de modo que la fuerza salvadora de la voluntad salvífica de Dios, adquiriese
forma humana en el corazón y amor humano de Jesús, con el fin de manifestar
el don divino de la gracia en forma de acontecimientos visibles, 189 es decir, a
través de actos personales con sentido y eficacia salvíficos, a las que Él mismo
les otorgó estructura de culto celebrativo, encomendadas al ministerio de sus
discípulos en memorial suyo (Lc 22,19). De este modo, la vida y el sacrificio
salvífico de Jesucristo son constituidos en sacramentos de salvación y que la
Iglesia celebra en virtud del único culto que Cristo ofrece al Padre, por el cual
nos unimos al Hijo. Por medio de los sacramentos, los hombres nos unimos al
sacrificio redentor de Cristo en calidad de miembros de su Cuerpo, la Iglesia.
En este sentido, la salvación realizada en Cristo involucra esencialmente su
condición divino-humana y nuestra dimensión antropológica. Encarnándose y
dejándose inmolar en propiciación por los pecados de los hombres, Jesús
introduce en el plano humano el acto donativo de su condición filial y hace
visible a los hombres su entrega obediencial, ofreciendo en su propia Persona el
único culto agradable al Padre, que Dios acepta en remisión de nuestras culpas
y pecados.
En la óptica de E. Schillebeeckx,
La Encarnación de la vida divina implica, pues, aspectos corporales. Y
debemos considerar aquí que toda relación humana, todo contacto de los
hombres entre sí se realiza por intermedio de la corporeidad. Toda
influencia espiritual sobre otro supone, por su misma naturaleza, un
encuentro en el que el cuerpo desempeña la función de intermediario. 190
He aquí el telón de fondo de los sacramentos. El misterio del Cristo hecho
hombre responde al hecho de que «Dios ha seguido fiel a su pedagogía
soteriológica, respetando de una manera benévola y soberana nuestra
materialidad humana, es decir, nuestra naturaleza humana de persona, que

189
Cf. EDWARD SCHILLEBEECKX, ob. cit., p. 25.
190
Ibid, p. 24.
vive en virtud de su cuerpo en un mundo dado de hombres y de cosas, y que
avanza en este mundo hacia su perfección espiritual. Dios nos propone siempre
el Reino de los Cielos revestido de forma terrestre» 191.
De esto da justa cuenta el bautismo de Cristo. No existe imagen más
pictográfica y realista del misterio de Dios en un contexto abiertamente
sacramental –visible, específicamente–, que aquella que se nos revela en el
bautismo de Jesús (Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22). Los evangelios
sinópticos detallan que en el instante en que Cristo emerge de las aguas del río
Jordán, los cielos se abren y desciende sobre Él el Espíritu Santo, 192 a la vez que
se escucha una voz que proclama, según Mt: «Este es mi hijo amado, en quien
me complazco» (Mt 3, 17); según Mc: «Tú eres mi hijo amado, en quien me
complazco» (Mc 1, 11). San Lucas introduce una variante más significativa: «Tú
eres mi hijo amado; yo te he engendrado hoy» (Lc 3, 22).
Sin obviar las conexiones literarias 193 con el AT que están involucradas en este
pasaje, el bautismo de Jesucristo nos muestra que, «precisamente en cuanto
hombre, el Hijo es mediador de gracia: en su humanidad y, por consiguiente,
según el modo de su humanidad. Su mediación humana de gracia supone su
corporeidad…»194 y la acción del Espíritu Santo.
No podemos descartar que, en el episodio del bautismo del Señor, exista el
propósito, más o menos explícito, de darnos a conocer lo que ocurre en el
bautismo cristiano, con todas sus implicaciones. Incluso podemos aventurar
una interpretación: Cristo emergiendo de las aguas, es figura de la humanidad
nueva –y, en particular, de todo hombre– que, en virtud del bautismo de Jesús,
ha recibido una potencialidad transfigurante. Por medio del bautismo, el poder
del Espíritu Santo nos engendra en Cristo, análogamente como llevó a cabo la
concepción del Verbo divino en el vientre de María.
Los sacramentos y el Espíritu de Cristo (espíritu filial) que los informa, son «la
cara de la redención que está dirigida hacia nosotros de manera que podamos
encontrar, en ellos, al Cristo vivo»195.
Afirma además E. Schillebeeckx:
Por consiguiente, si Cristo no confiere de una manera u otra a su
corporeidad celestial una visibilidad en el plano de nuestro mundo
191
Ibid, pp. 54-55.
192
YVES M.-J. CONGAR, El Espíritu Santo, p. 42: «En su bautismo por Juan, Jesús es designado y consagrado
como aquel por cuya palabra, sacrificio y acción el Espíritu entra en nuestra historia como don mesiánico
y, al menos en arras, como don escatológico.» O. DE CARDENAL, Cristología, p. 41: «El Espíritu realiza la
conformación interior de Jesús, mientras que la voz del cielo es la acreditación exterior ante la
multitud.»
193
Mientras que Mt y Mc refieren la voz del cielo al «Siervo de Yahvé» de Is 42, 1-9, por su parte, Lc la
refiere al Sal 2, 7, con el propósito de presentar a Jesús como el Mesías-Rey, entronizado en el bautismo
para establecer el Reino de Dios en el mundo.
194
EDWARD SCHILLEBEECKX, ob. cit., p. 55.
195
Ibid, p. 57.
terrestre, su redención ya no sería para nosotros, a fin de cuentas; ya no
dirigiría su cara hacia nosotros. Su mediación humana carecería entonces
de significado para nosotros, hablando estrictamente. 196
Los meros eventos salvíficos de Jesucristo no tendrían ningún efecto salvador
en nosotros, si el sacrificio de Cristo no es actualizado constantemente por el
Espíritu Santo en los sacramentos.
A partir del momento en que «el sacramento original» (es decir, Cristo)
abandonó el mundo después de su ascensión, la economía de «los
sacramentos separados» entra en acción, como prolongación de la
Encarnación.197
14. La Iglesia, Cuerpo de Cristo
Que sean uno como nosotros somos uno
El tiempo se caracteriza por su carácter irreversible. Lo que una vez aconteció es
imposible que vuelva a repetirse. El evento Cristo no se sustrae a esta ley
inexorable. Cristo revistió una forma humana única, situada históricamente. Por
lo tanto, el acontecimiento salvífico en sí, a causa de haber acontecido en un
espacio y tiempo concreto, plantea el problema de cómo puede abarcar toda la
historia desde su inicio al final.
La clave para resolver este problema radica en una palabra que se repite
constantemente en el NT: comunión (koinonia), que se ha de poner de manifiesto
en la acción litúrgica principal de la Iglesia, la Eucaristía (1 Cor 11, 18-27),
sacramento que realiza la permanencia en Cristo (Jn 6, 56), y es celebrado como
memorial perpetuo de su pasión (Lc 22, 29). De este modo, la Iglesia asume el
aspecto transitorio del tiempo y lo trasciende, pues ella misma adquiere la
forma de un organismo vivo que se distiende a lo largo de la historia y realiza la
comunión entre Dios y los hombres y de los hombres entre sí.
En razón de esta misión en el mundo, el CVII definió a la Iglesia como
«sacramento universal de salvación»198, es decir «signo visible e instrumento de
la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano» 199. La
Iglesia es la realización terrena de la voluntad salvífica de Dios, por la que Jesús
intercedió ante el Padre expresándole su deseo de hacer partícipes de la
comunión trinitaria a sus discípulos y a los que se convirtieran por medio de
sus palabras, unificándolos en una comunidad de vida y amor cuya unidad
testimonie a Cristo en el mundo, para que todos crean en Él como el enviado
del Padre (Jn 17, 20-23).

196
Ibid, p. 56.
197
Ibid, p. 57.
198
LG, n. 48.
199
Ibid, n. 1.
Mediante su vida y sacrificio, Jesucristo reproduce, en modo humano, la
comunión trinitaria, que se hace visible en la Iglesia y que los sacramentos
consolidan eficazmente.
El término «iglesia»200 aparece solo una vez en los evangelios, específicamente
en Mt 16, 18, y esta única vez que se menciona aparece asociada a la persona del
apóstol Pedro, a cuyo cuidado y pastoreo Jesucristo se la confía, confiriéndole
plenos poderes para que la gobierne en representación suya (Mt 16, 19; cf. Jn 21,
15-17), juntamente con los demás apóstoles, asistidos permanentemente por el
Espíritu Santo.
Después de consumar su misión en el mundo y de su ascensión a los cielos,
Jesucristo cumplió la promesa dada a sus discípulos, al derramar sobre ellos el
Espíritu Santo (Hch 2, 2-4), precisamente mientras se encontraban todos
reunidos en oración (id. 2, 1).
Este poder que los apóstoles han recibido de lo alto, otorga diversos carismas a
los fieles (cf. 1 Cor 12, 4-11), entre los cuales sobresalen la predicación y el don
de lenguas (Hch 2, 4); se manifiesta también como poder taumatúrgico (ib. 10,
38), en el carisma profético (ib. 11, 27; 20, 23; 21, 11); comunica sabiduría (ib. 6,
3. 5. 10), entre otros dones y carismas. Además, confiere fuerza a los discípulos
para anunciar a Jesucristo a pesar de las persecuciones (ib. 4, 8. 31; 5, 32; 6, 10);
así como además interviene determinantemente en la toma de importantes
decisiones, como la admisión de los gentiles en la Iglesia (ib. 8, 29. 39; 10, 19. 44-
47; 11, 12-16; 15, 8), la supresión de la observancia a los paganos con respecto a
la ley de Moisés (ib. 15, 28). El Espíritu Santo también acompaña a Pablo en su
misión dirigida al mundo gentil (ib. 13, 2; 16, 6-7; 19, 1).
Juan Pablo II dice al respecto de la comunión de la Iglesia:
La comunión eclesial se configura, más precisamente, como comunión
«orgánica», análoga a la de un cuerpo vivo y operante. En efecto, está
caracterizada por la simultánea presencia de la diversidad y de la
complementariedad de las vocaciones y condiciones de vida, de los
ministerios, de los carismas y de las responsabilidades. Gracias a esta
diversidad y complementariedad, cada fiel laico se encuentra en relación
con todo el cuerpo y le ofrece su propia aportación.201
Hechos de los apóstoles resume la experiencia de fe de los primeros cristianos, en
la forma siguiente:
Se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la
comunión, en la fracción del pan y en las oraciones. (Hch 2, 42).

200
El término semítico kahal, que el griego traduce como ekklesía, significa «asamblea» y se utilizó
especialmente durante la travesía del desierto para designar al pueblo elegido por Dios.
201
CL, n. 20
También se expresa esta unidad en la observancia y transmisión de una
doctrina común entre unas comunidades y otras (cf. Col 15-16).
Según san Pablo, el fiel que se adhiere a Cristo por la fe y el bautismo participa
de los misterios salvíficos y de la misma vida de Cristo (cf. Rom 6, 3-7). Esta
«comunión con el Hijo» (1 Cor 1, 9) se sostiene por la participación constante en
la Eucaristía (id. 10, 16) y mediante la acción del Espíritu Santo (cf. 2 Cor 13, 13;
Flp 2, 1).
Debido a esta profunda convicción sobre el vínculo indisociable de comunión
entre Cristo y sus fieles, el Apóstol muestra un profundo celo por mantener
incólume la unidad entre los cristianos. Por ello, «informado por los de Cloe» (1
Cor 1, 11), reprocha a los corintios el que estén introduciendo en la comunidad
distinciones lesivas y discordantes, puesto «que cada uno de ustedes dice: “Yo
soy de Pablo”, “Yo de Apolo”, “Yo de Cefas”, “Yo de Cristo”. ¿Está dividido
Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por ustedes? ¿O han sido bautizados en el
nombre de Pablo?» (id. 1, 13).
Estas correcciones a los corintios reflejan la gran preocupación del Apóstol en
hacer que las comunidades, que con tanto sacrificio había evangelizado, se
mantuvieran unidas y sin perder de vista el vínculo que las unía a Cristo. La
comunión de los fieles con el Hijo de Dios es tan íntima y perfecta que no hay
lugar para ningún tipo de distinciones que puedan llegar a provocar cismas o
rupturas dolorosas. «Hay entre ustedes divisiones» (id. 11, 18), les advierte san
Pablo.
También, por su parte, el apóstol Santiago manifiesta gran preocupación en
cuanto a la inclinación a hacer distinciones particulares entre los fieles (St 2, 2-
4).
La Iglesia-Cuerpo, prolongación de Jesucristo y de su misión en el mundo
La salvación nunca ha sido comprendida por el cristianismo, como una cuestión
meramente individual. La salvación de todos los miembros de la Iglesia, es un
asunto que compete a todos los miembros de Cristo en su conjunto, por lo que
cada uno debe preocuparse por la salvación de los demás como si se tratase de
la suya propia. La salvación solo es posible mediante la comunión fraterna.
San Pablo comprendió la comunión fraterna de una manera muy peculiar: la
Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y este Cuerpo es conformado por todos los
bautizados. Jesucristo está unido a su Iglesia como su Cabeza (cf. Ef 1, 22-23;
Col 1, 18). La Iglesia es un cuerpo social que funciona a semejanza de la
fisiología humana. De esta forma, lo humano y lo divino se compenetran.
En el pensamiento paulino, la Iglesia, en su fundamentalidad espiritual, está
conformada por Cristo, que obra su salvación como Cabeza que rige las
funciones de todos los miembros que conforman el Cuerpo. La Cabeza ocupa el
lugar más elevado y de ella emanan las acciones que el cuerpo ejecuta, los
sacramentos.
La unión de la Iglesia-Cuerpo con Jesucristo-Cabeza funciona de una forma
similar al cuerpo humano. De la misma manera que el cuerpo humano está
conformado por muchos miembros, y siendo todos distintos entre sí, ejercen
cada uno funciones particulares dentro de la totalidad de la unión orgánica
corpórea, así también está organizada la Iglesia de Cristo, en la que cada uno de
sus miembros ejerce una función espiritual determinada, en bien de los demás
miembros y de la totalidad del Cuerpo (1 Cor 12, 12-26; cf. Rom 12, 4-5), ya que
dentro de la comunión de la Iglesia todos somos miembros los unos de los otros
(Rom 12, 5).
Esta visión orgánica de la Iglesia le permite al Apóstol establecer un orden
jerárquico entre los miembros que la conforman, lo que en cierto modo otorga
una identidad personal propia a cada miembro, de acuerdo al lugar que le
corresponde dentro de la comunión de la Iglesia y en servicio de los demás
miembros, hasta la consumación de todos en Cristo, pues,
Él mismo dispuso que unos fueran apóstoles; otros, profetas; otros,
evangelizadores; otros, pastores y maestros, para la adecuada
organización de los santos en las funciones del ministerio, para la
edificación del cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad
de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado del hombre
perfecto, a la plena madurez de Cristo. (Ef 4, 12-16).
Para el desempeño de estas funciones, todos los miembros reciben
determinados dones y carismas según la capacidad de cada uno, que han de
utilizarse diligentemente en la tarea que le ha sido confiada (Rom 12, 6-8).
Por otra parte, en la comunión de la Iglesia-Cuerpo, todos los hombres han sido
reconciliados con Dios y entre sí:
Porque Él (Cristo) es nuestra paz: el que de los dos pueblos (judíos y
gentiles) hizo uno, derribando el muro divisorio 202, la enemistad,
anulando en su carne la Ley con sus mandamientos y decretos, para
crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo, haciendo las paces,
y reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo, por medio de la cruz,
dando en sí mismo muerte a la enemistad. (Ef 2, 14-16).
En lo relativo al fundamento de la comunión eclesial, san Pablo lo refiere al
sacramento del bautismo y a la Eucaristía:
Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar
más que un solo Cuerpo… (1 Cor 12, 13).

202
En el Templo de Jerusalén había sido edificado un muro cuya función era delimitar las zonas en que
se permitía la permanencia de los gentiles, quedando excluidos de los espacios específicamente
religiosos. San Pablo veía en ello un símbolo de enemistad entre judíos y gentiles.
La copa de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la
sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es acaso comunión con el
cuerpo de Cristo? Porque uno solo es el pan, aun siendo muchos, un solo
Cuerpo somos, pues todos participamos de un mismo pan. (id. 10, 16-17).
San Pablo concibe la comunión de la Iglesia-Cuerpo vinculada esencialmente al
misterio de la comunión trinitaria, como bien se deduce de este pasaje:
Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a la que han
sido llamados. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios
y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está en todos.
(Ef 4, 4-6).
Juan Pablo II especifica:
La cabeza constituye juntamente con el cuerpo un sujeto (en el sentido
físico y metafísico), un organismo, una persona humana, un ser. No cabe
duda de que Cristo es un sujeto diverso de la Iglesia, sin embargo, en
virtud de una relación especial, se une con ella, como en una unión
orgánica de cabeza y cuerpo...203
R. Spaemann, reflexionando sobre el misterio de la Iglesia, considera el pecado
original como una realidad que excluye al individuo de la pertenencia a una
comunidad salvífica; dice:
El pecado original no es una cualidad positiva que todo hombre hereda
de sus padres primitivos, sino que es una carencia de una cualidad que
debería haber heredado. Esta cualidad que falta es la de la pertenencia a
una comunidad de salvación. El nacer en la humanidad es, pues, no un
nacer en una comunidad de salvación, en un pueblo de Dios.204
La Iglesia es una comunidad que restablece la unidad del hombre con Dios y
también de los hombres entre sí, echada a perder por el pecado.205
La mediación de Cristo sacerdote a través de su Iglesia
Recapitulemos lo antes dicho. La comunión que realiza la Iglesia, Cuerpo de
Cristo, se despliega en dos direcciones: en dirección vertical, que es la
comunión de Dios con los hombres; y en dirección horizontal, que es la
comunión de los hombres entre sí. El agente que lleva a cabo esta doble
direccionalidad de la comunión es el Espíritu Santo, cuyo poder hace efectivo
en nosotros el sacrificio redentor de Cristo a través de los sacramentos, los
cuales podemos definir como actos salvíficos personales de Cristo sacerdote, quien
los instituyó a manera de manifestaciones visibles de su sacrificio redentor, otorgándoles

203
JUAN PABLO II, AG 25-VIII-1982, n. 3.
204
ROBERT SPAEMANN, «Sobre algunas dificultades de la doctrina del pecado original» en: Sobre el pecado
original, por: Card. Chistoph Shönborn (Trad. cast. Miguel Antolí. Valencia 2001), p. 62.
205
CF. AGUSTÍN DE HIPONA, In psalmo 58, n. 10; De Trinitate, I, 4, c 7 (42, 805).
la eficacia de comunicar a los hombres la gracia de su vida divina, y que Él dictaminó
que fueran celebrados por su Iglesia como mediadora de la salvación de los hombres.
Del mismo modo que Cristo obra con su poder invisible en el mundo, en cuanto
que es Dios, de la misma manera actúa visiblemente en y por medio de su
Cuerpo terrestre, la Iglesia. Los sacramentos son acciones salvíficas personales
de Cristo que adquieren la forma visible de actos funcionales de la Iglesia.
Estas acciones salvíficas son celebradas por la Iglesia-Cuerpo juntamente con
Jesucristo, su Cabeza, por medio de los cuales Cristo mismo actualiza su
sacrificio redentor, como único y sumo sacerdote de la alianza nueva y eterna
(cf. Hb 7, 26-28), ofreciéndose a sí mismo como víctima de propiciación (id. 9,
11-14). «Por eso es mediador de una nueva alianza» (id. 9, 15), «para la
destrucción del pecado mediante su sacrificio» (id. 9, 26) y «quitar los pecados
de la multitud» (id. 9, 28), imposible de lograr por medio de loa sacrificios de la
antigua alianza (id. 10, 4).
Con su muerte sacrificial, Jesús cumple a un mismo tiempo la función de
sacerdote y víctima de propiciación, dando plenitud de esta forma al
ceremonial de la antigua alianza y sustituyéndola definitivamente, puesto que
aquélla solo era una figura de la verdadera alianza, que se establece por la
oblación del cuerpo y la sangre del Señor (id. 9, 1-14).
Jesucristo es plenamente humano (Hb 2, 14- 18; Rom 5, 15; 1 Cor 15, 21; 1 Tm 2,
5), poseedor en plenitud de la divinidad (Col 2, 9), por lo que es mediador único
(Rom 5, 15-19) entre Dios y los hombres. Los sacramentos son acciones
concretas de su mediación. Por lo tanto, no deben considerarse nunca como
actos eficaces en sí mismos y por sí mismos, separados del gran sacramento, es
decir, de Cristo y de su Iglesia.
Un sacramento es un acto eficaz en cuanto que es expresión tangible del amor y
de la voluntad salvífica de nuestro Salvador, que está presente místicamente en
su Iglesia y a la que Él mismo se entrega sin interrupción, hasta su consumación
definitiva.
La fuerza salvadora que obran los sacramentos les viene directamente de Cristo,
en cuanto acciones celebrativas comunitarias, que constituyen formas diversas
del único culto ofrecido por el Hijo al Padre, al que se unen los fieles de Cristo,
mediante la comunión de la Iglesia-Cuerpo.
En este sentido, podemos afirmar que la Iglesia hace los sacramentos y, a su
vez, los sacramentos hacen a la Iglesia.206 Los sacramentos realizan lo que la
Iglesia es en sí misma: comunión. Parafraseando la conocida frase de san
Cipriano de Cartago: «Fuera de la Iglesia no hay salvación», podemos decir que
fuera de la comunión de la Iglesia no hay sacramentos, y si no hay sacramentos,

206
La expresión original procede de A. Henri de Lubac: «La eucaristía hace la Iglesia, y la Iglesia hace la
Eucaristía».
tampoco hay salvación, pues Cristo no se nos comunica por otro medio que no
sea su Cuerpo, la Iglesia.
La Iglesia-Cuerpo y la intercesión de los santos
Como portavoz del Evangelio de Cristo y en virtud de su comunión con Él, san
Pablo considera que sus padecimientos tienen un valor redentor que beneficia a
la Iglesia y a todos sus miembros, de modo que en su propia persona se
reproducen, en cuanto miembro de Cristo, las tribulaciones que Jesús tuvo que
soportar por nuestra salvación:
Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por ustedes, y
completo lo que falta a las tribulaciones de Cristo en mi carne, en favor
del Cuerpo, que es la Iglesia, de la cual he llegado a ser ministro… (Col 1,
24-25).
Esta enseñanza es importante para comprender el valor intercesor de cada
miembro del Cuerpo. A través de los miembros de su Cuerpo, Cristo realiza
entre los hombres su salvación. La Iglesia, pues, en cuanto Cuerpo de Cristo y
conformada como comunión de los santos, es la intercesora por excelencia entre
Dios y los hombres, porque ella es Cristo mismo. La intercesión que se atribuye
a los santos es, por tanto, una intercesión relativa. Es decir, cada miembro de la
Iglesia, por su unión con Cristo, participa de la mediación de Cristo, en virtud
de la comunión. Y dicha intercesión se lleva a cabo en los sacramentos que la
Iglesia celebra, en comunión con Cristo-Cabeza, en beneficio del conjunto de
miembros que conforman la comunión.
En conclusión, a través de la Iglesia-Cuerpo, Cristo se hace tan accesible a
nosotros como lo fue para los hombres que convivieron con Él, y llega hasta
nosotros con la misma intensidad con que vivió, actuó y amó en su vida terrena,
sin que la distancia, tanto geográfica como temporal que nos separa de su
sacrificio concreto, sea un obstáculo. Incluso tenemos cierta ventaja sobre
aquéllos que lo vieron y convivieron con Él, puesto que nosotros contamos con
la intercesión de miles de fieles que se han purificado con su sangre y reinan
gloriosos en su comunión; así como también con el testimonio de dos mil años
de cristiandad, lo cual nos confirma que el evento Cristo no se agotó en su mero
acontecer como cualquier acontecimiento histórico irrelevante, sino que su
existencia y su Evangelio han pervivido a través de los siglos, superando
diversos avatares y vicisitudes históricas; fortaleciendo y animando las
esperanzas de una generación tras otra; suscitando nuevas expresiones de fe y
acumulando innumerables testimonios de creyentes que le han sido fieles hasta
la muerte.

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