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Este documento describe cómo los profesores universitarios conocen a mucha gente a lo largo de sus carreras docentes y con frecuencia no recuerdan los nombres o rostros de antiguos estudiantes. Relata dos historias de profesores que se encontraron con antiguas estudiantes pero no pudieron recordar sus nombres. También cuenta una anécdota de un profesor afrodescendiente que se avergonzó después de que una mujer hermosa que le habló lo reconoció como su profesor.
Este documento describe cómo los profesores universitarios conocen a mucha gente a lo largo de sus carreras docentes y con frecuencia no recuerdan los nombres o rostros de antiguos estudiantes. Relata dos historias de profesores que se encontraron con antiguas estudiantes pero no pudieron recordar sus nombres. También cuenta una anécdota de un profesor afrodescendiente que se avergonzó después de que una mujer hermosa que le habló lo reconoció como su profesor.
Este documento describe cómo los profesores universitarios conocen a mucha gente a lo largo de sus carreras docentes y con frecuencia no recuerdan los nombres o rostros de antiguos estudiantes. Relata dos historias de profesores que se encontraron con antiguas estudiantes pero no pudieron recordar sus nombres. También cuenta una anécdota de un profesor afrodescendiente que se avergonzó después de que una mujer hermosa que le habló lo reconoció como su profesor.
En la vida como docentes conocemos mucha gente. En el caso de los profesores
universitarios, en promedio asumimos tres o cuatro grupos de estudiantes de pregrado por semestre; esto sin contar algunos grupos adicionales de postgrado, seminarios y talleres dictados a otras instituciones educativas, participación en congresos, etc. Algunos profesores, incluso, dictan cursos en dos y hasta tres universidades. Si sumamos el número de estudiantes que conocemos cada semestre, y multiplicamos dicha cifra por el número de años que llevamos en la docencia, nos daremos cuenta de que en diez, quince o veinte años de experiencia docente es demasiada la gente que conocemos o –mejor– que nos conoce. La verdad es que para muchos resulta imposible recordar con precisión cada rostro o cada nombre. Esto hace que los docentes, en poco tiempo, nos convirtamos en personajes públicos. Suele suceder que en algún centro comercial, o en el lugar menos esperado, alguien lo salude a uno y uno no sepa de quién se trata. Cuando lo saludan a uno diciéndole «profesor», uno por lo menos tiene ya un indicio de que puede tratarse de un exalumno; pero muchas veces ni siquiera ese indicio aporta el susodicho. Pasé a la ventanilla, hice mi transacción bancaria, me di la vuelta, la miré y me despedí. Mientras conducía de camino a casa iba haciendo grandes esfuerzos por recuperarla de la memoria episódica; pensé que –por ser una señora– se trataba de una estudiante de postgrado, de aquellos primeros cursos de Inglés para propósitos específicos que dicté para los postgrados de la Facultad de salud de la Universidad del Valle, cuando yo tenía veinticinco años. Pasaron varios días hasta que, por fin, pude recordar que se trataba de una estudiante de pregrado de la Universidad Javeriana. La señora, de quien nunca pude recordar su nombre, había llegado de Medellín para estudiar una de las ingenierías; era «primípara», pero duró sólo dos o tres semanas en clase y nunca volvió. Me temo que se sintió mal entre tantos chicos recién egresados del colegio. Otro caso me ocurrió en el centro comercial Unicentro: caminaba yo por uno de los pasillos cuando me percaté que de frente venía una muchacha cuya belleza llamó mi atención. Dice el colega –afrodescendiente él, dicharachero, de muy buen humor– que un día estaba haciendo fila en una calle del centro de la ciudad para entrar a cine, en una de aquellas gigantescas salas de cine que en nuestra juventud existían en el centro de la ciudad, incluso en algunos barrios populares. Uno hacía la fila en la calle; no como ahora que las salas de cine son muy pequeñas y quedan en el interior de los centros comerciales. Pues bien, el colega vio que hacia él venía una Diosa de medida perfecta y muy económica de ropas, mostrando un poco más de lo que ordenan los cánones. Cuenta el colega que cuando la tuvo enfrente le dijo: «Adiós, mamacita». Sobre la marcha, la muchacha volteó su mirada hacia él y le respondió: «Adiós, profe». No sabemos a ciencia cierta qué fue realmente lo que mi colega le dijo a la muchacha, pero cuenta él que después de la respuesta se puso rojo y que no sabía dónde meterse.