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Resumen por:

Ronald Escobar Henao- Lic en lenguas extranjeras.

Por Ricardo Salas Moreno

En la vida como docentes conocemos mucha gente. En el caso de los profesores


universitarios, en promedio asumimos tres o cuatro grupos de estudiantes de pregrado
por semestre; esto sin contar algunos grupos adicionales de postgrado, seminarios y
talleres dictados a otras instituciones educativas, participación en congresos, etc. Algunos
profesores, incluso, dictan cursos en dos y hasta tres universidades. Si sumamos el
número de estudiantes que conocemos cada semestre, y multiplicamos dicha cifra por el
número de años que llevamos en la docencia, nos daremos cuenta de que en diez, quince
o veinte años de experiencia docente es demasiada la gente que conocemos o –mejor–
que nos conoce. La verdad es que para muchos resulta imposible recordar con precisión
cada rostro o cada nombre. Esto hace que los docentes, en poco tiempo, nos convirtamos
en personajes públicos.
Suele suceder que en algún centro comercial, o en el lugar menos esperado, alguien lo
salude a uno y uno no sepa de quién se trata. Cuando lo saludan a uno diciéndole
«profesor», uno por lo menos tiene ya un indicio de que puede tratarse de un exalumno;
pero muchas veces ni siquiera ese indicio aporta el susodicho. Pasé a la ventanilla, hice
mi transacción bancaria, me di la vuelta, la miré y me despedí. Mientras conducía de
camino a casa iba haciendo grandes esfuerzos por recuperarla de la memoria episódica;
pensé que –por ser una señora– se trataba de una estudiante de postgrado, de aquellos
primeros cursos de Inglés para propósitos específicos que dicté para los postgrados de la
Facultad de salud de la Universidad del Valle, cuando yo tenía veinticinco años. Pasaron
varios días hasta que, por fin, pude recordar que se trataba de una estudiante de
pregrado de la Universidad Javeriana. La señora, de quien nunca pude recordar su
nombre, había llegado de Medellín para estudiar una de las ingenierías; era «primípara»,
pero duró sólo dos o tres semanas en clase y nunca volvió. Me temo que se sintió mal
entre tantos chicos recién egresados del colegio.
Otro caso me ocurrió en el centro comercial Unicentro: caminaba yo por uno de los
pasillos cuando me percaté que de frente venía una muchacha cuya belleza llamó mi
atención. Dice el colega –afrodescendiente él, dicharachero, de muy buen humor– que un
día estaba haciendo fila en una calle del centro de la ciudad para entrar a cine, en una de
aquellas gigantescas salas de cine que en nuestra juventud existían en el centro de la
ciudad, incluso en algunos barrios populares. Uno hacía la fila en la calle; no como ahora
que las salas de cine son muy pequeñas y quedan en el interior de los centros
comerciales. Pues bien, el colega vio que hacia él venía una Diosa de medida perfecta y
muy económica de ropas, mostrando un poco más de lo que ordenan los cánones.
Cuenta el colega que cuando la tuvo enfrente le dijo: «Adiós, mamacita». Sobre la
marcha, la muchacha volteó su mirada hacia él y le respondió: «Adiós, profe». No
sabemos a ciencia cierta qué fue realmente lo que mi colega le dijo a la muchacha, pero
cuenta él que después de la respuesta se puso rojo y que no sabía dónde meterse.

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