Está en la página 1de 8

APRENDIZAJES MÚLTIPLES: ENTRE JIM MORRISON Y EL DESAMOR

Por: John Rodríguez Saavedrai

A pesar de que mis padres Elizabeth y Sofonías fueron docentes toda su vida, y que
mis hermanos Eliana y Mario lo son actualmente, yo nunca pensé llegar a ejercer esa
profesión. Llegué a ella por cosas del destino y sin premeditarlo cuando un ex
compañero de la universidad me llamó para reemplazar a un colega suyo de la
Corporación Unificada Nacional de Educación Superior CUN de Bogotá que se había
mudado y que dejaba la vacante libre. Fue así como empecé y aunque jamás tuve en
mi currículo del pre grado de la universidad asignaturas que tuvieran que ver con la
pedagogía, asumí el reto.

El sentido común me ayudó a resolver las primeras clases y poco a poco fui
acomodándome en ese mundo complicado y apasionante de la enseñanza.
Enfrentarme a jóvenes ansiosos por aprender, con todas sus particularidades y sus
expectativas, me fue enamorando del oficio y hasta ahora sigo intentando ofrecerles lo
mejor de lo que tengo con errores y con aciertos. Pero particularmente, dentro de mi
experiencia, hubo un punto de inflexión que de alguna manera marcó la ruta que he
seguido. Me refiero a Silvio Sánchez Fajardo, docente, abogado y filósofo pastuso.
Recuerdo a Sánchez por muchas cosas, pero sobre todo porque como rector de la
Universidad de Nariño dio una charla sobre Educación a docentes de la Normal
Nacional de Pasto y allí dijo algo que me llamó la atención. Hablaba, recordando a
Levinás, que el acto pedagógico debe estar atado a la ética y que para eso era necesario
“perder poder para ganar afecto”. Yo escuché su intervención en un video de Youtube
y hubiera dado cualquier cosa por escucharlo personalmente, pero no pude porque
murió el 11 de abril de 2011 en esa ciudad del sur de Colombia cuando yo estaba en
Bogotá.

Aunque la apreciación de Silvio sobre la pedagogía atada a la ética me llegó cuando yo


ya llevaba un tiempo como docente, después de escucharlo me puse a la tarea de
encontrar semejanzas entre lo suyo y lo mío, es decir, entre su reflexión y lo que yo
hacía en el día a día con mis estudiantes. Entonces, encontré algunas cosas
coincidentes. Por ejemplo: yo no hago llamados de lista, no pido los certificados
autorizados para las ausencias de las clases, y algo muy importante: no asumo nunca a
los estudiantes como una masa informe que se mueve al fondo de los salones y los
entiendo más bien como un conjunto de mundos independientes y a la vez
interrelacionados.

THE DOORS: LA SALVACIÓN DE LA LECTURA

La mañana de febrero de 2015 llegué a la clase de Comprensión y Producción de Textos


a las 9:00 a.m. Era la primera clase del semestre y algunos estudiantes ya estaban en
sus lugares. Como la asignatura era transversal y debían tomarla los estudiantes de
todas las carreras, el grupo era grande. Más o menos tenía allí a unos 35. Cuando me
ubiqué en el escritorio, miré hacia donde estaban ellos y entre todos vi a uno que me
recibió con una actitud retadora. Estaba sentado en su silla de manera desajustada y
no me quitaba los ojos de encima con un gesto parecido al de la rabia. Después de
unos minutos, empecé a preguntarles sobre sus pasiones. Me importa mucho como
docente saber qué les apasiona a los estudiantes, qué les mueve el corazón, qué los
motiva a caminar todos los días. Entonces, cuando le pregunté al chico retador, me
respondió de manera coherente con su actitud física y su mirada.
-¿Sabe qué, profe? A mí esa vaina de la lectura no me gusta, me dijo. Yo insistí: le dije
que ya que la lectura no era de sus más mínimos afectos, qué era eso que lo
apasionaba. -El Rock, me dijo.

Así empecé a preguntarme mentalmente cómo habrá sido su infancia, por qué el rock
se le metió entre las venas, cómo serán sus amigos, de qué hablarán entre ellos en el
barrio, qué lo llevó a estudiar Diseño Gráfico y no otra cosa. Me imaginé también que
posiblemente ese chico pudo haber padecido lo que yo en mi etapa de colegio cuando
las lecturas eran obligadas, como cuando a mis cortos dieciséis años un profesor me
obligó a leer La Eneida de Virgilio so pena de matarme con la nota si no lo hac ía. No
quiero decir que la obra de Virgilio, o la de Shakespeare o de Homero no sean
importantes, ni más faltaba. Lo que quiero decir es que hay momentos para ciertas
lecturas y por lo menos el momento mío para leer La Eneida no era ese.

Cuando el chico me habló de su apasionamiento por el rock, le pregunté qué grupo le


causaba algo y él me dio un nombre sin pensarlo.

-The Doors, me dijo.

Enseguida me acordé de Una oración americana, el poemario de Jim Morrison.

-¿Y leíste Una oración americana?, le pregunté.


-No, ¿qué es eso?, me respondió.

Le conté que era uno de los tres libros de poesía que Morrison había escrito. Apenas
se lo dije, me miró distinto, como si fuera uno de los suyos, como si hubiera
descubierto que él me importaba como ser humano y el gesto y su manera de
acomodarse en la silla cambiaron.
-Yo tengo ese libro en PDF en mi computadora. Si quieres cuando salgamos me lo
recuerdas, vamos a la oficina y te lo comparto, le dije. Él sonrío y asintió.

Efectivamente, una vez terminada la clase, cuando iba saliendo me alcanzó y me lo


recordó. Fuimos a la oficina, se lo envié a su dirección de correo electrónico y se fue
feliz. Después de unos días vi al chico sentado junto a la cancha de microfútbol
leyendo unas fotocopias. Me le acerqué y me di cuenta de que era Una oración
americana. Lo había hecho imprimir y lo andaba cargando en su mochila.

De esa manera, no sólo con él sino con muchos otros estudiantes, empecé a romper el
muro, a borrar la verticalidad de la relación docente-estudiante y a inclinarla hacia
una horizontalidad; en otras palabras, a “perder poder para ganar afecto”, como nos
lo recordaba Silvio Sánchez en su charla a los docentes en Pasto.

INSTRUMENTALIZACIÓN Y HUMANIZACIÓN

Hablar de conocimiento implica tener en cuenta unos saberes que, aunque no estén
incluidos en el pénsum, también tienen una importancia notable en la formación de
los estudiantes. Por eso, proponer estrategias alternativas que incluyan esos saberes
paralelos a la academia, también es un reto importante. Actualmente, la exagerada
instrumentalización del conocimiento ha demostrado que, contrario a velar por
mantener vivo al ser humano, lo sepulta. Así, el conocimiento enfocado solamente
hacia las dinámicas económicas del mercado puede llevarnos a una fatalidad peor que
la que estamos padeciendo en la actualidad. Es por esto que se hace necesario
construir espacios de diálogo y convertir a los salones en verdaderos escenarios de
construcción conjunta de pensamiento, para no quedarse en la sociedad de la
información y llegar a la del conocimiento, para generar agenciamientos que nos
permitan relacionar conceptos con actividades de la vida práctica.
Quizás unos de los ejemplos más claros del planteamiento anterior, es que muchos de
los que han gobernado fatalmente al país han estudiado en las mejores universidades
del mundo, lo que quiere decir que, por muy top que sea una universidad, eso no es
garantía de acciones que estén a favor de humanizar al país y al mundo. Tal vez
también porque lo que ha faltado para que eso sea posible no se aprende en la
universidad sino, por ejemplo, en la casa, en el contexto barrial o comunitario. Por eso
es tan importante entender los contextos de los estudiantes, saber cuáles han sido sus
motivaciones para ingresar a la universidad.

Aquí no se trata de mostrar fórmulas para que la educación en el país cambie de


manera inmediata. Lo que se busca es contar experiencias que puedan servir como
referentes frente a estrategias como la mercantilización de la educación y sus
consecuencias. Ya hemos visto cómo cada vez más la educación en Colombia se
convierte en un negocio y cómo dentro de esas prácticas los estudiantes terminan
convertidos en clientes. Eso, cuando no pasa lo peor: que los jóvenes, a falta de interés
por los modelos educativos actuales o por las imposibilidades económicas para
ingresar a las universidades, terminen muriendo en uno de los bandos de esta guerra
absurda que hemos mantenido hace siglos.

Los acuerdos de paz firmados por el gobierno de Juan Manuel Santos y la guerrilla de
las FARC, con todos sus errores y sus limitaciones, han abierto las puertas para que
cada vez más los jóvenes colombianos sientan que es posible vivir en un país distinto
al que han tenido que padecer sus abuelos y sus padres. Y eso no es posible sin una
educación que esté a favor de la construcción humana, de la defensa de los animales y
de la naturaleza, del respeto por el otro y de la convivencia. Todas estas son tareas
urgentes que debemos llevar a las aulas para que nuestro trabajo pueda despertar en
los estudiantes las ganas de luchar por un país y por un mundo mejor.
En el fondo, lo que yo hice cuando empecé con la docencia, fue aplicar un método mío
basado en lo que viví en la universidad, pero al revés. Me propuse hacer todo lo
contrario a lo que hicieron conmigo y creo que ha funcionado. Mientras en la
universidad a mí me castigaban con la nota, yo no lo hacía. Mientras podía perder una
asignatura por faltar a clase, yo no lo hacía. Mientras el docente se mostraba como la
única voz capaz de contener una verdad absoluta, yo no lo hice. Y cada vez trato de
recordar las prácticas pedagógicas de mi pre grado para hacer lo contrario siempre.

EL DESAMOR COMO POSIBILIDAD DE APRENDIZAJE

Cuando les conté a mis estudiantes que en mis clases una pena de amor era
argumento suficiente para faltar a clase, me miraron sorprendidos. No lo podían creer.
Su miradas de desconcierto fueron unánimes. Pero, ¿cómo puede ser?, se
preguntaban entre ellos. Ese sorpresivo anuncio cambió nuestras relaciones de
manera definitiva. Y era verdad. Si las penas de amor de nuestros estudiantes no nos
interesan, no nos interesan nuestros estudiantes. Eso era lo que pensaba y sigo
pensando. Desde esa experiencia del desamor, por ejemplo, también se puede
aprender. Se necesita vivir esa experiencia, como muchas otras, y asumirla como una
forma de aprendizaje, como una forma de identificar problemas y de buscar maneras
de resolverlos. A ese tipo de saberes me refería antes cuando hablaba de aquellos que
no están incluidos en el pénsum, pero que no por eso dejan de ser importantes.

En esas condiciones, se reviven planteamientos éticos, políticos y hasta corporales de


los estudiantes y se convierten en procesos importantes para su formación humana
más allá de los intereses mercantilistas del conocimiento. De eso se trata también el
“perder poder para ganar afecto”. Cuando sepamos que los estudiantes no son cajitas
de cartón para llenar de información, quizás podamos dar pasos hacia una educación
distinta. Cuando encontremos en ellos también una posibilidad maravillosa de
aprendizaje y cuando abramos nuestros corazones para que entren sin temor de ser
juzgados, quizás vayamos más allá de lo escrito en los manuales.

La pregunta entonces para mis colegas docentes es: ¿hasta qué punto estamos
dispuestos a “perder poder para ganar afecto”? Cada uno responderá a su manera,
desde su experiencia y desde lo que entienda por aprendizaje, por didáctica y por
pedagogía. Pero antes de finalizar, quiero recordar una reflexión más de Silvio Sánchez
en su charla a los docentes de la Normal de Pasto: él decía que quienes con
conocimiento o no del planteamiento de Levinás cumplen sagradamente con ese
“perder poder poder para ganar afecto”, son las madres. Decía que eso es lo que ellas
hacen siempre porque están dispuestas a todo (incluido el perder el poder), para
enseñarnos cosas, y lo mejor, que justamente es por eso que lo que ellas nos enseñan
no se nos olvida nunca.
i
Comunicador Social y Periodista de la Universidad Central de Bogotá. Magíster en Etnoliteratura de la Universidad
de Nariño. Trabajó como docente en la Corporación Unificada Nacional de Educación Superior CUN, de Bogotá.
Además, en Canal Capital de Bogotá y en La Diaria, de Montevideo. Ha publicado las novelas Desayuno & Teléfono
(Secretaría de Cultura de Pasto-2013) y Muerte de Conejo por vodka (Ediciones Ceibo de Santiago de Chile-2014).

También podría gustarte