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Alteraciones de la flexibilidad en

el autismo. Ángel Rivière


DANIEL VALDEZ·JUEVES, 9 DE JUNIO DE 2016

Fragmento de una Conferencia brindada por Ángel Rivière en Buenos Aires y


publicada en: Daniel Valdez (2001) (Comp.) Autismo. Enfoques actuales para
padres y profesionales de la salud y de la educación. Buenos Aires: FUNDEC.

Hay un aspecto concreto del autismo que es el que menos ha sido tratado
históricamente. Sin embargo, está ahí desde el principio; y, con frecuencia, en un
proceso de diagnóstico, termina siendo un aspecto sustancial. Termina siendo lo
que nos lleva a concluir que lo que tiene determinado niño es un trastorno de
Kanner, por ejemplo, frente a otro tipo de cuadros.

Además, en la vida de las personas autistas y de sus familias, este aspecto tiene
una importancia decisiva. Ese aspecto es el referido a la inflexibilidad; es decir, a
la falta de flexibilidad de la mente y la conducta de las personas autistas.

Creo que éste es uno de los problemas más difíciles, al que voy a tratar de
acercarme; voy a referirme a los temas que hoy se están abriendo en relación con
ese contenido concreto, que es el problema de la flexibilidad y la mente autista.

El problema de la flexibilidad se plantea desde el primer día. El artículo de Kanner


sobre autismo es de 1943. Muy poco tiempo después, en febrero de 1944, Asperger
también está definiendo el autismo. (…)

Hablamos entonces de la falta de flexibilidad de la mente autista, de la propensión


a evitar los cambios, de lo que yo llamaría –y disculpen esta expresión algo
filosófica– una mente parmenídea en la que nada cambia, en la que la multiplicidad
y el dinamismo de lo real no pueden ser asimilados, provocando una oposición
sistemática por parte del niño. Éste es uno de los aspectos que fascina tanto a
Kanner como a Asperger.

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En el año 1956 (es decir, trece años después de que el autismo haya sido definido
por primera vez), Kanner, como ocurre muchas veces con el científico maduro,
trata de dar una visión lo más sintética posible de lo que él considera el sancta
santorum del autismo, el núcleo del autismo.

Me estoy refiriendo a un artículo de Kanner y Eisenberg de 1956, en donde estos


autores tratan de resumir lo esencial del autismo; tratan de decir en pocas palabras
en qué consiste el cuadro, mediante una síntesis completa.

Ellos dicen que, a la luz de la experiencia, se pueden aislar dos rasgos esenciales:
“un extremado aislamiento y una obsesiva insistencia en la preservación de la
invariancia”. (El problema del aislamiento es el elemento tradicional en la
reflexión sobre autismo.) Estos rasgos pueden considerarse primarios, empleando
el término “primario” en el mismo sentido en que lo usó Bleuler cuando definió
los síntomas de la esquizofrenia.

De manera que Kanner y Eisenberg, cuando tratan de sintetizar en dos palabras


qué le pasa a la persona autista, lo hacen mediante dos elementos: la invariancia
(la inflexibilidad, una característica rigidez mental) y la extremada soledad autista
que Kanner ha definido de forma portentosa desde el principio, con gran capacidad
de penetración clínica y de descripción de los casos. Pero sucede que, a lo largo de
la historia del autismo, en general ha tendido a situarse como mucho más primario
uno de esos dos aspectos.

El primero de esos dos elementos (el extremado aislamiento, la falta de


comunicación, los trastornos del lenguaje concomitantes, los problemas que tienen
que ver con la relación afectiva, las dificultades en la codificación de emociones
de otros, la ausencia o limitación severa de la capacidad de mentalizar) se ha
llevado la mayor parte en la investigación sobre autismo, durante toda la historia
del trastorno.

Mientras que las conductas inflexibles –tal vez porque sabemos explicarlas peor,
tal vez porque nos plantean todavía problemas muy serios de interpretación– han
quedado un poco descuidadas. Sin embargo, podemos reconvertir esos términos
de Kanner a referentes actuales; a palabras actuales que tienen un papel importante
en la explicación reciente de los cuadros de autismo.

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Lo que Kanner llamaba –en los términos muy poéticos de 1943– extremada
soledad, en los términos menos poéticos del año 1999 se llama –al menos para un
grupo de investigadores– un trastorno de teoría de la mente. Es decir: un trastorno
en la capacidad de atribuir mente a otros, de inferir los estados mentales de otros.

Y lo que Kanner y Eisenberg llamaban la insistencia en la invariancia, que es lo


que Kanner también llamaba la necesidad de la preservación de la mismidad (la
necesidad de insistir en que lo mismo se repita; en que no haya variaciones), hoy
tendría un referente también concreto: el concepto neuropsicológico de función
ejecutiva.

De manera que los dos grandes referentes que tenemos hoy para prefijar esos dos
conceptos de la extremada soledad y de la insistencia en la invariancia son,
respectivamente, los conceptos de teoría de la mente y de función ejecutiva. La
idea de que el autismo implica un trastorno importante de la función ejecutiva es
una de las ideas centrales en la investigación reciente sobre autismo.

Casi treinta años después de que Kanner y Eisenberg hicieran esa observación a la
que acabamos de referirnos, en 1985 aparecen ambos conceptos a la vez en
autismo. Porque en 1985 se produce el descubrimiento empírico de una deficiencia
en la teoría de la mente, en un artículo absolutamente clásico de Baron Cohen,
Leslie y Frith.

Simultáneamente a la publicación de ese artículo se descubre, también


empíricamente, un déficit de función ejecutiva. Es en el mismo año que los
conceptos de insistencia en la invariancia y de soledad autista encuentran un
referente de investigación concreto en conceptos poderosos de la neuropsicología
o de la psicología cognitiva. No se trata sólo de un cambio de nombres; no es sólo
que, a lo que Kanner llamaba “soledad autista”, nos guste llamarlo “déficit de
teoría de la mente” (que, por otra parte, es un nombre mucho más feo y menos
poético); o que nos guste llamar “trastorno de función ejecutiva” a lo que Kanner
llamaba “insistencia en la mismidad”; sino que ese cambio de nombres implica la
referencia a conceptos con una definición precisa en la investigación. Son
conceptos mucho más precisos que los que estaban utilizando Kanner y Eisenberg
en el año 1956.

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Son conceptos que implican abrir la vía a una investigación experimental rigurosa
acerca de cuáles son las anomalías psicológicamente primarias que tienen las
personas autistas; y que implican relacionar esas anomalías con modelos
neuropsicológicos, por un lado, y finalmente con modelos neurobiológicos.

Y, en ese camino, el déficit de función ejecutiva (es decir, el trastorno de un


determinado tipo de funciones mentales que tienen una indudable referencia a los
lóbulos frontales) va a ser un concepto clave en la investigación reciente. Por eso,
hasta el final de mi reflexión, me voy a olvidar de la teoría de la mente (luego
volveremos a ella, hacia el final, por un camino un tanto insospechado), para
centrarme ahora en el déficit de función ejecutiva.

La idea de que hay un trastorno de función ejecutiva, en realidad, había sido


anticipada por un modelo de dos grandes neurólogos: Damasio y Maurer. Antonio
Damasio es un neurólogo portugués que está en Estados Unidos. Damasio tiene un
libro maravilloso que se llama El error de Descartes. Lo que hace, como
neurólogo, es un ejercicio muy complicado. Él dice: “Mire: esto es lo que yo veo
en las personas autistas. Y a mí esto me recuerda a ciertos problemas que veo en
personas con trastornos neurológicos definidos”.

La idea es que ciertas alteraciones concretas que se ven en las personas autistas le
recuerdan a determinadas anomalías que se ven en personas cuyas lesiones
neurológicas él conoce perfectamente. (…) O bien, hay déficits comunicativos que
recuerdan a deficiencias comunicativas de personas de las que sabemos que tienen
lesiones en determinadas porciones de los lóbulos frontales. Pensemos también
que la falta de iniciativa de las personas autistas recuerda a la falta de directividad
y de iniciativa que tienen personas con lesiones bien definidas en regiones
mesolímbicas frontales. Es decir: estos autores se basan en lesiones conocidas. Así
observan al autista, y dicen: “Pues esto me recuerda a una persona que tiene
trastornos en zonas que tienen que ver con la corteza frontal, con el sistema
mesolímbico; con zonas límbicas frontales”.

Ese era, en el año 1985, el modelo neurobiológico indudablemente más coherente


que existía sobre autismo. El trabajo de Damasio y Maurer, en este sentido, había
sido un trabajo importante en la reflexión sobre autismo. Pero unos pocos años

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después, en 1991, empieza a haber demostraciones contundentes de que,
efectivamente, hay algo que corresponde al concepto de función ejecutiva que se
da en los autistas. Tal vez debamos hablar un poquito de este concepto. ¿Qué
quiere decir esto de la función ejecutiva?

El de función ejecutiva es un concepto neuropsicológico. Se sitúa, justamente, en


la frontera entre lo psicológico y lo neurológico (lo neurobiológico). Y tiene que
ver con ciertas características que tiene el funcionamiento mental cuando en éste
están muy implicados los lóbulos frontales.

Sin duda, nosotros nos consideramos más guapos que ningún primate. Es así que
miramos al chimpancé con cierto desdén. Si nos viéramos vistos por ellos,
seguramente no seríamos un primate demasiado bello. Trato de hablar aquí desde
la perspectiva estética de un gorila o un chimpancé... Nosotros tenemos, por
ejemplo, una frente monstruosamente grande. Hay algo que ha crecido desde el
pleistoceno de manera espectacular en el desarrollo filogenético de esta especie,
que nos hace distintos respecto de otras especies.

Hay un tango que dice que veinte años no es nada. Pues 5.000.000 de años, en la
evolución, no es nada tampoco. Sólo hace 5.000.000 de años que tenemos un
antecesor común con los chimpancés, y 7.000.000 con los gorilas. En la evolución
de las especies, por lo tanto, el gorila y el chimpancé están al lado nuestro,
prácticamente.

Pero es indudable que, en esa evolución, en esos millones de años (y, sobre todo,
probablemente en una etapa que se extiende entre 1.500.000 y 400.000 años atrás),
aparece un fenómeno particular: el aumento considerable del tamaño de los lóbulos
frontales (del tamaño del cerebro en general). Nosotros tenemos 1.350 cm3, que
es una medida bastante mayor que la capacidad craneana que tiene un chimpancé
(la cual, según me parece, está alrededor de los 900 cm3).

Pero hablo fundamentalmente de una zona cerebral: los lóbulos frontales. ¿Con
qué tiene que ver ese desarrollo espectacular en la evolución humana de los lóbulos
frontales? Tiene que ver con la importancia que tiene, para un primate capaz de
fabricar instrumentos, la posibilidad de anticipar. Allí tenemos un primer concepto

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clave. Cuando están implicados en algo, los lóbulos frontales tienen que ver con la
anticipación.

Hay una gran observación de Luria, según la cual el cerebro, en el que


normalmente pensamos en términos de dos hemisferios (haciendo así una
distinción lateral), también podemos pensarlo en términos de lo anterior y lo
posterior. En este sentido, la parte delantera del cerebro tendría más que ver con la
futurización; con el trabajo sobre el futuro que hace el cerebro humano. El cerebro
humano tiene que trabajar sobre el futuro mucho más que cualquiera de nuestros
referentes más cercanos.

De manera que los lóbulos frontales tienen que ver con algo así como nuestras
capacidades de anticipar y de planificar. Si tuviéramos que sintetizar algo
violentamente la labor de los lóbulos frontales, diríamos que éstos tienen que
recoger información que viene de los sistemas que originan las emociones y las
motivaciones (el sistema límbico). Deben recoger esa información para convertirla
en propósitos, intenciones y estrategias flexibles con las que lograr esas
intenciones.

Por lo tanto, las marcas de fábrica de conciencia, memoria a corto plazo,


planificación, intencionalidad, flexibilidad, son absolutamente características de
los lóbulos frontales. Esto parece que hoy es claro en neurología. Lo que se llama
función ejecutiva tiene que ver con esas características de las funciones de los
lóbulos frontales.

La mejor definición que yo conozco de eso es la que nos dan dos investigadores,
uno de ellos muy importante en autismo, Pennington. Estos autores definen así la
función ejecutiva: “es la capacidad de mantener una disposición adecuada de
solución de problemas, con el fin de lograr un objetivo futuro.” (Vean ustedes que
allí aparece la palabra “futuro”.)

Esta disposición puede implicar uno o varios de los aspectos siguientes: a) la


intención de elidir una respuesta, o de diferirla hasta un momento posterior
adecuado. La conducta humana implica una necesidad de inhibición de guardarse
hasta después el impulso a la acción inmediata sobre una situación, que es
fundamental para esa conducta estratégica.

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Luego: b) un plan estratégico de secuencias de acción. La función ejecutiva
siempre tiene que ver con estrategias; c) una representación mental de la tarea,
incluyendo la información estimular relevante codificada en la memoria y el estado
de hechos futuros que se establecen como objetivos. En psicología cognitiva, el
concepto de función ejecutiva está muy relacionado con la noción de un sistema
central de procesamiento de capacidad limitada. El cerebro no es una monarquía
absoluta (gracias a Dios); pero, por lo menos, es una república federal. Se parece
más bien a Suiza. El presidente de Suiza tiene un papel muy limitado.

Ningún suizo sabe cómo se llama su presidente, por ejemplo. Ésa es una costumbre
que tenemos gentes de otras latitudes. Pero sí tiene un cierto papel de coordinación,
de definición de estrategias. Y allí jugaría un papel semejante al del lóbulo frontal.
Hay otros lóbulos que son más importantes para la vida. Por ejemplo: las lesiones
frontales no tienen una consecuencia tan espectacular como otras lesiones
cerebrales, en cuanto a la supervivencia.

Sin embargo, todo nos indica que los lóbulos frontales tienen que ver con cosas
muy importantes de nuestra vida mental; tomemos conceptos como los de atención
y conciencia, o la memoria a corto plazo (también llamada memoria de trabajo).
Tenemos esa memoria limitada, que es algo así como la memoria de la conciencia.

Luego tenemos, también, la flexibilidad estratégica. Ésta es la marca fundamental


del funcionamiento frontal: los humanos somos más flexibles. Luego
consideramos también el carácter propositivo, y dirigido al futuro. En este sentido,
decimos que los lóbulos frontales tienen que ver con la anticipación. Y, finalmente,
un componente importante es la inhibición. Vamos a tratar de imaginar ahora en
qué puede consistir una tarea particular, que pudiera representar algunos de los
conceptos que hemos señalado. Por favor, hagan el ejercicio de ponerse en el papel
de un psicológico cognitivo que investiga. Una buena tarea sería la llamada la tarea
de las Torres de Hanoi. Supongamos que hay tres ejes.

Tienen ustedes una serie de círculos, que pueden ensartar en esos ejes, y que son
de distintos tamaños. Los círculos están metidos en un eje. En uno de los ejes hay,
debajo, un círculo rojo, de gran diámetro; luego hay, un poco más arriba, un círculo
amarillo, de menor diámetro; luego un círculo azul, de menor diámetro todavía;

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después un círculo verde, de menor diámetro aún; y finalmente, arriba de todo, un
círculo negro de diámetro muy pequeño.

Estos círculos se encuentran ensartados en el eje que se encuentra a la derecha de


ustedes. La tarea consiste en pasar todos esos círculos al eje situado más a la
izquierda. Pero nunca pueden poner uno más grande encima de uno más pequeño.
Es decir: no pueden colocar un círculo de mayor diámetro sobre otro de menor
diámetro. La esencia de la solución a esa tarea está dada por un concepto que casi
se podría establecer como lema para un político. Ese concepto diría algo así como:
para avanzar, a veces hay que retroceder.

La única manera de dar un paso adelante, es dando un paso atrás. Los retrocesos
aparentes a veces son necesarios para avanzar. Es una especie de lema de la
inteligencia práctica y social, diríamos. Uno tiene que tener la flexibilidad
suficiente como para darse cuenta de que, si paso el círculo de más arriba (el negro)
al eje del medio, puedo pasar el siguiente (el verde) al eje situado a la izquierda.
Después tengo que realizar una clase de retroceso aparente. En la tarea hay varios
momentos en donde, para poder resolverla, tengo que ir hacia atrás.

Es ésta una tarea típica de función ejecutiva. Implica que tienes que planificar
estratégicamente algo; y que hay una flexibilidad necesaria para entender que, a
veces, en la vida es mejor retroceder para avanzar. (En nuestra vida de relación,
ésta sería una de las consideraciones más importantes que deberíamos tener en la
cabeza de vez en cuando, creo yo.) Vamos a poner otro ejemplo de tarea de función
ejecutiva. Esta vez, la tarea es aparentemente más burda; pero es muy interesante.

Es la tarea de tarjetas de Wisconsin. Sobre la mesa hay una serie de tarjetas que
contienen figuras de distinto color, tamaño y forma: una tarjetas tienen triángulos
grandes verdes, otras tarjetas tienen triángulos pequeños verdes, otras tienen
triángulos pequeños rojos, otras tienen triángulos grandes rojos, etc. Supongamos
que les pido que clasifiquen esas tarjetas en tres grupos. Pero no les digo con qué
criterio tienen que clasificarlas. Simplemente les digo que las clasifiquen, y les voy
diciendo: “No”, “Sí”, “No”, hasta que usted empieza a descubrir cuándo le digo
“Sí”. Entonces usted dice: “Ah, me dice sí cuando pongo aquí los triángulos, aquí

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los cuadrados y aquí los círculos. Por consiguiente, parece que es la forma lo que
esta persona está queriendo que sirva como dimensión que guíe mi clasificación”.

Pero hay un momento en que yo, que soy el experimentador, cambio de criterio; y
no se lo digo a usted. Seguramente, luego de nuevos “Sí” y “No”, usted llegará a
un momento de desconcierto al cabo del cual tendrá que variar la dimensión. En
medio de la tarea, yo he cambiado la dimensión; antes era la forma, y ahora es –
por ejemplo– el color. De manera que, ahora, lo que vale es que aquí están las
tarjetas verdes, aquí están las tarjetas rojas, y aquí están las tarjetas amarillas. Lo
que se calcula allí objetivamente es cuánto tarda, cuántos ensayos tarda la persona
en cambiar su mente; cuándo reconoce que hay un cambio en la situación, y cuánto
tarda en reconocer eso. Tenemos que entender estas tareas para entender los
primeros estudios experimentales serios en los cuales se demuestra ese déficit, ese
trastorno en la función ejecutiva de flexibilidad de las personas autistas.

En el año 1991, tres investigadores norteamericanos, Ozonoff, Pennington y


Rogers, hacen un estudio realmente muy interesante. Van a trabajar con veintitrés
personas autistas de muy alto funcionamiento mental, que tienen entre 8 y 20 años
de edad. Ellos van a comparar a esas veintitrés personas autistas con un grupo de
control (con otros chicos), compuesto por veinte personas con diversas
alteraciones (especialmente, déficit de atención con hiperactividad y dislexia).
Ambos grupos están igualados en edad cronológica, cociente intelectual, verbal y
sexo.

A esos grupos les dan tareas de teoría de la mente, que implican inferir estados
mentales; y, también, tareas de función ejecutiva. Ellos suponen que lo que van a
encontrar como diferencia principal entre esos grupos estará dado en las tareas de
teoría de la mente. Pero se encuentran con una sorpresa: la diferencia más clara
parece que está en la función ejecutiva. (…)

A pesar de que eran capaces de entender una cosa muy complicada en el mundo
mental de otros, de entender que el otro puede tener una representación mental
distinta de la propia, que además no se corresponde con una situación (que es lo
que se hace cuando se resuelve una tarea de falsa creencia), esos autistas mostraban

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sin embargo mucha inflexibilidad en las tareas de función ejecutiva, en las cuales
eran muy inferiores al otro grupo.

En el año 1991, hay un nuevo trabajo de Pennington y Rogers que, en realidad, es


una continuación del trabajo anterior. Estos autores dividen al grupo de veintitrés
autistas muy inteligentes en dos grupos distintos: un grupo integrado por personas
con síndrome de Asperger y otro grupo integrado por personas con síndrome de
Kanner de alto nivel. (Saben ustedes que el síndrome de Asperger es una especie
de subgrupo autista peculiar; la palabra “autismo”, creo yo, cuadra perfectamente
con el síndrome de Asperger, a pesar de que separemos el trastorno autista de
Kanner y el trastorno de Asperger.) Es así que comparan cómo resuelven ambos
grupos las tareas de función ejecutiva y de teoría de la mente. Lo que encuentran
es que las personas con síndrome de Asperger no presentan diferencias con el
grupo de control en teoría de la mente; pero sí en función ejecutiva.

Siguen mostrando un déficit importante en las competencias de flexibilidad. Esto


lleva a los autores a suponer que el trastorno de función ejecutiva puede ser el
trastorno primario. Vean ustedes cómo repercute esto sobre las concepciones que
se tienen al respecto. Porque lo que nos están diciendo es: el problema fundamental
del autista es su inflexibilidad.

Y lo demás es consecuencia de ello. Tal vez, su dificultad para entender las


relaciones sociales esté dada por el hecho de que las relaciones son inherentemente
versátiles, flexibles, cambiantes. El único dominio de la mente en el cual –como
decía Heráclito– todo fluye, todo cambia (por lo que no puedes bañarte dos veces
en el mismo río), es la relación social. La relación social implica una flexibilidad
inherente mayor que cualquier otro dominio mental. De manera que la conclusión
a la que están llegando estos autores es importante: el problema fundamental es un
problema de flexibilidad.

Lo demás lo tenemos que explicar a partir de allí. (…) Antes de seguir la reflexión,
hagamos alguna observación crítica; aunque es complicado hacerla. La que haré
es una crítica metodológica. Ozonoff –que es una gran investigadora que queda
fuera de mi crítica– extrae la conclusión de que hay diferencias en función
ejecutiva y no en teoría de la mente; por el momento, dejemos esa conclusión en

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espera. Es una conclusión un poco aventurada. ¿Por qué? Por una razón fácil de
entender, en el fondo. Porque está poniendo tareas relativamente difíciles de
función ejecutiva y muy fáciles de teoría de la mente. Si yo estoy tratando de medir
indicadores sutiles, y hago que algo sea muy fácil, me encontraré con que lo hacen
todos; entonces no hay inferencias. Las tareas de teoría de la mente son muy
fáciles.

Cuando empecemos a trabajar con tareas más sutiles de teoría de la mente, cosa
que está haciendo mi querido Daniel Valdez, que es profesor de esta casa, veremos
si allí también se puede decir lo mismo. Porque se trata de tareas mucho más
complejos. No se puede comparar la tarea de la torre de Hanoi o la tarea de las
tarjetas de Wisconsin con la tarea de falsa creencia de primer orden en teoría de la
mente. De modo que, por el momento, dejemos de lado esa conclusión. Es probable
que se puedan encontrar indicadores sutiles comportamentales tanto en teoría de
la mente como en función ejecutiva. Esto nos sitúa de lleno ante el problema de la
flexibilidad.

Conviene que nos enfrentemos a lo que puede significar, en el mundo mental de


una persona autista, el que haya esos problemas que tienen que ver con funciones
frontales, que tienen que ver con la flexibilidad, que tienen que ver con las
estrategias, que tienen que ver también con una función básica de los lóbulos
frontales (como es la función de anticipación, el acto de futurizar). Los lóbulos
frontales trabajan con el futuro, y no tanto con el presente. Son los que nos ayudan
a definir el futuro en nuestras conductas, en la organización de nuestras respuestas
al medio.

Como ustedes saben, estamos trabajando en el espectro autista, dentro del cual
hablamos de una serie de dimensiones. Dimensiones que siempre están afectadas
en las personas con autismo o con trastorno de Asperger. Y están afectadas en
distinto grado. Cuando yo preparaba esta conferencia, pensaba en cuáles de esas
dimensiones están en realidad relacionadas con la función ejecutiva.

Es decir: ¿qué dimensiones de las que están afectadas en las personas con autismo
(o espectro autista) tienen que ver con esa noción técnica de función ejecutiva que
hemos visto en diversos experimentos? La primera de esas dimensiones es la

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anticipación. Toda persona con trastorno autista o con trastorno de Asperger tiene
algún problema en esa función de futurizar que tienen los lóbulos frontales.

Ahora; ese problema puede ser muy distinto para unas personas y para otras, según
si el autismo se asocie (o no) a un retraso mental, según el autismo sea más leve o
sea más grave (porque el autismo, como otros tipos de alteraciones, puede ser más
grave o más leve). Este concepto tenemos que empezar a asumirlo.

El concepto de autismo es demasiado general. Hay autistas muy diversos, muy


distintos unos de otros. Pero todos ellos tienen alguna clase de problema con la
anticipación. Los más alterados, los más inflexibles (los más pequeños, a veces),
muestran esto con una adherencia inflexible a estímulos que se repiten de forma
idéntica.

Aparece, por ejemplo, una curiosa manifestación del autismo que Kanner no
conoció pero que previó: la videomanía. Es éste un síntoma nuevo para nuestro
mundo.

Para el autista pequeñito de veinte meses, de veintidós meses, la única manera de


que coma es si lo hace delante de la misma película que ha visto ayer. Por ejemplo,
“El Rey León”.

Esto ya lo veía Kanner en el año 1949. En ese año, Kanner escribe un artículo
totalmente fascinante, titulado “La concepción del todo y las partes en autismo
infantil precoz”. Allí Kanner dice que los niños autistas parecen necesitar la
“repetición fonográfica y fotográfica idéntica de una realidad” (y ahí estaba
hablando del video) para estar tranquilos. Cualquier pequeño cambio –dice él–
puede desatar en el niño un violento estallido de furia. Muchos papás saben de qué
estoy hablando.

Ese pequeño cambio de itinerarios; ese pequeño cambio de algo ritualizado,


habitual, produce en el niño un violento estallido de furia. La realidad “perfecta”,
para ese niño autista del nivel 1, es una especie de realidad parmenídea: que nada
cambie. Parménides decía que, en realidad, las cosas no cambian; los cambios son
engaños de los sentidos. Porque nada pasa del ser al no ser, ni del no ser al ser.

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Hablamos entonces de la oposición a los pequeños cambios. Hay niños autistas
que parecen muy afectados; niños en los cuales, sin embargo, aparecen funciones
espectacularmente altas. Luego de haber visto “El Rey León” 372 veces, en la vez
número 373 dan aparentemente muestras de contingencia a la relación; de
entender, de anticipar. Claro que anticipan; anticipa la memoria, y no la
anticipación. En el nivel más bajo, hay una resistencia intensa a cambios y una
falta total de conductas anticipatorias.

En un segundo nivel, encontramos niños que muestran conductas anticipatorias


simples en rutinas cotidianas. Con frecuencia se oponen a los cambios, y empeoran
en situaciones de cambio; pero empiezan a aceptar algunos cambios, siempre que
éstos estén esquematizados en la rutina cotidiana.

Ése es el cambio que se da del nivel 1 al 2: en el nivel 2, el niño empieza a admitir


los cambios; pero son cambios sobre las rutinas cotidianas. El tercero tiene
incorporadas estructuras más amplias; permite mucha mayor flexibilidad, mayor
adaptación. Un dato importante para situar este nivel es que, por ejemplo, el niño
entiende “Ahora es curso”, “Ahora es vacaciones”. Es decir: anticipa ámbitos más
globales. Pero puede haber reacciones catastróficas ante cambios no previstos. El
último es, por ejemplo, el chico con Asperger. Ya tiene capacidad para regular el
propio ambiente, para manejar cambios.

Un autista puede aceptar los cambios; pero no le pidamos encima que le guste. Es
como algunos niños que tienen que estudiar matemáticas: “Yo estudio
matemáticas; está bien. Pero no pretendan que además me gusten las
matemáticas...”

De modo que allí estaríamos en un nivel más alto, pero que sigue expresando la
preferencia autista por el mundo sin cambios, y la dificultad de anticipación. La
segunda dimensión del espectro que estamos trabajando en la que se expresa el
problema de la flexibilidad, es la que yo he llamado sencillamente flexibilidad
propiamente dicha. Y aquí encontramos nuevamente, como en todas las
dimensiones, cuatro niveles.

En el nivel más bajo predominan las estereotipias motoras simples. ¿Cómo puede
expresar su inflexibilidad un niño que tiene una mente cuyo nivel de desarrollo se

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corresponde principalmente con el estadio sensoriomotor? A través de una
inflexibilidad sensoriomotora.

De manera que, si yo hago balanceo rítmicamente mi cuerpo diecisiete veces, o si


doy palmadas, estoy expresando un mecanismo de inflexibilidad que se elabora, a
medida que el niño tiene una complejidad mental mayor, en forma de lo que
llamamos rituales simples (que son repeticiones). Es el niño que hace y deshace,
hace y deshace, hace y deshace una montañita de arena. Es el niño que ordena.

Muchos papás dicen: “Juega y luego ordena”. Y su juego preferido, en algún


momento, puede ser ordenar; ordenar una y otra vez.

En el siguiente nivel aparecen los llamados rituales complejos (en algunos casos,
hipercomplejos). Por ejemplo: Manuel es un autista muy inteligente, pero con un
grave trastorno de Kanner; con un lenguaje muy afectado. Cuando la madre
consigue que se duche, Manuel realiza una ducha parecida a lo que habrá sido el
baño del rey Luis XIV de Francia (el rey Sol). Supongo yo que, cuando se bañaba
Luis XIV, primero sonaban las trompetas, saldrían los edecanes, habría tipos con
una toalla, etc. En fin: aquello debería ser algo que implicaba un ritual
complicadísimo. Y esto se parece a la ducha de Manuel: el tubo de gel tiene que
estar en el milímetro exacto en que estaba el día anterior; el frasco de no sé qué no
puede estar en un punto distinto. Todo implica un orden riguroso que tiene que ver
con un ritual tremendamente complejo. Ahora ya no estamos frente a un ritual
simple, sino frente a un ritual muy complejo. En estos chicos suele aparecer un
apego excesivo a ciertos objetos.

Margarita, una niña autista gallega (y además, como buena gallega, más bien
céltica, rubiota, gordota, muy divertida), cuando se baña en verano en el mar
Cantábrico (que es una de las heroicidades más terribles que puede realizar el ser
humano) no sólo se baña con toda tranquilidad, porque es bastante insensible a la
temperatura, sino que además entra al agua con una carterita en donde lleva todas
sus revistas ilustradas. Estas revistas son una cosa muy importante en su vida; son
lo que le regalan los padres cuando hace las cosas bien. Y tiene que llevarlas a
todas partes; las de la semana, tiene que llevarlas a todas partes. Hay un apego a

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ese objeto; y se produce una cierta inseguridad si desaparece ese objeto de la vista.
Lo tiene que llevar incluso cuando entra al mar.

Finalmente, en el nivel más alto aparecen contenidos obsesivos y limitados de


pensamiento, intereses poco funcionales y poco flexibles, y un rígido
perfeccionismo. Esto es característico de los chicos con Asperger. En algún chico
con Asperger que conozco ha sido posible el paso a estudios universitarios,
superando un examen muy difícil, que es un examen de selectividad. En España,
después de la enseñanza secundaria, tenemos un examen de selectividad para
acceder a la universidad.

¿Cómo logró superar esa examen este chico? Porque se ha conseguido que, en ese
examen, le dieran tiempo libre; si le hubieran limitado el tiempo, la lentitud
relacionada con su rígido perfeccionismo hubiera hecho imposible que aprobara el
examen, cuando el chico tenía capacidad mental y conocimientos para poder
realizarlo. Estamos hablando ya de los niveles más altos.

La tercera dimensión que tiene que ver con la función ejecutiva es, quizás, la más
importante, y en la que menos se ha pensado a lo largo de la historia. Y aquí sí
tengo el orgullo de haber sido yo quien empezó a trabajar esa dimensión por
primera vez. Esta dimensión tiene que ver con un problema hasta ahora poco
consciente en la comunidad de gente que se dedica al autismo. Es, quizás, el
problema más serio en la vida real de las personas con espectro autista (y con
autismo de Kanner).

Me refiero al sentido de la actividad; al hecho de que las cosas tengan sentido, de


que lo que se hace tenga sentido. Un chico con síndrome de Down tiene muchos
problemas. Pongo este ejemplo porque, característicamente, un chico con
síndrome de Down no tiene espectro autista. Pero, con todos esos problemas, lo
que hace y le sucede tiene sentido. Tiene un sentido poco analizado; tiene un
sentido menos elaborado que el de otros chicos. Pero tiene sentido.

Dar sentido es una función importante de los lóbulos frontales. La palabra sentido
tiene que ver con el futuro, con lo que se anticipa, con la finalidad, con el propósito.
Decimos que algo tiene sentido cuando tiene un propósito. Esto tiene que ver

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también con otro concepto clave: con la coherencia central, que es –como bien
señalan algunos autores– lo que falla principalmente en los autistas.

Es así que tenemos también un trastorno del sentido; un trastorno que va a ser
importante en el trabajo con las personas autistas. En los niveles más bajos, hay un
predominio masivo de conductas sin sentido. Es el caso del niño que corretea de
un lado para otro; no sabemos adónde va, no tiene un sitio adónde ir, no ha definido
un propósito de esa actividad. Ese niño es inaccesible a consignas externas que
dirijan su actividad.

En el nivel segundo, ante consignas externas, el chico sólo hace actividades


funcionales breves. Es el chico del que suelo decir –y no lo digo peyorativamente,
por supuesto– que no tiene disco rígido. Ese chico exige una enorme atención, un
trabajo constante con él. Porque, de lo contrario, su acción cae en esa especie de
fondo que es el nivel 1.

En el nivel siguiente ya aparecen actividades autónomas de ciclo largo, que no se


viven como partes de proyectos coherentes, y cuya motivación es externa.
Finalmente, en el último nivel, aparecen actividades de ciclo muy largo, cuya meta
se conoce y se desea pero sin una estructura jerárquica. Cuando tú le preguntas al
chico con Asperger ¿Qué vas a hacer el día de mañana?, se queda desconcertado.

Y tal vez ese chico ha hecho estudios superiores. Pero esa jerarquía de sentido que
hace que ustedes estén aquí, y que eso forme parte de un proyecto vital (que tiene
que ver, en algunos casos, con su familia; en otros, con su profesión; y hasta quizá
haya algún curioso que esté por mera afición intelectual), es débil incluso en
personas con trastorno de Asperger. Porque los lóbulos frontales tienen que ver
con el sentido; la función ejecutiva tiene que ver con el sentido. Finalmente, hay
una última dimensión que ustedes me van a permitir que no explique; porque es
demasiado complicada.

Me estoy refiriendo a la capacidad de crear semiosis, que tiene que ver con la
flexibilidad. Es la llamada capacidad de suspensión, que explicaré
brevísimamente. Para hacer significantes (es decir, para significar), un mecanismo
que utilizamos es dejar en suspenso una acción. Si yo a usted le pido un lápiz de
este modo, tendiendo mi mano hacia usted, lo que hago es suspender la acción de

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aprehender o tomar. Si yo señalo del siguiente modo, con mi dedo índice hacia el
fondo del salón, suspendo la acción de tocar.

Los primeros símbolos enactivos de los niños son acciones. Mi hijo Pablo, cuando
era pequeñito, un día fue a decirme: ¡Papá! fff... fff... fff.. Sopló, mostrándome un
mechero. Sopló al aire. Eso es un símbolo. En cambio, si tomo mi encendedor, lo
enciendo y luego soplo la llamita de fuego, eso no es un símbolo. No es un símbolo
sino una acción instrumental. Pero soplar el aire sí es un símbolo. De modo que
ahora se suspende algo más complejo; se suspende una acción instrumental.
Llevarse una cuchara de sopa vacía a la boca, es un símbolo; pero llevársela llena,
no es un símbolo.

En un nivel más alto, el niño suspende las propiedades de lo real. Por ejemplo:
cabalga en una escoba. Atribuye a la escoba otras propiedades que no son la
realidad de la escoba. Suspende lo real, para crear el modo de ficción. Y, en el
último nivel, hace algo más maravilloso: suspende hasta las propias
representaciones. Suspende hasta las palabras. Deja en suspenso el lenguaje.

Con niños muy pequeños, hemos realizado una tarea que son capaces de resolver
niños de cinco años. Es una tarea de comprensión de metáforas. Para entender una
metáfora, hay que ser flexibles. Hay que dejar en suspenso lo literal Hay que
advertir que las cosas pueden tener dos sentidos. Y éste podría ser otro contenido
del lema de un político. A veces las cosas no significan lo que significan.

A veces las cosas tienen más de un sentido. Es más: tenemos la ventaja, si somos
políticos, de que puedan tener muchos sentidos. Ahí aparece el último componente
que tiene que ver con la función ejecutiva. ¿Por qué la inflexibilidad podría ser tan
dramática? ¿Qué tendría que ver con el otro gran aspecto del autismo (que es la
soledad mental, la falta de relación)? Las personas somos demasiado cambiantes,
ruidosas e inanticipables. Jerry es un autista que decía que a él, de pequeño, las
personas le resultaban terriblemente desconcertantes. Él no podía anticipar su
funcionamiento.

El mundo social nos exige una flexibilidad mayor. En el mundo social,


constantemente hay que dejar en suspenso esas representaciones. Para entender,
por ejemplo, que los demás tienen representaciones falsas (que tú puedes creer

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algo que yo no creo), yo tengo que dejar en suspenso mis propias representaciones.
Eso me exige a mí ser flexible. La ausencia de una teoría de la mente –y esto no es
fácil de explicar– puede ser la consecuencia de un trastorno fundamental de la
flexibilidad de esa mente.

Todavía queda mucho por investigar en el ámbito de la inflexibilidad. Pero es


importante entender que es posible que esa dimensión tenga un papel mucho más
crucial que el que se le ha dado en la explicación del autismo.

El problema que no se plantea es qué hacer con esa inflexibilidad. Esto es materia
de otra conferencia. Pero, al menos, permítanme tres comentarios. En primer lugar,
cuanto más ayudemos a anticipar el uso de pictogramas, planes anticipatorios,
agendas visuales que permiten facilitar la anticipación, más le estamos facilitando
la vida a ese chico al que la naturaleza le ha dado una mente inflexible. Y éste es
un concepto absolutamente clave.

En segundo lugar, siempre vamos a tener que aprender, como terapeutas, como
padres, como profesores de autistas, a negociar con ellos la flexibilidad. Tenemos
que aprender que no podemos convivir con una persona autista si queremos
demasiada versatilidad en nuestro mundo.

Para convivir con él hay que aceptar unas ciertas reglas, una cierta inflexibilidad.
Pero en esa negociación, cada vez más, él puede aceptar cambios; siempre que
esos cambios le sean preparados de alguna manera. Hay que aceptar que hay una
cierta inflexibilidad. En tercer lugar, y en la medida en que sea posible, hay que
enseñarle a realizar esas actividades de suspensión, de semiosis.

Un autista, en primera instancia, no entiende una metáfora; no entiende nuestros


chistes. Hay que explicarle el chiste; y explicarnos un chiste es una de las cosas
peores que nos pueden hacer en la vida.

Para finalizar diré que al niño autista pequeño, al hacerle la vida lo más previsible
y estructurada que sea posible, sencillamente lo estamos ayudando a ordenarse;
porque, de lo contrario, su mundo mental es un caos insoportable. Y es así que
tiene que recurrir a rituales, estereotipias, etc, para poner un orden externo en ese
mundo. Es verdad, sin embargo, que cuando el chico va avanzando, el terapeuta

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tiene que hacerse más flexible. Los que no son buenos terapeutas de autistas son
los autistas. Esto debe quedarnos claro. El terapeuta tiene que ir flexibilizando.

Voy a establecer una ley muy sencilla: el nivel de flexibilidad va a depender


decisivamente del nivel cognitivo, del nivel de profundidad del espectro autista.
Cuanto menos espectro hay (cuanto más va avanzando el chico), mayor
flexibilidad se admite. En este sentido, digamos que el terapeuta, el profesor, los
padres, siempre tienen que estar pendientes de en qué medida pueden ir abriendo
la mano a una realidad más flexible, procurando añadir la flexibilidad como un
aspecto esencial de su propio trabajo.

No se debe abusar de la inflexibilidad; no se debe hacer más artificiales los


ambientes de lo que hace falta; no hay que dar una estructura tan rígida que no sea
la estructura admisible por el chico. Hay chicos que empiezan a ser más flexibles;
y, a veces, tardamos en darnos cuenta de que podemos dar más flexibilidad.

Pero cuidado: siempre han demostrado ser un desastre los ambientes


absolutamente versátiles, los cambios constantes, los horarios desordenados, la
falta de orden anticipable. Al respecto, la historia de las personas con autismo ha
sido tajante en decirnos: “Mire usted: ahí el chico ha empeorado; no le produce
usted más que dificultades”.

Cuanto más pequeño es, cuanto más afectado está, cuanto más bajo es el nivel
cognitivo, más estructura necesita. Hay que ordenarles su mundo para ayudarlos.

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