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MADRE DE DIOS.

Éste es el título que el concilio de Efeso en 431 le dio a María, la madre de Jesús. Un obispo
llamado Nestorio—que fue primero presbítero de Antioquía, y hecho después patriarca de
Constantinopla; pero depuesto en el concilio—encontró difícil aceptar que el niño nacido a
María fuese «Dios», y su dificultad vino a expresarse cuando rehusó describir a María como la
«Madre de Dios», tal como ahora se la llama comúnmente para hacer énfasis en la deidad de
Cristo. El Concilio decretó que el título podía ser dado justamente a María ya que el que había
sido concebido de ella era por el Espíritu Santo, y era el Hijo de Dios y, por tanto, «Dios» desde
el momento de su concepción.
Desafortunadamente, el término pronto llegó a considerarse como si expresara una exaltación
de María, y alrededor del siglo sexto la iglesia tomó falsas ideas (ideas que fueran
originalmente formadas por los gnósticos y una secta llamada colidirianos) en cuanto a María,
y se abrió el camino para la adoración de María, la que ha ido creciendo grandemente desde
entonces, especialmente en la Iglesia Católica Romana (Véase Mariolatría).
Varias veces el NT habla de María como la «madre de Jesús» (p. ej., Jn. 2:1; Hch. 1:14). Ella
recibió una gracia especial de Dios para que le sirviera en forma única. En este respecto, ella
está sola entre la humanidad, y todas las generaciones la consideran «bendita». Pero la
Escritura guarda silencio en cuanto a cualquier lugar especial que María tuviese por sí misma.
El título «madre de Dios» (zeotokos) debe entonces usarse con cuidado debido a las
implicaciones sobre María misma, aunque la teología evangélica reconoce lo apropiado del
término cuando se aplica, como en Éfeso, para declarar la deidad de Jesucristo aun en su vida
encarnada.

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