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Para este análisis partiré de concebir el teatro como un servicio público; esto es:
Primero. Que no está sujeto a apropiación; es decir, cuando pagas la entrada al teatro
no compras la obra, sino su disfrute temporal. Tampoco está sujeto a exclusión; es
decir, no se puede impedir su disfrute a nadie que tenga una entrada. No está sujeto a
consumo rival; esto es, que el disfrute de un individuo no impide que simultáneamente
lo disfrute otro. Ni tampoco se acomoda eficientemente a las reglas del mercado; esto es
que por ser intangible, inmaterial, efímero, no puede ser almacenado, producido en
serie y más complicado aún: las inversiones en mejoras tecnológicas, de acuerdo con las
teorías de los economistas ingleses Bowman y Bowen no son trasladables al coste de la
boletería. etc. Una vez establecido lo anterior habría que entrar a caracterizar el
mercado teatral en Colombia, aunque sea arriesgado hablar de tal cosa. Y no es que no
haya iniciativas en ese sentido, las hay; pero son iniciativas excluyentes, limitadas por
diversas circunstancias que sería muy amplio analizar y son de carácter puntual o
focalizado en algunas ciudades. Alguna que otra organización con fuertes nexos
políticos que canaliza recursos del estado, vía Congreso de la República y se han
constituido en importantes empresas del sector cultural con proyección internacional.
Pero, además, no hay una infraestructura teatral eficiente. Las salas alternativas no
pasan de 300 en el país y son muy pocas las ciudades que tengan teatros públicos o
privados que además sean programadores y superen las 400 butacas; en todo caso no
son muchas más que las ciudades capitales de departamento. Bueno, se diría, pero esas
pocas salas públicas y las salas alternativas concertadas ya son un embrión de mercado,
y ahí están los festivales; pues resulta que habiendo tanta demanda de espacio y tan
poca oferta los costos de las salas en condiciones de albergar más de 400 espectadores
son exorbitantes y a esto habría que agregarle impuestos, seguridad, boletería,
publicidad y ahí sí que el famoso mal de costes es una realidad. Y las salas concertadas;
bueno ellas tienen un subsidio del estado que las obliga a programar y a manejar una
boletería diferencial y de todas maneras a bajo costo, pues el sentido de la concertación
es crear públicos, entonces, al igual que los festivales negocian un pago, generalmente
simbólico con los grupos, de manera que la diferencia entre el valor pagado y lo que
realmente cuesta la presentación de la obra se entiende como gestión del grupo
organizador del festival o propietario de la sala concertada, en contraprestación por el
subsidio recibido.
Ahora concedamos en que pese a ser un servicio público el teatro debe generar
rentabilidad económica, es decir, dividendos; y digo concedamos porque yo sí creo que
los servicios públicos deben ser prestados o subsidiados por el estado, esa debería ser la
razón de su existencia, la del estado. Los ciudadanos sostenemos el estado no sólo con
el pago de nuestros impuestos sino que también con nuestro trabajo, y los artistas sí
que con más verdad, porque generamos identidad, porque contribuimos a la formación
los imaginarios regionales y nacional, porque nuestra producción da cuenta del grado
de desarrollo del pensamiento nacional. De lo anterior deviene que en la concepción
liberal del estado el gobierno tiene la obligación de proveer los servicios públicos,
entonces su enajenación en favor de particulares, constituye poco menos que obligar a
los ciudadanos a pagar por un derecho, a pagar de nuevo por un servicio que pagó
previamente con sus impuestos. Pero, como dije, concedamos que es un negocio.