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QUINTO DOMINGO DE CUARESMA

La oración colecta nos lleva a evocar la entrega de Cristo y a pedir que el


mismo amor que lo motivó a salvarnos sea el que vivamos como bautizados.
Día en que la Palabra nos presenta las tensiones entra la muerte y la vida.
Ezequiel (37,12-14) describe al pueblo de Israel en su exilio en Babilonia, sin
su tierra prometida, sin un descendiente de David ejerciendo el reinado, sin el
templo, sin posibilidad de volver. El autor y el pueblo experimentan esta
situación como muerte. En este contexto, el profeta hace un anuncio
esperanzador: «yo mismo abriré vuestros sepulcros… pueblo mío… os
infundiré mi espíritu y viviréis». Como en los primeros días de la creación, Dios
volverá a suscitar a su pueblo a la vida, venciendo el imposible de la muerte.
También el salmista (Sal 129) es atraído hacia las caóticas entrañas de la muerte.
Solo le queda una voz debilitada que se hace potente en la oración: grita desde
lo profundo. Sabe que sus pecados son el peso que lo ahoga en la muerte, pero
decide creer: prueba la misericordia de Dios como antídoto a su culpa y a su
muerte, porque el Señor lo redime de todos los delitos. ¿Hemos dejado que Dios
venza todo el mal que hemos provocado? ¿Nos inspira su amor para vencer la
muerte?
Creamos o no, este es tiempo de misericordia y, por ende, de vida. San Pablo,
en una reflexión pasada por años de difíciles situaciones (Romanos 8,8-11),
invita a los cristianos a recordar que, dentro del hombre, no habita una fuerza
de muerte sino el Espíritu de Dios. El inevitable camino de muerte que toda
creatura recorre, siempre tendrá como desenlace a Dios, cuya misericordia
vivifica.
A Jesús le es dada la noticia enviada por Marta y María de la enfermedad
grave de su hermano: Lázaro, amigo de Jesús, transita el camino de la muerte y
allí Jesús se abrirá paso para sorprenderlo con la vida (Juan 11,1-45). Este mal
es un hecho real, objetivo, en tanto que las palabras del Señor parecen salidas
de lógica: el morir es, para Él, dormir y medio para glorificar a Dios. Pese a la
necesidad imperiosa de su presencia, Jesús retrasa su viaje. Al llegar, han
pasado cuatro días: la muerte ya ha infectado el cuerpo del amigo; la vida ya no
es posible. Encuentra a Marta, la hermana, vencida por el dolor, y le revela el
alcance de la fe en Él: «quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá: y el que
está vivo y cree en mí, no morirá para siempre». La pregunta que Jesús hace a
Marta es pregunta para nosotros: «¿crees esto?».
El evangelio pone ahora su atención en la conmovedora escena de la tristeza
producida por la muerte. La gente interpreta el llorar de Jesús como amor por el
amigo o como frustración por no haber evitado la muerte, con sus habilidades
curativas, cuando era enfermedad. En realidad, las lágrimas de Jesús parecen

Por Juan David Figueroa Flórez – juandavidfigueroaflorez@gmail.com


ser las de quien llora con quienes lloran, forma de misericordia que, en Él, es
principio de una acción que desafía la credulidad de los espectadores. Entonces,
la compasión se apodera de la escena para obrar sobre el terreno de lo imposible:
Jesús manda a abrir la tumba, el olor dice muerte, ora al Padre y, con la Palabra
con la cual fueron hechas todas las cosas, invita al amigo muerto, a Lázaro, a
salir afuera. Esta palabra resuena hoy: allí donde algunas situaciones,
sentimientos, relaciones y espacios, se han convertido en muerte y nos han
sepultado, Jesús grita «ven afuera». La cuaresma nos invita a salir de la muerte
y a caminar de nuevo con quien es la vida, el amigo que siempre se conmueve
por y con nosotros. «¿Crees esto?».

Por Juan David Figueroa Flórez – juandavidfigueroaflorez@gmail.com

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