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A la mentalidad de los jefes, de los soldados y del malhechor, de Salvarse a sí mismo, cuidarse a sí
mismo, pensar en sí mismo; no en los demás, sino solamente en la propia salud, en el propio éxito,
en los propios intereses; en el tener, en el poder, en la apariencia; el sálvate a ti mismo discuerda con
el Salvador que se ofrece a sí mismo, se opone el pensamiento de Jesús de ofrecerse asi mismo.
Jesús reza al Padre y ofrece misericordia, y una expresión suya, en particular, marca la diferencia
respecto al sálvate a ti mismo: «Padre, perdónalos» (v. 34). Palabras pronunciadas en un momento
específico, durante la crucifixión, cuando siente que los clavos le perforan las manos y los pies. En
medio del dolor lacerante que eso provocaba. Allí, en el dolor físico más agudo de la pasión, Cristo
pide perdón por quienes lo están traspasando. En esos momentos, uno sólo quisiera gritar toda su
rabia y sufrimiento; en cambio, Jesús dice: Padre, perdónalos. No reprocha a sus verdugos ni
amenaza con castigos en nombre de Dios, sino que reza por los malvados. Clavado en el patíbulo de
la humillación, aumenta la intensidad del don, que se convierte en per-dón. Pensemos que Dios hace
lo mismo con nosotros. Cuando le causamos dolor con nuestras acciones, Él sufre y tiene un solo
deseo: poder perdonarnos. Para darnos cuenta de esto, contemplemos al Crucificado. El perdón
brota de sus llagas, de esas heridas dolorosas que le provocan nuestros clavos. Contemplemos a
Jesús en la cruz y pensemos que nunca hemos recibido palabras más bondadosas: Padre,
perdónalos. Contemplemos a Jesús en la cruz y veamos que nunca hemos recibido una mirada más
tierna y compasiva. Contemplemos a Jesús en la cruz y comprendamos que nunca hemos recibido
un abrazo más amoroso. Contemplemos al Crucificado y digamos: “Gracias, Jesús, me amas y me
perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta amarme y perdonarme”.
Allí, mientras es crucificado, en el momento más duro de su vida, Jesús vive su mandamiento más
difícil: el amor por los enemigos. Pensemos en alguien que nos haya herido, ofendido,
desilusionado; en alguien que nos haya hecho enojar, que no nos haya comprendido o no haya sido
un buen ejemplo. ¡Cuánto tiempo perdemos pensando en quienes nos han hecho daño! Y también
mirándonos dentro de nosotros mismos y rasgando las heridas que nos han causado los otros, la vida
o la historia. Hoy Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar, a romper el círculo vicioso
del mal y de las quejas, a responder a los clavos de la vida con el amor y a los golpes del odio con la
caricia del perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al Maestro o a nuestro instinto
rencoroso? Si queremos verificar nuestra pertenencia a Cristo, veamos cómo nos comportamos con
quienes nos han herido. El Señor nos pide que no respondamos según nuestros impulsos o como lo
hacen los demás, sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide que rompamos la cadena del “te
quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi amigo; te ayudo si me ayudas”. Nos pide que
respondamos con compasión y misericordia para todos, porque Dios ve en cada uno a un hijo. No
nos separa en buenos y malos, en amigos y enemigos. Somos nosotros los que lo hacemos,
haciéndolo sufrir. Para Él todos somos hijos amados, que desea abrazar y perdonar. El amor de Jesús
es para todos, en esto no hay privilegios. Es para todos. El privilegio de cada uno de nosotros es ser
amado, perdonado
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. El Evangelio destaca que Jesús «decía» (v. 34)
esto. No lo dijo una sola vez en el momento de la crucifixión, sino que pasó las horas que estuvo en
la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se cansa de perdonar. Debemos
entender esto, pero entenderlo no sólo con la mente, sino entenderlo también con el corazón. Dios
nunca se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón, pero Él nunca
se cansa de perdonar. No nos cansemos del perdón de Dios, ni sacerdotes de administrarlo, ni cada
cristiano de recibirlo y testimoniarlo. No nos cansemos del perdón de Dios.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Observemos algo más. Jesús no sólo implora el
perdón, sino que dice también el motivo: perdónalos porque no saben lo que hacen, Cristo justifica
a esos violentos porque no saben. Así es como Jesús se comporta con nosotros: se hace
nuestro abogado. No se pone en contra de nosotros, sino de nuestra parte, contra nuestro pecado. Y
es interesante el argumento que utiliza: porque no saben, es aquella ignorancia del corazón que
tenemos todos nosotros pecadores. Cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios, que es
Padre, ni tampoco de los demás, que son hermanos. Se nos olvida porqué estamos en el mundo y
llegamos a cometer crueldades absurdas. Lo vemos en la locura de la guerra, donde se vuelve a
crucificar a Cristo. Cristo es clavado en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte
injusta de los maridos y de los hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con
los niños en brazos. Es crucificado en los ancianos que son abandonados a la muerte, en los jóvenes
privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos. Cristo es crucificado allí, hoy.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Muchos escuchan esta frase inaudita; pero sólo
uno la acoge. Es un malhechor, crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la misericordia de
Cristo suscitó en él una última esperanza que lo llevó a pronunciar estas palabras: «Jesús, acuérdate
de mí» (Lc 23,42). Como diciendo: “Todos se olvidaron de mí, pero tú piensas incluso en quienes te
crucifican. Contigo, entonces, también hay lugar para mí”. El buen ladrón acoge a Dios mientras su
vida está por terminar, y así su vida empieza de nuevo; en el infierno del mundo ve abrirse el
paraíso: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Este es el prodigio del perdón de Dios, que
transforma la última petición de un condenado a muerte en la primera canonización de la historia.
Hermanos, hermanas, en esta Semana Santa acojamos la certeza de que Dios puede perdonar todo
pecado. Dios perdona a todos, puede perdonar toda distancia, y puede cambiar todo lamento en
danza (cf. Sal 30,12); la certeza de que con Cristo siempre hay un lugar para cada uno; de que con
Jesús nunca es el fin, nunca es demasiado tarde. Con Dios siempre se puede volver a vivir. Cristo
intercede continuamente ante el Padre por nosotros (cf. Hb 7,25) y, mirando nuestro mundo
violento, nuestro mundo herido, no se cansa nunca de repetir ―y nosotros lo hacemos ahora con el
corazón, en silencio―, de repetir: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.
En esta segunda palabra unamos nuestras voces a la del malhechor que, crucificado junto con Jesús,
lo reconoció y lo proclamó rey. Allí, en el momento menos triunfal y glorioso, bajo los gritos de
burlas y humillación, el bandido fue capaz de alzar la voz y realizar su profesión de fe. Son las
últimas palabras que Jesús escucha y, a su vez, son las últimas palabras que Él dirige antes de
entregarse al Padre: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43). El pasado
tortuoso del ladrón parece, por un instante, cobrar un nuevo sentido: acompañar de cerca el suplicio
del Señor; y este instante no hace más que corroborar la vida del Señor: ofrecer siempre y en todas
partes la salvación. El calvario, lugar injusticia, donde la impotencia y la incomprensión se
encuentran acompañadas por las burlas ante la muerte del inocente, se transforma, gracias a la
actitud del buen ladrón, en una palabra de esperanza para toda la humanidad. Las burlas y los gritos
de sálvate a ti mismo frente al inocente sufriente no serán la última palabra; es más, despertarán la
voz de aquellos que se dejen tocar el corazón y se decidan por la compasión como auténtica forma
para construir la historia.
Hoy aquí queremos renovar nuestra fe y nuestro compromiso; conocemos bien la historia de
nuestras fallas, pecados y limitaciones, al igual que el buen ladrón, pero no queremos que eso sea lo
que determine o defina nuestro presente y futuro. Sabemos que no son pocas las veces que podemos
caer en la atmósfera comodona del grito fácil e indiferente del “sálvate a ti mismo”, y perder la
memoria de lo que significa cargar con el sufrimiento de tantos inocentes. Por eso, como el buen
ladrón, queremos vivir ese instante donde poder levantar nuestras voces y profesar nuestra fe en la
defensa y en el servicio del Señor, el Inocente sufriente. Queremos acompañar su suplicio, sostener
su soledad y abandono, y escuchar, una vez más, que la salvación es la palabra que el Padre nos
quiere ofrecer a todos: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Queremos caminar sobre sus huellas, queremos andar sobre sus pasos para profesar con valentía que
el amor dado, entregado y celebrado por Cristo en la cruz, es capaz de vencer sobre todo tipo de
odio, egoísmo, burla o evasión; Nos lo recordaba el Concilio Vaticano II: lejos están de la verdad
quienes sabiendo que nosotros no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la
futura, piensan que por ello podemos descuidar nuestros deberes terrenos, no advirtiendo que,
precisamente, por esa misma fe profesada estamos obligados a realizarlos de una manera tal que den
cuenta y transparenten la nobleza de la vocación con la que hemos sido llamados (cf. Const.
past. Gaudium et spes, 43). Nuestra fe es en el Dios de los Vivientes. Cristo está vivo y actúa en
medio nuestro, conduciéndonos a todos hacia la plenitud de vida. Él está vivo y nos quiere vivos.
Cristo es nuestra esperanza (cf. Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 1). Lo imploramos cada día:
venga a nosotros tu Reino, Señor. Y al hacerlo queremos también que nuestra vida y nuestras
acciones se vuelvan una alabanza. Si nuestra misión como discípulos misioneros es la de ser testigos
y heraldos de lo que vendrá, no podemos resignarnos ante el mal y los males, sino que nos impulsa a
ser levadura de su Reino dondequiera que estemos: familia, trabajo, sociedad; nos impulsa a ser una
pequeña abertura en la que el Espíritu siga soplando esperanza entre los pueblos. El Reino de los
cielos es nuestra meta común, una meta que no puede ser sólo para el mañana, sino que la
imploramos y la comenzamos a vivir hoy, al lado de la indiferencia que rodea y que silencia tantas
veces a nuestros enfermos y discapacitados, a los ancianos y abandonados, a los refugiados y
trabajadores extranjeros: todos ellos sacramento vivo de Cristo, nuestro Rey (cf. Mt 25,31-46);
porque «si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo
descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» .
Aquel día, en el Calvario, muchas voces callaban, tantas otras se burlaban, tan sólo la del ladrón fue
capaz de alzarse y defender al inocente sufriente; toda una valiente profesión de fe. En cada uno de
nosotros está la decisión de callar, burlar o profetizar. Alcemos nuestras voces aquí en una plegaria
común por todos aquellos que hoy están sufriendo en su carne este pecado que clama al cielo, y para
que cada vez sean más los que, como el buen ladrón, sean capaces de no callar ni burlarse, sino con
su voz profetizar un reino de verdad y justicia, de santidad y gracia, de amor y de paz[1].
1. Después de recordar la presencia de María y de las demás mujeres al pie de la cruz del Señor, san
Juan dice: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre:
"Mujer, he ahí a tu hijo". Luego dice al discípulo: "He ahí a tu madre"» (Jn 19, 26-27).
Estas palabras, conmovedoras, revelan los profundos sentimientos de Cristo en su agonía. El Mesías
crucificado, al final de su vida terrena, dirigiéndose a su madre y al discípulo a quien amaba,
establece relaciones nuevas de amor entre María y los cristianos. Esas palabras, van mucho más allá
de la necesidad de resolver un problema familiar. Nos sitúa ante uno de los hechos más importantes
para comprender el papel de la Virgen en la historia de la salvación. Las palabras de Jesús
agonizante, en realidad, revelan que su principal intención es confiar su madre a Juan, pero sobre
todo, entregar el discípulo a María, asignándole una nueva misión materna, en un plano más
elevado.
2. La muerte de Jesús, a pesar de causar el máximo sufrimiento en María, no cambia de por sí sus
condiciones habituales de vida. En efecto, al salir de Nazaret para comenzar su vida pública, Jesús
ya había dejado sola a su madre. Además, la presencia al pie de la cruz de su pariente María de
Cleofás permite suponer que la Virgen mantenía buenas relaciones con su familia y sus parientes,
entre los cuales podía haber encontrado acogida después de la muerte de su Hijo. Las palabras de
Jesús, por el contrario, asumen su significado más auténtico dentro de la salvación. Pronunciadas en
el momento del sacrificio redentor, esa circunstancia les confiere su valor más alto. En efecto, el
evangelista, después de las expresiones de Jesús a su madre, añade un inciso significativo:
«sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido» (Jn 19, 28), como si quisiera subrayar que había
culminado su sacrificio al encomendar su madre a Juan y, en él, a todos los hombres, de los que ella
se convierte en Madre en la obra de la salvación.
3. La realidad que producen las palabras de Jesús, es decir, la maternidad de María con respecto al
discípulo, constituye un nuevo signo del gran amor que impulsó a Jesús a dar su vida por todos los
hombres. En el Calvario ese amor se manifiesta al entregar una madre, la suya, que así se convierte
también en madre nuestra. La maternidad universal de María, la «Mujer» de las bodas de Caná y del
Calvario, recuerda a Eva, «madre de todos los vivientes» (Gn 3, 20). Sin embargo, mientras Eva
había contribuido al ingreso del pecado en el mundo, la nueva Eva, María, coopera en el
acontecimiento salvífico de la Redención. Así en la Virgen, la figura de la «mujer» queda
rehabilitada y la maternidad asume la tarea de difundir entre los hombres la vida nueva en Cristo.
Con miras a esa misión, a la Madre se le pide el sacrificio, para ella muy doloroso, de aceptar la
muerte de su Unigénito. Las palabras de Jesús: «Mujer, he ahí a tu hijo», permiten a María intuir la
nueva relación materna que prolongaría y ampliaría la anterior. Su «sí» a ese proyecto constituye,
por consiguiente, una aceptación del sacrificio de Cristo, que ella generosamente acoge,
adhiriéndose a la voluntad divina. Aunque en el designio de Dios la maternidad de María estaba
destinada desde el inicio a extenderse a toda la humanidad, sólo en el Calvario, en virtud del
sacrificio de Cristo, se manifiesta en su dimensión universal. Las palabras de Jesús: «He ahí a tu
hijo», realizan lo que expresan, constituyendo a María madre de Juan y de todos los discípulos
destinados a recibir el don de la gracia divina.
4. Jesús en la Cruz instauró una relación materna concreta entre ella y el discípulo predilecto. En
esta opción del Señor se puede descubrir la preocupación de que esa maternidad no sea interpretada
en sentido vago, sino que indique la intensa y personal relación de María con cada uno de los
cristianos. Ojalá que cada uno de nosotros, precisamente por esta maternidad universal concreta de
María, reconozca plenamente en ella a su madre, encomendándose con confianza a su amor
materno.
4ª PALABRA, DIOS MIO DIOS MIO, POR QUÉ ME HAS ABANDONADO Salmo 22
Este grito de Jesús es un llamamiento dirigido a un Dios que parece lejano, que no responde y
parece haberlo abandonado:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te
alcanza. Dios mío, de día te grito, y no me respondes; de noche, y no me haces caso» (vv. 2-3).
En este salmo 22, Dios calla, y este silencio vuelve a desgarrar el ánimo del orante, que llama
incesantemente, pero sin encontrar respuesta. Los días y las noches se suceden en una búsqueda
incansable de una palabra, de una ayuda que no llega; Dios parece tan distante, olvidadizo, tan
ausente. La oración pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda dar
consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad
llega a ser insostenible. Sin embargo, el orante de nuestro Salmo tres veces, en su grito, llama al
Señor «mi» Dios, en un extremo acto de confianza y de fe. No obstante toda apariencia, el salmista
no puede creer que el vínculo con el Señor se haya interrumpido totalmente; y mientras pregunta el
por qué de un supuesto abandono incomprensible, afirma que «su» Dios no lo puede abandonar.
Como es sabido, el grito inicial del Salmo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», es
citado por los evangelios de san Mateo y de san Marcos como el grito lanzado por Jesús moribundo
en la cruz (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 34). Ello expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que
está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida.
Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y negado por los discípulos, circundado por quien
lo insulta, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y la
aniquilación. Por ello grita al Padre, y su sufrimiento asume las sufridas palabras del Salmo. Pero su
grito no es un grito desesperado, como no lo era el grito del salmista, en cuya súplica recorre un
camino atormentado, desembocando al final en una perspectiva de alabanza, en la confianza de la
victoria divina. La oración desgarradora de Jesús, incluso manteniendo su tono de sufrimiento
indecible, se abre a la certeza de la gloria. El Señor Jesús pasa por el abandono y la muerte para
alcanzar la vida y donarla a todos los creyentes. Es el grito de todo hombre y mujer que, aunque
Dios no los abandone, se sienten abandonados por el, en los momentos trágicos de la vida . Sin
embargo, estos momentos de abandono pueden convertirse en la victoria de la fe, que puede
transformar la muerte en don de la vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza.
Hermanos y hermanas, pongamos toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el
momento de la angustia para que también nosotros le podremos rezar con fe, y nuestro grito de
ayuda se transformará en canto de alabanza.
Pero a la mentalidad del yo se opone la de Dios; el sálvate a ti mismo discuerda con el Salvador
que se ofrece a sí mismo. En el Evangelio de hoy también Jesús, como sus opositores, toma la
palabra tres veces en el Calvario (cf. vv. 34.43.46). Pero en ningún caso reivindica algo para sí; es
más, ni siquiera se defiende o se justifica a sí mismo. Reza al Padre y ofrece misericordia al buen
ladrón. Una expresión suya, en particular, marca la diferencia respecto al sálvate a ti mismo:
«Padre, perdónalos» (v. 34).
Detengámonos en estas palabras. ¿Cuándo las dice el Señor? En un momento específico, durante
la crucifixión, cuando siente que los clavos le perforan las muñecas y los pies. Intentemos imaginar
el dolor lacerante que eso provocaba. Allí, en el dolor físico más agudo de la pasión, Cristo pide
perdón por quienes lo están traspasando. En esos momentos, uno sólo quisiera gritar toda su rabia
y sufrimiento; en cambio, Jesús dice: Padre, perdónalos. A diferencia de otros mártires, que son
mencionados en la Biblia (cf. 2 Mac 7,18-19), no reprocha a sus verdugos ni amenaza con castigos
en nombre de Dios, sino que reza por los malvados. Clavado en el patíbulo de la humillación,
aumenta la intensidad del don, que se convierte en per-dón.
Hermanos, hermanas, pensemos que Dios hace lo mismo con nosotros. Cuando le causamos dolor
con nuestras acciones, Él sufre y tiene un solo deseo: poder perdonarnos. Para darnos cuenta de
esto, contemplemos al Crucificado. El perdón brota de sus llagas, de esas heridas dolorosas que le
provocan nuestros clavos. Contemplemos a Jesús en la cruz y pensemos que nunca hemos recibido
palabras más bondadosas: Padre, perdónalos. Contemplemos a Jesús en la cruz y veamos que
nunca hemos recibido una mirada más tierna y compasiva. Contemplemos a Jesús en la cruz y
comprendamos que nunca hemos recibido un abrazo más amoroso. Contemplemos al Crucificado y
digamos: “Gracias, Jesús, me amas y me perdonas siempre, aun cuando a mí me cuesta amarme y
perdonarme”.
Allí, mientras es crucificado, en el momento más duro, Jesús vive su mandamiento más difícil: el
amor por los enemigos. Pensemos en alguien que nos haya herido, ofendido, desilusionado; en
alguien que nos haya hecho enojar, que no nos haya comprendido o no haya sido un buen
ejemplo. ¡Cuánto tiempo perdemos pensando en quienes nos han hecho daño! Y también
mirándonos dentro de nosotros mismos y lamiéndonos las heridas que nos han causado los otros,
la vida o la historia. Hoy Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar, a romper el
círculo vicioso del mal y de las quejas, a responder a los clavos de la vida con el amor y a los
golpes del odio con la caricia del perdón. Pero nosotros, discípulos de Jesús, ¿seguimos al Maestro
o a nuestro instinto rencoroso? Si queremos verificar nuestra pertenencia a Cristo, veamos cómo
nos comportamos con quienes nos han herido. El Señor nos pide que no respondamos según
nuestros impulsos o como lo hacen los demás, sino como Él lo hace con nosotros. Nos pide que
rompamos la cadena del “te quiero si tú me quieres; soy tu amigo si eres mi amigo; te ayudo si me
ayudas”. No, compasión y misericordia para todos, porque Dios ve en cada uno a un hijo. No nos
separa en buenos y malos, en amigos y enemigos. Somos nosotros los que lo hacemos, haciéndolo
sufrir. Para Él todos somos hijos amados, que desea abrazar y perdonar. Y también vemos que
sucede lo mismo en la invitación al banquete de bodas de su hijo. Aquel señor manda a sus criados
a los cruces de los caminos y les dice: “Traigan a todos, blancos, negros, buenos y malos; a todos,
sanos, enfermos; a todos…” (cf Mt 22,9-10). El amor de Jesús es para todos, en esto no hay
privilegios. Es para todos. El privilegio de cada uno de nosotros es ser amado, perdonado
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen . El Evangelio destaca que Jesús «decía» (v. 34)
esto. No lo dijo una sola vez en el momento de la crucifixión, sino que pasó las horas que estuvo
en la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se cansa de perdonar. Debemos
entender esto, pero entenderlo no sólo con la mente, sino entenderlo también con el corazón. Dios
nunca se cansa de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedirle perdón, pero Él
nunca se cansa de perdonar. Él no es que aguante hasta un cierto punto para luego cambiar de
idea, como estamos tentados de hacer nosotros. Jesús —enseña el Evangelio de Lucas— vino al
mundo a traernos el perdón de nuestros pecados (cf. Lc 1,77) y al final nos dio una instrucción
precisa: predicar a todos, en su nombre, el perdón de los pecados (cf. Lc 24,47). Hermanos y
hermanas, no nos cansemos del perdón de Dios, ni nosotros sacerdotes de administrarlo, ni cada
cristiano de recibirlo y testimoniarlo. No nos cansemos del perdón de Dios.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen . Observemos algo más. Jesús no sólo implora el
perdón, sino que dice también el motivo: perdónalos porque no saben lo que hacen. Pero, ¿cómo?
Los que lo crucificaron habían premeditado su muerte, organizado su captura, los procesos, y
ahora están en el Calvario para asistir a su final. Y, sin embargo, Cristo justifica a esos
violentos porque no saben. Así es como Jesús se comporta con nosotros: se hace nuestro abogado.
No se pone en contra de nosotros, sino de nuestra parte contra nuestro pecado. Y es interesante el
argumento que utiliza: porque no saben, es aquella ignorancia del corazón que tenemos todos
nosotros pecadores. Cuando se usa la violencia ya no se sabe nada de Dios, que es Padre, ni
tampoco de los demás, que son hermanos. Se nos olvida porqué estamos en el mundo y llegamos
a cometer crueldades absurdas. Lo vemos en la locura de la guerra, donde se vuelve a crucificar a
Cristo. Sí, Cristo es clavado en la cruz una vez más en las madres que lloran la muerte injusta de
los maridos y de los hijos. Es crucificado en los refugiados que huyen de las bombas con los niños
en brazos. Es crucificado en los ancianos que son abandonados a la muerte, en los jóvenes
privados de futuro, en los soldados enviados a matar a sus hermanos. Cristo es crucificado allí,
hoy.
Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen . Muchos escuchan esta frase inaudita; pero sólo
uno la acoge. Es un malhechor, crucificado junto a Jesús. Podemos pensar que la misericordia de
Cristo suscitó en él una última esperanza que lo llevó a pronunciar estas palabras: «Jesús,
acuérdate de mí» (Lc 23,42). Como diciendo: “Todos se olvidaron de mí, pero tú piensas incluso en
quienes te crucifican. Contigo, entonces, también hay lugar para mí”. El buen ladrón acoge a Dios
mientras su vida está por terminar, y así su vida empieza de nuevo; en el infierno del mundo ve
abrirse el paraíso: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (v. 43). Este es el prodigio del perdón de
Dios, que transforma la última petición de un condenado a muerte en la primera canonización de la
historia.
Hermanos, hermanas, en esta semana acojamos la certeza de que Dios puede perdonar todo
pecado. Dios perdona a todos, puede perdonar toda distancia, y puede cambiar todo lamento en
danza (cf. Sal 30,12); la certeza de que con Cristo siempre hay un lugar para cada uno; de que con
Jesús nunca es el fin, nunca es demasiado tarde. Con Dios siempre se puede volver a vivir. Ánimo,
caminemos hacia la Pascua con su perdón. Porque Cristo intercede continuamente ante el Padre
por nosotros (cf. Hb 7,25) y, mirando nuestro mundo violento, nuestro mundo herido, no se cansa
nunca de repetir ―y nosotros lo hacemos ahora con el corazón, en silencio―, de repetir: Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen .
En esta segunda palabra unamos nuestras voces a la del malhechor que, crucificado junto con
Jesús, lo reconoció y lo proclamó rey. Allí, en el momento menos triunfal y glorioso, bajo los gritos
de burlas y humillación, el bandido fue capaz de alzar la voz y realizar su profesión de fe. Son las
últimas palabras que Jesús escucha y, a su vez, son las últimas palabras que Él dirige antes de
entregarse al Padre: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» ( Lc 23,43). El pasado
tortuoso del ladrón parece, por un instante, cobrar un nuevo sentido: acompañar de cerca el
suplicio del Señor; y este instante no hace más que corroborar la vida del Señor: ofrecer siempre y
en todas partes la salvación. El calvario, lugar de desconcierto e injusticia, donde la impotencia y la
incomprensión se encuentran acompañadas por el murmullo y cuchicheo indiferente y justificador
de los burlones de turno ante la muerte del inocente, se transforma, gracias a la actitud del buen
ladrón, en una palabra de esperanza para toda la humanidad. Las burlas y los gritos de sálvate a ti
mismo frente al inocente sufriente no serán la última palabra; es más, despertarán la voz de
aquellos que se dejen tocar el corazón y se decidan por la compasión como auténtica forma para
construir la historia.
Hoy aquí queremos renovar nuestra fe y nuestro compromiso; conocemos bien la historia de
nuestras fallas, pecados y limitaciones, al igual que el buen ladrón, pero no queremos que eso sea
lo que determine o defina nuestro presente y futuro. Sabemos que no son pocas las veces que
podemos caer en la atmósfera comodona del grito fácil e indiferente del “sálvate a ti mismo”, y
perder la memoria de lo que significa cargar con el sufrimiento de tantos inocentes. Estas tierras
experimentaron, como pocas, la capacidad destructora a la que puede llegar el ser humano. Por
eso, como el buen ladrón, queremos vivir ese instante donde poder levantar nuestras voces y
profesar nuestra fe en la defensa y en el servicio del Señor, el Inocente sufriente. Queremos
acompañar su suplicio, sostener su soledad y abandono, y escuchar, una vez más, que la salvación
es la palabra que el Padre nos quiere ofrecer a todos: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Salvación y certeza que testimoniaron valientemente con su vida san Pablo Miki y sus compañeros,
así como los miles de mártires que jalonan vuestro patrimonio espiritual. Queremos caminar sobre
sus huellas, queremos andar sobre sus pasos para profesar con valentía que el amor dado,
entregado y celebrado por Cristo en la cruz, es capaz de vencer sobre todo tipo de odio, egoísmo,
burla o evasión; es capaz de vencer sobre todo pesimismo inoperante o bienestar narcotizante, que
termina por paralizar cualquier buena acción y elección. Nos lo recordaba el Concilio Vaticano II:
lejos están de la verdad quienes sabiendo que nosotros no tenemos aquí una ciudad permanente,
sino que buscamos la futura, piensan que por ello podemos descuidar nuestros deberes terrenos,
no advirtiendo que, precisamente, por esa misma fe profesada estamos obligados a realizarlos de
una manera tal que den cuenta y transparenten la nobleza de la vocación con la que hemos sido
llamados (cf. Const. past. Gaudium et spes, 43).
Nuestra fe es en el Dios de los Vivientes. Cristo está vivo y actúa en medio nuestro,
conduciéndonos a todos hacia la plenitud de vida. Él está vivo y nos quiere vivos. Cristo es nuestra
esperanza (cf. Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 1). Lo imploramos cada día: venga a nosotros tu
Reino, Señor. Y al hacerlo queremos también que nuestra vida y nuestras acciones se vuelvan una
alabanza. Si nuestra misión como discípulos misioneros es la de ser testigos y heraldos de lo que
vendrá, no podemos resignarnos ante el mal y los males, sino que nos impulsa a ser levadura de
su Reino dondequiera que estemos: familia, trabajo, sociedad; nos impulsa a ser una pequeña
abertura en la que el Espíritu siga soplando esperanza entre los pueblos. El Reino de los cielos es
nuestra meta común, una meta que no puede ser sólo para el mañana, sino que la imploramos y la
comenzamos a vivir hoy, al lado de la indiferencia que rodea y que silencia tantas veces a nuestros
enfermos y discapacitados, a los ancianos y abandonados, a los refugiados y trabajadores
extranjeros: todos ellos sacramento vivo de Cristo, nuestro Rey (cf. Mt 25,31-46); porque «si
verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir
sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» (S. Juan Pablo
II, Carta ap. Novo millennio ineunte, 49).
Aquel día, en el Calvario, muchas voces callaban, tantas otras se burlaban, tan sólo la del ladrón
fue capaz de alzarse y defender al inocente sufriente; toda una valiente profesión de fe. En cada
uno de nosotros está la decisión de callar, burlar o profetizar. Queridos hermanos: Nagasaki lleva
en su alma una herida difícil de curar, signo del sufrimiento inexplicable de tantos inocentes;
víctimas atropelladas por las guerras de ayer pero que siguen sufriendo hoy en esta tercera guerra
mundial a pedazos. Alcemos nuestras voces aquí en una plegaria común por todos aquellos que
hoy están sufriendo en su carne este pecado que clama al cielo, y para que cada vez sean más los
que, como el buen ladrón, sean capaces de no callar ni burlarse, sino con su voz profetizar un
reino de verdad y justicia, de santidad y gracia, de amor y de paz[1].
1. Después de recordar la presencia de María y de las demás mujeres al pie de la cruz del Señor,
san Juan refiere: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su
madre: "Mujer, he ahí a tu hijo". Luego dice al discípulo: "He ahí a tu madre"» ( Jn 19, 26-27).
Estas palabras, particularmente conmovedoras, constituyen una «escena de revelación»: revelan
los profundos sentimientos de Cristo en su agonía y entrañan una gran riqueza de significados para
la fe y la espiritualidad cristiana. En efecto, el Mesías crucificado, al final de su vida terrena,
dirigiéndose a su madre y al discípulo a quien amaba, establece relaciones nuevas de amor entre
María y los cristianos.
Esas palabras, interpretadas a veces únicamente como manifestación de la piedad filial de Jesús
hacia su madre, encomendada para el futuro al discípulo predilecto, van mucho más allá de la
necesidad contingente de resolver un problema familiar. En efecto, la consideración atenta del
texto, confirmada por la interpretación de muchos Padres y por el común sentir eclesial, con esa
doble entrega de Jesús, nos sitúa ante uno de los hechos más importantes para comprender el
papel de la Virgen en la economía de la salvación.
Las palabras de Jesús agonizante, en realidad, revelan que su principal intención no es confiar su
madre a Juan, sino entregar el discípulo a María, asignándole una nueva misión materna. Además,
el apelativo «mujer», que Jesús usa también en las bodas de Caná para llevar a María a una nueva
dimensión de su misión de Madre, muestra que las palabras del Salvador no son fruto de un simple
sentimiento de afecto filial, sino que quieren situarse en un plano más elevado.
2. La muerte de Jesús, a pesar de causar el máximo sufrimiento en María, no cambia de por sí sus
condiciones habituales de vida. En efecto, al salir de Nazaret para comenzar su vida pública, Jesús
ya había dejado sola a su madre. Además, la presencia al pie de la cruz de su pariente María de
Cleofás permite suponer que la Virgen mantenía buenas relaciones con su familia y sus parientes,
entre los cuales podía haber encontrado acogida después de la muerte de su Hijo.
Las palabras de Jesús, por el contrario, asumen su significado más auténtico en el marco de la
misión salvífica. Pronunciadas en el momento del sacrificio redentor, esa circunstancia les confiere
su valor más alto. En efecto, el evangelista, después de las expresiones de Jesús a su madre,
añade un inciso significativo: «sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido» ( Jn 19, 28), como si
quisiera subrayar que había culminado su sacrificio al encomendar su madre a Juan y, en él, a
todos los hombres, de los que ella se convierte en Madre en la obra de la salvación.
3. La realidad que producen las palabras de Jesús, es decir, la maternidad de María con respecto al
discípulo, constituye un nuevo signo del gran amor que impulsó a Jesús a dar su vida por todos los
hombres. En el Calvario ese amor se manifiesta al entregar una madre, la suya, que así se
convierte también en madre nuestra.
Es preciso recordar que, según la tradición, de hecho, la Virgen reconoció a Juan como hijo suyo;
pero ese privilegio fue interpretado por el pueblo cristiano, ya desde el inicio, como signo de una
generación espiritual referida a la humanidad entera.
La maternidad universal de María, la «Mujer» de las bodas de Caná y del Calvario, recuerda a Eva,
«madre de todos los vivientes» (Gn 3, 20). Sin embargo, mientras ésta había contribuido al ingreso
del pecado en el mundo, la nueva Eva, María, coopera en el acontecimiento salvífico de la
Redención. Así en la Virgen, la figura de la «mujer» queda rehabilitada y la maternidad asume la
tarea de difundir entre los hombres la vida nueva en Cristo.
Con miras a esa misión, a la Madre se le pide el sacrificio, para ella muy doloroso, de aceptar la
muerte de su Unigénito. Las palabras de Jesús: «Mujer, he ahí a tu hijo», permiten a María intuir la
nueva relación materna que prolongaría y ampliaría la anterior. Su «sí» a ese proyecto constituye,
por consiguiente, una aceptación del sacrificio de Cristo, que ella generosamente acoge,
adhiriéndose a la voluntad divina. Aunque en el designio de Dios la maternidad de María estaba
destinada desde el inicio a extenderse a toda la humanidad, sólo en el Calvario, en virtud del
sacrificio de Cristo, se manifiesta en su dimensión universal.
Las palabras de Jesús: «He ahí a tu hijo», realizan lo que expresan, constituyendo a María madre
de Juan y de todos los discípulos destinados a recibir el don de la gracia divina.
4. Jesús en la cruz no proclamó formalmente la maternidad universal de María, pero instauró una
relación materna concreta entre ella y el discípulo predilecto. En esta opción del Señor se puede
descubrir la preocupación de que esa maternidad no sea interpretada en sentido vago, sino que
indique la intensa y personal relación de María con cada uno de los cristianos.
Ojalá que cada uno de nosotros, precisamente por esta maternidad universal concreta de María,
reconozca plenamente en ella a su madre, encomendándose con confianza a su amor materno.
Salmo 22
En la catequesis de hoy quiero afrontar un Salmo con fuertes implicaciones cristológicas, que
continuamente aparece en los relatos de la pasión de Jesús, con su doble dimensión de humillación
y de gloria, de muerte y de vida. Es el Salmo 22, según la tradición judía, 21 según la tradición
greco-latina, una oración triste y conmovedora, de una profundidad humana y una riqueza
teológica que hacen que sea uno de los Salmos más rezados y estudiados de todo el Salterio. Se
trata de una larga composición poética, y nosotros nos detendremos en particular en la primera
parte, centrada en el lamento, para profundizar algunas dimensiones significativas de la oración de
súplica a Dios.
Este Salmo presenta la figura de un inocente perseguido y circundado por los adversarios que
quieren su muerte; y él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre
misteriosamente a la alabanza. En su oración se alternan la realidad angustiosa del presente y la
memoria consoladora del pasado, en una sufrida toma de conciencia de la propia situación
desesperada que, sin embargo, no quiere renunciar a la esperanza. Su grito inicial es un
llamamiento dirigido a un Dios que parece lejano, que no responde y parece haberlo abandonado:
«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, mi oración no te
alcanza. Dios mío, de día te grito, y no me respondes; de noche, y no me haces caso» (vv. 2-3).
Dios calla, y este silencio lacera el ánimo del orante, que llama incesantemente, pero sin encontrar
respuesta. Los días y las noches se suceden en una búsqueda incansable de una palabra, de una
ayuda que no llega; Dios parece tan distante, olvidadizo, tan ausente. La oración pide escucha y
respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda dar consuelo y salvación. Pero si
Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad llega a ser insostenible. Sin
embargo, el orante de nuestro Salmo tres veces, en su grito, llama al Señor «mi» Dios, en un
extremo acto de confianza y de fe. No obstante toda apariencia, el salmista no puede creer que el
vínculo con el Señor se haya interrumpido totalmente; y mientras pregunta el por qué de un
supuesto abandono incomprensible, afirma que «su» Dios no lo puede abandonar.
Como es sabido, el grito inicial del Salmo, «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», es
citado por los evangelios de san Mateo y de san Marcos como el grito lanzado por Jesús moribundo
en la cruz (cf. Mt 27, 46; Mc 15, 34). Ello expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que
está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida.
Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y negado por los discípulos, circundado por quien
lo insulta, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y la
aniquilación. Por ello grita al Padre, y su sufrimiento asume las sufridas palabras del Salmo. Pero
su grito no es un grito desesperado, como no lo era el grito del salmista, en cuya súplica recorre
un camino atormentado, desembocando al final en una perspectiva de alabanza, en la confianza de
la victoria divina. Puesto que en la costumbre judía citar el comienzo de un Salmo implicaba una
referencia a todo el poema, la oración desgarradora de Jesús, incluso manteniendo su tono de
sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la gloria. «¿No era necesario que el Mesías padeciera
esto y entrara así en su gloria?», dirá el Resucitado a los discípulos de Emaús ( Lc 24, 26). En su
Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús pasa por el abandono y la muerte para alcanzar la
vida y donarla a todos los creyentes.
A este grito inicial de súplica, en nuestro Salmo 22, responde, en doloroso contraste, el recuerdo
del pasado:
«En ti confiaban nuestros padres, confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres,
en ti confiaban, y no los defraudaste» (vv. 5-6).
Aquel Dios que al salmista parece hoy tan lejano, es, sin embargo, el Señor misericordioso que
Israel siempre experimentó en su historia. El pueblo al cual pertenece el orante fue objeto del
amor de Dios y puede testimoniar su fidelidad. Comenzando por los patriarcas, luego en Egipto y
en la larga peregrinación por el desierto, en la permanencia en la tierra prometida en contacto con
poblaciones agresivas y enemigas, hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica fue una
historia de clamores de ayuda por parte del pueblo y de respuestas salvíficas por parte de Dios. Y
el salmista hace referencia a la fe inquebrantable de sus padres, que «confiaron» —por tres veces
se repite esta palabra— sin quedar nunca decepcionados. Ahora, sin embargo, parece que esta
cadena de invocaciones confiadas y respuestas divinas se haya interrumpido; la situación del
salmista parece desmentir toda la historia de la salvación, haciendo todavía más dolorosa la
realidad presente.
Pero Dios no se puede retractar, y es entonces que la oración vuelve a describir la triste situación
del orante, para inducir al Señor a tener piedad e intervenir, come siempre había hecho en el
pasado. El salmista se define «gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del
pueblo» (v. 7), se burlan, se mofan de él (cf. v. 8), y herido precisamente en la fe: «Acudió al
Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere» (v. 9), dicen. Bajo los golpes
socarrones de la ironía y del desprecio, parece que el perseguido casi pierde los propios rasgos
humanos, como el siervo sufriente esbozado en el Libro de Isaías (cf. Is 52, 14; 53, 2b-3). Y como
el justo oprimido del Libro de la Sabiduría (cf. 2, 12-20), como Jesús en el Calvario (cf. Mt 27, 39-
43), el salmista ve puesta en tela de juicio la relación con su Señor, con relieve cruel y sarcástico
de aquello que lo está haciendo sufrir: el silencio de Dios, su ausencia aparente. Sin embargo, Dios
ha estado presente en la existencia del orante con una cercanía y una ternura incuestionables. El
salmista recuerda al Señor: «Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos
de mi madre; desde el seno pasé a tus manos» (vv. 10-11a). El Señor es el Dios de la vida, que
hace nacer y acoge al neonato, y lo cuida con afecto de padre. Y si antes se había hecho memoria
de la fidelidad de Dios en la historia del pueblo, ahora el orante evoca de nuevo la propia historia
personal de relación con el Señor, remontándose al momento particularmente significativo del
comienzo de su vida. Y ahí, no obstante la desolación del presente, el salmista reconoce una
cercanía y un amor divinos tan radicales que puede ahora exclamar, en una confesión llena de fe y
generadora de esperanza: «desde el vientre materno tú eres mi Dios» (v. 11b). El lamento se
convierte ahora en súplica afligida: «No te quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me
socorre» (v. 12). La única cercanía que percibe el salmista y que le asusta es la de los enemigos.
Por lo tanto, es necesario que Dios se haga cercano y lo socorra, porque los enemigos circundan al
orante, lo acorralan, y son como toros poderosos, como leones que abren de par en par la boca
para rugir y devorar (cf. vv. 13-14). La angustia altera la percepción del peligro, agrandándolo. Los
adversarios se presentan invencibles, se han convertido en animales feroces y peligrosísimos,
mientras que el salmista es como un pequeño gusano, impotente, sin defensa alguna. Pero estas
imágenes usadas en el Salmo sirven también para decir que cuando el hombre se hace brutal y
agrede al hermano, algo de animalesco toma la delantera en él, parece perder toda apariencia
humana; la violencia siempre tiene en sí algo de bestial y sólo la intervención salvífica de Dios
puede restituir al hombre su humanidad. Ahora, para el salmista, objeto de una agresión tan feroz,
parece que ya no hay salvación, y la muerte empieza a posesionarse de él: «Estoy como agua
derramada, tengo los huesos descoyuntados [...] mi garganta está seca como una teja, la lengua
se me pega al paladar [...] se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica» (vv. 15.16.19). Con
imágenes dramáticas, que volvemos a encontrar en los relatos de la pasión de Cristo, se describe
el desmoronamiento del cuerpo del condenado, la aridez insoportable que atormenta al moribundo
y que encuentra eco en la petición de Jesús «Tengo sed» (cf. Jn 19, 28), para llegar al gesto
definitivo de los verdugos que, como los soldados al pie de la cruz, se repartían las vestiduras de la
víctima, considerada ya muerta (cf. Mt 27, 35; Mc 15, 24; Lc 23, 34; Jn 19, 23-24).
He aquí entonces, imperiosa, de nuevo la petición de ayuda: «Pero tú, Señor, no te quedes lejos;
fuerza mía, ven corriendo a ayudarme [...] Sálvame» (vv. 20.22a). Este es un grito que abre los
cielos, porque proclama una fe, una certeza que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de
toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la salvación:
«Tú me has dado respuesta. Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te
alabaré» (vv. 22c-23). De esta forma, el Salmo se abre a la acción de gracias, al gran himno final
que implica a todo el pueblo, los fieles del Señor, la asamblea litúrgica, las generaciones futuras
(cf. vv. 24-32). El Señor acudió en su ayuda, salvó al pobre y le mostró su rostro de misericordia.
Muerte y vida se entrecruzaron en un misterio inseparable, y la vida ha triunfado, el Dios de la
salvación se mostró Señor invencible, que todos los confines de la tierra celebrarán y ante el cual
se postrarán todas las familias de los pueblos. Es la victoria de la fe, que puede transformar la
muerte en don de la vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza.
Hermanos y hermanas queridísimos, este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz de
Jesús, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos, por
tanto, invadir por la luz del misterio pascual incluso en la aparente ausencia de Dios, también en el
silencio de Dios, y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la realidad verdadera
más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación precisamente en la
humillación, y la manifestación plena de la vida en la muerte, en la cruz. De este modo, volviendo
a poner toda nuestra confianza y nuestra esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia
también nosotros le podremos rezar con fe, y nuestro grito de ayuda se transformará en canto de
alabanza. Gracias.