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Braulio Llamero

CUENTOS
DE MIEDO
PARA REÍR

…………………………..
(c) B. Llamero, Móvil: 619 72 15 53, Correo: llamerob@gmail.com

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LOS PROTAGONISTAS

Antes de nada, te presento a los protagonistas de las terroríficas


aventuras que te dispones a leer:

Yo.
Yónatan. Se llama así. Tal cual. A sus padres les gustó este nombre
por una serie de televisión. En el Registro les dijeron que era un nombre
inglés y se escribía Jonathan. Pero ellos dijeron que eran españoles, lo
escribían con Y y sin una h que no hacía más que estorbar.
Inés. Es guapa, lista y yo estoy un poco por ella, la verdad. Pero no sé
si ella está por mí. Ni se lo pienso preguntar.
Federiquín. Lo respetamos porque es hijo de un Agente. Pero en
cuanto hay problemas, Yónatan se enfada y le cambia de nombre: ¡Gallina!
Richard. Se llama Ricardo. Y en casa, Ricardín. Pero él quiere que lo
llamemos Richard. Dice que si no, nunca triunfará con sus inventos. Lee
mucho e inventa más, pero a veces nos carga la cabeza.
Jéssica. Sus padres también ven mucho la televisión y les pareció
más fino bautizarla así que Eulalia, por ejemplo; o Basilia, que ya ves tu.
Miguelón. También se llama así y no Miguel. Lo juro. En el libro se
explica con todo lujo de detalles, incluyendo sus apellidos, que no pongo aquí
porque de todos modos nadie me iba a creer.

Sale más gente. Pero los protagonistas somos esos; los de la pandilla.
Y ahora, si no eres muy gallina, puedes empezar.

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La casa de don Simón QEPD

Mi calle tiene dos aceras, muchos edificios altos y una sola casa. Yo
vivo en uno de los edificios. Como mis amigos.
Los edificios altos ya sabéis que se dividen en pisos y cada familia
tiene uno. Es raro que alguien tenga más, aunque a veces pasa. Por ejemplo, el
padre de Federiquín tiene dos pisos. Pero eso es porque trabaja como “Agente
Asegurador”. En un piso hace de agente y en el otro vive con la familia.
En la pandilla hemos discutido sobre esa profesión. Para mi, lo de
agente lo dice todo: es de la CÍA o del FBI. Yónatan cree que no:
—Si fuera eso, solo pondría en la puerta “Agente” o “Agente Secreto.
Pero no, “Asegurador”.
—Eso puede ser porque es tan buen agente, que asegura resultados. ¿A
que sí, Federiquín?
—Fijo -me apoya el hijo-. El siempre nos dice que, en lo suyo, es de lo
mejor.
—¿Lo ves?
—Pues yo digo que vende seguridad -salta Richard-. O sea, tu un día te
sientes inseguro, ¿no? Pues vas a verlo: “Don Federico, ¿me puede dar
seguridad?”. Y él te pone un guardaespaldas. O te deja su pistola. O te pega
un abrazo.
Esa vez Federiquín, pese a ser el hijo, prefiere no opinar. Añade solo:
—Tiene muchas visitas. Eso es lo que lo sé. Y le hablan de
“siniestros”. Y de unas “palizas” que tienen que pagar.
—¿Lo ves? Lenguaje de agente secreto, cien por cien.
Lo que no pega es que el padre de Federiquín tiene una barriga de
campeonato. Y eso es raro cuando llevas una vida peligrosa. Pero bueno.
Decía que en mi calle, además de muchos pisos, hay una sola casa.
Antes había más, según mi madre. Pero les fue entrando una enfermedad muy

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mala y las derribó. Debe de ser una epidemia, porque mi madre no deja de
hablar de ella.
—La especulación, hijo, se lleva todas las casas bonitas por delante.
Esta calle era la más fina, con mansiones preciosas, chalecitos encantadores.
Pero vino la especulación y quedó solo la de don Simón Quenpazdescanse.
Durante mucho tiempo pensé que don Simón se apellidaba así,
Quenpazdescanse, porque mi madre era lo que decía siempre detrás del
nombre. Y no solo ella. Se lo oía a todo el mundo. Más tarde supe que había
que escribirlo separado: que en paz descanse. Y se refiere a que cuando
alguien está muerto los vivos desean que deje de dar guerra y se quede
tranquilito. También se puede escribir de otra manera para que dure más,
siglos en concreto: QEPD. Así, además, terminas antes.
La enfermedad que tanto preocupa a mi madre, la especulación, solo
ataca a los edificios. A las personas, no; se lo pregunté.
Esa única casa de mi calle, la de Don Simón QEPD, debió de ser la
mar de chula. Tiene dos pisos, el de abajo y el arriba. También tiene un poco
de jardín alrededor. Vamos, tenía. Como está vacía desde que don Simón se
fue a descansar en paz, ahora no hay jardín ni nada.
Yónatan, que es bárbaro para tener ideas locas, dijo un domingo:
—¿Entramos en la casa?
—No se puede -replicó Inés, la de la señora Paca, que siempre anda
con nosotros.
—¿Por qué no se va poder? -protestó Yónatan.
—Porque no es nuestra, porque está cerrada y porque… ¡hay
fantasmas!
Las dos primeras cosas no nos impresionaron. Pero la tercera…
Federiquín fue el primero que se borró:
—Tengo muchísimos deberes. Yo me abro.
—¡Gallina! -le gritó Yónatan, poniéndose a cacarear.
Tuve que ponerme en medio para que Federiquín no le pegara.
—Seamos pacifistas -dije, usando esa palabra que decían mucho en la
tele-. Nuestra pandilla es democrática. Si no estamos de acuerdo, pues
votamos.
Yónatan me miró sin entender.
—¿Qué hay que votar?
—Si entramos en la casa o no. Que levanten la mano los que…
Richard no me dejó acabar:
—¡Un momento! El voto tiene que ser secreto para que Yónatan no
llame gallinas a quienes no voten como él.
—¡Gallina! -le dijo el aludido, que también es bárbaro metiéndose
con todos, la verdad.

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Hubo que votar primero si votábamos en secreto o con la mano
levantada. Ganó lo segundo. Después votamos si entrar o no en la casa.
Yónatan, yo y Jéssica votamos Sí. Federiquín, Inés y Richard votaron No.
—¡Empate! ¿Y ahora qué? -preguntó Inés.
—Entramos, porque lo propuse yo y mi voto vale el doble -respondió
Yónatan.
Y sí que entramos. Pero sólo Jéssica, él y yo. Los otros dijeron que se
enfadaban con nosotros por toda la eternidad y que cruz y raya y que para
ellos habíamos caído y que jamás de los jamases nos volverían a juntar. A mi
me dio bastante rabia por Inés, porque me molaba. Pero no hay nada peor que
quedar como un gallina. Así que los tres menos gallinas, los valientes de
verdad, nos fuimos a la casa de don Simón QEPD.
El principio fue fácil, porque la verja del jardín estaba rota. Solo hubo
que empujar. Jéssica, sin embargo, hizo la pregunta decisiva:
—¿Y si hay fantasmas de verdad?
Yónatan, aunque está por ella y le perdona casi todo, la miró como si
le estuviesen a punto de salir plumas de gallina:
—Los fantasmas no existen. Son cuentos de mayores para que no
hagamos los que a ellos les parece.
Yo no estaba tan seguro.
—A ver, Yónatan. El último dueño de esta casa, don Simón, se
murió. ¿Sí o no?
—Sí.
—Y desde que se murió, toda la gente al hablar de él dice: “don
Simón que en paz descanse”. ¿Sí o no?
—Es se dice de todos los difuntos -apuntó Jéssica.
—Ahí es adonde voy. Si una persona muere debería de estar en paz sin
más, sin decir nada, sin tener que deseárselo.
—¿Adónde quieres ir a parar? Habla claro -se impacientó Yónatan.
Lo solté:
—Cuando siempre se dice “don Simón que en paz descanse” será
porque lo más NORMAL es lo contrario: que no descanse y ande por aquí.
En ese momento estábamos ante la puerta principal. Esta no se nos
dejó abrir sin más. Estaba cerrada y bien cerrada. Así que a Jéssica no se le
ocurrió otra cosa que llamar con unos golpecitos. Nos íbamos a burlar de ella,
cuando oímos desde dentro:
—¿Quién es?
Sentimos los tres unos escalofríos de muerte. Ni nos miramos.
Pegamos medio vuelta y salimos de allí empujándonos, gritando y
tropezando, sin mirar atrás.
No paramos de correr, yo creo, hasta veinte calles más allá.

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***

Al día siguiente por la tarde nos volvimos a encontrar con Richard,


Inés y Federiquín. También estaba con ellos Miguelón, a quien se le había
acabado el último castigo sin salir de casa.
—Que conste que os volvemos a hablar porque queremos, pero no
penséis que os hemos perdonado -dijo Inés nada más vernos
—Vale -dijimos nosotros, sin ganas de discutir.
—¿Entrasteis en la casa? -preguntó Federiquín.
—La vimos toda. Arriba, abajo y por detrás. Si quieres te contamos
todo lo que hay dentro -respondió Yónatan, sin un solo pestañeo.
Federiquín hizo un gesto de indiferencia.
—No hace falta. Pronto la voy a ver todo lo que quiera. La acaba de
comprar mi padre para instalar ahí sus oficinas. Aunque quizá mande
derribarla y hacer un edificio nuevo. Me enteré ayer, cuando os dejé. Mi
padre había ido a verla a esa misma hora. Es raro que no os encontrarais.
Yónatan me miró rascándose la cabeza, como si no supiera qué
pensar. A Jéssica le enrojeció la cara y tuvo que decir que tenía alergia al
polen invernal, aunque pareciera que no había. A mi me entró la tos.
Inés, que encima de guapa es lista que no veas, no dejaba de mirarnos.
—Algo ocultan estos. Si visteis un fantasma deberíais decírselo a
Federiquín, para que avise a su padre.
—Un agente secreto no creo que tenga miedo de un simple fantasma,
llegado el caso -dije yo.
—¿Pero lo visteis o no? -insistió Inés.
—¿La verdad?
—¡Sí!
—Pues NO. No vimos nada de nada.
Y en eso, oye, no mentí ni un poco.

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Concurso de sustos

Una vez tuvimos un sicólogo en el colegio. El director nos lo presentó


al empezar el curso, en el salón de actos.
—Esta queridísima comunidad educativa nuestra se enriquece este año
con una nueva aportación -dijo el director, que siempre hablaba así de raro-.
Os presento a don Gervasio Megaplex, ilustre sicólogo infantil. Es un antiguo
alumno, acaba de terminar la carrera y este es su primer trabajo. Sin embargo,
os puedo asegurar que es un gran experto en técnicas de conducta, así como
en tratamiento de microfobias.
—¡Gracias, querido tío! -le dijo el sicólogo, dándole un abrazo.
Se lo dije a mamá nada más llegar.
—Tenemos un sicólogo.
—Vaya, ¿y qué tal?
—Es un gran experto en técnicas de combate y tratamiento de
microbios. Lo dijo el director.
No sé si mamá me entendería. Sólo comentó, sin apartar los ojos del
móvil:
—Mira qué bien.
Dos semanas más tarde, el sicólogo nos reunió a los de primaria, que
somos un montón.
—Estoy aquí para ayudaros -empezó diciendo.
—¿Nos hará los deberes? -preguntó enseguida Miguelón,
francamente ilusionado.
A don Gervasio no le gustó la pregunta.
—¿Cómo te llamas?
—Miguelón.
—Será Miguel.
—Es Miguelón.

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—¿Y de apellido?
—Tilín Tolón
Hubo carcajada general. A don Gervasio se le infló una vena azul en
el cuello. Yo estaba en primera fila y lo vi bien.
—¿Eres el gracioso de la clase?
Tuvo que intervenir con rapidez la delegada de nuestra clase, alzando
la mano con su habitual educación:
—Habla, Gema.
—Usted no tiene por qué saberlo, pero ha dicho la verdad. Se llama
Miguelón y se apellida Tilín Tolón. Puede comprobarlo en su ficha. Al pobre
no lo cree nadie la primera vez. Pero sus padres, al parecer, son muy graciosos
y como él se apellidaba Tilín y ella Tolón, decidieron que su hijo se llamara
Miguelón.
Otra carcajada general.
—¿Y ahora de qué se ríen? -quiso saber el sicólogo.
—De la rima -aclaró la delegada-. Las rimas son muy populares en
primaria.
—Ya.
El sicólogo se puso a buscar en su cartera, sacó unos papeles y
empezó a leer. Debió encontrar lo que buscaba y resopló, sentándose:
—¡Pues es verdad! ¡Algunos padres son…! Sigamos. Siéntese,
Miguelón, y perdone el malentendido. Les iba a decir que como sicólogo de
este centro voy organizar entre los niños de primaria un gran concurso.
Nos miramos entusiasmados, porque nos encanta concursar. Don
Gervasio añadió:
—Será… ¡un concurso de sustos!
Nos miramos preocupados. Los sustos están bien, no digo que no, pero
cuando los das tu. Cuando te los dan, no gustan tanto.
—¿Preguntas?
Creo que no quedó ni uno sin levantar la mano, pidiendo intervenir.
—¿Por qué sustos?
—¿Cuál es el premio?
—¿Pueden ser sustos a muerte o solo gordos?
—¿No nos reñirán?
Tras escuchar estas preguntas, repetidas unas veinte veces, don
Gervasio mandó bajar los brazos.
—Escuchad. Los niños tenéis muchos miedos.
—¡Yo, no! -gritamos los chicos muy ofendidos, mientras las chicas se
reían.
—Silencio. Se que tenéis miedos. Todos, sin excepción. Es natural.
Aún no sabéis del mundo, de la vida y cualquier cosa os asusta. Mi trabajo
consiste en eliminar esos miedos. Y para eso servirá el concurso.
¿Entendido? Cuando llegue el momento, os diré cómo y cuándo asustar.

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—¿Podemos asustar a quien queramos? -preguntó Miguelón, sin
levantar la mano ni esperar.
Don Gervasio, yo creo que apenado por lo de su nombre y apellidos, ni
siquiera lo riñó:
—Yo os diré CÓMO, CUÁNDO y A QUIÉN asustar. De momento,
es todo.
Nos fuimos al recreo, pero la mayoría empezó a practicar para quedar
bien en el concurso.

***

Los sustos de entrenamiento empezaron siendo en el patio y de los


normales. O sea, gritar de pronto:
—¡¡Tras!!
O:
—¡¡Soy un vampiro y te voy a morder!!
O:
—Como no me des tu bocadillo, se lo digo al director.
—¿Qué le dices qué?
—Que eres un abusón.
—¡Pero si es al revés!
—Ya, pero te he asustado, ¿o no?
Pronto se hicieron por todo el colegio y no solo de los normales o
pequeños.
Los de Quinto C, por ejemplo, quisieron practicar un susto gordo. Y
pensaron en Genoveva, la profesora en prácticas que daba clases de refuerzo.
Un día, antes de que llegara al aula, pusieron en el bolsillo de su bata blanca
un ratón. Era de plástico, pero parecía real; incluso tenía pelo. Genoveva
llegó a clase, se puso la bata, metió las manos en los bolsillos, sacó una de
ellas, vio el ratón y los chillidos se oyeron hasta en Nueva Zelanda.
A los de Sexto B se les ocurrió comprar un cactus en la floristería que
había enfrente del colegio. Tenía cantidad de pinchos afilados. Lo pusieron en
la silla de Doroteo, el de la portería. Sin mala intención, decían; solo para ver
qué susto se llevaba. Fue de campeonato. Nada más sentarse, pegó un salto
hasta el techo y echó a correr gritando.
Los de Cuarto A quisieron dar un susto “mortal” a doña Pepita.
Cuando estaba dando Matemáticas recibió un mensaje en el móvil: “Se ha
muerto Nicomedes, su gatito. De parte de los vecinos”. Todos sabíamos que
doña Pepita quería con locura a Nicomedes, su única compañía. En cuanto
leyó el mensaje, cayó redonda al suelo con la cara más blanca que un papel.
—¡El susto ha sido a muerte de verdad! -exclamaron los de Cuarto.
—¡Con éste ganamos el concurso! -Añadieron los optimistas.

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Aunque los pesimistas comentaron, cuando una ambulancia se llevó a
doña Pepita un poco después:
—¿A que se nos cae el pelo?

***

Al día siguiente, los de primaria pasamos el recreo en el salón de


actos. Nos esperaban el sicólogo y el director. Los dos tenían una cara
pésima. Como si les hubiera sentado fatal el desayuno.
Empezó el director:
—Niños, no habrá ningún concurso. Podéis dejar de practicar. No
quiero más sustos. Ahora os dirá unas palabras don Gervasio.
Al sicólogo le pasaba algo en la garganta. No hacía más que “¡ejém,
ejém!”, pero sin hablar. Al fin, logró decir:
—Quizá no fue una gran idea lo del concurso de asustar.
Todos voceamos:
—¡¡QUE SÍÍÍ!!
El director se levantó, haciéndonos callar.
—¡Dejen hablar a don Gervasio!
El sicólogo se lió otra vez con lo de “¡ejém, ejém”, como si tuviera
un bicho en la boca.
—Como les decía, lo del concurso fue una mala idea. Advertí que yo
diría CÓMO, CUÁNDO y A QUIÉN podían asustar…
—¡Teníamos que entrenar! -dijo una voz.
Don Gervasio siguió, como si no hubiera oído:
—No caí en la cuenta de que ustedes son pequeños y aún no tienen…
¿Qué más da? El caso es que la señorita Genoveva está en el hospital, con
fuertes taquicardias. Doña Pepita se ha recuperado del desmayo pero ha
desarrollado una terrible fobia a los mensajes. Y al pobre Doroteo aún lo
están curando en el Hospital, porque no resulta fácil retirar uno tras otro los
pinchos que el cactus le clavó en… Da igual.
Pareció que había acabado, pero el director le dio un codazo:
—¿No olvidas nada?
—¡Ah, sí! Eh… A sugerencia del señor director aquí presente, hoy
mismo he renunciado a seguir como sicólogo del centro. Voy a hacer un
Master Universitario de Sustos y Sobresaltos, a ver si aprendo un poco más.
Y así fue como tuvimos en el cole un sicólogo que no nos duró ni tan
siquiera un mes. Sentimos rabia, la verdad. Queríamos haber hecho el
concurso, para el que con tanto tesón habíamos entrenado. Pero el director lo
dejó claro:
—Tengo fuera de combate a media plantilla y solo estabais
entrenando. No quiero ni pensar qué pasaría si llega a haber concurso.

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Los sustos quedaron prohibidos. Ni a muerte, ni gordos, ni normales.
Nunca más pudimos asustar por culpa del sobrino del director.
O sea, en teoría. Porque cuando aquel mismo día salíamos del salón
de actos, Yónatan me enseñó una araña gigantesca que llevaba en un bote de
cristal:
—Me costó la última paga. ¿Y ahora me la tengo que quedar?
—¿Es una tarántula?
—No fastidies. Esa es venenosa y esta no.
—¿Y qué vas a hacer con ella?
Yónatan hizo un gesto que me asustó incluso a mi.
—Don Gervasio no merece irse sin algún regalo.
Me piré. No quise saber nada de nada.

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Zombis de Halloween

Una día llegó Yónatan muy animado.


-¿Sabéis de que me voy a disfrazar en Halloween?
-De zombi -contesté.
Me miró con extrañeza.
—¿Cómo lo has adivinado?
—Todos los años te disfrazas de eso.
Pareció desconcertado. Pero solo un instante. Después, volvió a
animarse.
—Este año será distinto. Voy a conseguir un disfraz total de
Halloween. Daré a mi madre un susto mortífero.
No es que Yónatan tuviera algún problema con su madre. Todo lo
contrario. El problema era que cada Halloween, en cuanto se disfrazaba de
zombi, le preguntaba a su madre:
—¿A que te asusto?
Y la madre, partida de risa, le decía:
—Estás guapísimo, hijo; claro que sí.
Eso le daba una rabia descomunal:
—¡Un zombi no puede estar guapo! Es al revés. Tiene que estar
feísimo, horrible, asqueroso, repugnante. Si no, ¿qué clase de zombi es?
—Pues de los de Halloween.
—¡Brrrrrrr…!
Cuando Yónatan hacía “brrrrrr…” no era buena cosa. La temperatura
de su enfado estaba subiendo.
—¿Y vosotros qué? -preguntó aquel día, tratando de serenarse-. ¿Os
vais a disfrazar también de zombis?
Miguelón hizo un gesto negativo.

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—Yo iré de calabaza. Mi padre dice que cada cual se tiene que
disfrazar de lo que es. ¡Y como a mi me dan tantas calabazas en el colegio…!
El pobre Miguelón siempre estaba sufriendo por haber nacido con la
mala pata de tener unos padres graciosísimos, que de todo hacían chiste.
Yónatan tuvo una idea:
—¡Puedes ir de calabaza zombi!
—¿Eso qué es?
—Una calabaza muerta pero resucitada por la magia negra. No te
preocupes; nosotros te arreglamos el disfraz cuando lo tengas. Lo ponemos
sanguinario, asqueroso y eso. ¿Y los demás?
Yo no había planeado nada, la verdad.
—Si quieres, voy también de zombi -le dije Yónatan, por apoyar.
—Pues, venga, vamos todos de eso -dijeron los demás, incluidas
Jésica e Inés.
Y el día de Halloween, como caía en sábado, quedamos por la
mañana con los disfraces puestos para ver quién daba más terror. Yónatan
llegó muy enfadado.
—¿Qué te pasa? ¡Estás total con esa ropa andrajosa y las tripas que te
asoman por encima del pantalón! -le dije yo.
—Mi madre se ha vuelto a reír. Me ha dicho que estoy muy guapo y
que triunfaré en Halloween.
—Eso lo dice porque los mayores son así -dijo Federiquín, que iba
espantoso con toda la cara llena de pintura roja y un hacha incrustada en la
cabeza, como si la tuviera bien clavada-. Creen que tienen que apoyarnos
aunque les demos pánico y tengan ganas de correr al vernos.
—¿Tu crees?
—No lo creo, lo sé. Es lo que me ha dicho mi mamá al salir. Me dijo:
“Si no supiera que eres tú, echaría a correr. De verdad que da asco verte,
Federiquín, hijo”.
Yónatan lo miró muerto de envidia.
—¿Eso te dijo?
—Sí.
—¡Ojalá mi madre me dijera a mi lo mismo!
Intentamos consolarlo.
—Venga, Yónatan. No te desanimes. Seguro que por dentro tu madre
también tiene ganas de salir corriendo al verte.
—¿Con este disfraz?
—E incluso sin él.
Pero no lo convencimos.
—Lo que pasa, ¿sabéis que es? Que un buen zombi no puede salir de
casa; o sea, de una casa normal. De donde tenemos que salir, para meter
miedo, es de…
—¿De dónde? -preguntó con impaciencia Inés.

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—¡Del cementerio?
—¿QUÉÉÉÉÉ…? -saltamos todos.
No hubo forma de quitarle la idea de la cabeza. Se emperró en que por
la tarde nos iríamos con los disfraces de zombi (y de calabaza zombi, en el
caso de Miguelón) a la puerta del cementerio. Y cuando pasara gente,
haríamos como que salíamos de allí, recién resucitados.
—¡Veréis como así damos auténtico terror! -insistía Yónatan,
entusiasmado.
Los demás pensábamos que sí, que fijo; pero porque nosotros mismos
estábamos aterrorizados solo de pensarlo.

***

A media tarde, cruzamos el río por el puente de piedra, ya que el


cementerio estaba en la otra orilla. No era un buen día para ponernos en la
puerta, vestidos como íbamos. Lo comprendimos nada más llegar. No paraba
de entrar y salir gente para adornar las tumbas. Y nos miraban fatal. Un señor
de muchos años incluso nos riñó:
—Esos disfraces son de muy mal gusto. Hay que respetar a los muertos
y más cuando es su día.
—Nosotros no somos muertos, señor -trató de explicarle Richard, con
amabilidad-. Somos zombis y lo que celebramos es el Halloween.
El viejo, que se ve que no estaba de humor, empezó a gesticular:
—¡El jalogüín, el jalogüín! ¿Qué se os habrá pedido a vosotros en el
jalogüín! ¡Cómo no os vayáis de aquí, llamo a los guardias!
No nos quedó otra que alejarnos de la puerta.
—¿Adónde vamos? -preguntó Miguelón.
—El cementerio es grande. Nos pondremos en otra parte donde
asustemos más -dijo Yónatan.
Llegamos a una segunda puerta lateral por la que no entraba ni salía
nadie. Parecía cerrada, pero Jésica se apoyó en ella y vimos que la cadena
que unía sus dos partes metálicas estaba rota. Yónatan se puso loco de
contento:
—El sitio perfecto. No escondemos tras la puerta y cuando pase
alguien salimos en desfile fantasmal. ¡Veréis que sustos damos!
Aunque a los demás nos daba “yuyu” todo aquello, le hicimos caso y
nos escondimos tras la puerta. O sea, dentro del cementerio. Teníamos la
puerta solo un poco abierta, para salir en cuanto viéramos pasar a alguien.
—GGGGRRRRIIIIISSSS…
—¿Quién ha dicho eso?

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Nos quedamos fritos. Detrás de nosotros, mirando también hacia la
puerta y esperando, había aparecido más gente vestida de zombi. No solo
niños o niñas. Había también gente mayor. Yónatan sonrió de oreja a oreja:
—¡Toma! ¡Hemos acertado total! ¡Este es el punto de reunión de los
que mejor se disfrazan! ¡Lo vamos a pasar de muerte!
Yo no dije nada. Iba oscureciendo y no me gustaban ni un pelo los
otros disfrazados. Parecía hacer más frío. O por lo menos yo tenía
escalofríos. Miré a Inés, a Jéssica, a Richard y a Federiquín. Creo que tenían
tanto frío como yo, porque también temblaban. Miguelón, no. A Miguelón el
disfraz de calabaza zombi apenas le dejaba ver y no se había enterado de la
compañía.
El que seguía entusiasmado era Yónatan. Vio acercarse un grupo de
seis o siete chicas, que charlaban y reían. Y dijo, mirando también a los de
atrás:
—Bueno, vamos a probar si somos zombis de los que asustan de
verdad. ¡Seguidme!
Lo seguimos. Y nos siguieron los otros, que parecían ser cada vez más
y estar más horrorosamente disfrazados. Cuando las chicas vieron el “desfile”
que salía del cementerio por la puerta lateral, chillaron como locas y echaron a
correr. Pero eso no fue lo peor. Lo peor fue que una de ellas, compasiva, nos
gritó:
—¡Corred vosotros también! ¿No habéis visto que os sigue un legión
de zombis?
—¿De zombis de verdad? -dijo yo, sintiendo sudores fríos.
—¿Cómo que de zombis de verdad? -se extrañó Yónatan, sin
comprender.
En ese momento se volvió, palideció y el pelo se le puso recto como
el de un erizo. Yo también miré atrás y vi que uno de los zombis abría una
bocaza llena de dientes sucios:
—GGGGRRRRIIIIISSSS…
Los que iban con él le imitaron:
—GGGGRRRRIIIIISSSS…
Y yo, predicando con el ejemplo, grité:
—¡¡¡¡CORRED!!!!
Jamás hemos vuelto a correr tanto. Estoy seguro de que pulverizamos
cualquier récord de velocidad, aunque por desgracia nadie nos cronometró.
Menos mal que a los zombis no les va eso de correr. Ellos siguen a su paso.
Como diciendo “corre lo que quieras, que yo, a mi ritmo, sin prisas, te pillo
igual”.
A nosotros, por esa vez, no nos pillaron. Pero nunca más hemos
jugado a zombis. Ni siquiera Yónatan. De vampiros y de momias, sí; pero de
zombis jamás nos hemos vuelto a disfrazar en Halloween. Fue la ultima vez.

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El árbol caníbal

En nuestro colegio se suele celebrar el día del árbol. Nos dan charlas
sobre los bosques. Nos explican que sin ellos vamos mal, porque son fábricas
del oxígeno. Vemos pelis o documentales sobre la selva. Y nos inviten a
plantar árboles para tener un mundo más vegetal.
El del árbol es un día chulo, salvo que te toque Educación Física con
don Benjamín.
—Como hoy es el día del árbol, ¡vamos a hacer el pino!
Así es como le gusta celebrarlo a don Benjamín.
A algunos les da igual, porque se les da bien hacer el pino. Yo, lo odio
a muerte. No sé ponerme cabeza abajo.
Aquel año nos daba Naturales la buena de la señorita Esther. Y una
semana antes anunció:
—Vamos a celebrar el día del árbol en plena naturaleza. Os llevaré al
bosque, para que cada cual plante su árbol.
Nos pareció genial. Gritamos:
—¡Viva!
Y ella debió pensar que éramos ecologistas como los que más. Pero
era porque las clases de toda la mañana se cambiaban por una excursión.
—¡Yo llevo el balón!
—¡Yo, un boomerang!
—¡Y yo, raquetas!
La señorita Esther ordenó silencio:
—Niños, no me habéis escuchado. No vamos a jugar. Vamos a
celebrar la fiesta del árbol. Y lo haremos, plantando cada uno su árbol. Para
ello tenéis que ir antes por la concejalía de Medio Ambiente. Allí repartan
esta semana arbolitos en una maceta. Cada uno tenéis que tener vuestra
maceta ese día. El que no la tenga, no va.
Se preparó otra vez el alboroto.
—¿Qué ha dicho?

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—Que cada uno tiene que llevar una raqueta.
—¡Ah!
Menos mal que la señorita Esther se pasó la semana repitiendo lo de
la maceta y el arbolito que teníamos que ir a recoger al Ayuntamiento.

***

El día señalado fuimos llegando todos al cole con nuestros mini-pinos,


mini-castaños o mini-árboles en general. O sea, todos menos alguno que otro.
A Borjarabe se le fastidió el suyo por el camino. Se le cayó, se le
escapó la tierra y se partió. Apenas le quedaba un trocito de tallo con las
raíces. Nada más. Como lloraba tanto, la señorita Esther tuvo que ir a
consolarlo:
—No te preocupes, Borja. Si las raíces están bien, prenderá igual. Los
árboles resisten una barbaridad.
A Borjarabe los profesores lo llaman Borja, que es su nombre.
Nosotros, no. Nosotros los llamamos Borjarabe porque no nos cae muy bien.
Se cree el “no va más” por ser hijo de un médico, ya ves tu. ¡Como si eso
fuera más que un gran maestro enterrador, como el padre de Richard!
—¡Has matado al bebé de un árbol! ¡Eres un Herodes vegetal! -eso le
soltó aquel día Yónatan, cuando la señorita no miraba.
Borjarabe arrancó a llorar de nuevo y Yónatan se escondió detrás de
mi. Fue cuando me fijé en lo que había llevado él. Era una caja de cartón.
—¿Traes el árbol en una caja? ¿Tan feo es?
Yónatan me hizo un gesto de silencio.
—Ya lo sabrás.
La que se presentó sin nada de nada, con las manos vacías, fue
Jéssica.
—¿Qué ha pasado? -le preguntó la señorita Esther.
—No pude ir al Ayuntamiento, porque nosotros vivimos lejos de la
ciudad. Mi padre ha dicho que compre uno por el camino, ahora según vamos.
Mire, me ha dado el dinero.
La señorita Esther se mostró algo contrariada.
—Eso no es lo que dijimos, Jéssica. Tendré que decirle a tus papás
que pase por tutoría. Pero supongo que tu no eres culpable. Anda, toma este
arbolito que me ha sobrado a mi.
A Borjarabe aquello le sentó fatal.
—¡No es justo! A mi me deja con el árbol roto y a esa, que no traía
nada, le da uno entero.
—¡Si te metes con Jéssica, te arreo! -tuve que amenazarle yo, porque
ella es de la pandilla y los de la pandilla tenemos juramento sagrado de apoyo
total entre nosotros.

17
***

Por fin, salimos en fila del colegio. La señorita Esther iba delante.
Detrás, don Eulogio, el profesor de Química. La profesora en prácticas,
señorita Marta, iba mezclada con nosotros para evitar que armáramos alguna
gorda.
En media hora estábamos en el famoso bosque de Valorio. Es famoso
porque está en nuestra ciudad y todos lo conocemos. Lo atravesamos casi del
todo y por fin oímos:
—Este es el área de plantación que nos ha sido asignado. Poneos cada
uno en un punto guardando una distancia entre vosotros de dos metros al
menos.
—¿Cuánto miden dos metros? -oímos preguntar a Miguelón.
La señorita Esther miró angustiada a don Eulogio.
—Yo me encargo -dijo él, poniéndose en plan jefe-. A ver niños,
colocaos en fila otra vez. Yo os voy diciendo donde plantáis cada uno vuestro
árbol. Marta, dame la azada.
Don Eulogio cogió la azada que le llevó a señorita Marta y empezó a
dar grandes zancadas. Nos costaba seguirlo, puestos en fila y cada uno con
nuestro miniárbol en las manos. Cada tres zancadas se paraba y decía:
—¡Aquí!
Y el primero de la fila, tenía que poner el árbol en el agujero que
cavaba. Después, poníamos tierra alrededor. Con las manos, claro. En cuanto
terminábamos, decía don Eulogio:
—¡Váyase a lavar!
Y había que ir corriendo a una de las fuentes públicas del bosque.
Así, uno detrás de otro. Cuando me tocó y planté mi árbol, me hice
el tonto para no correr a lavarme las manos. Antes, quería ver qué hacía
Yónatan, que iba detrás de mi. Porque seguía con su caja de cartón, sin que
se viera árbol ninguno.
—¡Aquí! -le dijo don Eulogio, en cuanto hizo el correspondiente
agujero.
Fue cuando se fijó en la caja.
—¿Se puede saber por qué tiene su árbol dentro de una caja? ¿Para
asfixiarlo? ¡Sáquelo y plántelo!
Yónatan le dijo:
—¿No puedo sembrarlo con caja? Mire, las raíces están fuera.
Y le mostró la caja por abajo. Había un agujero y por él, en efecto,
salían las raíces de su árbol. Don Eulogio no tiene una gran paciencia que
digamos.
—¡Pero niño! ¿Se te ha caído algún tornillo o qué? Tira esa caja
ahora mismo y pon tu árbol ahí.

18
Yónatan resopló.
—Allá usted. Pero le advierto que mi árbol puede ser un poco
peligroso.
La señorita Esther, que no se había perdido ni palabra, intervino con
voz dulce y comprensiva:
—¡Vamos, Yónatan! No hay árboles peligrosos. Ningún árbol puede
hacernos nada, salvo el bien.
—¡Quite la caja de una vez! -tronó don Eulogio.
Yónatan se había agachado y había plantado las raíces del árbol en el
agujero, tapándolas con tierra. Pero sin quitar la caja. Sin embargo, ante las
últimas palabras del profesor de Química, obedeció. Retiró la caja hacia
arriba y retrocedió de un salto.
Un poco raro sí era el árbol. Tenía cuatro o cinco hojas. Y cada hoja
tenía dos partes unidas y algo gordas. Don Eulogio se agachó, intrigadísimo.
—¿Pero qué árbol has traído?
—No se acerque tanto… -empezó a decir Yónatan, muy asustado.
Pero la curiosidad del profesor podía más. Y se acercó muchísimo a
la planta. ¡Vaya si se acercó! Se acercó tanto que de pronto una de las raras
hojas dobles se abrió de par en par mostrando unos dientes terroríficos y…
¡CATACRASH!
—¡¡Aaaaayyyy!!! -gritó don Eulogio, llevándose las manos a la nariz.
El árbol del Yónatan acababa de mordérsela.
La señorita Esther miró al asustado Yónatan:
—¿Qué árbol has atraído, si se puede saber?
—Se me olvidó recoger el del Ayuntamiento y en la floristería el
único chulo era éste. Me dijeron que no había que acercarse mucho a él.,
porque es… eh… de los que comen carne.
—¿Una planta carnívora? -se espantó la señorita Esther-. ¿Has traído
una planta carnívora para celebrar el día del árbol?
—Bueno, también es árbol, ¿no? O por lo menos, planta y vegetal.
La noticia se extendió como la pólvora.
—¡El Yónatan ha traído una planta carnívora!
—¡El Yónatan ha sido comido por una planta caníbal!
—¡Por culpa del Yónatan, los árboles se han vuelto caníbales!
—¡El bosque es caníbal y se ha comido a don Eulogio!
La desbandada fue inmediata y general. Marta trató en vano de que no
nos dispersáramos. La señorita Esther se fue con don Eulogio a un puesto de
socorro, para que le curaran del mordisco en la nariz. Y yo me escondí tras
unos matorrales, por no dejar solo al agobiado Yónatan.
—Me echan del colegio. De esta sí que sí.
—¿Cómo se te ocurre traer una planta come-carne en un día como
este?

19
—Molaba. Pensaba venir cada poco a traerle un filete o dos, cuando se
hiciera árbol grande.
—Pues la has preparado de campeonato.
—Ya, bueno. Pero original sí que hubiera sido, ¿no?
Y en eso, la verdad, tuve que darle la razón.

La máquina del terror

Richard llegó un día más contento que un conejo encima de una


zanahoria.
—¡Voy a ser multimillonario!
—¿Eso es como rico? -preguntó Miguelón.
—Más.
—¡Guau!
Yo fui al grano:
—¿Has encontrado el plano de un tesoro?
—Mejor. Acabo de inventar la máquina del terror. Todos los países
del mundo me la pedirán.
Nos quedamos como estábamos.
—¿Y eso para qué sirve? -le preguntó Inés.
—Para asustar. Lo dice el nombre.
—Ya, bueno -intervine yo, tan confuso como los demás-, ¿pero de
verdad crees que la gente va pagar para que los asustes?
—¡Toma, claro! En todos los parques temáticos hay sitios de asustar:
cámaras de los horrores, grutas del diablo, montañas rusas exageradas… A la
gente le atraen los sustos. Y mira los cines: las pelis de terror son las que más
llenan las salas.
Casi nos convenció.
—A mi no me van los sustos -dijo Inés-, pero sí que entro en la Casa
del Horror cuando traen las ferias y atracciones.
—A mi me chifla el cine de vampiros -dijo Miguelón.
Richard prosiguió:

20
—Lo que pasa es que mi invento es mil veces mejor que todo eso. No
hay nada igual en el mundo entero. Se acabó eso de ir a las ferias, a los
grandes parques o a ver cine de miedo. Cada cual tendrá en casa su propia
máquina del terror. Y cuando tenga ganas, se aterrorizará. ¿No es genial?
Federiquín acababa de llegar y no parecía convencido:
—Nadie querrá algo que le de miedo. Es de cajón.
Richard lo castigó con una de sus típicas miradas de ser superior
observando a un gusano:
—¡Sabrás tu de inventos ni de nada!
Miguelón sí que había quedado convencido:
—¿Nos la dejas probar?
—Claro. Pero todavía, no. Ya os diré. De momento solo tengo un
prototipo. Debo patentarlo, para que no me copien. Después, buscaré un
fabricante. Y como todo el mundo querrá tenerla, salvo Federiquín, me haré
multimillonario.
—¿No te basta con millonario? –pregunté yo, por preguntar.
—Multi es más.
—No, si eso ya.

***

Una semana o dos después volvimos a ver a Richard en el mismo


lugar donde quedábamos todas las tardes, si no teníamos deberes o estábamos
castigados. Pero ese día llegó más deprimido que un ratón alérgico a los
quesos.
—Seré pobre de solemnidad.
—¿Esos cuales son? –quiso saber Jéssica, intrigada.
—Los peores. Los que duermen bajo un puente o rebuscan en
contenedores para ver si encuentran asquerosas sobras.
Nos asustamos.
—¿Tu vas a ser de esos, Richard? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
—La máquina de aterrorizar, ¿os acordais?
—¡Ah, sí! Con la que ibas a ser un dromedario -dijo Miguelón.
—¡Multimillonario! Eso es lo que iba a ser.
—¿Qué le pasa tu máquina de super-sustos?
—Funciona mal.
—¿No asusta?
—Asusta demasiado.
—¿Cómo demasiado? -me impacienté-. ¿Qué quieres decir?
—La probó mi mamá.
—¿Y?
—Está en el hospital.

21
El futuro multimillonario o pobre de solemnidad, según, se puso a
llorar como un grifo estropeado. En la pandilla comprendimos que esa tarde
más valía no hacer planes. Tocaba consolar a Richard.

***

Resulta que la mamá de Richard es super-limpiadora. O sea, no


soporta que a su alrededor haya una mancha o mota de polvo. Ni una. Siempre
está limpiando. Con la fregona, con bayetas, con un cepillo, con
quitamanchas o con cualquier otro producto o utensilio de limpieza. Casi
media casa, dice el hijo, la tiene destinada a almacén de productos higiénicos.
Y alguna vez que los de la pandilla hemos ido por allí, también hemos
peligrado.
-¡Uy, ven, hijo, que tienes algo en el pelo!
Eso dice la mamá de Richard en cuento te ve. Y como te dejes, en dos
segundos estás bajo la ducha y cubierto de champú. O en el lavabo sufriendo
bajo su estropajo para tratar de borrarte lo que escribiste en una mano. Una
vez fue Miguelón solo y nunca lo hemos vuelto a ver tan limpio. Le sacó
brillo hasta en la punta de la nariz.
Bueno, pues la mamá de Richard había entrado en su habitación y vio
algo que no había visto antes. Parecía el casco de una moto. Era igual. Salvo
en la parte delantera, algo más larga. La señora lo miró con ojos como lupas,
en busca de alguna mancha, mota o raya. No encontró nada, pero tampoco
brillaba lo suficiente. Así que se puso a frotarlo. Por fuera y por dentro.
Cuando ya brillaba a tope, se lo puso para comprobar que de verdad no
quedaba el más mínimo rastro de suciedad. Se lo plantó en la cabeza y quedó
a oscuras, porque la parte delantera se alargaba precisamente para tapar los
ojos.
—Así no hay manera de saber si aún está sucio -debió pensar la
buena señora.
Y es muy posible que ya se lo fuera a quitar, nos explicaba Richard,
cuando entró en funcionamiento.
—¡No era un caso de moto! -Se lamentaba nuestro amigo-. Era el
prototipo de mi máquina de aterrorizar. Está programado para funcionar en
cuanto alguien se lo pone. Y de pronto, mi madre empezó a ver toneladas de
suciedad a su alrededor. Veía el mundo convertido en un gigantesco vertedero,
con el aire contaminado a más no poder. Empezó a gritar. Se vió ante el
mayor de sus terrores: un mundo imposible de limpiar. En esos momentos, no
había nadie más en casa. Y los vecinos tardaron en oír y hacer caso de sus
gritos. Solo cuando, bastante después, llegaron los bomberos, rompieron la
puerta y le quitaron mi máquina de la cabeza, dejó mamá de ver suciedad a
su alrededor. Era demasiado tarde. Está ingresada. Y los doctores temen lo
peor, porque no reacciona: le dan una bayeta y los mira como si no supiera lo

22
que es. ¡Una bayeta! ¡Mi madre no sabía antes vivir sin una bayeta en cada
mano!
Traté de animar al pobre Richard:
—A lo mejor es que se ha curado de lo de limpiar tanto.
—Sí, sí. Que te crees eso tu. Está majara por mi culpa.
La verdad es que no sabíamos ni qué pensar.
—A ver, Richard -dijo Jéssica, cuando lo vio un poco más calmado-.
¿Tu máquina del terror solo era un casco de moto con el que ves todo sucio
en tu imaginación? ¿Eso es tu famosa máquina del terror?
Richard se secó las lágrimas con la manga del jersery y se limpió la
nariz con un pañuelo.
—No lo entiendes. Lo terrorífico de mi máquina es que quien la usa
solo ve lo que más miedo le da. A mi madre le asusta la suciedad y eso es lo
que vio. Pero si a ti te asustan las arañas, por ejemplo, solo verás millones de
arañas a tu alrededor.
—¡Qué asco! -exclamó Jéssica, al imaginar lo que más miedo le
daba multiplicado por un millón.
—Ahí.
—Sí que es un invento poderoso… -dije yo.
—Ya no la quiero probar -aseguró Miguelón.
—¿Por qué? ¿A qué le tienes miedo, Miguelón? -preguntó Richard.
—A las bromas de mis padres.
—Pues con mi máquina, los verás bromeando sin parar, a costa de ti.
—¡Uy! -exclamó asustado Miguelón-
—Exacto.
Le pasé a Richard una mano por encima del hombro.
—Oye, somos amigos y colegas de pandilla. Te hablo con confianza.
¿De verdad sigues creyendo que un invento así te va a hacer multimillonario?
Tardó en responder, porque lo de su madre se ve que le costaba
superarlo.
—Tendré que hacer algún ajuste en el grado máximo de terror.
Tuve una idea:
—¿Y no sería mejor darle otro enfoque y trasformarla en máquina de
la risa? O sea, quien se ponga ese casco solo ve lo que más gracia le hace. Eso
sí que podría tener ventas sensacionales.
Por primera vez, Richard me miró como los seres superiores miran a
los que son casi sus iguales:
—No suena del todo mal.
Me apresuré a atar un cabo suelto y decisivo:
—Ojo, Richard, que esta otra idea ha sido mía. Si te vale, los
beneficios a medias.
La mirada volvió a ser la de un ser superior observando el paso de una
lombriz de tierra.

23
—Lo tengo que pensar.
Decidimos acompañarlo hasta el hospital a ver a su madre. Pero a la
habitación solo subió él. Fue Miguelón el que dijo con sinceridad:
—Nosotros nos quedamos en la puerta, por si tu madre se ha
recuperado y nos espera con un estropajo.
—¡Ojalá!
Y lo vimos desaparecer por la puerta giratoria, para ir a visitar al único
ser humano que había experimentado los efectos de su fabulosa máquina de
aterrorizar.

24
Mi padre es una momia

Un día de mediados de mayo, Jéssica no fue al colegio. Tampoco


apareció por donde solíamos estar después.
—Tendrá gripe -dijo Yónatan, que está por ella pero no lo reconoce.
—La gripe no se coge en mayo -dijo Federiquín.
—La gripe se coge cuanto te entra, listo.
Resultó que no, no tenía gripe. Lo que pasaba era que su padre había
tenido un accidente.
—Casi se mató -nos dijo Jéssica, cuando volvió a clase, dos días
después.
—¿Cómo de casi?
—¡Con deciros que ahora es una momia!
Nos quedamos fritos.
—¿Tu padre es una momia?
A Jéssica se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Sí. Momia total.
Richard quiso consolarla:
—Qué cosas dices. Mira, Jéssica, que le hayan tenido que vendar
todo o la mayor parte del cuerpo no quiere decir que se haya transformado en
eso.
Yésica lo miró de forma muy intensa.
—Tú no sabes nada ni lo has visto.
Aconsejamos a Jéssica que no siguiera hablando. Estábamos en el
patio del colegio, en el recreo. Y si se empezaba a correr la voz de que era la
hija de una momia… ¡Uf!
—Hablamos a la salida -dijo Yónatan-. Y tu, tranquila, Jéssica. Esto
lo pasaremos juntos, que para eso somos tus amigos.
—Las momias me dan terror -dijo Felipón.
—Pues te aguantas.

25
Los demás callamos, pero tampoco estábamos nada tranquilos.

***

En realidad, a la salida nos moríamos de hambre y solo queríamos


llegar cada uno a nuestra casa y comer.
—Hablaremos por la tarde en el parque, a la hora de siempre -dijo
Yónatan .
—Tengo mil deberes -se excusó Federiquín.
—¡Gallina! -le soltó Yónatan.
—Me encargaré de la bibliografía -dijo Richard.
—¿Eso que es?
—Libros sobre momias. Voy a ver lo que hay. Hay que conocer al
enemigo para poder vencerlo. Ya sabéis.
Lo que sabíamos era que nos esperaba un buen rollazo como lo
dejáramos hablar. Richard cree que todo se arregla con los libros. Pero como
suele decir Yónatan:
—Si la vida fuera un libro, seríamos de papel.
Por la tarde, Jéssica nos contó que su padre trabajaba de conductor en
el Centro de Residuos Sólidos Urbanos.
—Donde tiran las basuras -se apresuró Richard a traducir.
Dos días antes, estaba entrando en él con su camión, se abrió el suelo
y se lo tragó.
—¿A quién se tragó? ¿A tu padre o al camión?
—A los dos. Los vertederos no son seguros -explicó Jéssica-. A veces
no aplanan bien la basura y se abren socavones. Pero tan gordo como éste, no.
Cuando pudieron rescatar a mi padre, estaba envuelto como las momias y solo
le podían ver los ojos. Quizá hubiera en la antigüedad un templo egipcio
donde ahora es el vertedero y haya caído sobre mi padre la maldición de un
faraón.
—¡Bueno, sí! -Exclamó Richard-. Los egipcios de las momias solo
vivieron en Egipto. No hacían turismo ni tenían tiempo de repartir
maldiciones tan lejos.
A Jéssica no le gustó su tono despectivo.
—Piensa lo que quieras. Pero mi padre está en el hospital, con una
cosa que llaman… ¡cuarentena! No dejan entrar a nadie ni él puede salir.
¿Eso por qué es, a ver? ¡Porque tienen miedo de que salga y, como es momia,
la prepare!
Nadie abrió la boca. La cosa no pintaba bien
—Hoy que investigar -dicidió Yónatan.
Jéssica leo miró agradecida, pero dijo:
—No hay nada que hacer. Como os digo, lo tienen encerrado.
—Investiguemos en el vertedero.

26
A Richard le entró la tos.
—Yo iré a ver qué se ha escrito sobre vertederos misteriosos y
momificantes, si es que hay algo.
—¡Gallina! -le soltó Yónatan.
Solo fuimos él, Inés yo. A Jéssica, aunque quería acompañarnos, no
la dejamos.
—Tu, bastante tienes. Vete a casa por si hay noticias de tu padre.

***

Pensamos que el vertedero estaría acordonado, como en las películas.


Pero no vimos nada de eso, ni siquiera en la zona donde tuvo lugar el
accidente. Supimos cuál era porque lo ponía en un cartel: “¡OGO! PELIGRO.
UNO SE UNDIÓ AQUÍ”.
—-¿Qué quiere decir “ogo”? -pregunté yo.
Inés rió:
—Ojo, pero con g. Y en “undió” falta la h.
—¡Qué burro los hay! -exclamó Yónatan, sin darse cuenta de que él
en Lengua recibía calabazas cada dos por tres por faltas tan gordas como esas.
Tras el cartel se podía ver un enorme hoyo, al que intentamos
asomarnos.
—¡Eh, chavales, fuera de ahí!
Un hombre de mono amarillo, chaleco amarillo y casco amarillo se
acercaba gritándonos.
—Somos amigos de la hija del conductor que se hundió aquí el otro
día -le explicó Yónatan.
—¡Ah, sí! Una gran desgracia… Aunque pudo ser mayor.
Aquella frase nos sonó algo rara:
—¿Mayor? -le preguntó Inés-. Oiga, que el conductor ha quedado
convertido en… ¡una momia!
El hombre amarillo la miró y nos miró con las cejas levantadas.
Pareció no comprender… hasta que de pronto comprendió. Y soltó una
carcajada.
—¿Una momia? ¿Que Pepín salió de ahí hecho una momia?
¡Jajaja…! Pues no está mal traído en realidad. ¡Jajajaja…!
Como nosotros lo mirábamos cada vez más enfadados, trató de
contenerse:
—Dentro de la desgracia, el padre de vuestra amiga tuvo suerte. El
camión se le hundió en la parte donde estaban enterradas toneladas de rollos
de papel de pintar, del que sobra en las fábricas. Al abandonar el camión
accidentado, ahí abajo, se enredó con los papeles, que son muy pegajosos, y
sí que parecía, ahora que lo pienso, una momia de esas…
—Ahora está en el hospital y no dejan que lo vea nadie.

27
—Por precaución. La pintura puede ser muy tóxica y tienen que
asegurarse.
—¿De verdad es solo eso? -le insistió Inés.
—Acaba de decírmelo uno de sus compañeros.
Yónatan se había vuelto a asomar al socavón:
—Sí que se ven ahí papeles de pintar, botes de pintura y esas cosas.
El hombre de amarillo insistió:
—Debéis iros. Aquí no podéis estar.
En cuanto salimos del vertedero, llamamos a Jéssica.
—Oye, somos nosotros -dijo Yónatan-. Hemos resuelto el misterio.
Ella apenas le dejó hablar.
—¡Mi padre está en casa! ¡Lo han “desmomificado” por completo!
Después hablamos.
—Bueno, es que en realidad, él no era…
Yónatan calló, se nos quedó mirando y guardó el móvil.
—Me ha cortado. Está loca de contenta, porque su padre está en casa.
Dice que lo han desmo… desmi…, que le han hecho algo y ya no es momia.
Pero no me ha dejado explicar nada.
Le di una palmada.
—Lo importante es que esté bien. Algún día le contaremos la verdad.
—O no -dijo Inés, sonriendo.
Pero Yónatan estaba con la cabeza en otra parte:
—Que el padre de una chica que te mola se haga momia… ¡Eso es que
hace polvo!

28
Pelos de punta

Marina siempre había sido de los raras del colegio. Le gustaba vestir
raro, hablar raro, mirar raro y peinarse raro.
—¡Es que soy de una tribu urbana!
—¿De cuál?
—De una nueva. Aún no tiene nombre. Y solo pertenezco yo. Aunque
si quieres, te dejo entrar. Pero tienes que hacer todo lo que haga y diga yo.
—Gracias. Pero no.
Marina era hija de un notario y de una médica. Tenía de todo, siempre
lo mejor.
—Demasiados mimos -decían algunos.
—¡Bueno sí! -replicaban los que sabían más-. ¡No ve a sus padres! Se
levanta sola, come sola y sola compra lo que necesita. Sus padres trabajan a
todas horas. No hacen otra cosa.
Jéssica era amiga de Marina a ratos. Cuando se dejaba. Y fue Jéssica
la única que se atrevió a decirle algo cuando se presentó un día en clase con
el peinado más estrafalario visto nunca. Tenía los pelos de punta. Pero, o sea,
de punta punta. Cada uno de los pelos derecho como un junco.
—¡Eres un erizo! -se reían los chicos.
—¡Te has pasado con la laca! -le decían las chicas.
Jéssica, como era amiga a ratos, le preguntó:
—¿Y eso?
Marina se encogió de hombros. Sin decir ni pío. Eso era chocante. No
solía callar ni bajo el agua. Lo normal en ella hubiera sido contestar:
—Me da la gana llevarlo así. Es el nuevo peinado de mi nueva tribu
Algo por el estilo. Lo anormal es que callara, con la mirada perdida e
incluso con gesto de temor.
—Algo le ha tenido que pasar -nos dijo después Jéssica a los de la
pandilla-. Nunca la había visto así, como si tuviera miedo.

29
Richard hizo un gesto de desinterés:
—Se lo habrá buscado, por peculiar.
—¿Eso qué es? -preguntó Miguelón.
—Igual que rara.
—¡Ah!
Federiquín comentó:
—Con ese peinado no puede ir en moto.
—¿Por?
—La cabeza no le cabe en ningún casco.
Yónatan se impacientó:
—¿Qué tiene que ver una moto con lo que hablamos?
—Como el tema es Marina, pues eso es lo que pienso -respondió
Federiquín, algo mosqueado.
Yo me volví a Jéssica:
—Habla con ella. Eres la única a quien escucha. Si le pasa algo y
podemos ayudar…
Inés se cogió del brazo de Jéssica.
—Vive cerca. Si vas a verla ahora, te acompaño.
—Vale.
—¡Volved a informarnos! -gritó Yónatan, al ver que se alejaban.
A los dos minutos ni nos acordábamos ni de ellas. Nos pusimos a
jugar a exploradores. El jefe era Richard, porque tenía brújula. Yónatan y yo
fingíamos tener machetes e ir abriendo paso por la jungla. A Federiquín le
dimos el papel de guía experto, porque le gustaba usar el GPS de su móvil. Y
a Miguelón lo pusimos de indígena cargado con todo el equipaje.
—Pero solo si tu quieres, ¿eh? -le había dicho Richard.
—¡Sí, sí! -había respondido Miguelón-. Me gusta ser indigente…

***

Cuando volvieron Inés y Yésica no estábamos jugando. O, bueno, sí.


Pero cada cual con su móvil, sin hablar. Lo de exploradores nos duró
poquísimo. A Miguelón le dejó de gustar su papel cuando Yónatan se
empeñó en ponerle plumas de gallina en la cabeza.
—¡Un indígena ha de tener plumas!
Miguelón se opuso:
—¡Eso son los indios! Y de indio no hago
—¿Por qué? ¿Qué más da!
—Mi mamá me dice siempre: “Miguelón, no hagas el indio. No
queremos que salgas como nosotros. ¡Jajajaja…!”
La brújula de Richard resultó no ser gran cosa. Yo creo que estaba
estropeada. Siempre apuntaba en la misma dirección. Y Richard decía:

30
—Hay que ir por ahí.
Pero “ahí” solo había una pared.
—¿No sería mejor avanzar por ese lado del parque, donde hay plantas
y arbustos para que los del machete nos podamos lucir?
—Si la brújula dice que es por ahí, es por ahí. No hay más que hablar.
Federiquín le caía fatal la brújula de Richard.
—Se va por donde dice el GPS. Y el GPS dice que vayamos por allá.
—La importante es la brújula.
—Lo importante es el GPS.
Yónatan y yo también nos estábamos desanimando. No teníamos
machete de verdad y además no iba a ser fácil abrir paso a la expedición a
través de la pared que se empeñaba en indicar la brújula de Richard.
Así que lo dejamos, nos sentamos y cada cual sacó su móvil. Hasta
que volvieron Jéssica e Inés.
—¡Sabemos por qué Marina tiene los pelos de punta! -nos informó
Inés.
—Han abierto una nueva peluquería. Y adivinad cómo se llama
-completó Jéssica.
Nos encogimos de hombros, porque los chicos nunca sabíamos como
se llamaba ninguna peluquería.
—“Pelos de punta”. Tal cual. Así se llama. Marina fue su primera
cliente, al parecer. Y solo le dijo al peluquero: hágame algo raro.
No sabíamos cómo tomarnos la noticia.
—Bueno. Pues algo raro le hicieron -dije yo-. ¿Y nada más?
Inés y Jéssica se miraron, como si tuvieran dudas.
—El método del peluquero nuevo. Eso es lo que, según Marina, es
especial.
—No entendemos.
—Marina dice que si tenemos valor, vayamos nosotros a la peluquería
nueva.
Federiquín se tocó el pelo:
—Yo no tengo falta.
—¡Gallina! -le soltó Yónatan.
Richard también movió la cabeza de forma negativa.
—A mi me cortan el pelo en casa. Y me peino solo.
Yónatan tampoco tuvo compasión:
—¡Gallina!
Miguelón mostró sus bolsillos vacíos:
—Yo no tengo dinero.
Tampoco yo llevaba casi nada, la verdad. Por eso dije:
—Podemos ir a ver. ¡Pero si cuesta mucho…!
Jéssica hizo un gesto negativo:

31
—Como la peluquería es nueva, están de promoción. El primer
peinado es gratis.
—¡Ah, vale!
Jéssica, Inés, Yónatan, Miguelón y yo no tardamos en estar ante la
puerta de “Pelos de punta”. No había clientes. Solo un señor que nos miraba.
—¡Qué tío tan extraño! ¿No?
—¡A ver si ahora vamos a ser tan gallinas como Richard y Federiquín!
-exclamó Yónatan, entrando sin vacilar, yo creo que para impresionar a
Jéssica porque todos sabemos que está por ella.
Al señor que nos miraba se le puso una sonrisa algo siniestra.
—Buenas tardes. ¿Qué se les ofrece a los señores?
—Queremos algo raro para los cinco. ¡A ver qué sabe hacer! -dijo
Yónatan, aparentando tranquilidad.
–-Tomen asiento, por favor.
Casualmente, había cinco sillones en la peluquería y nos sentamos
todos a la vez.

***

Quizá aquel fuera el único día en que Marina perteneció de veras a


un tribu urbana. Por lo menos, eso les pareció a los demás. De pronto
aparecimos otros cinco con idéntico peinado al suyo: los pelos completa y
totalmente de punta, como si estuvieran electrificados o fuesen de metal.
Menudas risas.
Mi mamá a punto había estado de no dejarme salir de casa:
—¡Cómo vas a ir al cole con esa pinta! Pero tampoco te voy premiar la
gamberrada. Vete.Y si se burlan de ti, escarmientas y te peinas bien.
—No se puede, mamá. Ya lo has visto.
Eso era lo peor. Todos habíamos intentado en casa volver a peinarnos
normal, pero el pelo era indomable. Según le pasabas el peine, parecía dócil,
suave y se doblaba. Pero en cuanto lo soltabas, ¡hala!, otra vez de punta.
Inés y Jéssica eran las más desesperadas:
—¡Nos quedaremos así! -exclamaba la primera.
—¡La peluquería es infernal y el peluquero, el diablo! -sentenció la
segunda.
Yo lo veía de otro modo. Y medida que pasaban las horas, lo fui
viendo cada vez más claro. A la salida se lo dije a los demás:
—La cosa está clarísima. Recordad cómo nos peinaron. Nos pusieron
bajo aquellos secadores gigantescos que al bajar nos taparon la cabeza por
completo. En la oscuridad, ¿qué vimos?
—Nada. Estaba negro -dijo Miguelón.

32
—Vimos lo que siempre vemos en la oscuridad: nuestros miedos. Eso
es lo que nos ha puesto los pelos de punta. Y hasta que no espantemos los
miedos, el pelo no bajará.
No les pareció un gran descubrimiento. Inés lo dejó claro:
—Lo que queremos es volver a tener pelo normal.
La solución me vino en el acto.
—¡Lo tengo! ¿Qué es lo contrario de miedo? ¡Valor, valentía!
Hagamos algo que requiera mucha valentía, desaparecerán los miedos y…
Me quedé mirando a Yónatan.
—¿Qué? -me dijo él, molesto por la forma en que le clavaba la
mirada.
—Tu no eres nada gallina, ¿no?
—¡A ver!
—Haz una demostración… Dale un beso a Jéssica.
Nunca había visto ni he vuelto a ver al Yónatan tan rojo. Ni a Jéssica
tan sorprendida.
—¿Eso qué tiene que ver?
—Es un experimento. Nada más. Hacedme ese favor los dos. Jéssica,
deja que Yónatan te bese.
Yónatan me miraba con ojos asesinos.
—¡Es una idiotez!
—¿Eres una gallina, Yónatan? -le solté.
—¡Eso sí que no!
Se acercó a Jéssica y le plantó un beso en la mejilla. Pensé que si no
pasaba nada en los próximos segundos uno de los dos me mataría. O los dos.
Pero pasó algo. El pelo del Yónatan se fue doblando, inclinando y dejó de
estar en punta.
—¡En mi no ha funcionado! -se lamentó Jéssica.
—Yónatan ha superado uno de sus grandes miedos… desde que está
por ti. Pero ahora cada uno debemos de encontrar los nuestros y vencerlos.
En menos de una semana fuimos recuperando todos nuestro pelo
habitual. Marina incluida. Y Miguelón excluído. A Miguelón es que le acabó
gustando lo de los pelos tan de punta.
—Desde que los tengo así, me hago respetar -aseguraba.
Y no quiso anular sus miedos.
Por cierto: Creo que nadie volvió a entrar en “Pelos de Punta” en los
pocas semanas que estuvo abierta la extraña peluquería. Natural.

33
El quiosco del pirata

Miguelón llegó muy excitado al pabellón donde aquella tarde


estábamos jugando al baloncesto.
—¡He visto un pirata!
Nos dio la risa.
—¿En el cine o en la tele? -preguntó Jéssica, con la que no me
gustaba jugar al baloncesto porque me ganaba siempre.
—¡En un quiosco!
Por culpa de la risa fallé una canasta chupada.
—¿Has visto a un pirata comprando el periódico? ¿O iba a por
“chuches”? -se burló Federiquín, escapando a mi defensa y encestando un
balón casi imposible.
Nuestras risas no desanimaban lo más mínimo a Miguelón.
—¡Es el quiosquero! ¡En la plaza de la Leña han puesto quiosco nuevo
y el quiosquero es un pirata!
Yónatan me hizo un tapón impresionante cuando mi balón ya casi
estaba dentro. Me cabreé.
—¡Se acabó! ¡No juego más!
—¿Por? ¿Qué pasa?
—¡No me concentro con lo del pirata, el quiosquero y Miguelón!
Inés encestó un triple desde por lo menos cinco metros. O tres.
—Lo que pasa es que el baloncesto se le da de pena y ha encontrado
excusa para fastidiarnos.
Eso dijo Inés tras su triple. Me cogí un buen rebote. O sea, no de
baloncesto, sino de los otros.
—¡Vámonos, Miguelón! Estos solo saben reírse de nosotros. Quiero
que me enseñes al pirata quiosquero.

***

Nada más acercarnos comprendí por qué Miguelón creía que en el


quiosco trabajaba un pirata. Dentro había un hombre al que solo se le veía la
cabeza. Y tenía un parche negro sobre el ojo izquierdo. Miguelón propuso
que nos sentáramos en un banco, colocado justo enfrente.
—Ya he visto que es tuerto -le dije.

34
—Tu, espera. No es solo lo del ojo.
Lo más fácil hubiera sido acercarnos, comprar algo y así verlo mejor.
Pero no teníamos dinero. Por eso nos sentamos a observarlo. Mientras hubo
clientes llegando a comprar cosas, no sucedió nada. Pero cuando el quiosco se
quedó sin nadie, Miguelón me dio un codazo.
—Ahora saldrá.
A los pocos minutos vimos que el hombre tuerto se movía y
abandonaba del quiosco. ¿A estirar las piernas? A estirar la pierna, como
mucho. Porque solo tenía una. La otra… ¡era de palo! Miguelón me miraba
con aires de triunfo:
—¿Ves?
—Veo. Tuerto y con pata de palo. ¡Mola! Va a ser el quiosquero más
visitado de la ciudad.
—¡Espera, espera! -dijo Miguelón-. No es solo lo del ojo y lo de la
pierna.
Abrí la boca y levanté las cejas.
—¿Aún hay más?
—Mira.
En ese momento, el hombre tuerto y cojo, volvió a entrar en el
quiosco y sacó una jaula… ¡con un loro! Oímos como hablaba con el ave:
—¿Aburrido, no? Anda, sal a estirar las alas.
Colgó la jaula de una gancho en un lateral del quiosco y le abrió la
puerta. Me costaba creer lo que veía.
—Se le va a escapar.
—No creo -dijo Miguelón-. Es el loro de un pirata.
En ese momento, vimos al ave asomarse por la puerta de la jaula,
mirando a un lado y otro. Agitó las alas y salió volando.
—¡Se escapó! -exclamé yo.
—Yo digo que no -respondió Miguelón.
El loro dio una vuelta sobre nuestras cabezas, sobre la plaza y se
posó… en el hombre izquierdo del quiosquero.
Miguelón volvió a mirarme:
—¿Qué dices ahora?
—¡Es un pirata como la copa un pino!
Y cuando estábamos así, mirándolo desde un banco con la boca
abierta, fue cuando nos hizo un gesto que nos dejó secos. No con una mano,
que eso ya ves tu lo que nos hubiera impresionado. ¡Con el garfio de metal que
sustituía a su mano izquierda!
A Miguelón le tembló un poco la voz:
—Quiere que nos acerquemos.
—¿Echamos a correr?

35
Nos levantamos con lentitud, mirando hacia los lados, hacia atrás y
hacia adelante. Sable no le habíamos visto. Pero el garfio era puntiagudo; eso
seguro.
Pese a todo, no echamos a correr. Nos pudo la curiosidad. O el miedo a
que nos pillara.

***

El quiosquero se llamaba Dimas. Vio que lo observábamos y tenía


ganas de charlar. Eso fue lo que nos dijo. Y añadió:
—Soy gallego. Por eso estoy aquí.
Nos rascamos la cabeza a la vez, Miguelón y yo.
—Nosotros estamos aquí porque somos de aquí.
–-Ya, claro. Lo mío es diferente -nos contestó el que todo lo tenía en
el lado izquierdo: el loro, el parche, el garfio y la pata de palo-. Estoy aquí, en
vuestra ciudad, lejos de mi tierra, porque a estas alturas de mi vida no quiero
ni oler la sal del mar.
Me atreví a preguntar:
—¿Fue usted… marinero?
—A los doce años entré en un barco por primera vez y di la vuelta al
mundo veinticuatro veces antes de dejarlo, tan hecho puré como me veis.
Miguelón me superó en atrevimiento:
—¿Era usted… pirata?
El quiosquero cojo, manco, tuerto y con loro, dio un suspiro, mirando
al cielo. “Ya está”, pensaba yo temblando, “ahora saca el sable y nos corta en
pedacitos”.
—Nunca llegué a tanto -respondió al fin-. El brazo lo perdí en el
Atlántico Norte, cuando estábamos pescando bacalao. Fue un accidente, con
uno de los ganchos que usábamos. La pierna desapareció durante el segundo
de mis tres naufragios.
—¿La comieron los tiburones? -pregunté.
—¡Cualquiera sabe! No me enteré de nada hasta que aparecí en una
playa vivo pero con una sola pierna.
—¡Qué mala pata! -exclamó Miguelón.
Yo lo reñí al estilo de los mayores:
—¡No se hacen chistes con esas cosas!
—No, si yo…
—En cuando al ojo… -prosiguió el quiosquero-. Esa nos es historia
para vosotros.
—¿Por qué? ¿Es muy sanguinaria?
El quiosquero sonrió:
—Que va. Todo lo contrario. La verdad es que el ojo lo perdí en
Singapur, por una apuesta.

36
—¡Vaya! ¡Se apostó usted un ojo de la cara!
Miguelón me miró mal:
—Ahora eres tu el que hace chistes prohibidos.
—¡Uy!
El quiosquero había soltado una carcajada.
—Bueno, chavales. Me voy para dentro. ¿No queréis un tebeo o una
golosina?
—El sábado. Hoy, no tenemos ni un céntimo.
Nos regaló un chicle a cada uno.
Antes de irnos, quise ser sincero con él:
—Creíamos que era usted pirata, por el parche, la pierna de madera, el
garfio e incluso el loro.
—Ya supuse. Veréis. Cuando me dijeron que no podía volver a
navegar, me ofrecieron tener un quiosco como este. Y yo puse mis
condiciones. Una, que estuviera en una ciudad lejos del mar, para no morirme
de morriña viendo salir los barcos. Dos, que me dejaran parecer un pirata para
no espantar a los niños, sino todo lo contrario. Imaginad si no llevara parche,
pata de palo, garfio y loro. ¿Qué verías en mi? Un pobre minusválido. Os
daría pena, pero no os gustaría verme cada vez que quisierais golosinas. En
cambio, si me veis como un pirata… ¿Os doy pena o más bien miedo e
incluso envidia?
No hizo falta que le respondiéramos. De sobra sabía el viejo marinero
la respuesta. Pero como habíamos cogido confianza, le pedimos un favor.
—Vendremos el sábado con varios amigos. ¿Qué tal si los asusta un
poco, como si de verdad fuera un pirata?
—¡Hecho!

***

Lo que nos pudimos reír aquel día, con la cara que se les puso a
Yónatan, Inés, Federiquín, Richard y Jéssica cuando el quiosquero, nada
más verlos llegar, sacó un sable tremendo y salió gritando:
—¡Al abordaje! ¡Carne tierna para mis tiburones blancos!
Es nuestro quiosco ahora. No hemos vuelto a ir a otro. Cuando tiene
tiempo, Dimas nos cuenta unas historias que te pasmas. Y además el loro, que
se llama Raca-Raca, también nos habla. Bueno, a Miguelón. En cuanto nos
ve, dice:
—¡Hola, Miguelón!
Los demás nombres, por más que le damos la paliza, no se los
aprende.

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ÍNDICE

La casa de don Simón QEPD, 3

Concurso de sustos, 7

Zombies de Halloween, 12

El árbol caníbal, 16

La máquina de terror, 20

Mi padre es una momia, 24

Pelos de punta, 28

El quiosco del pirata, 33

38

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