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El período que se inaugura a finales del siglo XVIII en el mundo occidental y acaba con las
monarquías de origen divino no va a traer exactamente la democracia. El paso de la soberanía
de una persona concreta, el monarca, a un colectivo indefinido llamado «nación» se realizará
de formas diferentes con modelos distintos en el mundo anglosajón y en el continental, de
manera radical o progresiva, con intermedios de revoluciones populares y populistas, con
largos períodos de dictadura militar o personal... Dos entes no elegidos actúan como escenario
de estas luchas: la opinión pública, que anima el proceso, y el propio pueblo, al que se invoca
como motivo de las revueltas contra las supuestas tiranías. Tampoco son lo mismo, aunque
muchas veces se confunden. Durante un siglo, la democracia, allí donde se imponga, será en
todo caso censitaria. Es decir, el gobierno parlamentario se regulará mediante elecciones que
solo permiten a un grupo reducido de ciudadanos varones y propietarios elegir a sus
representantes.
La opinión pública queda constituida como un actor ineludible e incluso temible desde la
Revolución Francesa. En realidad, se inventa con ella tal como la conocemos (Baker, 1990,
167-199; Ozouf, 1988, 419-434). El pueblo es invocado también constantemente en el período
revolucionario, pero será en el siglo XIX cuando aparezca como sujeto político gracias a los
historiadores románticos y, posteriormente, los positivistas. Si los primeros, los románticos,
nos muestran claramente sus cartas, los segundos, los positivistas, se esconden tras un discurso
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