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UNIVERSIDAD TÉCNICA DE MANABÍ

MÓDULO DE
ETICA PROFESIONAL

COMPILACIÓN Y MEDIACIÓN PEDAGÓGICA:

Dr. Isaac Mendoza Cedeño Mg.

PORTOVIEJO – MANABÍ - ECUADOR


2014
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1. NOMBRE DE LA DISCIPLINA: ÉTICA PROFESIONAL.

2. CARACTERIZACIÓN

La asignatura de Ética Profesional es central en la formación académica de los profesionales que


egresan de las diferentes Escuelas de la Universidad Técnica de Manabí, dado que promueve el
desarrollo de actos y actitudes conscientes y libres en el ejercicio de su práctica profesional, las
mismas que se orientan a superar la crisis de valores con sus efectos negativos en todos los
órdenes de la convivencia social, la misma que debilita la racionalidad de la conducta humana.

La ética profesional debe partir de una visión global para luego ser particularizada en cada una
de las profesiones y en la práctica social.

En tal virtud, el futuro profesional será un promotor que lidere los procesos de integración con
principios y valores de convivencia pacífica y práctica de los derechos y deberes humanos.

3. OBJETIVO GENERAL DE LA ASIGNATURA: Fortalecer un comportamiento


ético y humanístico, caracterizado por actitudes positivas y reflexivas en el ejercicio de la
profesión mediante la práctica de valores que conlleven a un consciente compromiso consigo
mismo y con la sociedad.

4. COMPETENCIAS ESPECÍFICAS

 Ejercer la práctica de valores morales y éticos en su proyecto de vida personal, profesional y


ciudadano.

 Integrarse socialmente demostrando solidaridad, cooperación y respeto en su servicio a los


demás.

5. CONTENIDOS

GENERALIDADES DE LA ETICA PROFESIONAL

Unidad 1 Ética y moral


Unidad 2 El acto humano
Unidad 3 Criterios de moralidad
Unidad 4 Los derechos

ETICA PROFESIONAL

Unidad 5 Por qué una moral del profesional


Unidad 6 Por qué una ética profesional
Unidad 7 Ética de la profesión de…
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ETICA PROFESIONAL

INTRODUCCIÓN

Hay una ética comunitaria, una ética de la persona, una ética de la opción, una ética de la
profesión. A partir de ellas hay que plantear qué es lo que se invoca cuando se proponen una
educación en valores en el Ecuador.

Las ideas, valores, costumbres y actitudes presentes en nuestra vida moderna tienen condimentos
malsanos. Desconciertan, porque se sustentan en un “pensamiento mágico” que atrapa a la gente
de abajo y de arriba. El pensamiento mágico protege las actitudes de gentes y sectores para el
ardid, el negocio y el puesto buscado. La esfera pública por el “hiperrealismo mágico” es al cabo
un imaginario estático. Imaginario que dice de la importancia de las leyes mientras no se llevan a
la práctica, y de las promesas aunque no se cumplan. Mientras se invocan derechos humanos y se
hace uso patrimonial del Estado y discrecional del poder, de la argumentación tribalista y
simplificadora o el desarrollo de redes clientelistas. La psicología del autoengaño, en fin,
clausura el debate y envicia los entornos cerrados; pone a prueba las reglas del juego
democrático y el poder acumulado no es necesariamente autoridad ni llama a la “calidad
institucional”.

Los valores promovidos por los clásicos, tales como la autenticidad, la nobleza del ser íntimo, se
ven amenazados por la vulgaridad, el cinismo, el elogio vano, la publicidad, o la
espectacularidad.

¿En nombre de qué reacciono frente a los acontecimientos, quedo indiferente, u observo a otros
preferir o rechazar, elogiar o blasfemar, seguir consignas u oponerse? ¿Por referencia a qué, a
qué criterios, a qué valores? ¿En nombre de qué, en fin, juzgar mejor la acción que la inacción o
establecer una jerarquía entre las reflexiones?

Hay una ética de la persona, ¿cuál es nuestra identidad personal, cuál nuestra identidad nacional?
Hay una ética de la opción, ¿cuál es la calidad de las decisiones que tomamos, en el plano
personal o en el colectivo? Hay una ética comunitaria, ¿qué tipo de sociedad proponemos o se
nos propone? Desde la elaboración del presupuesto (el presupuesto evoca un tipo de sociedad, de
una universidad...) o desde el respeto de los bienes públicos y de la calidad del Estado o del
estilo de autoridad y de la moral de la acción, se puede sospechar parte importante de un destino
colectivo. Breve y cara lección para revertir la incultura política que nos ha llevado a una
sociedad incivil.

Los tiempos de crisis son tiempos de transformación y creación. Hoy todo está en crisis: las
instituciones generadoras de sentido, las religiones y las filosofías, las instancias políticas, los
modelos económicos, las organizaciones mundiales y sobre todo la ética. Y aunque hay buenas
razones para leer todo esto desde una óptica catastrofista, esa lectura sería parcialmente
verdadera, pues sólo capta la superficie del fenómeno.

Se puede ver, en esta crisis generalizada que afecta al planeta, un proceso de acrisolamiento,
liberación y transformación, pues existen indicadores que apuntan a una república mundial única,
a una geosociedad con más sentido de la comunión, de la compasión y la reverencia hacia todas
las cosas. Ésta será la era ecozoica, la de la vuelta de todos los exilios, hacia la única casa
común, el planeta Tierra, donde los humanos tendrán que aprender a convivir unos con otros,
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diferentes y unidos en la misma humanidad, con los demás seres vivos en la gran comunidad
biótica y con todos los elementos de la naturaleza terrenal y cósmica.

La ética no es simplemente un estudio abstracto y académico sino que es una parte muy
importante de la vida diaria de cada persona y de cada comunidad.

No obstante la importancia evidente de la moralidad, la actitud en colegios y universidades lo


mismo que fuera de los círculos de la educación superior, en ocasiones se vuelve contra el
estudio de los valores morales. Se nos ha dicho que los enormes problemas del mundo moderno
solo pueden ser resueltos por la ciencia y que, por consiguiente, es importante que los estudiantes
en la educación superior empleen su tiempo estudiando ciencia, tecnología y las muchas
habilidades necesarias para el expedito manejo de nuestra compleja sociedad.

Nadie va a negar la importancia y necesidad de la ciencia y de las diversas habilidades, sin las
cuales, mucha gente no podría alcanzar ni siquiera el nivel animal de su existencia. Pero uno
puede llegar a ser un bruto “civilizado”, es decir, alguien que utiliza los resultados de la ciencia
para degradar o poner en peligro la vida humana. Las creaciones de la ciencia no son ni buenas
ni malas moralmente, pero pueden usarse para bien o para mal. La ética comienza donde termina
la ciencia su labor, y los principios morales determinan el correcto uso de los resultados de la
ciencia.

La energía nuclear puede usarse para hacer bombas atómicas y matar millones de personas y aun
haciendo explotar el mismo planeta, o puede emplearse para producir la muy necesitada energía
eléctrica. Lo que hacemos con un invento es aún más importante que el invento mismo.

Parece que al presente estemos experimentando un cambio de actitud en los círculos educativos
con relación a la importancia de los valores morales. Se ha descubierto de nuevo que la
educación “gratuita” forma gente poco cualificada, que no reparará en escrúpulos para usar a
otros seres humanos para sus propósitos egoístas, que no dudará en usar el poder político o
económico, alabando sólo de dientes para afuera, la justicia y la dignidad humana. El
reconocimiento de los valores humanos y la tendencia a considerar con toda seriedad estos
valores como materia de estudio académico constituye un avance saludable. Tal estudio es
posible que no lleve a un completo acuerdo acerca de cada detalle de la moral, pero podemos
establecer al menos un consenso acerca de los principios morales más importantes, sin los cuales
la vida humana no valdría la pena.

Sin embargo, el estudio de la ética no se limita a un tema académico. La mayor parte de la vida
humana se lleva fuera de las aulas. Las decisiones morales más importantes, que afectan a
individuos y comunidades, se toman en la arena de la vida diaria. Es un imperativo para todo
mundo tener ideas claras acerca de los valores morales, pero es especialmente necesario para
aquellos que detentan el poder para influir en la vida de los demás. Casi todas las decisiones
políticas, económicas o personales implican valores morales, que afectan en gran manera el
carácter humano de nuestras vidas.

Cada decisión moral equivocada influye en los demás para mal, y la correcta para bien. Más aún,
los malos efectos de una mala acción, recaen finalmente sobre el mismo que la hizo. Una persona
puede cometer un robo en un supermercado para buscar algún provecho, pero en último término
va a acabar pagando precios más altos por cada artículo que compre, pues los costos ocultos de
los robos hacen subir los precios. Se dice que estos robos de almacenes, sólo en los Estados
Unidos, ascienden a unos cinco mil millones de dólares por año.
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Lo cual significa que el consumidor, incluyendo al ladrón, tiene que pagar por raterismo, el costo
de la seguridad para impedir los robos y así por el estilo. La honradez es un valor moral y cuando
falta en la gente la vida humana se degrada y se hace menos satisfactoria. La prensa diaria
aparece llena de crónicas de actos deshonestos, corrupción, destrozos y toda clase de fraudes,
que, de alguna manera, nos afectan a todos. Todo acto malo produce círculos concéntricos que se
extienden bastante más lejos del lugar de los hechos.

Platón, en su obra La República, defiende la vida de una comunidad estable que no cambie en
tamaño ni en su sistema económico. Su idea de estabilidad nunca se ha realizado, porque la
sociedad es dinámica y se encuentra en constante cambio, a veces llena de explosiones violentas.
Los principios éticos que discutimos en este libro nos pueden guiar a través de estas incesantes
mutaciones y nos proporcionan el equilibrio necesario y la seguridad necesaria para llevar una
vida humana genuinamente buena. Tenemos que aprender a aplicar los principios inmutables al
mundo mutable que nos rodea.

La majestad de las leyes morales nos invita a solidarizarnos con nuestros hermanos, los hombres,
para hacer su vida más fructuosa y más digna. Si nos preocupamos por el bienestar de los demás,
tendrá más sentido nuestra vida, será más humana, y estaremos más cerca de nuestro último fin,
un fin que nos llama a través de nuestra vida y nos brinda la energía para avanzar en medio de las
pruebas, alegrías y esperanzas de nuestra existencia.

En este texto, sostenemos que existe una diferencia entre el bien y el mal, que no todos los
principios son correctos y que cuenta mucho el sistema ético que uno adopte en su conducta
privada y pública. Adoptamos una posición definida en pro de la existencia de una moralidad
objetiva y de un enfoque de ley natural necesario para la estructuración de un sistema ético
válido. El objetivo principal de nuestro libro es mostrar que la moralidad se fundamenta en la
naturaleza humana. Por tanto, el estudio de la naturaleza humana pertenece a una disciplina
llamada filosofía del hombre, o bien, antropología filosófica.

Así pues, el texto pretende brindar una orientación filosófica práctica de la moralidad de las
decisiones que tomamos todos los días, especialmente en el ámbito de la praxis profesional.
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Para iniciar:
SUPERACIÓN. DON MEDIOCRE.1

¿Cómo era el hombre hace 300000 años y cómo es ahora?

Fue un congreso poco común; por primera vez se daban cita las actitudes de los seres humanos;
la reunión obedecía a que era necesario ponerse de acuerdo para no entorpecerse los unos a los
otros; pues al encontrarse algunos de ellos al mismo tiempo, creaban una verdadera confusión en
la persona.

La primera en presentarse era una señora de aspecto turbulento, por el enmarañado pelo, se
notaba que no lo tocaba un cepillo hacía mucho tiempo; con sus labios fruncidos, una mirada de
extrañeza, y todo su cuerpo parecía contraído. Su nombre: Indecisión.

Enseguida llegó un joven de aspecto vigoroso, con una mirada brillante y llena de entusiasmo; su
caminar era decidido; se podían ver en su cuerpo una gran cantidad de cicatrices; en sus labios
asomaba una sonrisa tan fresca; que para nada reflejaba que alguna vez hubiera sufrido. Su
nombre: Señor Audacia.

Había un niño pelirrojo, con su rostro lleno de pecas; una cabellera con un pronunciado remolino
al frente que le agregaba un toque gracioso; pareciera que de sus ojos surgían destellos de luz;
inquieto, no dejaba de observar todo y a todos, como tratando de descubrir tesoros y secretos. Su
nombre: Curiosidad.

Bastante obeso, con una papada que parecía que fuera a sostener otra cabeza; piel grasienta,
como si lo que le tocara debiera resbalar; su mirada reflejaba fastidio; su rostro era una elocuente
muestra de su permanente estado de ánimo y malhumor; parecía a punto de ladrar. Su nombre:
Aburrimiento.

Verdaderamente hermosa; emanaba un aroma de frescura que seducía; sus ojos cristalinos
difundían estrellas y deseos de vivir; su andar decidido, y una sonrisa que pareciera un imán.
Nada más de verla se sentía uno encantado. Su nombre: Entusiasmo.

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Tomado de: CORNEJO, Miguel Ángel. Infinitud humana. La grandeza de los valores. Edit. Grijalbo, México,
1998, pp. 318 – 324.
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Más que persona, parecía un alebrije, una de esas artesanías deformes que representan a tantas
cosas al mismo tiempo, que finalmente no se sabe qué es. Su mirada reflejaba solamente
ausencia; más que caminar parecía flotar, como si el piso no fuera merecedor de su andar; su
actitud transmitía desprecio, como si nada tuviera valor suficiente para poder atraer su atención.
Su nombre: Soberbia.

El caos se dio apenas iniciada la reunión. Parecía que el problema que iba a predominar en el
congreso era ¿quién debería tomar primero la palabra? Sólo Curiosidad quería escuchar a todos.
Soberbia planteó, en forma contundente, que sólo ella era digna de ser escuchada; Aburrimiento
contemplaba a todos con un profundo desdén y no dejaba de bostezar; Audacia quería ensayar un
nuevo método en el que todos participaran al mismo tiempo; Indecisión a todos y a ninguno daba
la razón; y finalmente, la bella Entusiasmo animaba a todos para aprovechar tan curioso y
extraño encuentro. Enfrascados como estaban, tratando de llegar a su primer acuerdo, pero
habiendo transcurrido dos días sin haberlo logrado, fui requerido por mi amiga Iniciativa, quien
había convocado la reunión. La verdad era que yo había decidido no asistir, pues estaba muy
ocupado, pero era tal su angustia por el temor de que el encuentro fuera un fracaso, que tuve que
hacer a un lado todas mis tareas y de inmediato me presenté.

- Mi nombre es Superación, y quiero decirles a todos ustedes que en primer lugar esta
convocatoria es una locura, pues mucho de ustedes son irreconciliables, no pueden aparecer en el
espíritu humano al mismo tiempo; de hecho, o está uno o el otro; pero ambos es imposible –
Soberbia quiso participar, pero le atajé de inmediato cuando le precisé -: No te das cuenta de que
tú jamás podrás conciliarte con Curiosidad, él desea aprender y tú crees que ya todo lo sabes;
Indecisión, no conoces nada más que la duda, cómo quieres entenderte con Audacia, quien todo
lo quiere intentar; y tú, gordo Aburrido, que sólo te interesas por un breve instante de nuevo te
sumerges en tu permanente apatía, ¿crees sinceramente que algún día puedes entenderte con
Entusiasmo, que está empeñada siempre en hacer todo interesante?.

Iniciativa, que era presidenta y máxima autoridad, por haber sido la causante de esa reunión, les
explicó:

- He invitado a mi amigo Superación, ya que él es un maestro en el mundo de las actitudes; ha


caminado, al igual que todos ustedes, a lo largo de toda la historia humana; la única diferencia es
que gracias a su espíritu, el mundo ha logrado evolucionar. Después de haberles escuchado a
cada uno de ustedes, creo que la reunión vale la pena para poder ubicarnos y saber qué papel
desempeñamos en el espíritu humano. Ahora quiero pedirle a Superación que nos ayude a
hacerlo.

Volví a tomar la palabra:

- Es para mí un honor estar frente a ustedes para precisarles qué significan ustedes para la
humanidad:

Curiosidad, tú representas la más profunda inquietud humana; gracias a ti el mundo ha logrado


avanzar; tu fuerza ha impulsado a exploradores, científicos, filósofos, artistas, artesanos,
religiosos; ahí donde existen anhelos de aprender, de encontrar explicaciones, te encuentras tú;
eres centro de la sabiduría y además, la primera estrella que Dios entrega al ser humano; también
eres el compañero inseparable de todos los niños del mundo y la brújula que acompaña a todo
navegante que realiza la travesía en el océano del conocimiento.
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En cuanto a ti, Audacia, lo único que te falta por realizar es lo que aún estás por intentar;
representas a los sueños de la humanidad; sin ti nada se hubiera logrado. Aun cuando el resultado
de tu impulso sea adverso, siempre dejas a los seres inteligentes una lección por asimilar; has
hecho posible lo imposible; eres el atrevimiento, te lanzas a lo desconocido con un solo escudo:
la fe, que tiene como fin siempre lograr el triunfo.

Por último, Entusiasmo, que junto con Iniciativa, se han dado a la tarea de incendiar de alegría a
los corazones, tienen la gran ventaja de que nacen en forma natural en todos los pequeños que
habitan esta gran aldea llamada tierra. Ustedes han hecho de las mentes infantiles su morada;
desgraciadamente en la adultez aparecen los irreconciliables que asesinan el espíritu: el
Aburrimiento que nubla la luz infinita de la creación, ¡te estoy hablando a ti, gordo, deja por un
momento de bostezar! Sabemos que tus aliados son la flojera, la apatía, la simplicidad que
descalifican todo lo extraordinario, pero lo peor de ti es que eres el camino más seguro hacia la
enajenación, el consumismo y, lo aún más grave: la drogadicción y la delincuencia. Por
supuesto, están ahora a tu lado, sentadas junto a ti, la Indecisión, quien lo único cierto que tiene
es que no sabe a dónde va y se acomoda como un parásito en los mediocres, que nunca se
atreven a decidir por su vida; y la Soberbia, con su fanfarronería de creerse poseedora de la
verdad, actitud que hace envejecer al alma y puede concluir hasta la muerte misma, sin haber
logrado dar luz a los seres humanos sobre sus propios errores. Engendras seres ególatras y eres la
culpable de millones de seres asesinados por aquellos soberbios que se han creído superiores.

Iniciativa se puso de pie, y pidió a los asistentes su cooperación para intentar, en un futuro,
alguna nueva forma de conciliar los intereses de las actitudes:

Soberbia no se despidió, nadie merecía su mano.

Indecisión no supo qué hacer y se escabulló sin despedirse.

Aburrimiento sólo bostezó y con las manos metidas en los bolsillos se alejó.

Audacia sonrió y dijo que con mucho gusto lo volvería a intentar.

Curiosidad se fue encantada, pues había logrado aprender y comprender otras actitudes.

Entusiasmo nos extasió con su aroma y nos animó para hacer más congresos y muchas, muchas
cosas más.

Iniciativa y yo nos despedimos, no sin antes hacer una reflexión final.

Son características de la mediocridad la indecisión, el aburrimiento y la soberbia; para combatir


la indecisión es necesario que el ser humano sepa qué quiere de la vida, a dónde desea llegar; el
aburrimiento sólo lo puede acabar a través de alimentar su capacidad de asombro, interesándose
en nuevas cosas y aprendiendo a cada instante; la humildad es la manera de vencer a la soberbia,
la grandeza se manifiesta cuando logramos despertar al juez interno que nos muestra nuestros
propios errores y nos invita todos los días a aprender.

La superación es el estilo de vida de quienes día a día no cesan de crecer y sus aliados más fieles
son la audacia, curiosidad, entusiasmo; son quienes saben que han recibido de Dios todo lo que
poseen, sin dar nada a cambio, y están ciertos de que si se superan le pueden regalar a Dios lo
que pueden hacer con los dones recibidos. Saben que para ser cocreadores con Dios, es su
vocación y su responsabilidad la superación.
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ÉTICA Y MORAL: DISTINCIONES Y DEFINICIONES

¿Qué es ética, qué es moral? ¿Son lo mismo o hay que establecer distinciones entre ellas? Hay
mucha confusión al respecto.

Tratemos de esclarecer esta cuestión. Tanto en el lenguaje común como en un lenguaje más
culto, “ética” y “moral” son sinónimos. Así decimos: “Aquí hay un problema ético” o “un
problema moral”, o bien, uniendo ambas expresiones: “Aquí hay un problema ético y moral”.
Con ello emitimos un juicio de valor sobre alguna práctica personal o social y la calificamos
como buena, mala o dudosa.

Ahora bien, si profundizamos en esta cuestión, percibimos que “ética” y “moral” no son
sinónimos-

Definición de “ética” y de “moral”

La ética es parte de la filosofía. Considera concepciones de fondo acerca de la vida, del universo,
del ser humano y de su destino; determina principios y valores que orientan a las personas y las
sociedades. Una persona es ética cuando se orienta por principios y convicciones. Decimos
entonces que tiene buen carácter.

La moral es parte de la vida concreta. Trata de la práctica real de las personas, que se expresan
por medio de costumbres, hábitos y valores culturalmente establecidos. Una persona es moral
cuando actúa de acuerdo con las costumbres y valores consagrados. Éstos pueden,
eventualmente, ser cuestionados por la ética. Una persona puede ser moral (sigue las costumbres
aunque sea por conveniencia) y no ser necesariamente ética (obedece a convicciones y
principios).

Pese a ser útiles, estas definiciones son abstractas, porque no muestran el proceso por el que
surgen efectivamente la ética y la moral. Y en esto los griegos pueden ayudarnos.

Partamos de los sentidos de la palabra ethos, de la que se deriva “ética”. Antes de nada,
constatamos que los griegos escribían esa palabra de dos formas diferentes: ethos con eta (o “e”
larga), que significa la morada humana y también el carácter, la manera, el modo de ser, el perfil
de una persona; y ethos con épsilon (o “e” breve), que se refiere a las costumbres, usos, hábitos y
tradiciones.

Experiencia fundamental: la morada humana

¿Cómo articular todas estas dimensiones y no dejarlas yuxtapuestas? ¿Cómo mostrar que son
explicitaciones de una experiencia fundamental singular?

Tenemos que desentrañar esta experiencia originaria, pues ciertamente no es sólo griega, sino
simplemente humana. También nosotros podemos y debemos tenerla, y de ese modo nos
capacitamos para entender mejor lo que significa ética y moral en nuestra vida.

La experiencia fundamental, radical, siempre válida, está constituida por la experiencia de la


morada humana (ethos con “e” larga). Ahora bien, la morada no era ni debe ser entendida
físicamente (las cuatro paredes y el techo), sino existencialmente.
En sentido existencial, la morada significaba -y significa también para nosotros- la red de las
relaciones entre el medio físico y las personas.
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Los griegos llamaban ethos a la morada. Mas para que la morada sea tal es necesario organizar el
espacio físico (habitaciones, salas, cocina, jardín) y el espacio humano (relaciones de los
moradores entre sí y con sus vecinos), según criterios, valores y principios inspiradores, para que
todo fluya y esté como es debido. Entonces la casa posee estilo, carácter y su aura propia. De la
misma forma, las personas que la habitan y que sintonizan con el modo de ser propio de la casa
asumen un carácter singular. Los griegos llamaban tanto a los principios inspiradores como a las
personas, cuyo carácter era moldeado por ellos, ethos, escrito como casa (ethos con “e” larga).

En suma, ethos es sinónimo de ética en el sentido que expusimos antes: el conjunto ordenado de
los principios, los valores y las motivaciones últimas de las prácticas humanas, personales y
sociales. Ethos significa también el carácter, el modo de ser de una persona o de una comunidad.

Además, en la morada, los moradores tienen costumbres, tradiciones, hábitos, y modos de


organizar las comidas, los encuentros, las fiestas, las formas de relacionarse, que pueden ser
tensos y competitivos, o bien armoniosos y cooperativos. A esto los griegos lo llamaban también
ethos (con “e” breve). Por tanto, ethos son las costumbres, aquellos hábitos y comportamientos
concretos de las personas que después los romanos llamarán mores, de donde se deriva moral.

Hábitos familiares, formadores de la ética y de la moral

Como se puede ver, las palabras esconden procesos bien precisos. Es lo que sucede, procesual-
mente, con la genealogía de la ética. Todo empieza en la morada (ethos), que puede ser la casa
concreta de las personas, o la comunidad, la ciudad, el Estado y el planeta Tierra. Las personas
que moran en ella tienen valores, principios, motivaciones inspiradoras para el comportamiento
(ethos). A esos dos momentos los llamamos ethos (con “e” larga) o ética. Además, en la casa las
personas no viven de cualquier manera: reproducen tradiciones, estilos de vida, maneras de
organizar las comidas familiares, los encuentros, las recepciones. Ese conjunto de cosas se llama
también ética, ethos (con “e” breve). Nosotros hablaríamos hoy de “moral”, de acuerdo con la
definición que hemos establecido anteriormente.

Procesualmente, empezando desde abajo, diríamos que las costumbres y los hábitos (moral)
forman el carácter y configuran el perfil (ética) de las personas. Donald Winnicott, gran pediatra
y psicoanalista británico (1896-1967), estudió, siguiendo a Freud, la importancia de las
relaciones familiares para establecer el carácter de las personas. A su juicio, ese carácter remite a
algo más fundamental: a los valores de fondo, a los principios, a la visión de la realidad que está
en la cabeza y en el corazón de las personas. Serán éticas (tendrán principios y valores), pues, las
personas o las sociedades que hayan tenido una buena moral (relaciones armoniosas e inclusivas)
en casa, en la relación primera con la madre, en la sociedad y, hoy, en las relaciones
globalizadas.

Los medievales no tenían la sutileza de los griegos. Usaban la palabra moral (que viene de
mos/moris, costumbre y hábito) tanto para las costumbres como para el carácter y los principios
y valores que lo moldean. Todo ello se designaba con el término “moral”. Pero dentro de la
moral distinguían entre la moral teórica (filosofía moral), que estudia los principios y las
actitudes que iluminan las prácticas, y la moral práctica, que analiza los actos a la luz de las
actitudes y estudia la aplicación de los principios a la vida.

A partir de esta comprensión podríamos juzgar las diferentes éticas y morales existentes en las
culturas mundiales. Nos limitamos a la más vigente y hoy hegemónica: la ética y la moral
capitalista. La ética capitalista dice: bueno es lo que permite acumular más con menos inversión
y en el menor tiempo posible. El fin de la moral capitalista concreta es emplear el menor número
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de personas posible, pagar menores salarios e impuestos y explotar mejor la naturaleza para
acumular más medios de vida y riqueza.

¿Nos imaginamos como serían una casa y una sociedad (ethos) que tuviesen tales costumbres
(moral/ethos) y produjesen caracteres humanos (ethos/ moral) tan voraces? ¿Serían todavía
humanas y beneficiosas para la vida?

Ésta es una de las razones -nada irrelevante, por cierto- de la grave crisis actual: crisis de valores,
crisis de una visión más humanitaria y generosa de la vida, crisis de perspectiva que genera una
crisis ética.

¿De qué trata la ética?

Antropólogos e historiadores han reunido muchos datos para indicar que el problema del bien y
del mal es tan antiguo como la raza humana. En la antigüedad ya existían códigos de conducta
bien elaborados en los que se prescribe la forma correcta de obrar y se prohíbe el mal. En la
mayoría de las culturas primitivas las esferas religiosa y civil no se encontraban tan separadas
como lo están en nuestro tiempo. El estado siempre ha tratado de educar a sus naturales para que
sean buenos ciudadanos desde los dos puntos de vista, el religioso y el civil, que fueron de hecho
tenidos por uno solo. Ser buen ciudadano quería decir observar las leyes de Dios o de los dioses.
Un buen judío, por poner un ejemplo, tenía que observar las leyes de Yavé.

Pensadores y legisladores antiguos con gran probabilidad reflexionaban en la naturaleza del bien,
en los factores que hacen bueno o malo un acto, y en particular en el problema del bien humano.
La ética, por tanto, no empezó con la filosofía moderna, ni siquiera con la filosofía griega
antigua. Sin embargo, el término mismo de ética fue usado por primera vez en Grecia y el
estudio sistemático, a nivel filosófico, del bien y del mal se le suele atribuir a los filósofos
griegos. Aun el término español ética viene del estudio desarrollado por los griegos.

La raíz del término ética, es ethos, palabra griega que significa costumbre. Los filósofos antiguos
griegos observaron que algunas costumbres son más estables e inmodificables que otras, y
emprendieron la tarea de examinar la diferencia entre las costumbres variables (la manera de
vestir, la moda, diversas formas de preparar los alimentos según los diversos grupos étnicos, etc.)
y las costumbres estables (guardar las promesas, decir la verdad, respetar la vida y la propiedad
de los demás, etc). Al estudio de las formas estables de conducta lo llamaron ethica. De aquí
resultó el término español ética.

La ética investiga la razón por la cual ciertas acciones se consideran buenas o malas, mandadas o
prohibidas. Busca dar una respuesta a la pregunta de si existe algo en la naturaleza de un acto
que determine su bondad o malicia, o si, por el contrario, la cualidad de bondad o malicia de un
acto le viene de fuera.

Los antiguos filósofos romanos, por lo general, seguidores de los griegos, pasaron la
terminología griega ética al latín. La forma plural de la palabra latina mos, en español costumbre,
es mores. De aquí que la ética fuera llamada en latín “philosophia moralis”, y las palabras
españolas “moral” y “moralidad” vengan de las palabras latinas “moralis y moralitas”.

Puede, entonces, definirse la ética como el estudio del bien y del mal en las acciones humanas.

Según otro autor: ¿Qué es la moral?


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En el binomio “moral profesional” (o “ética profesional”), el término menos consabido y más
necesitado de aclaración es indudablemente el primero.

La palabra “moral” (o el equivalente “ética”) se usa en la expresión “moral profesional”, lo


mismo que en muchas otras expresiones semejantes (“moral social”, o “conyugal” o “de la
economía”), como sustantivo.

Por “moral” se entiende generalmente una particular disciplina o forma de conocimiento y de


enseñanza, con su objeto específico, su colocación epistemológica en el ámbito de las ciencias
del espíritu, y su metodología.

Objeto de esta forma de saber es el comportamiento humano, no desde el punto de vista de su


realidad, sino con el fin de una valoración desde el punto de vista de su correspondencia con el
“bien moral” o, en otras palabras, desde el punto de vista de su bondad o negatividad moral.

El significado de expresiones como “bien moral”, “mal moral”, u otras semejantes queda en un
cierto sentido sólo intuitivo, aunque la filosofía y la teología moral en los últimos decenios se
han empeñado muchísimo en definir críticamente este significado.
El significado de la palabra “moral” depende, pues, de lo que se considera ser el “bien moral”:
existen en el mundo del hombre tantas doctrinas morales, y por tanto, tantas formas diversas de
conocimiento moral, cuantos son los conceptos del bien moral: así podemos hablar de una moral
cristiana, budista, islámica, marxista, laica, según las respectivas creencias sobre la verdadera
naturaleza del bien moral.

Antes de afrontar el problema de los contenidos normativos de la ética profesional (es decir, el
problema de qué está bien o mal, de qué se debe hacer o evitar en el ejercicio de la profesión), es
necesario preguntarse por qué algo pueda llamarse bien o mal y, por tanto, qué significa en
general la palabra “moral”.

Por esto, todo tratado moral empieza generalmente con un “discurso de fundación”, que explica
el significado del “bien moral”, en el contexto de una cierta visión del mundo y de la vida
humana.

Pasar por alto este discurso previo equivaldría a sustraer su sentido y su motivación fundamental:
sería lo mismo que colgar de la nada la llamada del bien, contenido en las normas morales,
privándolo así de toda incidencia real sobre la vida.

Y sin embargo, esto es precisamente lo que sucede muy a menudo en los tratados de ética
profesional, empezando por los incluidos (aunque de manera sumaria y fragmentaria) en los así
llamados códigos de “deontología profesional”: se limitan a la determinación de lo que el
profesional “debe” o “no debe” hacer en el ejercicio de su profesión, pero nunca afrontan de
manera clara y exhaustiva el problema del “por qué” se deba hacer algo.

También lo hacen recurriendo a afirmaciones muy genéricas, a proclamaciones solemnes pero un


poco retóricas sobre la dignidad de la persona humana o sobre los derechos universales del
hombre, a los principios fundamentales de esta o de aquella constitución. Se trata de principios
indudablemente válidos, pero genéricos y descontados, que necesitan a su vez estar
fundamentados en un concepto “fuerte” del sentido de la vida humana, que sólo puede ser dado
por alguna forma de fe, religiosa o no, que dé sentido y esperanzas de éxito a la existencia, en
cualquier condición en que se viva. Generalmente está ausente el llamado a un semejante
concepto “fuerte”.
13
El motivo de esta omisión es evidente: en una sociedad ideológica y religiosamente pluralista
como la nuestra, no sería fácilmente alcanzable el consenso, por parte de todos los grupos
culturales e instancias sociales, sobre el porqué y sobre el sentido de la vida moral.

Muchos, inclusive, niegan la existencia o la cognoscibilidad de semejante pregunta; confían


mejor el sustentamiento del sentido de la experiencia moral a una opción personal gratuita y
arbitraria, o también a un hecho emotivo, prerracional. Se percibe la experiencia moral, en la
medida en que se la vive, sólo porque emotiva o arbitrariamente se decide por ella, con una
elección que queda sin verdaderas razones y sin sentido.

Con tal ausencia de fundamento, falta demasiado a menudo en el discurso moral corriente un
concepto cualquiera de lo que la filosofía clásica llama '”vida buena”, es decir, vida digna de ser
vivida; falta por tanto cualquier visión global de la vida moral, considerada como un todo.

Ciencias positivas y normativas

Para entender la naturaleza del estudio de la moralidad, tenemos que ver a qué clase de ciencias
pertenece la ética. De acuerdo con una bien establecida tradición, las ciencias son de dos clases,
positivas y normativas.

Las ciencias positivas o descriptivas describen objetos y fenómenos pero se abstienen de emitir
juicios sobre dichos objetos. Ellas no se ocupan del bien y del mal. La física, la química y la
biología son ejemplos de ciencias positivas.

Las ciencias normativas, por su parte, se ocupan de reglas, normas y criterios con los cuales se
juzgan los objetos de su investigación. Las ciencias normativas prescriben reglas de juicio o
acción; son prescriptivas.

La estética, por ejemplo, trata de normas con las cuales juzgamos los objetos que percibimos
como bellos o feos.

La lógica establece los criterios con los cuales juzgamos si nuestro razonamiento es correcto o
incorrecto.

La ética pertenece a la clase de ciencias normativas ya que examina y fundamenta los parámetros
con los cuales juzgamos nuestras acciones como buenas o malas.

Las ciencias normativas se ocupan no solo de la aplicación práctica de normas y reglas sino
también de la cuestión fundamental de si las normas son válidas y de cómo puede fundamentarse
tal validez.

En la literatura reciente, el estudio de la validez de las normas éticas se llama metaética.

Del bien general

Para entender el significado de la bondad o malicia de las acciones humanas, será útil examinar
el uso del término bueno.

Primero que todo, tenemos que ver para qué sirven las palabras. Ellas son símbolos que hacen las
veces de algo. Representan algo real. La mente humana se vuelve hacia el mundo que nos
circunda y, en vías de exploración de la realidad, llega a conocer muchos objetos. Cuando nos
14
comunicamos unos con otros usamos las palabras como símbolos de los objetos que conocemos.
El vocabulario de un niño o de un adulto crece con el conocimiento de la realidad.

Podemos fácilmente identificar algunos de los objetos que están a nuestro alrededor por ejemplo,
una casa, una manzana, un ladrillo. Podemos definir o describir fácilmente el significado de estas
palabras. Sin embargo, existen objetos, no fácilmente identificables o definibles por ejemplo, las
realidades correspondientes a los términos “fiel”, “justo”, “bello”, “bueno”. No obstante, usamos
frecuentemente dichos términos y significamos algo definido con ellos. ¿Cuál es la realidad que
se esconde detrás de estas palabras? ¿Todos queremos significar la misma cosa o nos referimos a
diferentes formas de la realidad? Parece que, a pesar del hecho de no poder definir fácilmente
dichos términos, cada uno atribuye ciertos elementos comunes a la realidad que subyace a estos
términos.

Por medio de estas palabras damos a entender algo, y un cuidadoso análisis puede revelar la
realidad que esconden estas palabras. “Bueno” es quizás uno de los términos usados con más
frecuencia en nuestro lenguaje y, puesto que la bondad y la malicia de los actos humanos es el
tema de nuestro estudio tenemos que emprender el análisis de este término con el fin de entender
su significado. En el proceso de esta búsqueda nos será útil tratar de encontrar el sentido más
genérico del término “bueno” y luego investigar qué significa bueno referido a las acciones
humanas.

Dos modos diferentes de usar el término “bueno”

1. Usamos el término “bueno” con relación a muchas cosas. Decimos que un carro es bueno.
Hablamos de buen tiempo, buena comida, etc. Un campesino puede decir que la lluvia fue buena,
mientras quien planeaba salir de picnic, opina que la lluvia fue mala. Si usted quiere salir a
esquiar, tendrá por buena una gran nevada, mientras que los conductores de automóvil la tendrán
por mala.

Parece, entonces, que con frecuencia, el uso del término “bueno” sea relativo. Referimos una
acción, un objeto, o un suceso a un determinado propósito natural o de libre elección y lo
llamamos bueno o malo de acuerdo con su capacidad para alcanzar dicho propósito. El
campesino afirmará que la lluvia es buena porque le ayuda a que su cosecha crezca. Ella
contribuye a que su trigo o maíz alcancen la plenitud total. Demasiada lluvia sería mala porque
echaría a perder la cosecha. ¿Qué determina la justa cantidad o la “bondad” de la lluvia, con
referencia a la cosecha? Parece que estuviera determinada por la naturaleza de aquella cosecha,
en concreto. Por ejemplo, el trigo necesita menos agua, menos lluvia que el arroz.

Este breve análisis del uso común del término bueno, nos lleva a la conclusión de que la bondad
de un objeto o suceso es algo derivado de un objetivo o meta natural. Todos los seres cuentan
con una naturaleza, y ciertas acciones u objetos son compatibles con dicha naturaleza y la ayudan
a crecer hacia la plenitud de su ser, hasta alcanzar toda la potencialidad de su naturaleza. Otros
objetos o acciones son incompatibles con una determinada naturaleza o cosa, y en consecuencia,
le hacen daño, impiden su crecimiento. A estos objetos o acciones los llamamos “malos”.
A veces la meta que nos proponemos no es natural sino que la escogemos por nuestra cuenta, por
ejemplo, cuando decidimos ir a esquiar o a montar en bote. Una nieve abundante o un viento
fuerte, que nos ayudan a alcanzar nuestro propósito, son tenidos por buenos. Los hechos que nos
impiden alcanzar nuestros objetivos, como por ejemplo temperaturas muy altas o fuerte
tormenta, las llamaremos malas.

También nosotros hacemos el diseño de objetos como máquinas, casas, puentes, etc; y tenemos
por buenas las piezas necesarias o acciones correspondientes, como el carburador para un
15
automóvil, la habilidad del albañil, elementos afines al proyecto por realizar. En cambio
rechazamos las partes o acciones que no contribuyen en la realización del proyecto y las
llamamos malas.

Este análisis nos revela que llamamos buenas ciertas acciones o cosas porque son instrumentos o
medios para alcanzar una meta natural o libremente elegida. La realidad de la conexión de la
acción u objeto con la meta se tiene por buena. En este sentido usamos el término bueno en una
forma relativa y no absoluta porque consideramos la bondad del suceso o cosa, por referencia a
alguna otra cosa y no en sí misma.

2. Pero también, usamos el término bueno de una manera absoluta, es decir, consideramos
ciertos objetos en sí mismos, sin referencia ni relación alguna, y los llamamos buenos. Llamamos
buena una cosecha que creció hasta alcanzar la plenitud de su potencialidad. Llamamos bueno un
manzano que da manzanas buenas y en abundancia sin tener en cuenta la posible entrada que le
viene al agricultor por su venta. Cuando un ser alcanza la plenitud de su potencialidad, la
totalidad de su ser, se le llama bueno. En otras palabras, la plenitud de acuerdo con la naturaleza
o diseño de una cosa es la cualidad que hace buena una cosa. Una cosa que logra alcanzar su
plenitud a veces se llama perfecta, que equivale a perfección. “Perfecto” viene del latín
“perfectus”, que significa “completamente hecho”.

En conclusión, podemos afirmar que el análisis anterior indica que el término “bueno” se usa
bien sea en una forma relativa, o bien en una forma absoluta, es decir, un objeto o acción pueden
referirse a una meta y llamarse buenos con relación a dicha meta, o una cosa puede ser
considerada en sí misma, y llamarse buena por su perfección.

El bien moral

Después de haber analizado el sentido general del término bueno, podemos ahora analizar la
aplicación específica de este concepto a los seres humanos, ya que el objeto central de nuestro
estudio es el bien y el mal que se dan en el hombre.

Bueno tiene diferentes sentidos en cuanto usamos este término referido al hombre. Afirmamos
de una persona que es un buen deportista, un buen cocinero, un buen cirujano, etc., o
simplemente podemos decir que es una persona buena. Cuando se nos pregunta si un buen
deportista es una persona buena, entendemos que existe una diferencia entre ser un buen
deportista y ser una persona buena. Un buen deportista o un buen cirujano pueden ser buenas
personas, pero no son buenas personas por el solo hecho de sobresalir en deportes o ser hábil en
cirugía. Entendemos que se requiere algo más para merecer llamarse, sin más, bueno sin ulterior
cualificación. Cuando afirmamos que una persona es buena, estamos dando a entender que se
trata de un ser humano bueno. Es bueno en cuanto humano y no precisamente en esta o aquella
habilidad de la naturaleza humana. Esta bondad específicamente humana es lo que llamamos el
bien moral.
¿Qué hace buena a una persona? Uno no nace bueno o malo en el plano moral. Se hace bueno o
malo por el hecho de realizar acciones buenas o malas a medida que crece. En consecuencia, si
queremos llegar a la fuente de la bondad humana, tenemos que analizar el acto humano y
encontrar la cualidad o propiedad que lo hace bueno.

¿Cómo podemos determinar la bondad o malicia de las acciones humanas? El examen que
hicimos anteriormente del sentido general del término bueno nos va a ayudar en esta tarea ya que
aquí tenemos que seguir el mismo procedimiento en nuestra búsqueda del bien moral. Ciertas
acciones, tales como sinceridad, cumplir la palabra, cumplir el deber, en general, se llaman
buenas porque se relacionan con la idea de perfección de la naturaleza humana puesto que estas
16
acciones constituyen el verdadero carácter humano de una persona. Se da una cualidad en estas
acciones que contribuye a la plenitud y perfección de un ser humano, de tal manera que podemos
hablar de un verdadero ser humano y no de alguien que es “inhumano” en sus actos. ¿Pero en
qué consiste la plenitud y perfección de un hombre?

Por lo visto, tenemos que dar una respuesta a esta pregunta, si no queremos caer en un círculo
vicioso. De alguna manera, cualquier “hombre de la calle” o toda persona educada tiene alguna
idea de qué son o deben ser los seres humanos. Las personas que se desvían de la idea de hombre
son tenidas por malas porque se ven impedidas para alcanzar su meta.

Los diferentes sistemas de moralidad desarrollados a través de los tiempos hasta nuestros días,
proponen diferentes concepciones del cumplimiento o realización de ser hombre. Tales
concepciones reflejan en el fondo su captación o teoría de lo que es ser hombre. Si ser hombre es
ante todo ser apenas un ser sensible, entonces cualquier acción que produzca placer llega a ser
moralmente buena ya que ella satisface al hombre en su ser humano. Si el hombre es considerado
ante todo un ser racional y social, entonces las acciones que promuevan una conducta racional y
una vida en armonía con los demás, son actos buenos porque desarrollan el verdadero hombre
dentro de nosotros. La bondad o malicia de una acción está determinada por su relación con la
idea que se tiene de ser hombre.

Los sistemas de moralidad difieren uno de otro en proponer concepciones diferentes del
significado de hombre. Una filosofía auténtica del hombre es, por consiguiente, un elemento
importante y necesario para entender los principios de moralidad.

La manera particular como ciertos filósofos consideran al hombre establece el parámetro o


norma que determina la bondad o malicia de una acción.

Una norma, parámetro o criterio de moralidad en este sentido, significa, por tanto, una medida
que puede ser comparada con el acto humano, y por ello revela la bondad o malicia del acto. Uno
se encuentra familiarizado con los diversos parámetros de la vida diaria. Así usamos diferentes
medidas de longitud, de peso, volumen, temperatura, etc. Aunque puede existir cierta conexión
entre una medida y un hecho natural (por ejemplo, la longitud de un “pie”), somos conscientes
de que las medidas, tal como las usamos hoy día se apoyan en convenciones. Se dan acuerdos
internacionales respecto al sistema métrico o a las medidas anglosajonas, y la oficina de medidas
de los Estados Unidos garantiza la uniformidad si se siguen los parámetros acordados.

La pregunta de si el parámetro o medida de la moralidad se basa en una convención o en un


hecho natural es esencial para la vida moral de la humanidad y toca el problema central de la
moral. La respuesta a dicha pregunta refleja lo que uno piensa del hombre. Como ayuda para la
búsqueda de la norma auténtica de moralidad, examinaremos los principales sistemas de
moralidad tal como ellos exponen su comprensión de lo que es el acto moralmente bueno.
Pondremos de relieve sus puntos fuertes y sus puntos débiles, de tal modo que podamos
desarrollar nuestro propio discernimiento de moralidad y entonces describir y fundar la norma
que nos revela la bondad o malicia de las acciones humanas.

1. Bien moral y voluntad de Dios

Comenzaremos nuestra investigación refiriéndonos a la Biblia, en la que reconocemos como


creyentes, una presencia privilegiada de la Palabra de Dios, normativa para la fe de los creyentes.

Pues bien, esta Palabra nos lleva hacia una definición de lo que es el bien moral, mediante una
serie de acontecimientos históricos, que culminan en la historia de Jesús de Nazaret, en quien, a
17
la luz de la fe, vemos la realización de un proyecto divino de salvación respecto del hombre,
proyecto que responsabiliza al hombre y le pide una respuesta de fe y de compromiso moral
coherente y exigente.

Estos acontecimientos son el verdadero fundamento de la moral cristiana: ellos nos dicen por qué
vale la pena hacer el bien, pero también nos ayudan a definir la verdadera naturaleza del bien
moral en el horizonte de la experiencia de fe.

En su criterio, será bien todo lo que resulte en línea con su lógica interna; es bien todo lo que
permite a Dios reinar, entregarse al hombre; es bien todo lo que, a través de la participación en el
misterio pascual de Cristo, puede llevar al hombre de la muerte a la vida.

La inserción en la lógica de los acontecimientos de salvación conlleva inevitablemente una cierta


alineación con la voluntad de Dios, que se expresa y se actúa en estos acontecimientos. Dios no
puede salvarnos sin nuestra colaboración. Pero colaborar con Dios significa hacer propio su
designio de amor omnisciente, aceptar que se haga la voluntad de Dios en nosotros.

Desde este punto de vista, el bien moral se identifica con lo que Dios quiere para nosotros, con lo
que le es agradable y que forma parte de su proyecto de salvación.

Pero esta referencia del bien a la voluntad de Dios debe entenderse de tal manera que resulte
coherente con la imagen de Dios que nos ha sido revelada por Cristo y que emerge del
Evangelio.

La preocupación de subrayar unilateralmente el carácter obediencial de la fe y la trascendencia


del proyecto salvífico de Dios, respecto de todos los proyectos humanos, podría llevar a ver en la
voluntad de Dios algo absolutamente “distinto”, respecto de la objetiva verdad del hombre, y
respecto de los dinamismos de la razón humana que esta verdad está llamada a conocer.
En este caso la experiencia moral se resolvería para el hombre en una sumisión incondicionada a
una voluntad arbitraria y extraña, que, trastornando todos sus proyectos y renegando su
aspiración natural a realizarse como persona, representaría una desmentida de sus tendencias más
profundas y constitutivas y afirmaría la irremediable ceguedad de la razón humana y su
incapacidad de captar el verdadero bien del hombre.

Consentir en el bien significaría en este caso la autotrascendencia, pero también la más radical
autorrenegación del hombre.

A semejante concepto B. Schüller dio el nombre de positivismo teonómico2, para subrayar la


estrecha semejanza que la voluntad de Dios asume en ella con la voluntad de un legislador
humano, que active leyes “positivas”.

Según el positivismo teonómico, el bien y el mal se definen en los términos de un mandato


arbitrario de Dios, totalmente extraño a la autocomprensión que el hombre puede tener de sí
mismo y al dinamismo natural de sus tendencias.

2. El bien moral tiene su consistencia objetiva

Indudablemente se encuentran en el Nuevo Testamento expresiones que parecen hablar en favor


de una cierta contraposición entre la voluntad divina y la razón humana, en la definición del bien

2
B. SCHÜLLER, La fondazione dei giudizi morali, Cittadella, Asís, 1975, p. 20.
18
moral. De este género es, por ejemplo, la afirmación evangélica de que Dios se revela a los
humildes y se oculta a los sabios (Mt 11, 25), o también el discurso de san Pablo sobre la
sabiduría de Dios que da jaque a la sabiduría humana, revelando toda su impotente ceguedad y
transtornando sus planes (1 Co 1, 18-31). En realidad la moral de Cristo podrá parecer en
contravía respecto de una cierta sabiduría humana.

Pero la tradición católica siempre ha visto en esta oposición algo distinto de una radical negación
de la razón humana y de una afirmación del carácter arbitrario e irracional del bien moral.

La enseñanza moral de Cristo no inyecta ningún elemento de arbitrariedad en la definición de lo


que es el bien moral a la luz de la fe. Su Palabra permite la autorrevelación del hombre, en mayor
grado, pero no niega nunca el hecho de que, en su verdad más profunda, el hombre sea el
verdadero fundamento objetivo del bien moral. La gracia perfecciona pero no destruye la
naturaleza; ésta asume todo lo que constituye la verdad del hombre y la lleva a su cumplimiento,
indudablemente gratuito, pero sin destruirla o trastornar su consistencia de criatura y su carácter
de fundamento del bien.

Con esto no se quiere negar que el proyecto salvífico de Dios sobre el hombre sea absolutamente
libre y gratuito, imprevisible e infinito, respecto de todo proyecto humano de autorrealización.
Pero el bien moral que este proyecto sustenta es un bien moral objetivo, por lo menos en el
sentido de no arbitrario: es el bien del hombre en cuanto hombre.

Esto no excluye que el creyente pueda tener de él un conocimiento, un don de Dios, producido
en él por el Espíritu, y difícil para el hombre que vive alejado de Dios, ofuscado en su mente por
las pasiones y por el egoísmo.

3. El bien moral es la verdad del hombre

El bien, pues, corresponde a algo objetivo: y precisamente a la íntima verdad del hombre, a la
que en el lenguaje tradicional de la teología moral acostumbraba llamar “naturaleza humana”.

Apelar a la naturaleza como fundamento objetivo del bien moral se sobrentiende hoy fácilmente,
en el contexto de una cultura acostumbrada a aplicar ese concepto a la naturaleza infra-humana,
al “reino de la naturaleza”, es decir al mundo del determinismo, contrapuesto al reino de la
libertad, al mundo de la objetividad opaca y pasiva, opuesta al mundo de la subjetividad y del
espíritu.

Si la facilidad de este sobreentendido nos impone precisar siempre mejor el significado de los
términos “naturaleza” y “objetividad”, tal como los entendemos en este contexto, la exigencia de
no ser equívocos sobre un tema de tan grande importancia nos obliga a seguir haciendo
referencia, en la definición del bien moral, a una verdad creatural del hombre, redimida en Cristo
y convertida en él en criterio adecuado de discernimiento ético, al que podemos dar el nombre de
“naturaleza”.

El bien moral no es comprensible sin una referencia a una verdad objetiva, una verdad de la que
está constituido el hombre y de la que él no es dueño absoluto.

La verdad del hombre no es solamente un dato por respetar, sino también, y del mismo modo, en
el respeto de las indicaciones que ya se han dado en ella definitivamente, una verdad por hacer,
puesto que el existir del hombre es esencialmente un autorrealizarse. El hombre no sale de las
manos de Dios ya completamente realizado en su existencia particular. El viene a la vida como
19
sujeto de una historia, que es la historia de su llegar a ser gradualmente él mismo, a través del
ejercicio de su libertad. El mismo se da su verdadero rostro de hombre.

Pero esto significa que no toda elección, no toda actitud interior o comportamiento exterior es
igualmente constructivo del hombre en la fidelidad a la verdad de su ser. Hay elecciones que
construyen y elecciones que destruyen la humanidad del hombre: lo que la realiza es
precisamente el bien moral.

Esta constructividad humana se convierte así en uno de los elementos que definen la naturaleza
profunda del bien moral: hacer el bien no es hacer algo externo al propio ser, que deje intacto
este mismo ser o lo modifique sólo en modo accesorio, añadiéndole algún título de mérito o de
dignidad; es hacer este mismo ser en su verdad.

La verdad del hombre, antes de la decisión moral que la perfecciona, se da sólo a la manera de
un germen vital y de un proyecto. Como todo germen, ella tiene en sí las leyes de su desarrollo,
las informaciones y las energías que dirigen su crecimiento.

El carácter vinculante de la norma moral está precisamente basado en la unión ontológica, que
existe entre estas dos diversas formas de la verdad del hombre, la germinal y la plenamente
realizada a través del compromiso moral.

Por tanto, el hombre depende, en el desarrollo de su ser, de una verdad depredada que lo
constituye y que se le impone como independiente de él: es el signo de su ser criatura.

El bien moral se distingue de cualquiera otra forma de bien (todavía no-moral u “óptico”)
precisamente en cuanto constitutivo de la verdad del hombre.

La distinción entre bienes morales y bienes todavía-no-morales es, pues, perfectamente


correlativa a la distinción entre la autorrealización entendida en sentido ético, como actuación del
ser humano del hombre, y autorrealización entendida en sentido estético o fisiológico-
psicológico, como adquisición de perfecciones que constituyen el bienestar del hombre, su
sentirse realizado.

La falta de claridad en esta distinción hace del concepto de autorrealización una noción ambigua,
capaz de contrarrestar directrices morales distintas de las del Evangelio (y por tanto, en el fondo,
no plenamente humanas, si la única verdad del hombre es Cristo).

Tal es, por ejemplo, el concepto exclusivamente psicológico de la autorrealización, ampliamente


difundido en nuestra cultura, que termina identificando la autorrealización con el equilibrio
psicológico, la tutela de la propia identidad personal, la creatividad, y por tanto, en el fondo, con
el “sentirse realizado'” en un sentido muy subjetivo y egocéntrico.

EL ACTO HUMANO

Antes de iniciar el estudio de los diversos sistemas de moralidad, tenemos que determinar con
exactitud hacia donde tenemos que mirar para encontrar el bien y el mal moral. Los hombres no
nacemos buenos o malos moralmente sino que nos hacemos buenos o malos según hagamos
actos buenos o malos a medida que crecemos. Parece, entonces, que la bondad o malicia se
encuentra localizada, de alguna manera, en la acción humana. Se sigue de esta observación que
la comprensión de la estructura y naturaleza del acto humano es esencial en nuestra investigación
de la moralidad. La sicología filosófica se ocupa de este asunto. Aquí nos limitaremos a
20
presentar sus hallazgos. Para un estudio detallado de este asunto, tendríamos que remitirnos a la
sicología o a la filosofía del hombre.

El hombre difiere de los animales en especial por su entendimiento y libertad. Algunas de las
acciones que realizamos no difieren en sí de las acciones de los animales porque no se
encuentran bajo el influjo del entendimiento y libertad. Por ejemplo, aunque realizados por
nosotros, los actos reflejos o acciones que llevamos a cabo cuando nos encontramos
completamente distraídos, no son en concreto actos humanos porque ni el entendimiento ni la
libertad se encuentran a la raíz de su existencia.

El hombre realiza muchos actos que en apariencia presentan las mismas características que los
realizados por animales. Comer, oír, ver, sacarle el cuerpo al dolor o buscar el placer, todos
parecen actos iguales en seres humanos y en animales. El acto humano, sin embargo, difiere del
animal por el conocimiento del acto y la libertad para realizarlo. Mientras los animales tienen
cierto conocimiento y conciencia (que ante todo consiste en el conocimiento sensible y en cierta
conciencia vaga muy diferente de la autoconciencia del hombre) sus acciones están sugeridas y
determinadas por los instintos y tendencias. Un animal con hambre no puede abstenerse de
comer el alimento que se le da a menos que un deseo más fuerte (evitar el dolor, o una paliza,
etc.) supere el deseo de comer. Los animales están entrenados y condicionados por el premio o el
castigo, el placer o el dolor, pero ellos, en verdad, no aprenden por vía intelectual.

El acto específicamente humano, es entonces aquel que el hombre realiza consciente y


libremente. No existe en verdad acto humano sin conocimiento del objeto del acto, porque ser
hombre significa regirse por el entendimiento. El conocimiento es esencial, asimismo, para el
ejercicio de la libertad porque no puede haber libre elección verdadera sin el conocimiento del
objeto de nuestra voluntad. La voluntad es ciega sin la información que le ofrece el
entendimiento. Cuando obramos en forma humana, primero captamos el objeto de nuestro acto y
entonces procedemos libremente a realizarlo.
Conocimiento y libertad nos dan el dominio sobre el acto. Así el acto es en verdad nuestro y nos
hacemos responsables de él. La responsabilidad procede del conocimiento y libertad.

Supuesto que la moralidad, como bien específicamente humano, reside en el acto humano, se
sigue que la libertad de elección y la responsabilidad que le acompaña, son los prerrequisitos de
la moralidad.

Libertad y determinismo

Es lógico afirmar que no hay responsabilidad donde no se da libertad de elección. Pero ¿resulta
evidente que el hombre cuenta con la habilidad de elegir libremente entre las alternativas que se
le ofrecen? La doctrina del determinismo afirma que, a pesar de todas las apariencias, el hombre
no es libre en su acción.

Antes de echar una mirada a las razones en pro de la libertad y del determinismo, si queremos
evitar malentendidos, es necesario hacer claridad sobre los conceptos de libertad y determinismo.

Libertad

El principio de causalidad afirma que ningún efecto o acción se produce sin una causa adecuada;
no se dan fenómenos sin causa. Libertad de elección no significa que los actos libres se den sin
causa, sino más bien que la libertad, como causa de un acto, tiene la capacidad para
21
determinarse, ya que es capaz de dar origen a diferentes modos de acción o se encuentra en la
posibilidad de abstenerse de obrar en ciertas circunstancias3.

La libertad en general es la ausencia de coacción. Con todo esta aproximación presenta solo un
aspecto negativo de la libertad: libertad de. Su aspecto positivo: libertad para, expresa siempre
una fuente de energía con miras a alcanzar una meta, realizando el acto buscado.

La coacción puede ser física, sicológica, o moral. La ausencia de coacción física se llama
libertad de espontaneidad. Un perro es “libre” de correr cuando no se encuentra amarrado.
Decimos que un criminal pierde su libertad, refiriéndonos a la libertad de espontaneidad, cuando
es condenado a prisión, porque no puede moverse a su antojo ni dejar la prisión.

Llamamos libertad sicológica o libertad de elección a la ausencia de coacción sicológica o


intrínseca. Esta es la esencia de la libertad, tal como se la entiende comunmente. Esta libertad es
la base y la fuente de la responsabilidad ya que el acto libre pertenece a la persona que lo realiza
pudiendo abstenerse de hacerlo. Se afirma que los animales carecen de esta libertad intrínseca
sicológica porque se sienten movidos por sus instintos e impulsos a obrar determinadas acciones.
Un perro con hambre se siente forzado por su apetito de comer. En cambio, un hombre puede
rehusar la comida; más aún, puede ir más allá y hacer huelga de hambre hasta llegar a morir.

El aspecto negativo de la libertad es la ausencia de coacción. Podemos describir su característica


positiva diciendo que es la capacidad de la voluntad para obrar o no, y para obrar de diferentes
formas cuando se dan todas las condiciones para obrar. Llamamos libertad de ejercicio a la
capacidad para abstenernos de obrar o para realizar un acto. Así se nos puede imputar la
abstención deliberada de obrar, ya que es una elección libre. En el uso diario, a esta abstención se
la suele llamar omisión. Resulta evidente que somos responsables por las omisiones deliberadas
cuando pudimos realizar un acto y nos sentimos obligados a hacerlo. Por ejemplo, uno es
responsable por no pagar impuestos o por no hacer su tarea escolar.

Cuando nos decidimos a obrar, con frecuencia nos encontramos frente a varias alternativas.
Planeando el descanso de la tarde uno puede ir a cine, jugar, oir música, etc. A la capacidad para
escoger entre diversas alternativas se la llama libertad de especificación.

Además de las diversas formas arriba enunciadas de coacción, podemos también hablar de
coacción moral. Una ley que obligue a los turistas a pagar ciertos impuestos de aduana sobre los
artículos comprados en el exterior no le quita la capacidad para esconder los objetos y no pagar
el impuesto. Sin embargo, no es “libre” de hacerlo; es decir, no es libre moralmente. Si se
retirara la ley que restringe la libre importación de ciertos artículos, el turista se vería libre para
entrar dichos artículos. Este tipo de libertad significa la ausencia de coacción moral, y se le suele
llamar libertad moral o libertad de independencia, para distinguirla de la libertad sicológica.
Una colonia se hace libre cuando logra su independencia de las leyes del país protector.

Cuando hablamos de libertad social o política, comúnmente damos a entender la ausencia de


presiones indebidas provenientes de circunstancias sociales, como son las discriminaciones
clasistas o raciales, o la tiranía ejercida por un partido político o un grupo popular. No debe
confundirse esta libertad con la libertad de elección en el sentido filosófico de la palabra.

Determinismo

3
. Para una breve discusión sobre la libertad, cf Donceal, J.F. Philoso-phical anthropo-logy. New York: Sheed and
Ward, 1967, pp 365-406
22
La condición para que se den la responsabilidad y la moralidad es la libertad de elección y la
libertad sicológica. El determinismo niega la existencia de estas clases de libertad y sostiene que,
a pesar de todas las apariencias, no somos libres en nuestros actos sino forzados, por diversos
factores, a obrar de una manera específica.

El determinismo biológico sostiene que la herencia, es decir, nuestra constitución física, con
todas sus interacciones fisiológicas y leyes biológicas, determina todas nuestras acciones.
Nuestra conducta depende de nuestra disposición biológica.

Muchos conductistas, en especial su fundador B.F. Skinner, argumentan que el ambiente


determina nuestra conducta. El carácter y conducta de una persona son en todo el producto del
medio físico y social. En esta teoría no tienen sentido la responsabilidad y la moralidad. No
puede castigarse a nadie por sus actos, sino tan solo ubicarlo en un medio mejor, para que pueda
cambiar su conducta.

Solo en el contexto de un análisis experimental de la conducta


humana se puede llegar a despojarla de las funciones previamente
asignadas al hombre autónomo para transferirlas, una por una, al
medio ambiente que las determina...4.

De acuerdo con esta teoría el hombre puede ser manipulado por su medio ambiente, y su
conducta vendría a ser la suma total de los efectos de su medio.

Sigmund Freud propuso la teoría según la cual el inconsciente juega un papel determinante en
nuestras acciones y la libertad de elección es solo una apariencia.

El sicoanálisis puede arrojar luz sobre las causas ocultas de nuestras acciones.

El determinismo sicológico afirma que el motivo más fuerte es la causa determinante de nuestras
acciones. El hombre se limita a pasar revista a los motivos, y el reconocimiento del motivo más
fuerte establece el curso de la acción. Se cree, a veces, que el motivo para obrar de una persona
es el deseo, y por tanto, el mayor deseo dirigiría las acciones del hombre.

El determinismo teológico enseña que Dios predetermina el curso del universo, incluyendo las
acciones del hombre, al menos en el sentido que el destino eterno del hombre ya está fijado. A
esta doctrina se la llama predestinación. A Dios se le identifica, a veces, con el Hado, y tal teoría
llega a ser muy oscura puesto que no da una clara definición de la naturaleza del Hado y no
explica quién o qué sale responsable por la intervención del Hado. La aceptación del Hado
conduce al fatalismo, la persuasión de que todos los sucesos tienen lugar por la fuerza del Hado
y que los seres humanos no pueden cambiar el curso de los hechos.

A veces hace su aparición en la historia un tipo de determinismo teológico en la convicción de


ciertas personas temerosas de Dios que atribuyen todos los accidentes a la “voluntad de Dios”, y
no tanto al descuido o negligencia de los seres humanos en acción.

Existencia de la libertad de elección

Quienes creen en la libertad de elección no afirman que todas las acciones del hombre sean
libres. Ellos admiten que la influencia del medio ambiente, las perturbaciones sicológicas del
sistema nervioso, algunas taras heredadas de nuestros mayores, ciertas tendencias sicológicas,
4
Skinner, B.F. Beyond Freedom and dignity. New York: Knopf. 1971. p 189
23
como algunos casos de cleptomanía o piromanía, casos de sicosis y neurosis, etc, pueden llegar a
ser tan fuertes que le hagan perder a uno su libertad de acción. Ellos afirman, no obstante, que
los hombres en general, son libres en muchas de sus acciones y son responsables por los actos
que hacen a ciencia y conciencia.

Suelen ofrecerse las siguientes razones en favor de la existencia de la libertad de elección:

1. Conciencia inmediata de la libertad. La sicología filosófica hace énfasis en el hecho de que


todos los hombres tenemos una conciencia directa de las decisiones libres. De antemano damos
por un hecho esta libertad y somos conscientes de ella durante los actos. Sabemos que contamos
con la capacidad para elegir entre alternativas de acción. La experiencia interna y directa
significa que tenemos un conocimiento previo del hecho de la libertad. Nada está más cercano a
nosotros ni es más transparente al escrutinio de nuestro entendimiento que la experiencia de una
libre elección, en la cual estamos implicados de forma tan íntima. Podemos reflexionar sobre
nuestra libre decisión mientras la hacemos, y la experiencia inmediata de esta libertad nos da la
seguridad de que nuestro conocimiento no se encuentra equivocado.

2. Conciencia indirecta de la libertad. Esta conciencia se revela en el hecho de la deliberación


que precede al acto. Pesamos las razones en pro y en contra porque sabemos que en último
término somos nosotros los que, de una u otra forma, tomamos la decisión.
3. Convicción de la responsabilidad personal. Todas las personas adultas aceptan la
responsabilidad por las acciones que realizan en forma libre y deliberada. A medida que los
niños crecen y crece a la par su capacidad para elegir libremente, también va haciendo su
aparición el sentido de responsabilidad.

Como aceptamos la responsabilidad por nuestras propias acciones, asimismo defendemos que los
demás son responsables de sus actos. La vida en sociedad se funda en este sentido de
responsabilidad, sin el cual ninguna ordenada comunidad humana sería posible.

4. El consenso en la existencia de la libertad. Se da un consenso general a favor de la libertad


humana. Dicho consenso se manifiesta en numerosos hechos de la sociedad. Del mismo modo
que aceptamos nuestra propia responsabilidad, así juzgamos a los demás. Nos indignamos, por
ejemplo, cuando nos roban o atracan. Aun los defensores del determinismo obran como si fueran
libres y participan en este consenso general a favor de la libertad en sus expresiones, modos de
obrar, planes, etc. Aun los siquiatras, que aceptan el determinismo freudiano, actúan como si los
hombres fueran libres, ya que tratan de restablecer cierto grado de libertad de elección en sus
pacientes, que se encuentran dominados por compulsiones.

No falta quien objete que aun este consenso de toda la humanidad podría estar equivocado. La
humanidad entera creyó por siglos, por ejemplo, que el sol giraba alrededor de la tierra. No
obstante, el hecho de la libertad de elección goza de un grado diferente de conciencia. Se funda
en una experiencia y en unos conocimientos interiores y personales. No se trata de un fenómeno
científico, distinto de nosotros, que no pueda ser experimentado directamente.

5. La administración de justicia. Nuestra sociedad se apoya en la convicción de que los hombres


somos responsables de nuestros actos porque tenemos libertad de elección. Las naciones
civilizadas cuentan con un sistema con el cual examinan ante todo el grado de libertad de un
acusado. Si es hallado mentalmente enfermo, aun en el caso de tratarse de un daño temporal, no
es tenido responsable de la falta, y en lugar de castigo, se le prescribe un tipo de tratamiento que,
en lo posible restablezca su libertad. Sin embargo, en la mayoría de los casos, se comprueba
fácilmente la presencia de la libertad y la responsabilidad, y en ellas se apoya la administración
de justicia.
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6. Sin duda alguna, el ambiente social y el inconsciente cultural ejercen un influjo en nuestras
preferencias y elecciones, pero tales presiones rara vez llegan a forzar nuestras acciones. El
hecho que muchas personas cambien de opinión, incluso prejuicios muy arraigados a medida que
crecen y reflexionan sobre su vida pasada, indica a las claras que el medio ambiente no nos priva
de la libertad.

7. Es evidente que no podemos realizar un acto en verdad humano sin el conocimiento del fin de
la acción o sin tener un motivo para ello. El determinismo sicológico afirma que nos limitamos a
analizar con imparcialidad el peso de los motivos y que nos vemos forzados a seguir el motivo
más fuerte.

Pero, ¿cuál es el motivo más fuerte? La respuesta que dan se parece al principio de Darwin de la
supervivencia de los más aptos. Por definición, el más apto es el que sobrevive. Pero, esto no
pasa de ser una tautología que no responde a la pregunta. De modo semejante, cuando la
respuesta dice que el motivo más fuerte es el que gana, no se libra de ser una tautología. Lo que
sucede de hecho es que uno puede hacer que uno de los motivos gane. La experiencia nos enseña
que a veces escogemos algo bueno, solo en apariencia, contra nuestro “juicio mejor” y sabemos
que razones “más fuertes” militan en favor de la acción opuesta. La voluntad no se encuentra
forzada por el motivo, y la persona puede libremente decidirse por uno u otro motivo.
La libertad de elección no consiste ante todo en tomar decisiones triviales, tales como pedir un
filete de carne de res en vez de pollo en el menú. La libertad de elección se manifiesta en
concreto en las decisiones que implican valores morales. Por ejemplo: ¿me decido por el aborto:
sí o no? ¿Me robo este libro de la librería? ¿Dedico estas diez horas que tengo libres al
voluntariado en el hospital o las gasto en ver televisión?

Ejercitamos la libertad ante todo cuando nos comprometemos con objetivos valiosos, por
ejemplo, cuando elegimos vocación o profesión para toda la vida. Comprometerse con un
objetivo afecta la vida entera de una persona y le hace dirigir muchas de sus actividades diarias a
la meta escogida. Un bachiller puede decidirse por la medicina. Tal decisión, como es obvio, va a
hacer que dirija muchas de sus actividades hacia esa meta. Va a tener que elegir las materias
adecuadas y estudiar duro para poder entrar en la facultad de medicina, etc. Cuando logre su
grado de médico, su decisión original seguirá influyendo en su estilo de vida por el resto de sus
años. Sin embargo, no podremos decir que sus acciones fueron determinadas por la sola
ejecución de su libre decisión hecha años atrás. Uno vive y realiza a través de toda su vida una
libre elección. Por lógica, quien desea un fin debe poner los medios. Sin duda se dan decisiones
menos importantes en la vida que elegir vocación y, sin embargo, la libertad humana se ejercita
también específicamente en decisiones de menos peso cuando implican valores. En ética
consideramos expresamente estas elecciones libres como el objeto propio de la moralidad.

El argumento de la conciencia inmediata de la libertad es puesto en duda por algunos


deterministas cuando anotan que una persona puede ser hipnotizada para hacerle cumplir ciertas
órdenes una vez que salga del estado hipnótico. Por ejemplo, se le puede ordenar a una persona
que vaya a la puerta y la abra. Al cumplir esta orden, supuestamente tal persona es consciente de
la libre elección de abrir la puerta, y sin embargo, su acción fue determinada durante la hipnosis.

Por otra parte, es un hecho que, durante la hipnosis, no puede ordenarse a una persona realizar
acciones contrarias a sus convicciones morales o compromisos. Este hecho, de nuevo, indica que
la libertad humana se ejercita de modo particular en la elección de valores y compromisos
valiosos y que nuestra conciencia inmediata de libertad en estos casos permanece como intuición
válida en la función y existencia de la libertad.
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Niveles de libertad y de responsabilidad

El objeto de la ética son los actos humanos libres y, por consiguiente, responsables. En los
párrafos anteriores tratamos este asunto y dimos una mirada a las razones en pro de la existencia
de la libertad. Se nos puede preguntar, sin embargo, si todos los actos son igualmente libres y si
no se dan diferentes niveles de libertad y, por consiguiente, de responsabilidad. La respuesta a
esta pregunta, como es obvio, reviste gran importancia para la moralidad personal y para la
administración de justicia.

Cada acto libre debe ser el resultado del conocimiento del objeto del acto y de la capacidad de la
libertad para escoger, es decir, ambos, entendimiento y voluntad contribuyen a un acto libre. Sin
embargo, ambas facultades pueden verse afectadas, en su funcionamiento, por ciertos factores
que pueden alterar el grado de libertad y responsabilidad de una persona. La sicología se ocupa
con amplitud de los factores que inhiben nuestro conocimiento y el ejercicio de la libertad. Para
nuestro propósito, bastará enumerar algunos de dichos factores, haciéndoles un breve comentario
desde el punto de vista ético.

Factores que influyen sobre el entendimiento

La atención y la distracción pueden darse en diversos grados. Cada uno de nosotros puede
afirmar esto reflexionando sobre su propia conciencia. Tenemos la obligación de “prestar
atención” a nuestros actos, de manera especial cuando son importantes. Los cursos populares de
“control mental” proponen ejercicios para aumentar nuestro poder de concentración. A pesar de
todo, puede suceder que una persona se encuentre tan distraída, sin culpa alguna, que no preste
atención a lo que está haciendo. Las distracciones limitan la claridad del conocimiento del objeto
de un acto y pueden disminuir la responsabilidad. Pero, no toda distracción quita la
responsabilidad. Un conductor, por ejemplo, tiene que prestar atención a la calle y al tráfico, y
cuando se dé cuenta que no puede concentrarse por el cansancio u otros impedimentos, tiene que
dejar de conducir.

De modo semejante, la ignorancia afecta la parte racional de nuestros actos libres. La ignorancia
que no puede superarse, se llama invencible en lenguaje técnico. Esta acontece cuando ni
siquiera sospechamos encontrarnos en estado de ignorancia relativa a ciertos aspectos de un acto
voluntario. Así, un cartero puede no sospechar la presencia de una bomba dentro del paquete que
entrega. A veces la ignorancia no puede vencerse, aun después de una diligente investigación,
porque no entendemos algunos aspectos del acto.

En otros casos, se puede vencer la ignorancia mediante una simple averiguación. Tal tipo de
ignorancia se suele llamar vencible.

Reflexionando sobre las consecuencias de la ignorancia podemos concluir que la ignorancia


invencible quita la responsabilidad, y que la ignorancia vencible, por su parte, no la quita, pero
puede disminuir la culpabilidad.

Los prejuicios son una manera bien conocida de formar opiniones sin suficiente fundamento
acerca de las características de ciertas personas, razas, religiones, etc. Cuando una persona
descubre o sospecha que sus acciones están inspiradas en prejuicios está en la obligación de
corregir su ignorancia. De lo contrario, resultará moralmente responsable del daño que cause a
los demás.

La ignorancia puede referirse a las consecuencias de un acto. Sin culpa, uno puede fallar en
prever las consecuencias de un acto libre y, por tanto, ver disminuida su responsabilidad, y en
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algunos casos, completamente eliminada. No obstante, uno tiene el deber de considerar las
consecuencias de un acto libre y evitar un posible daño a terceros.

Temor es una palabra que puede tener varios sentidos. Puede significar la conciencia o
anticipación de un peligro o suceso desagradable. Puede significar, también, una fuerte emoción,
temblor o ansiedad por la amenaza de algo desagradable.

La ansiedad en el primer sentido afecta al entendimiento, mientras en el segundo sentido puede


afectar también a la voluntad. Un estudiante teme perder el curso si no hace las tareas. Este
temor lo motivará para ir a la biblioteca y hacer el estudio del caso. Este es un ejemplo de temor
en el primer sentido. Un espía le cuenta que tiene información negativa con respecto a usted, que
revelará, a menos que usted acepte darle datos secretos, a los que usted tiene acceso como
empleado del gobierno. Este es otro ejemplo de miedo en el primer sentido.

El miedo en el primer sentido, ¿elimina la responsabilidad? Cualquier acción, motivada por el


miedo, ¿es irracional o coaccionada? El miedo de perder la materia motiva al estudiante a
estudiar fuerte y nosotros ciertamente no queremos privarlo del mérito de su arduo trabajo.
Estudió a ciencia y conciencia. El miedo a quedar mal ¿justifica, acaso, la mentira?

¿Los empleados del gobierno y los soldados están excusados de espiar o traicionar a su país por
causa del temor al castigo o a la vergüenza? Parece que el temor, tomado en el primer sentido, no
elimina la responsabilidad ya que la persona conserva aun el ejercicio de sus facultades y puede
decidir prestarle cooperación al enemigo o rehusarla.

El temor, sin embargo, puede crecer en tal medida que llegue a convertirse en una verdadera
coacción, intimidación, tortura sicológica o lavado de cerebro. En estos casos afecta no solo al
entendimiento sino también a la voluntad y puede llegar a eliminar la libertad y la
responsabilidad.

El hombre naturalmente desea el placer y trata de evitar el dolor o las sensaciones desagradables.
Se entiende por pasión la moción fuerte del apetito sensible que tiende al placer o rehuye el
dolor. El glotón, que come a todas horas en exceso sin poder hacerle frente al placer de comer,
no puede menos de sucumbir a la pasión.

La pasión que surge por deliberada intención, se llama pasión consecuente. Uno puede sentir
rabia por un insulto y llegar hasta tal grado de pasión, por deseo de venganza, que no pueda
contenerse cuando se encuentra con el enemigo.

La pasión que surge en forma espontánea, antes de que pueda intervenir la razón, se llama pasión
antecedente, ya que precede a la conciencia y al control deliberado de la voluntad. Se encuentran
personas que pierden con facilidad el genio, como es el caso de un sujeto impetuoso cuando le
damos un pisotón.

Entre otras cosas, conviene andar prevenidos si queremos aprender a controlarnos. A pesar de
estos cuidados, la pasión antecedente puede a veces quitarnos la responsabilidad o disminuirla.
La pasión consecuente, por su parte, es un acto deliberado y voluntario.

La tortura, tanto física como sicológica, puede llegar a ser tan intensa que el deseo de zafarse del
dolor puede doblegarle a uno la voluntad hasta quitarle la responsabilidad de la acción. Es bien
sabido que los regímenes totalitarios han desarrollado métodos bien sofisticados, de tortura tanto
física como sicológica, irresistibles aun por las personas más fuertes. Nadie puede juzgar, a la
hora de la verdad, cuánto puede resistir una persona a la tortura, pero es manifiesto que en ciertos
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momentos la voluntad puede perder el control. El deseo de hacer suspender la tortura y la
coacción puede llegar a ser tan poderoso que elimine la responsabilidad y la libertad.

Llámase Fuerza a la coacción física, y cuando se hace sin el consentimiento de la persona, le


quita la responsabilidad.

Hábito es un patrón de conducta que se adquiere con la repetición de los mismos actos o por la
ingestión de ciertas drogas, que facilitan la realización de determinadas acciones. Para llevar una
vida humana normal, se requiere adquirir muchos hábitos, tales como leer y escribir, hablar,
caminar, conducir automóvil, tocar instrumentos musicales, escribir a máquina o en computador,
etc. En otro sentido, es bien sabido que ciertas drogas, tales como el tabaco, el alcohol, la heroína
etc., forman hábitos y pueden crear dependencia sicológica.

No somos responsables por los hábitos adquiridos sin intención, por ejemplo, el vicio de decir
palabras vulgares cuando se ha adquirido en la infancia, pero estamos obligados a quitar dichos
hábitos cuando nos damos cuenta de ellos y sabemos que constituyen un desorden moral, dañino.
Uno es responsable de los hábitos adquiridos intencionalmente y de las acciones que se derivan
de ellos. Por ejemplo, un alcohólico o un drogadicto quien con deliberación o, al menos, a
ciencia y conciencia desarrolla el hábito a pesar de los consejos de los amigos y familiares, es
responsable de su adicción y de los actos que ella causa, puesto que previó las consecuencias. La
causa que produce tales efectos es voluntaria y, por consiguiente, también ellos son voluntarios.
A estos efectos se les llama voluntarios in causa.

La sicología y la siquiatría examinan muchos otros factores que pueden disminuir la libertad de
la voluntad. Las neurosis y las sicosis impiden la autodeterminación libre de la voluntad. Es
difícil determinar hasta qué punto una persona se vuelve anormal y no responsable de sus actos,
pero es evidente, ante ciertos casos de anormalidad, que se puede perder la libertad. Aun el clima
puede ejercer su influjo en las reacciones de una persona, en sus estados de ánimo y vivacidad,
tanto que, por ello, pueda verse afectada la responsabilidad.

¿Descubrimos o hacemos la moral?

Como observamos arriba, el ser humano se hace bueno o malo, haciendo actos buenos o malos.
Por tanto, debemos buscar la moralidad en el acto humano. Para facilitar esta investigación,
hemos analizado la estructura y las características básicas del acto humano. Ya estamos listos
para dar comienzo a nuestra investigación del factor que hace bueno o malo un acto humano.
Para evitar malentendidos, tenemos que advertir que un acto humano no es, sin más, una acción
física, por ejemplo, rescatar a una persona que se está ahogando. El acto humano es, ante todo, el
acto de la voluntad que se dirige a un objeto. Por tanto, la voluntad no se completa sino cuando
se la ejecuta, o al menos, cuando se da un intento serio de llevar a cabo la decisión. Por ejemplo,
la voluntad de rescatar a quien se está ahogando se completa cuando se hace un intento serio por
salvarlo.

El químico puede analizar una sustancia en su laboratorio y hallar las acciones y reacciones
características de tal objeto dentro del mismo objeto. El mismo no inventa las leyes y las vincula,
luego, a determinados objetos, sino que las descubre en los objetos. Un físico atómico no inventa
las leyes de la energía atómica sino que las descubre en el átomo.

¿Podemos afirmar algo semejante del acto humano? El factor que hace buena o mala una acción
¿se descubre mediante un análisis de ella, o se le añade desde fuera? En otras palabras: ¿la
moralidad es intrínseca o extrínseca, objetiva o subjetiva?
28
Si el factor que hace buena o mala una acción le viene añadido desde fuera, ¿quién se lo añade?
¿El individuo que obra? ¿Se encuentra él arbitrariamente libre para declarar qué acciones
considera buenas y cuáles malas, de tal manera que el bien y el mal lleguen a ser conceptos
subjetivos y relativos en la medida en que dependen de los estados de ánimo o caprichos de la
persona que obra? ¿Se encuentra la persona limitada por hechos objetivos, aun en el caso de ser
extrínsecos al acto, de tal modo que la moralidad sería más estable y objetiva? ¿Compete a la
sociedad o a la autoridad pública determinar la rectitud o malicia de un acto? ¿Determina la
sociedad la moralidad de una manera arbitraria o se tiene que guiar por ciertos hechos objetivos?
¿Las leyes positivas de la sociedad, son mera expresión de la voluntad arbitraria de la autoridad o
son la expresión de la moralidad intrínseca y objetiva?

Si la moralidad no está hecha por un factor aportado desde fuera, sino que es descubierta en la
naturaleza misma del acto, ¿cómo la descubrimos? ¿Cuál es el criterio o norma que nos va a
indicar si un acto es bueno o malo?

Todas estas preguntas constituyen el problema del criterio o norma de moralidad. Como vimos
en el análisis del vocablo bueno, se considera bueno, por lo general, el logro de la plenitud de un
ser. Por tanto, alcanzar la plenitud de ser hombre, sería el verdadero bien humano, y una acción
que nos ayude a alcanzar tal plenitud sería entonces la acción verdaderamente buena. El
verdadero bien del hombre, el que nos perfecciona en nuestro ser de hombres, y no propiamente
en una habilidad o aspecto particular, se llama bien moral. No nos encontramos completos y
perfectos, en cuanto hombres, cuando nacemos, sino que tratamos de alcanzar la perfección de
nuestra naturaleza a lo largo de la vida haciendo actos que ayudan a nuestro perfeccionamiento.

Pero, ¿en qué consiste la perfección de un hombre? Prácticamente todos los moralistas, desde la
antigüedad hasta la hora presente, afirman, implícita o explícitamente, que todo hombre desea
alcanzar la felicidad. Tenemos, entonces, que la felicidad sería el estado perfecto del hombre. Sin
embargo, la felicidad admite diversas y aun contradictorias interpretaciones. Ella consiste en un
estado subjetivo, producido por la posesión de una cosa particular. La pregunta tiene que girar,
entonces, hacia la consideración de aquellos objetos o acciones que producen felicidad. No
podemos aspirar directamente a la felicidad, sino más bien tenemos que buscar objetos cuya
posesión nos conduzca al perfeccionamiento y nos dé la felicidad.

Los moralistas, entonces, tienen que concentrar su investigación en la naturaleza de los actos que
perfeccionan al hombre en cuanto tal y, así, le proporcionen cierta forma de felicidad.

Todos los sistemas éticos proponen una norma o criterio determinado que hace apta la acción
para perfeccionar a la persona. Difieren uno de otro por la norma que profesan y por las razones
que aducen para probar la validez de tal norma de moralidad.

Método de nuestra búsqueda del criterio válido de moralidad

Examinaremos los diferentes criterios o normas que aplican a esta cuestión la mayor parte de los
sistemas morales desarrollados en la historia y que todavía defienden varios grupos, sea a nivel
filosófico o proclamados, de forma implícita, en su comportamiento. El estudiante de ética tiene
el deber de examinar cuál de estos criterios puede aceptar como válido. En otras palabras, es un
deber personal fundamentar en buenas razones el factor de una acción, que la hace buena o mala,
y establecer nuestra propia norma de moralidad, bien fundada. Podemos recibir ayuda en esta
tarea, pero en último término es el juicio personal racional el que carga con la responsabilidad,
ya que tenemos que ser honestos intelectualmente, en nuestra investigación.
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CRITERIOS DE MORALIDAD

En una presentación sistemática y breve de los principios más importantes de la ética, no es


posible pasar revista a todas las teorías éticas que han sido desarrolladas a través de la historia.
Vamos a presentar, tan solo, cuatro clases de ética, como importantes para nuestra búsqueda de
un criterio válido de moralidad.

Los sistemas de moralidad pueden clasificarse de diversas maneras, y solo por razones de
claridad, como una ayuda para nuestra investigación, los vamos a dividir en cuatro grandes
agrupaciones, sin que vayamos a asegurar que estamos ofreciendo la única clasificación posible.
Algunos sistemas de moralidad hasta podrían clasificarse en dos grupos diferentes, dependiendo
del aspecto del sistema que se quisiera enfatizar y darle mayor relieve.

El primer grupo cuestiona nuestra capacidad para probar, de forma racional, si un acto es bueno
o malo. No presenta un criterio racional de moralidad, sino que defiende que las afirmaciones de
carácter moral encuentran su origen en las emociones.

El segundo afirma que estamos en capacidad de reconocer el bien moral pero no de dar una
explicación de por qué un acto es tenido por bueno o malo, debido a que el bien y el mal, son, en
último término, cualidades o categorías inexpresables. Conocemos el bien y el mal, solo por
intuición.

El tercer grupo coloca el criterio de moralidad en elementos que se encuentran fuera del acto
humano. Propone, por tanto, una moralidad extrínseca, que puede llegar a ser subjetiva si las
fuerzas extrínsecas, que determinan la moralidad, se cambian, de manera arbitraria.

El cuarto y último grupo defiende que el criterio de moralidad se da en la naturaleza del acto
mismo, es decir, en la capacidad del acto para alcanzar un fin determinado que, en la mayoría de
los casos, coincide con el perfeccionamiento del hombre en cuanto tal. De acuerdo con esta
teoría, la moralidad es intrínseca y objetiva, ya que depende de las características objetivas del
acto humano.

Consideración sumaria de la norma de moralidad

Los sistemas de moralidad se distinguen uno de otro por el criterio de moralidad que proponen
en forma explícita o implícita. A pesar de sus diferencias, un cuidadoso análisis puede detectar
un elemento común, presente en todos ellos. Todos ellos están interesados en promover el
bienestar del hombre, haciendo su vida más humana, más satisfactoria, más perfecta y completa.
Parece que todos los moralistas posean una determinada concepción del hombre y quieran que
vivamos de acuerdo con ella. Esta concepción no siempre es explícita pero constituye el
fundamento subyacente sobre el cual levantan sus teorías éticas. Parece, entonces, que la
moralidad signifique que el hombre debe ser lo que es por razón de su naturaleza.

Aun las teorías que fundamentan la moralidad sobre factores extrínsecos, como lo hace el
positivismo moral, se ven forzadas a caer en una concepción del hombre. Tienen que admitir que
la legislación no puede ser arbitraria ya que no hay sociedad que pueda subsistir si se
despreocupa de las necesidades y aspiraciones básicas del hombre, dadas en su naturaleza. En
otras palabras, tiene que tomar en cuenta la naturaleza humana, como fundamento de la conducta
moralmente buena o mala.

El hombre de la calle tilda de “inhumanas” las acciones malas o crueles, es decir, contrarias a la
naturaleza humana y habla de humanizar al hombre o de educar a sus hijos como verdaderos
30
seres humanos. Uno tiene que obrar de acuerdo con la dignidad humana, otro término para
referirse a su naturaleza. Toda legislación o acción que atente contra nuestra dignidad o ser
humano recibe el calificativo de mala o inhumana.

¿Cuál es la razón de este consenso fundamental en cuanto a la naturaleza humana como criterio
de moralidad, aun en casos en que este consenso se expresa a veces solo en forma implícita,
recibiendo un rechazo explícito? Parece que tal fundamento sea el hecho de que, en su aplicación
concreta, se subentiende fácilmente el principio filosófico que dice: el ser obra de acuerdo con su
naturaleza, es decir, todo ser posee una naturaleza, que es el origen de su actividad. Todo ser
tiene metas, inscritas en su naturaleza, que trata de realizar. El hombre, como es obvio, es un ser
especial, porque sus metas no son las de la planta ni las de los seres irracionales. Por su
entendimiento y libertad, el hombre es un ser abierto, no terminado. Sin embargo, podemos
descubrir en el hombre metas y tendencias naturales o existenciales que se ajustan a nuestra
naturaleza y son exigidas por ella. Se dan en la existencia humana metas naturales que no pueden
ser, sin más, ignoradas. Tenemos que ejercitar el autodominio en muchas de nuestras,
actividades tales como comer y beber; tenemos que dominar nuestra irascibilidad, rabia y
desaliento; tenemos que crear hábitos que nos ayuden en nuestra rutina diaria y nos capaciten
para llevar una vida humana buena. Tenemos que vivir y trabajar con otros. Tuvimos que nacer
en una familia, crecer y ser educados por otros. Tenemos que aprender habilidades que nos
capaciten para vivir en sociedad y vivir como deben los seres humanos.

Los seres no-libres deben obrar de acuerdo con su naturaleza, por necesidad. El hombre, siendo
libre, puede obrar contra su naturaleza; puede obrar de forma irracional y antisocial. Pero, no
debe obrar así, porque, yendo contra su naturaleza, se degrada en cuanto hombre. Se hace
inferior a sí mismo. Por el contrario, obrando de acuerdo con su naturaleza, realiza su ser y se
hace más hombre. El hombre no nace perfecto y completo. No nace moralmente bueno ni malo,
sino que, a medida que crece, realiza más o menos el ideal de hombre perfecto, haciendo actos
acordes con su naturaleza o contrarios a ella.

Parece, entonces, que la mayoría de los sistemas éticos miren a la naturaleza humana, al menos
en forma tácita o implícita, como criterio de moralidad, y se siga de nuestras consideraciones
anteriores, que es lógico afirmar que la norma objetiva de moralidad sea la naturaleza humana.

Es importante contar con una comprensión correcta de la naturaleza del hombre, sin tomar tan
solo uno u otro aspecto de ella como norma. El hombre es espíritu en la materia. Es un
compuesto de cuerpo y espíritu. Lo cual no debe entenderse como si dos partes fueran puestas en
uno, animalidad más espiritualidad, algo así como se hace un sándwich con pan y jamón. Para
valernos de un ejemplo, el agua se compone de oxígeno e hidrógeno, y de esta unión resulta un
nuevo ser, líquido y no gaseoso. El hombre, como espíritu en la materia, es un nuevo ser que no
es ni uno ni otro, guardando cada uno las leyes de su naturaleza. El pensamiento dualista acerca
de la naturaleza del hombre puede terminar identificando la moralidad con las leyes biológicas o
con las leyes del espíritu puro, o bien, unas veces con éste, otras con aquéllas, sin ninguna lógica.

La naturaleza humana tiene que ser entendida en forma completa, con todos sus elementos
constitutivos razón, libertad, carácter social, con sus relaciones de interdependencia, como
planificador, como autocontrolado y trascendente. La naturaleza del hombre es dinámica, no
estática. No puede ser estudiado y analizado en un laboratorio. No puede tomarse, sin más, su
naturaleza por aparte y hacer lista científica de las partes de su naturaleza de una vez por todas.
El hombre es un ser creativo, es un ser que transforma y se trasciende a sí mismo. Puede entrar
dentro de su naturaleza por medio de su inteligencia y de sus creaciones científicas. La pregunta
es si este autocontrol es prudente o no, aumenta su libertad y racionalidad, sus principales
características sin las cuales dejaríamos de ser hombres. El hombre es también dinámico con
31
respecto a su fin, en la medida en que trata, sin cesar, de trascenderse y nunca acepta el hecho de
que ya haya realizado todas sus potencialidades. Rehúsa admitir que ya no se da nada más a que
pueda aspirar. No existe límite a sus aspiraciones. El infinito, por decir así, lo llama desde lejos.

Aunque el hombre puede intervenir en su naturaleza, entiende que no posee un poder ilimitado
sobre su ser. Ni siquiera capta las operaciones de su naturaleza, cómo funciona su memoria, su
entendimiento, cómo se transforman los estímulos externos en sensaciones de sonido, luz, olor,
etc. En otras palabras, el hombre es un ser dependiente. Depende de muchas fuerzas que no
puede controlar; como es obvio, él no hizo su propia naturaleza ni las leyes de su existencia.

Los agnósticos y ateos dirán que dependemos de las fuerzas ciegas del universo. Los creyentes
en Dios, por su parte, explicamos la causa de nuestra existencia y la meta final de nuestra vida
recurriendo a un ser trascendente, racional y personal, de quien dependen todas las fuerzas del
universo. Nuestra relación con esta fuerza es parte o parcela de nuestra naturaleza. Uno tiene que
escoger racionalmente una u otra comprensión de la fuerza de que dependemos. No podemos
referir siempre nuestras acciones a la razón última de nuestra existencia, pero en algunos casos,
la consideración del fundamento último de nuestra naturaleza, puede constituir un factor decisivo
para la determinación de la moralidad de un acto.

La última fuerza, es decir, el fundamento metafísico de nuestra existencia, es, al mismo tiempo,
el criterio último de moralidad porque es la razón de que seamos como somos. Sin embargo, no
constituye un criterio práctico ni inmediato porque no comprendemos esta fuerza de manera
concreta y suficiente.

La naturaleza humana en la historia

La ciencia mide la edad de las rocas y minerales, y nos dice que han permanecido básicamente
iguales a través de millones de años. Los organismos vivos, de acuerdo con la teoría de la
evolución, cambian y se desarrollan. El hombre es el término de un largo proceso evolutivo.
¿Terminó ya esta evolución de tal modo que pueda decirse que el hombre actual no difiere del
primitivo? ¿O va a continuar avanzando, todavía, la evolución del hombre? Esta pregunta cuenta
mucho en ética ya que los cambios en la naturaleza humana significarían también cambios en la
moralidad, si la naturaleza humana es el criterio del bien y del mal en la conducta.
La naturaleza del hombre primitivo ¿es igual a la del moderno? No cabe duda de que ambos son
seres humanos y que desde este punto de vista son iguales. No obstante existe una gran
diferencia entre ellas. Podemos hablar de una identidad subyacente, pero también es evidente una
gran diferencia. Esta diferencia debe tenerse en cuenta cuando nos valemos de la naturaleza
humana como medida de moralidad.

La naturaleza humana es dinámica. Según escribió Ignace Lepp, “es propio de la naturaleza
humana trascender sin cesar o tratar de trascender su condición natural no para liberarse por
completo de la naturaleza sino para adquirir una condición nueva natural”. En cuanto sabemos, el
hombre no ha cambiado biológicamente desde que llegó a Homo sapiens. No ha echado alas para
volar, pero su inteligencia ha fabricado aviones y naves espaciales para volar más rápido que las
aves. Su oído y su vista no se han agudizado, pero su inteligencia ha producido el teléfono, la
radio y la televisión, ampliando así el radio de alcance de sus ojos y oídos. Sus músculos no se
han hecho más duros y fuertes, pero las máquinas han aumentado su fuerza un millón de veces o
más. El hombre ilumina la oscuridad de la noche y no se encuentra en adelante limitado por los
cambios de luz del día y de la noche. Pone calefacción o aire acondicionado en su habitación,
liberándose así de los efectos cambiantes de las estaciones. Ha transformado, para bien o para
mal, su medio ambiente y se siente afectado por todos los cambios que él mismo ha introducido.
32
Su entendimiento y libertad son la causa de todos estos cambios. Estos dos elementos
fundamentales que lo constituyen, permanecen iguales; sin ellos no hay hombre5.

Tenemos que aceptar que se dan cambios distintos de los físicos y biológicos. Las relaciones
mutuas afectan al hombre y le añaden algo a su naturaleza. La suma de sus atributos pueden
cambiar al entrar en intercambio, por ejemplo, al casarse o al ser nombrado presidente de un
país. Aunque no se da cambio físico en estos casos, la esencia concreta e individual del hombre
se ve modificada por estas relaciones, y la naturaleza, una vez modificada, va a determinar el
bien o el mal de muchas acciones de una pareja o de un presidente, como la fidelidad o
infidelidad matrimonial, o el cumplimiento de las responsabilidades del jefe de estado. Quien
aprende a pilotear un avión o a conducir un automóvil no cambia; en el fondo permanece el
mismo. Pero la nueva habilidad afecta a su naturaleza, de tal modo que la moralidad de sus
acciones se ve también afectada. Un piloto bien hábil puede guiar un avión, mientras otra
persona sin esa habilidad no puede moral-mente asumir la responsabilidad de pilotear un avión
lleno de pasajeros. El hombre ha cambiado mucho desde su aparición en este planeta y todos los
cambios afectan de alguna manera a su naturaleza concreta. Por consiguiente, su naturaleza,
afectada por estas nuevas relaciones, es el criterio de moralidad y es el factor determinante de su
conducta.

¿Pero estas frecuentes modificaciones de la naturaleza humana no conducen a un relativismo


moral? Así lo sería, de hecho, si los elementos que cambian fueran los únicos factores
determinantes de la moralidad. Pero, como John Macquarrie escribe, “se dan unas constantes que
permanecen iguales en el cambio. Pasar de una concepción estática del hombre y su naturaleza a
una más dinámica no significa echar por la borda las nociones de orden y estructura o que cada
cultura y sociedad, o más aún, que cada individuo se convierta en autor único y arbitro de los
valores morales”6.

La concepción dinámica de la naturaleza humana, significa que no se trata de un instrumento


electrónico que pueda medir la moralidad con la precisión de una prueba de laboratorio.
Tenemos que valemos de un juicio prudente y tener en cuenta muchas relaciones que han
afectado a la condición humana a través de la historia. La mayoría de los autores
contemporáneos ponen énfasis en la historicidad de la naturaleza humana de la manera como los
atributos fundamentales e inmodificables de la naturaleza se aplican a las circunstancias
variables de un mundo en evolución.
Arriba, ya hicimos mención de que podemos descubrir metas existenciales en la naturaleza
humana. Existen determinados fines que debemos alcanzar si queremos llevar una vida humana.
Por ejemplo, tenemos que alcanzar un determinado grado de autocontrol y de cooperatividad
social. Tenemos que adquirir una buena cantidad de conocimientos, por medio del estudio, para
ajustamos a una sociedad compleja y poder sobrevivir en ella. Estas metas parciales de nuestra
existencia indican de alguna manera el fin del hombre, cuya realización debe promoverse con
obras que estén de acuerdo con la naturaleza humana.

Sin embargo, sería difícil dar con una persona que afirmara con toda sinceridad que ya había
alcanzado la perfección de la naturaleza humana, la plenitud de su ser de hombre. Pero si no
experimentamos ni conocemos en concreto el fin de la naturaleza humana, ¿cómo podremos
valemos de ella como medida de moralidad? Parece que caímos en un círculo vicioso.

La respuesta a esta pregunta puede darse en el hecho de que el hombre es una realidad dinámica,
abierta a la perfección en su meta, que trata de trascenderse por naturaleza. Una casa se termina
5
Lepp, Ignace. The authentic morality. New York: The Macmillan Co., 1968, p 51.
6
Macquarrie, John. Three issues in ethics. London: SCM Presst 1970, p 52.
33
cuando se le coloca el último ladrillo en su sitio, de acuerdo con los planos. Aun los organismos
que crecen, como los árboles, pueden alcanzar la plenitud de sus potencialidades, que no pueden
traspasar. El hombre, nunca se completa en este sentido. Es siempre capaz de ir más allá del
grado de perfección alcanzado. Sin embargo, podemos en alguna manera alcanzar el fin, a que
tendemos, con actividades propias. La naturaleza del hombre se revela en aquellas operaciones
que enaltecen su humanidad y lo acercan así a la consumación de sus potencialidades. Por
consiguiente, aunque no veamos en concreto esta consumación, podemos valernos de la
naturaleza del hombre como medida de moralidad en la medida en que conozcamos las
operaciones específicamente humanas.

Santo Tomás fue consciente de la naturaleza autotrascendente del hombre y sostuvo que el
hombre no puede alcanzar su perfección y felicidad en este mundo. Enseñó que el hombre sólo
puede alcanzar la plenitud de sus potencialidades mediante la unión con el infinito, es decir,
Dios, en la visión beatífica. Los marxistas leninistas hablan del “absoluto-futuro” en el cual
todos los miembros de la sociedad serán capaces de desarrollar todos sus talentos y
potencialidades en su máxima extensión y, por consiguiente, alcanzarán una vida feliz en una
sociedad perfecta.

¿Es la naturaleza humana una norma tan poco práctica y en extremo complicada que no pueda
conocerse sino con dificultad, aun por los expertos? Parece que, a pesar de la complejidad de la
naturaleza humana, todos la conocemos suficientemente bien en su principales operaciones. No
existe nada tan cercano a nuestra conciencia como las operaciones propias de nuestra naturaleza,
y conocemos por experiencia directa sus características, sus impulsos y tendencias. Este hecho
podría valer en favor de la aceptación casi universal de las principales leyes de la vida moral.

Como ha venido creciendo sin cesar el conocimiento del hombre acerca de la realidad exterior,
de igual modo crece su comprensión de los elementos propios del hombre, menos claros y más
complejos. Esta comprensión constituye un proceso que avanza lentamente y todas las ciencias
del hombre contribuyen al conocimiento de lo que somos en verdad.

Un mejor conocimiento de la naturaleza humana nos va capacitando para juzgar la moralidad de


los complejos problemas que el desarrollo de las ciencias, especialmente la biología, ha
introducido en nuestra vida en los últimos años.

Comparación del acto humano con la norma.- Establecido ya el criterio de moralidad, tenemos
que desarrollar un método práctico para comparar el acto humano con la norma y determinar así
su moralidad. La aplicación de la norma a un caso concreto no equivale a una prueba precisa de
laboratorio, por ejemplo, la determinación de la composición química de una aleación. En el
juicio moral se trata de un análisis bastante complejo que requiere cuidadoso examen y prudente
juicio.
Para facilitar este análisis, se requiere descomponer el acto en los elementos que lo componen y
comparar luego estos elementos, uno por uno, con la norma de moralidad. No obstante, uno tiene
que ser cuidadoso en no ir a separar los elementos de un acto perdiendo de vista su unidad, lo
cual lleva a conclusiones falsas. Se suelen distinguir los siguientes elementos en el acto humano:

1. El objeto del acto, o de lo que vamos a hacer, por ejemplo: ayudar a un ciego a pasar la
calle o bien, sacarle dinero del bolsillo; decir la verdad o una mentira; trabajar en el
voluntariado de un hospital o ir a cine.

2. El motivo del acto, es decir, lo que mueve a una persona a obrar: mentir para salirse de
un apuro, o salvarle la vida a una persona perseguida por un sicópata.
34
3. Las circunstancias, que responden a las siguientes preguntas: ¿Quién? ¿Dónde?
¿Cuánto? ¿Con qué frecuencia? ¿Para quién? Quien realiza un acto puede ser todo un
presidente de la república o un simple ciudadano. Estos aspectos pueden influir en la
moralidad del acto. El presidente no puede entregarse a jugar golf cuando demandan su
presencia urgentes problemas de la nación. El mal moral del robo puede verse agravado
por la cantidad que se roba, sea que pertenezca a una persona en extrema necesidad o a
una corporación rica. Uno debe analizar con cuidado las circunstancias ya que no todas
influyen en la moralidad del acto. Algunas pueden llegar a ser completamente
intrascendentes para tal efecto.

4. Las consecuencias o efectos de un acto, hablando con precisión, no pertenecen al acto.


Sin embargo, se contienen en él virtualmente en la medida en que las causa. Tales
consecuencias pueden ser previstas o no. Uno puede tomarse unos tragos o ingerir
marihuana y, a pesar de los consejos de los amigos, salir conduciendo su automóvil y
chocarse. O bien, uno puede salir completamente lúcido y, no obstante, tener el accidente.
Un sindicato demanda excesivos sueldos y pensiones y puede llevar a la bancarrota a una
ciudad entera, causando incalculables daños a todos. Si el sindicato, y las directivas
municipales prevén las consecuencias, resultan responsables de los malos efectos de su
acción. En general, toda persona es responsable de las consecuencias que prevé y que se
siguen en forma directa a su acción. Quien pone la causa pone el efecto. Discutiremos
más adelante el problema de las consecuencias numerosas que son en parte buenas y en
parte malas.

Al tratar de decidir la moralidad de un acto, uno tiene que ver primero si el objeto, el motivo y
las circunstancias del acto están de acuerdo con la norma de moralidad, y luego, si los efectos
son dañinos o provechosos.

El siguiente dibujo puede ayudar en este trabajo. El objeto del acto puede ser bueno, indiferente
o malo. Dígase lo mismo, el motivo y las circunstancias pueden ser buenos, indiferentes o malos.

El objeto del acto en sí mismo: g i b

El motivo y las circunstancias: g i b


Un acto bueno por su objeto puede hacerse malo si el motivo y las circunstancias son malos. Por
ejemplo: darle a alguien necesitado una buena suma de dinero, induciéndolo a votar por una ley
mala e injusta, es hacer que el acto bueno de caridad se convierta en un acto malo de soborno.

Un acto indiferente por naturaleza puede tomar su calificación moral del motivo y las
circunstancias. Fumarse un cigarrillo puede ser indiferente, pero convertirlo en una señal para
que los criminales ataquen un banco, se convierte en una acción mala y quien la realice se hace
cómplice.

Dado que un motivo malo destruye la bondad fundamental de un acto, uno se inclinaría a
concluir lo contrario como válido, a saber, que la buena intención o el fin bueno cambiaría el
carácter malo de un acto. En otras palabras, se podría preguntar si el fin bueno justifica un medio
malo, o, como suele decirse en forma abreviada, si el fin justifica los medios. ¿Es justo que los
palestinos nacionalistas, buscando promover la liberación de su tierra nativa, maten un número
de atletas en los Juegos Olímpicos? ¿Se justifica que los croatas exiliados secuestren un avión en
35
vuelo para llamar la atención mundial sobre la violación de los derechos humanos en su país
natal?

No basta la buena intención para cambiar la malicia radical de un acto ya que no se puede
considerar la intención como una entidad aparte. No se puede buscar un fin sin querer los medios
y si éstos son malos por naturaleza, uno ya estaría buscando algo malo. La buena intención
queda suprimida por el mal que uno obra. Si un elemento de toda la estructura del acto es malo,
no puede decirse que el acto sea bueno. Si uno marca un número telefónico y se equivoca en un
solo dígito, equivoca “todo el número”.

Sin embargo, a veces parece ilógico no poder escoger un medio malo para alcanzar un bien
mayor. ¿Está uno obligado a no decir una mentira para salvar la vida de una persona inocente
amenazada por un sicópata?

Una de las soluciones de este caso y de otros similares puede hallarse en el análisis de los
medios. ¿El medio, en este caso decir una mentira, es de veras malo? El término mentir ya
incluye el concepto que se trata de un acto moralmente malo. ¿Se puede distinguir el decir algo
falso, de mentir, de tal suerte que el decir una falsedad no siempre sea malo? Uno debe ser cauto
en no tomar el objeto de un acto solo en su realidad física. El objeto de un acto puede ser muy
complicado. Un atento análisis nos revela su complejidad. La naturaleza humana, tomada como
norma de moralidad y aplicada al problema de decir la verdad nos lleva a la siguiente
consideración. El hombre es un ser social. Sus necesidades físicas, mentales y espirituales son
mayores que sus poderes individuales, y aquellas pueden satisfacerse solo mediante la
cooperación con otras personas. De este hecho podemos concluir que la confianza mutua es un
aspecto necesario de la vida humana, ya que sin tal cooperación se haría imposible. Esto
significa que tenemos que ser veraces en nuestra comunicación con los demás y que, por
consiguiente, todos los miembros de la sociedad tienen, en general, un derecho a la verdad. No
obstante, cada derecho puede verse limitado por otros derechos y deberes. Una persona que usa
su derecho a la verdad no para ayudar sino para perjudicar a otros, está abusando de su derecho a
la verdad y cambia la razón que fundamenta este derecho. Por consiguiente, pierde su derecho a
esta verdad en particular y no requiere que se le dé una respuesta verdadera. Decir una falsedad
en este caso particular no iría contra la naturaleza humana como norma de moralidad.

Engañar a un sicópata que va tras la vida de alguien, no sería malo y ni siquiera se podría decir
que uno está mintiendo. Esta clase de análisis ha sido la causa de que muchos moralistas definan
la mentira como la negación de la verdad debida. De acuerdo con esta definición, decir algo falso
entonces, no es, siempre mentir con la intención de engañar, sino que habría que añadir la
aclaración que se diga la falsedad a quien tiene derecho a la verdad.
Debe notarse que en este caso el fin bueno no justifica el medio malo, porque el medio no es
malo, para empezar.

Para resolver casos semejantes se podría recurrir al principio del conflicto de deberes. Cuando
dos deberes, por ejemplo, decir la verdad y salvar la vida de un inocente, entran en conflicto,
prevalece el deber más fuerte e importante, o bien, hay que escoger el mal menor. Este principio
se basa en la consideración de que la moralidad es el resultado del ajuste de un acto con la
naturaleza humana racional. En otras palabras, la moralidad no nos puede imponer deberes
contradictorios, porque sería una obligación irracional. Recientemente entidades oficiales han
expresado el temor de que manos criminales puedan robar equipos atómicos o conseguirse el
secreto para fabricar una bomba atómica y chantajear así, sin más, a una ciudad entera o a toda
una nación. Supongamos que un criminal colocara una bomba atómica en alguna parte de
Manhattan y le avisara al alcalde que la bomba va a explotar en cinco horas si no se da respuesta
a sus exigencias. Supongamos que la policía lo coge preso y que se niega a revelar el sitio donde
36
puso la bomba ¿podría la policía, en este caso, torturarlo para sacarle el secreto? Dos deberes
entran aquí en conflicto: el deber de no tratar a nadie de manera inhumana y el deber de salvar
una ciudad y quizás muchos millones de personas. Cuando no se pueden cumplir dos deberes
contradictorios, uno debe escoger el más importante, y el otro deja de obligar, en el sentido
estricto de la palabra. Sin embargo, tenemos que ser sensatos tratando de resolver los
compromisos de la vida real, cumpliendo, en la medida de lo posible, ambos deberes.

El principio del doble efecto

En caso de prever una consecuencia mala de un acto, a veces el principio del doble efecto puede
ayudarnos a resolver si podemos realizar o no, tal acto. Generaciones de moralistas han
desarrollado las reglas de este principio. Se basan en la doctrina según la cual no estamos
obligados a evitar la existencia de todo mal en el mundo. Es obvio que no podemos hacerlo. Por
consiguiente, no podemos estar obligados a ello, ya que nadie está obligado a lo imposible. El
principio del doble efecto, va más allá y explica y justifica la tolerancia de algún mal, aun aquel
que es efecto de nuestros actos, sea porque no podemos impedirlo o porque resultaría, en forma
absurda, difícil impedirlo omitiendo un acto muy importante para nuestro bienestar.

“Doble efecto” significa que un acto tiene dos consecuencias previstas, una buena y otra mala. El
principio establece que estamos autorizados para realizar un acto que tiene un efecto malo, con
las siguientes condiciones:

1. Que el acto que queremos hacer sea bueno o, al menos, indiferente por naturaleza. De
lo contrario, ya estaríamos empezando mal y haciendo algo malo, prohibido por la ley
moral.

2. Que ambos efectos, el bueno y el malo, se sigan al mismo tiempo del acto, es decir,
sean causados en forma independiente por el acto y que el bueno no sea resultado del
malo. Esto último sería contra el principio antes establecido según el cual el fin bueno no
justifica el medio malo.
3. Que uno tenga presente sólo el efecto bueno y se limite a tolerar el malo, no deseado.
Nunca podemos querer el mal. Por consiguiente, quien apruebe y busque el mal efecto
queda implicado directamente en el mal a través del acto que desea.

4. Que el efecto bueno compense el malo o, al menos, que haya una razón
proporcionadamente grave para permitir el mal efecto. Como es obvio, esta proporción
no puede medirse con facilidad y su discernimiento exige un buen análisis y un juicio
prudente.

El siguiente diagrama puede servir para el análisis de los casos:

efecto bueno
Correcto: Acto proporción
efecto malo

Equivocado: Acto efecto malo efecto bueno

Pongamos un ejemplo: hace algunos años, cuando los rusos quebrantaron la moratoria sobre la
prueba atmosférica de la bomba atómica, surgió en los Estados Unidos una controversia sobre si
37
era correcto que los Estados Unidos reiniciaran las pruebas. Se dijo que los ensayos
contaminarían la atmósfera con irradiaciones y que, por lo tanto, sería inmoral poner así en
peligro la vida de muchos seres humanos. Por otra parte, otros decían que una explosión atómica
en una isla remota no sería malo por sí mismo, y que las consecuencias buenas de las pruebas (es
decir, el fortalecimiento de las defensas de nuestro país contra el chantaje y los ataques rusos)
compensarían el mal efecto del aumento de radiación. Además, el buen efecto no sería el
resultado del malo, es decir, de la contaminación del aire, sino que se seguiría, en forma directa e
independiente de las pruebas, como lo sería el mal efecto.

El principio del doble efecto encuentra muy buena aplicación en el análisis moral de la
cooperación en el mal. A uno se le puede invitar o forzar a poner un acto que en sí mismo no es
malo, pero que sirve a otros para un fin malo. Por ejemplo, unos atracadores pueden dar órdenes
a los empleados de un banco, de abrir la caja fuerte. Abrirla, de suyo, no es una acción mala,
pero tiene dos efectos, uno bueno y otro malo. Si los empleados cooperan, uno de los efectos va
a ser poner su vida a salvo, lo cual es bueno. El otro efecto va a ser malo, a saber, el robo del
dinero del banco. Si los empleados del banco fueran cómplices de los ladrones, de hecho estarían
buscando el efecto malo de su acción y se harían cooperadores formales, lo cual está prohibido
por las reglas del principio del doble efecto. Pero, según la hipótesis, ellos no quieren el robo, tan
solo lo permiten. Por tanto, valiéndonos del término técnico, se limitan a ser cooperadores
materiales. El efecto bueno, a saber, salvar la vida, compensa el malo del robo del dinero, y así
pueden abrir la caja fuerte sin cometer ningún mal moral.

Los moralistas actuales nos previenen acerca del uso del principio del doble efecto. Se da un
peligro, nos avisan, en considerar los dos efectos como entidades independientes, siendo así que
en la vida real el acto humano completo es uno y único. Además, no siempre resulta fácil separar
nítidamente los diferentes elementos del acto y limitarse a tolerar el mal sin buscarlo realmente7.

El aviso es acertado y nos debe hacer cuidadosos en la aplicación de este principio.

La ley moral

La determinación del carácter moral de un acto no nos obliga a realizarlo o evitarlo. Se puede
admitir que tenemos que hacer actos moralmente buenos si deseamos ser buenos, pero tal deseo
implica tan solo una obligación condicional, una necesidad hipotética y no un deber absoluto,
llamado por Kant, imperativo categórico. Alguien podría decir que no se encuentra interesado en
ser moralmente una buena persona y que, por tanto, no se siente obligado a obrar el bien.
Sin embargo, la humanidad parece estar convencida de que determinadas acciones son
prohibidas en absoluto, y otras impuestas sin condición, y que no está en manos del individuo
decidir si quiere llevar una vida buena o mala, según la moral. Parece que la gente tuviera cierta
conciencia de una ley fundamental que nos obliga a obrar el bien y evitar el mal. Esta ley que
existe antes de cualquier otra ley promulgada o positiva se ha llamado, desde tiempo inmemorial,
la ley natural. Aunque los filósofos han concebido de diversas maneras esta ley, es posible hallar
un elemento común en todas estas concepciones, a saber, que el hombre debe vivir de acuerdo
consigo mismo y que todas las leyes positivas pueden evaluarse moralmente por comparación
con la justicia fundamental, basada en la dignidad de la naturaleza humana.

7
Cf van der Poel, Cornelius J. “The principle of double effect”, in Charles E. Curran, ed., ¿Absolutes in moral
theology?, Washington: Corpus Books, 1968.
38
La creencia en la existencia de una ley natural, ¿se basa en la realidad o tan solo en la condición
social, en la educación o en la hábil manipulación de la sociedad por parte de unos líderes
astutos?

El concepto de ley

La ley, en general, significa una necesidad, impuesta sobre alguien, de obrar de una manera
determinada.

Ley física significa obrar de una manera determinada por necesidad física, por ejemplo, la ley de
la gravedad, la energía cinética y las leyes de la “naturaleza” en general. Como cuerpos físicos,
los seres humanos estamos sometidos a las leyes de la naturaleza y no podemos contravenirlas.
Si uno pone la mano sobre la candela, se le quema.

La ley moral impone una necesidad moral a los seres libres y los obliga a obrar de una manera
determinada. Puesto que la necesidad moral no actúa por fuerza física, quedamos en la
posibilidad de obrar contra ella, podemos contravenirla. Uno entiende que no debe mentir, pero,
de hecho, puede hacerlo.

¿Qué clase de fuerza es la necesidad moral? ¿Qué poder se encuentra detrás del mandato: “Usted
debe hacer o no hacer tal cosa”? Se dan dos clases de respuestas a esta pregunta:.

La respuesta positivista

El positivismo moral afirma que la fuerza de la ley moral proviene del poder de la autoridad o de
la sociedad que dicta la ley. La fuerza moral es, en el fondo, la voluntad del legislador, unida a su
poder de imponer la ley a personas que la van a observar por temor al castigo o al ostracismo
social. En otras palabras, la amenaza de castigo es lo que le da eficacia a la ley moral.

La aceptación o rechazo de esta teoría va a depender de la opinión que uno tenga del positivismo
moral. Pero, prescindiendo de ello, se puede preguntar si el temor al castigo sea motivo o fuerza
suficiente para hacer que la gente cumpla la ley. Si no se da motivo superior al temor, para llevar
una vida decente, entonces parecería que la policía tuviera que andar detrás de cada persona. En
el caso de Nueva York, ¿cómo podrían 30.000 policías poner en orden a una ciudad, con ocho
millones de habitantes? Más aún, el problema de hacer que los agentes encargados de hacer
cumplir la ley la observen ellos mismos, permanecería sin solución. ¿Al alcalde quién lo ronda?

Parece, más bien, que la gente entienda la importancia de las metas por alcanzar con
determinadas leyes y que este conocimiento, y no el temor al castigo, sea lo que los impulsa a
observar las leyes morales de ser honesto, veraz, respetuoso de la propiedad ajena, etc.

Esto nos lleva a la segunda teoría, relacionada con la naturaleza de la necesidad que la ley moral
nos impone.

La respuesta teleológica

Supongamos que me encuentro en una selva y que trato de buscar un refugio antes que caiga la
noche, para no verme expuesto al frío y al peligro de los animales salvajes. Supongamos,
además, que llego a un cruce de caminos y que una vía dice con claridad que conduce al refugio
y que el otro lleva lejos de él. Sería tonto de mi parte no tomar la vía que conduce al refugio
porque entiendo claramente la relación del medio, a saber, el camino, con el fin, el refugio, y
39
quiero alcanzar la meta que es vital para mí. Aunque no me encuentro forzado físicamente a
tomar el camino que lleva al refugio, se da una necesidad moral, que pesa sobre mí, de cogerlo.

Los “finalistas” afirman que en la vida se dan metas determinadas que no quedan a nuestra libre
elección, sino que se nos imponen por naturaleza. Podemos alcanzar estas metas sólo haciendo
determinados actos. De aquí la relación de una acción con tal fin, es decir, la relación de medio a
fin, fuente de la necesidad moral. No debe atribuirse a nuestra libre elección el que seamos
sociales o seres interdependientes, que tengamos que colaborar unos con otros. Los fines
necesarios de la vida social pueden obtenerse sólo por medio de determinados actos de
cooperación. Más aún, somos seres racionales y libres, no por libre elección sino en virtud de
nuestra naturaleza, y tenemos que obrar de manera racional y responsable para satisfacer
nuestros impulsos y metas existenciales de nuestra búsqueda de la verdad y de lo que, de veras,
realiza nuestra naturaleza.

La naturaleza dinámica del hombre, que busca su realización, es la fuente de obligación. Dicha
naturaleza no es, sin más, un hecho estático sino una tendencia, una exigencia de realización. Se
encuentra en un proceso de alcanzar su plenitud, la actualización de sus potencialidades. Un acto
que promueva este proceso no es tan solo una estadística fría, sino un eslabón en el
autodesarrollo dinámico del hombre hacia su meta ideal.

La ley natural en la historia

La respuesta teleológica que acabamos de describir es básicamente la esencia del concepto de ley
natural. La idea de que todas las leyes vienen de Dios, o de los dioses, prevaleció en las culturas
antiguas. El hombre vivía sometido a las fuerzas de la naturaleza y todas ellas revestían un
carácter sagrado. Aun la ley natural se creyó que tenía un origen divino y que había sido
impuesta al hombre por la voluntad de Dios. En las culturas primitivas, los sacerdotes hacían de
jueces, como una señal del carácter sagrado y divino de la ley. En el antiguo Israel, de acuerdo
con el Libro de los Jueces, estos eran sacerdotes8.

El concepto de ley natural, como distinta de la ley positiva, surgió en Grecia. Heráclito de Efeso
(aproximadamente del 536 al 470 aC) sostuvo que detrás de los fenómenos cambiantes se
esconde un logos divino que mantiene todo en armonía. “Todas las leyes humanas se nutren de
esta ley divina original”9 Las teorías metafísicas de Platón y Aristóteles derivan la moralidad y la
obligación moral de la naturaleza del hombre ya que la realización de dicha naturaleza o esencia
del hombre es al mismo tiempo la meta que tiene que alcanzar.

Aunque Aristóteles no usó el término ley natural, muchos filósofos medievales lo consideran
como uno de los primeros y más sistemáticos exponentes de los elementos fundamentales de la
misma. El estoicismo, filosofía fundada por Zenón (aproximadamente del 340 al 265 aC) fue el
primero que introdujo el término ley natural. (Estoicismo viene de Stoa, palabra griega que
significa galería, donde Zenón enseñaba). La filosofía estoica se extendió por varios siglos y
ejerció un gran influjo sobre Cicerón (106-43 aC) y sobre otros muchos prominentes abogados,
escritores y hombres de estado del Imperio Romano. Esta filosofía integró muchos elementos de
la mejor tradición griega en filosofía. Su teoría de la virtud es una aplicación del concepto de ley
natural. Virtud es una conducta firme e irrenunciable, acorde con la naturaleza racional del
hombre. Existe una ley universal que gobierna el mundo entero, y el sabio obedece de grado esta
ley eterna del mundo según se le manifiesta en su naturaleza racional.
8
Para una reseña histórica detallada acerca de la ley natural, ver: Rommen, Heinrich A. The natural law, St. Louis:
B. Herder, 1947.
9
Citado por Rommen, Heinrich A. The state in catholic thought, St. Louis: B. Herder, 1947, p 156.
40

Cicerón fue un firme defensor de la ley natural tal como la proponían los estoicos. El habló con
elocuencia de una ley innata e inmutable, fundamento de todas las leyes positivas. Citamos a
continuación una de las afirmaciones más famosas a este propósito:

“Si los principios de la Justicia se apoyaran en los decretos de los pueblos, en los edictos
de los príncipes o en las decisiones de los jueces, entonces la justicia aprobaría el robo, el
adulterio y la falsificación de los testamentos, caso de que estos actos fueran aprobados
por los votos y decretos del populacho. Pero si tan gran poder pertenece a la decisión y
decretos de gente insensata, de tal suerte que sus votos puedan cambiar las leyes de la
naturaleza, entonces ¿por qué no ordenan que lo que es malo y pernicioso pueda ser
tenido por bueno y provechoso? Y si una ley puede hacer que lo injusto se haga justo, ¿no
podría también hacer que lo malo se haga bueno? Pero de hecho podemos percibir la
diferencia entre buenas y malas leyes refiriéndolas a ningún otro parámetro que la
naturaleza: de hecho no solo lo justo y lo injusto se distinguen por naturaleza sino
también y sin excepción, conductas honrosas y degradantes. Ya que si una inteligencia
común a todos nosotros nos da a conocer todo y formula todo en nuestra mente,
tendremos por virtudes las acciones honrosas y por vicios las degradantes; y se
necesitaría estar loco para concluir que estos juicios son materia de opinión y no
determinados por la naturaleza”10.

San Agustín (354-430) hizo énfasis en el origen de la ley natural, que, a su juicio, es la ley eterna.
Dios gobierna el mundo por medio de su ley eterna, que reside en su mente y voluntad desde
toda la eternidad. El mundo y el hombre participan de esta ley eterna cuando vienen a la
existencia por un acto creador de Dios y comienzan a obrar de acuerdo con las leyes de Dios. La
ley natural moral es la participación de la creatura racional en la ley eterna de Dios. Santo Tomás
de Aquino y los grandes filósofos y teólogos escolásticos defendieron y perfeccionaron las ideas
tanto de la ley eterna como de la ley natural. La doctrina de la ley natural quedó firmemente
establecida en la Edad Media y recibió casi universal aceptación hasta mediados del siglo
dieciocho.

El alejamiento de la ley natural en aquella época se debió a una reacción contra la insistencia
exagerada del racionalismo sobre el poder de la razón humana. Algunos filósofos de aquella
época sostuvieron que podemos probar todos los preceptos de la ley natural, hasta el último
detalle, de un modo matemático. Semejante extremismo desacreditó la idea de la ley natural
como un principio directivo. (Tiene que ser aplicada con prudencia a las circunstancias variantes
de la vida humana, sin tomarla como una ley que precisa todos sus detalles). El utilitarismo y el
positivismo rechazaron la ley natural como fuente de la obligación moral y, en su lugar, pusieron
énfasis en la utilidad, la ley positiva, la presión social y la opinión pública, como fuentes de la
obligación. El positivismo legal en asuntos personales e internacionales llegó a ser ampliamente
aceptado en la jurisprudencia. Sin embargo, la idea de la ley natural no desapareció del todo.

Las décadas que siguieron a la segunda guerra mundial experimentaron una renovación de la
doctrina de la ley natural, si bien la doctrina no se ha conocido con el nombre de ley natural. Los
principios de la ley natural, vienen siendo proclamados más y más en forma explícita. La Carta
de los derechos humanos, adoptada por las Naciones Unidas en 1948, presenta una lista de los
derechos humanos, basados en la naturaleza del hombre, con una validez innegable frente a
cualquier ley positiva. Los movimientos reformistas o revolucionarios del período de posguerra
de ordinario apelan a una ley superior y a una justicia fundamental que debe ser obedecida y
respetada antes que cualquier ley positiva de los estados.
10
Laws, I, XVI, traducido al inglés por Keyes, C.W. in The loeb classical library. Citado por Rommen, The natural
law. St. Louis: B. Herder, 1947, p 24.
41

El juicio de Nurenberg de los criminales de guerra en 1945 propició una interesante discusión
acerca de la ley natural11. El principio legal fundamental “no hay castigo sin ley” fue aducido por
los abogados defensores en favor de los acusados por crímenes de guerra. Se anotó que algunas
de las leyes, supuestamente violadas por los criminales de guerra, fueron promulgadas tan solo
después de las supuestas violaciones, de tal suerte que no eran vigentes en el momento en que
sucedieron los crímenes. Sin embargo, en el proceso se arguyo que dichas leyes siempre tuvieron
vigencia y que su promulgación positiva no creó la obligación de cumplirlas, sino tan solo dio
expresión a su obligación por escrito. El magistrado Robert H. Jackson, presidente del Consejo
de los Estados Unidos, argumentó que existen ciertas leyes fundamentales de la humanidad,
válidas antes de la promulgación de cualquier ley positiva. Aunque no existiera una ley positiva
contra el genocidio y la extinción de los “inhábiles”, tales actos son crímenes de lesa humanidad,
y quienes los cometan son culpables. M. Francois de Menthon, “Procurador general de la
nación” de Francia, manifestó la misma convicción: “No puede existir una nación bien
equilibrada y estable sin un consenso general acerca de las leyes esenciales de la convivencia
social, sin un parámetro general de conducta ante los derechos de conciencia, sin la confesión,
por parte de todos los ciudadanos, de unos mismos principios acerca del bien y del mal”12.

La atención de la opinión pública mundial se ha centrado en los últimos años sobre el maltrato
dado a los “disidentes” en varios países. Se han hecho muchas declaraciones y han aparecido
artículos y libros en defensa de sus derechos, basados en la “dignidad” del hombre, es decir, en la
naturaleza humana. Se trata aquí de derechos garantizados por la ley natural. En marzo 18 de
1977, en una alocución en la ONU, el presidente Carter manifestó la misma convicción cuando
dijo: “La prosecución de la justicia y la paz significa asimismo respeto por la dignidad humana...
La confianza fundamental de las relaciones humanas apunta a una exigencia más universal de los
derechos humanos fundamentales”13.

Aunque el término “ley natural” no se usa con frecuencia hoy día, existe una diaria indicación de
que la idea misma está viva y que su validez se reconoce más y más en todo el mundo.

En busca de la ley moral en la naturaleza humana

Si la ley natural se identifica básicamente con la naturaleza dinámica del hombre como origen de
sus actividades, un análisis de la naturaleza humana la debe encontrar allí presente. La ley
natural es una necesidad moral, impuesta a una persona por su naturaleza, de hacer el verdadero
bien y evitar el verdadero mal. Ya que estamos buscando las leyes de la naturaleza humana en
cuanto se distingue de otras naturalezas, debemos ser capaces de encontrar dicha necesidad en
aquellas facultades del hombre que lo diferencian específicamente de las naturalezas inorgánica,
orgánica y animal. Tales facultades específicas del hombre son su entendimiento y voluntad. Por
consiguiente, debemos encontrar la necesidad de la ley moral en el funcionamiento de estas
facultades.

En cuanto a la actividad del entendimiento, vemos que éste se ocupa de la verdad. Cuando afirmo
que el todo es mayor que una de sus partes, es decir, cuando se me representa con claridad una
verdad, mi entendimiento debe prestar su asentimiento a ella. En otras palabras, la verdad
impone una necesidad al entendimiento. La verdad, por supuesto, no siempre es transparente y
evidente, y puede consistir en una cadena de afirmaciones y deducciones complicadas. En estos
casos, nuestro entendimiento no se ve forzado a asentir mientras no aparezca la evidencia.

11
Cf, Thielecke, Helmut.Theological ethics I. London: Adam and Charles Black, 1968, p 385.
12
Citado por Thielicke, op. cit. p 386.
13
New York Times, Marzo 18de 1977, p A 10.
42

Una necesidad semejante se da también en el funcionamiento de nuestra voluntad. No podemos


querer algo, a menos que haya cierto bien en ese objeto. Tal bien puede ser sólo aparente, y la
voluntad no puede actuar, a no ser atraída por algo deseable en el objeto. El elemento deseable
de la acción, de alguna manera se ajusta al juicio que uno se haga acerca del propio progreso
hacia la autorrealización, aunque se trate tan solo de un avance muy limitado. Por ejemplo, quien
comete suicidio encuentra algún bien en ello, quizá verse libre de una enfermedad dolorosa, de
una humillación, del vacío de la vida, o lo hace por cualquier otra causa. Concluimos de aquí que
el bien, en general, es decir, lo deseable, impone una necesidad a la voluntad.

Esta breve descripción del funcionamiento de nuestro entendimiento y voluntad parecen probar
cierto determinismo en nuestras acciones y que la necesidad que encontramos, es algo más que la
mera necesidad moral. En cierto sentido es verdad que estamos determinados siempre a escoger
bajo el aspecto de bien. Se puede admitir que no somos libres en este sentido. Nuestra libertad
consiste en el hecho que podemos considerar una gran “cantidad de actos y objetos, en los cuales
podemos encontrar siempre algo atractivo, que podemos elegir a nuestro arbitrio. Si un objeto se
nos representa como absolutamente malo, no podríamos obrar. Ciertas personas desarrollan
obsesiones anormales y, en consecuencia, experimentan una cierta limitación en su libertad,
porque todo les parece malo y temible. Los sicólogos que manejan estos casos extraños de
pérdida de libertad tratan de convencer a sus pacientes de que los objetos de su obsesión no son
malos ni peligrosos, para que pueda desaparecer su inhibición.

Dado que nuestro entendimiento y voluntad no son en nosotros dos entidades independientes,
sino facultades de una misma persona que, por su medio, tiende a la verdad y al bien, podemos
afirmar que existe una ley fundamental en nuestra naturaleza que nos obliga a obrar el verdadero
bien y a evitar el verdadero mal. Sin embargo, esta obligación no equivale a una necesidad, ya
que, en iguales condiciones, nos encontramos libres de escoger entre varios bienes. Ahora bien,
esta necesidad constituye una verdadera fuerza moral dentro de nuestra naturaleza porque
entendemos que estamos obligados a escoger el verdadero bien y a evitar el verdadero mal, en
virtud de las operaciones y tendencias de nuestras principales facultades.

La ley positiva

Nuestro entendimiento capta la verdad cuando se le representa con claridad. Cualquier persona
normal puede conocer las metas principales de nuestra existencia humana y captarlas como el
origen de las obligaciones morales. Sin embargo, los hechos más complejos, metas y relaciones
de nuestra naturaleza, no se perciben fácilmente y, por tanto, los deberes que de allí dimanan, no
se aceptan por todos. Así, la ley natural, que se identifica, en el fondo, con nuestra naturaleza
humana, no nos puede orientar en los pequeños y complejos detalles de la vida. No obstante, ella
sigue siendo la fuente de obligación porque debe ser aplicada a los diversos y mutables
problemas de la vida humana por medio de la ley positiva.

Toda sociedad bien organizada promulga leyes positivas que, de alguna manera, son aplicaciones
de la ley natural y, por tanto, no puede contravenir sus principios o violar los derechos humanos
que de ella se derivan. Un principio general de la ley natural nos obliga a colaborar unos con
otros en la construcción de la sociedad y en la promoción del bien común. Tal precepto de la ley
natural se sigue claramente de las necesidades humanas que superan nuestras capacidades
individuales y que solo pueden satisfacerse con la colaboración de nuestros semejantes. El
precepto es claro en su dirección general, pero no nos dicta en concreto las reglas de tal
cooperación. Estas no se encuentran inscritas en nuestra naturaleza. Dependen de la situación
concreta y deben determinarse con prudentes leyes positivas. De aquí podemos concluir que la
ley natural nos obliga a obedecer las leyes justas de la legítima autoridad. Se puede entender con
43
facilidad, por ejemplo, que debe haber orden en el tráfico, pero las leyes concretas para conseguir
tal orden deben decidirse por medio de una legislación positiva, dado que no existe una
indicación en nuestra naturaleza por qué lado de la calzada debemos conducir. Se dan casos de
dos o más maneras, igualmente buenas, de alcanzar un bien común, pero tan solo se puede
escoger una para evitar el caos en la vida social. También en este caso, la legislación positiva
tiene que escoger entre todas, la forma única que deben seguir todos.

Así, la existencia de la ley natural no hace superfluas las leyes positivas. Por el contrario, las
fundamenta en la vida real y las mantiene dentro de los marcos de la justicia. Cualquier ley
positiva que contradiga la ley natural pierde su validez porque su fuerza obligatoria se deriva de
ella.

Mutabilidad e inmutabilidad de la ley natural

La mutabilidad e inmutabilidad de la ley natural constituye un problema que ha cautivado el


interés de sus defensores desde la aparición de su doctrina. Si la ley natural es mutable, se hace
relativa la moralidad. Si, por el contrario, tal ley es inmutable, se hace muy rígida para servir de
principio orientador de la moral en un mundo en constante mutación.

Como discutimos arriba, la naturaleza humana es dinámica y se encuentra en constante progreso


hacia el logro del ideal humano (de la naturaleza humana). Este hecho estaría a favor de la
evolución de la conciencia moral en la historia y de una manifiesta mutabilidad de la ley natural.
Al mismo tiempo, se dan elementos permanentes en la naturaleza humana que le dan estabilidad
a la ley natural y evitan el peligro del relativismo moral. A medida que el niño crece, cambia la
relación con sus padres. En una edad determinada se va a emancipar de la autoridad de sus
padres y no les va a deber la misma obediencia que antes. También cambia el deber de sus
padres para con él. Ya no tendrán que mirar más por él. El hombre ha venido creciendo desde la
infancia hacia una edad más madura, a través de la historia. Su conocimiento de la realidad
exterior ha crecido de una manera sorprendente. Ha modificado su medio ambiente, y en el
proceso, se ha visto afectado por todos estos cambios. Como los derechos y deberes de un adulto
difieren de los del niño, así los derechos y deberes de los miembros de una sociedad industrial
difieren de los de una comunidad agrícola o primitiva. El sentido de la paternidad responsable ha
sufrido cambios, ahora cuando la raza humana se ve amenazada no por la extinción sino por un
rápido crecimiento.

Tal evolución del hombre es promovida por su misma naturaleza, en especial, por su razón. La
ignorancia del hombre primitivo fue superada por el poder racional de generaciones que
levantaron culturas y civilizaciones. El cambio del hombre y, por consiguiente, la mutabilidad de
la ley natural en este sentido, está de acuerdo con la naturaleza. Santo Tomás reconoció tal
evolución, a medida que el hombre iba progresando de un estado imperfecto a uno más
perfecto14. Al mismo tiempo, se podría insistir en que no ha habido cambios reales en la ley
natural; tan solo han cambiado las circunstancias, y la inmutable ley natural indica las
aplicaciones de la moralidad en las nuevas circunstancias. Más aún, el hombre aprende más y
más acerca de su propia naturaleza y, por consiguiente, la aplicación de la ley natural a la
condición humana se hace más precisa y mejor conocida.

No hay que agudizar la oposición entre las dos posiciones. Los rasgos fundamentales que
caracterizan al hombre no cambian. Nunca volveremos a ser animales. Por tanto, tenemos que
vivir con el “honor y el peso” de seres racionales, libres y responsables. Por otra parte, el hombre

14
Cf Santo Tomás de Aquino, Summa theologica. Ia. Ilae. q. 97. al.
44
se ha visto afectado en forma definitiva por la evolución intelectual y la cultural que la
humanidad ha recorrido desde el amanecer de la historia hasta nuestros días. La evolución
intelectual y cultural se refleja en la conciencia y en el juicio moral que el hombre forma acerca
de su condición evolutiva. Podemos concluir que la ley natural cambia y no cambia en la medida
en que lo hace la naturaleza humana.

El conocimiento de la ley natural

La ley natural no es una ley estatutaria, es decir, no se encuentra de manera clara y expresa en
códigos legales; no ha sido promulgada por ningún gobierno en publicaciones oficiales. ¿Cómo
conocer, entonces, los deberes que nos impone? Si ignoramos una ley, no nos obliga, ya que la
ley moral no recibe obediencia por fuerza física, sino por la cooperación libre y consciente de los
seres racionales. La ley natural es la misma naturaleza humana dinámica en cuanto dirigida a su
propio acabamiento mediante acciones conscientes y deliberadas. El conocimiento de la ley
natural, entonces, va a depender de nuestra capacidad para conocer nuestra propia naturaleza.
Esta es una realidad muy compleja y no conocemos todos sus pormenores y relaciones. Por otra
parte, poseemos una experiencia directa de nuestra naturaleza. De hecho se encuentra más cerca
de nosotros que cualquier otra cosa. Todo mundo normalmente desarrollado entiende las
principales necesidades y metas de la existencia humana y los medios para alcanzar tales fines.
En otras palabras, conocemos y entendemos los preceptos principales de la ley natural
reflexionando sobre los fines existenciales del hombre y los medios para alcanzarlos. A medida
que crecemos y le hacemos frente a los retos de la vida, reconocemos de forma natural las
normas principales para llevar una vida humana decente.

En concreto, ¿cuáles son los preceptos que acepta la gente adulta y normal?

El primer principio es hacer el bien y evitar el mal. Este principio, básico y primario, es de fácil
aplicación a los problemas principales que todo hombre enfrenta en su vida, y sus consecuencias
se pueden deducir sin mucha dificultad. Los moralistas solían identificar los preceptos evidentes
de la ley natural con la segunda tabla del decálogo, es decir, respeto y obediencia a los padres,
obediencia a la autoridad civil, respeto a la vida e integridad corporal de los demás, fidelidad
matrimonial, veracidad en nuestras relaciones con los demás, respeto a la justa propiedad ajena,
observancia de pactos y promesas. Lo cual no significa que la gente no se equivoque a veces en
la aplicación de la ley natural, aun en estos casos evidentes. Aspectos más ocultos de la
naturaleza humana necesitan de estudio más cuidadoso, y aun a veces de larga y sofisticada
investigación, que no siempre despeja la ambigüedad. La mente humana no cuenta con
compartimentos para los diversos campos de la realidad, es decir, uno para las matemáticas, otro
para la historia y otro para la moral. Tenemos un solo entendimiento que trata de entender todo
lo real sin importarle su naturaleza. Verdades sencillas, por ejemplo, dos por dos son cuatro,
parecen evidentes aun para los niños. Verdades más complejas, por ejemplo las reglas del cálculo
diferencial, no se captan fácilmente, aun por personas cultas, porque son complicadas y no
aparecen evidentes, sin reflexión y estudio. En el campo de la moralidad, también algunos
hechos son evidentes, mientras otros son más complejos y no todo el mundo los comprende.
Nuevos avances en la biología molecular suscitan problemas morales difíciles, porque no todos
los hechos ni muchas de las consecuencias de ciertas intervenciones biológicas son conocidas, ni
siquiera por los expertos. Es natural que los juicios morales en estos casos puedan ser oscuros y a
veces equivocados. Los errores solo se descubren muchas veces después que ulteriores
investigaciones aclaran los hechos allí implicados. Por ejemplo, no sabemos mucho de los
resultados y consecuencias de la división genética. Por consiguiente, nuestro juicio moral en este
asunto de ingeniería genética va a ser dudoso o hipotético.
45
Las ciencias naturales y las humanidades han contribuido en gran manera a nuestro conocimiento
de la realidad. Siguen descubriéndose más y más verdades acerca de nuestra existencia y de las
relaciones de nuestra naturaleza con el mundo. Esto significa, a la vez, más progreso en el
conocimiento de la moralidad. Por tanto, la ley natural nos es conocida y promulgada por medio
de nuestra razón a medida que vamos conociendo la realidad del hombre y el significado de
hacerse hombres de verdad.

La sanción de la ley natural

Una ley positiva no se la considera en verdad ley si no tiene sanciones vinculadas a ella. Una ley
positiva sin sanción se la tiene por una recomendación, por un consejo que no nos impone una
obligación. La sanción es una pena vinculada a la violación de la ley, por cuyo medio la
autoridad urge la ley. La pena puede ser una multa, la cárcel, la pérdida de un beneficio o
cualquier otra clase de castigo. ¿Existe alguna sanción en la ley natural? Es obvio que no existe
ninguna sanción positiva vinculada a ella, aunque la ley natural con frecuencia puede ser
sancionada como ley positiva con su respectiva sanción. Ejemplos de esto pueden ser las leyes
positivas que prohíben el asesinato, el robo, el perjurio, crímenes que en todos los países reciben
sus correspondientes sanciones.

Sin embargo, podemos hablar en cierto sentido de sanción de la ley natural. El cumplimiento de
la ley natural significa acciones que nos acercan a la realización de nuestra naturaleza y al logro
de nuestras metas existenciales. Si no estamos poniendo los medios para alcanzar estas metas
naturales de nuestra existencia, antes por el contrario, hacemos acciones que nos apartan de
aquellas metas, sufrimos en castigo, la pérdida de nuestro ser de hombres. Nos hacemos menos
“humanos” en el sentido de que nos estamos apartando del ideal humano.

La violación de la ley natural perturba siempre el orden social y hace la vida menos ordenada y
menos humana aun para la persona que atenta contra el orden natural. La historia es testigo de
los graves males que sufren pequeñas o grandes comunidades humanas, cuando un grupo
considerable de sus miembros viola la ley natural. Cunde el temor por las ciudades, la sospecha
mutua llena la atmósfera, disminuyen los negocios, aumenta el desempleo, y así por el estilo. A
nivel nacional, violaciones graves del orden natural, como cuando se priva a la gente de sus
derechos fundamentales, se los explota, se viola la justicia social, el gobierno abusa del poder,
las consecuencias de tales transgresiones de la ley natural son tensión, pérdida de armonía y del
orden en la vida, violencia y muchas otras penas, todas ellas sanciones graves del
quebrantamiento de la ley natural. El descuido de la ley natural en las relaciones internacionales
trae, asimismo, consecuencias graves, como lo atestigua la historia. Por tanto, la ley natural,
cuenta con sanciones verdaderas, nacidas de su misma esencia. Tales consecuencias no son otra
cosa que la pérdida de las metas existenciales por parte de individuos y comunidades.

LOS DERECHOS

Los derechos humanos

El reconocimiento de la obligación moral es una experiencia común de la humanidad. Nadie


puede decir en verdad que nunca ha sentido la fuerza de la obligación moral en su conciencia.
Además, experimentamos una fuerza moral en la ejecución de nuestro deber que nos capacita
para usar los medios apropiados para cumplir con nuestras obligaciones. Nos parece
contradictorio estar obligados a hacer algo y no tener los medios para cumplir tal deber. Se sigue,
como es lógico, de la existencia del deber que la persona que esté obligada a ello debe tener la
posibilidad de exigir justamente los medios apropiados para cumplir su deber y, a la vez, para
46
impedir a los demás que interfieran sus acciones en la línea del deber. Tenemos por evidente que
si se nos contrata para realizar un trabajo determinado, se nos tienen que dar las herramientas o
medios apropiados para realizarlo. Si alguien es contratado como mecánico, sastre o impresor
tiene que recibir los materiales y herramientas para su trabajo.

El deber moral implica la exigencia de los medios apropiados y la libertad de acción para
cumplir con el deber. Esta exigencia se llama derecho. Dado que los derechos son correlativos
con los deberes morales, participan de sus características. Se sigue, entonces, que como una
obligación nos impone una necesidad no física sino moral, así un derecho nos da un poder moral
y no una fuerza física, de disponer de los medios necesarios para el cumplimiento de nuestro
deber.

El derecho puede definirse como el poder moral de disponer de lo que en justicia se le debe a
uno, o bien, como el poder moral para reclamar, obrar, omitir o poseer algo, sin interferencia de
los demás. El derecho, como poder moral, funciona con relación al entendimiento y voluntad de
un tercero que debe reconocer nuestro derecho.

Los derechos se basan en la ley y se derivan lógicamente de los deberes que nos impone la ley.
Los diferentes sistemas morales cuentan con su comprensión diferente de la esencia del derecho
de acuerdo con sus interpretaciones respectivas de la obligación moral. Si la voluntad del
gobierno es la fuente de la obligación moral o si la moralidad se basa en el consentimiento u
opinión pública, como sostiene el positivismo moral, entonces todos los derechos nos los
concede el gobierno o la sociedad; pero si existe una ley moral fundamental, anterior a la
voluntad del gobierno o de la sociedad, existen también derechos fundamentales, no dados por la
autoridad civil, ni concedidos a los ciudadanos por la autoridad social. Más bien, el gobierno y la
sociedad se ven obligados a respetar y defender estos derechos anteriores.

La estructura de los derechos. Un derecho se basa en la ley y su esencia consiste en una


exigencia de cosas determinadas. Lo cual significa que en cada derecho podemos distinguir un
número de relaciones. De acuerdo con la terminología aceptada, cuatro son los elementos de todo
derecho: el sujeto, el término, el objeto y el título del derecho15.

1. El sujeto del derecho es una persona, que tiene la necesidad de algo.

2. El término del derecho es otra persona, con el deber de respetar o satisfacer la


necesidad.

3. El objeto del derecho es una cosa, de la cual alguien tiene necesidad.

4. El título del derecho es la razón que justifica la exigencia que tiene una persona del
objeto de un derecho.

El siguiente diagrama puede ayudarnos a entender las relaciones de esos cuatro elementos que
forman la estructura del derecho:

15
Cf Messner, J. Social ethics. St. Louis B: Herder, 1949, pp 148-154.
47
término

sujeto objeto

título

Los derechos se encuentran implicados en muchos aspectos de nuestra vida diaria. Cuando uno
compra un carro, adquiere derecho sobre él. Adquiere un título de propiedad. Con la transacción
o negocio uno se hace sujeto de derecho. El vendedor es el término del derecho, ya que él tiene
que satisfacer el título que uno adquiere sobre el carro. El carro es el objeto del derecho, y el
dinero pagado es el título que funda el derecho que uno adquiere.

Sólo personas, físicas o jurídicas, pueden ser el sujeto y el término de un derecho. Esto se sigue
de la esencia de la ley y del derecho. Solo seres racionales pueden verse vinculados por la ley
moral y solo ellos pueden respetar los derechos de los demás. Por esta razón, los animales no
tienen derechos. Sin embargo, la moral nos obliga a tratar a los animales de acuerdo con nuestra
naturaleza humana y no de una manera cruel e irracional.
Los objetos de derecho pueden ser cosas materiales, como tierra, una casa, un pozo de petróleo, -
o cosas inmateriales, como un invento-. El hombre puede ejercer un pleno control sobre las cosas
materiales e inmateriales, pero no lo puede tener, en forma irrestricta, sobre otra persona. Una
persona no puede ser nunca objeto de derecho porque no puede usarse como medio para otros, ya
que cada persona tiene su propia meta y es dueña de su propio destino. La esclavitud, que trata
seres humanos como si fueran cosas, contradice la esencia misma del derecho. Podemos tener
derecho a los servicios de otras personas en la medida en que tales servicios no contradigan sus
fines existenciales de seres humanos. Ningún contrato podría ser válido si obligara a una persona
a prestar servicios inmorales. Como afirma Messner: “...todo contrato de trabajo... incluye una
cláusula implícita que manda respetar a la persona del trabajador y sus responsabilidades
existenciales; por tanto, se aparta del orden natural de la ley un sistema económico que imponga
condiciones de trabajo que impidan a los trabajadores cumplir con sus deberes para con su
familia, sea por medio de bajos salarios o por una inconsiderada explotación de sus
capacidades”16.

El título de un derecho es el fundamento que funda la exigencia de la persona del objeto del
derecho. Si tal título es un hecho ocasional, que no pertenece a la esencia de la persona, como la
compra de una casa, el derecho implicado se llama derecho adquirido. Si es un elemento
esencial de la naturaleza y existencia humanas, los derechos que de allí dimanan, se llaman
naturales. Recientemente se usa más y más la expresión derechos humanos, refiriéndose a
derechos naturales.

Es frecuente también hablar de derechos inalienables. El sentido común de esta expresión es que
nadie puede quitarle a una persona estos derechos, ya que no le fueron dados por la sociedad ni
por ninguna autoridad humana.

Sin embargo, hablando con precisión, inalienables son aquellos derechos humanos a los cuales
no puede renunciar una persona, ni siquiera libremente, porque los necesita en forma absoluta
para llevar una vida moral. Por ejemplo, no podemos renunciar a vivir de acuerdo con nuestras
convicciones morales, es decir, renunciar al derecho a seguir nuestra conciencia.

16
Ibid., pp 153-54.
48
Derechos inalienables son aquellos a los cuales podemos renunciar. Por ejemplo, todo adulto
competente tiene derecho a casarse, pero puede renunciar a este derecho, dado que no está
obligado a hacerlo.

Derechos naturales y derechos humanos

En el capítulo anterior consideramos la existencia de una ley natural o fundamental anterior a


toda ley positiva. Ninguna ley positiva puede entrar en conflicto con los preceptos de la ley
natural. Si se promulga una ley positiva, contraria a la ley natural, es inválida e injusta y no
puede ser obedecida.
La existencia de derechos naturales se sigue, en forma lógica, de la existencia de la ley natural.
Si uno está obligado, por naturaleza, a hacer determinadas acciones, cuenta también con
exigencias naturales a los medios para cumplir sus deberes; en otras palabras, uno tiene derechos
naturales.

La doctrina de derechos naturales se remite a la Grecia antigua y posiblemente a tiempos


anteriores. Sin embargo, bien sabemos por la historia que los derechos naturales no siempre han
sido respetados. Muchos sistemas políticos han violado los derechos naturales de los ciudadanos.
Por otra parte, muchos países, incluyendo a Norteamérica, deben su existencia al clamor de
independencia, fundado en los derechos naturales, o como los llama la Declaración de
independencia, “determinados derechos inalienables”.

La historia ha registrado la lucha de muchos pueblos por el reconocimiento de los derechos


naturales de sus ciudadanos frente a gobiernos opresores o poderosos conquistadores. Aunque se
han hecho grandes progresos a este respecto desde tiempo inmemorial, la protección de los
derechos humanos ha sido muy desigual, por decir lo menos; aun en nuestros tiempos, existen
gobiernos que, en forma deliberada y sistemática, violan y limitan los derechos naturales de sus
ciudadanos. Esto sucede a pesar del hecho que el 10 de diciembre de 1948 la asamblea general
de la ONU adoptó la Declaración universal de los derechos humanos o, como se la suele llamar,
la Carta de los derechos humanos. Dicha asamblea general proclamó esta Declaración universal
de los derechos humanos, “como un parámetro común de realización para todos los pueblos y
naciones”. La Carta pretende fortalecer el respeto por los derechos fundamentales del hombre ya
que “el descuido y el desprecio de los derechos humanos constituyen actos criminales y
destruyen los fundamentos de la convivencia humana, decente y armoniosa”. La Carta presenta
treinta artículos y ofrece un gran número de derechos, muchos de los cuales se fundan en la
naturaleza y existencia humanas. En los artículos 18 y 19, por ejemplo, se menciona la libertad
de conciencia:

Art. 18. Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de


religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la
libertad de manifestar su religión o su creencia, tanto en público como en privado, por la
enseñanza, la práctica, el culto y la observancia.

Art. 19. Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este
derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir
informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier
medio de expresión.

Dado que esta Carta no tiene fuerza de ley, dieciséis naciones europeas tomaron la decisión de
reforzar la defensa de los derechos humanos por medio de una ley internacional coactiva, y
confirmaron la Convención europea sobre derechos humanos, del 3 de septiembre de 1953. Esta
49
convención concede, tanto a particulares como a los gobiernos, el derecho de recurso a la
organización internacional y a la corte internacional para exigir reparación de agravios.

La fuerza no crea derecho

El derecho se dirige al entendimiento y a la voluntad de una persona, exigiendo su respeto. En


otras palabras, el derecho no se apoya en la fuerza física sino en el poder moral. Se sigue de aquí
que la exigencia de los medios para el cumplimiento de los fines existenciales por parte de una
persona permanecen válidos, aun en el caso de que alguien más fuerte los desconozca. Los
derechos no se derivan de la fuerza física y el más fuerte no puede en justicia dominar al más
débil. Este rasgo esencial del derecho se contiene en el dicho: “La fuerza no crea derecho”.

No se puede equiparar el derecho con la fuerza, pero estamos autorizados a recurrir a la fuerza
física para defender nuestros derechos. Ya que los individuos, como tales, de ordinario son
demasiado débiles para defender sus derechos, por naturaleza están inclinados a formar
sociedades. Uno de los fines primarios de la sociedad es la defensa adecuada de los derechos de
los individuos por medio del orden legal, que puede mantenerse con una organización adecuada
y aun con el recurso a la fuerza si es necesario.

Puesto que la sociedad organizada según la ley asume la tarea de defender los derechos de los
ciudadanos, estaría mal que un individuo recurriera a la fuerza para salvaguardar sus derechos, a
menos que se encuentre en una emergencia, cuando la autoridad competente no puede intervenir,
como en el caso de una defensa personal en el momento de una agresión. Cuando una sociedad
no garantiza, de forma adecuada, la posesión tranquila de los derechos individuales, porque las
autoridades son negligentes, corruptas o ineptas, se hace inevitable que los particulares recurran
a la fuerza, en defensa de sus legítimos derechos. Estos organizan grupos de vigilancia, o bien,
otros organismos de autodefensa. Tal situación es un indicio de graves defectos en el cuerpo
político, que pueden conducir al caos y a la desintegración de una sociedad.

El derecho a cosas materiales puede exigirse por medio de la fuerza física o mediante el recurso
a los tribunales. Por ejemplo, uno puede recuperar los objetos robados cuando la policía detiene
al ladrón. Estos derechos son llamados jurídicos. Existen derechos que no pueden exigirse por la
fuerza, como el derecho de los padres al amor de sus hijos. Estos suelen llamarse derechos no
jurídicos. La existencia de derechos no jurídicos indica, una vez más, que el derecho no puede
identificarse con la fuerza física.

Limitación de los derechos

La vida en sociedad se funda en el mutuo respeto de los derechos. Lo cual significa que los
derechos son limitados por su misma naturaleza, cuando entran en conflicto con los derechos de
los demás. La libertad de palabra no le da título a uno para crear una falsa alarma, en un teatro
atestado de gente, porque éstos tienen derecho a no ser engañados, a no ser expuestos a una falsa
alarma y a no ser perturbados cuando están disfrutando de una obra teatral. Se sigue de aquí que
la libertad de expresión cuenta con un determinado número de limitaciones. Todo derecho está
limitado por los derechos que entran en conflicto con él.

Un derecho también se ve limitado por su objetivo, por el fin a que sirve. No le concede a una
persona poder moral para ir más allá de los alcances de la meta del derecho, porque un derecho
es un medio para alcanzar un fin. Todo mundo tiene derecho a la libertad de religión y para creer
que su propia religión es la verdadera, pero esta libertad no capacita a una persona para forzar a
los demás a aceptar su religión. El fin de este derecho es el de permitir a una persona seguir su
50
propia conciencia en asuntos religiosos sin interferencias, pero el poder moral para hacerlo no se
extiende a forzar a los demás a adherirse a su religión17.

El juicio moral y la conciencia

Habiendo establecido ya el parámetro de la moralidad, una persona, como paso lógico, va a


querer aplicar este criterio a los problemas concretos, a medida que afronta decisiones morales
cada día. La aplicación de la norma o criterio de moralidad termina en un juicio moral que
determina la bondad o malicia de una acción por hacer. Además, tal juicio indica si una acción es
obligatoria, permitida o prohibida.
El entendimiento, que formula un juicio moral, se llama conciencia. Sin embargo, existe cierta
confusión, acerca del significado de conciencia, en la mente de muchas personas. Como la
mayoría de la gente recibe educación de parte de sus padres, educadores, de la Iglesia y de la
opinión pública, o de una combinación de todos estos factores, acerca de la moralidad de
determinadas acciones, la formación de un juicio moral viene con facilidad y rapidez, casi sin
reflexionar. Este hecho ha inducido a algunos filósofos y, sin dudarlo, a muchos hombres de la
calle, a concluir que la conciencia consiste en una misteriosa entidad dentro de nosotros, una
cierta facultad del entendimiento que trabaja en forma automática, o que es la “voz de Dios”
dentro de nosotros, que trata de conservarnos en el buen camino.

No obstante, un cuidadoso análisis nos revela que la conciencia es un juicio de nuestro


entendimiento acerca de la bondad o malicia de una acción. Usamos frases como “mi conciencia
me dice”, “mi conciencia me prohíbe”, etc., y la gente, sin darse cuenta, atribuye a esta “voz de
la conciencia” las características de un ser, casi independiente, dentro de nosotros. Pero
examinando esta “voz de la conciencia” encontramos que no existe ningún misterio en ella. Se
trata sólo de una rápida aplicación a casos concretos de ciertos principios éticos aprendidos y
aceptados en la infancia o en años posteriores.

Estos principios éticos son de fácil adquisición en nuestra mente y se aplican, por medio de un
proceso deductivo de raciocinio, al problema que tenemos delante. Hemos aprendido y aceptado,
por ejemplo, que robar es malo, y al hallarnos en un supermercado, donde podríamos fácilmente
meternos al bolsillo algún artículo, pensamos al punto, “nuestra conciencia nos dice” que
apropiarnos de algo es robar y, por tanto, algo malo que no debemos hacer.

Los principios éticos que seguimos, son el resultado de una inducción, y como tales, pueden
cambiar cuando aparece una nueva evidencia, una razón anterior es refutada o una autoridad
rechazada.

A veces podemos llegar a la conclusión de que los principios no poseen una validez universal.
En este caso el juicio de conciencia se ocupará de ver si se trata de una excepción. Sin embargo,
formamos por lo general principios que tenemos por universalmente válidos. Su aplicación,
luego, se hace por deducción, quiere decir, seguimos las reglas del silogismo. En cada silogismo
se da primero una afirmación, “la mayor”, comparada luego con “la menor”, y finalmente, de
ambas, se deduce la conclusión. Por ejemplo, robar es malo (la mayor); llevarme estas joyas es
robo (la menor); luego, el robo de estas joyas es un acto malo. La aplicación del principio no
siempre sucede en forma explícita. Puede darse en forma rápida y sumaria, sin mencionar
siquiera el principio. Sin embargo, el principio moral, antes establecido o aceptado, es el
fundamento para formar el juicio de conciencia.

17
Ibid., p 152.
51
Es obvio que la corrección de los principios en cualquier deducción de nuestra conciencia
constituye el factor principal para formar un juicio moral correcto, porque si los principios están
mal, las consecuencias también lo estarán. A medida que, con madurez y deliberación,
reflexionamos sobre los principios que aprendimos en nuestra infancia, tenemos que examinar si
esos principios son correctos o equivocados. Podemos encontrar que, poco a poco, asimilamos
algunos prejuicios del medio social, del colegio o familia. Se sigue, entonces, que tenemos que
superar nuestros prejuicios y corregir nuestra manera de pensar, de tal modo que nuestros
principios coincidan con la verdad. Crecer significa someter a examen todos nuestros principios
morales, modificando los falsos y aceptando los verdaderos sobre la base de nuestra propia
convicción racional, y no de la autoridad ajena.
El proceso de examen de nuestros principios morales en último término no es otra cosa que la
aplicación de la norma moral a los problemas concretos de la vida humana. De esta manera uno
construye de forma racional un cuerpo de normas morales, disponibles y de fácil aplicación a los
casos particulares cuando uno tiene que tomar una decisión moral. Tal conjunto de normas
morales suprimen la necesidad de recurrir constantemente a la norma fundamental de moralidad,
que haría engorrosa la decisión moral en las decisiones de la vida diaria. Este procedimiento se
suele llamar: “formar la propia conciencia”. Si todo el proceso racional se hizo en forma
correcta, uno tiene una “conciencia bien formada”. La tarea de la educación moral consiste en
formar uno su propia conciencia sobre una base racional, de tal suerte que pueda tomar
decisiones morales correctas, por medio de su propia convicción.

Corrección del juicio de conciencia

Al examinar la forma como funciona nuestra conciencia, es importante estar familiarizado con
algunos conceptos relacionados con sus operaciones.

Conciencia correcta. El juicio moral de nuestra razón es correcto cuando todo el raciocinio que
exige la aplicación de la norma objetiva de moralidad se lleva a cabo con toda lógica y sin
ningún error.

Conciencia errónea. El juicio de conciencia es erróneo cuando se basa en principios falsos o


aplica los principios correctos en forma equivocada, por consiguiente, diciendo en forma falsa
que una acción es buena o mala.

Una conciencia errónea puede serlo en forma invencible cuando no podemos salir del error por
los medios que están a nuestra disposición o que podemos prudentemente poner.

La conciencia es errónea en forma vencible cuando podemos salir del error y corregir el juicio
falso.

Certeza del juicio de conciencia

Conciencia cierta significa que la persona que hace el juicio moral no tiene razón suficiente para
dudar de la corrección de su juicio.

Conciencia dudosa, en cambio, significa que la persona que hace el juicio posee una razón
suficiente para temer que el juicio contrario puede ser verdadero.

De estas definiciones se sigue que tanto la conciencia correcta como la errónea pueden ser ciertas
o dudosas.
52
Certeza no es lo mismo que estar en lo correcto. Puede suceder que estemos plenamente
convencidos de un evento, por ejemplo, en deportes, y sin embargo, podemos descubrir más
tarde, cuando el evento se repite en cámara lenta en televisión, que estábamos equivocados.
Cinco testigos pueden narrar un accidente de cinco maneras distintas, cada uno convencido que
dice la verdad.

Es importante notar que una duda puede basarse en la oscuridad de un hecho o de la ley en
cuestión. El ejemplo típico es el caso del cazador que no está seguro si el objeto que se mueve es
un animal o un hombre. Esta inseguridad se llama duda sobre el hecho. Si el cazador no está
seguro si la ley prohíbe matar ciervos en ese preciso lugar, tenemos una duda sobre la ley o la
obligación. En el caso típico no existe duda acerca de la obligación o existencia de la ley que
prohíbe matar a un ser humano. En cambio, en el segundo caso, la duda se presenta acerca de la
existencia de la obligación de no matar animales.

Las reglas de conciencia

Las reglas de conciencia no son imposiciones arbitrarias sobre nuestra libertad moral; son
deducciones de la naturaleza del hombre y de la estructura de un acto humano, consciente y
deliberado.

1. La primera regla nos obliga a obedecer siempre a la conciencia cierta.

a. Una conciencia cierta y correcta constituye una norma incondicional de conducta


humana. Uno tiene que obedecerle cuando prescribe o prohíbe una acción.

b. Una conciencia invenciblemente errónea pero cierta determina una norma condicional
de la conducta humana. Sólo es válida con la condición de que la persona haya hecho lo
posible por hallar la verdad y saque la conclusión errónea sin falta propia.

Uno tiene que obedecer a la conciencia cierta, aunque invenciblemente errónea, porque la forma
humana de obrar es seguir la luz de la propia razón. De lo contrario una persona tendría que
obrar contra su naturaleza. Es parte de la humana condición el que nuestro entendimiento sea un
instrumento finito para buscar la verdad, lo cual significa que podemos cometer errores con ella.

La certeza requerida no tiene que ser mayor que la seguridad que da una prudente averiguación o
reflexión. Nadie puede verse obligado a hacer más de lo que puede alcanzar su humana
condición.

2. La segunda regla nos prohíbe obrar con una conciencia dudosa. La razón de esta regla es la
posibilidad de que, en caso de duda, podríamos estar haciendo algo objetivamente malo si
seguimos y hacemos el acto. Por consiguiente, la persona que está queriendo obrar con una
conciencia dudosa, está dispuesta a obrar mal, algo prohibido por la ley moral.

¿Cómo resolver la duda de conciencia?

Se sigue de la segunda regla que uno tiene que resolver la duda antes de obrar. Esto puede
hacerse de forma directa, por ejemplo, averiguando y reflexionando un poco más. Si esto no
resuelve la duda, uno puede valerse de un medio indirecto recurriendo a los principios llamados
reflejos, es decir, las reglas generales de prudencia. Se los llama principios reflejos porque los
usamos cuando reflexionamos sobre un estado de duda.
53
1. El primer principio reflejo se refiere al camino más seguro. Este significa la alternativa que
evita el mal y defiende el bien moral, con más certeza. Cuando dudamos si el límite de velocidad
permitido, es 70 o 90 kilómetros por hora, es más seguro ir a 70, ya que así evitamos, con
certeza, quebrantar la ley e incurrir en la multa:

a. Se nos permite siempre escoger el camino más seguro para resolver la duda concreta.
Sin embargo, este camino puede resultar a veces muy penoso y desventajoso. Por
ejemplo, si le viene la duda si ya pagó o no, los impuestos y no cuenta con el tiempo
suficiente para averiguar directamente y conseguir la información, antes de la fecha de
vencimiento, para estar seguro, usted puede consignar un cheque en la oficina de
impuestos nacionales, pero no necesariamente tiene que obrar así. Pero, se dan casos en
que elegir el camino más seguro es la única manera de resolver la duda práctica.
b. Estamos obligados a escoger el camino más seguro cuando tenemos la responsabilidad
de alcanzar un fin determinado y sólo existe un medio seguro para alcanzarlo. Un
cirujano tiene que usar una técnica más segura y la droga mejor para salvar la vida de un
paciente. Un cazador no puede disparar si duda si el objeto que se mueve es animal u
hombre. En casos criminales “damos al acusado, el beneficio de la duda” para evitar un
posible castigo a un inocente.

2. El segundo principio reflejo dice: ley dudosa no obliga. Si dudamos:

a. sencillamente, si la ley existe, o


b. si la ley se aplica a nuestro caso

No estamos obligados a cumplir una obligación dudosa, porque no puede existir un deber a
menos que veamos con claridad que nos obliga.

La razón en que se basa este principio reflejo es el hecho que una ley tiene que ser promulgada
para llegar al conocimiento y voluntad del súbdito. La promulgación pertenece a la esencia
misma de la ley, porque la ley moral puede alcanzar su objetivo sólo mediante la conciencia y la
colaboración deliberada de un ser libre. Las leyes físicas, por su parte, obtienen su fin por
necesidad física y no tienen que ser conocidas por los objetos afectados por ellas. La ley de la
gravedad actúa sin nuestro conocimiento y libre cooperación.

El grado de duda

Una duda acerca de la existencia de la ley puede apoyarse en muchos argumentos o en bien
pocos. De aquí que podamos hablar de diversos grados de duda y preguntar qué clase de razones
se requieren en contra de la existencia de una obligación para que no nos obligue.

La mayoría de los moralistas acuden al análisis de la naturaleza de la duda y llegan a la


conclusión que un solo argumento sólido contra la existencia de una ley basta para hacerla
dudosa y que no obligue, aunque existan otras razones a favor de la existencia de la ley. La
naturaleza de la duda consiste en el hecho que existe una razón sólida contra la verdad de una
proposición que puede inducir a una persona prudente e inteligente a no darle su consentimiento.

El término técnico para este punto de vista ético es probabilismo. Este se deriva de la presunción
principal de esta teoría según la cual para uno verse libre de un deber, basta que exista una sólida
probabilidad de que una ley no existe o que no se aplica a mi caso.
54
La norma subjetiva de moralidad

El juicio de conciencia es la guía del sujeto para tomar una decisión moral. De aquí que la
conciencia pueda llamarse la norma subjetiva de moralidad. Un acto será bueno o malo para una
persona de acuerdo con el discernimiento de su inteligencia. Aun en casos en que uno sigue el
consejo de otra persona “contra su parecer mejor”, la conciencia saca la conclusión práctica que
es moralmente bueno seguir el consejo de otro.

Se llama a la conciencia norma subjetiva porque el juicio de quien obra está influenciado por su
propia capacidad racional, por su agudeza intelectual, sus antecedentes sociales, prejuicios
insuperables y otros factores que matizan su juicio de tal manera que lo pueden desviar de la
verdad objetiva. El juicio de conciencia se llama norma subjetiva de moralidad también en casos
en que coincide con la verdad objetiva, porque ésta constituye un criterio personal práctico para
tomar decisiones morales.
Podría pensarse que esta doctrina abre la puerta a la justificación del subjetivismo moral ya que
nadie es completamente objetivo en todos sus juicios. Ciertos prejuicios y nuestro ambiente
social y cultural juegan un papel bastante importante en nuestras decisiones. Sigmund Freud
llamó superego a los juicios y prejuicios impuestos a una persona. Crece bajo el influjo de los
padres y del medio social. No es la conciencia en el sentido estricto de la palabra, ya que no se
trata en el superego de un juicio libre y personal sino de una repetición instintiva del parecer de
los demás. Sin embargo, no se puede negar el influjo en uno de los códigos morales de la clase
social a que pertenece. Marx habló de la moral burguesa. Hoy usamos los términos moral de la
clase media, moral proletaria o comunista. Tales expresiones indican el influjo de los códigos
morales de su grupo social. Las ideas y prejuicios que se mueven a nivel de asamblea en una
gran empresa difieren de las que se agitan en una reunión sindical. Más aún, el marco histórico
ejerce asimismo un gran influjo en los puntos de vista morales de una persona18. Los parámetros
morales de la época victoriana difieren de las normas de la sociedad norteamericana de la
posguerra. Todos nosotros somos hijos de nuestro tiempo y recibimos influjo de los tabúes o
permisividad de nuestra época.

¿Nos lleva esta consideración, entonces, a aceptar un relativismo moral? No es así. Se limita a
admitir que la ley moral se aplica a la práctica por cualquier persona cuyo juicio puede desviarse
de la verdad objetiva, mientras está obligado a seguir el juicio honesto de su entendimiento, sin
tener en cuenta la época o medio en que vive. Así pues, la moral concreta y práctica es personal,
y en ciertos casos se hace inevitablemente subjetiva y relativa. Por otra parte, se sigue en sana
lógica de nuestra previa consideración que estamos obligados a vivir de acuerdo con la verdad
objetiva en materia de moralidad y que tenemos que “formar” nuestra conciencia de tal manera
que sus juicios coincidan con la realidad. La ley moral no aprueba la moralidad burguesa ni la
proletaria, sino que nos urge a liberarnos de nuestros prejuicios y a juzgar con objetividad de la
bondad o malicia de nuestras acciones. El entendimiento humano, sin embargo, es un medio
limitado en nuestra búsqueda de la verdad y una persona puede cometer errores en sus juicios a
pesar de sus mejores esfuerzos.

Es importante permanecer inteligentemente abiertos, de tal manera que no nos encerremos en


nuestra evaluación subjetiva de la moralidad, sino que prestemos una seria atención a la opinión
de los demás y estemos dispuestos a cambiar una convicción arraigada, cuando la verdad nos lo
exija. Si alguien sospecha que puede ser víctima de un error, tiene que reflexionar honestamente
sobre el problema y tratar de llegar a un juicio objetivo. No es fácil apartarse de convicciones
arraigadas, pero la ley moral nos exige esto, por respeto a la verdad. La ley moral nos obliga a

18
Cf Macquarrie, John. Three issues in ethics. London: SCM Press, 1970, p 114.
55
defender el ideal del juicio moral objetivamente correcto, al cual tenemos que acercarnos lo más
posible.

La libertad de conciencia

Obedecer siempre a la propia conciencia cierta constituye la ley fundamental y más importante
de la moral del individuo. Dado que cada deber cuenta con un derecho correspondiente, se sigue
que el derecho individual más fundamental es la libertad de conciencia, es decir, nuestro derecho
a vivir y obrar de acuerdo con nuestras honestas convicciones. Como vimos arriba, las
sociedades civiles se formaron para defender el derecho de los individuos y para promover el
bien común. Podemos concluir, entonces, que uno de los deberes más graves de la sociedad civil
es la protección de la libertad de conciencia.

Es obvio, no obstante, que la conciencia de las personas puede entrar en conflicto mutuo. Por
consiguiente, las autoridades civiles enfrentan la tarea de resolver los conflictos de conciencia de
sus ciudadanos. ¿Se dan principios éticos que puedan guiarnos en la solución de estos frecuentes
conflictos?

El principio general para la solución de estos encuentros se deduce de la naturaleza y jerarquía de


derechos y deberes. Esto puede estar contenido en la regla según la cual los derechos más fuertes
y ciertos prevalecen sobre los más débiles e inciertos. La aplicación de esta regla, sin embargo,
puede afrontar muchas dificultades, porque puede no ser fácil decidir qué derecho es más fuerte,
y por consiguiente, debería gozar de prioridad. Una vía para determinar la prioridad de un
derecho determinado es averiguar los efectos peligrosos de los actos que hace uno en obediencia
a su conciencia. En la medida en que los efectos están restringidos al que obra, son en cierta
medida peligrosos, los actos no recaen sobre los demás, y la libertad de conciencia del agente
tiene que ser protegida. Si uno se convence que es malo comer carne y concluye que tiene que
hacerse vegetariano, tiene derecho a seguir su conciencia en la medida en que no imponga, por la
fuerza, su convicción a los demás. Si alguien es de opinión que beber, aun en forma moderada,
es malo, tiene el derecho a volverse abstemio, pero no a imponerles su convicción a los demás.

¿Qué pasa si los actos que le prescribe a uno su conciencia, le causan daño, como en el caso del
que rehúsa un tratamiento médico por convicciones religiosas? En la medida en que la persona
en cuestión sea mentalmente competente y no imponga a otros su parecer, por ejemplo, a sus
hijos, tiene derecho a seguir su conciencia. Un paciente en estado terminal puede seguir su
conciencia y rehusar los aparatos que sostienen la vida. Su derecho a obrar así no le está
concedido por una ley positiva sino en virtud de la ley natural. Las autoridades civiles, por su
parte, tienen que urgir el derecho de los hijos a tratamiento médico contra las convicciones
religiosas de sus padres porque el derecho a vivir es fundamental y la sociedad tiene la
obligación de defender los derechos de los que no están capacitados para hacerlo.

¿Debe la autoridad civil impedir el suicidio? La mayoría de los países cuentan con legislación a
este respecto, basada en la presunción que las personas que atentan suicidio no son del todo
competentes y deben ser defendidas contra los malos efectos de sus actos imprudentes.

El problema se hace más difícil cuando alguien, apelando a su libertad de conciencia, hace actos
que lesionan el bien común y los derechos de los demás, como en el caso de distribuir
pornografía o literatura que incita a la violencia y a actos subversivos. Los ciudadanos y sus hijos
poseen, como es obvio, el derecho más fuerte de no verse expuestos a la obsenidad contra su
voluntad y a no verse en peligro con escritos violentos y subversivos. Si hablar de subversión no
es mera cuestión teórica, sino una invitación a una acción, que pone en peligro el orden público,
56
la autoridad civil tiene el deber de proteger los derechos de los ciudadanos a la paz y a una vida
ordenada.

Nuestra conciencia puede entrar en conflicto con las leyes del país. ¿Está uno obligado en este
caso a obedecer las leyes de su tierra, con el fin de evitar el poner en peligro el orden público? Si
la acción impuesta por una ley positiva contradice la ley natural, uno tiene que obedecerle a ella
antes que a la positiva. Por ejemplo, si una ley positiva prescribiera la práctica de la religión del
estado o prohibiera sencillamente la práctica religiosa, uno estaría obligado a seguir su propia
convicción a este respecto e ir en contra de la ley del estado. Por desgracia, este caso no es mera
especulación ni el recuerdo de un pasado remoto de intolerancia religiosa o política. El mundo
actual es testigo de muchas limitaciones a la libertad religiosa y a la libertad de legítima
actividad política. Si un gobierno estuviera comprometido en una guerra, o en la supresión de
derechos fundamentales, y uno tiene estas medidas por antiéticas, debe rehusar su cooperación,
aunque ello le implicara prisión u otra clase de castigo. Tenemos que aceptar de buen gusto los
sacrificios que nos impone la vida moral, porque su rechazo es una decisión no ética, que
contradice nuestro compromiso con la moral.

POR QUÉ UNA MORAL DEL PROFESIONAL

Profesión primaria y profesiones secundarias

En un brevísimo opúsculo, dedicado a la ética profesional19, D. Von Hildebrand encauza su


discurso sobre la distinción, insólita pero significativa, entre lo que él llama la profesión
primaría y las profesiones secundarias.

La profesión primaria, común a todos los seres humanos por el solo echo de vivir en el mundo,
corresponde a lo que podríamos llamar el difícil “oficio de hombre”. Las profesiones secundarias
son, en cambio, las diversas tareas socialmente útiles que el hombre desarrolla dentro de la
sociedad.

Las profesiones secundarias están íntimamente unidas con la profesión primaria, que las incluye
y les da sentido y valor.

La distinción asume un significado particular en la lengua original del opúsculo: el equivalente


alemán de la palabra “profesión” es, en efecto, Beruf que viene de rufen, llamar, y tiene por tanto
en sí la idea de una llamada, de una vocación. Las profesiones de médico, de abogado, de
maestro, de obrero existirían por tanto solamente dentro de un llamado a ser (en el sentido de
llegar a ser) hombre.

Pero, inclusive traducida al español, la distinción-conexión conserva su valor. Por lo demás


“profesión” viene de profesar, que significa testimoniar, hacer visible y explícito algo dentro de
la persona: se profesa una fe religiosa o una pertenencia ideológica. Hacer profesión de
humanidad significa, pues, comprometerse a realizar un modelo ideal de vida que incluye todos
los ámbitos de la existencia y prescribe para ellos significados y modalidades de ejercicio.

Las particulares profesiones que el hombre desarrolla en el ámbito de la organización social del
trabajo se inscriben, pues, dentro de este modelo ideal de humanidad, que hace valer sobre su

19
D. VON HILDEBRAND, La morale professionale, Studium, Roma, 1935.
57
ejercicio sus exigencias y sus leyes, que son por tanto en último análisis las exigencias y las
leyes internas de la profesión de hombre.

Al conjunto de estas exigencias y de estas leyes se les da el nombre de moral profesional.


No raramente médicos, abogados, periodistas u otros representantes de las llamadas “profesiones
liberales” son acusados ante un tribunal de reatos conexos con el ejercicio de su profesión.
Generalmente ellos se defienden sosteniendo, con una fórmula que se ha vuelto ritual, haber
obrado “a ciencia y conciencia” y corresponde entonces a la contraparte el trabajo de demostrar
que el profesional obró contra ciencia y conciencia.

Los dos términos evidentemente no son sinónimos: se refieren a dos esferas de la realidad
completamente diversas, aunque complementarias y mutuamente compenetradas. Pueden tener
un significado sobre todo subjetivo y entonces indican un comportamiento inspirado en lo que
uno sabe de hecho (ciencia) y en lo que uno, en conciencia, considera justo. Pero, por lo menos
en el tribunal, en donde la pura subjetividad no tiene audiencia, éstos indican algo objetivo,
notorio y verificable, es decir, los cánones del saber y de las habilidades requeridas para el
ejercicio de esa determinada profesión, y las normas morales, consideradas universalmente
inherentes para los que la ejercen, o sea, precisamente lo que se llama “la moral profesional”.

De un modo u otro, puesto que inclusive la conciencia subjetiva no puede menos de hacer
referencia a una cierta jerarquía de valores o a un cierto código de normas, esta expresión revela
que en ese contexto y en muchos otros semejantes, todos presuponen la existencia de una ética
profesional.

Normas y valores

A) La promoción del bienestar humano

1. Las normas morales promueven y defienden valores

El discurso moral tiene siempre detrás, tal vez de manera sólo implícita o presupuesta, una
referencia al significado y a las motivaciones últimas del obrar moral, un discurso sobre el
significado de ser justos, pero luego termina inevitablemente en un reglamento más o menos
detallado o en la descripción de un cierto modelo justo de comportamiento, más aún, en un cierto
modelo ideal de humanidad.

Cualquier forma de discurso moral incluye de un modo o de otro, indicaciones muy precisas, de
tipo imperativo, que aspiran a orientar y dirigir el comportamiento humano, de manera que
persiga determinados ideales morales, realice determinados bienes o valores morales, actúe el
perfeccionamiento moral del hombre, tal como está concebido dentro de ese particular tipo de
visión de la realidad.

Para no ser arbitrarias, estas indicaciones imperativas deben a su vez soportarse en uno o más
valores, que precisamente las normas se proponen promover o defender.

Estos valores tienen naturalmente una estrecha relación con la visión global del mundo, que
sostiene todo el compromiso moral y le da su sentido.

Cada una de las formas de moral, y por tanto, de las diversas visiones globales del mundo
presentes en nuestra cultura, privilegia, a veces de modo unilateral y exclusivo, diversos valores
o “set” de valores, como fundamento de los respectivos códigos o sistemas de normas.
58
Inclusive los códigos de “deontología profesional”, elaborados dentro de las diversas órdenes
profesionales en nuestra sociedad, estando constituidos por un conjunto de normas, tienen en su
base un cierto orden o jerarquía de valores. Pero normalmente a ellos se refieren solamente de
manera genérica o evasiva.
Sin embargo, para las personas concretas que deben vivir su compromiso moral en el ámbito de
una determinada profesión, un conocimiento, de estos valores, el más preciso y profundizado
posible, es exigencia importante e imprescindible.

Sólo por medio de un adecuado conocimiento de estos valores y de su eventual jerarquía será
posible interpretar de modo correcto las normas que los promueven y defienden y aplicar del
mejor modo tales normas a la situación concreta, resolviendo de manera justa los eventuales
conflictos que pudiesen emerger en ciertos casos particulares.

2. Diversas prerrogativas y jerarquías de valores

Simplificando un poco, podríamos decir que en nuestra cultura están presentes, junto a la moral
católica, dos grandes filones de pensamiento moral laico: el utilitarismo y el kantismo.

El utilitarismo ve en el hombre sobre todo un ser que siente, caracterizado por necesidades,
capaz de sentir alegría y sufrimiento. Este privilegia, pues, como fundamento de las normas
morales, la felicidad humana; el utilitarismo, entiende por bien todo lo que es útil, es decir, lo
que sirve para producir felicidad y combatir el sufrimiento.

El kantismo (o mejor, las diversas formas de neokantismo, hoy en boga) ve en el hombre, sobre
todo, un ser de la razón, y privilegia, por tanto, como fundamento de las normas morales, los
principios formales de la razón práctica y en particular los que definen y defienden la justicia.

Precisamente con estos valores tendremos ante todo que medirnos. Pero, junto con ellos,
tendremos que tomar en consideración otros, que pertenecen, especialmente, a la tradición moral
cristiana, en particular a la integridad o dignidad de la persona humana y la verdad.

3. La promoción de la felicidad humana

Prácticamente todos los códigos de deontología profesional hacen alguna referencia, en el elenco
de las normas proferidas para los miembros de las respectivas profesiones, a la promoción de la
felicidad humana, como uno de los valores básicos y de las razones principales de estas normas.

La promoción de esta felicidad no es solamente un objetivo propuesto por los códigos de


deontología profesional a los respectivos agentes, es también una de las enseñanzas más
importantes y características del mensaje moral de Jesús: el dar de comer a los hambrientos, el
curar a los enfermos, el confortar a los que sufren, están indicados expresamente por Jesús como
prueba y actuación concreta del mandamiento del amor al prójimo, que él asemeja al amor de
Dios como síntesis de toda la ley moral.

Cristo juzgará a todos los hombres al final de la historia con base en la efectiva promoción del
bien de los hermanos (Mt 25, 31-46).

El utilitarismo ha elevado su objetivo a criterio único de moralidad y a supremo imperativo ético:


“The greater happiness for the greater number” (El mayor bienestar para el mayor número) se ha
convertido en el símbolo de nuestra civilización o por lo menos de lo que ésta hubiera querido
ser.
59
Por nuestra parte, consideramos no justificada una pretensión tan exclusiva y unilateral. Como
veremos, otros valores pueden prevalecer en ciertas situaciones sobre la simple promoción del
bienestar.

Sin embargo, sigue siendo cierto que precisamente la promoción del bienestar y de la felicidad
humana constituye la primera línea de frontera que encuentra el profesional, moviéndose desde
el plano de la pura eficiencia técnica y yendo hacia el campo del positivismo moral.

La promoción del bienestar humano es indudablemente el primero y más fácilmente reconocible


criterio de valoración propiamente moral, que el agente profesional está llamado a tomar en
consideración, en el ejercicio de su profesión.

4. Eficiencia técnica y valoración moral

En cuanto específicamente moral, este criterio difiere esencialmente de los criterios de


valoración ligados únicamente a la eficiencia técnica, aunque muy importantes en el ejercicio de
una profesión.

Los criterios de valoración con base en los cuales son juzgadas las elecciones y los
comportamientos de la actividad profesional son, en efecto, más de uno, diversos por naturaleza,
por importancia y decisión.

Podríamos considerarlos como dislocados sobre una serie de horizontes sucesivos, englobándose
mutuamente, y por tanto, gradualmente más amplios y comprensivos, pero también más
exigentes.

Los criterios de valoración de orden técnico regulan la eficiencia del obrar humano y juzgan
sobre su capacidad de producir efectivamente los resultados que se propone: tales son, por
ejemplo, los criterios de la eficiencia económica, política, estratégica, médica, los que regulan la
actividad productiva, la acción política, el arte de la guerra, la praxis médica y así sucesivamente.

Todos estos criterios están caracterizados por la contramarca de la seriedad. Una seriedad que
podríamos llamar funcional y que depende del carácter rigurosamente objetivo del nexo medios-
fin. Cuando falta esta seriedad funcional, encontramos la afición, destinada a fallar sus objetivos,
sean buenos o malos.

Estos criterios metodológicos todavía no son propiamente morales, aunque a veces, precisamente
por su seriedad y objetividad, se unen de algún modo a los criterios de valoración ética: la
honestidad científica todavía no es honestidad moral en sentido propiamente dicho, y así lo
correcto metodológico no es todavía lo correcto moral.

Todavía no es moral precisamente porque aquí estamos en el plano de la pura eficiencia: lo


correcto de la metodología técnica depende de su capacidad para obtener resultados, no de la
naturaleza de estos resultados.

En cambio, la naturaleza de estos resultados es la que es objeto de la valoración moral: por


ejemplo, el que condena el aborto, no pretende suscitar objeciones contra las técnicas usadas para
realizarlo, sino precisamente contra la finalidad que tienen estas técnicas.

El horizonte de valoración empieza a ser de orden propiamente moral cuando se apoya en los
resultados de este obrar en términos de bienestar humano.
60
El juicio de una acción se vuelve moral en el verdadero sentido cuando, más allá de lo correcto
de la metodología, emplea sus mismos objetivos. Una acción es moralmente aceptable o correcta
cuando, a más de ser realizada de manera eficiente desde el punto de vista técnico, se propone
fines y persigue resultados positivos, en términos de bien humano individual y colectivo. Y
nótese que no se trata aquí necesariamente de un bien directamente moral, sino de un bien
“óptico”, es decir, todavía-no-moral. Es ya suficiente para poder decir que una acción humana
sea moralmente positiva desde el punto de vista, de por sí todavía no moral, del bienestar
humano y de la cualidad de la vida humana. En este caso, la moral parece reducirse a un
guardián del bien no moral del hombre.

Esto significa, evidentemente, que existe una norma o principio moral general, según la cual la
dignidad de la persona exige del hombre que él promueva positivamente el bien y combata, en
los límites de lo posible, el mal “óptico” de las personas humanas: existe un imperativo que
impone al hombre promover el bien y la felicidad del hombre y combatir toda forma de
sufrimiento o de humillación del hombre en sí mismo y en los demás.
El creyente reconoce en esta norma una particular formulación del precepto de la caridad: en la
medida en que el mandamiento del amor no se limita a exigir “buenos sentimientos”, sino que
ordena acciones concretas para realizar el bien del prójimo, de manera seria y eficiente, éste tiene
el valor de un criterio de valoración ética, que da gran realce a las consecuencias previstas de la
acción.

Se trata de una norma tanto más universal y absoluta cuanto más carente de indicaciones
concretas y detalladas: ésta necesita, por tanto, cosas concretas que sólo le pueden venir por
medio de un análisis cuidadoso de la situación.

5. La maximización de los resultados positivos

Este análisis es mucho más decisivo, si se tiene en cuenta que ninguna de las posibles acciones
humanas es tan “limpia”, que sólo conlleva una producción de consecuencias buenas, como para
permitir una valoración positiva sin problemas particulares. La mayoría de las acciones posibles
tiene, paralelamente consecuencias buenas, consecuencias negativas, es decir, indeseadas desde
el punto de vista de la buena intención de la gente. Como toda medicina, tienen, junto a la
eficacia positiva, efectos colaterales negativos. Si una buena conciencia tuviera que vetar toda
acción dotada de efectos colaterales negativos, quedaría prisionera de la inacción.

Sin embargo, en muchas situaciones hay que obrar de todos modos; se podrá hacerlo con buena
conciencia, siempre que el saldo positivo entre efectos buenos y malos sea el mayor posible
(teniendo en cuenta no sólo la cantidad sino también la cualidad y la urgencia de los bienes).

Para justificar una elección que conlleva efectos negativos para el bienestar del hombre, es
necesario, pues, que la proporción entre efectos buenos y malos sea tal que haga razonable, para
una conciencia que quiera seriamente el bien humano concretamente posible, la permisividad de
los efectos negativos indeseados, pero inevitablemente unidos a los positivos. Es un concepto
moral al que se da el nombre de “consecuencialismo” o “proporcionalismo”. Así se resuelven de
hecho muchos problemas de conciencia en los campos económico, político, social, médico. Aquí
la valoración moral asume el aspecto matemático de un cálculo de maximización como la
maximización de la utilidad, muy conocida por los economistas.

Bien y mal son, en todo caso, conceptos rigurosamente objetivos. Claro está que muy a menudo
habrá que ir, en este cálculo de maximización de las consecuencias positivas, más allá de los
resultados inmediatos y de algún modo homogéneos a la acción misma (como, por ejemplo, las
consecuencias económicas de una elección económica, o las consecuencias médicas de una
61
praxis clínica), para llegar a las consecuencias más lejanas en el tiempo y en el espacio, y a los
resultados indirectos y de otra naturaleza respecto del tipo de acción cumplida (por ejemplo, las
consecuencias ecológicas de un proceso productivo o las culturales de una elección política).

Y entre las consecuencias negativas de una determinada elección que son más difíciles de
calcular, pero que en todo caso no hay que descuidar, están también las que se refieren a la
confirmación o a la caída de las condiciones colectivas sobre la licitud o no de algunos
comportamientos. Pongamos un ejemplo: la humanidad siempre ha colocado sobre la vida
humana una cierta sacralidad, sobre todo la inocente. Siempre se ha difundido muchísimo la idea
de que el asesinato directo de un inocente es un desorden moral, y que el cálculo de la
maximización de los efectos positivos, cuando pone una vida inocente sobre uno de los platos de
la balanza, deja de ser una valoración moral. Siempre se ha compartido ampliamente, aunque a
menudo haya sido desatendida en la práctica, la convicción de que el veto puesto en defensa de
la vida inocente goza de una particular incondicionalidad.
Esta incondicionalidad podría justificarse precisamente con base en una consideración de tipo
utilitarístico: aunque el veto absoluto del asesinato directo del inocente tuviese que dar lugar, en
ciertas situaciones-límite, a un saldo de consecuencias positivas inmediatas, menor a las que se
ocasionarían por su transgresión, el asesinato directo del inocente no se colocaría solamente en la
cuenta de las vidas perdidas; habría que tener en cuenta todas las consecuencias de largo alcance
de la pretensión del hombre de hacerse arbitro de quién debe vivir y de quién debe morir, de
hacerse dueño de la vida.

¿Quién puede calcular la eficacia negativa que podría tener sobre la conciencia colectiva de la
humanidad la posibilidad de considerar la vida humana como un bien que tiene un precio, es
decir, un valor de intercambio?

B) La justicia

1. Los derechos y la justicia

Muchos códigos de deontología profesional recuerdan expresamente, al lado del compromiso por
la promoción de la felicidad humana, el de la realización de la justicia, tal vez haciendo
referencia a los derechos universales del hombre o simplemente a los derechos humanos.

Justicia y derecho son conceptos de contenidos intuitivos. En cuanto a la idea de que existen
derechos universales, es decir, que todo hombre, por el solo hecho de ser hombre, merezca
algunas formas por lo menos mínimas de reconocimiento, ayuda y tutela, y que a estos derechos
correspondan precisos deberes, por parte de otras personas es algo universalmente reconocido en
nuestra cultura, sobre todo después de que la ONU ha proclamado solemnemente una lista de
estos derechos universales20.

Es una idea íntimamente conexa con la de la dignidad de la persona humana: debido


precisamente a esta dignidad común a todos los hombres, todo hombre es titular de un idéntico
material de derechos fundamentales, ligados a su calidad de persona.

Pero el hecho de recurrir a los conceptos de derecho y de justicia, por intuitivos y descontados
que parezcan, suscita en realidad una complejísima problemática tanto jurídica como moral.
Dicha problemática se refiere tanto a la definición de los derechos de cada persona, como a su

20
La primera declaración de los derechos del hombre es la de Filadelfia (4 de julio de 1776). Una segunda fue
sancionada durante la Revolución Francesa (1789 y 1793). Pero la más importante sigue siendo la aprobada casi
unánimemente por la ONU el 10 de diciembre de 1948.
62
composición, cada vez que personas diversas tengan intereses concurrentes y tengan pretensiones
contrapuestas de derechos incompatibles entre sí.

En el ámbito de las profesiones formativas se pueden dar muy fácilmente ejemplos concretos de
una tal problemática. A menudo el educador y el psicólogo trabajan para instituciones privadas o
públicas y naturalmente están obligados por deber de justicia a tutelar los intereses de sus
patrones. Pero precisamente esta tutela parece a veces entrar en conflicto con intereses legítimos
de otras personas, exigiendo al profesional comportamientos que terminarían perjudicando a
estas personas.

¿A cuál de los intereses contrapuestos corresponde el título de derecho propiamente dicho?


¿Cuál de estos intereses debe, en cambio, ser sacrificado en favor del otro?
Derechos en sentido propio, en efecto, son los intereses de las personas o de las instituciones que
se pueden perseguir sin lesionar otros intereses eventualmente contrapuestos y jurídica o
moralmente sobresalientes: mis derechos encuentran siempre un límite en los derechos de los
demás y dejan de ser tales cuando se vuelven incompatibles con derechos sobresalientes de otros;
este límite entra en la definición misma del derecho. Ningún derecho es totalmente ilimitado; así
el derecho del periodista y de los lectores a una información exhaustiva encuentra algunos
límites en los derechos inalienables a ciertas formas por lo menos mínimas de privacy; el
derecho de huelga es realmente tal, sólo si respeta el derecho de los usuarios a ciertos servicios
públicos.

2. Los principios de la justicia

La decisión de qué es justo y qué no lo es, en muchas situaciones le corresponde a la comunidad


civil: las leyes del Estado deciden entre las pretensiones concurrentes, dando a algunas el
carácter de derecho y negándolo a otras.

Pero la ley no hace esta discriminación de manera totalmente arbitraria: la hace aplicando,
aunque con algún margen inevitable de arbitrariedad, algunos principios generales considerados
integrantes de una cierta cultura y llamados precisamente “principios de justicia”.

Esto significa que la ley no es el criterio último y autónomo de justicia: ésta puede, pues, a su
vez ser juzgada injusta por la conciencia común, con base precisamente en los principios que se
imponen al mismo legislador.

Por lo demás, aunque continuamente actualizadas y adecuadas a la complejidad y mutabilidad de


la situación, las leyes tienen necesidad de ser interpretadas y aplicadas siempre; al aplicar las
leyes, en donde sean abstractas o genéricas, al sustituirlas en donde faltan, o al derogarlas en
donde sean francamente injustas, a cada ciudadano o a las instituciones sociales se les pide que
se inspiren precisamente en los principios de la justicia.

Inclusive al profesional se le pide a menudo, en el ejercicio de su profesión, el difícil


discernimiento entre los intereses legítimos y los ilegítimos, de los derechos de pretensiones no
sostenidas por ningún derecho. Es una tarea facilitada por las leyes y por los códigos de
deontología, cuando los hay, pero es una tarea que, en último análisis recae siempre sobre la
conciencia personal del profesional mismo.

Y será una tarea tanto más difícil, en el plano moral, mientras más involucrados se encuentren
sus propios intereses y sus pretensiones con los intereses y las pretensiones que entren en el
conflicto por resolver.
63
Un primer y decisivo principio de justicia, al cual recurrir en el cumplimiento de esta tarea, es el
que podríamos llamar, con algún filósofo moderno21, principio de reciprocidad, o con otros22,
principio de universalidad.

Se trata de un principio inspirado en una de las formulaciones del imperativo categórico de Kant,
pero también en la famosa regla de oro del Evangelio (“Haz a los demás lo que quisieras que los
demás te hicieran”).

Según este principio, es justo para toda persona y en toda situación lo que ella reconocería justo
para cualquier otra persona, bajo todo aspecto moralmente sobresaliente, en una situación igual a
la propia, o también, según la formulación kantiana, es considerado como aplicable para sí esa
regla de justicia que se considera válida como elemento de una legislación universal.

Es una regla que pide juzgar lo justo y lo injusto poniéndose en el pellejo de todos los
interesados, y viendo las cosas desde el punto de vista de ellos.

Se trata de una regla en un cierto sentido formal, pero depositaría de una sabiduría universal y
capaz de servir de criterio de verificación para toda otra regla de justicia de carácter particular y
de contenido.

Las reglas de la justicia, extraídas así, deben considerarse importantes respecto del mismo
empeño de maximizar el bienestar humano. No puedo violar los derechos ciertos aun de una sola
persona, cualesquiera que sean sus condiciones físicas o psíquicas, ni siquiera cuando esta
violación prometiera un saldo positivo de bienestar humano, mucho mayor de cuanto sería
compatible con su respeto: y esto por el motivo sencillísimo de que la justicia tutela directamente
esa dignidad de la persona humana, que es el fundamento de todos los otros valores morales.

C) Dignidad e integridad de la persona

Pero la dignidad de la persona humana no es solamente el fundamento último de todos los otros
valores: la dignidad humana no se promueve sólo indirectamente y de modo genérico, actuando
cualquier otra forma de bien moral o de valor. La dignidad humana se puede promover y
defender, o también desmentir y violar inclusive de una manera más directa, promoviendo o
perjudicando precisamente lo específicamente humano del hombre.

Lo específicamente humano del hombre, y por tanto, la auténtica raíz y el núcleo central de su
dignidad, está ante todo ligada a su libertad responsable, que hace de todo hombre un ser
intrínsecamente “moral”: y esta cualidad constitutiva está a su vez incorporada y especificada,
para toda singular persona, en sus convicciones morales y religiosas.

Esta dignidad pertenece a todo hombre de manera tan propia e inviolable que nada, excepto sus
elecciones libres y responsables, puede realmente anularla: el respeto y la promoción de esta
dignidad es ante todo tarea y responsabilidad de toda singular persona.

Esto no quita que, dentro de la convivencia humana y de las relaciones de comunicación


interpersonal que ella conlleva, cada uno pueda influir, aunque de modo indirecto o imparcial,
sobre las cualidades morales de las otras personas.

21
Cf. por ejemplo, L. KOHLBERG, Essays on Moral Development, S. Francisco, 1981, y: J. RAWLS, Una teoría
della giustizia, Milán, 1981.
22
Cf. J. HABERMAS, Etica del discorso, Barí, 1989.
64
Esto sucede de modo muy especial dentro de las profesiones formativas, de manera distinta y
específica para cada una de ellas. La posibilidad y el intento explícito de perseguir un tal influjo
es, en efecto, como veremos, uno de los aspectos que caracteriza todas estas profesiones: las
profesiones formativas tienen relación precisamente con lo que forma lo específicamente
humano del hombre.

El valor, directamente moral, de la dignidad de la persona y el imperativo de respetar


incondicionalmente su integridad se imponen, pues, en estas profesiones, con una urgencia muy
particular: no sólo con la fuerza de un imperativo positivo que ordena un empeño de
restauración, liberación y curación, sino también con la fuerza de un imperativo que prohibe
cualquier violencia, humillación y manipulación.

Esta alusión a la dignidad de la persona como fundamento de todos los derechos del hombre,
pero también como un valor específico necesitado de tutela y de explícita promoción, está
presente un poco en todos los códigos de deontología profesional de las profesiones formativas:
“Los psicólogos -así, por ejemplo, el código de la American Psychological Association- respetan
la dignidad y el valor del individuo y se preocupan por la protección y la defensa de los derechos
humanos”.

La dignidad de la persona no es sólo el fundamento de todos los derechos humanos, ella misma
es un derecho y el más importante de todos: como tal puede encontrarse a veces en contraste con
otros derechos u otras expectativas de la persona, incluso el derecho y el deseo del bienestar
psicofísico, del éxito escolar o profesional.

Los agentes de las profesiones formativas se encuentran a menudo en la posibilidad de obrar más
o menos profundamente sobre el psiquismo de las personas; de penetrar sus secretos más ocultos,
tal vez violando su intimidad y hasta manipulando su libertad. Por algún intento en que puedan
ser inducidos a ello o cualquier otro valor humano que pueda entrar en conflicto con esta
dignidad, nada podrá jamás legitimar una tal manipulación.

La ética profesional fundamentada en la dignidad de la persona significa la subordinación a esta


dignidad, inclusive la promoción de su bienestar psicofísico, de la calidad de la vida, del
desarrollo de la personalidad en otros aspectos, no directamente morales, cuando los medios para
obtener estos resultados conllevasen alguna seria violencia respecto de la integridad y de la
dignidad de la persona.

Así como ningún intento, aunque benéfico en otros niveles, jamás podrá justificar normalmente
el uso consciente de la mentira, el disponer de la persona como de un objeto, el obrar sobre ella
sin su consentimiento o contra sus personales convicciones, sobre todo en el campo político,
moral o religioso.

En lo relativo a la profesión del psicólogo, en particular, la urgencia de este respeto encontrará


expresión normativa en las reglas sobre el secreto profesional y sobre el así llamado consenso
informado.

D) La verdad

1. Amor y búsqueda de la verdad

Junto a estos valores básicos (bienestar humano y justicia) que podríamos definir como
antropocéntricos, porque van directamente orientados a la valoración del hombre, nos referimos
a veces, en el curso de nuestro estudio de la ética de las profesiones formativas, a un valor que,
65
por lo menos a primera vista, parece trascender al hombre e imponérsele por encima de los que
son sus intereses: el valor de la vida, cuyo fundamento por parte del hombre, consiste en el
empeño moral de amar, buscar y servir a la verdad.

Como la dignidad de la persona humana, también la verdad no es solamente un valor moral junto
a otros: entendida en un sentido amplio, la verdad es un valor general, que se extiende a toda la
experiencia moral; una dimensión del valor moral como tal, presente en todo acto moral.

La verdad no es solamente algo a lo que se debe ser fieles dentro del gesto comunicativo. El
hombre tiene al respecto una vocación global, íntimamente conexa con su dignidad de ser
espiritual.

Antes de ser expresada, la verdad debe ser amada y buscada como valor trascendente. Esta
amorosa e incesante búsqueda de la verdad es la veracidad entendida en su significado más
profundo y, últimamente, religioso.
Entendida en este sentido profundo, veracidad es la relación del amor y del conocimiento
humano con el esplendor y la amabilidad del ser: “Ens et verum convertuntur". Esta consiste en
una actitud de apertura global y activa de la inteligencia y de la libertad respecto del peso de ser
y de bondad, incluido en la realidad que se ofrece al conocimiento humano.

Y naturalmente vale para esta verdad el principio de analogía que rige en el mundo del ser. La
verdad es un atributo de lo real dotado de medidas de relieve muy diverso y decisivo para el
hombre: verdad es la objetiva correspondencia del pensamiento o de la palabra humana a la
realidad de las cosas, pero verdad en un sentido diverso es también la plenitud de ser al que está
llamado todo hombre; y verdad es el ser mismo de Dios.

En su más pequeño fragmento ésta se impone a la inteligencia con la incondicionalidad del ser y
le proporciona un fragmento de la verdad absoluta a la que aspira la mente humana. La búsqueda
de esta verdad fragmentaria empeña a menudo toda una existencia humana y se considera una
vocación ética, bastante digna del hombre y capaz de dar sentido a una vida.

Pero, en la medida en que el fragmento de verdad lleva inevitablemente más allá de él a una
verdad más profunda y más comprensiva, la “curiosidad” humana está llamada a hacerse
búsqueda de la verdad decisiva para el hombre, capaz de tornarlo “auténtico” y salvarlo.

La búsqueda de la verdad confluye así en la búsqueda del bien y asume una connotación
religiosa. Por otra parte, esta búsqueda de la verdad que salva no es necesariamente un intento
sacrílego de poner las manos sobre Dios, porque es siempre y solo respuesta a una iniciativa
proveniente de Dios mismo, que se ofreció en Cristo como objeto adecuado de la necesidad de
verdad y de vida del hombre.

2. Fidelidad a la verdad del bien

Pero la veracidad como virtud general y como dimensión trascendental del obrar ético no se
agota en la tendencia del hombre hacia una verdad externa a él y más grande que él. Esta asume
también el rostro de la fidelidad a la verdad del propio ser, considerada en su dimensión
dinámica de fidelidad creativa, que desarrolla tal verdad según las directivas colocadas en el
hombre mismo por el acto creador de Dios. Ser veraces es ante todo crecer, a través del amor, en
la verdad del propio ser: “Veritatem facientes in caritate, crescamus...” (Ef 4, 15).

A esta fidelidad a la verdad del propio ser es a la que se refiere cuando se habla de una veritas in
essendo, como fundamento y medida de toda veritas in dicendo.
66
Naturalmente el fundamento último de toda ventas in essendo es una vez más la verdad misma
de Dios que se identifica con su ser inefable. Por esto todo acto moralmente bueno deja traslucir,
en lo concreto de su evento finito, un reflejo de la verdad divina que hace del hombre una imago
Dei.

Por el contrario, todo pecado, cualquiera que sea la materia concreta del desorden que éste
introduce deliberadamente en la vida humana, tiene la negación moral de una mentira: traiciona
la verdad del hombre y la de Dios que la fundamenta.

3. Veracidad y mentira

Pero la veracidad no es sólo un elemento trascendental de la vida moral; es también una virtud
particular que actúa la fundamental fidelidad del hombre a la verdad de su ser, en el campo
específico de la comunicación.

Entendida en este significado más restringido, limitada por tanto al ámbito, también
importantísimo, de la comunicación, la veracidad no parece constituir un valor en sí distinto y
autónomo respecto de los valores morales considerados hasta ahora.

En muchísimos casos, decir la verdad significa solamente permanecer fieles a los valores de la
promoción de la felicidad humana o de la justicia.

En el derecho como en la política y en los negocios, inclusive en las pequeñas cosas de la vida
cotidiana, mentir significa cometer alguna injusticia: mi prójimo tiene el derecho de no ser
engañado por mí; es difícil que la mentira no perjudique injustamente a alguien en particular. Y
en todo caso ésta representa siempre un atentado a la confianza recíproca dentro de la
convivencia humana, y por tanto, un perjuicio causado al bien común, que se alimenta de esta
confianza.

Pero en la medida en que la veracidad está al servicio de estos valores “de convivencia”, no se
constituye en un absoluto moral, más de lo que lo son estos valores mismos.

Puesto que su negativismo se mide por las consecuencias negativas (en términos de bienestar o
de lesión de los derechos de los demás) que ésta produce, se deberían poder dar situaciones en
las que su negatividad está compensada por sus eventuales consecuencias positivas, tal vez en
términos de bien común. O también podría ser que el destinatario de mi comunicación haya
perdido todo derecho a la verdad, por ejemplo por ser un agresor injusto del cual me es lícito
defenderme.

Filósofos y teólogos moralistas prefieren no usar en estos casos el término “mentira”, que evoca
inevitablemente algo negativo, para usar el más neutral de “falsiloquio”: habría, pues, formas de
falsiloquio pecaminosas, porque son injustas o perjudiciales, y formas legítimas, porque son
inspiradas en finalidades buenas.

Pero existe también, dentro de la reflexión moral cristiana, una tradición muy antigua que ve en
la veracidad un valor moral autónomo, que exige un respeto absoluto, cualesquiera que sean las
consecuencias (en términos de bienestar premoral) de su violación e incluso prescindiendo de los
derechos y de los deberes impuestos por la justicia.

Según esta tradición, que se remonta por lo menos hasta san Agustín y que dominó durante
muchos siglos en la teología católica, cualquier forma de comunicación interpersonal que
traicione las exigencias de la veracidad constituiría un caso emblemático de negativismo moral
67
intrínseco, es decir, ligado a la misma estructura interna del acto, independientemente de las
consecuencias o de las finalidades subjetivas de la gente; sería siempre un mal moral, por lo
menos en el plano objetivo.

Un tal género de valoración excluiría naturalmente la posibilidad de situaciones de excepción,


respecto del deber de la veracidad, concebido en términos absolutos. San Agustín es categórico
al respecto: por grave y enredado que pueda ser el conflicto de los bienes en cuestión en la
situación concreta, lo único que se puede verificar para asegurar un juicio ético es la negatividad
intrínseca o no de la mentira; establecida ésta, nada podrá justificarla.
Ni siquiera la salvación eterna de los demás, suponiendo que pudiese depender de una mentira,
podría legitimarla. El principio según el cual no se debe hacer el mal para realizar el bien (Rm 3,
8), no podría ser más rígidamente aplicado.

No pocos teólogos rechazan hoy la tradicional valoración de negatividad intrínseca de la mentira.


Y no es difícil resaltar las debilidades de los argumentos utilizados para sostenerla, comenzando
por el bíblico, aunque le pareció decisivo a san Agustín. La posibilidad de una negatividad
intrínseca del falsiloquio, independiente de cualquier injusto perjuicio al prójimo, parece extraña
a la Biblia, que siempre denuncia solamente el carácter injusto y antisocial de la mentira.

Pero el problema tiene su importancia práctica sobre todo dentro de las profesiones formativas:
no es raro que algún educador se considere a veces autorizado a mentir sobre los que él considera
(con razón o sin ella) los verdaderos intereses del educando, y por tanto, las finalidades mismas
de su tarea educativa; lo mismo puede suceder al psicólogo en lo relativo a las finalidades
terapéuticas de su profesión, o al periodista en lo relativo a los intereses del bien común que él se
propone con su trabajo.

¿Hasta qué punto la nobleza, verdadera o presunta, de las finalidades perseguidas puede autorizar
formas de falsiloquio que parezcan no perjudicar injustamente a nadie?

4. Las diversas funciones de la comunicación

Nos parece que, para afrontar correctamente el problema de la valoración moral de estas lesiones
de la verdad, pueda llegar a ser útil una antigua y conocida distinción sugerida por la lingüística,
que es precisamente la ciencia del lenguaje.

Según K. Bühler23, la palabra y, de manera diversa, cualquier forma de comunicación humana,


desarrollaría un triple orden de funciones esenciales: la información (Darstellung), el estímulo a
la acción (Appell) y la expresión o autocomunicación (Ausdruck).

Cualquiera que se dirija a otro con la palabra describe ciertas realidades, o también quiere mover
a la acción en vista de una finalidad, o expresa a sí mismo y su modo interior, o persigue
conjuntamente dos de estas finalidades o también las tres simultáneamente. El mensaje busca en
el destinatario una alternativa o conjuntamente un discípulo, un colaborador o un confidente.

Naturalmente hay formas de comunicación que, por su estructura interna o por circunstancias
externas decididamente influyentes, tienen como finis operis solamente la primera y/o la segunda
de estas funciones. Son principalmente formas de intervención sobre el hombre y sobre el
mundo, tendientes a la búsqueda de un resultado que para ellas es cualificante y con base en el
cual se juzgan por último.

23
K. BÜHLER, Sprachtheorie, Fischer, Jena, 1934.
68

La palabra en este caso es esencialmente un medio para llevar a cabo finalidades de naturaleza
social: el conocimiento de una verdad por parte de un destinatario que todavía la ignora, o su
colaboración en la realización de un proyecto con una específica prestación eficiente.

Estas formas de comunicación con finalidades, sobre todo, informativas o programáticas


encuentran su definición ontológica (la determinación de lo que son realmente), y por tanto, el
fundamento de su valoración ética en su aptitud para producir resultados; su naturaleza de
medios define su esencia de actos morales. No se ve por qué en estos casos se tenga que hablar
de negativismo moral intrínseco y por qué la prohibición de decir lo falso tenga que excluir
cualquier posibilidad de situaciones de excepción.

Pero nos parece que esto no excluye totalmente la posibilidad de valoraciones de negatividad
moral intrínseca desde el ámbito de la comunicación. Estas valoraciones deberían reservarse a
esas formas de comunicación en las cuales quien habla expresa a sí mismo, en uno de los
aspectos decisivos de la verdad de su ser, como sucede en el caso del martirio o en el lenguaje de
la sexualidad. Damos a esta forma de comunicación el nombre evocativo de “testimonio” y
sostenemos que, por lo menos para esta forma especialísima de comunicación, sigue siendo
válida la valoración tradicional de intrínseca negatividad de la mentira.

5. Testimonio y verdad del propio ser

La lectura del Contra mendacium de san Agustín da, en efecto, la impresión de que la rigidez de
su posición sobre la negatividad moral de la mentira sea ampliamente influenciada por la
consideración del ejemplo determinante de esa forma de veracidad, afirmada con el precio de la
misma vida, que es el martirio.

Este fue, dice él, el ejemplo que enlazó indudablemente, a los mártires, a los que la sola
consideración de las consecuencias de su gesto habría aconsejado la aparentemente inocua
mentira de una fingida apostasía24.

La fuerza del argumento sacado del ejemplo de los mártires se basa en el presupuesto de que,
data occasione, el martirio no es un acto de perfección supererogatoria, sino un deber ineludible.
La apostasía, aunque sólo ficticia, equivale a una auténtica traición de la propia fe. Por esto el
creyente que había sacrificado a los ídolos, aunque sólo fingiendo, se encontraba en la condición
de “lapsus”, es decir, de de-caído en la gracia y de la comunión con Cristo y con la Iglesia.

La confesión de la fe es, pues, un tipo de comunicación en la que la producción de resultados no


entra a determinar la esencia del acto de hablar; es esa forma de lenguaje en que prevalecen las
funciones expresivas, en que el hablar vale principalmente por lo que dice, mientras los
eventuales resultados de naturaleza premoral, producidos sobre los escuchas o indirectamente
sobre la sociedad, no constituyen la naturaleza misma del acto lingüístico, y por tanto, no van a
constituir su calificación ética.

Nos parece que este género de valoración nada tiene que ver con ninguna consideración de tipo
exclusivamente pragmático, y que, en el caso de un testimonio, la consciente deformidad de la
palabra por la interior verdad que ésta pretende expresar deba considerarse intrínsecamente
negativa, prescindiendo de cualquier consecuencia. La veracidad en este caso es un valor
directamente moral, independientemente de los bienes premorales que realiza.

24
SAN AGUSTÍN, Contra mendacium, c. 18, PL 40, 544.
69
Naturalmente aquí no se quiere decir que toda forma de expresión de los propios sentimientos,
de la propia vida interior, tenga que entrar automáticamente en este tipo de comunicación y
quedar bajo este tipo de valoración ética; tanto más que un cierto valor expresivo está presente en
toda forma de comunicación: aun transmitiendo las informaciones más asépticas y buscando
resultados extraños a mi persona, yo me revelo siempre un poco a mí mismo.

Pero existe un expresarse a sí mismo que toca de algún modo las raíces del propio ser persona,
un hablar en que la verdad dicha es, de modo único y profundo, la verdad misma de la que
estamos hechos. Llamaremos aquí este modo de hablar con el nombre de testimonio, que es
precisamente el equivalente del griego “martyrion”, dando a este término un sentido más fuerte
del que tiene comúnmente.

La verdad testimoniada no es una verdad cualquiera: su connotación esencial es la de ser


revelación del sujeto; el testigo “habla en cuanto él mismo. La instancia que entra en su hablar es
su yo mismo, la unicidad, el carácter inherente, lo absoluto de su existir”25.
Por eso la verdad expresada en el testimonio transciende a quien la posee y la dice: es más
grande que él. Pero el estar sometido a esta verdad que lo supera no es para el testigo una
disminución o esclavitud cualquiera; es más bien la fuente de su valor y de su identidad: la
verdad que lo domina lo hace libre.

Naturalmente esto significa que el testimonio mentiroso es valorado como mal moral,
independientemente de los resultados no morales que obtiene.

Y esto es cierto no sólo para aquella forma-límite de testimonio que es el martirio religioso, sino
también para cualquier otra forma de certificación que ponga en juego aspectos significativos de
la verdad de la persona.

Es una definición indudablemente vaga; pero se puede aclarar con un ejemplo: el gesto del
soldado alemán que rehusó participar en el asesinato de algunos rehenes civiles inocentes y
murió junto con ellos es un ejemplo indiscutible de esta extensión del concepto de testimonio,
más allá del martirio religioso.

Un gesto como éste tiene solamente el valor de un gesto y se juzga sólo como gesto, es decir, con
base en su significado. Este no produce ningún resultado concreto, no cambia nada; porque no es
un gesto de tipo pragmático que busque un resultado mensurable. Es una proclamación inerme
del valor de la vida, que no salva ninguna vida, peor aún, pierde una más. Pero es el gesto de una
persona a la que no se le permite mentir o callar; de una persona que debe dar una respuesta que
revele la verdad profunda de su persona.

Por otra parte, tal testimonio no carece de su eficacia positiva. Pero lo que éste realiza no es un
bien premoral, sino un valor directamente ético. La autenticidad del testigo, producida por el
testimonio verdadero, es el resultado específico de esta forma de comunicación.

Decir la verdad, cuando dicha verdad es la del propio ser, es lo mismo que realizarla.

25
K. HEMMERLE, Wahrheit und Zeugnis, en Theologie als Wissenschaft, Herder, Friburgo, 1970, p. 42.
70
6. Hacer la verdad del hombre en las profesiones formativas

Pero la verdad del propio ser no es solamente una verdad por expresar con autenticidad en el
testimonio: es ante todo una verdad por hacer, a través del empeño moral de la autorrealización
ética.

El bien moral es el verdadero bien del hombre, el bien que lo hace auténtico, lo hace verdadero
hombre, realiza esa verdad del propio ser que él tiene en sí, sólo en el estado de vocación y de
potencialidad, y que es el verdadero proyecto de Dios a su respecto. Las profesiones formativas,
en la medida en que se proponen ayudar a las personas a desarrollar sus reales potenciales de
vida y a verter en plenitud la verdad de su ser, cumplen respecto de la verdad del hombre una
especie de función mayéutica: ayudan a las personas a descubrir la verdad de que son hechas y
sobre todo la verdad para la cual son hechas, y por tanto, las hacen nacer a aquella plenitud de
humanidad que Dios ha proyectado para cada uno.

Esto no significa que tengan que imponer al hombre, con la violencia psicológica y con las
técnicas de la persuasión oculta, algún proyecto de humanidad que le sea de alguna manera
extraño, alguna imagen ideal de sí, que no sea la específica y originalísima verdad que todo
hombre lleva dentro de sí, oculta en las potencialidades reales de su ser.

Ayudar al hombre a descubrir y a hacer la verdad del propio ser significa ser guiados y
vinculados solamente por esta verdad, que exige ante todo una búsqueda amorosa y un
reconocimiento incondicional.

Todas las teorías sobre el hombre, sobre el sentido de la vida humana, sobre su destino último y
sobre la esperanza de salvación que el formador lleva consigo en su trabajo y que él vive con
sinceridad y seriedad en su vida, no constituyen objeto de imposición violenta de trasiego, sino
instrumento delicado y siempre susceptible de interpretación y de comprensión de una verdad, de
la que el formador no tiene el secreto y que está siempre delante de él como algo todavía por
descubrir y realizar: y es sobre esta reverente veneración por una verdad que también está
confiada a su solicitud, pero que al mismo tiempo lo transciende infinitamente, como se mide la
calidad moral de su empeño profesional.

¿POR QUÉ UNA ETICA PROFESIONAL?

1. Cómo autorrealizarse a través de la profesión

En páginas anteriores hemos visto el porqué y el significado último del empeño moral,
inspirados en la fe cristiana; ahora debemos preguntarnos por qué esta experiencia debe
extenderse hasta abrazar la realidad de las profesiones, y cómo se justifica, por tanto, la
elaboración de una ética profesional.

Es fácil responder este interrogante si sólo pensamos, por una parte, en el carácter totalitario e
integrante de la fe, que llena de significados propios todo el obrar del creyente, y, por otra parte,
en lo que el ejercicio de una profesión marca profundamente toda la vida de un hombre, sea en
su dimensión de autorrealización personal, sea en su dimensión de apertura a los otros y de
responsabilidad social.

La práctica de un trabajo o el ejercicio de una profesión son, ante todo, para el hombre un
campo, a menudo decisivo, para la explicación de sus dotes específicamente humanos, como la
inteligencia, la creatividad, la tenacidad, la habilidad manual o intelectual, pero al mismo tiempo
71
conllevan para él una fatiga particular, ligada a la fatiga física o mental, a la repetición del
trabajo, a la condición de subordinación en que se hace.
Trabajo y profesión conllevan para él experiencias exhaustivas de expansión de sí, pero también
momentos de frustración, de sufrimiento y de humillación.

El primer problema moral que emerge de esta constatación será, pues, el del comportamiento
interior y el de la calidad de las motivaciones que el cristiano estará llamado a asumir respecto de
una experiencia tan radicalmente ambivalente.

Ciertamente la realización de sí representa uno de los significados y motivaciones más sentidas


de la profesión, pero el creyente no puede limitarse a ver la propia realización únicamente en
términos de utilidad, prestigio social, ejercicio del poder; ni siquiera en el ejercicio satisfactorio
de la creatividad, responsabilidad, genio, en la expansión armoniosa y casi espectacular de las
propias cualidades humanas. En el estadio actual del desarrollo productivo (pero también en
cualquier otro orden previsible de la producción económica, para un futuro no ilimitadamente
lejano) esto estaría reservado realmente para unos pocos.

Hay que reconocer que las capacidades autorrealizadoras del trabajo están ligadas más bien a su
significado ético, es decir, al hecho de que éste constituye un servicio social y una forma objetiva
de solidaridad.

Se trata naturalmente de una concepción de la realización de sí, comprensible plenamente sólo a


la luz de la fe, distinta de la condición egocéntrica dominante en nuestra cultura.

El creyente tratará, pues, de superar las motivaciones puramente interesadas, egoístas y


oportunistas que una sociedad inspirada en lo contractual y dominada por el desencadenamiento
de los intereses corporativos, tiende a privilegiar.

Esto no significa la definitiva e intencional exclusión del trabajo de todo aspecto positivo de
satisfacción, de creatividad y de expansión; se trata más bien de no tomar estos aspectos como
finalidades exclusivas para buscar a toda costa, rehusando sistemáticamente asumir sobre sí una
justa parte de la fatiga del trabajo humano, para descargarla únicamente sobre los más débiles.

No se puede, en efecto, negar que cada uno de los seres humanos pagan, por la realización de los
objetivos sociales de la comunidad trabajadora, un precio demasiado desigual de fatiga, de
expropiación del tiempo libre, de disminución de la libertad y de la posibilidad de desarrollar
actividades más inmediatamente satisfactorias.

Las dos dimensiones contrastantes de la experiencia del trabajo (su fatiga y su carácter
inmediatamente realizable) están distribuidas (y estarán así inevitablemente y durante mucho
tiempo), de manera muy desigual dentro de la organización social de la producción.

La subdivisión de las labores en la sociedad humana no está, por tanto, exenta de graves
problemas morales de justicia y de solidaridad.

La división del mundo del trabajo en profesiones altas o “liberales” (por ser libres, de hecho, de
la particular fatiga del trabajo manual, y a menudo también de la subordinación típica del trabajo
dependiente) o directivas (por estar asociadas a papeles de dominio), y profesiones bajas o
serviles (porque conllevan subordinaciones y servidumbres) siempre ha ido paralela a la división
de la sociedad en explotados y explotadores.
72
Las profesiones formativas pertenecen en general al rango de las “profesiones altas” y conllevan
ganancias, estatus social y funciones creativas relativamente elevadas. El creyente que
desempeña una de estas profesiones privilegiadas no podrá usufructuar estas ventajas sociales,
sin luchar activamente por una más general elevación de la condición de los trabajadores.

El mirará la organización social del trabajo con espíritu de solidaridad universal, superando toda
forma de sórdido corporativismo.

2. La profesión como servicio social

De estas consideraciones emerge ya claramente cómo la profesión no es algo que atañe


solamente a cada una de las personas tomadas en su individualismo, también representa uno de
los momentos más importantes de su relación con los demás y de su vida social.
El trabajo ha sido, desde el comienzo de la historia humana, una de las fuerzas de cohesión social
más decisivas; la unión solidaria de las fuerzas multiplica la productividad individual del trabajo,
y lo hace más fácilmente victorioso respecto de la naturaleza. La comunidad humana es siempre,
en sus raíces, una comunidad de trabajo.

En este trabajar juntos, el hombre ha sido llevado muy rápido por la diversidad de las habilidades
personales a una progresiva división y especialización de las tareas, que hace de la comunidad
que labora un organismo diversificado pero con un fin único, según el modelo ya ofrecido por la
naturaleza de los organismos vivientes: lo que podríamos llamar “el organismo de las
profesiones”.

Las responsabilidades profesionales tienen, pues, una decisiva dimensión social: las profesiones
tienen en el mundo del hombre una organización estable propia, y por tanto, una dimensión
estructural. Dentro de este “organismo de las profesiones”, los hombres colaboran estrechamente
entre sí, en una consciente y articulada división de las tareas.

También el creyente ocupa su puesto dentro de este organismo y su profesión es, para él, fuente
de específicas responsabilidades morales, primordiales para su fe porque son capaces de poner a
prueba la autenticidad, a través de su integración en la vida.

La necesidad de ofrecer a los demás un servicio útil, reconocido como tal por los destinatarios,
para tener en cambio una ganancia para vivir y un estatus social garantizado y tranquilizador, es
para todo trabajador un severo educador, que plasma su actitud respecto del mundo y de los
demás, la calidad de su sentido social, sus ideas y la imagen que él se hace de sí mismo, y por
tanto, también su conciencia y personalidad moral.

En una profesión se entra. Esta existe ya, con su organización y sus leyes antes de nosotros: ella
tiene su puesto preciso en la sociedad, que espera de ella un particular tipo de servicio objetivo,
parte de ese complejo intercambio de bienes y de servicios recíprocos de que se compone la vida
económica y social de cualquier comunidad humana.

Antes que de su dimensión subjetiva, ligada a los problemas personales de quien la desarrolla,
toda profesión es definida por la dimensión objetiva, de naturaleza socioeconómica. Debido a
ella, la profesión realiza una forma de responsabilidad objetiva que hace de todo hombre un
“guardián” para todo otro hombre. Cualquiera que sea su posición dentro de la organización
productiva, el que trabaja está llamado a ver en todo otro hombre un hermano, cuya vida depende
también de su solicitud. La función social de la profesión hace de ésta el instrumento concreto
con el que cada uno contribuye al bienestar de la comunidad.
73
La experiencia y la reflexión de fe están llamadas a valorizar este carácter objetivo de la
profesión y a ver en la percepción y en la aceptación responsable de esta dimensión del trabajo
una tarea ética precisa.

Por otra parte, es a través de la explicación de su trabajo (con todo lo que de fatigoso, pero
también de proyectivo, de cooperativo, de humanizante, hasta de elevado pueda conllevar) como
el hombre encuentra una de las mediaciones más decisivas de su responsabilidad respecto de los
demás, y por tanto, también de Dios. En pocos campos el hombre descubre inmediatamente
cuánto influyen sus decisiones sobre los demás; cómo contribuyen a crear a su alrededor
bienestar o miseria, humanización o deshumanización.

Estas responsabilidades tienen su carácter particular de objetividad: dependen de lazos reales de


causa y efecto, de compatibilidad y de incompatibilidad, que no tienen en cuenta la impaciencia
de los deseos. El ejercicio de la profesión tiene consecuencias precisas dentro de una realidad, en
donde la radical finitud de la condición humana asocia, a toda elección, pesados costos e
inevitables renuncias para sí y para los demás.

Precisamente debido a esta dimensión social constitutiva de la profesión, y teniendo en cuenta


las condiciones de demasiada injusta desigualdad todavía inherente a la organización social del
trabajo y de las profesiones, el profesional creyente tiene que luchar por una mejor y más justa
división de los gravámenes del trabajo y de sus efectos positivos, constituidos ellos por el
usufructo de sus frutos económicos, por un adecuado reconocimiento o estatus social y por la
posibilidad, hoy impedida a demasiados, de experimentar en el trabajo la sensación satisfactoria
de la propia autorrealización.

Precisamente a la luz de esta concepción cristiana de la autorrealización, de la cual se ha hablado


antes, se ve claramente que las mismas profesiones altas pueden convertirse en lugar de auténtica
autorrealización, sólo si se hacen con una preocupación social que, superando la óptica
restringida de los intereses de categoría, se abra realmente a los problemas de las formas más
penosas y menos satisfactorias de trabajo, y seriamente tendiente a la liberación de las
profesiones menos liberales, a través de un empeño de praxis política y social liberalizadora.

3. La profesión como vocación

A la luz de su fe, el creyente ve en las posibilidades positivas que le ofrecen la profesión y el


trabajo y en las responsabilidades conexas con estas oportunidades, un llamamiento personal de
Dios.

La fe le hace ver a Dios operante, bien sea a través de la mediación de las causas segundas, bien
sea en las realidades que lo solicitan y lo responsabilizan: a través de estas responsabilidades,
Dios lo llama a una tarea ética, que se convierte así en vocación, parte significativa (aunque no
totalizante) de su concreta y original vocación de hombre y de cristiano.

Las diversas profesiones delinean así una estructura vocacional dentro del proyecto de salvación,
que es un proyecto de comunión y se realiza a través de un “ágape” que se hace “diaconía”,
servicio mutuo.

La profesión, como lugar concreto de la propia donación a los hermanos, se convierte en una
especie de sacramento del encuentro con Dios. También está marcada por la lógica pascual:
hacer de ella una realización de sí, que no consista primariamente en la acumulación de prestigio
y de poder, sino en el servicio y en la disponibilidad humilde y efectiva, es expresar en lo
74
concreto de la vida el propio morir con Cristo a sí mismos, para vivir su novedad de vida en el
amor.

La diversidad complementaria de las tareas que todo hombre desarrolla dentro del único
organismo social de las profesiones, le recuerda el misterio de otra complementariedad
funcional, la que él cree operante dentro de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo.

En el Cuerpo místico, todo miembro sabe que es necesario para la plenitud de vida del Cristo
total. Las profesiones formativas, precisamente por estar directamente comprometidas en la
promoción de la humanidad del hombre, cumplen una función eclesial, representan un don de
Dios a la Iglesia, un carisma específico al servicio de la construcción del Cuerpo de Cristo: “La
humanidad cristiana -decía Sertillanges- está compuesta de personalidades diferentes,
ninguna de las cuales puede abdicar de sí misma sin empobrecer la sociedad y sin privar al Cristo
eterno de una parte de su Reino. Cristo reina mediante su expansión. La vida de cada uno de sus
miembros es un instante cualificado de su duración. Todo caso humano y cristiano es un caso
incomunicable, único, y por tanto, necesario a la extensión del cuerpo espiritual”26.

“Cristo necesita nuestro espíritu para su obra... Somos sus miembros y por eso participamos de
su espíritu y somos sus cooperadores. El obra por medio nuestro”27.

La profesión, pues, es una parte significativa de la propia vocación cristiana y humana; pero ella
no es nunca el todo de esta vocación. Precisamente a la luz de la fe, la explicación de una
profesión aparece como una realidad relevante inclusive en el plano ético y religioso, sin
embargo, necesitada de una cierta relativización: ella no constituye ni el todo ni lo definitivo del
hombre. La relativización bíblica del prometeísmo humano y el anuncio del sábado eterno de
Dios orientan y alimentan una esperanza abierta a una autorrealización y a una plenitud de vida
que están por encima de la dimensión de pena y de fatiga inherente a cualquier forma de trabajo
humano.

Dicha plenitud de vida puede encontrar prefiguración en la contemplación y en las figuras, tan
típicamente bíblicas, de la hospitalidad y de la convivencia, esto es, del estar juntos gratuito y no
funcional, excepto que ninguna contemplación y ninguna forma de gratitud podría ser auténtica,
si pretendiera legitimar cualquier fuga de la fatiga del trabajo, lograda descargando sobre los
demás la cruz de esta fatiga, en vez de compartirla fraternalmente, a la luz de la enseñanza de
Cristo que vino “para servir y no para ser servido” (Mt 20, 28).

4. Códigos de deontología profesional y principios morales

Conscientes, tal vez, aunque sólo obscuramente, de la importancia y de las responsabilidades


morales inherentes a las profesiones “altas”, muchas asociaciones nacionales u “órdenes” de
profesiones han hecho desde hace tiempos, códigos oficiales de deontología profesional, que
contienen una colección de normas de comportamiento profesional que vinculan incluso
jurídicamente a los socios, como condición de su inscripción en el libro de la asociación, y por
tanto, como posibilidad de ejercicio de la profesión.

A menudo, estas asociaciones tienen un estatuto público y sus códigos de deontología gozan, por
tanto, del aval de las leyes del Estado y su autoridad las puede hacer valer coactivamente. Pero,
por encima de las normas de carácter jurídico coactivamente exigibles, estos códigos tienen
también principios generales de naturaleza propiamente ética, que dan a todo el código un
26
A. D. SERTILLANGES, La vita intellettuale, Ed Studium, Roma, 1969, p.25.
27
Ibíd, p. 31.
75
carácter no solamente jurídico, sino también moral en sentido propio, como por lo demás sugiere
el término “deontología” que, etimológicamente, significa precisamente “discurso acerca de los
deberes”.
Estos códigos constituyen, pues, una buena guía para la elaboración de una ética profesional
propiamente dicha, sea en lo referente a la parte normativa, sea en lo relativo a los principios
básicos.

Sin embargo, hay que decir que el pluralismo ideológico y religioso de nuestra sociedad (que se
refleja naturalmente en las asociaciones profesionales) hace que estos códigos estén
irremediablemente marcados por algo genérico, de modo especial en lo referente a principios
generales y a la visión del hombre, subyacente a ellos.

El creyente que quiere permanecer fiel, en el ejercicio de su profesión, no sólo a alguna genérica
instancia moral, sino también a una específica visión de la ética profesional que nazca de su
adhesión a Cristo y sea plenamente coherente con las exigencias del Evangelio, siente a menudo
la necesidad de una reflexión moral más profunda, que tenga como objeto las específicas
responsabilidades éticas conexas con su profesión.

5. Las profesiones formativas

Esta necesidad es todavía más sentida, y en todo caso más necesaria y urgente para quien trabaja
en esas profesiones que hemos llamado formativas. Por una parte, en efecto, las respectivas
asociaciones profesionales (con la única excepción de psicólogos y periodistas) no tienen todavía
un código de deontología profesional propiamente dicho (y el asunto nos parece particularmente
grave en el caso de los maestros). Por otra, ellas tienen en común el hecho de relacionarse
directamente con lo específicamente humano del hombre, lo cual las expone más que cualquiera
otra profesión en el plano de las responsabilidades morales.

Cualquier profesión, en efecto, encuentra la medida de su responsabilidad moral no sólo en el


hecho de ser ejercida por una persona humana que se expresa y se realiza en ella, sino más
todavía en el hecho de ser en sí misma un servicio prestado a otras personas, un reconocimiento
y una confirmación implícita de su dignidad, una forma de solicitud por su bienestar, una ayuda
para la satisfacción de sus necesidades.

Pero las profesiones formativas (por lo demás como la del médico, del agente social, del político)
tienen como objeto el hombre de manera directa; trabajan, se podría decir, directamente sobre la
persona humana.

Los diversos aspectos de la realidad humana sobre los cuales ellas obran, entran, por tanto, en la
determinación de los contenidos específicos de la ética profesional relativa. Así los contenidos de
la ética de la profesión de la salud están determinados por el hecho de que el médico tiene que
habérselas con el hombre como ser condicionado, por su bienestar y por su vida misma, por la
corporeidad que lo hace frágil, expuesto a la enfermedad y a la muerte. La ética de la profesión
política está especificada por el hecho de que el agente político se ocupa de la dimensión social e
institucional de la existencia humana.

Pero ninguna de estas profesiones se ocupa tan directamente del hombre, simplemente en cuanto
hombre, como las profesiones formativas. Estas son específicas precisamente por el hecho de
que promueven la humanidad del hombre, su especificidad humana, constituida por la vida del
espíritu.
76
El educador se ocupa de la humanidad del hombre en cuanto ésta, a causa de la esencial
historicidad del hombre, se hace con el tiempo, bajo el influjo de los otros hombres y de su
cultura. El psicólogo se ocupa de la humanidad del hombre en cuanto se encuentra condicionada
por específicos dinamismos psíquicos, tanto normales como patológicos. El agente de los medios
de comunicación se ocupa del hombre en cuanto ser que se realiza a través de una exposición,
decididamente condicionante, por influjo de las informaciones sociales.

Cada una de ellas se cualifica por su aspiración a ejercer un influjo positivo importante y a
menudo decisivo respecto de la humanidad del hombre.

ETICA DE LA PROFESIÓN DE

Educación y promoción del hombre a nivel “óntico” o premoral

La elaboración de cualquier ética profesional específica presume, además de los conocimientos


morales generales, una adecuada profundización de lo específico de esa profesión respecto de
otras, y de su particular contribución al bien del hombre y de la convivencia humana, en el
ámbito del organismo de las profesiones.

Ahora aparece de repente claro que el elemento que más específicamente caracteriza la profesión
educativa (pero también otras profesiones a ella unidas y análogas, como la psicoterapia, la
orientación profesional y la investigación psicosocial) es el hecho de ocuparse de manera directa
e inmediata del hombre en cuanto hombre, esto es, en su especificidad humana.

En este sentido no se distingue solamente de las profesiones orientadas a la producción de bienes


económicos o de servicios sociales, sino también de la profesión médica, que aunque no
debiendo ignorar el carácter complejo y global de la persona que es curada, se ocupa de manera
directa y preeminente del cuerpo.

Por otra parte, si la profesión educativa se ocupa de lo que hace hombre al hombre, no lo hace
principalmente para indagar y conocer esta especificidad humana, sino para promoverla en las
personas concretas de los educandos, favoreciendo su paso de esa potencialidad riquísima pero
germinal que son ellos, a una actuación plenamente desarrollada, como sucede en el adulto
exitoso.

Educar es promover, es decir, hacer posible y favorecer positivamente ese algo misterioso y
maravilloso que es llegar a ser hombre, un niño o un joven, que no son hombres todavía, aunque
tienen ya en sí las potencialidades para llegar a serlo.

La maduración promovida por la educación se refiere a toda la riqueza humana del educando
(inteligencia, racionalidad, habilidades prácticas, sensibilidades estéticas, sentimientos y
afectividad, conciencia moral, responsabilidades sociales, protagonismo histórico, etc.).

Los valores de que está constituida esta riqueza humana pueden pertenecer a dos niveles diversos
de ser, dotados de importancia y decisión humana radicalmente diversa: el nivel de los bienes
“ópticos” o premorales, y el nivel de los bienes o valores morales.

Los primeros están ligados, como ya se ha visto, al bienestar del hombre, a su felicidad o
ausencia de sufrimientos, a su salud física y psíquica, al desarrollo de sus capacidades
intelectuales, al goce estético, a la seguridad afectiva, al reconocimiento del propio valor por
parte de los demás, al desarrollo de un trabajo útil y satisfactorio: todos estos bienes mejoran la
77
vida y contribuyen a hacerla interesante y útil, pero todavía no son valores morales en sentido
propio: dependen sólo en parte de la libertad de quien los goza, y por tanto, de por sí, no hacen
“moralmente bueno” a quien los posee.

Estos dependen en parte notable de la fortuna, pero sobre todo de la contribución y de la acción
promocional de otros hombres, los educadores entre los primeros, comenzando por aquellos
educadores naturales que son los padres de familia.

La educación se propone, ante todo, promover en el educando este primer orden de riquezas
humanas, relativas al bienestar y la calidad de vida de los educandos.

Y ya en la medida en que la promoción de estos bienes en sí y en los demás representa uno de los
deberes fundamentales de la vida moral, la profesión educativa ofrece al educador mismo una
ocasión de crecimiento y de enriquecimiento humano, incluso en el plano directamente ético.

Si es ya un bien moral promover el bien, aunque sea sólo a nivel óntico o premoral del prójimo,
pocas profesiones tienen una importancia ética positiva como la del educador: el acceso a la
comunicación y al lenguaje, a la cultura y a la vida intelectual, a la sensibilidad artística y al
ejercicio útil de una profesión son siempre, también el producto de algún influjo educativo,
perseguido de manera intencional y consciente por quien desarrolle, en las formas más diversas,
quizás inclusive sumamente fragmentarias, cualquier actividad educativa. Ejercer este influjo
promocional, aunque sea a nivel solamente “óntico”, es ya un bien moral.

Y es, ante todo, desde este punto de vista, de la promoción intencional del bienestar de los
educandos, como la moral se ocupa de la profesión educativa. Ella estudia cómo garantizar su
carácter efectivamente promocional y cómo excluir todo lo que pueda traducirse en algún
obstáculo al crecimiento de la riqueza y de la calidad humana del educando.

Educación y dignidad humana

1. La promoción del hombre a nivel propiamente moral

Junto a esas riquezas o valores de la persona que hemos calificado como “ópticos” o premorales,
como el bienestar físico que es el objeto de la educación física; la capacidad de comunicar y de
expresarse buscada por la educación lingüística; la sensibilidad estética, afinada por la educación
artística; la capacidad de hacer un trabajo útil, desarrollada por la educación profesional; existe
también un orden de bienes o de valores de la persona que podemos calificar como estrictamente
morales.

Son valores que dependen exclusivamente de la libertad de quien los tiene por haberlos
conquistado; son riquezas que se pueden adquirir y construir en sí mismos, sólo a través de las
propias elecciones libres; pero son valores que hacen, en el sentido más propio, la humanidad del
hombre, la constituyen en su consistencia específica de ser de la libertad y del amor, deciden su
éxito o su fracaso, no en un sector particular de su actividad, sino en la globalidad de su vida, en
el cumplimiento de su “profesión primaria”, en su difícil “oficio de hombre”.

La profesión educativa tiene que ver también con la promoción de estos bienes, aunque de
manera diversa, menos directa y más misteriosa, de cuanto suceda para la promoción de los
bienes premorales. Desde este punto de vista, la profesión educativa encuentra en la moral no
solamente un guardián que, tal vez a través de códigos formales de deontología profesional,
vigila para que ésta se encuentre realmente al servicio del bienestar y de la calidad de la vida del
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educando y contra cualquier posibilidad de abusos, manipulaciones, injusticias. La moral entra
directamente a constituir la materia y el proyecto del trabajo educativo.

La madurez y la perfección moral entran de hecho a constituir de modo decisivo esa humanidad
del hombre que es objeto de toda educación: el carácter tendencialmente unitario, aunque
sumamente complejo, de la existencia humana hace que la promoción del desarrollo del hombre,
bien sea solamente en un sector particular de su vida, involucre al que se encarga de ella en la
promoción del hombre total, y por tanto, dado el carácter últimamente ético de toda plenitud
humana, en la educación moral.

Educación y compromiso moral persiguen, en el fondo, el mismo objetivo que es la promoción


de la verdad última del hombre.

Inclusive cuando la educación, en sus formas más sectoriales, abraza otras finalidades (como la
formación artística, lingüística, cultural, profesional...), que no parecen de naturaleza
directamente moral, el fin ético no le es nunca del todo extraño: éste se antepone, aún más, no
tanto como un fin junto a otros fines, sino como el fin último que da sentido y unidad a todo el
proceso educativo.

Dicha finalidad se persigue, de hecho, aun cuando el educador no se propone hacerlo de modo
explícito. Más aún, inclusive cuando no crea en la sensatez y practicabilidad de una educación
moral, él haría en todo caso educación (o deseducación) moral, a través de lo que alguno llama
hidden curriculum, un currículo o culto, pero no por esto menos eficaz, constituido por sus
implícitas tomas de posición respecto de los valores en los que cree o rechaza, a través del
testimonio de su vida personal y las modalidades de su misma relación educativa.

BIOÉTICA CULTURA DE VIDA


El término bioética tiene un origen etimológico bien conocido: bios-ethos, comúnmente traducido por ética
de la vida.“La bioética es el estudio sistemático e interdisciplinar de las acciones del hombre en el ámbito de
las ciencias de la vida y la salud, analizadas a la luz de los valores y principios morales”.
El autor del término, V.R. Potter acuñó la palabra con la finalidad de unir mediante esta nueva disciplina dos
mundos que en su opinión hasta ese momento habían transitado por caminos distintos:
El mundo de los hechos, de la ciencia
El mundo de los valores, y en particular la ética.
Potter entendía la bioética como una ética de la vida entendida en sentido amplio, que comprendiera no sólo
los actos del hombre sobre la vida humana, sino también sobre aquella animal y medio ambiental.

ÁMBITOS DE ESTUDIO DE LA BIOÉTICA


BIOÉTICA FUNDAMENTAL
Estudia la definición y las cuestiones cognitivas relativas a la bioética, su fundamentación es antropológica y
ética.
BIOÉTICA ESPECIAL O ESPECÍFICA
Estudia los problemas específicos, por ejemplo, la clonación, el aborto, la muerte cerebral, contaminación
radiactiva, destrucción de la capa de ozono, etc.
BIOÉTICA CLÍNICA O BIOJURÍDICA
Estudia la bioética aplicada casos clínicos concretos o a leyes concretas buscando soluciones prácticas
PRINCIPIOS FUNDAMENTALES DE LA BIOÉTICA
Los cuatro principios definidos por Beauchamp y Childress son:
PRINCIPIO DE AUTONOMÍA
La autonomía expresa la capacidad para darse normas o reglas a uno mismo sin influencia de presiones
externas o internas
PRINCIPIO DE BENEFICENCIA
Obligación de actuar en beneficio de otros, promoviendo sus legítimos intereses y suprimiendo prejuicios
PRINCIPIO DE JUSTICIA
Tratar a cada uno como corresponda, con la finalidad de disminuir las situaciones de desigualdad
PRINCIPIO DE NO MALEFICENCIA
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Abstenerse intencionadamente de realizar acciones que puedan causar daño o perjudicar a otros.

CONCEPCIONES DE BIOETICA
En la bioética contemporánea encontramos una amplia gama de teorías que varían debido a razones
circunstanciales a tradiciones filosóficas distintas o simplemente a intereses económicos. Analizaremos
brevemente cuales son las más significativas o las que mayor influencia han tenido en debate bioético
A) PRINCIPIALISMO: “Un principio de respeto a la autonomía requiere que las personas estén
capacitadas para ordenar sus valores y creencias y para actuar sin intervenciones controladoras de
otros. Incluso si existe un riesgo que a los demás les pueda parecer temerario, este principio exige la
no interferencia y el respeto a las opciones autónomas de otras personas.
B) PRINCIPIALISMO MODERADO DE DIEGO GRACIA: Jerarquiza los principios distinguiendo
dos de rango superior (no-maleficencia y justicia) y dos de rango inferior (beneficencia y
autonomía). No dedica espacio a la fundamentación antropológica y la mayoría de sus alumnos
optan por una ética de carácter deliberativo, en algunas ocasiones arbitraria, conflictiva y en gran
parte llegan a conclusiones relativistas.
C) UTILITARISMO Y FUNCIONALISMO
De raíz empirista, materialista y basado en las teorías de Bentham y Stuart Mill.
Considera que es bueno aquello que produce el mayor bienestar y beneficio para el mayor número
de personas.
El fundamento del ser persona es la capacidad de tener conciencia, por lo tanto, hay una distinción entre ser
humano y persona.
D) CONTRACTUALISMO
Sigue la tradición hobbesiana, y ante la imposibilidad de llegar a una ética universal, la única posibilidad
remanente es el consenso y el contrato social en bioética.El autor más representativo de esta posición
es H.T. Engelhardt jr. Para él la única fuente de autoridad es el consenso pues cualquier otra
argumentación es débil y no hay posibilidad de establecer principios de carácter universal.
E) BIOÉTICA CASUÍSTICA
Representada por autores como A. Jonsen y S.Toulmin. Considera que está bien aquello que se decida en
cada situación, decidiendo independientemente de otras consideraciones. Puramente subjetiva.
F) PERSONALISMO CON FUNDAMENTACIÓN ONTOLÓGICA
El núcleo de su filosofía consiste en afirmar que la persona es unión sustancial de alma y cuerpo, de
corporeidad y alma metafísica y espiritual, y basándose en los datos de la ciencia afirma que existe
el ser humano y la persona desde el momento en que empieza a existir su cuerpo, es decir, desde el
momento de la fecundación.

CASUISTICA
Este término, derivado de la palabra latina casus, significa en primer lugar la aplicación de unos
conocimientos o normas generales a unos fenómenos o casos particulares, a menudo con la intención
pedagógica de ofrecer una ayuda para una decisión responsable en casos análogos de conflicto.
Este término, de acepción no unívoca, se usa en diversos campos del saber humano: en la medicina significa
la recogida de observaciones sobre determinadas enfermedades: en jurisprudencia, no solamente se aplica
cada ley a unos hechos concretos, sino que también las sentencias concretas contribuyen a la determinación
del mismo derecho; finalmente, en las diversas religiones, hay siempre un conjunto de prescripciones
rituales y morales por las que se trata de encontrar la aplicación justa de las normas en las situaciones
concretas de la vida. Por eso mismo siempre ha estado presente una casuística en la tradición bíblico-
cristiana.
En contra de la moral casuista se levantaron las críticas de aquellas escuelas morales que tendían a
posiciones rigoristas, especialmente el jansenismo. El ataque literario más conocido es el de las Lettres a un
provincial de Blaise Pascal (165611657). También la moral protestante rechaza en general la casuística,
viendo en ella una expresión del espíritu farisaico que exalta la ley a costa del Evangelio. Por eso la
casuística ha sido considerada hasta nuestros días como legalista, minimalista y, por algunos de sus casos
ficticios, alejada de los problemas reales de la gente.
Una seria reflexión ética no podrá prescindir sin embargo de analizar en todos sus elementos la experiencia
moral hecha en las diversas decisiones de la vida, sobre todo en situaciones difíciles, intentando llegar así a
una "cultura del pensamiento concreto" (Demmer).
Aunque la decisión en la situación concreta no puede comprenderse nunca como pura aplicación de la
ciencia moral, va que en la situación misma se encuentran elementos que sólo puede valorar la conciencia
80

del individuo, sigue siendo verdad que un análisis l una discusión objetiva del caso (la Casuística) conserva
su valor pedagógico de formación de la conciencia; más aún, en algunas experiencias piloto podrá tener una
función eurística de investigación y de formulación de nuevas normas morales.
SIGNIFIADO DE LA CASUISTICA
La casuística es un método de razonamiento especialmente útil en analizar cuestiones que atañen a dilemas
morales. También es una rama de la ética aplicada. Es así mismo la base de la jurisprudencia en el derecho
común, y la forma estándar de razonamiento aplicada en el derecho común.
MORALIDAD Y CASUISTICA
La casuística da un enfoque práctico a la moralidad. En lugar de utilizar la teoría como punto de partida,
comienza con un examen del caso. Buscando paralelismos entre el paradigma, los llamados «casos puros», y
el caso que nos ocupa, un casuista trata de determinar una respuesta adecuada a la moral para un caso
particular.
La casuística se ha descrito como «teoría modesta». Una de sus fortalezas es que no comienza con ni
enfatiza dogmas o teorías. No exige a sus cultores un acuerdo previo sobre teorías éticas ni estrategias
determinadas. Sí puede convenir en cambio que algunos paradigmas sean tratados de una forma
determinada, y luego acordar en las similitudes o diferencias con el asunto tratado.
Como la mayoría de la gente está sustancialmente de acuerdo en lo que refiere a las situaciones éticas
abstractas, la casuística a menudo genera argumentos que logran persuadir a gente de diferente etnia,
religión o creencias filosóficas a tratar casos particulares de igual manera. Por esta razón es considerada la
base del derecho común.
Como contrapartida, es propensa a los abusos cuando se falsean las analogías con el paradigma.

LAS PERSONAS HUMANAS COMO


CENTRO Y PUNTO DE PARTIDA DE LA
REFLEXION BIOETICA
A comienzos de la década del 2000 ya se mencionaba que una de las cuestiones que aquejaba la Bioética era
la falta de asombro. En la actualidad vemos que el paciente, el débil y el indefenso han pasado a ser clientes
u objetos puestos a disposición de caprichos personales, comunitarios o empresariales basados en la
funcionalidad o utilidad que pueda tener una vida en particular. Es por eso que en este trabajo proponemos
el asombro como una actitud que permite no solo situar a la persona humana como centro y punto de partida
de la reflexión bioética, sino que en dicho centro esté de manera preponderante el que más sufre, el débil y
el indefenso.
LA REALIDAD COMO PUNTO DE PARTIDA

El mundo que el ser humano observa e indaga, antes de cualquier otra consideración, existe: no se trata de
una ilusión ni de un sueño con los ojos abiertos. Nos dicen Bersanelli y Gargantini (11) que quien ha
probado el desafío de conocer o se ha dedicado a la investigación, sabe bien que la naturaleza no obedece a
su fantasía, pues la existencia de las cosas es objeto de reconocimiento no de demostración. El dato que
tenemos delante de nosotros es algo que se nos ofrece, algo con lo cual nos encontramos, es una realidad
dada.
No podemos dejar de lado la realidad, no podemos hacer caso omiso de ella. La razón humana es despertada
y se conmueve, en primer lugar, por la existencia de la realidad; en consecuencia, es en sí misma un
estímulo para nuestra razón. No podemos adjudicarle o atribuirle u obligar a la razón a que haga otra cosa, si
no es dar cuenta de la pura presencia de las cosas.
El asombro nos lleva al encuentro con el misterio que es "el otro"
Con el asombro nos percatamos de que nuestra atención crece tanto que podemos darnos cuenta de muchos
detalles que podrían pasar inadvertidos, pero que al tenerlos presentes van construyendo una percepción
mucho más profunda de la realidad. Existe algo en la vida misma que es motivo de asombro y que no es
fácil de explicar.

LA ETICA DEL CUIDADO DE SI Y DE


NOSOTROS
El cuidado de sí, epimeleia eautou (ἐπιμελείας ἑαυτ), el ocuparse de sí, fue el centro del pensamiento griego
y posteriormente occidental. Si bien fue relegado a expensas del predominio del “conócete a ti mismo”,
“cura sui” permaneció ejerciendo su influjo.
Rescatado por los “pensadores de la sospecha”, reaparece en la discusión y análisis filosófico en el siglo
pasado. Entendido como tecnología en la construcción del sujeto, es analizado por Foucault y otros, y se
81

convierte en herramienta para la construcción de una hermenéutica del sujeto de la modernidad tardía.
Si bien se quiere rescatar el cuidado de sí por sobre el cogito, este se vislumbra a través de la actitud
voluntaria que tiñe todas las tecnologías del cuidado de sí.
Existe otra visión del cuidado. Cura o Sorge, en el pensamiento de Heidegger se eleva al nivel de
constituyente del Ser, determinando en su temporalidad el “Ser-ahí” y el “Ser-para”.

LA ÉTICA DEL CUIDADO DEL SÍ Y


DESARROLLO HUMANO: UN RETO
PARA LA EDUCACIÓN SUPERIOR.
Los desarrollos disciplinares de cada programa académico no deberían alejarse del sentido de humanidad
que generalmente los sustenta; por el contrario, deberían fortalecerse mutuamente, dado que al no
interiorizarse la dualidad humanismo-ciencia, se estaría propiciando desde el aula lo que también advertía el
escritor Zambrano. M.: “El pensamiento científico, descualificador, desubjetivador anula la heterogeneidad
del ser, es decir, la realidad inmediata, sensible”. Es en este contexto donde se encuentra pertinente el
ejercicio de la ética del cuidado de sí, pensada por Foucault tomando como referente la cultura greco-
romana, dado que su conexión con las cátedras enfocadas al desarrollo humano podría contribuir a que los
estudiantes las hallaran, además de pertinentes, dotadas de sentido para su ejercicio profesional y su
dinámica vital expresada en las distintas dimensiones de su ser.

Las cátedras universitarias enfocadas al desarrollo humano y, por supuesto, las artes y las ciencias sociales y
humanas, no son “ornamentos inútiles”; por el contrario, son de alta relevancia a la hora de proyectar una
sociedad más justa y humana; por lo tanto, es menester que el sector educativo explore otros caminos con la
intención de hallar nuevas claves que les permitan a los estudiantes y a la comunidad académica, encontrarle
sentido a aquel saber que ha sido encasillado en las denominadas humanidades, en las que aparecen, entre
otras, cátedras como la ética y la bioética, cuyo propósito es procurar un mejor estar con los otros, lo otro y
consigo mismo, y es ahí precisamente donde lo planteado por Foucault en términos de “la ética del cuidado
de sí” puede de modo sustantivo potenciar y dimensionar dichas cátedras, dado que lo que se esperaría es
que el accionar ético y humano de los egresados universitarios sea producto del permanente discernimiento
sobre sí mismos y sobre la realidad que los circunda, a fin de que en su proyección a la sociedad intenten
permanentemente “cultivar la humanidad”.

ALTERIDAD
La palabra alteridad proviene del latín alterĭtas del cual proviene el vocablo alter que significa “el otro”
desde el punto de vista del “yo”.

La alteridad por lo tanto se usa en el sentido filosófico para nombrar los intereses de un “otro”, esto significa
que existe una división entre el “yo” y el “otro”, o entre “nosotros” y “ellos”, en la que el “otro” tiene
distintos intereses, costumbres o tradiciones a las del “yo” y por lo tanto es necesario ponerse en su lugar,
tomado en cuenta la perspectiva ajena.

Entonces ésta es una representación de la voluntad que existe para el entendimiento, propicia el diálogo y las
relaciones pacíficas.

La alteridad es ponerse en la perspectiva de la otra persona. Es sentir lo que la otra persona ve y siente ante
una situación. Es muy dificil lograr la alteridad en un momento dado, pues las visiones particulares de dos
personas por ejemplo, son dificiles de asimilar por uno de los participantes. Hay que tener mucha amplitud
mental, para lograr ver y sentir lo que siente y ve la otra persona. Si enfocamos la alteridad con la etica
podemos aseverar que seria comprender desde nuestra visión y sentimientos las reglas morales y de
conducta que una persona o sociedad han creado a lo largo del tiempo para su propio bienestar. Se puede
decir que a medida que comprendamos desde nuestra perspectiva las reglas sociales de otros podemos salvar
diferencias que puedan causar daños y mal entendidos a la hora de comunicarnos y hacernos comprender.

EJEMPLOS DE ALTERIDAD
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1. Cuando un hombre y una mujer con distintas creencias religiosas quieren unirse en matrimonio es
necesario que exista alteridad para comprender las diferencias que hay entre los dos.

Por el contrario en caso de que ésta no exista, tener una relación armoniosa es muy difícil, ya que sus dos
tipos de creencias se contraponen y no se da un punto para el entendimiento.

2. También aplica entre dos países que tienen culturas distintas y con la alteridad pueden tener una
relación armónica puesto que respetarán las creencias, leyes y cultura del otro.

Pero en el caso de que ésta no existiera se daría la situación de que el país más fuerte dominara al otro
imponiendo sus creencias, como ha sido el caso de muchos países conquistados, por ejemplo con la
conquista de América.

EDUCAR EN LAS EMOCIONES


Las emociones son reacciones psicofisiológicas que representan modos de adaptación a ciertos estímulos del
individuo cuando percibe un objeto, persona, lugar, suceso, o recuerdo importante.

Quizás no seamos conscientes de todo aquello que nuestras emociones iluminan y ensombrecen a lo largo de
nuestra vida. Nadie nos dijo como manejarlas, como cambiarlas o aprenderlas.

Ser conscientes de nuestras emociones y responsabilizarnos de ella es fundamental para nuestro bienestar
mental.
¿POR QUÉ SON TAN IMPORTANTES LAS EMOCIONES?

Las emociones determinan nuestra relación con el mundo. Nuestra salud mental y bienestar personal se
influyen mutuamente, dependiendo en gran medida de cómo nos relacionamos con el mundo, así de las
emociones que se generan.

Al nacer no tenemos desarrollados el pensamiento, ni el lenguaje, ni siquiera podemos planificar lo que


hacemos, sin embargo, nuestras emociones nos permiten comunicarnos e identificar aquello que es bueno y
malo para nosotros.

A través del llanto, la sonrisa o conductas rudimentarias nos vamos relacionando con el mundo y el resto de
seres humanos. Así podemos afirmar, que nuestras emociones configuran nuestro paisaje físico, mental,
anímico y social.

Además, las emociones también funcionan como indicadores de nuestro interior.

¿POR QUÉ ES IMPORTANTE EDUCAR EN EMOCIONES?

Las emociones nos aportan información sobre nuestra relación con el entorno. Experimentamos alegría o
satisfacción cuando las cosas nos van bien, y tristeza o desesperanza, cuando sucede todo lo contrario, como
que experimentemos pérdidas o amenazas.

Cada vez que experimentamos una emoción, podemos crear pensamientos acordes a ésta, interviniendo
además nuestro sistema nervioso como el preparador del organismo para la mejor respuesta.

Las emociones son como un sistema de alarma que se activan cuando detectamos algún cambio en la
situación que nos rodea; son recursos adaptativos que los seres humanos presentamos, y que dan prioridad a
la información más relevante para cada uno, activando así diferentes procesos que nos permitirán dar una
respuesta.

En la infancia, experimentar emociones positivas con frecuencia, favorece el posible desarrollo de una
personalidad optimista, confiada y extrovertida, sucediendo lo contrario con la vivencia de emociones
negativas.

Así una adecuada educación emocional, permitirá adquirir destrezas para el manejo de los estados
emocionales, reducir las emociones negativas y aumentar en buena medida, las emociones positivas.
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En este sentido, podemos mencionar por ejemplo, el saber resolver de manera asertiva los conflictos, encajar
una frustración a corto plazo a cambio de una recompensa a largo plazo y manejar nuestros estados de
ánimos para motivarnos.

BENEFICIOS DE LA EDUCACIÓN EMOCIONAL

Una buena educación emocional conlleva todo un proceso de aprendizaje en el que se va construyendo la
visión del mundo, de nosotros mismos y cómo nos manejamos.

Además cada experiencia que vivimos tiene un tono emocional, agradable o desagradable. Con un desarrollo
adecuado de las emociones podremos:

• Recuperarnos antes en el tiempo de la experimentación de emociones negativas.


• Adoptar una actitud positiva ante la vida.
• Ser más optimistas, pero no en exceso.
• Saber expresar nuestros sentimientos.
• Tener una autoestima realista.
• Presentar capacidad de cooperación y una buena resolución de conflictos.

NORMAS, VALORES, ACTITUDES Y


VIRTUDES
NORMAS

Norma es un termino que proviene del latin y significa “escuadra”, Las normas son reglas de conducta que
establecen obligaciones o deberes, así como prohibiciones; buscan propiciar comportamientos que
favorezcan la vida en sociedad.
Tipos de normas:
Las normas morales.- son las que el ser humano realiza en forma consciente, libre y responsable con el
proposito de hacer el bien, son propias del ser humano y su sancion, en caso de incumplimiento, es el
remordimiento de conciencia. Por ejemplo la caridad y ayuda a las personas necesitadas trae como
consecuencia la satisfaccion interior del individuo.
Las normas religiosas.- es la que esta integrada por el conjunto de normas manifestadas al hombre por Dios.
Por ejemplo los diez mandamientos.
Las normas de trato social o convencionales.-son las reglas creadas por la sociedad y cuyo incuplimiento
trae el rechazo por parte del grupo social. Entre estas reglas podriamos citar la cortesia, los buenos modales,
la moda, etc.
Las normas eticas.- se derivan de supuestas declaraciones sobre los seres, con frecuencia pasan inadvetidos
por el uso de la ambigüedad normativa y empirica de terminos como “esencia”, “naturaleza”,
“determinacion”,”sentido”, u “objetivo alcanzado”. Asi la palabra “objetivo” es incluso lo que en realidad
busca una persona ( su meta graduarse).
Las normas juridicas.- son reglas de conducta de carácter obligatorio que han sido o creadas por un organo
reconocido por el Estado y cuyo cumplimento trae como consecuencia la aplicación de la fuerza. En esta
clase de normas no importa la voluntad del sujeto a quien van dirigidas para su cumplimiento ya que es
indiferente que este de acuerdo o no en acatarlas, pues la caracteristica esencial de las normas juridicas es la
OBLIGATORIEDAD y la posibilidad que tiene la autoridad de hacerlas cumplir por medio de la fuerza.

VALORES
Los valores son principios que nos permiten orientar nuestro comportamiento en funcion de realizarnos
como personas. Son creencias fundamentales que nos ayudan a preferir, apreciar y elegir unas cosas en lugar
de otras, o un comportamiento en lugar de otro.
Tipos de valores.
Los distintos tipos de valores se pueden clasificar en dos grupos principales:
1. 1. Valores personales.
2. 2. Valores sociales.
Mismos que a su vez pueden dividirse en otros grupos, dependiendo del enfoque particular que tengan,
como es el caso de los valores morales que bien pueden entrar en la categoría de valores sociales y en la de
los valores individuales, o los valores familiares que si bien son parte de los sociales, al ser la familia el
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primer eslabón social, también son personales al tratar el ámbito cercano a la persona, entendiéndose de ello
que los valores pueden en ocasiones pertenecer a ambos grupos a la vez.

Los valores sociales.- Los valores sociales son aquellos con los que se procura mantener buenas y
armoniosas relaciones sociales (tanto en la familia como con la sociedad en general).
Valores personales.- Dentro de los valores personales se encuentran aquellos que se considera que
contribuyen a nuestra propia vida y desarrollo personal
Valores familiares.-Se refieren a lo que en familia se valora y establece como bien o mal. Se derivan de las
creencias fundamentales de los padres, con las cuales educan a sus hijos. Son principios y orientaciones
básicas de nuestro comportamiento inicial en sociedad

Valores socio-culturales.-Son los que imperan en la sociedad en la que vivimos. Han cambiado a lo largo de
la historia y pueden coincidir o no con los valores familiares o los personales.
Por ejemplo, si socialmente no se fomenta el valor del trabajo como medio de realización personal,
indirectamente la sociedad termina fomentando “anti-valores” como la deshonestidad, la irresponsabilidad o
el delito.
Otro ejemplo de los dilemas que pueden plantear los valores socio-culturales ocurre cuando se promueve
que “el fin justifica los medios”. Con este pretexto, los terroristas y los gobernantes arbitrarios justifican la
violencia, la intolerancia y la mentira, alegando que su objetivo final es la paz.
Valores materiales.-Son aquellos que nos permiten subsistir. Tienen que ver con nuestras necesidades
básicas como seres humanos, como alimentarnos o vestirnos para protegernos de la intemperie.

Valores espirituales.-Se refieren a la importancia que le damos a los aspectos no-materiales de nuestras
vidas. Son parte de nuestras necesidades humanas y nos permiten sentirnos realizados. Le agregan sentido y
fundamento a nuestras vidas, como ocurre con las creencias religiosas.

Valores morales: son aquellos que contribuyen a mejorar como ser humano pero esto solo lo podemos lograr
si decidimos intentar conseguirlo por medio del esfuerzo y siendo perseverante. Algunos valores morales
podrían ser la justicia, la libertad y la honestidad.

Valores eticos.-son aquellos que involucran la forma mas adecuada para conseguir las cosas es decir hacer
las coasa de una manera buena y que no cause perjuicios a los demas.

Actitudes

Una actitud es una forma de respuesta, a alguien o a algo aprendida y relativamente permanente. El término
"actitud" ha sido definido como "reacción afectiva positiva o negativa hacia un objeto o proposición
abstracto o concreto denotado". Las actitudes son aprendidas. En consecuencia pueden ser diferenciadas de
los motivos biosociales como el hambre, la sed y el sexo, que no son aprendidas. Las actitudes tienden a
permanecer bastante estables con el tiempo. Estas son dirigidas siempre hacia un objeto o idea particular.

COMPONENTES DE LA ACTITUD
Rodríguez distingue tres componentes de las actitudes:
• Componente cognoscitivo:
Es el conjunto de datos e información que el sujeto sabe acerca del objeto del cual toma su actitud. Un
conocimiento detallado del objeto favorece la asociación al objeto. para que exista una actitud, es necesario
que exista también una representación cognoscitiva del objeto. Está formada por las percepciones y
creencias hacia un objeto, así como por la información que tenemos sobre un objeto. En este caso se habla
de modelos actitudinales de expectativa por valor, sobre todo en referencia a los estudios de Fishbein y
Ajzen. Los objetos no conocidos o sobre los que no se posee información no pueden generar actitudes. La
representación cognoscitiva puede ser vaga o errónea, en el primer caso el afecto relacionado con el objeto
tenderá a ser poco intenso; cuando sea errónea no afectará para nada a la intensidad del afecto.
• Componente afectivo:
Son las sensaciones y sentimientos que dicho objeto produce en el sujeto, es el sentimiento en favor o en
contra de un objeto social. Es el componente más característico de las actitudes. Aquí radica la diferencia
principal con las creencias y las opiniones - que se caracterizan por su componente cognoscitivo. El sujeto
puede experimentar distintas experiencias con el objeto estos pueden ser positivos o negativos
• Componente conductual:
Son las intenciones, disposiciones o tendencias hacia un objeto, es cuando surge una verdadera asociación
entre objeto y sujeto. Es la tendencia a reaccionar hacia los objetos de una determinada manera. Es el
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componente activo de la actitud.

LAS FUNCIONES DE LAS ACTITUDES


1. De conocimiento. Las actitudes pueden actuar como esquemas o filtros cognitivos. Un prejuicio
hacía, por ejemplo, los chinos, puede bloquear el conocimiento de aspectos muy positivos que se presenten;
nos quedaremos sólo con lo negativo.
2. De adaptación. Las actitudes nos permiten adaptarnos e integrarnos en los grupos sociales. Para
poder pertenecer a un grupo, he de pensar y hacer lo más parecido posible a las características del grupo.
3. Ego defensiva. Podemos desarrollar actitudes para defendernos ante determinados objetos. Ante
objetos que percibimos amenazantes, desarrollamos actitudes negativas para preservar el yo. Ejemplo: “el
profe me tiene manía” como defensa ante mi incapacidad o irresponsabilidad.
4. Expresiva. Las actitudes nos permiten mostrar a los otros nuestra identidad (qué somos y como
somos). Se define “valor” como el conjunto de actitudes ante un objeto.

Virtudes
Con el término «virtud» (del latín virtus, que corresponde al griego areté) se designan cualidades buenas,
firmes y estables de la persona, que, al perfeccionar su inteligencia y su voluntad, la disponen a conocer
mejor la verdad y a realizar, cada vez con más libertad y gozo, acciones excelentes, para alcanzar su plenitud
humana y sobrenatural. Alcanzar la plenitud humana y sobrenatural no puede entenderse en un sentido
individualista: el fin de las virtudes no es el auto perfeccionamiento ni el autodominio, sino -como ha puesto
de relieve S. Agustín- el amor, la comunión con los demás y la comunión con Dios.
El hombre virtuoso es tal que realiza el bien obedeciendo a sus inclinaciones más íntimas. Casi tan
importante como su concepto exacto es el examen del verdadero orden de categorías entre las virtudes. Se
ha hablado mucho del carácter «heroico» del cristianismo o del concepto «heroico» de la existencia, como
rango esencial de la vida cristiana. Estas formulaciones sólo son correctas a medias. La virtud primera y
característica del cristiano es el amor sobrenatural hacia Dios y su prójimo, y todas las virtudes teologales
están por encima de las cardinales. Incluso mi obrita Del sentido de la fortaleza no ha escapado a aquella
interpretación «heroística» verdadera a medias y, por tanto, falsa a medias, aun cuando el objetivo principal
era demostrar que la fortaleza no está en primer lugar, sino en el tercero entre las virtudes cardinales.

• PRUDENCIA La primera entre las virtudes cardinales es la prudencia. Es más: no sólo es la primera
entre las demás, iguales en categoría, sino que, en general, «domina» a toda virtud moral.
• JUSTICIA Prudencia y justicia están más íntimamente ligadas de lo que pueda parecer a primera
vista. Justicia, decíamos, es la capacidad de vivir en la verdad «con el prójimo». No es, sin embargo, difícil
ver en qué medida depende este arte de la vida en la comunidad (es decir, el arte de la vida en general) del
conocimiento y reconocimiento objetivo de la realidad
• FORTALEZA Es, por otra parte, una mala réplica al error liberal, e igualmente falso, opinar que se
puede ser fuerte sin ser justo. La fortaleza como virtud existe sólo donde se quiere la justicia. Quien no es
justo no puede ser bueno en el verdadero sentido. Santo Tomás dice: «La gloria de la fortaleza depende de la
justicia». Es decir, sólo puedo alabar la fortaleza de alguien si al mismo tiempo puedo alabarle por su
justicia. La fortaleza verdadera está, pues, esencialmente ligada al deseo de justicia.

FE, ESPERANZA Y CARIDAD


Con esto concluye a serie de observaciones sobre las virtudes cardinales.
Las cuatro virtudes cardinales, prudencia, justicia, fortaleza y templanza pertenecen en principio a la esfera
del hombre natural; pero como virtudes cristianas se desarrollan en el campo abonado por la fe, la esperanza
y la caridad. Fe, esperanza y caridad son la respuesta del hombre a la realidad del Dios Uno y Trino,
revelada al cristiano sobrenaturalmente por Jesucristo. Es más: las tres virtudes teologales no sólo son la
respuesta a esta realidad, sino que, al mismo tiempo, constituyen la capacidad y fuente de energía para esta
respuesta y no sólo esto, sino que, además, son la única «boca», por decirlo así, capaz de dar esta respuesta.
Este estado de cosas no se refleja con suficiente claridad en todas las manifestaciones cristianas sobre las
virtudes teologales. Al hombre natural no le es posible «creer» en el sentido de la virtud teologal de la fe por
la simple razón de que la realidad sobrenatural le haya sido hecha «asequible» por medio de la revelación.
No; esta posibilidad de «creer» sólo nace por la comunicación de la gracia santificante. En la fe adquiere el
cristiano conciencia de la realidad del Dios Uno y Trino, y en una medida tal que sobrepasa a todo
convencimiento natural. La esperanza es la respuesta de afirmación del cristiano, sugerida por Dios, a la
realidad revelada de que Cristo es el «camino a la vida eterna» en el más real de los sentidos. El amor,
finalmente, es la respuesta de todas las potencias del hombre en gracia a la bondad infinita y esencial de
Dios. Las tres virtudes teologales están ligadas de la manera más íntima; «refluyen en un círculo santo»,
según una expresión de Santo Tomás en su Tratado de la Esperanza. «Quien fue llevado de la esperanza al
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amor adquiere una esperanza más perfecta, ya que también cree con más vigor que antes».

VALORACION Y VALORES
VALORACIÓN

Se denomina valoración a la importancia que se le concede a una cosa o persona. El término puede utilizarse
en infinidad de ámbitos, pero remite en la consideración que tiene un elemento con respecto a una mirada
subjetiva. Por lo general, las valoraciones no dependen únicamente de una sola persona, sino que son
procesos sociales que son difíciles de manipular. No obstante lo antedicho, cada individuo puede tener algún
grado de valoración propia en función de sus circunstancias personales.
La valoración es un elemento importante en una sociedad y se manifiesta especialmente en la asignación de
precios en un mercado abierto. Así, según la demanda de un determinado bien, este tenderá a valorarse de
una determinada manera, siendo más alto su valor si la demanda es alta; por el contrario, una oferta alta
bajará el precio de una cosa determinada. Así, según una economía de mercado, las cosas se valoran según
un juego libre entre la oferta y la demanda, con mayor demanda y menor oferta a menor precio y menor
demanda y mayor oferta a mayor precio; esta relación es fácilmente identificable con dos curvas en dos ejes
cartesianos. En algunos casos y bajo cierta franja de precios, no obstante, existen algunas excepciones a
estas relaciones. Así, por ejemplo, cuando se hace referencia a un bien de Veblen, se remite a un
determinado bien que se torna más demandado cuando su precio aumenta, circunstancia que se debe
fundamentalmente al hecho de considerarse un bien de lujo y que asigna un determinado aire de
excepcionalidad a quien lo posee.
Desde el punto de vista de la ética, la valoración se refiere a un determinado juicio que cada acto tiene a los
ojos de un individuo o de la sociedad. En este sentido, desde los comienzos de las disertaciones filosóficas
se ha desarrollado un enorme debate para establecer si existen valores de índole absoluta, que carezcan de
condicionamiento social. Desde el punto de vista jurídico, este tipo de debate puede evidenciarse en dos
modos de considerar a las leyes, unas como un mero hecho positivo y otra como una emanación de una ley
natural inscrita en el hombre. El debate distó de ser meramente teórico cuando el siglo XX fue testigo de
hechos aberrantes en donde estados enteros destinaron a millones de seres humanos a la muerte,
circunstancia difícilmente excusable por un mero sistema jurídico. Es por ello que se considera que existen
derechos que el hombre tiene indiferentemente de su inscripción en una sociedad determinada.

DEFINICIÓN DE LOS VALORES

Los valores son principios que nos permiten orientar nuestro comportamiento en función de realizarnos
como personas. Son creencias fundamentales que nos ayudan a preferir, apreciar y elegir unas cosas en lugar
de otras, o un comportamiento en lugar de otro. También son fuente de satisfacción y plenitud.
Nos proporcionan una pauta para formular metas y propósitos, personales o colectivos. Reflejan nuestros
intereses, sentimientos y convicciones más importantes.
Los valores se refieren a necesidades humanas y representan ideales, sueños y aspiraciones, con una
importancia independiente de las circunstancias. Por ejemplo, aunque seamos injustos la justicia sigue
teniendo valor. Lo mismo ocurre con el bienestar o la felicidad.
Los valores valen por sí mismos. Son importantes por lo que son, lo que significan, y lo que representan, y
no por lo que se opine de ellos.

DIFERENCIA ENTRE VALORACIÓN Y VALORES


Valores, actitudes y conductas están estrechamente relacionados. Cuando hablamos de actitud nos referimos
a la disposición de actuar en cualquier momento, de acuerdo con nuestras creencias, sentimientos y valores.
Los valores se traducen en pensamientos, conceptos o ideas, pero lo que más apreciamos es el
comportamiento, lo que hacen las personas. Una persona valiosa es alguien que vive de acuerdo con los
valores en los que cree. Ella vale lo que valen sus valores y la manera cómo los vive.
La valoración es un elemento importante en una sociedad y se manifiesta especialmente en la asignación de
precios en un mercado abierto. Así, según la demanda de un determinado bien, este tenderá a valorarse de
una determinada manera, siendo más alto su valor si la demanda es alta; por el contrario, una oferta alta
bajará el precio de una cosa determinada.
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ESCALA DE VALORES
Cada persona tiene una escala de valores concreta y determinada, es decir, unos filtros a partir de los que
interpreta la realidad desde la perspectiva de la moral. Los valores sirven para diferenciar entre el bien y el
mal, es decir, son normas que nos ayudan a diferenciar aquello que es correcto de aquello que no lo es. Los
valores se adquieren en la infancia a través de la educación que una persona recibe en el hogar y en el
colegio. Sin embargo, con el proceso de madurez, cualquier persona también suma nuevos valores a partir
de su experiencia y de su punto de vista. Del mismo modo, una persona también puede cambiar de opinión
en relación con los valores porque la vida también es sumar nuevas creencias.

Una escalada de valores muestra como indica su propio término que una persona tiene una jerarquía de
ideas. Existen valores que son más prioritarios y urgentes que otros. Cuando una persona actúa en contra de
un valor personal importante, entonces, se siente mal consigo misma porque ha ido en contra de su
verdadera esencia. Este error es muy humano porque las personas también tenemos muchas contradicciones
internas. Por ejemplo, podemos pensar una cosa y hacer la contraria.

Una de las premisas básicas para tener un alto nivel de felicidad es ser fiel a esa escala de valores. Es decir,
ser honesto con uno mismo y consecuente con la forma de pensar. Existen personas que pueden ir en contra
de aquello en lo que creen y dejarse arrastrar por el poder del grupo. Algo que ocurre de una forma más
frecuente en la adolescencia cuando la opinión del grupo puede condicionar de una forma especial al joven.

La sociedad actual está marcada en cierta forma por el relativismo ético, es decir, por el “todo vale”. El bien
sería interpretado desde este punto de vista como “lo que es bueno para mí” dentro del contexto de una
sociedad individualista.

Los valores son inmateriales, no se ven, no se perciben al modo de los objetos materiales. Sin embargo, son
una realidad fundamental de la conciencia humana. Por tanto, es muy importante que cada persona sea fiel a
sus propios principios. Conviene puntualizar que cada persona tiene una escala de valores concreta incluso
dentro de una misma familia. Las escalas de valores no coinciden como un puzzle en las relaciones. Sin
embargo, lo que sí es verdad, es que nos sentimos más cerca de aquellas personas que tienen una ética
similar a la nuestra.

Según marx scheler los valores son todos homogéneos hay unos mas importantes que otros y se relacionan,
que van de inferior a superior, para conformar esta escala de valores se proponen los siguientes criterios:

1) Toda escala de valores deben tener un valor supremo o fundamental que va a caracterizar la acción de la
persona.

2) Los valores de la escala deben ser simples y por lo mismo aplicables.

3) Los valores elegidos deben dejarlos satisfechos al vivirlos.

4) Los valores se organizan por orden de importancia.

5) Los valores principales deben ser superior a todos los demás.

Principios y valores para una ciudadanía


responsable en la sociedad global
La ética medioambiental es una ética aplicada que reflexiona sobre los fundamentos de los deberes y
responsabilidades del ser humano con la naturaleza, los seres vivos y las generaciones futuras. El objetivo de
este artículo es evaluar la crisis socio ecológica planetaria, bajo la guía de dos principios éticos axiales y un
concepto ético-político derivado: primero, el principio de responsabilidad como cuidado del ser vulnerable
(los seres humanos actuales y futuros y la restante vida planetaria); segundo, el principio de justicia
ecológica en sus tres vertientes complementarias: la justicia global (las desigualdades socioeconómicas a
nivel planetario), la justica intergeneracional (generaciones futuras) y la justicia interespecífica (principio de
hospitalidad biosferita hacia los otros seres vivos); y el concepto ético-político de ciudadanía ecológica en
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una sociedad
En la sociedad actual, la educación debe contribuir a formar personas que puedan convivir en un clima de
respeto, tolerancia, participación y libertad y que sean capaces de construir una concepción de la realidad
que integre a la vez el conocimiento y la valoración ética y moral de la misma. Esta concepción cívica y
humanista de la educación es la que propugna la Constitución española y ha sido desarrollada por las leyes
educativas.
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BIBLIOGRAFÍA:

 BOFF, Leonardo. Ética y Moral.- La búsqueda de los fundamentos, Editorial Sal Terrae,
Bilbao, 2004.
 GATTI, Guido. Ética de las Profesiones Formativas, Editorial San Pablo, Santafé de Bogotá,
1997.
 OSPINA S., Héctor Fabio – ALVARADO S., Sara Victoria. Ética Ciudadana y Derechos
Humanos de los Niños.- Una contribución a la paz, 2ª Edición, Editorial Magisterio, Santa Fe
de Bogotá, 1998.
 . Valores Humanos.- Consejos prácticos para una vida mejor, Ediciones
Educativas Ecuatorianas S. A., Guayaquil.
 VARGA, Andrew C. Hacerse Hombre.- Antropología Física, 2ª Edición, Editorial San Pablo,
Santa Fe de Bogotá, 1997.

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