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El príncipe Abdil y los leones

A menos de mil millas de aquí, vivía un Rey que tenía un hijo, un


joven apuesto del que su padre se sentía muy orgulloso y su parecido
con él, cuando era joven, era increíble.
Un día el Rey le dijo al Gran Visir:
- Ha llegado el momento de que Abdil baje a la cueva del león y
le digamos lo que se espera de él, pues ya a cumplido los 18 años y es
mayor de edad.
Entonces el Rey mando llamar a su hijo Abdil, cuando estuvo
ante su presencia, el Gran Visir le dijo:
- Alteza, en esta noble familia existe una costumbre muy anti-
gua. Se trata de que cuando un heredero a la corona cumple la mayo-
ría de edad, tiene que someterse a una prueba, para saber si es apto o
no para ser el futuro regidor de estas tierras. Ahora acompáñanos y te
mostraremos donde debes ser probado.
Abdil siguió a su padre, al Gran Visir y a la corte hasta la cueva
del león. Pronto llegaron a una enorme y rocosa montaña donde había
una gran puerta de piedra. El rey ordenó a los esclavos que abriesen
la puerta que flanqueaba la entrada y detrás apareció un enrejado a
través del cual se podían escuchar los salvajes rugidos de un león.
El rey llamó a su hijo y, poniéndole la mano sobre el hombro, le
dijo:
- Abdil, dentro de esta cueva hay un enorme león al que tendrás
que amansar o matar con daga y espada. Tú decidirás cuándo lo vas a

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hacer. Todos los hombres en línea directa con el trono han pasado
esta prueba. Ahora te toca a ti.
Abdil palideció al ver un fiero león con una larga melena y unos
dientes puntiagudos que mostró a Abdil de modo desafiante en un
enorme rugido. El león se paseaba de un lado a otro de la jaula cuyo
suelo estaba cubierto de huesos.
Abdil tartamudeando exclamó:
-¿Matarlo? ¿amansarlo? ¿dominarloaún Pero si lo único que hice
hasta ahora es cazar algún ciervo o el arte de la cetrería. Este león es
muy superior a mí en tamaño y fuerza.
En aquel momento El Gran visir se acercó a Abdil y le dijo:"No
temas. No tienes que hacerla ahora mismo. En un futuro, cuando
hayas reflexionado sobre ello y tengas una idea de como hacerla,
entonces lo harás. Todos tus antepasados lo hicieron, confía en que tu
también podrás hacerla.
El Rey mandó a uno de los esclavos que tirara a la jaula una pieza
de carne. Los feroces rugidos del León se convirtieron en contentos
gruñidos, mientras devoraba aquel trozo de carne. Esta imagen se
quedó grabada en la memoria de Abdil.
Pasaron cuatro días y el Rey seguía tratando a su hijo con al
misma amabilidad de siempre, pero Abdil tenía el sentimiento de que
su padre estaba ansioso de que matara al león cuanto antes. Aquella
tarea se cernía sobre él. Su viveza se apagó al emular ante la corte que
se comportaría como un héroe de leyenda, cuando realmente él no se
sentía así.

La huida de Abdil

U na noche no pudiendo conciliar el sueño, se levantó se vistió cogió


dinero suficiente y bajo la luz de la luna se dirigió hacia los establos.
Allí encontró a un mozo, le ordenó que le ensillara su mejor corcel y
que le dijera a su padre el Rey que se marchaba de viaje.
Sin volver la vista atrás cabalgó durante toda la noche. Al día

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siguiente llegó a un río rodeado de verdes praderas a ambos lados.


Desmontó de su caballo y dejó que el animal saciara su sed. Abdil se
tumbo en el hierba, estaba tan cansado que pronto se quedó dormido.
A medio día despertó y pudo escuchar el sonido de una flauta. Se puso
en camino hacía el lugar de donde parecía provenir aquella hermosa
melodía. Al llegar pudo ver a un pastor con su rebaño de ovejas tocan-
do la flauta y le preguntó que si había algún lugar cerca donde pudie-
ra hospedarse algunos días. El pastor le dijo que podría hacerla en
casa de su amo, un rico terrateniente, un hombre bueno y hospitala-
rio.

En la Tierra de los Flautistas

El pastor acompañó a Abdil hasta la casa de su amo Harum, que así


se llamaba. Harum invitó a Abdil a su mesa para cenar y cuando ter-
minaron, Harum le preguntó:
-¿Desde dónde vienes, y qué te trae por aquíaún
Abdil intentó evadir la respuesta diciendo:
- He tenido un problema en mi casa que me ha obligado a mar-
char. Le pediría que no me preguntara más sobre ello. Tan sólo le
puedo decir que estoy buscando la respuesta a un problema personal.
Harum asintió con la cabeza y le dijo que podía permanecer en
su casa todo el tiempo que necesitara y que considerara la casa como
la suya propia.
Abdil cada mañana salía a pasear por las inmensas praderas y
bosques de aquel lugar y podía descubrir el sonido de las diferentes
flautas que tocaban los pastores de aquel lugar. Todas emitían soni-
dos diferentes, cada pastor tocaba una melodía distinta y es por este
motivo que aquel lugar era llamado la Tierra de los Flautistas. Abdil
pensó que le vendría muy bien permanecer un tiempo en este tran-
quilo paraje.
Una noche cuando Abdil estaba en su habitación escuchó lo que
parecía ser el rugido de un León. No puede ser, debo estar soñando,

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pensó Abdil. Pero nuevamente el rugido de varios leones sonó de
nuevo. Aquella noche Abdil no pudo descansar tranquilo.
A la mañana siguiente, mientras desayunaba con Harum le
contó lo sucedido. Harum tranquilamente le contestó:
- Lo que me parece extraño es que no los hayas escuchado hasta
ahora. Esta zona está infestada de leones que vienen por la noche
hasta aquí a cazar. ¿ Por qué crees que mandé construir estos enormes
muros alrededor del jardín? De otro modo esas bestias se hubieran
devorado a toda mi familia .- Sonrió astutamente Harum, satisfecho
de haber ganado la partida a los leones.
El corazón de Abdil se llenó de miedo y aquella misma mañana
ensilló su caballo e hizo su equipaje. Se despidió del hospitalario
Harum y partió, dispuesto a viajar tan lejos como su caballo le pudie-
se llevar. Cabalgó y cabalgó durante todo el día y toda la noche. Las
verdes praderas y los frondosos bosques quedaron atrás. El paisaje se
tornaba cada vez más árido y el camino llegó a desaparecer en un valle
cubierto de arena. No había ni una brizna de hierba hasta donde la
vista le alcanzaba.

Abdil Y los beduinos

El sol quemaba en su espalda y su caballo de pura sangre tropezaba a


menudo. El viento arrastraba la arena de un lado a otro, a veces lle-
gando a cegar a Abdil, lo que hacía que la escena fuera aún más deso-
ladora.
Abdil sabía que si no encontraban agua pronto ni él ni su caba-
llo sobrevivirían. Abdil rezó para que detrás de la siguiente duna apa-
reciera un oasis o un campamento de beduinos. Como respuesta a su
plegaria al pasar aquella montaña de arena apareció una hilera de
tiendas de campaña. Era un campamento de beduinos.
- "Estamos salvados"- gritó Abdil.
Dos guerreros armados saludaron a Abdil.- "La paz sea contigo",
y le condujeron hasta su jefe el Jeque, el cual le dio la bienvenida y le
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invitó a quedarse todo el tiempo que quisiera.


- Ahora eres mi huésped.
Más tarde disfrutaron de una comida maravillosa: cordero con
arroz, higos y dátiles de un dulzor exquisito. Cuando terminaron de
comer el Jeque preguntó a Abdil qué es lo que le había traído en esa
dirección. Abdille contestó:
- Dejé mi hogar por un problema que espero resolver ausentán-
dome el tiempo suficiente hasta que esté seguro de cual es mi situa-
ción".
El Jeque le contestó, en un tono comprensivo, mientras acaricia-
ba su barba:
- Abdil, el tiempo nos da todas las respuestas si somos pacien-
teso
Al día siguiente invitó a Abdil a ir a cazar antílopes con él y al
siguiente a ir de cetrería, cosa que encantaba a Abdil. Pasados unos
días, después de haber respirado el aire puro del desierto y disfrutar
de la hospitalidad beduina, Abdil pensó que podría permanecer en
aquel lugar para siempre.
Pasadas dos felices semanas, una noche mientras cenaban, el
Jeque dijo:
- Abdil, todos estamos muy contentos de que estés aquí entre
nosotros, admiramos cómo colaboras en nuestras tareas y el espíritu
con el que participas en los deportes. Nosotros somos mercenarios y
como tales frecuentemente salimos a guerrear con otras tribus. Para
nosotros la valentía es imprescindible para sobrevivir. Tanto mis
hombres como yo queremos que te sometas a una prueba,para dar
evidencia de tu valor. A dos millas al sur hay una zona habitada por
leones, que mañana debes alcanzar. Coge tu mejor caballo, y con tu
lanza y tu espada mata a una de estas fieras salvajes, una vez hecho
esto arráncale la piel y nos la traes. Y así habrás superado la prueba.
Abdil, se estremeció al oír aquellas palabras. Mientras todos dis-
frutaban de la cena, sus caras resplandecían con gesto de felicidad
alrededor del fuego, menos Abdil que deseó buenas noches al Jeque

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sabiendo que no se enfrentaría con esas fieras.
Según se dirigía hacia su tienda, Abdil pensó:
- Dios mío que mala suerte tengo ........Es que siempre van a apare-
cer leones en todas partes donde voy ..........Pues para eso no me hubiera
marchado de mi casa, ¡si no puedo evitarlos!.
Esa misma noche, cuando todos estuvieron dormidos, Abdil se
arrastró silenciosamente para salir de su tienda sin hacer ruido, buscó
su caballo y partió. Cabalgó y cabalgó bajo el cielo estrellado, mientras
se preguntaba a si mismo si su destino sería el de viajar para siempre
sin encontrar un lugar donde no hubiese leones.

Abdil, la princesa Nur y el León

Cuando el alba comenzó a despuntar en el cielo, pudo ver que había


llegado a una inmensa llanura cubierta de flores silvestres y árboles
frutales. Con las primeras luces del día vio un lugar de rocas rosas,
columnas de lapislázuli y balcones de madera tallada y pintados en
diferentes colores. A medida que se fue aproximando, se introdujo en
un maravilloso jardín que rodeaba el palacio, lleno de rosas y jazmi-
nes, cuyo perfume inundaba el ambiente; hermosas fuentes adorna-
ban el lugar y el sonido del agua y el canto de los pájaros hacían de
aquello un paraíso en la tierra.
El jardín rodeaba un espléndido palacio. Cuando llegó a sus
puertas fue recibido por dos guardianes. Un mozo cogió su caballo y
lo llevó a los establos para limpiarlo y darle de comer y beber. Abdil
fue conducido por amables sirvientes hasta la habitación de los invi-
tados, donde se pudo asear y le fueron entregadas finas y delicadas
ropas.
Más tarde fue llevado ante la presencia del Emir, un hombre de
larga barba gris y gesto amable, que se hallaba desayunando con su
hija la princesa. Abdil al ver a la princesa se quedó cautivado ante
tanta belleza. y es que Nur, que así se llamaba, era una mujer bellísi-
ma. Sus ojos eran tan azules como las turquesas, su pelo negro como

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el azabache caía delicadamente por sus hombros, su tez era perfecta


se diría de porcelana.
El Emir preguntó a Abdil:
- ¿De dónde vienes y qué te ha traído en esta dirección? -. Pero
Abdil estaba embelesado mirando a la princesa y no escuchó la pre-
gunta. El Emir sonrió, y volvió a repetirle la pregunta:
- Abdil, ¿qué es lo que te ha traído por aquí?
Abdil entonces palicedió y tartamudeando dijo:
- Mi situación es tal que yo ... me marché de mi casa porque
tengo un problema que resolver y estoy reflexionando acerca de él. Le
pediría que no me volviese a preguntar pues tan solo le puedo decir
esto -. Y entonces Abdil se ruborizó al sentir la mirada de la princesa
clavada en él.
Nur pensó, mientras le miraba, que Abdil era un joven muy
apuesto y se preguntaba qué problema tendría, y si ella podría ayu-
darle a solucionarlo.
Cuando terminaron el desayuno el Emir mostró a Abdil el pala-
cio. Si los exteriores eran hermosos, qué decir del interior. Escaleras
de mármol pulido conducían hasta las habitaciones amuebladas de
maderas de diferentes partes del mundo. Los techos cubiertos de
mosaicos de oro y turquesas y sus paredes llenas de frescos, espejos y
maravillosos tapices. Las ventanas de cristal transparente, teñido de
diferentes colores, algunos tan rosas como el atardecer, otros tan ver-
des como las profundidades del mar, que cuando eran atravesados por
los rayos del sol iluminaban el suelo formando un arco iris. Bajo sus
pies suaves alfombras de seda, algunas con motivos de animales tan
perfectos que a Abdil le parecía increíble que estuvieran hechas por
manos humanas.
Abdil pensó que en un lugar tan maravilloso podría permanecer
toda su vida.Abdil y la princesa Nur acostumbraban a dar largos pase-
os por el jardín. Un atardecer, paseando por los caminos bordeados de
jazmines, la princesa cantaba una canción acompañada con su laúd
dedicada a Abdil. Cuando de repente, entre los matorrales, Abdil escu-

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chó un sonido que parecía ser el rugido de un león.
- ¡Calla! ¿Qué ha sido ese ruido?
- Yo no he escuchado nada - respondió la princesa un poco ofen-
dida por la falta de atención que la estaba prestando.
Pero nuevamente se escuchó otro sonido como el anterior:
- Calla te digo mi querida princesa -. De nuevo ese sonido.
Entonces la princesa le dijo:
- Tan sólo es Rustum. Yo le conozco desde que era un cachorro,
y por la noche patrulla por el jardín para defendemos de cualquier
peligro.
Entre tanto los sirvientes iban de aquí para allá, ultimando los
detalles para la cena. El palacio estaba iluminado con velas y antorchas
para el acontecimiento.
Abdil sugirió a la princesa que fueran hacia el palacio, pues caía
la noche y estaba refrescando.
Aquella noche todos los allí presentes, menos él, disfrutaron de
la excelente comida. Al final del banquete El Emir, sentado a su dere-
cha, se levantó y llevó a Abdil hasta las escaleras de mármol que con-
ducían a las habitaciones. De repente apareció el enorme y fiero león.
Abdil se hubiera dado la vuelta, pero en ese mismo momento el Emir
le dijo:
- Mira hijo mío, el viejo y buen Rustun te está esperando para
llevarte a tu habitación. Esto no lo hace con todas las personas, creé-
me, él sólo se molesta si piensa que alguien le tiene miedo. Pero es
bastante manso.
- Yo le temo - susurró Abdil. Pero el Emir pareció no oírlo y le
dio las buenas noches a su invitado.
El león acompañó a Abdil hasta la puerta de su habitación, y
Abdil se las ingenió para entrar rápidamente y cerrar la puerta.
El león esperó fuera y al príncipe le pareció que durante toda la
noche el león resoplaba en la cerradura y trataba de abrir la puerta con
sus uñas y dientes.
Después de esa noche tan movida, Abdil se levantó por la maña-

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na y abrió la puerta. El león se había ido. En ese momento Abdil deci-


dió volver a casa. Había muchos leones en todo el mundo y sería
mejor luchar con el león de la caverna y vencerle que seguir corrien-
do toda su vida.

La decisión de Abdil

Tan pronto como se aseó y vistió, fue hacia su anfitrión y le dijo:


- Oh gran Emir, le pido permiso para dejar su palacio ahora y
combatir mi problema a mi manera, si no nunca estaré en paz con-
migo mismo. Soy un cobarde y quiero cambiarlo. Yo soy el hijo del
Rey Azad y huí de un deber el cual todos los hijos de mi familia tie-
nen que cumplir. Me siento avergonzado y así nunca podría pedir la
mano de una mujer como la princesa. Me marcho a luchar con el león
que me espera en la cueva.
- Bien hablado hijo mío - dijo el Emir. - Desde el principio sabía
quién eras por el gran parecido a tu padre cuando era joven, a quien
yo siempre respeté y admiré. Ve y lucha contra el león y te daré la
mano de mi hija, pues ella también me ha hablado con afecto acerca
de ti.

El regreso a casa

El príncipe montó en su caballo y galopó hasta que llegó al campa-


mento beduino. El Jeque estaba sentado fumando su pipa de agua
cuando llegó Abdil, y le saludó amablemente.
- Bienvenido, Príncipe Abdil. Conocí a tu padre cuando ambos
teníamos tu edad. De hecho, te pareces mucho a él. Ya te había reco-
nocido cuando fuiste nuestro invitado.
Entonces Abdil le dijo que estaba de camino a su casa para
enfrentarse con el león de la cueva. El jeque, al oír estas palabras, se
alegró mucho y pidió a Abdil que pasara la noche con ellos y así esta-
ría descansado para continuar viaje al día siguiente.

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Al alba Abdil reanudó el viaje. De repente descubrió que ansiaba
ver de nuevo su hogar. Apenas podía esperar para decirle a su padre
que estaba preparado para encararse con la gran criatura de la cueva.
Al poco tiempo llegó al bello país de los Flautistas. Harum salió
de su patio sombreado para saludar al príncipe. Abdil le explicó que
no iba a quedarse sino que se dirigía hacía su casa.
- Cuando yo estuve aquí no era más que un cobarde que quería
escapar de su destino. Ahora estoy preparado para enfrentarme con él.
- Así sea -, respondió el viejo hombre -. Estoy contento de que
quieras acabar con tu problema. Sabía que darías la cara a tus res-
ponsabilidades. Vete y que Dios te proteja.
Tras despedirse, Abdil se puso de nuevo en camino y llegó a su
país.Saludó a su padre besándole la mano y después le dijo al Gran
Visir:
- Condúceme primero a la cueva de ese fiero león contra quien
debo luchar, pues me siento suficientemente fuerte para intentar la
lucha.
El viejo monarca abrazó a su hijo con expresiones de alegría y
junto con el Gran Visirfueron hacia la madriguera del león.

La prueba

La espada y la daga que Abdil llevaba brillaron intensamente con el


sol. Un esclavo abrió la enorme puerta de la cueva y Abdil entró
valientemente. El león comenzó a rugir y se agachó agitando el rabo.
De repente se levantó y fue hacía el Príncipe, con su enorme mandí-
bula entreabierta.
El príncipe miró fijamente a la bestia sin miedo, empuñando sus
armas. Mientras el Rey y El Gran Visir observaban en silencio. El león
rugió de nuevo con más fuerza que antes y cargó hacía él. Entonces,
para el asombro de Abdil el monstruo empezó a frotar su cabeza con-
tra las rodillas de Abdil y lamió sus botas como una pequeña mascota.
El Gran Visir aclamó:

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- Oh Príncipe, ves ahora que este león es tan manso como un


esclavo obediente y no haría daño a nadie. La prueba a tu valor es com-
pleta. Ahora eres digno de ser nuestro Rey. Alabado sea Dios.
El joven apenas podía creer lo que había ocurrido y, cuando salió
de la cueva, el león le seguía como si se tratara de un perrito, reto-
zando detrás de él, hasta que fue devuelto a su madriguera por el
esclavo. El Rey felicitó a su hijo por su coraje, que ahora nunca sería
puesto en duda. Abdil era digno y estaba preparado para ser su suce-
sor.Había mucho regocijo en palacio. Y se festejó en toda la ciudad y
sus alrededores.
Abdille dijo a su padre que había pedido la mano a una bella
princesa y le pidió su bendición. El Rey accedió y envió un rápido
mensajero hasta el país donde ella vivía.
A Abdil le pareció una eternidad el tiempo que pasó hasta que
llegó su amada. Ella vino finalmente acompañada de parientes yami-
gos, vestidos con los más finos trajes de boda. La princesa llegó cabal-
gando en un pura raza blanco, vestida de sedas blancas y su negro y
rizado pelo al viento.
Se celebró una gran boda y el banquete nupcial duró siete días
con sus siete noches.
Ellos vivieron felices por siempre y, cuando Abdil se convirtió en
el Rey del lugar, ordenó inscribir en el suelo de su estudio privado en
letras de oro las palabras:
"Nunca escapes de un león"

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