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Cuentos para dictados

El árbol del orgullo

Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última


cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas,
oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros.
Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los
siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está
enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos
años, la insensatez y la transmigración de la leyenda casi no me
asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el
oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo
entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran
grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes
y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los
brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para
que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron
con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo.
Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo
del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los
árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían
regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los
animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción.
Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la
verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le
hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en
otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por
apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de
apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el
tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa
estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al
espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules,
y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen
que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas,
salvo este que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa
monstruosa asimilación, el pecado se reveló.
El ciervo escondido
1
Un leñador de Cheng se encontró en el campo con un ciervo
asustado y lo mató. Para evitar que otros lo descubrieran, lo
enterró en el bosque y lo tapó con hojas y ramas. Poco después
olvidó el sitio donde lo había ocultado y creyó que todo había
ocurrido en un sueño. Lo contó, como si fuera un sueño a toda la
gente. Entre los oyentes hubo uno que fue a buscar al ciervo
escondido y lo encontró. Lo llevó a su casa y dijo a su mujer:

—Un leñador soñó que había matado un ciervo y olvidó dónde lo


había escondido y ahora yo lo he encontrado. Ese hombre sí que
es un soñador.

—Tú habrás soñado que viste un leñador que había matado un


ciervo. ¿Realmente crees que hubo un leñador? Pero como aquí
está el ciervo, tu sueño debe ser verdadero —dijo la mujer.

—Aun suponiendo que encontré al ciervo por un sueño —


contestó el marido—, ¿a qué preocuparse averiguando cuál de los
dos soñó?

Aquella noche el leñador volvió a su casa, pensando todavía en el


ciervo, y realmente soñó, y en el sueño soñó el lugar donde había
ocultado el ciervo y también soñó quién lo había encontrado. Al
alba fue a casa del otro y encontró al ciervo. Ambos discutieron y
fueron ante un juez, para que resolviera el asunto. El juez le dijo
al leñador:

—Realmente mataste un ciervo y creíste que era un sueño.


Después soñaste realmente y creíste que era verdad. El otro
encontró al ciervo y ahora te lo disputa, pero su mujer piensa que
soñó que había encontrado un ciervo. Pero como aquí está el
ciervo, lo mejor es que se lo repartan.

El caso llegó a oídos del rey de Cheng y el rey de Cheng dijo:


— ¿Y ese juez no estará soñando que reparte un ciervo?

La secta del loto blanco


2
Había una vez un hombre que pertenecía a la secta del Loto
Blanco. Muchos, deseosos de dominar las artes tenebrosas, lo
tomaban por maestro.
Un día el mago quiso salir. Entonces colocó en el vestíbulo
un tazón cubierto con otro tazón y ordenó a los discípulos que los
cuidaran. Les dijo que no descubrieran los tazones ni vieran lo
que había adentro.
Apenas se alejó, levantaron la tapa y vieron que en el tazón
había agua pura, y en el agua un barquito de paja, con mástiles y
velamen. Sorprendidos, lo empujaron con el dedo. El barco se
volcó.
Deprisa, lo enderezaron y volvieron a tapar el tazón.
El mago apareció inmediatamente y les dijo:
— ¿Por qué me habéis desobedecido?
Los discípulos se pusieron de pie y negaron. El mago
declaró:
—Mi nave ha zozobrado en el confín del Mar Amarillo.
¿Cómo os atrevéis a engañarme?
Una tarde, encendió en un rincón del patio una pequeña
vela. Les ordenó que la cuidaran del viento. Había pasado la
segunda vigilia y el mago no había vuelto. Cansados y
soñolientos, los discípulos se acostaron y se durmieron. Al otro
día la vela estaba apagada. La encendieron de nuevo.
El mago apareció inmediatamente y les dijo:
Los discípulos negaron:
—De veras, no hemos dormido. ¿Cómo iba a apagarse la
luz?
El mago dijo:
—Quince leguas erré en la oscuridad de los desiertos
tibetanos, y ahora queréis engañarme.
Esto atemorizó a los discípulos.

Historia de los dos reyes y de los dos laberintos


3
Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que
en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que
congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un
laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se
aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era
un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones
propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo
vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para
hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el
laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación
de la tarde. Entonces imploró el socorro divino y dio con la
puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey
de Babilonia que él en Arabia tenía un laberinto mejor y que, si
Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a
Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides, y estragó los reinos de
Babilonia con tan venturosa fortuna que derribó sus castillos,
rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima
de un camello veloz y le dijo: "¡Oh, rey del tiempo y substancia y
cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de
bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora, el Poderoso
ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras
que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer,
ni muros que veden el paso."
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la
mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea
con aquel que no muere.

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