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La élite intelectual y la democracia *

Los escritores y los estudiosos son ciudadanos; por tanto, es


evidente que tienen el ineludible deber de participar en la vida
pública. Queda por ver de qué forma y en qué medida. En cuan­
to hombre de pensamiento y de imaginación, no parece que es­
tén especialmente predestinados a la carrera, política; en efecto,
esta vida pide ante todo y sobre todo cualidades propias de un
hombre de acción. Incluso aquellos cuyo trabajo consiste en
meditar sobre las sociedades, por ejemplo el historiador y el
sociólogo, no me parecen mucho más adaptados a esas funcio­
nes activas que lo que pueden ser el literato o el naturalista; la
verdad es que se puede tener ese genio que hace descubrir las
leyes generales a través de las cuales se desarrollan los hechos so­
ciales en el pasado, sin poseer por ello el sentido práctico que
hace vislumbrar las medidas que está pidiendo el estado de un
pueblo en un determinado momento de la historia. De la misma
m anera que un gran fisiólogo es generalmente un clínico medio­
cre, también es muy presumible que un sociólogo llegue a ser
un hombre de estado muy incompleto. Ciertamente es positivo
el hecho de que los intelectuales estén representados en las
asambleas deliberativas; aparte del hecho de que su cultura les
permite aportar en las deliberaciones ciertos elementos infor­
mativos sumamente interesantes, son también ellos los más cua­
lificados para defender delante de los poderes públicos los in-

* Ensayo aparecido en Rcvuc Hleue i (1903) '705-706.

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tereses del arte y de la ciencia. Pero para que se consiga esta
finalidad no es necesario que sean numerosos en el parlamento.
Por otra parte, podríamos preguntarnos si, salvo en casos ex­
cepcionales de genios especialmente dotados, es posible conver­
tirse en diputado o senador, sin dejar al mismo tiempo de ser
escritor o estudioso, dado que estos dos tipos de funciones su­
ponen una orientación diversa del espíritu y de la voluntad.
Por consiguiente, a mi juicio, es sobre todo a través del li­
bro, de la conferencia, de las obras de educación popular, como
debe ejercitarse nuestra acción. Hemos de ser sobre todo con-
■y t sejeros, educadores. Estamos hechos para ayudar a nuestros
contemporáneos a reconocerse en sus ideas y en sus sentimien­
tos mucho más que para gobernarlos; y en el estado de confu­
sión en que vivimos, ¿puede haber algún papel que representar
de mayor utilidad que éste? Por otra parte, conseguiremos mu­
cho más si limitamos en esta dirección nuestras ambiciones.
Conquistaremos mucho antes la amistad popular cuando no pue­
dan atribuirnos intenciones personales. No es necesario que en
el conferenciante de hoy sea preciso suponer al candidato de
mañana.
Se ha dicho, sin embargo, que la gente no estaba preparada
para entender a los intelectuales y que la democracia con su
pretendido espíritu bcocio ha sido la responsable de esa especie
de indiferencia política, de Ja que han dado prueba los estu­
diosos y los artistas en los primeros veinte años de la tercera
república. Pero lo que demuestra la falta de fundamento de
esta aserción es que esta indiferencia ha terminado una vez
que se le planteó al país un problema moral y social de gran
importancia. La larga abstención anterior se derivaba por tanto,
sencillamente, de la falta de toda cuestión capaz de sacudir la
inercia de los despreocupados. Nuestra política se arrastraba
miserablemente por cuestiones personales. Se nos combatía para
saber quién tenía que poseer el poder. No había una gran causa
general a la que poder consagrarse, un punto de vista elevado
al que poder dirigir los esfuerzos. Se seguían por tanto, con
mayor o menor indiferencia, los más mínimos incidentes de la
política cotidiana, sin experimentar la necesidad de intervenir en
ellos. Perd cuando se suscitó una grave cuestión de principio,
se vio cómo los estudiosos salían de sus laboratorios, cómo los
eruditos abandonaban sus estudios, cómo se acercaban a la
gente, cómo se confundían con la vida de la plebe, y la expe­
riencia ha demostrado que sabían hacerse entender.
La agitación moral que han suscitado estos acontecimientos
no se ha apagado todavía y soy de los que piensan que no debe

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apagarse, puesto que es necesaria. Lo anormal era la calma de
otros tiempos. Y era esa calma la que constituía un peligro. T an­
to si lo lamentan algunos como si no, el período crítico abierto
por la caída del antiguo régimen no se ha cerrado ni mucho
menos; más vale tomar conciencia de ello en vez de abandonar­
se a una confianza errónea. La hora del descanso no ha sonado
todavía para nosotros. Todavía queda mucho por hacer para
que no sea indispensable tener perpetuamente movilizadas, por
así decirlo, nuestras energías sociales. Por eso creo que es pre­
ferible la política que se ha seguido en estos últimos cuatro años
a la que se siguió anteriormente. En efecto, esta política ha lo­
grado m antener en vida una corriente constante de actividad
colectiva de cierta intensidad. Ciertamente, estoy convencido
de que el anticlericalismo no basta; tengo prisa por ver cómo
la sociedad se pone unos fines más objetivos. Pero lo esencial
era que no nos dejáramos caer de nuevo en aquel estado de
estancamiento moral en el que hemos vivido durante demasiado
tiempo.

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