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Mentalización: aspectos teóricos y clínicos

Gustavo Lanza Castelli


gustavo.lanza.castelli@gmail.com

[Trabajo presentado en el Congreso de Interpsiquis, febrero 2011]

El concepto Mentalización (o Función Reflexiva) ha conocido una notable expansión en los últimos 20
años. Surgido originariamente del intento de Peter Fonagy y otros autores por comprender y abordar la
patología borderline (Fonagy, 1991; Fonagy et al., 1995), basándose en conceptos psicoanalíticos y de
la teoría del apego (Main, 1991) articulados con los desarrollos sobre teoría de la mente (Baron-Cohen,
Leslie, Frith, 1985; Baron-Cohen, 1995), fue ganando en profundidad y amplitud hasta constituir un
vasto y complejo cuerpo de conocimientos en continuo aumento. El mismo incluye una teoría
elaborada de las distintas facetas de la mentalización y de las funciones psicológicas que a ellas
subyacen, una teoría del desarrollo, articulaciones con las neurociencias, diversos métodos para la
evaluación del funcionamiento reflexivo y una serie de propuestas clínicas para el abordaje de las
patologías graves.
Los diversos conceptos de esta teorización han sido operacionalizados a los efectos de favorecer su
contrastación empírica, llevada a cabo en múltiples y rigurosas investigaciones (Fonagy, Target, 1997;
Fonagy, Target, Steele, Steele, 1998; Allen, Fonagy, Bateman, 2008).
Hoy en día encontramos una serie de investigadores y terapeutas en número creciente, que utilizan este
concepto en su práctica y proponen su aplicación en la comprensión y tratamiento de diversos cuadros
clínicos (Allen, 2005; Rudden et al., 2008), en la evaluación de enfoques teórico-técnicos (Levy et al.,
2006; Yeomans et al., 2008), en la confección de técnicas para favorecer la optimización de las
habilidades mentalizadoras del paciente (Lanza Castelli, 2009a), o buscan articularlo con conceptos
psicoanalíticos más clásicos (Holmes, 2006), etc.
Muchos de ellos lo emplean para informar una serie de prácticas variadas, que amplían el campo de
aplicación de la terapia basada en la mentalización (Bateman, Fonagy, 2004, 2006), como la terapia de
parejas (Younger, 2006), de familias (Fearon et al., 2006), de grupos (Bateman, Fonagy, 2004), el
entrenamiento de la pareja parental primeriza (Sadler et al., 2006), los talleres de psicoeducación
(Haslam-Hapwood et al. 2006), los grupos de profesionales en crisis (Bleiberg, 2006), la prevención de
la violencia en las escuelas (Allen, Fonagy, Bateman, 2008), etc.
En el ámbito terapéutico, hay un consenso creciente en cuanto a que no sólo en el psicoanálisis sino
también en las otras formas de terapias existentes se busca que el paciente incremente su
funcionamiento reflexivo, a través de enfoques y técnicas distintas a las psicoanalíticas, pero que
persiguen este mismo objetivo. De este modo, se plantea que el mentalizar es un factor común a las
diversas formas de psicoterapia (Allen, Fonagy, Bateman, 2008).
En lo que sigue, caracterizo en primer término la mentalización, enumero sus distintas facetas, señalo
su evolución y sus raíces en las relaciones de apego tempranas, analizo el trauma en este vínculo y
algunas consecuencias del mismo y, por último, propongo un abordaje terapéutico basado en la
posición mentalizadora del profesional y en la construcción de un equipo de trabajo paciente-terapeuta.

A) La mentalización

A.1) El constructo mentalización (o función reflexiva) se refiere a una serie variada de operaciones
psicológicas que tienen como elemento común focalizar en los estados mentales. Estas operaciones
incluyen una serie de capacidades representacionales y de habilidades inferenciales, las cuales forman
un mecanismo interpretativo especializado, dedicado a la tarea de explicar y predecir el
comportamiento propio y ajeno mediante el expediente de inferir y atribuir al sujeto de la acción
determinados estados mentales intencionales que den cuenta de su conducta (Gergely, 2003).
Por esta razón, no toda actividad mental puede considerarse como mentalizadora, sino sólo aquella que
se refiere a dichos estados.
La mentalización incluye diversos procesos mentales, que deben diferenciarse de los contenidos con
los que aquéllos trabajan (pensamientos, sentimientos, etc.) (Fonagy et al., 1993). Cabe diferenciar tres
clases de procesos diferentes que constituyen la mentalización:
Los procesos simbolizantes y transformadores: se trata de una serie de actividades mentales
consistentes en procesos de simbolización, procesamiento y transformación de representaciones,
pensamientos y afectos. Entre otros, podríamos mencionar el proceso intersubjetivo por el cual se
constituyen las representaciones secundarias para simbolizar los afectos (Gergely y Watson, 1996), los
distintos mecanismos responsables de la construcción del contenido manifiesto del sueño (Freud,
1900; Fonagy, 2000), el procesamiento de la experiencia subjetiva preconsciente al ser traducida en
palabras (Lanza Castelli, 2010a), etc.
Los procesos cognitivo/imaginativo/atencionales: éstos son los procesos más comúnmente
mencionados en los diversos trabajos sobre el tema. Engloban una serie de operaciones mentales de
complejidad variable incluidas en el término mentalizar, tales como la dirección deliberada de la
atención, el recordar, el interpretar, el dar sentido, el empatizar, el imaginar, el identificar y
comprender los estados emocionales, el inferir los estados mentales que subyacen a los
comportamientos de los demás, etc.
Entre estas operaciones cabe incluir las actividades metacognitivas, que toman como objeto a los
propios procesos y contenidos mentales, permitiendo con ello una distancia psicológica respecto de los
mismos y el discernimiento de la diferencia entre el pensamiento y la realidad efectiva (discernimiento
que implica la posibilidad de relativizar el propio punto de vista y considerar puntos de vista
alternativos). La posición metacognitiva favorece la comprensión del funcionamiento de la propia
mente, la reevaluación de los automatismos interpretativos y atribucionales que recaen sobre el otro y
sobre el propio self, y la regulación emocional (Main, 1991; Allen, Fonagy, Bateman, 2008).
Los procesos reguladores: el pensar acerca de las consecuencias de los propios actos, del estado mental
del otro hacia el que se dirigen, de la emoción de la que surgen, etc. permite regular la propia acción,
imprimiéndole una forma determinada, dándole curso, difiriéndola, refrenándola, etc. “El pensar antes
de actuar impulsivamente es, por tanto, paradigmático del mentalizar” (Allen, Fonagy, Bateman, 2008,
p. 8).
En lo que hace a la experiencia emocional, su regulación forma parte de la mentalización de la misma.
Dicha regulación puede referirse al incremento o decrecimiento de la intensidad de la experiencia
emocional, a la modificación de dicha experiencia y al mantenimiento de un determinado nivel de
activación emocional. Incluye la reevaluación de los afectos y del componente cognitivo de los
mismos (Fonagy et al., 2002, Jurist, 2005)
En lo que hace a las facetas del mentalizar, es importante diferenciar la mentalización implícita y la
explícita, la dirigida hacia uno mismo y la que se focaliza en los demás.

A.2) Mentalización implícita y explícita:

La mentalización implícita consiste en diversos procesos que transcurren de forma no reflexiva y


automática y que constituyen la mayor parte del mentalizar, en el seno de los múltiples intercambios
interpersonales que tienen lugar en el día a día de todo sujeto. Entre otros ejemplos, cabe citar el
empatizar espontáneo, que implica cierto grado de reflejo de las expresiones faciales y posturas del
otro, de un modo directo y no deliberado. También el tomar y ceder el turno en una conversación
rápida y el tener en cuenta la perspectiva del otro (sabemos lo que conoce y mientras hablamos lo
tomamos en cuenta), sin pensar para ello explícitamente (Barker y Givon, 2005).
De igual forma, en el así llamado “tacto social” monitoreamos continuamente el estado mental de
nuestro interlocutor y el contexto en que se desarrolla el intercambio, tenemos presente el impacto que
producirá en él tal o cual actitud de nuestra parte y reaccionamos de un modo sintonizado con la
expresión de sus emociones. Y todo ello sin que recurramos a razonamientos deliberados y explícitos
para saber cómo comportarnos.
La mentalización implícita funciona habitualmente como intuición e incluye sentimientos, juicios,
pálpitos que tenemos en las situaciones sociales, los cuales se experimentan sin que poseamos razones
bien articuladas para fundamentarlos o dar cuenta de los mismos. La intuición, por su parte, se basa en
el aprendizaje implícito y es la base de nuestra habilidad para responder apropiadamente a la
comunicación emocional no verbal. Mucha de esta responsividad ocurre fuera de la conciencia
explícita (Allen, Fonagy, Bateman, 2008).
La mentalización implícita en relación con uno mismo tiene que ver con el sentimiento del self, un
sentimiento prerreflexivo unido al sentimiento del self como agente, como iniciador de las acciones
(internas y externas) deliberadas (Allen, 2006).
Por su parte, la mentalización explícita incluye procesos simbólicos, deliberados y reflexivos; el
lenguaje es el medio electivo para ella. Suele tomar la forma de narraciones y tiene que ver con mucho
de lo que proponemos en la terapia, por ejemplo, poner los sentimientos en palabras, tomar conciencia
del modo en que funciona la propia mente, identificar una secuencia de pensamientos y reflexionar
sobre ellos, etc.. Implica un mayor nivel de conciencia que la mentalización implícita y una
focalización deliberada de la atención.
La diferencia entre ambas formas (implícita y explícita) corresponde a una diferenciación paralela en
el reino de la memoria: la diferencia entre memoria declarativa (explícita) y procedural (implícita), o la
diferencia entre saber “qué” y saber “cómo” (Fonagy, 1999a).
El mentalizar implícito es un saber cómo procedural; el mentalizar explícito es lo que puede ser
declarado en forma simbólica.
De todos modos, es difícil trazar una neta línea de demarcación entre ambas modalidades, ya que al
mentalizar, vamos y venimos de una a la otra.
En la psicoterapia comprometemos a los pacientes en la mentalización explícita, a los efectos de
solucionar problemas inter e intrapersonales. Hacemos más consciente lo que es menos consciente o
inconsciente (tanto pacientes como terapeutas) mediante el mentalizar (Allen, Fonagy, Bateman,
2008).

A.3) Mentalización en relación con uno mismo y con los demás:

La mentalización en relación con uno mismo incluye una serie de procesos que tienen alguna de las
tres funciones señaladas más arriba (o más de una): transformar diversos contenidos mentales,
centrarse en la autorregulación, focalizar en distintos contenidos y funciones del propio self.
En relación a esta última función podríamos hacer mención de los procesos que tienen que ver con la
percepción del propio funcionamiento mental, la cual requiere una actitud autoinquisitiva, que implica
una genuina curiosidad acerca de los propios pensamientos y sentimientos, como así también un
escepticismo realista, esto es, el reconocimiento de que los propios sentimientos pueden ser confusos y
que no siempre es posible tener claridad sobre lo que uno piensa o siente (Bateman, Fonagy, 2006).
Esta percepción incluye una serie variada de procesos, entre otros el monitoreo y registro de los
propios estados mentales, que tienen lugar según grados diversos de complejidad (desde un
pensamiento, hasta un conjunto estratificado y complejo de sentimientos, pasando por la secuencia de
diversos estados mentales y de las razones interpersonales que los activan, el modo en que trabaja la
propia mente, etc.).
De igual forma, la percepción del propio funcionamiento mental supone también la aprehensión de que
los sentimientos concernientes a una situación pueden no estar relacionados con los aspectos
observables de la misma, sino que pueden provenir de otras fuentes. Asimismo, implica la detección de
la presencia de conflictos entre ideas y sentimientos incompatibles, así como el registro de la acción de
defensas en el interior de uno mismo, etc. (Bateman, Fonagy, 2006; Allen, Fonagy, Bateman, 2008).
Una consideración especial merece la afectividad mentalizada, de indudable valor clínico, a la que
Fonagy et al. (2002) consideran como una forma sofisticada de la regulación emocional y que implica
que los afectos son experimentados a través de los lentes de la autorreflexividad, de modo tal que se
hace posible comprender el significado subjetivo de los propios estados afectivos.
Cabe suponer que cuanto mayor sea la familiaridad con la propia experiencia subjetiva, más efectiva
podrá ser la regulación emocional, ya que ésta supone un agente autorreflexivo. La expresión
“afectividad mentalizada”, entonces, describe cómo la regulación emocional es transformada por la
mentalización.
Sus componentes son tres: identificación, modulación y expresión de los afectos (Jurist, 2005, 2008;
Allen, Fonagy, Bateman, 2008).
En lo que hace a la capacidad para mentalizar los pensamientos y sentimientos ajenos, cabe señalar
que la actitud mentalizante implica curiosidad y un genuino interés en los pensamientos y sentimientos
de los demás, así como apertura mental y respeto por sus perspectivas.
De todos modos, dado que los estados mentales de los demás poseen necesariamente un cierto grado
de opacidad, la mentalización del otro es siempre relativamente incierta.
A esto se agrega una dificultad específica derivada de una particularidad personal ampliamente
extendida que obstaculiza nuestra comprensión del otro, consistente en el egocentrismo, esto es, en la
tendencia implícita (automática, no consciente) a suponer que el otro comparte nuestra perspectiva,
conocimiento y actitudes (Decety, J., 2005; Allen, Fonagy, Bateman, 2008).
Por otro lado, la aplicación al vínculo con el semejante de modelos operativos disfuncionales (Bowlby,
1973), así como la acción de diversas defensas, hace que le atribuyamos estados mentales y actitudes
que no son los suyos.
Para mentalizar adecuadamente, entonces, hay que esforzarse en un descentramiento que deje de lado
la propia perspectiva para captar la ajena, y controlar (o resolver) el modo en que los esquemas
operativos y las defensas condicionan y distorsionan la percepción del otro. El mentalizar, por tanto,
requiere esfuerzo (Decety, J., 2005; Allen, Fonagy (eds) 2006; Allen, Fonagy, Bateman, 2008).
Por último, cabe señalar que el ámbito fundamental en que se despliega la mentalización en sus
variadas facetas es el de las relaciones vinculares. Es básicamente en el interior de las complejas
interacciones interpersonales y en distintos puntos del circuito intersubjetivo que los distintos aspectos
del mentalizar se ponen en juego (Bateman, Fonagy, 2006; Fearon et al., 2006).

B) El desarrollo de la mentalización:

La capacidad de entender la conducta propia y ajena en términos de estados mentales no es una


capacidad presente desde el comienzo de la vida, sino que consiste en un logro que requiere varios
años de desarrollo, maduración cerebral y experiencia interpersonal. Dicho desarrollo supone una serie
compleja de pasos evolutivos y la presencia de un contexto intersubjetivo de apego seguro, para que
pueda tener lugar adecuadamente. Por lo demás, este desarrollo se halla entrelazado con la evolución
de la agencia del self, entramada, a su vez, con el sentimiento de sí. El self cuya agencia
consideraremos (el self como “agente”) debe diferenciarse del self como objeto o representación. El
primero es el agente activo, responsable de la construcción del segundo. Incluye una serie de procesos
o funciones entre las que se encuentra, justamente, la capacidad de mentalizar (Fonagy, Target, 1997).
En lo que sigue resumo los pasos en la constitución del self en su relación con el mentalizar y pongo
particular énfasis en la dimensión intersubjetiva que los subtiende.
En los primeros meses de vida el niño desarrolla un sentimiento de sí como agente físico, sobre la base
de la propia experiencia de ser la fuente de su acción y de poseer la capacidad para introducir cambios
en el mundo físico, en los cuerpos u objetos con los que tiene contacto.
Simultáneamente, desarrolla también un sentimiento de sí como agente social, en la medida que
advierte que sus actitudes y comportamientos producen efectos en sus cuidadores (el llanto que hace
acudir a su madre, por ejemplo).
En la segunda mitad del primer año de vida, el niño se comprende a sí mismo y a los demás como
agentes teleológicos, esto es, como agentes que realizan acciones (entendidas en ese momento como
medios para llegar a un fin) que están deliberadamente dirigidas hacia la consecución de un objetivo.
En este momento evolutivo el niño espera que tales acciones sean “racionales”, esto es, que elijan -
entre distintas alternativas- la manera más eficiente de llegar a una meta. Esto no implica que aquél
tenga en cuenta el estado mental del sujeto de la acción, sino que evalúa la eficacia de la misma en el
contexto de las características físicas que posee la situación de que se trate. Esto supone entender las
acciones en términos de resultados físicos y no de procesos mentales, lo que se observa con frecuencia
en ciertos pacientes con trastornos de la personalidad (Fonagy et al., 2002).
Ya en el segundo año de vida, el niño comienza a mentalizar la postura teleológica anterior, en la
medida en que puede interpretar las acciones como surgidas de deseos e intenciones. Simultáneamente,
puede implicarse en juegos imaginarios compartidos que favorecen las habilidades cooperativas y
comienza a adquirir un lenguaje para representar los estados mentales y a tener la posibilidad de
razonar de un modo no egocéntrico acerca de los deseos y sentimientos de los demás (Fonagy, 2006;
Allen, Fonagy, Bateman, 2008). Sin embargo, en este momento es todavía incapaz de separar los
estados mentales de la realidad exterior y la diferencia entre lo interno y lo externo permanece para él
borrosa (Fonagy, 2006).
Un hito central en este desarrollo tiene lugar entre los tres y cuatro años de edad, cuando el niño es
capaz de desarrollar una comprensión de los estados mentales como tales, diferenciándolos de la
realidad efectiva, lo que se evidencia mediante la posibilidad de llevar a cabo exitosamente el “test de
la falsa creencia” (Wimmer y Perner, 1983; citado en Riviere, 1996).
La trascendencia de esta conquista ha sido caracterizada por Perner (1991) en los siguientes términos:
“…la representación no es un aspecto de la mente entre otros, sino que provee las bases para explicar
lo que la mente es. En otras palabras, al conceptualizar la mente como un sistema de representaciones,
el niño vira de una teoría mentalista del comportamiento, en la que los estados mentales sirven como
conceptos para explicar la acción, a una teoría representacional de la mente, en la que los estados
mentales se comprenden al servicio de una función representacional” (Citado por Allen, Fonagy,
Bateman, 2008, p. 78).
Esta conquista libera al sujeto de la inmediatez de la realidad y le permite ir más allá de las
representaciones perceptivas, habilitándolo para contrastar un estado existente con otro deseado, para
comparar situaciones correspondientes a distintos momentos temporales, para hacer proyectos a futuro,
etc.
El pleno desarrollo mental adviene con la capacidad para producir meta-representaciones (o sea,
representaciones que representan a otras representaciones, como cuando reflexiono sobre mis
sentimientos y pensamientos) con lo que la mente deviene consciente de sí misma y capaz de
autorregulación a través de una postura metacognitiva. La capacidad para la meta-representación
incluye también la capacidad para comprender que la conducta no sólo es influenciada por estados
mentales pasajeros, sino también por disposiciones de la personalidad duraderas, con lo cual se sientan
las bases para un concepto del self. En este momento se constituye también el self autobiográfico, que
es capaz de integrar diversas experiencias relacionadas con él en una organización temporal-causal
coherente de un self extendido en el tiempo (Fonagy et al., 2002).
A lo largo de este recorrido se ponen en juego cuatro procesos que poseen la mayor importancia para
la constitución y despliegue de la mentalización: la constitución de representaciones para regular la
emoción, la atención conjunta, el lenguaje y las interacciones pedagógicas.

La constitución de representaciones para regular la emoción: en los primeros tiempos de la vida los
afectos consisten para el bebé en una activación fisiológica y visceral que no puede controlar ni
significar. Para ello hace falta la respuesta de la figura de apego a la exteriorización de dichos afectos.
Esta respuesta, cuando es adecuada, consiste en un reflejo del afecto en cuestión: la madre manifiesta
su captación y empatía con expresiones faciales y verbales acordes al afecto experimentado por el
niño, de forma exagerada o parcial y con el agregado de algún otro afecto combinado simultánea o
secuencialmente (por ej. el reflejo de la frustración del niño, combinada con preocupación por él) y
con claves conductuales, como las cejas levantadas que encuadran la expresión ofrecida a la atención
del infans. La observación de este reflejo parental ayuda al niño a diferenciar los patrones de
estimulación fisiológica y visceral que acompañan los distintos afectos y a desarrollar un sistema
representacional de segundo orden para sus estados mentales, mediante la internalización de dicho
reflejo. Como dicen Bateman y Fonagy “La internalización de la respuesta reflejante de la madre al
estrés del niño (conducta de cuidado) viene a representar un estado interno. El niño internaliza la
expresión empática de la madre desarrollando una representación secundaria de su estado emocional,
con la cara empática de la madre como el significante y su propia activación emocional como el
significado. La expresión de la madre atenúa la emoción al punto que ésta es separada y diferenciada
de la experiencia primaria, aunque -de forma crucial- no es reconocida como la experiencia de la
madre, sino como un organizador de un estado propio. Es esta “intersubjetividad” el cimiento de la
íntima relación entre apego y autorregulación” (2004, p. 65).
Esta respuesta reflejante, que provee los inicios de un sistema simbólico para el bebé, ha de estar
“marcada” de algún modo para que éste no la confunda con una expresión de los sentimientos de la
madre, lo cual sería particularmente problemático cuando esta última se encuentra reflejando los
sentimientos negativos de aquél, en cuyo caso dichos sentimientos se incrementarían en lugar de
disminuir. Esta “marca” se logra en la medida en que la madre produce una versión exagerada de la
emoción del niño, mezclada, además, con otros sentimientos, tal como fue señalado más arriba.
Otro factor importante para que el niño reconozca que la expresión de la madre tiene que ver con los
sentimientos que él experimenta, es que la misma aparece en forma concordante con la expresión de
dichos sentimientos por su parte y no cuando se halla libre de ellos.
Otra característica necesaria de la respuesta materna es su congruencia con el sentimiento vivenciado y
expresado por el niño. Mediante la misma, este último va adquiriendo una comprensión de sus propios
estados internos, a la vez que comienza a poder regularlos, ya que mediante la expresión de sus afectos
logra un control sobre la conducta de la madre que acude a consolarlo y a ofrecerle el reflejo
mencionado. El niño asocia entonces el control que posee sobre las conductas reflejantes de la madre
con el subsiguiente cambio positivo en su estado emocional, con lo cual comienza a experimentar al
self como un agente autorregulador (Gergely, Watson, 1996).
El establecimiento de estas representaciones de segundo orden crea las bases para la regulación del
afecto y el control de impulsos y provee una pieza esencial para el posterior desarrollo de la
mentalización.
“El cuidador que es capaz de dar forma y significado a los estados afectivos e intencionales del niño
pequeño a través del reflejo facial y vocal y de interacciones juguetonas, provee al niño con
representaciones que han de formar el núcleo de su sentido del self en desarrollo. Para su desarrollo
normal el niño necesita experimentar una mente que tenga a su mente en mente y que sea capaz de
reflejar sus sentimientos e intenciones adecuadamente y de un modo no abrumador (por ejemplo
cuando se reconocen los estados afectivos negativos)” (Bateman, Fonagy, 2004, p. 68).
Si el cuidador no cumple esta función de modo adecuado, el niño experimentará diversas
perturbaciones; una de ellas será que sus sentimientos no estarán etiquetados ni simbolizados, serán
confusos y difíciles de regular. Por otra parte, si el niño ha sufrido descuido psicológico y no ha podido
establecer las representaciones de segundo orden mencionadas, tendrá dificultades más tarde para
diferenciar la fantasía de la realidad y la realidad psíquica de la física y será proclive a operar mediante
los modos primitivos de representar la subjetividad (Cf. más adelante).
Si tomamos ahora en consideración la necesidad de que la respuesta reflejante de la madre sea
congruente y “marcada”, vemos que pueden ocurrir dos desenlaces problemáticos según falle una u
otra de estas condiciones.
Si lo que falla es la congruencia del reflejo, las representaciones de segundo orden que el niño
construya basándose en dicho reflejo, no corresponderán al estado constitucional interno que
experimenta. La reiteración de esta situación puede predisponerlo a desarrollar una estructura
narcisista análoga al falso self descripto por Winnicott (1965).
Si el problema reside en un reflejo insuficientemente marcado, la expresión de la madre (o del
cuidador) será vista por el niño como una externalización de su propia experiencia, lo cual puede
establecer una predisposición a experimentar las emociones a través de los demás, como ocurre en los
pacientes borderline. Si el niño que experimenta una emoción negativa supone que su madre también
la vive y expresa, esto incrementará fuertemente su propio estado emocional lo que puede llevarlo a
situaciones de trauma acumulativo más que de contención (Fonagy, 2006).

La atención conjunta: el tema de la atención posee la mayor importancia en el mentalizar, al punto que
éste puede definirse como “prestar atención a los estados mentales en uno mismo y en los demás”
(Allen, 2006). Por otra parte, en nuestra actividad clínica instamos una y otra vez al paciente a que
preste atención a lo que sienten, piensan y hacen, tanto él como las personas significativas de su
entorno. La atención conjunta de paciente y terapeuta focalizando en los procesos y contenidos
mentales de aquél, estimula la actividad mentalizadora del consultante.
Desde el punto de vista evolutivo encontramos una serie de jalones importantes en su desarrollo.
Ya en los primeros meses de la infancia puede advertirse el efecto que en el bebé tiene el sentirse
objeto de la atención del cuidador. Su respuesta puede ir del interés y el placer al disgusto y la
evitación.
Por esa época el bebé es también capaz de dirigir la atención del otro hacia sí mismo mediante diversas
manifestaciones conductuales.
Alrededor de los 7 u 8 meses, el niño busca atraer la atención del cuidador, no ya hacia la totalidad de
sí mismo sino hacia aspectos y acciones específicas (mostrar la barriga, hacer payasadas).
A los 9 ó 10 meses el infans busca dirigir la atención del otro hacia un objeto que aferra en sus manos
y entre los 10 y los 14 meses a objetos distantes mediante el expediente de señalarlos.
En el curso del desarrollo se complejizan los objetos sobre los cuales puede recaer la atención,
manteniéndose constante el hecho de la atención conjunta, que es triádica a partir de la segunda mitad
del primer año de vida, en tanto implica al self, al otro y al objeto al que se dirige.
A partir de los nueve meses cambia el significado de la atención recíproca. Como el otro es ahora para
el niño un ser intencional que tiene intenciones y actitudes emocionales hacia el mundo, cuando su
atención se dirige hacia él puede monitorear dichas emociones. Esta nueva comprensión de cómo los
otros sienten hacia él abre la puerta al surgimiento de sentimientos como la vergüenza, la
autoconsciencia y la autoestima. Ahora puede aprender sobre sí mismo desde el punto de vista del otro
y comenzar a tener un incipiente autoconcepto (del mí en el sentido de William James, o sea, el self
como representación).
En cuanto a la actitud de señalar, puede tener dos valores diferentes: inicialmente posee un valor
instrumental al servicio de que la madre alcance o proporcione algo, pero posteriormente implica la
intención de dirigir la atención del otro hacia un objeto determinado (por ejemplo hacer que la madre
mire un juguete) con el propósito de compartir la atención, en el sentido de generar alguna implicación
emocional conjunta hacia ese objeto.
A los 18 meses se torna posible para el niño chequear que la atención del otro esté dispuesta, antes de
señalar hacia un objeto. Esto ha sido denominado por Franco (2005) “la semilla de la mentalización”
(Citado por Allen, Fonagy, Bateman, 2008).
La atención conjunta implica también un comentario emocional implícito respecto de objetos de
interés común. Así, en la referenciación social, el niño evalúa la respuesta emocional de la madre
respecto de un tercero, para saber cómo lo sentirá a su vez (por ejemplo, como atractivo o peligroso).
En este punto la atención del otro dirigida hacia el self tiene un valor diferente al de los primeros
meses de vida. En la medida en que el otro es visto ahora como un agente intencional con emociones
hacia los objetos del mundo, cuando la atención del mismo recae sobre el self, el niño es capaz de
monitorear la emoción que el otro siente hacia él. Esta nueva comprensión acerca de cómo los demás
sienten respecto a él, permite el desarrollo de la vergüenza, la autoconciencia y el sentimiento de
autoestima.
Encontramos aquí un sentimiento naciente del self como una persona entre otras, con el sentimiento de
unidad y similitud que proporciona el sentirse mentalizado por el otro. A esta altura, la autoconciencia
(en el sentido de conciencia de la conciencia del otro) no es mentalizada de forma explícita por el niño,
sin embargo “…junto con el reflejo de las emociones es parte de los cimientos sobre los que se
desarrolla la mentalización” (Allen, Fonagy, Bateman, 2008, p. 85).

El lenguaje: la relación entre la mentalización y el lenguaje es doble, por un lado es necesario el previo
surgimiento de las capacidades mentalizadoras incipientes en la atención conjunta para que tenga lugar
la adquisición del lenguaje. Por otro, el refinamiento de las capacidades lingüísticas se torna necesario
para el desarrollo pleno de una teoría representacional de la mente.
Las referencias lingüísticas deben entenderse en el contexto de la atención conjunta del niño y su
cuidador. Cuando ambos prestan atención a un objeto tercero así como a la atención del otro en
relación a ese objeto, el despliegue verbal del cuidador es internalizado por el niño. De este modo, la
captación de la mente del otro (de su atención dirigida al mismo objeto) es el camino a través del cual
se accede al lenguaje.
Por otro lado, el uso del lenguaje le da al niño la posibilidad de representar la realidad en un mundo
mental que no coincide necesariamente con la realidad como tal. Por su intermedio se abre al mundo
de los posibles, de escenarios representados e imaginados más allá de la inmediatez de la realidad. En
relación con las otras mentes el lenguaje permite imaginar lo que los otros piensan, sienten, desean,
etc. (en tanto se trata de escenarios mentales posibles). Visto desde este punto de vista, el lenguaje es
el camino a través del cual se accede a las otras mentes, ya que para que el niño sea capaz de
mentalizar explícitamente debe poseer términos verbales que se refieran a los estados mentales (sentir,
creer, desear, etc.). Las diferencias entre diversos niños en su inclinación a referirse verbalmente a
estados mentales en los diálogos con sus pares, son predictivas de futuros desempeños en tareas que
evalúan su desempeño mentalizador.
Por lo demás, los niños deben aprender a diferenciar entre el modo en que las cosas son en la realidad
y el modo en que son representadas en la mente para que sean capaces de discernir las falsas creencias,
esto es, el mundo representacional como tal (Allen, Fonagy, Bateman, 2008).

Las interacciones pedagógicas: la actitud de reflejo de los cuidadores, reseñada más arriba, puede ser
considerada también como una interacción pedagógica implícita donde éstos enseñan al niño acerca de
sus estados mentales. Esta enseñanza es decisiva para el desarrollo del sentimiento subjetivo del self y
para la regulación emocional y se pone en juego desde antes de la adquisición del lenguaje (Allen,
Fonagy, Bateman, 2008). Cuando el niño desarrolla un apego seguro surge en él una confianza en el
cuidador como fuente fiable de información sobre sí mismo y sobre el mundo.
El niño aprende sobre sí mismo, sobre sus estados mentales a partir de la enseñanza que el cuidador le
brinda. Conquista así, por ejemplo, una representación mentalizada de sus estados emocionales que
puede integrar con las claves somáticas propias en la comprensión de los mismos. De este modo,
mentaliza su estado emocional conectando sus sensaciones corporales con una representación mental
proveniente de la respuesta reflejante de la madre.
Este proceso se amplía e incluye diversos estados internos del self. En el proceso de socialización el
niño es llevado a prestar atención a sus estados mentales, mediante lo cual desarrolla un sentido del
self cada vez más consistente.
El fenómeno de la referenciación social, mencionado con anterioridad, también puede incluirse entre
las interacciones pedagógicas.

C) Las relaciones de apego y las interacciones mentalizadoras como contexto para la mentalización: el
desarrollo pleno de la mentalización depende de condiciones genéticas y de un contexto de apego
seguro que haga las veces de un andamio indispensable para que estas potencialidades biológicas se
expresen fenotípicamente.

C.1) La teoría del apego y el apego seguro:

John Bowlby (1969, 1973, 1980), creador de la teoría del apego, sostiene que la necesidad de formar
vínculos estrechos con los cuidadores (madre, padre) no es una necesidad derivada de una pulsión más
primaria, sino que se encuentra presente desde el comienzo de la vida como una necesidad autónoma,
que motiva a buscar o mantener la cercanía con otra persona considerada más fuerte y/o sabia (padres
o cuidadores).
Esta necesidad se expresa en una serie de conductas recíprocas: llanto, sonrisa, búsqueda de
aferramiento, etc. por parte del niño, contención física y emocional por parte del adulto. Estas
conductas de apego se activan en el niño ante el sentimiento de inseguridad y tienen como objetivo la
experiencia de seguridad gracias al contacto con el cuidador. Por lo tanto, el sistema de apego es el
primer regulador de la experiencia emocional.
La experiencia vivida con los padres o cuidadores tiene una importancia decisiva en la capacidad
posterior del niño para establecer vínculos afectivos satisfactorios. Una de las funciones de aquéllos es
la de proporcionar al niño una base segura desde la cual éste pueda aventurarse en la exploración del
mundo circundante (y, posteriormente, del mundo interno). Para ello es necesario que el niño pueda
depender de sus figuras de apego y que desarrolle la confianza en que lo han de proteger o contener
cuando tal cosa le sea menester.
El niño internaliza las múltiples y reiteradas experiencias con sus cuidadores en una serie de esquemas
mentales denominados “modelos internos de trabajo”, que incluyen representaciones del self y del otro
en interacción y una serie de creencias acerca de quiénes son sus figuras de apego, dónde puede
encontrarlas y cómo habrán de responder (Bowlby, 1973). Estos modelos, una vez constituidos,
contribuyen a la configuración del mundo interpersonal en todas las interacciones posteriores.
Gracias al trabajo de Mary Ainsworth (Marrone, 2001; Fonagy, Target, 2003) que incluyó el diseño de
una situación experimental para observar la reacción del niño dejado en presencia de un extraño a raíz
de una breve ausencia de la madre (la “situación extraña”), fue posible diferenciar distintos patrones de
apego: seguro, ansioso/evitativo, ansioso/resistente, desorganizado/desorientado.
Como fue dicho, es en el contexto del apego seguro que se desarrolla adecuadamente la capacidad de
mentalizar. En la “situación extraña” los niños con apego seguro exploran sin problemas -en presencia
de su madre- el ambiente y los juguetes que allí se encuentran, se ponen ansiosos ante la presencia del
extraño y lo evitan, muestran signos de perturbación ante la ausencia de su cuidadora y buscan reunirse
con ella cuando regresa. Una vez calmados retornan a su actividad exploratoria.
Estos niños muestran en general menor nivel de ansiedad y depresión en su vida cotidiana, que otros
con apego inseguro. Asimismo, exhiben comodidad con la cercanía emocional y confianza en la
accesibilidad de sus figuras de apego en momentos de ansiedad o de estrés. Suelen tener niveles más
altos de afectos positivos, mayor energía y capacidad de disfrute, alta concentración y bajos niveles de
tristeza y apatía, así como mayor facilidad para establecer vínculos (Garrido-Rojas, 2006).
Los patrones de apego se mantienen relativamente constantes a lo largo de la vida, por más que se
diversifiquen, modifiquen y cambien parcialmente en el transcurso de la maduración. En el adulto
pueden ser evaluados mediante la Entrevista de Apego Adulto (Marrone, 2001) que también diferencia
distintos tipos de apego y que consiste en una serie de preguntas que se le hacen al sujeto, relacionadas
con sus experiencias tempranas de apego.
Diversos estudios longitudinales han mostrado una alta correlación entre las clasificaciones de apego
en la infancia (evaluadas mediante la “situación extraña”) y las clasificaciones en la vida adulta
(evaluadas por medio de la Entrevista de Apego Adulto).
De igual forma, han mostrado que los adultos con apego seguro tienen tres o cuatro veces más
probabilidades de tener niños que estén apegados a ellos de forma segura, que aquellos adultos que
tienen un tipo de apego inseguro.
A partir de este descubrimiento se planteó el interrogante de cuál era la variable que mediatizaba la
transmisión intergeneracional del apego.
La respuesta que dan Fonagy y colaboradores es que esa variable es la capacidad de mentalizar (o
Función Reflexiva) de la madre. Utilizando la Entrevista de Apego Adulto y a través de una
codificación especial de la misma (Fonagy et al., 1998) descubrieron que era posible predecir que una
mujer embarazada que tenía un alto desempeño en su funcionamiento reflexivo (en dicha entrevista)
antes siquiera de dar a luz, tenía mucho más posibilidades de tener un niño que estuviera apegado de
modo seguro a ella a los 12 meses de edad (evaluado en la “situación extraña”) que otra mujer con un
puntaje bajo en su funcionamiento reflexivo.
A su vez, el niño con apego seguro tenía más chances de desempeñarse correctamente en tareas que
evaluaban su capacidad mentalizadora a los 4 años, que otro niño con apego inseguro, ya que “…el
apego seguro puede ser un elemento facilitador clave de la capacidad reflexiva” (Fonagy, 1999).
Estos hallazgos llevaron a indagar con mayor detalle cómo era que la capacidad mentalizadora elevada
de la madre (o de los padres) favorecía el apego seguro y la posterior capacidad mentalizadora del
niño.
Elizabeth Meins (1997) acuñó el término mind-mindedness para aludir al “…reconocimiento por parte
de la madre de su hijo como un agente mental, y su proclividad a emplear términos que denotan
estados mentales en su lenguaje” (p. 127). En trabajos posteriores (citados en Allen, Fonagy, Bateman,
2008), junto con un grupo de colaboradores, evaluó esta capacidad de la madre en las interacciones
con su hijo de 6 meses de edad en situaciones de juego, empleando un índice que reflejaba el grado de
la mentalización explícita de la misma, en comentarios tales como: “¿Estás pensando?” “¿Lo
reconoces?” “¡Me estás burlando!”. Estos comentarios daban cuenta de la propensión de la madre a
usar su lenguaje para enmarcar la interacción con su hijo en un contexto mentalista, e indicaban por
tanto la inclinación de la misma a relacionarse con aquél en base a sus propias representaciones del
estado mental del mismo (Ibid).
Estas investigaciones mostraron que la evaluación de la actitud mind-mindedness por parte de la madre
a los 6 meses de edad de su hijo, predecía el grado de apego seguro del mismo a los 12 meses de edad,
así como su buen desempeño en tareas que evaluaban su funcionamiento reflexivo a los 4 años. Meins
y colaboradores concluyen que “…los comentarios apropiados de la madre acerca de los estados
mentales de su hijo pueden proveer un andamiaje lingüístico y conceptual en el interior del cual los
niños pueden comenzar a entender cómo los estados mentales determinan el comportamiento” (Ibid, p.
95). Dado que estas interacciones tienen lugar antes de la adquisición del lenguaje y de la capacidad
mentalizadora por parte del niño, cabe suponer que las mismas proveen un fundamento interactivo
para el posterior desarrollo de la mentalización.
Otro rasgo importante de estos comentarios mentalizadores de la madre es que estimulan la atención
conjunta (de ella misma y de su hijo) hacia los estados mentales de este último, con lo cual el niño es
ayudado a tomar conciencia de la existencia y características de sus estados y procesos mentales. A
medida que el niño adquiere el uso del lenguaje, cabe suponer que en el seno de estas interacciones
tendrá mayores oportunidades de integrar la información subjetiva sobre sus estados mentales con
signos lingüísticos provistos por la madre. Es sabido cómo la traducción de la experiencia subjetiva en
palabras incrementa el desempeño mentalizador (Lanza Castelli, 2010a).
Parecería haber una relación recíproca entre el apego seguro y las interacciones mentalizadoras
mencionadas: por un lado, el apego seguro proporciona un clima relacional que estimula y favorece
dichas interacciones; por otro, las respuestas mentalizadoras maternas favorecen la regulación
emocional del niño que, a su vez, consolida el vínculo emocionalmente seguro. El vínculo y las
interacciones, a su vez, favorecen el desarrollo de una adecuada capacidad mentalizadora en el niño.
De todos modos, cabe aclarar que no existe el apego plenamente seguro. En todo niño tienen lugar
conflictos en el apego y situaciones o sectores donde vacila la seguridad, aún en vínculos satisfactorios
y bien establecidos. Por otro lado, hay toda una serie de actitudes parentales que promueven el apego
inseguro y que suelen ser categorizadas como traumas en el apego, cuyas consecuencias en la
personalidad y en el desarrollo de la mentalización son múltiples.

D) El trauma en las relaciones de apego:

Resulta útil situar este tipo de trauma en el contexto de distintas situaciones traumáticas, diferenciadas
según el grado de implicación interpersonal en la situación traumática.
En un extremo encontramos los traumas que tienen lugar en situaciones impersonales, tales como los
desastres naturales, que incluyen terremotos, maremotos, incendios, erupciones volcánicas, etc. El
nivel de afectación de una persona expuesta a una de estas situaciones dependerá de una serie de
factores, entre otros: lo sorpresivo de la situación, la ausencia de recursos para enfrentarla, la soledad
ante la misma, el grado de destrucción que produce, etc.
Un nivel de implicación interpersonal mayor tiene lugar en aquellas situaciones en las que hay un
extraño implicado. Entre ellas encontramos la guerra, el terrorismo, las violaciones, asaltos, etc. Hay
un conjunto numeroso de estudios sobre estas situaciones, sus similitudes y diferencias (cf. entre otros,
Herman, 1992).
Por último, en el nivel de mayor implicación interpersonal, encontramos los traumas que tienen lugar
en las relaciones de apego. Podríamos decir que así como los de la categoría anterior ocasionan miedo
a las demás personas (o a ciertos grupos o representantes de ellos), los traumas en las relaciones de
apego producen miedo a la cercanía emocional y a la dependencia.
Cabe diferenciar -siguiendo a Bifulco y Moran (1998)- una serie de formas que pueden adquirir estos
últimos y que se dividen en dos categorías abarcativas: abuso y abandono.
En la categoría abuso, podemos distinguir entre abuso físico, abuso sexual, abuso emocional.
En el abuso físico es importante el nivel de violencia empleado, le frecuencia del maltrato, el
descontrol del abusador, su relación con el niño, etc.
En el abuso sexual hay también contenida una traición a la confianza y suele tener lugar junto con
otras formas de experiencias traumáticas en el interior de una familia que suele ser altamente
disfuncional.
En el abuso emocional Bifulco y Morán diferencian entre el abuso psicológico y la antipatía. Esta
última implica rechazo, a menudo bajo la forma de críticas, frialdad y actitudes de no tener en cuenta
al niño, muchas veces en el contexto del favoritismo dirigido hacia un hermano del mismo.
El abuso psicológico va más allá de la antipatía e incluye crueldad hacia el niño bajo la forma de
aterrorizarlo, humillarlo y degradarlo, privarlo de la satisfacción de necesidades básicas o de objetos
queridos por él, etc.
En cuanto al abandono su efecto negativo equivale al del abuso o aún lo sobrepasa, si bien no ha
merecido igual cantidad de espacio en la literatura sobre las situaciones traumáticas (Allen, 2005).
El abandono físico incluye tanto el no proveer al niño de lo necesario para que pueda satisfacer sus
necesidades básicas, como la falta de cuidado y protección que lo alejen de diversos peligros.
El abandono psicosocial, por su parte, incluye abandono emocional (falta de respuesta a los estados
emocionales del niño), abandono cognitivo (falta de atención al desarrollo cognitivo y educativo del
niño) y abandono social (falta de atención a su desarrollo social e interpersonal).
La inaccesibilidad psicológica de los padres suele ser la forma de maltrato más sutil y perturbadora, y
constituye la piedra angular del abandono emocional.
En términos generales podríamos decir que es habitual que varias de estas formas de maltrato ocurran
en forma conjunta, de modo tal que suele darse una conjunción de abuso y abandono. Por otro lado, el
núcleo del trauma para el niño es la experiencia de soledad emocional y el temor en relación a dichas
experiencias, ya que si una experiencia atemorizante fuera seguida de otra de consuelo y apego
contenedor, la confianza de aquél y su experiencia de seguridad podrían restañarse más fácilmente, a la
vez que sería más factible dar sentido a la experiencia perturbadora. La presencia o ausencia de la
experiencia de apego se revela entonces como sustancial.
Las consecuencias de los diversos traumas en el apego son de dos tipos.
Por un lado, encontramos aquellas que consisten en perturbaciones en los patrones de apego y que dan
lugar al apego ansioso/evitativo, ansioso/resistente, desorganizado/desorientado, los que conllevan
alteraciones en una serie de variables como la conformación de los modelos internos de trabajo, las
emociones que se vuelven predominantes, las perturbaciones en el sentimiento de sí, los conflictos en
las relaciones interpersonales, etc. (Allen, 2005).
Por otro lado, se encuentran aquellas consistentes en perturbaciones en la calidad de la mentalización.
En lo que sigue me circunscribo exclusivamente a estas últimas.

E) Fallas en la mentalización:

Múltiples estudios muestran que el maltrato infantil (abuso y abandono) produce perturbaciones en el
funcionamiento reflexivo del niño, que pueden detectarse a través de una serie de indicadores entre los
cuales encontramos: a) la implicación del niño en juegos poco simbólicos, al modo de los chicos
ciegos; b) la poca empatía demostrada muchas veces ante el sufrimiento de los otros niños; c) la pobre
regulación de sus emociones; d) el empleo escaso de términos que aluden a sus estados internos y la
poca frecuencia con que hablan con sus madres acerca de sus emociones; e) la dificultad para entender
la expresión facial de los afectos, etc. (Fonagy, Target, 2008).
Para entender este hecho cabe hacer referencia a lo expresado en C.1) sobre la importancia que poseen
la relación de apego seguro y las interacciones mentalizadoras que en ella tienen lugar, como contexto
para que el niño pueda desarrollar adecuadamente su funcionamiento reflexivo. En ese caso el
cuidador está sintonizado con la experiencia emocional de su hijo y la refleja de un modo congruente y
marcado, con lo que le brinda a este último el reflejo que necesita para construir representaciones de
segundo orden con las que podrá simbolizar y regular su experiencia emocional.
Como fue señalado en B) esta actitud de reflejo de los cuidadores tiene una función pedagógica que
promueve el desarrollo del sentimiento de sí y la autoconciencia de las propias emociones en el niño.
De igual forma, los otros procesos necesarios para el desarrollo de la mentalización (atención conjunta
dirigida a la experiencia interior del niño, provisión de un lenguaje apto para denominarla, juego
compartido, aprehensión del niño como un ser intencional) son favorecidos por el contexto de apego
seguro mencionado.
Pero en los casos de inaccesibilidad psicológica de los padres, de actitudes de abuso y/o abandono por
parte de los mismos, se observa que el propio funcionamiento reflexivo de éstos es deficitario y que su
capacidad para empatizar con el niño se encuentra fuertemente menoscabada, por lo que pueden
distorsionar la aprehensión de los estados mentales del mismo en múltiples formas, suponiendo, por
ejemplo, que experimenta satisfacción en una situación de abuso (desconociendo la perturbación que
padece), considerando que todo llanto es debido al hambre, lo que los lleva a multiplicar las
situaciones de provisión de ingesta (Bruch, 1979), etc. Estas actitudes impiden que los cuidadores
realicen un adecuado reflejo de las emociones del niño, con lo que la posibilidad de que el mismo
construya representaciones secundarias para simbolizar sus afectos se encuentra comprometida.
De igual forma, ciertas características familiares habituales en estas circunstancias, atentan contra el
desarrollo de la mentalización. Las actitudes autoritarias de los padres, basadas en el castigo y la
exigencia de obediencia (y no en el diálogo, la explicación del sentido de las normas, la aceptación de
perspectivas diversas sobre las cosas, etc.) se encuentran entre estas modalidades perturbadoras, según
ha sido demostrado en distintos estudios (Fonagy, Target, 1997).
Por otra parte, en estos casos el mundo exterior al ambiente familiar (escuela, etc.), donde el
funcionamiento reflexivo es habitual y deseable, suele ser mantenido rígidamente disociado del mundo
privado del hogar. De este modo, los beneficios que el niño pueda recibir del intercambio con
compañeros, amigos, docentes, etc., suelen mantenerse escindidos de las experiencias intrafamiliares.
En todos estos casos los procesos necesarios para el desarrollo de la mentalización -mencionados en B)
y C)- se encuentran ausentes en mayor o menor medida, con lo que se perturba el desarrollo de esta
función.
Asimismo, vemos que muchas veces tiene lugar un retiro defensivo del mundo mental: el niño rechaza
captar los pensamientos de sus figuras de apego, evitando de este modo tomar conciencia de los
sentimientos hostiles de éstos, que le están dirigidos. Con ello inhibe defensivamente su capacidad
para mentalizar, lo que lo deja con pocos recursos para afrontar las situaciones difíciles de su ambiente
familiar.
De todos modos, esta inhibición nunca es total. La experiencia muestra que en una serie de situaciones
y dependiendo del vínculo establecido, las personas que han sido traumatizadas pueden tener un
funcionamiento reflexivo normal o inclusive elevado, mientras que en otras situaciones en las que se
activan esquemas interpersonales disfuncionales o estados afectivos hiperintensos, pierden tal
capacidad y padecen diversas fallas en los procesos transformadores,
cognitivo/imaginativo/atencionales y reguladores mencionados en A.1, a la vez que se produce una
regresión a modos de funcionamiento mental prementalizadores (equivalencia psíquica, hacer de
cuenta, teleológico).

E.1) Los modos prementalizadores:

Consisten en la reactivación de modos de funcionamiento mental que son normales en el niño y que
tienen lugar en determinados momentos del desarrollo. La falla en el funcionamiento de la
mentalización, algunas de cuyas razones acabamos de señalar, produce la reactivación de estos modos
primitivos.
En el apartado B) fue señalado que la conquista de una teoría representacional de la mente -que
implica considerar al pensamiento en su carácter de representación, diferenciado de la realidad física-
es un logro del desarrollo. Antes de alcanzarlo, la experiencia de la realidad psíquica e interpersonal
que tiene el niño es radicalmente diferente de la de quienes han logrado dicha “teoría”. Su modo de
funcionamiento mental se halla dominado por los modos de “equivalencia psíquica”, el “hacer de
cuenta” y el “modo teleológico”.

E.2) El modo de equivalencia psíquica: este modo predomina en el niño de hasta tres años de edad.
Consiste en que éste no siente que sus ideas sean representaciones de la realidad, sino más bien
réplicas directas de la misma, reflejos de ésta que son siempre verdaderas y compartidas por todos.
No es posible que haya distintos puntos de vista sobre el mismo hecho, ya que pensamiento y realidad
no se diferencian y, por tanto, hay sólo una única forma de ver las cosas (Fonagy, Target, 1996).
Hay, por ende, una equivalencia entre pensamiento y realidad, lo que es fuente de inevitable tensión,
ya que la fantasía proyectada sobre el mundo exterior es sentida como totalmente real.
El niño no es capaz de advertir el carácter meramente representacional de los estados mentales, lo que
le permitiría diferenciarlos de la realidad efectiva y hacer que pierdan su carácter eventualmente
abrumador. De igual forma, esta diferenciación abriría a la posibilidad de admitir que el propio punto
de vista es diferente de otro, relativo, parcial y eventualmente equivocado.
Cuando debido a diversos traumas en el apego se produce una reactivación de este modo de
funcionamiento mental, los propios pensamientos y sentimientos son tomados como reales. Así, en
ciertos casos encontramos que las autocríticas que un paciente depresivo se dirige no son tan diferentes
de las de otras personas no depresivas, sólo que en estas ocasiones el sentimiento de maldad y las
autoacusaciones referidas a haber actuado incorrectamente, por ejemplo, se transforman en la realidad
plena e irrefutable de ser efectivamente malo, con las diversas consecuencias que este estado de cosas
acarrea.
En otros casos el recuerdo no puede ser discernido en su calidad de hecho puramente mental, como en
los flashbacks del trastorno por estrés post traumático (Herman, 1992), y se entremezcla
eventualmente con la realidad, de modo tal que puede llegar a configurarla de acuerdo a las situaciones
traumáticas vividas. Así, en el caso de una paciente que había sido golpeada brutalmente durante su
infancia por un padre alcohólico, era frecuente que en los primeros tiempos de su análisis, cuando nos
acercábamos a dicho tema, empezara a mirarme primero con temor y luego con un enojo creciente, a la
vez que me interpelaba diciéndome por qué la estaba mirando de un modo tan amenazante. En esos
momentos resultaba claro que la paciente había perdido el como-sí de la transferencia y ésta era vivida
por ella de un modo real. Yo no representaba a su padre, sino que eran propiamente los ojos de su
progenitor los que veía en los míos, sin que le fuera posible diferenciarlos por sí misma. También acá
vemos el predominio del modo de equivalencia psíquica en su funcionamiento mental.
En los pacientes con trastorno borderline de la personalidad es habitual encontrar una serie de
manifestaciones del predominio de la equivalencia psíquica. Entre otras, encontramos procesos de
pensamiento rígidos e inflexibles, la convicción inquebrantable e inapropiada de tener razón,
sentimientos de grandiosidad incuestionable (derivados del hecho de que el deseo de perfección se
transforma en perfección efectiva), etc.

E.2) El modo “hacer de cuenta”: durante el juego el niño pequeño (en el que predomina la equivalencia
psíquica) puede hacer de cuenta que, por ejemplo, un palo es un rifle sin esperar que por ello dispare
balas de verdad. De igual forma, si se le pide que visualice en su mente un objeto no existente, puede
hacerlo (sabiendo que tal objeto no existe).
Esto significa que en el juego el niño puede identificar a los pensamientos como tales, sin confundirlos
con la realidad, con una condición: que estén claramente desacoplados del mundo real (personas y
cosas), que no tengan conexión con él.
Cuando debido a las situaciones traumáticas padecidas se ha reactivado este modo prementalizador es
habitual que el paciente en sesión asocie sucesos “psicológicamente significativos” o relate fantasías
que no poseen mayor contacto con su núcleo emocional, ni producen mayores implicancias en su vida.
De igual modo, esta desconexión suele producir un sentimiento de vacío que busca ser neutralizado de
diversas formas. Entre otras, encontramos a veces una hiperactividad mental (que algunos pacientes
denominan “autoanálisis”) que establece eventualmente múltiples nexos entre situaciones actuales,
episodios de la infancia o de la historia de los progenitores, que se revela como totalmente estéril en lo
que hace a su eficacia subjetiva.
Así, en su primera entrevista, una paciente borderline con somatizaciones múltiples y una historia de
conducta promiscua y adictiva en su juventud, justificó su llegada tarde diciendo que tenía problemas
con el tiempo porque su papá -ya fallecido- había sido relojero; prosiguió diciendo que sentía que
también en su vida se le había hecho tarde para obtener ciertos logros que ahora se le hacían más
difíciles, ya que se hallaba a punto de cumplir 50 años. Continuó hablando de su adolescencia y de
varias situaciones de abuso que sufriera a manos de un tío, hermano del padre, en las cuales veía la
reedición de la historia de su madre, la cual había sufrido múltiples abusos durante su infancia.
Mencionó entonces la serie de rasgos que, en su opinión, revelaban la identificación que tenía con la
misma, motivada -según dijo haber visto en varios análisis anteriores- por el hecho de que era su modo
de llevarla consigo, ya que la había sentido ausente durante su infancia.
La paciente asociaba todos estos elementos mediante un discurso catártico, sin que se advirtiera ningún
tipo de resonancia emocional acorde a las complejas experiencias que relataba, ya que estas
verbalizaciones parecían disociadas de su experiencia vivencial. En estos casos el modo de abordaje ha
de diferenciarse claramente de la postura “clásica” y debe incluir una actitud exploratoria que no
pierda contacto con lo concreto-vivido-experiencial del paciente (Lanza Castelli, 2010b).
Si el analista no advierte que el funcionamiento mental del consultante se halla gobernado por este
modo prementalizador y se embarca en un trabajo interpretativo que da por buenos tales “aportes” (que
pueden incluir reflexiones psicológicas, jerga psicológica, etc.) es posible que se constituya un “como
sí” de análisis que transcurra en paralelo con la vida del paciente, sin que se produzcan mayores
cambios en la misma (situación que a veces queda enmascarada temporariamente por la tendencia de
algunos pacientes a sobreadaptarse). En este caso las palabras del analista son entendidas por el
consultante, pero no tienen mayor incidencia en su realidad (Bateman, Fonagy, 2004).
En los pacientes que han sufrido diversas clases de traumas en sus relaciones de apego, encontramos
una típica alternancia entre los modos de equivalencia psíquica y de hacer de cuenta, en su forma de
experimentar su vida mental.

E.3) El modo teleológico: como fue dicho más arriba, alrededor de los 12 meses de edad el niño
comienza a entender que puede llevar a cabo acciones en procura de conseguir un objetivo
determinado, en el contexto de las condiciones y restricciones físicas presentes. De igual modo
entiende las conductas de los otros. En la consideración de las mismas no es capaz de tomar en cuenta
aún su origen en determinados estados mentales (creencias, deseos, emociones) sino que privilegia el
desenlace observable perceptivamente. Este modo de entender la conducta virará hacia una
comprensión mentalista de la misma entre los 14 y los 18 meses, si el contexto es favorable al
desarrollo de la mentalización.
En los casos en que debido a situaciones traumáticas se ha reactivado el modo teleológico de
funcionamiento mental, el comportamiento del otro es interpretado en términos de sus consecuencias
observables, más que como debido a estados mentales. Por tal motivo el paciente no intentará incidir
sobre él mediante palabras, ya que este proceder sólo tiene sentido cuando se le atribuye al semejante
un estado mental que puede ser influido por las mismas. El modo de operar sobre la conducta del otro
será entonces a través de la acción física directa o mediante palabras que tengan un valor de acto,
como la seducción, la amenaza, la intimidación, etc.
Por otra parte, la evaluación del proceder ajeno será hecha en base a las consecuencias en los hechos
de dicho proceder, sin tener en cuenta las motivaciones del mismo. Así, un empujón accidental será
vivido como una agresión que puede llevar a una respuesta en los mismos términos.
En cuanto a las muestras de afecto o interés de las personas importantes de su vida, las palabras que
aquellas le dirijan en tal sentido (y que serían suficientes para alguien que tuviera un funcionamiento
reflexivo más adecuado), no constituirán muestras significativas de dichos sentimientos, sino que
requerirán de muestras concretas de los mismos, a través de acciones específicas
En el contexto de la terapia, las manifestaciones verbales de interés del profesional no tienen para estos
pacientes mayor significado, lo importante son las acciones que aquél realice. El interés que este
último manifieste tener en ellos deberá ser expresado a través de acciones concretas (llamadas
telefónicas, atención fuera del horario establecido, visitas domiciliarias, etc.), para que el consultante
pueda creer en dicho interés.

F) Abordaje clínico:

Cabe reiterar que cuando a raíz de diversos traumas en las relaciones de apego, se ha producido un
menoscabo en la capacidad mentalizadora del paciente, esto implica que se vean perturbados algunos o
varios de los procesos simbolizadores, cognitivo/imaginativo/atencionales y reguladores, reseñados en
A.1), a la vez que se activan los modos de funcionamiento mental prementalizadores señalados.
Esta conjunción significa una perturbación importante en la capacidad del paciente para procesar
psíquicamente no sólo el hecho traumático mismo y sus derivaciones, sino también los diversos
conflictos emanados de la ambivalencia inevitable en las relaciones humanas, de los conflictos
inconscientes relacionados con el complejo de Edipo y el complejo fraterno (como así también de las
defensas erigidas contra ellos), de las vulnerabilidades del narcisismo y la imagen de sí, etc. (Fonagy,
Target, 2008).
Por lo demás, es habitual que estos conflictos se entrelacen con el trauma y que se amplifiquen por esta
razón. De este modo, por ejemplo, es habitual observar una serie de casos en los que el complejo
fraterno, con los celos y la hostilidad que conlleva, se ha incrementado sustancialmente debido a
haberse dado en conjunción con una actitud abandonante de la madre, que ha preferido
ostensiblemente a otro hijo, constituyendo lo que Bifulco y Morán denominan antipatía, según fue
consignado en D). Por lo demás, la carencia de recursos mentalizadores para procesar esta
problemática (efecto asimismo del trauma), deja al paciente inerme frente a la misma y puede llevarlo
en años posteriores a manifestaciones clínicas no mentalizadas, tales como trastornos alimentarios,
actuaciones diversas, conductas de autodaño, etc.
Por esta razón, la meta general del tratamiento basado en la mentalización, de aquellos desenlaces
clínicos vinculados con el trauma en el apego, ha de consistir en ayudar al paciente a que desarrolle un
self mentalizador más potente, a los efectos de que pueda mentalizar más adecuadamente el trauma
padecido y los conflictos psicológicos referidos, y desarrollar relaciones de apego más seguras y
satisfactorias.
El objetivo será que el paciente transforme los modelos teleológicos en intencionales, que integre los
modos de equivalencia psíquica y de hacer de cuenta para acceder a un pensamiento con valor
representacional (que no se confunda con la realidad, pero que se mantenga en conexión con la
misma), que pueda unir el afecto a su representación o construir representaciones secundarias de sus
afectos con las que pueda simbolizarlos y regularlos, que logre desarrollar un intermediario entre los
sentimientos y la acción y contener sus impulsos antes que lo desborden, que pueda monitorear y
entender los estados mentales propios y ajenos para tomar decisiones que lo representen y lograr
relaciones interpersonales más satisfactorias.
En lo que sigue, caracterizo de modo sucinto algunos de los principios generales que guían este
enfoque terapéutico, así como ciertos rasgos específicos del mismo, sin entrar a considerar de un modo
más detallado y ejemplificado algunos pormenores de la técnica aconsejada en estos casos, tema que
puede encontrarse en otros trabajos (Bateman, Fonagy, 2004, 2006; Lanza Castelli, 2009b, 2010b).

F.1) Principios generales del tratamiento:

Si consideramos que, tal como fue dicho en C.1) “…el apego seguro puede ser un elemento facilitador
clave de la capacidad reflexiva” (Fonagy, 1999), la tarea primera y central del terapeuta ha de ser la de
brindar al paciente una relación de apego seguro que le sirva como una base desde la cual pueda
aventurarse a explorar su mundo mental. Como dice Bowlby, la primera tarea del terapeuta ha de ser:
“…proveer al paciente de una base segura, desde la cual pueda explorar los múltiples aspectos
desdichados y dolorosos de su vida, pasados y presentes, en muchos de los cuales encuentra difícil o
quizás imposible pensar y reconsiderarlos sin un compañero confiable que le provea apoyo, aliento,
simpatía y, en ocasiones, orientación” (Bowlby, 1988, p. 138).
En segundo lugar, se podría decir que posee la mayor importancia que el profesional se ubique en una
postura mentalizante, esto es, interrogativa, exploratoria, interesada en el descubrimiento y basada
más en el no saber que en el saber (pero buscando comprender) (Allen, Fonagy, Bateman, 2008), que
busque despertar el interés del paciente en sus propios procesos mentales. Para ello ha de focalizarse
constantemente en los estados mentales de este último, y hacer explícita esta focalización. En esta
postura se preguntará, por ejemplo, “¿Por qué el paciente está diciendo esto ahora? ¿Por qué se está
comportando así? ¿Por qué me siento de esta forma en este momento? ¿Qué ha pasado para que se esté
dando esta situación?, etc”. (Bateman, Fonagy, 2004).
Este hecho, que el terapeuta se focalice en los estados mentales del paciente, que tenga su mente en
mente, que estimule la atención conjunta hacia el mundo interno del consultante, es una de las claves
mayores del tratamiento, ya que es por su intermedio que el paciente podrá registrar la existencia y
características de sus estados mentales, construir representaciones de su mundo mental y, sobre todo,
reforzar su sentido del self como un ser mentalizante, al reconocerse como tal en la mente del
terapeuta. Este proceso de “encontrarse a sí mismo en el otro” (Fonagy) constituye entonces uno de los
pilares del tratamiento.
F.2) Rasgos específicos del enfoque basado en la mentalización:

En cuanto a los rasgos más específicos de este enfoque, cabe consignar algunos de ellos:

F.2.a) El terapeuta ha de focalizarse en los estados mentales actuales del paciente (pensamientos,
sentimientos, deseos, etc.), conscientes o preconscientes, estimulando al consultante a que les preste
atención y a que trate de verbalizarlos. A partir de esta atención conjunta centrada en dichos estados
mentales, el paciente podrá registrar mejor, por ejemplo, algunas sensaciones, conatos de sentimientos
e impulsos, fragmentos de imágenes, etc. a los que logrará dar forma, discriminando en ellos matices
cualitativamente distintos, reconociendo secuencias y nexos, etc. mediante su puesta en palabras, con
ayuda del profesional.
Es importante en este punto que el terapeuta no se ubique en el lugar del que “sabe” y le diga al
paciente cómo éste se siente, sino que sea este último quien vaya dándose cuenta de sus propios
sentimientos y de las representaciones que los acompañan, como así también de los nexos
interpersonales en los que surgen, con el objetivo de que pueda apropiárselos e incrementar el registro
y la simbolización de su propia experiencia, lo que le permitirá ir emergiendo del modo de hacer de
cuenta. Esta apropiación contribuirá a la construcción de representaciones más adecuadas, que le
servirán para simbolizar y regular sus estados internos (Lanza Castelli, 2010a).
Esto no quita que cuando la dificultad del paciente para representarse sus estados internos sea
considerable, de modo tal que sus afectos permanezcan confusos y mal simbolizados, el terapeuta le
ayude mediante un “reflejo” empático de los mismos, dándole un feedback que le ayude a encontrar
sus propios estados internos en dicho reflejo del profesional.

F.2.b) El terapeuta ha de abstenerse de hacer interpretaciones o construcciones que carezcan de nexo


vivencial con la experiencia del paciente, ya que tales intervenciones pueden incrementar el modo de
“hacer de cuenta” mencionado en E.2). De igual forma, la transferencia no será tomada como un “falso
enlace” que hay que enderezar mediante la interpretación de la situación infantil supuestamente
desplazada sobre el profesional, ya que esto llevaría al consultante a sentir que lo que ocurre en la
terapia no es real y que su experiencia queda por tanto invalidada, lo que promovería la intensificación
del modo de “hacer de cuenta”.
Considero que la realización de un trabajo de tipo exploratorio, que ayude al paciente a prestar
atención a los niveles implícitos de su funcionamiento mental, colabora para que el profesional no
pierda contacto con la experiencia concreta del consultante (Lanza Castelli, 2010b).
Esta propuesta implica dejar de lado el interés habitual por los contenidos inconscientes “profundos”, a
favor de los procesos y contenidos preconscientes (o conscientes), al menos hasta que el terapeuta
advierta que el paciente ha recuperado su capacidad mentalizadora en grado suficiente como para
poder beneficiarse de la conexión con un material inconsciente, sin sentirse abrumado por él (Fonagy,
Bateman, 2006).
Asimismo, el énfasis temporal ha de estar centrado en el presente y no en el pasado, el que será
tomado en cuenta en la medida en que se haga presente de modo concreto en la experiencia actual del
consultante.

F.2.b) El objetivo central de la terapia no es la consecución del insight sino la recuperación de la


capacidad mentalizadora, a partir de la cual el paciente estará en condiciones de lograr el insight
referido a determinados contenidos inconscientes significativos.
Cabe aclarar que es importante tener presente la diferenciación entre contenidos y funciones, ya que la
técnica clásica se centra en la interpretación de los contenidos inconscientes en la medida en que da
por sentado que los pacientes neuróticos -con los que se revela eficaz- poseen capacidades
mentalizadoras suficientes como para procesar tales interpretaciones y beneficiarse con ellas.
Por el contrario, en los casos en los que el trauma en el apego ha socavado dicho funcionamiento
mentalizador, el énfasis en los procesos o funciones que constituyen el mentalizar, en búsqueda de su
restablecimiento, ha de tener la prioridad clínica (Fonagy et al., 1993).

F.2.c) Siguiendo el mismo criterio, el terapeuta evitará describir estados mentales complejos y se
abocará a realizar pequeñas intervenciones, referidas a procesos y contenidos mentales que están sólo
un paso más allá de los límites del pensamiento consciente del paciente (Fonagy, Bateman, 2006).

F.2.d) Con este procedimiento el terapeuta crea un espacio transicional vincular en el que es posible
“jugar” con los diversos estados mentales del paciente, con el objetivo de promover la integración del
modo de equivalencia psíquica y el modo de hacer de cuenta.
En el desarrollo normal tal integración se vuelve necesaria, ya que el primero es demasiado real y el
segundo está desacoplado de la realidad.
En dicho desarrollo el niño conquista la integración de ambos modos y puede entonces mentalizar, a
partir de lo cual los estados mentales representan la realidad y se hallan en contacto con ella (a
diferencia del modo de hacer de cuenta), pero no se confunden con la misma (como en el modo de
equivalencia). Con ello aparece la posibilidad de advertir que el propio enfoque sobre la realidad es
sólo un punto de vista pasible de complementación y rectificación por parte de otros puntos de vista
diferentes sobre el mismo objeto. También se torna posible contrastar las ideas con la realidad,
moderando con ello el impacto de las mismas sobre la propia subjetividad.
Para que esta integración tenga lugar el niño necesita la experiencia reiterada de tres cosas: sus
sentimientos y pensamientos actuales, esos estados mentales representados en la mente del adulto, el
marco representado por la perspectiva del adulto normalmente orientada hacia la realidad (Fonagy,
Target, 1996). “El niño necesita un adulto o un niño mayor que “juegue con él”, de manera que el niño
vea su fantasía o idea representada en la mente del adulto, la reintroyecte y la utilice como una
representación de su propio pensar” (Ibid, p. 221).
Esta es la función que cumple el terapeuta, quien favorece -mediante su propio mentalizar- la
construcción de este espacio de juego, se representa al paciente como un ser intencional y ofrece esta
representación para que el consultante se encuentre en ella, reintroyectándola y utilizándola para
representar su propio pensar.

F.2.e) El modo de trabajar las actuaciones -inevitables en todo tratamiento- difiere de la manera
clásica, ya que no se las enfoca en términos de su significado inconsciente, sino que se busca la
identificación de sus determinantes en los pensamientos, sentimientos y circunstancias previas a su
aparición.

F.2.f.) Es habitual que los pacientes que han sufrido profundos traumas en el apego de la índole de la
negligencia y el abandono busquen una relación terapéutica de mucha proximidad, en la que puedan
encontrar apoyo, afecto y aceptación especiales y personales (incluyendo, por ejemplo,
autorrevelaciones del terapeuta, contacto físico, etc.).
Frente a esta demanda el terapeuta puede incurrir en dos actitudes problemáticas: tomar una distancia
excesiva, manteniéndose emocionalmente alejado y construyendo una relación formal, o dar lugar a un
acercamiento que desdibuje los límites entre una relación terapéutica y una relación íntima en el
mundo exterior.
Es importante que el terapeuta encuentre un camino intermedio que ayude al paciente a sentirlo
cercano, emocionalmente comprometido y genuinamente interesado en su bienestar. Lo que importa
acá no es tanto el contenido de las intervenciones sino la modalidad del vínculo que se establezca (cf.
un ejemplo interesante en Bleichmar, 2001)
Las consideraciones vertidas a lo largo de este escrito intentan brindar un panorama de las
características y desarrollo del mentalizar, de algunas de las consecuencias que producen los traumas
en el apego en esta función, y de ciertos principios clínicos y rasgos del enfoque centrado en la
promoción de la mentalización.
Por esta razón he renunciado a la inclusión de algún material clínico que ilustrara de un modo concreto
los conceptos hasta acá consignados, lo que habría redundado en una extensión excesiva de este
escrito. En un trabajo reciente he consignado con mayor detalle el método exploratorio mencionado en
estas páginas, y lo he ilustrado con un ejemplo clínico centrado en las opiniones escritas del propio
paciente sobre el trabajo realizado en común (Lanza Castelli, 2010b).
Si el presente trabajo ha conseguido trazar con claridad el panorama mencionado, habrá logrado el
objetivo con el cual fue concebido.

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