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SAN AGUSTÍN. DEL LIBRE ALBEDRÍO.

LIBRO II, 1-2

CAPÍTULO 1

POR QUÉ NOS HA DADO DIOS LA LIBERTAD, CAUSA DEL PECADO


1. Evodio - Explícame ya, si es posible, por qué ha dado Dios al hombre el libre
arbitrio de la voluntad, puesto que de no habérselo dado, ciertamente no hubiera
podido pecar.
Agustín - ¿Tienes ya por cierto y averiguado que Dios ha dado al hombre una cosa
que, según tú, no debiera haberle dado?
Ev.- Por lo que me parece haber entendido en el libro anterior, es evidente que goza-
mos del libre arbitrio de la voluntad y que, además, él es el único origen de nuestros
pecados.
Ag.- También yo recuerdo que llegamos a esta conclusión sin género de duda. Pero
ahora te he preguntado si sabes que Dios nos ha dado el libre arbitrio de que
gozamos, y del que es evidente que trae su origen el pecado.
Ev.- Pienso que nadie sino Él, porque se Él procedemos, y ya sea que pequemos, ya
sea que obremos bien, de Él merecemos el castigo y el premio.
Ag. - También deseo saber si comprendes bien esto último, o es que lo crees de buen
grado, fundado en el argumento de autoridad, aunque de hecho no lo entiendas.
Ev. - Acerca de esto último confieso que primeramente di crédito a la autoridad. Pero
¿puede haber cosa más verdadera que el que todo bien procede de Dios, y que todo
cuanto es justo es bueno, y que tan justo es castigar a los pecadores como premiar a
los que obran rectamente? De donde se sigue que Dios aflige a los pecadores con la
desgracia y que premia a los buenos con la felicidad.

2. Ag.- Nada tengo que oponerte, pero quisiera que me explicaras lo primero que di-
jiste, o sea, cómo has llegado a saber que venimos de Dios, pues lo que acabas de
decir no es esto, sino que merecemos de Él el premio y el castigo.
Ev.- Esto me parece a mí que es también evidente, y no por otra razón sino porque
tenemos ya por cierto que Dios castiga los pecados. Es claro que toda justicia
procede de Dios. Ahora bien, si es propio de ¡a bondad hacer bien aun a los extraños,
no lo es de justicia el castigar a aquellos que no le pertenecen, de aquí que sea
evidente que nosotros le pertenecemos, porque no sólo es benignísimo en hacernos
bien, sino también justísimo en castigarnos. Además, de lo que yo dije antes, y tú
concediste, a saber, que todo bien procede de Dios, puede fácilmente entenderse que
también el hombre procede de Dios, puesto que el hombre mismo, en cuanto hombre,
es un bien, pues puede vivir rectamente siempre que quiera.

3. Ag;- Evidentemente, si esto es así, ya está resuelta la cuesti6n que propusiste, Si el


hombre en sí es un bien y no puede obrar rectamente sino cuando quiere, síguese que
por necesidad ha de gozar de libre arbitrio, sin el cual no se concibe que pueda obrar
rectamente. Y no porque el libre arbitrio sea el origen del pecado, por eso se ha de
creer que nos lo ha dado Dios para pecar. Hay, pues. una razón suficiente de habérnoslo
dado, y es que sin él no podía el hombre vivir rectamente.

Y, habiéndonos sido dado para este fin, de aquí puede entenderse por qué es justa-
mente castigado por Dios el que usa de él para pecar, lo que no sería justo si nos
hubiera sido dado no sólo para vivir rectamente, sino también para poder pecar.
¿Cómo podría, en efecto, ser castigado el que usara de su libre voluntad para aquello
para lo cual le fue dada? Así, pues, cuando Dios castiga al pecador, ¿qué te parece
que le dice, sino estas palabras: te castigo porque no has usado de tu libre voluntad
para aquello para lo cual te la di, esto es, para obrar según tu razón? Por otra parte, si

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el hombre careciese del libre arbitrio de la voluntad, ¿cómo podría darse aquel bien
que sublima a la misma justicia, y que consiste en condenar los pecados y en premiar
las buenas acciones? Porque no sería ni pecado ni obra buena lo que se hiciera sin
voluntad libre. Y, por lo mismo, si el hombre no estuviera dotado de voluntad libre,
sería injusto el castigo e injusto sería también el premio. Mas por necesidad ha debido
haber justicia, así en castigar como en premiar, porque éste es uno de los bienes que
procede de Dios. Necesariamente debió, pues, dotar Dios al hombre de libre arbitrio.

CAPÍTULO II

OBJECCIÓN: SI EL LIBRE ARBITRIO HA SIDO DADO PARA EL BIEN, ¿CÓMO ES


QUE OBRA EL MAL?
4. Ev.- Concedo que Dios haya dado al hombre la libertad. Pero dime: ¿no te parece
que, habiéndonos sido dada para poder obrar el bien, no debería poder entregarse al
pecado? Como sucede con la misma justicia, que, habiendo sido dada al hombre para
obrar el bien, ¿acaso puede alguien vivir mal en virtud de la misma justicia? Pues
igualmente, nadie podría servirse de la voluntad para pecar si ésta le hubiera sido
dada para obrar bien.

Ag.- El señor me concederá, como lo espero, poderte contestar, o mejor dicho, que tú
mismo te contestes, iluminado interiormente por aquella verdad que es la maestra so-
berana y universal de todos. Pero quiero antes de nada que me digas brevemente si,
teniendo como tienes por bien conocido y cierto lo que antes te pregunté, a saber: que
Dios nos ha dado la voluntad libre, procede decir ahora que no ha debido darnos Dios
lo que confesamos que nos ha dado. Porque, si no es cierto que Él nos la ha dado, hay
motivo para inquirir si nos ha sido dada con razón o sin ella, a fin de que, si
llegáramos a ver que nos ha sido dada con razón, tengamos también por cierto que
nos la ha dado aquél de quien el hombre ha recibido todos los bienes, y que si, por el
contrario, descubriéramos que nos ha sido dada sin razón, entendemos igualmente
que no ha podido dárnosla aquél a quien no es lícito culpar de nada. Mas si es cierto
que de Él la hemos recibido, es preciso confesar también que, sea cual fuere el modo
como nos fue dada, ni debió no dárnosla ni debió dárnosla de otro modo distinto de
como nos la dio, pues nos la dio aquel cuyos actos no pueden en modo alguno ser
razonablemente censurados.

5. Ev.- Aunque creo con fe inquebrantable todo esto, sin embargo, como aún no lo
entiendo, continuemos investigando como si todo fuera incierto. Porque veo que, de
ser incierto que la libertad nos haya sido dada para obrar bien, y siendo también
cierto que pecamos voluntaria y libremente, resulta incierto si debió dársenas o no. Si
es incierto que nos ha sido dada para obrar bien, es también incierto que se nos haya
debido dar, y, por consiguiente, será igualmente incierto que Dios nos la haya dado;
porque, si no es cierto que debió dárnosla, tampoco es cierto que nos la haya dado
aquél de quien sería impiedad creer que nos hubiera dado algo que no debería ha-
bernos dado.

Ag.- Tú tienes por cierto, al menos, que Dios existe.

Ev.- Sí; esto tengo por verdad inconcusa. Mas también por la fe, no por la razón.

Ag.- Entonces, si alguno de aquellos insipientes de los cuales está escrito: Dijo el
necio en su corazón: No hay Dios, no quisiera creer contigo lo que tú crees, sino que
quisiera saber si lo que tú crees es verdad, ¿abandonarías a ese hombre a su
incredulidad o pensarías quizá que debieras convencerle de algún modo de aquello
mismo que tú crees firmemente, sobre todo si él no discutiera con pertinacia, sino
más bien con deseo de conocer la verdad?

Ev.- Lo último que has dicho me indica suficientemente qué es lo que debería respon-

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derle. Porque, aunque fuera él el hombre más absurdo, seguramente me concedería
que con el hombre falaz y contumaz no se debe discutir absolutamente nada, y menos
de cosa tan grande y excelsa. Y una vez que me hubiera concedido esto, él sería el
primero en pedirme que creyera de él que procedía de buena fe en querer saber esto,
y que tocante a esta cuestión no había en él falsía ni contumacia alguna.

Entonces le demostraría lo que juzgo que a cualquiera es facilísimo demostrar, a


saber: que, puesto que él quiere que yo crea, sin conocerlos, en la existencia de los
sentimientos ocultos de su alma, que únicamente él mismo puede conocer, mucho más
justo sería que también creyera en la existencia de Dios, fundado en la fe que
merecen los libros de aquellos tan grandes varones que atestiguan en sus escritos que
vivieron en compañía del Hijo de Dios, y que con tanta más autoridad lo atestiguan,
cuanto que en sus escritos dicen que vieron cosas tales que de ningún modo hubiera
podido suceder si realmente Dios no existiera, y sería este hombre sumamente necio
si pretendiera echarme en cara el haberles yo creído a ellos, y deseara, no obstante,
que yo le creyera a él. Ciertamente no encontraría excusa para rehusar hacer lo
mismo que no podría censurar con razón.

Ag.- Pues, si respecto de la existencia de Dios juzgas prueba suficiente el que nos ha
parecido que debemos creer a varones de tanta autoridad, sin que se nos pueda
acusar de temerarios, ¿por qué, dime, respecto de estas cosas que hemos
determinado investigar, como si fueran inciertas y absolutamente desconocidas, no
piensas lo mismo, o sea, que, fundados en la autoridad de tan grandes varones,
debemos creerlas tan firmemente que no debamos gastar más tiempo en su
investigación?

Ev.- Es que nosotros deseamos saber y entender lo que creemos.

6. Ag.- Veo que te acuerdas perfectamente del principio indiscutible que establecimos
en los comienzos de la cuestión precedente: si el creer no fuese cosa distinta del en-
tender, y no hubiéramos de creer antes las grandes y divinas verdades que deseamos
entender, sin razón habría dicho el profeta: Si no creyereis, no entenderéis. El mismo
Señor exhortó también a creer primeramente en sus dichos y en sus hechos a
aquellos a quienes llamó a la salvación. Mas después, al hablar del don que había de
dar a los creyentes, no dijo: Esta es la vida eterna, que crean en mí; sino que dijo:
Esta es la vida eterna, que te conozcan a ti, sólo Dios verdadero, y a Jesucristo, a
quien enviaste. Después, a los que creían, les dice: Buscad y hallaréis; porque no se
puede decir que se ha hallado lo que se cree sin entenderlo, y nadie se capacita para
hallar a Dios si antes no creyere lo que ha de conocer después. Por lo cual, obedientes
a los preceptos de Dios, seamos constantes en la investigación, pues iluminados con
su luz, encontraremos lo que por su consejo buscamos, en la medida que estas cosas
pueden ser halladas en esta vida por hombres como nosotros; porque si, como
debemos creer, a los mejores aun mientras vivan esta vida mortal, y ciertamente a
todos los buenos y piadosos después de esta vida, les es dado ver y poseer estas
verdades más clara y perfectamente, es de esperar que así sucederá también respecto
de nosotros y, por tanto, despreciando los bienes terrenos y humanos, debemos
desear y amar con toda nuestra alma las cosas divinas.

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COMENTARIO DEL CAPÍTULO 1

• Los problemas que plantea este texto de San Agustín son el del sentido de la
libertad y el de la existencia del mal. El punto de vista desde el que se abordan
es el de su compatibilidad con la existencia de un Dios que ha creado toda la
realidad, incluido el hombre, y que es infinitamente bueno. Frente a este Dios,
que el hombre pueda elegir el mal y que éste exista plantea posibles
contradicciones que el autor quiere resolver.
• San Agustín fue un converso. Cuando contaba 19 años de edad se acogió a la
doctrina de los maniqueos, secta dualista que admitía dos grandes principios: un
dios bueno y otro procedente de las tinieblas y malo. El hombre no podía, para
ellos, ser considerado responsable de actuar mal, dado que no tenía una voluntad
libre, sino que cuando lo hacía era porque estaba dominada por el principio malo.
Luego, con 30 años, posiblemente leyendo las Enéadas de Plotino, se adhirió al
neoplatonismo para, dos años más tarde, hacerse cristiano. Con 37 años fue
ordenado sacerdote y con 42 lo nombraron obispo.
Esta trayectoria vital hizo que San Agustín intentara liberarse intelectualmente
de todo el bagaje ideológico anterior y procurara encontrar soluciones distintas a
los problemas que se había planteado con anterioridad. Uno de ellos, el que
posiblemente lata con más fuerza en el maniqueísmo, era el problema del mal.
El mal tiene dos vertientes: la que se refiere al mal físico (una enfermedad) y la
que podemos denominar como mal moral (una mala acción o, en términos
religiosos, un pecado).
Para resolver el problema de la existencia del mal físico echó mano del
platonismo, que le hizo ver que el mal no es una entidad real, sino que más bien
es carencia de bien. No es, así, algo positivo, sino negativo, una privación, un
no-ser. Con ello, el planteamiento maniqueo de los dos principios se venía abajo.
Lo relacionado con el mal moral es lo que se trata en el texto.
• Piensa el autor que la voluntad del hombre es libre y, como tal, puede decidir
acercarse al Bien eterno e inmutable que es Dios o puede alejarse de él,
poniendo sus miras bien en los bienes del alma ajenos a Dios o bien en los
bienes corporales.
La voluntad busca la felicidad y lo hace de una manera necesaria. La satisfacción
de esa necesidad sólo la puede encontrar en Dios. Pero en esta vida el hombre
no sólo no tiene esa visión de Dios que colmaría sus deseos de felicidad, sino que
además puede volverse hacia los bienes materiales. Y esto lo puede hacer de
manera voluntaria, sin que se vea forzado a ello. Por tanto, la voluntad es libre
de ir hacia Dios o de no hacerlo.

Según San Agustín, en este asunto el hombre debe reconocer que a) la felicidad
que busca sólo se encuentra en la posesión de Dios, y b) la orientación de la
voluntad hacia ese Dios está puesta por Dios mismo y es eso lo que Él quiere que
haga el hombre y lo que se encuentra en la ley divina. Cuando la voluntad se
aleja de Dios, está yendo en contra de la ley divina. Esta ley divina es la que el
hombre puede captar mediante la iluminación. En ella ve no sólo verdades
teóricas eternas, sino también principios prácticos (morales) que deben regir
su voluntad libre. El hombre debe cumplir estas reglas prácticas que están in-
sertas en su propia naturaleza, que son reflejos de la ley divina y que le hacen
ver que está orientado hacia Dios. Dios, según esto, creó al hombre para que
fuese lo que Él quería que fuese. Por eso, aunque la voluntad es libre, está sujeta
a obligaciones morales, entre las que está la de amar a Dios.

Hay, sin embargo, un abismo profundo entre el hombre y Dios. El hombre es una

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criatura finita y Dios es el ser infinito. Poner en relación estas dos realidades tan
diversas es imposible, a menos que sea Dios el que lo posibilite con la ayuda de
la gracia. Cuando el hombre intenta vivir sin esta ayuda divina, cae en el pecado
porque se queda sólo con sus fuerzas. Pero en su propia voluntad libre tiene la
capacidad de decidir recibir esa ayuda.

En la vida del hombre hay, pues, una referencia necesaria a Dios como el fin al
que debe tender. Su voluntad es libre para que acepte su propio fin y para que lo
haga recibiendo la necesaria ayuda de la gracia.

La obligación moral del hombre es, entonces, la de amar a Dios y la de orientar


su voluntad hacia Él, y con ella todas sus capacidades. El mal consistirá en alejar
la voluntad de ese fin que es Dios. Dios le dio la libertad al hombre para que
pudiera elegir lo que debía hacer. Si elige lo contrario es por un acto deliberado
suyo del que es responsable.

• Los personajes que aparecen en el diálogo son Evodio y el propio Agustín.


Evodio es un coetáneo de Agustín, de cultura extensa. De joven fue militar,
aunque luego se inclinó por el mundo de las letras. Se convirtió al cristianismo,
llegando a ser obispo.

• El planteamiento que encontramos en el texto es el siguiente. Evodio le


pregunta a Agustín por qué ha dado Dios al hombre la libertad, porque, si no se
la hubiera dado, no habría podido pecar.

Agustín le contesta preguntándole, a su vez, si está seguro de que realmente


Dios le ha dado al hombre una cosa que no debería haberle dado.
La respuesta de Evodio es que ha tenido que ser Dios porque de Él procedemos y
de Él merecemos el premio o el castigo.
Pregunta ahora Agustín por el grado de seguridad con el que manifiesta Evodio
su postura. En efecto, le pide que se pronuncie sobre si lo que dice lo comprende
o, en cambio, lo cree basándose en algún argumento de autoridad. Un argumento
de autoridad es el que nos hace aceptar como cierto algo porque el que nos lo
dice, sea una persona o un libro, se hace acreedor, por ser una autoridad en la
materia, a que creamos lo que nos dice.
Evodio confiesa que al principio lo creyó dando crédito a la autoridad, pero luego
argumentó que si todo bien procede de Dios y que si lo justo es bueno y que si es
justo castigar a los pecadores y premiar a los buenos, entonces se sigue que esto
último, que es bueno, tiene que proceder de Dios.

• La pregunta de Agustín es ahora sobre algo que acaba de usar Evodio en su


argumento, pero sin justificado: ¿cómo ha sabido que procedemos de Dios?
Evodio argumenta partiendo de la aceptación de que es Dios quien castiga los
pecados y de que es justo que lo haga, así como que es bueno que premie a los
que hagan el bien. Además, se considera bueno hacer el bien a los extraños, pero
no sería justo castigarlos, precisamente por ser extraños. Si aceptamos que Dios
nos castigue cuando obramos mal, es claro, entonces, que le pertenecemos.
Da, además, otro argumento. Todo bien procede de Dios. Como el hombre es un
bien porque puede actuar bien siempre que quiera, se deduce que el hombre
procede de Dios.

• Agustín anuncia que si admitimos lo anterior, la pregunta está respondida, El

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argumento es que a) si el hombre es un bien y b) sólo puede obrar bien cuando
quiere, cuando lo elige, entonces necesariamente ha de tener libre arbitrio, para
que con él pueda elegir hacer el bien.
Por otra parte, aunque el libre arbitrio sea el origen del pecado, porque el hombre
puede elegir obrar mal, de aquí no debemos deducir que nos lo haya dado Dios
para que pequemos, sino que nos lo ha dado porque sin él no podríamos elegir
hacer el bien.
• Si el libre arbitrio se nos ha dado para poder elegir hacer el bien, entonces se
entiende que se castigue con justicia al que lo usa para elegir el mal, castigo que
no se entendería si se nos hubiera dado el libre arbitrio para hacer el mal. Dios
castiga al pecador precisamente porque lo usa para aquello para lo que no se le
dio.

Por otra parte, sin libre arbitrio no habría acciones buenas ni malas, porque no
podríamos elegir ninguna de ellas, ni se nos podría premiar ni castigar por ellas.
Sería injusto hacerlo. Pero premiar lo bueno y castigar lo malo, o sea, hacer
justicia, es uno de los bienes que procede de Dios. Por tanto, para que esto
pudiera ser así ha tenido Dios que dar al hombre el libre arbitrio.

COMENTARIO DEL CAPÍTULO 2

• Presenta ahora Evodio una nueva objeción. Admite que Dios ha dado al hombre
la libertad para que pudiera con ella elegir el bien. Pero podría ocurrir con la
libertad como ocurre con la justicia. Ésta le ha sido dada al hombre para que obre
bien y nadie puede usar la justicia para obrar y vivir mal. ¿Por qué no nos ha sido
dada la libertad para poder elegir el bien, pero sin que pudiéramos elegir el mal,
sin que pudiéramos entregamos al pecado?
• En su respuesta, Agustín quiere hacerle ver a Evodio que está cayendo en una
cierta contradicción, pues habiendo admitido antes que Dios nos ha dado la
voluntad libre, no parece que tenga sentido decir ahora que no nos la debía haber
dado. La argumentación que emplea es como sigue.
Las posibilidades son dos: que no sea Dios quien nos ha dado la voluntad libre o
que haya sido Él.
Si no ha sido Él, entonces nos podemos preguntar si se nos ha dado, por quien
sea, con razón o sin ella. Si nos convencemos de que se nos ha dado con razón,
debemos aceptar entonces que nos la ha dado el que nos da todos los bienes, o
sea, Dios. Pero si consideramos que se nos ha dado sin razón, sin motivo,
entonces no podemos culpar de ello a quien no tiene la culpa.
Pero si ha sido Dios quien nos la ha dado, entonces, nos la haya dado de la
manera que nos la haya dado, no podemos hacer conjeturas sobre si no debió
dárnosla o si lo debió hacer de otro modo, porque los actos de Dios no los
podemos criticar nosotros con la razón.
• Manifiesta ahora Evodio su firme deseo de no quedarse en la fe, sino de
intentar entender aquello que cree. Para ello propone seguir con la investigación
"como si todo fuera incierto", es decir, como si no estuviera seguro de nada de
lo que cree.
La situación que expone es la siguiente. Si no estamos seguros de que la
libertad nos haya sido dada para obrar el bien, nos encontramos,

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a) por una parte, con que sí estamos seguros de que pecamos libremente.
Deducimos de aquí, entonces, que no podemos estar seguros de si se nos
debió dar o no, puesto que con ella podemos obrar mal.
b) por otra parte, que tampoco podemos estar seguros de que se nos haya
debido dar. De aquí deducimos que no es seguro que nos la haya dado Dios,
porque no estaría bien entonces creer que Dios nos da algo que no debe
damos.

• Como respuesta a las conjeturas que le presenta Evodio, en las que extiende
su duda a casi todo sobre lo que están investigando, Agustín le va a instar a que
acepte argumentos de autoridad, tanto en el caso de la existencia de Dios, como
en el de los asuntos de los que están tratando. Evodio, al final, insistirá en que él
no se contenta con creer, sino que quiere entender lo que cree.
• Una verdad inconcusa es una que es firme y sobre la que no hay dudas. Un
insipiente es una persona falta de sabiduría.
• Evodio, ante la pregunta de que si tiene por cierto que Dios existe, responde
afirmativamente, pero que lo hace mediante la fe, no a través de la razón.
c)
El argumento que le propone Agustín es el de que en el caso de que algún ignorante
que negara la existencia de Dios quisiera, no tanto creer lo que cree Evodio, sino
saber sí lo que cree es verdad o no, si entonces no debería intentar convencerle de
aquello en lo que él cree, sobre todo si se pudiera dialogar con él y manifestara el
deseo de conocer la verdad.
d)
Evodio responde afirmativamente y argumenta que seguramente tal persona admitiría
que con un hombre que no quiere dialogar no se debe discutir y menos de cosas tan
serias, y tal hombre le pediría que creyera que venía de buena fe intentando saber lo
que quiere.
e)
Entonces, según Evodio, le diría al ignorante que si quiere que él crea, sin conocerlo,
lo que aquél tiene en su alma, mucho más justo sería que creyera en la existencia de
Dios basándose en la autoridad del testimonio de los que escribieron los textos
sagrados, en donde se relatan sucesos que no habrían podido suceder si Dios no
existiese. Tal persona sería sumamente necia si le echase en cara a Evodio que
creyera esos testimonios y, en cambio, deseara que lo creyera a él.
f)
La propuesta de Agustín es que si acepta un argumento de autoridad en el caso de la
existencia de Dios, por qué no lo acepta también en todas estas cosas que están
investigando como si no estuvieran seguros de ellas.

• Si creer y entender fueran lo mismo y si no hubiera que creer antes lo que


queremos entender, entonces no tendría sentido lo que decía el profeta de si no
creyereis, no entenderéis. El mismo Jesucristo parece que invitaba a lo mismo.
Sin embargo, también decía que no era cuestión sólo de creer, sino también de
conocer.
La conclusión del párrafo es que, obedeciendo los mandatos de Dios, deben ser
constantes en la investigación, intenten encontrar lo que buscan, en la medida en
que en esta vida puedan hacerlo, confiando en que en la otra podrán obtener el
verdadero conocimiento.
• Las últimas frases de este párrafo hacen referencia a la iluminación divina, a
una visión clara y perfecta en la otra vida, al desprecio de los bienes terrenos y al

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amor a las cosas divinas.
El nivel más alto de conocimiento es el de la sabiduría, que consiste en la
contemplación de las cosas eternas e inmutables exclusivamente con la mente y
sin intervención de las sensaciones.
Esta manera agustiniana de entender el conocimiento es marcadamente
platónica, aunque San Agustín no admitió ni la reminiscencia ni la preexistencia
del alma.
Los objetos corpóreos son captados por los sentidos, pero hay otros objetos que
están por encima de la mente humana y que son descubiertos y aceptados por
ésta. Por ejemplo, la idea de belleza con respecto a la cual juzgamos si algo es
más o menos bello. Estas ideas son verdades eternas comunes a todos. En
cambio, las sensaciones son privadas y propias de cada uno.
Los neoplatónicos consideraron que estas ideas eran pensamientos de Dios y las
situaron en la mente divina. San Agustín aceptará esta teoría y considerará que
estas ideas, llamadas ideas ejemplares, están en la mente de Dios y han existido
eternamente y sin cambios.
El problema es cómo puede la mente humana captar estas ideas y verdades, que
son eternas e inmutables, y que están en la mente de Dios. Dice San Agustín que
para que ello pueda producirse tiene que haber una iluminación divina, una luz
que proceda de Dios y que, iluminando la mente, haga que ésta pueda captarlas.
La iluminación divina consiste en una iluminación espiritual que hace con los
objetos de la mente lo mismo que la luz del sol hace con los objetos que vemos.
Tal actividad iluminadora de Dios permite que la mente humana pueda captar las
características de eternidad y de necesidad que poseen las verdades y las ideas
eternas. Sin esta iluminación, la mente humana sería incapaz de captar estas
verdades superiores y trascendentes a ella.

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