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II Psicología Agustiniana

Epist. 143 (ad Marcellinus) 3, 5-11


3. Vosotros, que tanto me amáis, trabajáis en vano. Habéis tomado a pechos una mala
causa. Seréis derrotados fácilmente ante mi propio tribunal si afirmáis, contra todos
aquellos que me reprenden con malicia, ignorancia o inteligencia, que soy tal que no me
he equivocado en ninguno de mis escritos. No me agrada que aquellos a quienes amo me
tengan por tal cual no soy. Eso quiere decir que no me aman a mí, sino a otro bajo mi
nombre, si aman no lo que soy, sirio lo que no soy. Soy amado por ellos en cuanto me
conocen o creen de mí lo que es verdad; pero en cuanto me atribuyen lo que no
reconocen en mí, aman en mi lugar a ese que es tal cual ellos me pintan. Tulio, el
máximo escritor de la lengua romana, dijo de alguien: "Jamás dijo palabra que hubiese
deseado revocar". Esa a alabanza, aunque parece nobilísima, parece que se ha de aplicar a
quien es demasiadamente fatuo, más bien que a quien es sabio perfecto. Esos que el
vulgo llama postes, cuanto más lejos están del sentido común, cuanto más absurdos e
insulsos son, tanto mas probabilidades tienen de no decir palabra alguna que desearían
revocar. Propio del cuerdo es el arrepentirse de un dicho malo, necio o inoportuno. Si se
tomó en el buen sentido, si hemos de creer que hubo alguien que por haber hablado
siempre sabiamente nunca dijo palabra que hubiese deseado revocar, hemos de referirlo
con piedad salvadora a los hombres de Dios, que hablaron movidos por el Espíritu Santo,
más bien que a ese a quien alaba Cicerón. Por mi parte, tan lejos estoy de esa excelencia,
que, si no digo palacra que no deseara revocar, he de estar más cerca del fatuo que del
sabio. Sólo son dignos de la más alta autoridad los escritos de aquel que no dijo palabra,
no que quisiera revocar, sino que tuviera obligación de revocar, quien no haya
conseguido eso, conténtese con un modesto puesto secundario, pues no pudo mantener el
primero de la sabiduría; y pues no pudo decir cosas de que no se tuviese que arrepentir,
arrepiéntase de las que sabe que no debió decir.
4. Al contrario de lo que algunos carísimos míos piensan de mí, no he dicho pocas, sino
muchas palabras, quizá más de lo que los maldicientes opinan, que quisiera revocar si
pudiera. Por eso no me seduce la sentencia de Tulio cuando dice: "No dijo palabra
alguna que quisiera revocar", sino que me atormenta la sentencia de Horacio: "La palabra
soltada no ha de volver". He ahí por qué retengo más de lo que queréis y toleráis los
libros en que toco cuestiones harto peligrosas, a saber, Sobre el Génesis y Sobre La
Trinidad. Si es inevitable que contengan puntos reprensibles, quiero que sean menos de
los que serían si los publicase con menos prudencia y con precipitada ligereza: Vosotros
me urgís para que se publiquen pronto, para que yo pueda defenderlos mientras vivo,
como lo indica vuestra carta y como me lo ha escrito también nuestro hermano y
compañero mío en el episcopado Florencio: quizá los enemigos mordaces o los amigos
tardos de inteligencia comenzarán a denunciar algunos puntos. Así habláis, pensando que
en ellos no ha de haber cosas que puedan vituperarse con razón; de otro modo no me
exhortaríais a publicarlos cuanto antes, sino a corregirlos con mayor diligencia. Pero yo
atiendo más bien a los jueces verdaderos y severos con verdad, entre los cuales quiero
ante todo contarme a mí mismo; así los otros no hallarán qué reprender sino lo que yo no
he podido descubrir después de un esmerado escrutinio.
5. Siendo esto así, lo que yo dije en el tercer libro Sobre el libre albedrío, al tratar de la
substancia racional, es: "En los cuerpos inferiores, después del pecado, el alma ordenada
gobierna su cuerpo, no a su albedrío puramente, sino en cuanto se lo permiten las leyes
del universo". Los que piensan que establecí cosa fija y cierta sobre el alma humana,
adviertan con diligencia que esa alma se propaga de los padres o cometió un pecado en
las acciones de su vida superior y celeste para merecer ser encerrada en una carne
corruptible. Vean que medí las palabras, de modo que retengo lo que tengo por cierto, a
saber: que, después del pecado del primer hombre, todos los demás nacen en carne de
pecado, que para sanarla vino el Señor en semejanza de carne de pecado. Pero, en lo
demás, las frases suenan de manera que no sientan prejuicio sobre aquellas cuatro
opiniones que luego distinguí y expliqué. No confirmé ninguna de ellas, sino que corté la
discusión y traté lo que llevaba entre manos, para que, fuese cual fuese la verdadera, se
diese sin duda alguna gloria a Dios.
6. Ya se propaguen todas las almas de la primera, ya sean creadas particularmente en
cada persona, ya creadas con anterioridad sean cerradas, ya entren espontáneamente en
los cuerpos, no cabe duda de que esta criatura racional, es decir, la naturaleza del alma
humana, gobierna su cuerpo entre los cuerpos inferiores o terrenos cuando está ordenada,
después del pecado; pero no enteramente a su albedrío, pues que consta él pecado del
primer hombre. No se dice allí ""después de su pecado" o "después que pecó", sino
simplemente después del pecado. Al discutir y declarar más tarde la razón, podía
entenderse perfectamente que, ya fuese por un pecado personal, ya por un pecado del
padre de su carne, podía decirse: "Después del pecado gobierna su cuerpo entre los
cuerpos inferiores, pero no enteramente a su albedrío", puesto que la carne desea contra
el espíritu, y gemimos abrumados, y el cuerpo que se corrompe sobrecarga al alma.
¿Quién describirá todas las incomodidades de la fragilidad carnal? Y, sin embargo,
desaparecerán cuando esto corruptible se revista de incorrupción para que lo mortal sea
absorbido por la vida. Entonces gobernará el alma al cuerpo espiritual enteramente a su
albedrío, mientras ahora no es así, sino en cuanto lo permiten las leyes del universo, por
las que está, establecido que los cuerpos que nacen mueran y que al crecer envejezcan. El
alma del primer hombre, aunque antes del pecado no tenía un cuerpo espiritual, sino
animal, sin embargo, lo gobernaba a su albedrío. Pero después del pecado, es decir,
después que el pecado fue cometido en aquella carne, de la que después había de
propagarse la carne de pecado, el alma racional ha quedado ordenada entre los cuerpos
inferiores,, y ya no gobierna al cuerno a su puro albedrío. Puede alguien protestar por los
niños, pues no han cometido pecados personales aún, pero ya son carne de pecado, pues
hubo necesidad de medicina para sanarlos cuando se les bautizó. Pero ni aun así puede
nadie molestarse por mis palabras. Porque, si no me engaño, consta que esa carne
comenzó a propagarse después del pecado, aunque la causa de su enfermedad no sea el
vicio, sino la naturaleza. En efecto, ni Adán fue creado así ni engendró a nadie antes del
pecado.
7. Busquen, pues, otras cosas que aprender no sólo en los libros que he publicado con
excesivas prisas, sino también en esos mismos Sobre el libre albedrío. No niego que
encontrarán con qué hacerme un beneficio. Si los libros no pueden ser ya corregidos,
porque han ido a parar a muchas manos, yo puedo ser corregido aún, pues estoy vivo. En
cambio, esas palabras que yo pesé cautamente, sin imponer a nadie una razón u opinión
de las cuatro mencionadas acerca del origen del alma, podrán reprenderlas únicamente
aquellos que me reprenden cabalmente por mi vacilación sobre un asunto tan obscuro. No
me defenderé contra éstos, diciendo que hago bien vacilando en ese punto. No dudo de
que el alma es inmortal, aunque no como Dios, quien sólo tiene la inmortalidad, sino de
un modo propio. Tampoco dudo de que es criatura, no substancia del Creador, y algunas
otras cosas que tengo por ciertas. Pero la obscuridad del intrincado problema del origen
del alma me obliga a comportarme como lo hice. Traten, pues, más bien de alargar una
mano al que confiesa su duda y anhela conocer qué hay de verdad en todo eso.
Enséñenme, si pueden, o muestren si algo han logrado aclarar sobre este punto con una
razón cierta o lo han creído por un testimonio claro. Porque si la razón se vuelve contra la
autoridad de las Sagradas Escrituras, por muy aguda que sea, se engaña con una
apariencia de verdad. En ninguna forma puede ser verdadera. Igualmente, si a una razón
evidente trata alguien de oponer la autoridad de las Sagradas Escrituras, no entiende
quien eso hace: opone la verdad, no el sentido de aquellas Escrituras, al que no ha
logrado llegar, sino el suyo propio. Opone lo que encontró no en ellas, sino en sí mismo,
como si fuese en ellas.
8. Por ejemplo, atiende bien a lo que voy a decirte. Casi al fin del libro que se llama
Eclesiastés, al tratar de la disolución del hombre que se realiza por esta muerte que separa
el alma del cuerpo, dice así la Escritura: El polvo se convierta en tierra, como fue, y
vuélvase el espíritu a Dios, que fue quien lo dio. La sentencia de esta autoridad es cierta
sin duda y a nadie engaña con falsedad. Pero supongamos que alguien la cita para tratar
de probar la propagación de las almas, diciendo que todas vienen de aquella que dio Dios
al primer hombre. Parece favorecerle lo que en ese pasaje se dice de la carne bajo el
nombre de polvo, pues por polvo y espíritu no se ha de entender en este lugar otra cosa
que cuerpo y alma. Dirá, pues, que el alma se vuelve a Dios, pues viene de aquella alma
que Dios dio al primer hombre, como se convierte la carne en tierra, pues viene de la
propagación de la carne que en aquel primer hombre salió de la tierra; pretenderá que
esto, que es tan claro cuando se trata de la carne, debemos creerlo del alma, aunque es tan
obscuro. Porque la duda no afecta a la carne, sino al alma, y ambas cosas se citan en ese
testimonio, como si se correspondiesen las palabras con una misma razón, a saber: la
carne se convierte en tierra, como fue tierra, pues de ésta fue tomada cuando fue hecho el
primer hombre; el espíritu se vuelve a Dios, que lo creó cuando insufló el aliento de la
vida en la faz del hombre que acababa de hacer, y el hombre se convirtió en alma viva,
para que de ambos principios se fuesen propagando ambas cosas.
9. Pero supongamos que es verdad que las almas no se propagan de aquella primera,
sino que Dios en otra parte las va dando a cada uno de los hombres. También en este
caso se interpreta bien la sentencia: Vuélvase el espíritu a Dios, que fue quien lo dio. Sólo
parecen excluirse las otras dos opiniones. En efecto, si cuando son creados los hombres
se les fuese haciendo un alma propia para cada individuo, parece que no debería decir
vuélvase el espíritu a Dios, que lo dio, sino a Dios, que lo creó. Porque el verbo dar
parece que indica que ya existe en otra parte lo que se da. También podría apurarse la
expresión vuélvase al Señor, diciendo: "¿Cómo se volverá a donde nunca había estado?"
Los que eso critican, afirman que debería decir: "Vaya o marche a Dios", más bien que
vuélvase a Dios, si hemos de creer que tal espíritu nunca estuvo en Dios. Tampoco se
explicaría que las almas cayeran espontáneamente dentro de los cuerpos, pues se dice
expresamente que Dios lo dio. Por eso, como dije, estas dos opiniones peligran bajo las
palabras de ese testimonio, tanto la que defiende que cada alma es creada en cada cuerpo
come la que defiende que las almas entran espontáneamente en sus cuerpos. En cambio,
pueden acomodarse perfectamente a estas palabras las otras dos opiniones, ya se
propaguen todas las almas de una sola, ya sean creadas primeramente en Dios y estén en
Dios hasta que vayan siendo dadas t los cuerpos individuales.
10. Sin embargo, los que defienden que las almas sor hechas con sus cuerpos individuales
pueden afirmar que se dice que Dios dio el espíritu o el alma, como se dice que no: dio
los ojos, o los oídos, o las manos, o cualquier otra cosa No hizo esos miembros en otra
parte y los guardó parí darlos cuando fuere menester, es decir, para añadirlos o pegarlos
al cuerpo, sino que los hizo en el cuerpo cuando si dice que los dio. No veo que se les
pueda objetar nada, a no ser que se aduzcan otros testimonios o se les refute con una
razón cierta. Del mismo modo, aquellos que opinan que las almas entran
espontáneamente en sus cuerpos en tienden que se dijo Dios lo dio, como se dice: Dios
los entregó a la concupiscencia de su corazón. Por lo tanto, sólo nos queda la expresión
vuélvase a Dios, explicando comí puede el alma volver a donde nunca estuvo con
anterioridad, si las almas son hechas en sus cuerpos individuales Esa palabra pone en un
aprieto a una de las cuatro opiniones. Pero no creo que por esa sola palabra hayamos de
reprobarla temerariamente, pues quizá se demuestre que pudo decirse eso por un género
de locución de los que suele usar la Sagrada Escritura; en ese caso se entenderá que
vuelve a Dios el espíritu creado como al Hacedor que o creó, no como a aquel en quien
primero estuvo.
11. Te escribo para que quien quiera defender y los tener cualquiera de las cuatro
opiniones mencionadas aduzca tales testimonios de las Sagradas Escrituras canónicas que
no puedan interpretarse de otro modo, como, por ejemplo, que Dios hizo al hombre, o
una razón tan cierta que no admita contradicción, o la contradicción se equipare a una
locura, como, por ejemplo, cuando uno dice que solo quien está vivo puede conocer la
verdad o equivocarse. Parí saber que esto es verdad, no necesitamos la autoridad d las
Escrituras. El mismo sentido común proclama con tal evidencia que esto es verdad, que
quien lo contradiga ser; tenido por demente. Si alguien en esta obscurísima cuestión del
alma puede hacerlo, ilustre mi ignorancia. Y si no puede, no me culpe por mi vacilación.

De doc. Chris. II, 7, 9-11


LOS GRADOS PARA LLEGAR A LA SABIDURÍA SON: EL PRIMERO, EL TEMOR; LOS
SEGUNDOS , POR ORDEN , LA PIEDAD, LA CIENCIA, LA FORTALEZA, EL CONSEJO, LA PUREZA
DE CORAZÓN, Y EL ÚLTIMO, LA SABIDURÍA
9. Ante todo es preciso que el temor de Dios nos lleve a conocer su voluntad y así
sepamos qué nos manda apetecer y de qué huir. Es necesario que este temor infunda en el
alma el pensamiento de nuestra mortalidad y el de la futura muerte, y que como,
habiendo clavado las carnes, incruste en el madero dé la cruz todos los movimientos de
soberbia. Luego, es menester amansarse con el don de la piedad, para no contradecir a la
divina Escritura, cuando entendiéndola reprende algún vicio nuestro, o cuando no
entendiéndola creemos que nosotros podemos saber más y mandar mejor que ella. Antes
bien debemos pensar que es mucho mejor y más cierto lo que allí está escrito, aunque
aparezca oculto, que cuanto podamos saber por nosotros mismos.
10. Después dé estos dos grados, del temor y la piedad, se sube al tercero, que es el de la
ciencia, del cual he determinado hablar ahora. Porque en éste se ejercita todo el estudioso
de las divinas Escrituras, no encontrando en ellas otra cosa más que que se ha de amar a
Dios por Dios y al propino por Dios; a Este con todo el corazón, con toda el alma v ron
toda la mente; al prójimo como a nosotros mismos, es decir, qué todo amor al prójimo
como a nosotros ha de referirse a Dios. De estos dos preceptos hemos tratado en el libro
anterior al hablar de las posas, Es, pues, necesario que ante todo cada uno vea, estudiando
las divinas Escrituras, que si se halla enredado en el amor del mundo, es decir, en el de
las cosas temporales, está tanto más alejado del amor de Dios y del prójimo cuanto lo
prescribe la misma Escritura. Luego entonces aquel temor que hace pensar en el juicio de
Dios, y la piedad por la que no puede menos de creer y someterse a la autoridad de los
Libros santos, le obligan a llorarse a sí mismo. Porque esta ciencia de útil esperanza no
hace al hombre jactarse, sino lamentarse de sí mismo; con cuyo afecto obtiene mediante
diligentes súplicas la consolación del divino auxilio, para que no caiga en la
desesperación, y de este modo comienza a estar en el cuarto grado, es decir, en la
fortaleza, por el cual se tiene hambre y sed de justicia. Este afecto arranca al hombre de
toda mortífera alegría de las cosas temporales, y apartándose de ellas se dirige ai amor de
las eternas, es decir, a la inmudable Unidad y Trinidad.
11. Tan pronto como el hombre, en cuanto le es posible, llega a divisar de lejos el
fulgor de esta Trinidad y reconoce que no puede soportar la flaqueza de su
vista aquella luz, asciende al quinto grado, es decir, al consejo de la misericordia,
donde purifica su alma alborotada y como desasosegada por los gritos de la conciencia,
de las inmundicias contraídas debidas al apetito de las cosas inferiores. Aquí se
ejercita denodadamente en el amor del prójimo y se perfecciona en él, y lleno de
esperanza e íntegro en sus fuerzas llega hasta el amor del enemigo; y de aquí sube al
sexto grado donde purifica el ojo mismo con que puede ver a Dios, como pueden
verle aquellos que en cuanto pueden mueren a este mundo. Porque, ciertamente,
en tanto le ven en cuanto mueren a este siglo, y no le ven mientras viven
para el mundo. Y por esto, aunque la luz divina comience a mostrarse no sólo
más cierta y tolerable, sino más agradable, sin embargo, aún se dice que todavía se la ve
en enigma y por espejo, porque mientras peregrinamos en esta vida más bien
caminamos por la fe que por realidad, aunque nuestra conversación sea celestial. En
este sexto grado, de tal forma purifica el hombre el ojo de su alma, que ni prefiere
ni compara al prójimo con la verdad; luego ni a sí mismo, puesto que ni prefiere ni
compara al que amó como a sí mismo. Este justo tendrá un corazón tan puro y
tan sencillo que no sé apartará de la verdad, ni por interés de agradar a los hombres
ni por miras de evitar alguna molestia propia que se oponga a esta vida de
perfección. Un tal hijo de Dios sube a la sabiduría que es el séptimo y último grado, de la
cual gozará tranquilo en paz. El comienzo de la sabiduría es el temor de Dios. Desde él
hasta llegar a la sabiduría se camina por estos grados.

Epist. 137 (ad Volusian) 10-11


10. ¿Pero no sería maravilloso todo lo que ejecuta Dios en todos los movimientos de las
criaturas, si con la costumbre no dejase de asombrarnos lo cotidiano? ¡Cuántas cosas
ordinarias son desdeñadas y causarían estupor si se estudiaran! Por ejemplo, la fuerza de
las semillas. ¡Qué números tienen, cuan vivaces, cuan eficaces, cuan oculta mente
poderosos, cuan capaces de obrar cosas grandes en su pequeñez! ¿Quién lo comprenderá
y quién sabrá expresarlo? Dios hizo para sí un hombre sin simiente, pues Él es el que en
la naturaleza no necesitó de semillas para crear las semillas. En su cuerpo cumplió los
números temporales y guardó el orden de la edad. Él, sin alterar su inmutabilidad, tejió la
ordenada trama de los siglos, lo que creció en el tiempo, lo que comentó con el tiempo. El
Verbo, por quien todas las cosas fueron hechas, eligió en el principió el tiempo en el que
había de tomar la carne, pero no se sometió al tiempo para convertirse en carne. Es que el
hombre se unió a Dios sin que Dios se apartase de sí mismo.
11. Algunos piden que se les dé razón de cómo Dios pudo mezclarse con el hombre para
formar 'la única persona de Cristo, cuando fue menester que así se cumpliese. Como si
ellos diesen razón de lo que acaece cada día, a saber, cómo se mezcla un alma con un
cuerpo para formar la única persona. Porque así como en la unidad de la persona un alma
se une con un cuerpo y tenemos un hombre, del mismo modo en la unidad de la persona
Dios se unió con un hombre y tenemos a Cristo. En la persona humana tenemos una
composición de alma y cuerpo; en; aquella persona divina tenemos una composición de
hombre y de Dios. Sin embargo, cuide el lector de alejar su costumbre corporal y no
piense que se trata de mezcla de dos licores, de modo que ninguno de los dos conserve su
integridad, si bien aun en los mismos cuerpos la luz se mezcla con el aire sin
corromperse. Luego la persona humana es una mezcla de alma y cuerpo; la persona de
Cristo es una mezcla de hombre y de Dios. Cuando el Verbo de Dios se unió a un alma
que ya tenía su cuerpo, tomó conjuntamente el alma y el cuerpo. Lo uno se realiza cada
día cuando se engendra un hombre; lo otro acaeció una vez para libertar a los hombres.
Con todo, la mezcla de dos cosas incorpóreas debió creerse con mayor facilidad que la de
una cosa, corpórea con otra incorpórea. Si el alma no se engaña respecto a su propia
índole, comprenderá que es incorpórea; pues mucho más incorpóreo es el Verbo de Dios.
Por lo tanto, debió creerse que era más fácil la mezcla del Verbo de Dios y del alma que
la del alma con el cuerpo. Sólo que esto lo experimentamos en nosotros mismos, mientras
que se nos manda que aquello lo creamos realizado en Cristo. Pero si se nos mandase
creer ambas cosas, sin tener experiencia de ellas, ¿cuál de las dos sería creída antes?
¿Cómo dejaríamos de confesar que dos cosas incorpóreas pueden mezclarse con mayor
facilidad que una corpórea y otra incorpórea? Aunque quizá sea indigno emplear para
expresar estas cosas los términos mezcla y composición, por el peligro de recaer en la
costumbre de los objetos corporales, que son en sí muy diferentes y muy diferentemente
conocidos.

De trin. XIII, 7.10 y 8.11


LA PE ES NECESARIA PARA QUE EL HOMBRE PUEDA SER UN DÍA FELIZ EN LA PATRIA.
RIDÍCULA Y MISERABLE VENTURA DE LOS HINCHADOS FILÓSOFOS
10. La fe en Dios nos es necesaria en extremo mientras peregrinamos por esta vida
mortal, llena de penalidades y errores. No es dable encontrar bien alguno, particularmente
los que hacen al hombre bueno y feliz, si Dios no los hace descender sobre el hombre y
los pone a su alcance. Cuando el que permaneció bueno y fiel en medio de las miserias,
de esta vida pase a la bienandanza, conseguirá lo que ahora de ninguna manera consigue;
es decir, vivir como quiere. En aquella felicidad no deseará vivir mal, ni querrá algo que
no exista, ni le faltará cosa alguna de las que anhele. Tendrá lo que ama y no deseará lo
que no tiene. Todo cuanto allí existe es bueno, y el Dios sumo será el bien supremo y con
su presencia adeudará á sus amantes, teniendo, para colmo de dicha, la certeza de su
eternidad.
Hubo, es cierto, filósofos que fingieron para su uso un género de vida feliz, como si
pudieran por sus esfuerzos vivir a su antojo, fruta vedada a la condición común de los
hombres. Sabían que nadie es feliz si no tiene lo que desea o si sufre en contra de su
querer. ¿Quién no deseará tener en su mano la vida deleitosa, que llama feliz, con
duración de eternidad? Pero ¿quién es éste? ¿Quién quiere padecer las molestias que es
necesario soportar virilmente, aunque quiera y pueda tolerarlas, dado que ya las padezca?
¿Quién quiere vivir en tormentos, aun cuando pueda vivir laudablemente en ellos,
adquiriendo con su paciencia la justicia? Todos los que sufrido han estos males, con
anhelos de amar o temores de pérdida, fin torpe o laudable, siempre los consideraron
como transitorios. Muchos, a través de estos males pasajeros, se encaminaron, con ánimo
esforzado, hacia los bienes eternos. La esperanza los hacía dichosos en medio de sus
padecimientos efímeros, peldaño para escalar la morada del bien que no pasa.
Pero el que es, en esperanza, feliz, aun no es dichoso, pues espera conseguir con su
paciencia la felicidad que aun no posee. El que sin esperanza y sin recompensa es
atormentado, sea cual fuere su paciencia, no es ciertamente dichoso, sino harto miserable.
No deja de ser desgraciado por el hecho de dar en naipe peor si con impaciencia sufriera
su desgracia. Y aunque no padezca los males que en su cuerpo no desea sufrir, tampoco
se puede tener por feliz, pues no vive como quiere. Silenciamos las ofensas innúmeras
que sufre el alma, permaneciendo incólume el cuerpo, sin las que nos agradaría vivir;
seguramente deseará conservar sano e íntegro el cuerpo y no padecer molestia alguna;
querrá también que esto dependiera de su voluntad o de la incorruptibilidad de su carne; y
como esto, o no lo tiene o lo disfruta en precario, no vive, en verdad, como quiere.
Y si con ánimo varonil está dispuesto a sufrir pacientemente cuanto adverso le sucediere,
con todo, prefiere no sufrir, y en cuanto puede lo evita; preparado para ambas cosas, evita
la una y desea la otra; pero, si se le viene encima lo que evitar anhelaba, con paciencia lo
soporta al no poder realizar su deseo. Lo soporta para no ser oprimido, pero desea no ser
aplastado.
¿Cómo, pues, vivir como quiere? ¿Quizá porque su voluntad es fuerte en sufrir lo que
evitar anhelaba? Quiere lo que puede porque no puede lo que quiere. Esta es la felicidad
ridícula o digna de compasión de los soberbios mortales, que se glorían de vivir como
quieren porque llevan con paciencia lo que evitar ciertamente desean. Aviso éste, dicen,
del sabio Terencio: "Pues no puede hacerse lo que quieres, quieres lo que puedes.
Sentencia asaz cómoda, ¿quién lo niega? Pero es consejo dado al indigente para que no
sea más desgraciado. Al feliz, y todos queremos serlo, no se le puede decir con razón ni
verdad: "Lo que quieres es imposible". Si ya es feliz, cuanto quiere es posible, porque lo
imposible no lo desea. Mas este vivir no es propio de esta Vida mortal; sólo cuando
alboree la inmortalidad será hacedero. Pero si la vida perenne no fuera patrimonio del
hombre, en vano buscaría la bienandanza, pues sin inmortalidad no existe ventura.
SIN INMORTALIDAD NO HAY DICHA COMPLETA
11. Si todos los hombres desean ser felices y es su deseo sincero, han de querer, sin duda,
ser inmortales; de otra suerte no podrían ser dichosos. Finalmente, si les interrogamos
sobre la inmortalidad, como se les preguntó sobre la bienandanza, todos responderán eme
la quieren. Pero se busca en esta vida una dicha más bien nominal que tangible, y hasta se
la llega a fingir, mientras se desespera de la inmortalidad, sin la cual no puede existir
verdadera ventura.
Vive feliz, según hemos afirmado poco ha y suficientemente probado, aquel que vive
como quiere y nada malo desea. Nadie desea mal la inmortalidad si es capaz de ella,
otorgándolo Dios, la naturaleza humana; porque, si no es capaz, tampoco lo sería de la
bienandanza.
Para que el hombre viva feliz, es necesario que viva. Si al moribundo abandona la vida,
¿cómo permanecerá en él la vida feliz? Ante este abandono 'de la vida, o se resiste, o
consiente, o permanece indiferente. Si resiste, ¿cómo será la vida feliz en el deseo, si no -
está en su poder? Si nadie es feliz cuando desea una cosa y no la logra, ¿cuánto más
infeliz no será aquel que, en contra de su querer, se ve privado, no de honores ni riquezas
o de cualquier otro bien, sino de la misma vida feliz, si para él no existe la vida? Y
aunque no le quede pesar alguno de sus miserias, se desvanece la vida dichosa al alejarse
la vida; con todo, mientras aliente, es desgraciado, pues conoce cómo, en contra de su
voluntad, fenece lo que más ama en la vida y es razón de su amor. En consecuencia, no es
feliz una vida que nos abandona, bien a nuestro pesar; nadie es bienaventurado contra su
voluntad. ¿Con cuánto mayor motivo labrará la desgracia al abandonar al que no
consiente en el abandono, si haría miserable al que en contra de su querer la consigue?
Y si abandona al que lo desea, ¿cómo llamar feliz una vida que el mismo poseedor ansia
perder? Resta la tercera hipótesis: la indiferencia del hombre feliz. Es el caso del que ni
desea ni se opone a la pérdida de la vida, cuando se extingue con la muerte todo aliento
vital y está, con ánimo ecuánime, a todo dispuesto. Pero ni ésta puede ser vida feliz, pues
tal cual es, parece indigna del amor de aquel que ella hace feliz. ¿Cómo es feliz una vida
que el hombre dichoso no ama? ¿Y cómo amar, si el vivir y morir con indiferencia se
miran? ¿Acaso las virtudes, que amamos porque nos conducen a la bienandanza, se
atreverán a persuadirnos desamor a la dicha? Si lo consiguen, dejamos de amar las
mismas virtudes al no amar la felicidad, por cuya adquisición amábamos éstas.
Finalmente, ¿cómo será verdadera aquella sentencia tan manifiesta, tan ponderada, tan
evidente, tan cierta, de que todos los hombres quieren ser felices, si los que ya son
dichosos ni lo quieren ni lo dejan de querer? Y si lo quieren, como la verdad lo proclama
y la naturaleza lo exige, en la que el Hacedor sumamente bueno e inmutablemente feliz
plantó esta exigencia; si desean, repito, ser dichosos, los que ya lo son no quieren
ciertamente no ser felices. Y si quieren ser dichosos, sin duda no anhelan que su dicha se
esfume y perezca. Sólo viviendo pueden ser felices; por consiguiente, no ansían que su
vida fenezca. Luego todo el que es verdaderamente feliz o desea serlo, quiere ser
inmortal. No vive en ventura quien no posee lo que desea. En conclusión, la vida no
puede ser verdaderamente feliz si no es eterna.

Ver también: De quant. animae (diálogo con Evodius) 13, 23.41– 25.49, 33.70-76

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