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Sociedades y Familia 1

UNIVERSIDAD DEL VALLE – INSTITUTO DE PSICOLOGÍA


ÁREA PSICOLOGÍA CULTURAL

Las Sociedades Humanas y la Familia1

Françoise Heritière – Augé

Todo el mundo sabe o cree saber qué es la familia. Ella está inscrita tan
fuertemente en la práctica cotidiana, es de una experiencia tan íntima y tan
“familiar” que aparece de manera implícita como una institución…, un “dato”
natural y, por una especie de extensión muy lógica, como un hecho social
universal. La categoría de dato natural y la de hecho universal se apoyan
mutuamente: la familia debe ser universal si es natural; ella es natural si es
universal. Por lo demás, a este nivel, que es el de las representaciones
populares, la creencia en una universalidad de la familia - fundada casi
naturalmente, biológicamente - no remite a una entidad abstracta que sería
susceptible de tomar formas variadas en el tiempo y en el espacio; por el
contrario, ella remite, de manera precisa, al único modo de organización que
nos es familiar en Occidente. Sus rasgos más marcados son: la dimensión
reducida a la pareja formada por un hombre y una mujer y sus hijos; la
monogamia, al menos en un mismo período; la residencia virilocal; la
transmisión del apellido por los hombres; la autoridad masculina.

A decir verdad, las representaciones populares sobre un punto, el de la


universalidad, son casi fundadas. Si se acepta como definición mínima de la
familia la que fue propuesta por Claude Lévi-Strauss en 1956 como punto de
partida de su reflexión, a saber “la unión más o menos durable y socialmente
aprobada de un hombre, de una mujer y de sus hijos”, entonces claramente
parece que una unidad social de esta forma sea una institución muy
ampliamente difundida. Es verdad que se la encuentra tanto entre los pueblos
“más desarrollados” como entre los pueblos “más primitivos”, lo cual arruina el
esquema que hace de esta forma de familia el punto extremo de una evolución
que va desde la indiferenciación arcaica hasta formas refinadas. Así, entre los
Vedda de Ceilán, que han sido descritos por G. C. y B. Z. Seligman (1911) y
que no tenían habitat construido, ni siquiera permanente, el grupo “ocupa a
veces el mismo abrigo bajo una roca, pero cada familia elemental se mantiene
estrictamente en su parte del abrigo, como si estuviera separada de las otras
por barreras intangibles” (R. H. Lowie). Esta misma unidad formada por una
pareja y sus hijos está en la base de la familias poliginias, que se podrían
definir diciendo simplemente que varias unidades de este tipo comparten un

1
Tomado de la Enciclopedia Francesa Universalis (versión CD -rom). Traducido por
María Cristina Tenorio. 08 - 2001.
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mismo orden, marido y padre. Por último ella es también la unidad de base de
las familias extensas, donde tales células coexisten en una residencia común,
en varias generaciones.

Las representaciones populares están casi fundadas; y, sin embargo, existen


sociedades en las que estas asociaciones casi permanentes de un hombre, de
una mujer y de sus hijos no existen. El caso más célebre en la literatura
antropológica es el de los Nayar de la Costa de Malabar en las Indias, tal como
fue descrito por Kathleen Gough (1959). Resumámoslo a grandes rasgos. El
tipo de vida guerrero de los hombres les impedía antaño fundar una familia.
Cada mujer estaba nominalmente casada; ella tenía, en efecto, un marido
elegido en un linaje regularmente asociado al suyo como proveedor de
compañeros matrimoniales; se trataba de un matrimonio ritual que tenía por
objeto, parece, fundar la legitimidad de los hijos. No obstante, las mujeres no
cohabitaban con sus maridos; ellas tomaban los amantes que querían. Los hijos
nacidos de estas uniones temporales pertenecían por nacimiento al grupo de su
madre, pero eran legitimados por el matrimonio formal de ella. La autoridad y
la gestión de las tierras eran confiados no a manos de ese marido a quien
nunca se veía, sino a las manos de los hermanos de las mujeres, ellos mismos
guerreros y amantes ocasionales de las mujeres de otros linajes. En cuanto a la
tierra, ésta era cultivada por los miembros de una casta inferior. Sin embargo,
el tipo de agrupamiento que resulta de esta organización, y que está constituido
de hermanos y de hermanas y de los hijos de las hermanas constituye
claramente una familia, aunque allí no se reconozca el modelo conyugal. Por
comodidad, se lo puede llamar familia “matricéntrica”. Ella es la expresión de
una forma extrema de diferenciación de las posiciones y de los roles masculino
y femenino. Se podrían citar otros ejemplos de tal situación, incluso en la
sociedad occidental, donde también existen pero solamente bajo una forma
relativamente embrionaria y socialmente no reconocida.

Saquemos de este caso la conclusión de que, si la unión conyugal estable no


existe en todas partes, ella no puede ser una exigencia natural. Pero, a decir
verdad cuando uno mira más de cerca, por fuera de la relación física, carnal,
que une a la madre con sus hijos (gestación, nacimiento y amamantamiento, al
menos en las sociedades en que la alimentación artificial no es la norma), nada
es natural, necesario, biológicamente fundado en la institución familiar. El
vínculo biológico mismo que une a la madre con sus hijos no tiene siempre ni
en todas partes por efecto que la madre tenga a su cargo criar a sus hijos.
Entre los indios Tupi Kawahib del Brasil central, donde un hombre debe
desposar a varias hermanas, o una madre y las hijas que ella ha tenido de otros
hombres, los hijos son criados por el conjunto de las coesposas sin que
ninguna intente preocuparse más particularmente de los suyos (Lévi-Strauss,
1956). Entre los Mossi de Burkina Faso (R. Pageard), las grandes familias
poliginias después del destete proceden a una repartición de los niños entre las
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diferentes coesposas. Las que son estériles, o que han perdido a sus niños,
tienen así niños para criar que no son los suyos, los quieren como a los suyos y
quienes, antes de su entrada en la edad adulta, no conocen otra madre que su
madre doméstica: solamente entonces se les da a conocer el vínculo biológico
que los une a otra mujer del padre.

A las necesidades y a los deseos fundamentales del individuo y de la especie –el


deseo sexual, el deseo de reproducción, la necesidad de criar, de proteger a los
niños y de conducirlos a la autonomía- las diversas sociedades humanas han
aportado soluciones múltiples, que implican siempre la existencia de una
familia, si bien ellas no implican necesariamente la existencia de la célula
conyugal formada por un hombre, una mujer y sus hijos. No necesaria
biológicamente, la construcción de esta célula es por tanto en este sentido
artificial. Como prueba de ello tomaremos algunos ejemplos en los que la
noción de célula conyugal es negada en uno u otro de sus términos, aunque la
realización práctica calca su modelo.

1. Universalidad y diversidad de la institución familiar

Parecería entonces que los compañeros de la unión conyugal son de sexo


diferente, que esta unión no se anuda sino entre seres vivos, que el genitor de
los hijos es normalmente el padre dentro del marco de la unión conyugal, en fin
que la familia conyugal (padre, madre, hijos) es la unidad residencial y
económica elemental por medio de la cual ocurren la educación y la herencia.
Ahora bien la experiencia etnológica muestra que ninguno de estos principios es
universalmente admitido.

El matrimonio entre mujeres

En ciertas poblaciones africanas, existe un matrimonio legal entre mujeres. Es


el caso de los Nuer sudaneses, quienes son patrilineales (el reconocimiento de
la filiación pasa exclusivamente por los hombres) y entre los cuales la hija no es
siquiera considerada como perteneciente completamente al grupo de su padre,
salvo si ella es estéril: en ese caso –la prueba de la esterilidad se obtiene luego
de largos años de matrimonio ordinario-, ella es considerada y cuenta como un
hombre en su linaje de origen. El matrimonio legal entre los Nuer es sancionado
por el pago de una compensación matrimonial en ganado (“el precio de la
novia”) entregado por el esposo o la familia del esposo a los parientes paternos
de la esposa, quienes se lo reparten entre ellos. La mujer estéril percibe de esta
manera, en tanto que “tío” paterno, una parte de las “dotes” entregadas para
sus sobrinas, las hijas de sus hermanos. Con este capital, ella puede a su vez
pagar el precio de la novia por una muchacha joven que ella desposa
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legalmente y para la cual ella cumple los ritos oficiales del matrimonio. Ella le
elige enseguida un hombre, un extranjero pobre, generalmente un Dinka, para
que cohabite con ella y engendre hijos. Este hombre no es nada más que el
servidor de la mujer –esposo; y él cumple, por lo demás, las tareas ordinarias
de un servidor. Los hijos que nacen de esta unión de la sombra son los de la
mujer-esposo, a quien ellos llaman “padre” y quien les trasmite su apellido y
sus bienes. Su esposa la llama “mi marido”; ella le debe respeto y obediencia y
la sirve como serviría a un verdadero marido. La mujer-esposo misma
administra su hogar y su ganado, reparte las tareas y supervisa su ejecución
como lo haría un hombre. Ella entrega a sus hijos el ganado necesario para su
matrimonio. En el matrimonio de sus hijas ella recibe, a título de “padre” el
ganado de su “dote” y entrega por cada una al genitor la vaca que es el precio
(diferido) del engendramiento. El genitor no juega ningún otro rol que aquel
para el cual fue requerido, y no obtiene, de este rol de compañero sexual-
semental, ninguna de las satisfacciones materiales, morales y afectivas ligadas
al mismo rol cuando se cumple en el marco del matrimonio. En este caso, claro
está la mujer-esposo no es sino un sucedáneo del hombre, porque es estéril; y
este matrimonio legal es completamente conforme a los cánones de la ideología
masculina.

Entre los Yoruba (Ekiti y Yagha) de Nigeria, es una mujer rica, una comerciante,
y no una mujer estéril, la que puede legítimamente desposar a otras mujeres y
tener de ellas, de la misma manera sustitutiva descendientes para ella, o sacar
de ellas un beneficio de tipo capitalista. Una comerciante rica desposa
legalmente, mediante el pago de la compensación matrimonial una o varias
mujeres jóvenes, de preferencia vírgenes; ella las manda a comerciar en
poblados alejados. Ellas tienen toda la permisividad para convivir con un
hombre, sin entrega de “dote”, con quien ellas quieran, pero deben prevenir a
su mujer-esposo. Cuando ellas tienen hijos y estos alcanzan los 5 o 6 años, la
mujer-esposo se presenta ante los genitores y les reclama los hijos –que son
legalmente los suyos- así como sus esposas. Muy frecuentemente, el hombre
engañado acepta pagar una compensación financiera para guardar al menos a
los hijos. Este tipo de unión, en la que los hijos pertenecen a la mujer-esposo
legal, o le reportan dinero, está calcado sobre el modelo de la práctica de los
comerciantes musulmanes de sexo masculino quienes envían a sus propias
esposas a producir bien sea hijos o capital, en el seno de las poblaciones
animistas vecinas. En los dos casos, es el pago de la compensación lo que
vuelve legal el matrimonio y lo que legitima a los hijos. No está permitido ver
en estas uniones, que tienen por meta bien sea la constitución de una familia
normal (caso de los Nuer), bien sea la fructificación de un capital (caso de los
Yoruba), una forma cualquiera de homosexualidad femenina. Por el contrario se
encuentran verdaderas uniones homosexuales masculinas entre los Navajo y
Zuni, con una repartición de las tareas según el modelo corriente. Estos
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ejemplos muestran que la representación de los roles masculino y femenino


tiene más importancia que el sexo real de los individuos implicados en la unión.

El matrimonio fantasma

Tan frecuente como el matrimonio entre vivos, el matrimonio fantasma legal,


siempre entre los Nuer, no puede concernir sino a un muerto sin descendencia.
Así se crea una familia cuyos protagonistas son el muerto, quien es el marido
legal, la mujer desposada a nombre del muerto por uno de sus parientes, el
marido sustitutivo y los hijos que nacen de la unión. Esos hijos son social y
legalmente los del muerto, por el solo hecho de que el compañero sexual de la
mujer ha sacado del rebaño del difunto el monto de la “dote” que entregó en su
nombre. Un hombre puede desposar mujeres en nombre de un tío paterno,
incluso de un hermano, también, de una hermana estéril que hubieran muerto
sin hijos. La viuda de un hombre muerto sin descendencia, si ella no puede por
sí misma concebir para él un hijo, por obra de un cuñado en unión levirática,
puede también desposar a una mujer en nombre de su marido, pero,
contrariamente a lo que ocurre en el caso precedente el padre de los hijos es,
esta vez, su marido muerto y no ella misma. Los hijos conocen su posición de
hijos de un muerto y ellos trazan su genealogía partiendo de ese padre; según
los casos, consideran a su genitor y lo tratan, como un tío paterno o como un
hermano. La genealogía familiar no tiene a sí nada que ver con el
engendramiento biológico, y esto tanto menos cuanto que el marido sustitutivo
puede morir a su vez sin progenitura propia, si él no ha tenido los medios de
pagar la compensación para procurarse una esposa por su propia cuenta: esta
progenitura propia le será constituida eventualmente gracias a un hermano
menor o a un sobrino, e incluso, a veces mediante el hijo que él mismo habrá
engendrado en nombre de su hermano.

El ejemplo de estas familias fantasmas nos muestra que ni el sexo, ni la


identidad de los compañeros, ni la paternidad fisiológica tienen importancia en
sí mismos. Como en el adagio romano (“Padre es el que las nupcias
demuestran”), lo que cuenta, es la legalidad del matrimonio demostrada por el
pago del “precio de la novia”, es decir un rasgo no natural, sino eminentemente
social y cultural.

El problema de la paternidad

La negación de la importancia de la paternidad fisiológica se encuentra también


entre los tibetanos, los cuales practican el matrimonio poliándrico. Cuando el
mayor de varios hermanos ha tomado legalmente una mujer, esta desposa
sucesivamente, a intervalos regulares –al cabo de un año- a cada uno de los
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hermanos de su marido. Los hombres practican el comercio en largos viajes y


se las arreglan para que no haya nunca más de un marido en el hogar al mismo
tiempo. Los hijos son atribuidos al mayor: ellos lo llaman “padre” y dan el
nombre de “tío” a los otros maridos de su madre. Los hermanos co-esposos son
considerados como si formaran una sola y misma carne; así este tipo de
matrimonio puede ser considerado como una simple variante de la familia
monógama; los contrayentes no se preocupan, en todo caso de la realidad de
su paternidad individual, descuidada en beneficio de su paternidad común.
Punto importante: la propiedad familiar, administrada por la esposa común que
reina como ama de su hogar, siempre es trasmitida colectivamente a los hijos.

Pasemos a situaciones aparentemente menos extrañas. En las sociedades


matrilineales la filiación es contada y reconocida por las mujeres. Hombres y
mujeres del grupo matrilineal tienen cónyuges, pero el principio de residencia
puede variar según las sociedades: tanto los hombres se desplazan por ir a vivir
cerca de sus esposas y de la parentela uterina femenina de éstas, como las
mujeres se desplazan por ir a vivir cerca de sus maridos o de los tíos maternos
de sus maridos (el grupo matrilineal, en tanto que unidad residencial, está
entonces constituido por los hombres). En todos los casos, la primera autoridad
y la herencia no se trasmiten del padre al hijo, sino del tío materno al hijo de la
hermana. Un grupo de filiación matrilineal, linaje o clan es decir el conjunto de
los individuos que descienden de un mismo ancestro a través de las mujeres,
posee bienes que no pueden ser transmitidos al exterior del grupo; ahora bien,
un hombre y su hijo pertenecen a grupos de filiación distintos, pues el hijo
pertenece al grupo matrilineal de su madre, al cual pertenece igualmente el
hermano de su madre. En este caso, la familia conyugal existe claramente; sin
embargo, es el tío materno y no el padre el que manda y el que es temido: él
tiene todos los poderes sobre sus sobrinos, requiere su trabajo, y provee para
que estos se establezcan. Esta familia conyugal no es siquiera, a veces, en este
contexto una unidad residencial.

Entre los Senufo de la costa de Marfil, matrilineales y poliginios, cada uno de los
cónyuges permanece, luego de su matrimonio, en su familia de origen, la cual
es entonces la verdadera unidad doméstica de producción. Al llegar la noche,
los maridos parten a reunirse con sus diferentes esposas por turnos (una por
día), las cuales cocinan para ellos y les hacen los servicios ordinarios del
matrimonio, pero ellos no residen nunca de manera permanente con alguna de
ellas y con los hijos que haya tenido de esta mujer. La institución es conocida
bajo el nombre de “visiting husband” (el marido visitador). Se trata allí,
también, de una forma de familia matricéntrica pero ésta es diferente a doble
título de la que es practicada por los Nayar: por una parte entre los senufo, la
noción de pareja conyugal existe, incluso si la pareja no corresponde a una
unidad residencial o económica y si ella no obra en común para la crianza y la
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educación de sus propios hijos; por otra parte, el marido senufo es también el
único compañero sexual autorizado de la esposa y él es el padre de sus hijos.

2. Las leyes y principios de la alianza y de la familia

De manera aparentemente paradójica, concluiremos, de lo que precede, que la


familia es claramente un dato universal, solamente en este sentido: que no
existe ninguna sociedad que esté desprovista de una institución que cumpla en
todas partes una o varias de las mismas funciones (unidad económica de
producción y de consumo, lugar privilegiado del ejercicio de la sexualidad entre
compañeros autorizados, lugar de la reproducción biológica, de la crianza y de
la socialización de los hijos) y que obedece en todas partes a las mismas leyes:
existencia de un estatuto matrimonial legal que autorice el ejercicio de la
sexualidad entre al menos dos de los miembros de la familia (o que provee los
medios para suplirlo), prohibición del incesto (pues los compañeros autorizados
nunca son los consanguíneos) división del trabajo según los sexos. Sin
embargo, incluso si el modo conyugal monógamo, con la residencia común de
los cónyuges, es el más difundido, la extrema variedad de las reglas que
concurren al establecimiento de la familia, a su composición y a su
supervivencia demuestra que ella no es, bajo sus modalidades particulares, un
hecho de la naturaleza, sino al contrario un fenómeno altamente artificial,
construido, un fenómeno cultural.

De la naturaleza a la cultura

Pero, entonces ¿por qué existe la familia? ¿A qué propósito sirve para ser
universal, cualquiera sea la forma bajo la cual la han instituido las múltiples
sociedades del mundo, actuales o pasadas? Las respuestas a estas
interrogaciones pasan por la respuesta a una pregunta más general, la de la
razón de ser de la leyes que se encuentran asociadas al establecimiento de la
familia: la forma legal del matrimonio, la prohibición del incesto, la repartición
sexual de las tareas. No se puede pretender tampoco que estas leyes estén
fundadas en exigencias naturales: así, la cualidad de los consanguíneos
prohibidos por la prohibición del incesto es extremadamente variable según las
sociedades; en cuanto a las tareas, aquellas que parecen las más femeninas
aquí (la costura, por ejemplo, tomada en su sentido ordinario, y no como
creación de moda) pueden ser las más masculinas en otra parte (son los
hombres lo que cortan los vestidos y los cosen en los países de África
occidental). Pero lo que cuenta y plantea un problema –aunque estas leyes no
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estén fundadas “en la naturaleza”, es decir estrictamente en realidades de


orden fisiológico-, es la universalidad de su aplicación.

Todas las sociedades establecen una diferencia entre un tipo de unión legal,
sancionado jurídicamente de una manera o de otra, es decir el matrimonio y las
relaciones sexuales ocasionales, sean ellas admitidas o incluso prescritas antes
del matrimonio, toleradas o condenadas después –o, incluso entre el
matrimonio y el concubinato, unión estable pero de otra naturaleza que el
matrimonio. No hay, de manera evidente, ninguna razón biológica para
justificar esta diferencia. La única relación necesaria, que implica relaciones de
larga duración entre dos individuos es la maternidad, es decir la pareja
formada por la madre y el niño ( y aún, hemos visto que ésta puede ser a
veces, luego del destete una pareja de adopción). Entre los primates,
especialmente entre los chimpancés, se encuentran estas unidades
matricentradas, que reagrupan no solamente a una madre y un hijo, sino una
madre y sus hijos, en la medida en que se necesitan entre 7 y 12 años para que
los jóvenes lleguen a la madurez, a la autonomía sexual y a la autonomía de
subsistencia (K. Gough, 1975; V. Reynolds; M. Shlins). La presencia del padre,
de un hombre al lado de la madre y del niño, el afecto del padre por su
progenitura no son hechos de la naturaleza, como tampoco lo es la obligación
de un comercio sexual constante entre compañeros asociados de por vida. Sin
embargo, la unión de tipo conyugal estable y públicamente reconocida es
testimoniada en todas partes o casi todas, comprendidas las sociedades que se
suponían desconocer el rol fisiológico del hombre en el acto procreador (como
en Bellona, en las islas Salomón, o en los Trobriand; ver T. Monberg), pero que
establecen, a través del matrimonio, la paternidad social, como en los ejemplos
Nuer evocados más arriba.

Si se examinan todas las formas conocidas de matrimonio, aparece que su


elemento común es la prestación de servicios mutuos entre los cónyuges en
función de una cierta repartición de las tareas entre los sexos. Numerosos
ejemplos etnológicos muestran que esta repartición usual no está fundada en
imperativos fisiológicos (K. Gough, 1975; C. Lévi-Strauss). Entre los primates,
cada sexo se encarga ordinariamente de su subsistencia y las hembras pueden
combatir cuando no están a cargo de crías. En las sociedades humanas, la
repartición sexual de las tareas depende de un orden arbitrario cuya única
explicación es que este orden tiene por efecto volver los dos sexos
dependientes el uno del otro y por tanto empujar a sus representantes para que
puedan sobrevivir sin tener que dedicarse a las actividades del otro sexo, a
asociaciones durables entre individuos, a especies de contratos de
mantenimiento, es decir al matrimonio.

A este contrato de cuidados entre compañeros dotados de capacidades


culturalmente contrastadas y complementarias, se agrega la regulación de las
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prestaciones sexuales, que hace del matrimonio el lugar privilegiado de la


reproducción biológica. Pero la asociación de estos dos órdenes de necesidades
(el cuidado mutuo y la relación sexual) tampoco nace de ninguna obligación
natural. G. P. Murdock señala que existen relaciones contractuales entre los
sexos que hacen intervenir una división del trabajo sin que le esté asociada una
gratificación sexual: entre hermano y hermana, entre amo y servidor, y entre
patrón y ayudante. A priori nada impediría, al menos desde una razón de orden
fisiológico o biológico, que este contrato de un tipo particular, que implica
cuidado mutuo y relación sexual, sea establecido entre consanguíneos que
provienen del mismo grupo. Así, a partir de agregados humanos
matricentrados (según el modelo familiar de los primates), podrían organizarse
entre parientes –madre e hijo, hermano y hermana, padre e hija- asociaciones
matrimoniales que impliquen cuidado mutuo, comercio sexual, producción y
crianza de los hijos. La humanidad estaría así poblada de grupos consanguíneos
cerrados sobre ellos mismos, que constituirían el lugar de su propia
reproducción biológica, hostiles por definición a sus vecinos predadores: cuando
los compañeros sexuales no tuvieran el número suficiente en el seno del grupo,
o que hicieran falta, habría sido necesario tomar otro por la fuerza a otro
grupos, para no hablar sino de este tipo de predación. De lo cual se sigue que
ninguna forma estable de sociedad habría sido posible. Parece que la
humanidad haya comprendido muy tempranamente que “le era necesario
escoger entre familias biológicas aisladas y yuxtapuestas como unidades
cerradas, que se perpetuaban por sí mismas, dominadas por sus miedos, sus
odios y sus ignorancias, y […] la institución sistemática de las cadenas
intramatrimoniales, que permiten edificar una sociedad humana auténtica
sobre la base artificial de los vínculos de afinidad, a pesar de la influencia
aislante de la consanguinidad e incluso contra ella “ (C. Lévi-Strauss, “La
familia”).

Las relaciones contractuales y su regulación

De hecho, todos los grupos consanguíneos arcaicos parecen haber resuelto el


problema de la coexistencia con sus vecinos de la misma manera: estableciendo
diversos recursos, de los cuales razonablemente podemos pensar que fueron
concebidos al mismo tiempo que tomaba forma el aparato simbólico del
lenguaje. En primer lugar, una reglamentación de las relaciones sexuales hace
de su ejercicio en el matrimonio algo distinto a la pura satisfacción de las
pulsiones. En segundo lugar, un principio de filiación reparte a los
consanguíneos, designados mediante términos que definen su posición y su rol,
en diversos grupos y los clasifica en dos series: los desposables y los no
desposables. Así, la hija de la hermana de un hombre puede pertenecer al
mismo grupo de filiación que él (se trata en este caso de filiación matrilineal) y
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serle ipso facto prohibida en matrimonio; en un sistema de filiación patrilineal,


ella pertenece a otro grupo (a aquel de su padre) y aunque consanguínea, ella
se vuelve extranjera al hombre y, en ciertos casos le está entonces permitido a
este tomarla en matrimonio. En tercer lugar, un principio de alianza es
promulgado, el cual se apoya en la prohibición del incesto. Es incestuosa toda
unión con parientes ubicados en la categoría de los no desposables. Este
principio de alianza prohibe que los grupos biológicos consanguíneos se cierren
sobre sí mismos y vuelve obligatorio para sus miembros ir a buscar compañeros
por fuera, entre el conjunto de consanguíneos desposables o de los no
consanguíneos. En ciertos casos, este principio puede incluso orientar de
manera precisa las elecciones posibles para todo individuo. De tal manera,
todas las unidades consanguíneas se encuentran estrechamente dependientes
las unas de las otras para su supervivencia, a través de la regulación del
intercambio de los compañeros sexuales, otorgando la regla de filiación su lugar
a los hijos sin cuestionamiento posible.

Esto no es suficiente: importa, para que la alianza entre los grupos tenga un
sentido, que las relaciones entre los compañeros sean lo más estables posible.
¿Qué significaría la relación de alianza concluida entre grupos por el
acercamiento de dos individuos si esta relación se rompiera apenas suscrita y
fuera reemplazada por otra? La repartición sexual de las tareas interviene en
este punto, volviendo a los unos dependientes de los otros y complementarios,
ya no los grupos, sino los individuos mismos, compañeros sexuales. Aparecen,
en la relación individual, prestaciones y servicios diferentes al simple comercio
sexual. Hombres y mujeres son empujados, por sus incapacidades respectivas
artificialmente establecidas, hacia asociaciones durables fundadas en un
contrato de cuidado mutuo, contrato que ya no hay sino que sancionar
mediante una institución jurídica que establece su legalidad: el matrimonio.

Las modalidades de la regulación contractual del matrimonio son


extremadamente variables según las sociedades, como lo hemos visto. Pero
ellas implican siempre a la vez, por una parte, órdenes de clasificación de los
parientes biológicos (según las líneas de reconocimiento de la filiación) en
desposables y no desposables, y, por otra parte, reglas precisas de elección del
cónyuge, sea que esas reglas designen expresamente el tipo de compañero que
conviene desposar, sea que ellas prohíban conjuntos socialmente definidos de
compañeros, consanguíneos o no. En todas partes, la noción de incesto es
fundamental y su definición sobrepasa ampliamente, en numerosas sociedades,
la que es válida para la civilización Occidental.

De lo anterior se deduce que en toda sociedad, el contrato de alianza entre


grupos de consanguinidad regidos por una regla de filiación es el fundamento
mínimo de una sociedad estable; el matrimonio es el instrumento de este
contrato de alianza; las mujeres, reproductoras, son su material. Así
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concebida, la institución familiar, que exige sin cesar la cooperación de grupos


distintos de consanguinidad para reconstituirse generación tras generación (dos
familias deben cooperar para fundar una tercera), renueva indefinidamente el
contrato social. La familia es lo que permite a la sociedad existir, funcionar,
reproducirse. Ella lo hace, de algún modo, de manera implícita: por su
existencia misma, ella es la simple trascripción concreta elemental de la
sociedad.

3. La familia en la sociedad occidental

¿Hay que concluir que, siendo universal y aparentemente necesaria a la


construcción y además al mantenimiento de la vida en sociedad, la familia es,
por este hecho, una institución que no puede desaparecer? ¿Cómo comprender
entonces el tema contemporáneo de la familia en crisis?

Solidaridad consanguínea y solidaridad conyugal

Comencemos primero con el sentido extendido de la familia percibida no


solamente como la unidad, generalmente residencial, que forman un hombre y
una mujer, cuya unión es socialmente aprobada, con sus hijos, sino como “el
conjunto de las personas de una misma sangre” (Diccionario Littré; acepción 3).
Hemos visto que las reglas de filiación en número finito (las más corrientes son
las modalidades patrilineal, matrilineal, bilineal y cognática/ indiferenciada)
tienen por objeto repartir y clasificar a los parientes en grupos distintos; esta
clasificación y esta reparticipación fundan, para un individuo dado, la gama de
sus derechos y de sus obligaciones con relación a sus consanguíneos. En todos
los casos, el reconocimiento de la parentela se hace por intermedio de la
genealogía real o ficticia. El reconocimiento de la pura relación genealógica de
consanguinidad existe siempre, no importa cuáles sean los efectos de la
clasificación según las reglas de filiación.

En la sociedad occidental, cognática –eso quiere decir: donde todas las vías son
reconocidas como equivalentes a través de los ancestros de los dos sexos-, no
se encuentra entonces el equivalente de los grupos estables unilineales, aunque
esta sociedad conozca una notable acentuación patrilineal (transmisión del
apellido, a menudo de la herencia; patri-virilocalidad marcada en medio
campesino, etc.). Aquí, la familia contada genealógicamente, agrupa la
parentela bilateral en la que cada uno reconoce a sus parientes, coexiste
fuertemente con la familia conyugal. Sus límites varían, pero ella comprende,
en primer lugar, los padres y los abuelos de los esposos, luego un cierto
número de colaterales así como los cónyuges de esos colaterales (tíos y tías,
hermanos y hermanas, sobrinos y sobrinas…).
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Vínculos de consanguinidad y vínculos de alianza existen en todas las


sociedades humanas, pero lo que importa captar es la relación entre las
obligaciones diferentes que ellos exigen de sus contrayentes según los tipos de
sociedades.

El análisis de las diferentes formas de sociedades humanas muestra que la


consanguinidad y la alianza exógama – es decir la alianza realizada por fuera
del grupo de consanguinidad según la manera como éste es definido por las
reglas de filiación- jalonan necesariamente en direcciones diferentes (D. M.
Schneider). Plantearemos como principio que, allí donde se pone el acento en
la importancia del vínculo conyugal y de la solidaridad entre esposos, declina la
importancia de los vínculos de consanguinidad: en caso de conflicto, la
solidaridad conyugal predominará sobre la solidaridad con la parentela.
Inversamente, allí donde el acento se hace en la primacía de la consanguinidad,
se ponen límites precisos a los derechos y deberes conyugales: en caso de
conflicto, la solidaridad por la sangre predominará sobre la solidaridad
conyugal, al punto incluso a veces de hacer estallar esta última. El ejercicio de
estas solidaridades es diferente según los sexos y los tipos de organización
social.

Una de las fórmulas sociales más exitosas, en cuanto es portadora de las más
débiles ambigüedades, es aquella que está fundada en el principio de la filiación
patrilineal, acompañada de la patri-virilocalidad. La pertenencia al grupo no es
transmitida sino por los hombres; las hijas nacidas de hombres del grupo
pertenecen a ese grupo, pero no los hijos nacidos de esas hijas. El modo de
filiación patrilineal, que no reconoce entonces sino a los hombres como vectores
de la filiación, se acompaña muy generalmente de una fuerte autoridad del
hombre sobre la mujer, en tanto que padre, hermano o esposo, incluso hijo
(aunque el poder masculino no es específico tan solo de los sistemas
patrilineales). Él se acompaña también, generalmente de la existencia de
grupos residenciales organizados en torno a los consanguíneos varones que
viven juntos y a menudo trabajan juntos en el marco de una propiedad común:
el corolario de esto es la obligación para las esposas de dejar, en el sentido
geográfico pero también en el estatutario del término, a su familia de origen
para residir con la de su cónyuge. La prevalencia de la masculinidad hace que
las jóvenes, quienes deben ir a vivir en otro lugar y procrear allá a sus hijos, no
pertenecerán a la familia de origen de su madre, no son desde esta óptica, sino
miembros de segunda categoría para su grupo de origen: no es a través de
ellas como este grupo se perpetúa. Los agrupamientos patrilineales, teniendo
cuenta la obligación de la exogamia, no tienen interés en mantener una presión
del linaje sobre sus hijas luego del matrimonio de estas últimas puesto que
tampoco tienen interés, recíprocamente, en que los otros grupos, que les
proveen de esposas reproductoras y, al mismo tiempo, una fuerza de trabajo,
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mantengan esta misma presión sobre sus propias hijas. Es entonces muy
generalmente en las sociedades patrilineales donde se encuentran fórmulas
matrimoniales rigurosas que buscan asegurar la estabilidad de la unión al precio
de la exigencia sobre las mujeres; estas difícilmente encuentran apoyo de parte
de sus parientes (es decir de parte de su padre y de sus consanguíneos varones
del mismo grupo) en caso de crisis conyugal, sobre todo si su matrimonio ha
involucrado compensaciones matrimoniales en ganado, dinero o diversos
objetos, los cuales han sido entregados por la familia del marido y que habría
que devolver en caso de divorcio. Mientras que, para el marido, los vínculos de
filiación y de solidaridad de linaje siempre serán prioritarios puesto que él vive
en medio de su familia, las esposas desligadas de su propia familia de origen
son otras tantas piezas aportadas, las cuales para establecer intensos vínculos
afectivos no encuentran sino a sus propios hijos y, especialmente a sus hijas,
quienes tendrán el mismo destino –estos vínculos afectivos acrecientan aún
más eventualmente su dependencia con respecto al esposo (puesto que en
caso de divorcio los hijos pertenecen sin apelación posible al padre y a su
linaje).

La crisis de la familia conyugal en Occidente

Este punto –la solidaridad afectiva y ya no estatutaria (puesto que ella no es


parte constitutiva del sistema, aunque se desprende de él) que une entre ellas a
las mujeres y a las hijas y, más generalmente, las mujeres que comparten los
mismo vínculos de consanguinidad uterinas- nos parece particularmente
importante. La sociedad occidental no es patrilineal. No obstante se encuentran
en ella trazas de esas solidaridades afectivas femeninas que se detectan en
otras culturas bajo diversas formas, comprendidas las de las elecciones
matrimoniales secundarias. Se ha podido mostrar así que, entre los Samo de
Burkina Faso, las mujeres tienen netamente tendencia a volverse a casar en
localidades donde ya se han casado su madre o sus hermanas, dejando este
segundo matrimonio a su iniciativa mientras que el primero, legítimo y decidido
por el padre, no tenía en cuenta estos acercamientos (F. Heritièr). Agnés Pitrou
anota, a propósito de la ayuda brindada por los parientes a los jóvenes hogares
occidentales, que aquellos le dan “sin embargo un lugar privilegiado a los
hogares de sus hijas más que a los de sus hijos”. Lo que es pertinente aquí, es
que la ayuda propiamente hablando es sobre todo una ayuda femenina: los
servicios esperados y dispensados consisten en un reemplazo puntual de la
madre por la abuela, en caso de necesidad en las cargas de la maternidad, más
que en una ayuda propiamente financiera acordada por los dos padres. Es allí
donde se ve aparecer, en la sociedad occidental también, los efectos de esta
solidaridad entre la madre y la hija, y, más generalmente, entre mujeres
consanguíneas, la cual es independiente de la solidaridad del linaje en la óptica
patrilineal o de la solidaridad consanguínea de las sociedades cognáticas. Ella es
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una de las válvulas de seguridad del sistema familiar y conyugal (en tanto que
estas relaciones no entran en competencia con el ejercicio de la autoridad
masculina, no son consideradas como peligrosas), pero quizá, ella es también
una posibilidad de mutación. Empujada a sus límites extremos, esta solidaridad
totalmente diferente de las otras (solidaridad consanguínea, solidaridad de
linaje, solidaridad conyugal de la que se ha hablado) puede ser la palanca de un
cambio radical de los modos de pensamiento y de vida, de la organización
social y del tipo de sociedad.

Es posible que, como lo piensa Kathleen Gough (1875), la familia conyugal,


que fue esencial en la aurora de la humanidad para la constitución de la
sociedad y de la cultura, no pueda sobrevivir verdaderamente en la civilización
industrial. Es factible, en efecto, que en las sociedades occidentales -
caracterizadas por su gran tamaño, por la importancia del modo de vida
urbano, por le régimen capitalista de la producción, por la competencia
profesional y la omnipotencia del Estado y de la administración - sea el
abandono de ciertos rasgos característicos de la institución familiar,
considerados como molestos o menores, lo que engendra las tensiones actuales
en el seno de esta. Es la entrada de las mujeres en el juego de la producción y
de la rentabilidad económica para las necesidades de la economía de mercado,
y, por este hecho, su salida del campo puramente doméstico al que las
confinaba tradicionalmente la repartición sexual de las tareas, lo que ha
conllevado la toma de conciencia masiva de la alienación femenina. Es porque la
noción de residencia común del grupo familiar sobre un territorio se ha perdido,
por lo que ella es incompatible con un desarrollo económico intensivo, en el que
ya no hay armonía entre la sociedad y la familia, al punto de que se viene a
hablar de esta última, sea ella consanguínea o conyugal, como de un refugio
contra la sociedad para individuos que están atrapados en un mundo indiferente
u hostil. Las sociedades tradicionales patrilineales (y, aquí, nos referimos en
especial a los modelos africanos del occidente) no permitían esta antinomia. Los
linajes patrilineales reagrupaban familias conyugales, monógamas o poligíneas
las cuales constituían otras tantas unidades residenciales dotadas de un
territorio de cultivo que les era propio, de una organización jerárquica que los
colocaba bajo la tutela de un jefe, de una organización comunitaria del trabajo
y del consumo de los bienes producidos. Pero, tomado en esta red de
dependencia con relación a su linaje, el individuo también estaba cogido en una
red compleja y apretada de obligaciones locales que unían entre sí a los linajes
y de la cual el conocía las reglas desde su infancia. La separación estricta de lo
que es de la incumbencia del linaje y de lo que es de la incumbencia del pueblo,
la repartición de las cargas colectivas dentro de los linajes, la organización
eventual de las clases de edad o de los sistemas generacionales que asignaban
al individuo, durante toda su vida, tantas tareas, roles y estatutos diversos
como grados tenían esas clases o esos sistemas, las redes complejas de
intercambios matrimoniales, la toma a cargo por la colectividad de los conflictos
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entre los linajes, los rituales religiosos o profanos, he aquí lo que constituían
otros tantos medios refinados de articulación entre el dominio del poder familiar
y la necesidad conjunta de una vida social tan armoniosa como fuera posible.
No se trata de hacer de estas sociedades un paraíso (ellas nunca lo fueron para
el individuo) pero ellas habían logrado un sistema equilibrado entre las
exigencias de la vida doméstica reglamentada por la consanguinidad y las
exigencias de la vida social, reglamentada de acuerdo con la coexistencia de
grupos consanguíneos, mientras que las sociedades occidentales han
conservado los principios que eran útiles para su desarrollo o que no eran
contradictorios con los imperativos de ese desarrollo, al tiempo que suprimían
o utilizaban al revés los aspectos corolarios del conjunto de la institución
familiar, considerados como inútiles o molestos. Es en la ignorancia y el rechazo
de la lógica interna de las articulaciones, de las cuales se ha mostrado la
complejidad en la creación de la institución familiar, donde hay que buscar
efectivamente las razones de la crisis de la familia y, por tanto, de la
civilización.

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