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CRISTO y LA CULTURA

colección compromiso cristiano, 21


Richard Niebuhr
CRISTO y LA CULTURA

ed iciones pen ínsu la MR


La versión original en inglés fue publicada por Harper
and Row, Publishers Incorporated, de Nueva York, con el
título de Christ and Culture. © Harper and Row, Pu-
blishers, Inc.

Traducción de JOSE LUIS LANA

Cubierta de Jordi Fornas


impresa en Aria s.a., aVe López Vare la 205, Barcelona

Primera edición: junio de 1968


Realización y propiedad de esta edición (incluidos la tra-
ducción y el diseño de la cubierta) de Edicions 62 sla.,
Casanova 71, Barcelona

Impreso en Gráficas Diamante, Zamora 81, Barcelona


Dep. Legal: B. 23528 -1968
1. El eterno problema

1. El problema

En nuestro tiempo, se está llevando a cabo un debate


en múltiples esferas sobre las relaciones entre el cristia-
nismo y la civilización. En él participan historiadores y
teólogos, estadistas y eclesiásticos, católicos y protestan-
tes, cristianos y anticristianos. Se está llevando a cabo pú-
blicamente por partidos opuestos y, privadamente, en los
conflictos de la conciencia. A veces se polariza en torno a
temas especiales, tales como el lugar de la fe cristiana en
la educación general o de la ética cristiana en la vida eco-
nómica. A veces trata de cuestiones amplias sobre la res-
ponsabilidad de la Iglesia en el orden social, o sobre la
necesidad de una nueva separación del mundo por parte
de los seguidores de Cristo.
El debate es tan confuso como polifacético. Cuando
parece haberse definido claramente que la cuestión estri-
ba entre los exponentes de una civilización cristiana y los
defensores no cristianos de una sociedad totalmente se-
cularizada, surgen nuevas perplejidades a medidá que los
creyentes consagrados parecen hacer causa común con
los secularistas, abogando, por ejemplo, por la elimina-
ción de la religión de la educación pública, o por el apoyo
cristiano a movimientos políticos aparentemente anticris-
tianos. Y así se oyen tantas voces, se hacen tantísimas ase-
veraciones seguras de sí mismas pero diversas sobre la
respuesta cristiana al problema social, se suscitan tantí-
simos problemas, que la perplejidad y la incertidumbre
aquejan a muchos cristianos.
En esta situación, conviene recordar que el tema de
la relación entre el cristianismo y la civilización no es nue-

s
va, ni mucho menos; que la perplejidad cristiana en este
ámbito ha sido perenne y que el problema ha sido cons-
tante a lo largo de todos los siglos cristianos. También
conviene recordar que los repetidos forcejeos de los cris-
tianos con este problema no han proporcionado ni una
sola respuesta cristiana, sino únicamente una serie de res-
puestas típicas que, juntas, representan, para la fe, fases
de la estrategia de la iglesia militante en el mundo. Esta
estrategia, sin embargo, por radicar en la mente del jefe
más que en la mente de cualquier subalterno, no está bajo
el control de éstos. La respuesta de Cristo al problema de
la cultura humana es una cosa, las respuestas cristianas
son otra muy distinta; mas sus seguidores tienen la segu-
ridad de que él emplea las diversas obras de ellos para
realizar las suyas propias. El objeto de los siguientes ca-
pítulos estriba en exponer respuestas cristianas típicas al
problema de Cristo y la cultura, y contribuir así a la com-
prensión mutua entre grupos cristianos diferentes y, a me-
nudo, en pugna. La creencia subyacente a este esfuerzo es,
sin embargo, la convicción de que Cristo, como Señor vivo,
responde a sus interrogantes en la totalidad de la histo-
ria y de la vida de una forma que trasciende la sabidu-
ría de todos sus intérpretes, pero que utiliza para ello
las penetraciones parciales de estos últimos y sus con-
flictos necesarios.
El eterno problema surgió evidentemente en los días
de la humanidad de Jesucristo, cuando aquel que «era ju-
dío ... y siguió siendo judío hasta su último suspiro» 1 lan-
zó contra la cultura judía un duro desafío. Rabbi Klausner
ha descrito en términos modernos cómo debió aparecer a
los ojos de los fariseos y saduceos el problema de Jesús
y la cultura, y ha defendido su repulsa del Nazareno con
el alegato de que ponía en peligro la civilización judía.
Aunque Jesús fue un producto de esa cultura, de suerte
que no hay una sola palabra de consejo ético o religioso
en los evangelios que no tenga su paralelismo en escritos
judíos, dice Klausner, no obstante él la ponía en peligro

1. KLAUSNER Joseph, Jesus of Nazareth, p. 368.

6
abstrayendo la religión y la ética del resto de la vida sa-
cial, y buscando el establecimiento, por el poder divino
solamente, de un «reino que no fuera de este mundo». «El
judaísmo, sin embargo, no es únicamente religión y ética:
es la suma total de todas las necesidades de la nación, co-
locada sobre una base religiosa ... El judaísmo es una
ida nacional, una vida que la religión nacional y los prin-
cipios éticos humanos abrazan sin absorber. Jesús vino y
pospuso todos los requisitos de la vida nacionaL .. Nada
estableció a cambio, excepto un sistema ético-religioso
ligado a su concepción de Divinidad» 2. Si se hubiera pro-
puesto reformar la cultura religiosa y nacional, eliminan-
do lo que era arcaico en la ley ceremonial y civil, quizá
hubiera provocado una gran revolución en su sociedad;
pero en vez de reformar la cultura la ignoró. «N.o vino
para: acrecentar el conocimiento de su nación, su arte y
su cultura, sino para abolir incluso la cultura que ya po-
seía, vinculada a la religión». Sustituyó la justicia civil
por el precepto de la no resistencia, que entraña la pérdi-
da de todo orden social; perturbó la regulación social y
la protección de la vida familiar mediante la prohibición
de todo divorcio y la alabanza de aquellos que «se hacían
eunucos por el reino de los cielos»; en vez de manifestar
interés por el trabajo y por los logros económicos y polí-
ticos, recomendó la vida: sin afán, sin trabajo, ejemplifi-
cada por los pájaros y los lirios; ignoró incluso los requi-
sitos de la justicia distributiva ordinaria cuando dijo:
«¿Quién me ha puesto como juez o árbitro entre voso-
tros?». Y Klausner concluye: «Jesús ignoró todo lo con-
cerniente a la civilización material: en este sentido no
pertenece a la civilización» 3. Por consiguiente, su pueblo
le rechazó; y «dos mil años de cristianismo nO' judío han
demostrado que el pueblo judío no se equivocó» \
No todos los judíos de su tiempo rechazaron a Jesús
en nombre de su cultura. Es posible apelar a dos mil años

2. ¡bid., p. 390.
3. ¡bid., pp. 373-375.
4. ¡bid., p. 391.

7
de cristianismo no judío y de judaísmo no cristiano para
dar validez a otras muchas proposiciones además de que
Jesús puso en peligro la cultura; pero es evidente que
estos dos milenios han estado llenos de forcejeos precisa-
mente con este problema. No sól.o los judíos, sino también
los griegos y los romanos, medievales y modernos, occi-
dentales y orientales, han rechazado a Cristo porque lo
ju?garon como una amenaza para su cultura.
La hist.oria de la guerra lanzada por la civilización
greco-romana contra el evangelio constituye uno de los
capítulos más dramáticos en toda la historia de la cultura
occidental y de la Iglesia, aunque se explique a menudo
únicamente en términos de persecución política. La ani-
mosidad popular basada en la piedad social, las p.olémi-
cas literarias, la objeción filosófica, la resistencia sacer-
dotal y, sin duda, los intereses económicos, jugaron su
parte en el rechazo de Cristo, ya que el problema que sus-
citó fue ampliamente cultural y no meramente político.
El Estad.o, efectivamente, tardó más que otras institucio-
nes y grupos en alzarse contra él y sus discípulos 5. En los
tiempos modernos ha surgido un conflicto abierto, cuan-
do l.os portavoces de las sociedades nacionalísticas y co-
munistas, y los ardientes campeones de las civilizaciones
humanística y democrática han calificado a Cristo de ene·
migo de los intereses culturales.
Las situaciones históricas y sociales en que han teni-
do lugar tales repudiaciones de Jesucristo han sido varia-
dísimas; las motivaciones personales y colectivas de l.os
oponentes han sido de índole diversa; las creencias filosó-
ficas y científicas que han militado contra las conviccio-
5. «La batalla del cristianismo contra la fe interior de las ma-
sas paganas, contra las convicciones de los espíritus rectores, era
incomparablemente más difícil que la lucha contra el poder del
Estado romano; la victoria de la nueva fe fue, por consiguiente,
una conquista mucho más importante de lo que tiempos anterio-
res, con su menosprecio del paganismo, han supuesto». GEFFCKEN
J ohannes, Der Ausgang des Griechisch-Roemischen H eidentums,
1920, p. 1. Para otras descripciones del conflicto, véase Cambridge
Ancient History, vol. XII, 1939, y Cochrane, C. N., Christianity and
Classical Culture, 1940.

8
nes cristianas, a menudo se han opuesto más agudamente
entre sí que no contra las convicciones cristianas. Pese a
su recíproca discrepancia, estas críticas dispares coinci-
den fundamentalmente en lo que respecta a la relación
de Jesucristo con la cultura. Los antiguos espiritualistas y
los modernos materialistas, los piadosos romanos que
acusaban al cristianismo de ateísmo y los ateos del siglo
diecinueve que condenan su fe teística, los nacionalistas
y los humanistas, todos parecen escandalizarse ante unos
mismos elementos de los evangelios, y emplean argumen-
tos similares en la defensa de su cultura contra el cristia-
nismo.
Entre estos argumentos reiterativos, sobresale la acu-
sación, al estilo de Gibbon cuando describe el caso roma-
no, de que los cristianos «están animados por un despre-
cio a la existencia presente y una confianza en la inmorta-
lidad» 6. Esta fe de dos filos ha contrariado y enfurecido
tanto a los glorificadores de la civilización moderna como
a los defensores de Roma, a los revolucionarios radicales
como a los conservadores del viejo orden, a los creyentes
en el progreso continuo como a los desalentados profetas
de la decadencia de la cultura. No es una actitud que pue-
da atribuirse a unos defectos de los discípulos quedando
a salvo la posición del Maestro, ya que las sentencias de
éste sobre la ansiedad por la comida y la bebida, sobre la
vanidad de acumular tesoros en la tierra, sobre el temor
a aquellos que pueden quitar la vida, y sobre su desprecio
en la vida y en la muerte hacia el poder temporal, presen-
tan al Maestro como origen evidente de las convicciones
de sus seguidores. Tampoco es una actitud que manten-
gan únicamente unos cuantos cristianos, como aquellos
que creen en un final inminente del mundo, o los ultraes-
piritualistas. Esta fe está vinculada a diversas concepcio-
nes de la historia y a diversas ideas sobre las relaciones
del espíritu con la materia. Es una actitud desconcertan-
te, porque une lo que parece un desprecio a la existencia

6. The Decline and Fall oi the Roman Empire, edición Mo-


dern Library, vol. I, p. 402.

9
presente con una gran preocupación por los hombres exis-
tentes, porque no está atemorizada por la perspectiva de
condenación que pesa sobre todas las obras del hombre,
y porque no es desesperanzada, sino confiada. El cristia-
nismo parece amenazar la cultura en este punto no por-
que profetice que de todos los logros humanos no que-
dará piedra sobre piedra, sino porque Cristo capacita a
los hombres para considerar este desastre con cierta ecua-
nimidad, dirige sus esperanzas hacia otro mundo, y de
esta suerte parece privarles de los necesarios motivos
para empeñarse en la incesante labor de conservar una
herencia social masiva pero insegura . y aSÍ, Celso cambia
su actitud de combatir al cristianismo por una llamada a
los creyentes a que cesen de poner en peligro a un impe-
rio amenazado por su retirada de las tareas públicas de
defensa y reconstrucción. Pero, la misma posición cristia-
na provoca, sin embargo, a Marx y a LenÍn a la hostilidad,
ya que, según ellos, los creyentes no se preocupan suficien-
temente de la existencia temporal y no se comprometen
en una lucha sin cuartel por la destrucción del viejo or-
den y la creación de un orden nuevo. A este respecto sólo
pueden aducir que la fe cristiana es un opio religioso em-
pleado por los afortunados para adormecer al pueblo, que
debería saber que no hay vida alguna más allá de la cul-
tura.
Otro argumento común blandido contra Cristo por sus
antagonistas culturales de diversas épocas y sus persua-
siones es la acusación de que el cristianismo induce a los
hombres a confiar en la gracia de Dios en vez de llamarlos
al progreso humano. ¿ Qué habría ocurrido a los romanos,
pregunta efectivamente Celso, si hubieran seguido el pre-
cepto de confiar sólo en Dios? ¿No habrían quedado como
los judíos, sin un pedazo de tierra que pudieran conside-
rar suyo, y no habrían sido cazados como criminales, a
ejemplo de los cristianos? 7. Los filósofos modernos de la
cultura, tales como Nikolai Hartmann, consideran la con-
fianza de la fe en Dios como una antinomia máxima res-
7. ORÍGENES, Contra Celso, VIII, Ixix.

10
pecto de la ética de la cultura con su necesaria concentra-
ción en el esfuerzo humano 8. Los marxistas, que creen
que los hombres hacen la historia, consideran la confian-
za en la gracia de Dios como un soporífero tan potente
como la esperanza de los cielos. Los reformadores demo-
cráticos y humanísticos de la sociedad acusan a los cris-
tianos de «quietismo», mientras que la sabiduría popu-
lar expresa su incredulidad en la gracia diciendo que
Dios ayuda a los que se ayudan y que «a Dios rogando y
con el mazo dando».
Un tercer tópico en las acusaciones culturales contra
Cristo y su Iglesia es que son intolerantes, aunque seme-
jante acusación no es tan general como las anteriores. No
es ésta la queja de los comunistas, ya que no oponen la
objeción que una creencia intolerante suscita contra otra,
sino más bien la desaprobación que la incredulidad lanza
contra la convicción creyente. A la antigua civilización ro-
mana, dice Gibbon, sólo le quedaba la alternativa de recha-
zar el cristianismo precisamente porque Roma era tole-
rante. Esta cultura, con su infinita gama de costumbres
y religiones, solamente podía existir si se garantizaba la
reverencia y el asentimiento a las muchas tradiciones y
ceremonias confusas de sus naciones constitutivas. Se ex-
plica pues que «se unieran indignadamente contra cual-
quier secta que se separara de la comunión de la huma-
nidad y que, pretendiendo la posesión exclusiva del cono-
cimiento divino, desdeñara toda forma de culto excepto
el suyo propio, considerando a dicha secta como impía e
idólatra» 9. Con los judíos, que ostentaban las mismas con-
vicciones que los cristianos sobre los dioses y los ídolos,
los romanos podían ser un tanto tolerantes, porque cons-
tituían una nación separada con antiguas tradiciones, y
porque se contentaban en su mayoría con vivir una vida
retirada de la vida social. Los cristianos, por el contrario,
eran miembros de la sociedad romana, en cuyo seno ma-
nifestaban implícita y explícitamente su desprecio por las

8. H ARTMANN Nikolai, Bthics, 1932, vol. 111, pp. 266 ss.


9. Op cit., vol. 1, p. 446.

11
religiones del pueblo. Por esto, parecían traidores que
disolvieran los lazos sagrados de la costumbre y la edu-
cación, que violaran las instituciones religiosas de su país,
y que despreciaran presuntuosamente lo que sus padres
habían tenido por verdadero y reverenciado como sagra-
do 10. Debemos añadir que la tolerancia romana, al igual
que la moderna tolerancia democrática, tenía sus límites
precisamente porque era una especie de política social
para mantener la unidad. Fuera cual fuera la religión que
siguiera el ciudadano, se requería eventualmente el home-
naje al César 11. Pero Cristo y los cristianos amenazaban
la unidad de la cultura en ambos puntos con su mono-
teísmo radical, con una fe en el Dios único, muy diferente
del universalismo pagano, que procuraba unificar muchas
deidades y muchos cultos bajo un solo monarca terrenal
o celestial. El problema político que semejante monoteís-
mo planteaba a la cultura nacional o imperial ha sido su-
mamente oscurecido en los tiempos modernos, aunque
fue totalmente manifiesto en los ataques anticristianos y
especialmente antijudíos del socialismo nacional alemán 12.
La Divinidad, aparentemente, no sólo debe circundar, a
los reyes, sino también a otros símbolos del poder políti-
co; el monoteísmo,en cambio, les priva de su aura sagra-
da. El Cristo que se niega a adorar a Satanás para ganar
los reinos del mundo, es seguido por cristianos que ado-
rarán sólo a Cristo en unidad con el señor a quien él sir-
ve. y esto es intolerable para todos los defensores de una
sociedad que se contente con que sean adorados muchos
dioses a condición de que la Democracia o América o Ale-
mania o el Imperio reciban su debido homenaje religio-
so. El antagonismo de la moderna cultura tolerante con-
tra el cristianismo, se distingue con frecuencia, porque,
claro está, no llama «religiosas» a sus prácticas religiosas,
reservando este término para ciertos ritos específicos con
10. Ibid., p. 448.
11. Cambridge Ancient History, vol. XII, pp. 409 ss, 356 ss;
Cochrane, C. N., op. cit., pp. 115 ss.
12. Cf. BARTH Karl, La Iglesia y el Problema Político de nues-
tro Tiempo; HAYES Carlton J. H., Essays in Nationalism, 1933.

12
instituciones sagradas oficialmente rec·ó nócidas; y tafil-
bién porque considera lo que ella llama religión como uno
de los muchos intereses emplazados al nivel de la econo-
mía, de la ciencia, del arte, de la política y de la técnica.
Por esto, la objeción que formula contra el m.onoteísmo
cristiano se plasma en ideas tales como «la religión no
debe inmiscuirse en la política y en los negocios», o que
«la fe cristiana tiene que aprender a convivir con otras
religiones». Estas frases significan a menudo que n.o sólo
las pretensiones de los grupos religiosos, sino también to-
das las de Cristo y de Dios deben ser desterradas de las
esferas donde otros dioses, llamados valores, ostentan su
reinado. La acusación implícita c.ontra la fe cristiana se
parece a la antigua acusación: pone en peligro a la socie-
dad por su ataque a la aureola religiosa de ésta; priva a
las instituciones sociales de su carácter cúltico, sagrado;
con su negativa a pactar con las piadosas supersticiones
del politeísmo tolerante, amenaza a la unidad social. La
acusación está dirigida n.o sólo contra las organizaciones
cristianas que usan medios coercitivos con respecto a lo
que ellas consideran religiones falsas, sino contra la fe
misma.
En sus ataques contra Cristo y el cristianismo, blan-
den a menudo otros argumentos tendentes a considerar
a los cristianos como a enemigos de la cultura. Se dice
que el perdón que Cristo practica y enseña es irreconci-
liable con las exigencias de la justicia o el sentido libre
del hombre tocante a la responsabilidad social. Las sen-
tencias del Sermón de la Montaña sobre la ira y la resis-
tencia al mal, sobre los juramentos y el matrimonio, so-
bre la ansiedad y la propiedad, s.on tenidas por incompa-
tibles con los deberes de la vida en sociedad. La exalta~
ción cristiana de los humildes ofende a los aristócratas y
a los nietzscheanos por una parte, y a los campeones del
proletariado por otra. La inasequibilidad de la sabiduría
de Cristo a los sabios y prudentes, su asequibilidad a los
simples y lactantes deja perplejos a los dirigentes filosó-
ficos de la cultura o suscita su desprecio.
Aunque estos ataques contra Cristo y la fe cristiana

13
no den en el blanco y saquen a la luz pública -a menu-
do de forma fantástica- la naturaleza misma del pro-
blema, no es la defensa contra ellos lo que viene planteado
por el hecho cristiano. No sólo a los paganos que han re-
chazado a Cristo, sino también a los creyentes que lo han
aceptado, resulta difícil combinar las pretensiones de Cris-
to respecto de ellos con las pretensiones de la sociedad en
que viven. La lucha y la pacificación, la victoria y la re-
conciliación surgen abiertamente entre partidos cristia-
nos y anticristianos; pero el debate sobre Cristo y la cul-
tura se produce más a menudo en el corazón de los cris-
tianos y en las profundidades ocultas de la conciencia
individual, no ya como lucha y pacificación entre la fe y
la incredulidad, sino como lucha y reconciliación de la fe
con la fe. El tema de Cristo y la cultura estaba latente
en la lucha de Pablo contra los judaizantes y helenizan tes
del evangelio, y también en su esfuerzo por verterlo en
las formas de la lengua y el pensamiento griegos. Dicho
tema hace su aparición en las primeras luchas de la Igle-
sia con el Imperio, las religiones y filosofías del mundo
mediterráneo, y en sus rechazos y aceptaciones de cos-
tumbres corrientes, de principios morales, de ideas meta-
físicas y formas de organización social. La componenda
constantiniana, la formulación de los grandes credos, la
aparición del papado, el movimiento monástico, el plato-
nismo agustiniano, el aristotelismo tomístico, la reforma
y el renacimiento, el pietismo y la ilustración, elliberalis-
mo teológico y el cristianismo social: todos estds movi-
mientos representan únicamente unos pocos capítulos en
la historia del eterno problema. Reviste muchas formas
y surge en muchas épocas; se presenta como problema de
la razón y la revelación, de la religión y la ciencia, de la
ley natural y la ley divinal del Estado y la Iglesia, de la no
resistencia y la coacción. Ha aflorado en estudios tan es-
pecíficos como los de las relaciones entre el protestantis-
mo y el capitalismo, entre el pietismo y el nacionalismo,
entre el puritanismo y la democracia, entre el catolicismo
y el romanismo o anglicanismo, entre el cristianismo y el
progreso.

14
_-o es esencialmente el problema del cristianismo y la
...: ilización, pues el cristianismo, definido como iglesia, o
o o credo, o como ética, o como movimiento de pensa-
:::':ento, se polariza en torno a Cristo y la cultura. La rela-
ión entre ambos extremos constituye su problema. Cuan-
o el cristianismo afronta el tema de la razón y de la
re,-elación, lo que, en definitiva, se plantea es la relación
de la revelación en Cristo con la razón que priva en la
cultura. Cuando se esfuerza por distinguir, contrastar o
combinar la ética racional con su conocimiento de la vo-
luntad de Dios, trata con la comprensión de lo recto y lo
injusto desarrollados en la cultura y con el bien y el mal
tal como están iluminados por Cristo.
Cuando surge el problema de la lealtad a la Iglesia o
al Estado, Cristo y la sociedad cultural están en el fondo
como los verdaderos objetos que reclaman nuestra devo-
ción. De ahí que, antes de bosquejar e ilustrar las princi-
pales formas con que los cristianos han tratado de resol-
ver el eterno problema, convenga establecer lo que enten-
demos por estos dos términos: Cristo y la cultura. A este
respecto, debemos mostrarnos circunspectos para no pre-
juzgar la cuestión definiendo de tal manera un término u
otro, o ambos a la vez, de modo que sólo una de las res-
puestas cristianas parezca legítima.

2. Hacia una definición de Cristo

Un cristiano se define ordinariamente como «un hom-


bre que cree en Jesucristo» o como «un seguidor de Jesu-
cristo». Más adecuadamente, puede ser descrito como un
hombre que se considera perteneciente a la comunidad
de hombres para quienes Jesucristo -su vida, sus pala-
bras, sus hechos y su destino- es de suma importancia
por ser la clave de la comprensión de sí mismos y de su
mundo, la principal fuente del conocimiento de Dios y
del hombre, del bien y del mal, el constante compañero de
la conciencia, y el esperado liberador del mal. Tan inmen-
sa es, sin embargo, la variedad de la «fe en Jesucristo»

15
personal y cómunitada, tan múitipíe la interpretación de
su naturaleza esencial, que se plantea el problema de si el
Cristo del cristianismo es realmente el único Señor. Para
algunos cristianos y partes de la comunidad cristiana, J e-
sucristo es un gran maestro y legislador que, con lo que
dijo de Dios y de la ley moral, persuade de tal manera la
mente y la voluntad que, en adelante, ya no es posible
eludirlo. El cristianismo es para ellos una nueva ley y una
nueva religión proclamadas por Jesús. En parte, son ellos
quienes han escogido la causa; en parte, es la causa la
que los ha escogido, solicitando el consentimiento de sus
almas. Para otros, Jesucristo no es tanto un maestro y
revelador de verdades y leyes como una presencia viva de
la revelación de Dios en sí mismo, en su encarnación, en
su muerte y en su resurrección. Jesucristo, siendo lo que
fue y sufriendo lo que sufrió, derrotado en la crucifixión
pero volviendo victoriosamente de la muerte, manifiesta
el ser y la naturaleza de Dios, hace valer la pretensión de
Dios sobre la fe humana, y eleva así a una nueva vida a
los hombres que encuentra. Y aún hay otros para quienes
el cristianismo no es primariamente ni una enseñanza
nueva ni una vida nueva, sino una comunidad nueva: la
Santa Iglesia Católica; de ahí que la obra de Cristo que
polariza su atención sea la fundación de esta nueva so-
ciedad por medio de su gracia en la palabra y en el sa-
cramento.
Hay otras muchas teorías de lo que significa «creer en
Jesucristo». Pero esta variedad en el cristianismo no pue-
de oscurecer la unidad fundamental que proporciona el
hecho de que el Jesucristo con quien los hombres están
relacionados de formas tan diferentes es una persona de-
finida, cuyas enseñanzas, acciones y sufrimientos consti-
tuyen una sola cosa. Subsiste el hecho de que el Cristo
que ejerce su autoridad sobre los cristianos o a quien los
cristianos aceptan como autoridad, es el Jesucristo del
Nuevo Testamento; y que este Jesucristo es una persona
con enseñanzas definidas, con un carácter definido, y con
un sino definido. Sin paliar la importancia de los proble-
mas en otro tiempo debatidos sobre si Jesús vivió «real-

16
mente» y sobre la cuestión, todavía pendiente, de la -era-
cidad de los documentos del Nuevo Testamento como des-
cripciones fidedignas de acontecimientos reales, debemos
afirmar que no son éstos los problemas fundamentales,
ya que el Jesucristo del Nuevo Testamento está en nues-
tra historia real, en la historia tal como la recordamos y
vivimos, en la historia que forja nuestra fe y acción pre-
sentes. Y este Jesucristo es una persona definida, una sola
e idéntica persona, tanto si se trata del hombre de carne
y hueso como del Señor resucitado. Nunca puede ser con-
fundido con Sócrates, Platón o Aristóteles, Gautama, Con-
fucio o Mahoma, o incluso con Amós o Isaías. Interpre-
tado por un monje, puede ofrecer características monásti-
cas; delineado por un socialista, puede mostrar los ras-
gos de un reformador radical; retratado por un Hoffmann,
puede resultar un amable caballero. Pero siempre subsis-
ten los retratos originales, a los que pueden ser compa-
rados todos los cuadros posteriores y, por cuyo medio,
pueden ser corregidas todas las caricaturas. En estos re-
tratos originales reconocemos a una misma e idéntica per-
sona. Sean cuales fueren los papeles que desempeñe en
las distintas experiencias cristianas, es el mismo e idénti-
co Cristo quien llena estos diversos cometidos. El funda-
dor de la Iglesia es el mismo que da la ley nueva; el maes-
tro de verdades sobre Dios es el mismo Cristo que, en sí
mismo, es la revelación de la verdad. El sacramentalista
no puede negar que aquel que ofrece su cuerpo y su san-
gre es también el legislador de nuevos mandamientos; el
sectario no puede evitar, en el capítulo de la autoridad
ética, al perdonador de los pecados. Aquellos que ya no
conocen a «Cristo según la carne», reconocen, sin embar-
go, al Señor resucitado como al mismo cuyos hechos fue-
ron descritos por aquellos que «desde el principio fueron
testigos oculares y ministros de la palabra». Por abun-
dantes que sean las modalidades con que los cristianos
experimentan y describen la autoridad que Jesucristo tie-
ne sobre ellos, todas tienen esto en común: que Jesucristo
es su autoridad, y que aquel que ejerce todos estos diver-
sos géneros de autoridad es el mismo e idéntico Cristo.

ce 21 . 2 17
En cuanto nos proponemos definir la esencia del Jesu-
cristo, único e idéntico, o en cuanto intentamos describir
lo que le presta sus diversos géneros de autoridad, abor-
damos el constante debate de la comunidad cristiana.
Tropezamos especialmente con dos dificultades. La pri-
mera, la imposibilidad de establecer adecuadamente, por
medio de conceptos y proposiciO'nes, un principio que se
presenta bajo la forma de persona. La segunda, la impo-
sibilidad de decir nada sobre esta persona que no sea
también relativo al punto de vista particular de la Igle-
sia, de la historia y de la cultura de quien acomete la ta-
rea de describirla. De ahí, la tentación de hablar con re-
dundancia, diciendo simplemente: «Jesucristo es Jesucris-
to», o de adoptar el método del positivismo bíblico, limi-
tándose a una mera exposición descriptiva del Nuevo Tes-
tamento y renunciando a toda interpretación.
Semejante actitud y renuncia a toda interpretación es
innecesaria y poco deseable. Si no podemos decir algo
adecuadamente, sí al menos inadecuadamente. Si nO' po-
demos apuntar al corazón y a la esencia de este Cristo,
podemos siquiera exponer algunos fenómenos que tradu-
cen su esencia. Aunque toda descripción es una interpre-
tación, puede ser sin embargo una interpretación de la
realidad objetiva. Jesucristo, que es la autoridad del cris-
tiano, puede ser descrito, aunque toda descripción no al-
cance el nivel de la plenitud y no pueda satisfacer a quie-
nes ya han llegado a él.
Para dicha descripción, puede el moralista 'optar un
tanto arbitrariamente por la tarea de enumerar y definir
las virtudes de Jesucristo; claro está que el retratO' obte-
nido deberá ser completadO' por otras interpretaciones re-
lativas al mismo sujeto, y que una descripción moral no
puede llegar tan cerca de la esencia como las descripcio-
nes metafísicas o históricas. Por virtudes de Cristo enten-
demos las excelencias de carácter que, por una parte, él
ejemplifica en su propia vida, y que, por otra, comunica
a sus seguidores. Para algunos cristianos, las virtudes vie-
nen exigidas por el ejemplo y la ley de Cristo; para otros,
se trata de dones que él otorga por medio de la regenera-

18
ció TI , de la muerte y resurrección con él, que es el primo-
génito de muchos hermanos. Pero, subrayen los cristianos
la ley o la gracia, contemplen al Jesús de la historia o al
Señor preexistente y resucitado, las virtudes de Jesucristo
on siempre idénticas.
La virtud de Cristo que el liberalismo religioso ha en-
carecido por encin1a de todas las demás, es el amor 13. Se-
mejante preferencia no constituye seguramente una abe-
rración del pensamiento liberal, por más que se arguya
en el sentido de la parquedad de referencias al amor en
los evangelios sinópticos. El resto del Nuevo Testamento
y el testimonio de los cristianos de todas las épocas con-
firman la aseveración de que el amor es una de las gran-
des virtudes de Jesucristo, y que es el amor lo que él exige
a sus discípulos o hace posible para ellos. No obstante,
cuando examinamos el Nuevo Testamento y estudiamos
la imagen que nos ofrecen de Jesús, empezamos a descon-
fiar del valor descriptivo de frases como «el absolutismo
y perfeccionismo de la ética del amor a Jesús» 14, o de afir-
maciones como las siguientes:

«Lo que Jesús liberó de su conexión con el egocentris-


mo y los elementos rituales y reconoció como principio
moral, lo reduce a una sola raíz y a un solo elemento: el
amor. No conoce otra raíz ni otro motivo; y el amor mis-
mo, adopte la forma de amor al prójimo o de amor al ene-
migo, o de amor al Samaritano, es de una sola especie.
Debe colmar el alma; es lo que queda cuand'o el alma
muere a sí misma» 15.

Jesús no prescribe en parte alguna el amor por sí mis-

13. Cf. especialmente HARNACK A., ¿Qué es el Cristian.ismo?,


1901. No sólo son los liberales los que engrandecen esta virtud;
Reinhold Niebuhr, por ejemplo, concuerda con Harnack en con-
siderar el amor como la clave de la ética de Jesús. Cf. An Inter-
pretatíon of Christian Ethics, 1953, cap. n.
14. NIEBUHR, op. cit., p. 39.
15. HARNACK, op. cit., p. 78.

19
mo, ni se refiere en absoluto a ese dominio completo de
las emociones y sentimientos mansos sobre los agresivos
que parece indicado por la idea de que en él y por él el
amor «debe colmar el alma», o que su ética esté caracte,.;
rizada por «el ideal del amor». La virtud del amor tal como
Jesús la exige es la virtud del amor a Dios y al prójimo
en Dios, no la virtud de un amor fofo. La unidad de la
p ersona estriba en la simplicidad y plenitud de su direc-
ción hacia Dios, sea cual fuere su relación: de amor o de
fe o de temor. El amor, a decir verdad, se caracteriza en
J esús por un cierto extremismo; pero no es el extremismo
de una pasión inmune a otras pasiones, sino el extremis-
mo de la devoción al único Dios, no comprometida por el
amor a ningún otro bien absoluto. Esta virtud en él es
desproporcionada sólo en el sentido politeístico-monoteís-
tico, no en el sentido de que vaya acompañada de otras
virtudes, quizás igualmente grandes, ni tampoco en el sen-
tido aristotélico, como si no estribara en el punto medio
entre el exceso y el defecto, o entre la mansedumbre y la
ira. Para Jesús, no hay finalmente ningún otro ser digno
de amor, ningún otro objeto último de devoción, que Dios.
Él es el Padre. Nadie es bueno, salvo Dios. Sólo a él hay
que dar gracias. Únicamente su reino debe ser buscado.
De ahí que el amor a Dios en el carácter y doctrina de
Jesús no sólo es compatible con la ira, sino que puede ser
un motivo de ella, como el caso en que ve la casa de su
Padre convertida en una cueva de ladrones, o los hijos de
su Padre ultrajados. De ahí también que sea correcto y
posible s~bestimar el significado de esa virtud en Jesús,
mientras que, al mismo tiempo, puede uno reconocer que,
según los evangelios sinópticos, Jesús enfatiza en su con-
ducta enseñanza las virtudes de la fe en Dios y la hu-
mildad ante él mucho más que el amor.
Para captar la naturaleza de esta virtud en Jesús, debe
prestarse cierta atención a su teología. La tendencia a des-
cribir a Jesús exclusivamente en términos de amor está
íntimamente conectada con la disposición a identificar a
Dios con el amor. La paternidad es casi considerada como
el único atributo de Dios, de suerte que, cuando Dios es

20
amado, el princIpIo de la paternidad es amado 16. Dios
ambién es definido como «la unidad final que trasciende
el caos del mundo tan ciertam'e nte como es básica para
el orden del mundo». Esta «unidad de Dios no es estática,
sino potente y creativa. Dios es, por lo tanto, amor». Dios
es buena voluntad que lo abarca todo 17. No es ésta cierta-
mente la teología de Jesús. Aunque Dios sea esencialmente
amor, el amor no es Dios, según Jesús; aunque Dios sea
uno, la unidad no es el Dios de Jesús. El Dios a quien
Cristo ama es el «Señor de cielos y tierra», el Dios de
Abraham, Isaac y J acob, el poder que hace que caiga la
lluvia y salga el sol, sin cuyo querer y conocimiento ni si-
quiera muere un gorrión, ni una ciudad es destruida, ni
él mismo es crucificado. La grandeza y la maravilla del
amor que Jesús siente por Dios no aparece en su amor
cósmico, sino en su lealtad al poder trascendente, que a
los hombres de poca fe da la impresión de serlo todo me-
nos paternal. La palabra «Padre» en los labios de Jesús
es una palabra más sublime, más fiel y más heroica que
cuando la deidad y la paternidad son identificadas.
A esta interpretación de la naturaleza única de la vir-
tud del amor en Jesús, basada en la ingenuidad de su de-
voción a Dios, se objetará que él practica y enseña un do-
ble amor, el amor al prójimo y el amara Dios, y que su
ética tiene dos focos: «Dios Padre, y el valor infinito del
alma humana» 18. Tales aserciones olvidan que el doble
mandamiento, formulado por primera vez o bien mera-
mente confirmado por Jesús, no emplaza en absoluto a
Dios y al prójimo a un mismo nivel, como si a cada uno
se debiera una devoción completa. Sólo Dios debe ser
amado con todo el corazón, con toda la mente, con toda
el alma y con toda la fuerza; el prójimo, en cambio, está
al mismo nivel que el yo. Además, la idea de atribuir un
valor «infinito» o «intrínseco» al alma humana parece to-
16. ¡bid., pp. 68SS., 154 s.
17. NIEBUHR,Op. cit., pp. 38, 49, 56.
18. Así lo expresa HARNACK, op. cit., pp. 55, 68-76. La frase, con
muchas variantes, se ha convertido en un tópico del protestantis-
mo liberal,

21
talmente ajena a Jesús. El no habla de valür, excepción
hecha de Dios. El valor del hombre, lO' n1ismü que el valor
del gorrión o de la flor, es su valor por referencia Dios;
la n1edida del verdadero gozo en el valor es el gozo en los
cielos. Precisamente porque el valür es valor pür referen-
cia a Dios, Jesús descubre la sacralidad de toda la crea-
ción, y no sólo de la humanidad; no se niega que sus dis-
cípulos reciban un consuelo especial por el hechO' de que
ante Dios poseen mayor valor que los pájarüs, también
valoradüs. La virtud del amor al prójimO' en la conducta
y enseñanza de Jesús jamás podrá ser adecuadamente des-
crita: si de alguna forma es abstraída del amor primordial
a Dios. CristO' ama a su prójin10 no como él se ama a sí
mismo, sino como Dios le ama a él. De ahí que el Cuarto
Evangelio, percatándose de que la afirmación judía «ama-
rás a tu prójimo como a ti mismo» no cuadraba adecua-
damente ni con las acciones de Jesús ni con sus exigen-
cias, cambió el mandamiento en «amaos los unos a los
otros como yo os he amado» 19 . De este modo, los discí-
pulos advirtieron claramente que el amor de Jesucristo a
los hombres no era meramente una ilustración de la be-
nevolencia universal, sino un acto decisivo del agape divi-
no. Debemos pues admitir que lo que los primeros cris-
tianos vieron en Jesucristo, y lo que debemos aceptar si
nos atenemos a él más que a nuestras ideas sobre él, no
era una persona caracterizada por una benignidad univer-
sal, que amara a Dios y al hon1bre. Su amor a Dios y su
amor al prójimo son dos virtudes distintas que no tienen
ninguna cualidad común, sino sólo una fuente común. El
amor a Dios es adoración al único bien verdadero; es gra-
titud al dador de todos los dones; es gozo en la santidad;
es «consentir el Ser». El amor a los hombres, en cambio,
es compasivo más que adorante; es dar y perdonar más
que agradecer; sufre pür y en su depravación y profani-
dad; no consiente en aceptarlos como son, sino que los
llama al arrepentimiento. El amor a Dios es un eros no
posesivo; el amor al hombre es puro agape; el amor a Dios

19. Jn. 13, 34; 15, 12. Cf. Me. 12, 28-34; Mt. 22, 34-40; Le. 10, 25-28.

22
es pasión, el amor al hombre es compasión. Hay dualidad
aquí, pero no de un interés afín, Dios y el hombre. Se
trata más bien de la dualidad de Hijo del Hombre e Hijo
de Dios, que ama a Dios como el hombre debería amarlo,
ama al hombre como sólo Dios puede amar, con una
piedad poderosa hacia aquellos que zozobran.
Parece, pues, que no hay ninguna otra forma adecuada
de describir a Jesús como poseedor de la virtud del amor
sino ésta: que su amor era el del Hijo de Dios. No era el
amor, sino Dios, el que llenaba: su alma.
Afirmaciones similares deben hacerse sobre las otras
excelencias que hallamos en él. El liberalismo teológico,
que ha exaltado su amor, ha abierto el camino de interpre-
taciones escatológicas que consideran a Jesús como al
hombre de la esperanza, y de un existencialismo que lo
describe como radicalmente obediente. Fue precedido por
un protestantismo ortodoxo para el cual Jesús era el ejem-
plar y el dador de la virtud de la fe, y por un monasticismo
que estaba asombrado y encantado ante su inmensa hu-
mildad. El Cristo del Nuevo Testamento posee cada una
de estas virtudes, y cada una de ellas está expresada en
su conducta y doctrina de una forma que parece excesiva
y desorbitada para la sabiduría cultural secular. Mas él
no practica ninguna de ellas y no las exige de sus seguido-
res, como no sea refiriéndolas a Dios. Precisamente por-
que estas virtudes son cualidades de conducta por parte
de los hombres que siempre están confrontados con el
Omnipotente y el Santo, parecen excesivas.
Tal es el caso de la virtud de la esperanza. Los escato-
logistas, cuyo portavoz más conocido es Albert Schweit-
zer, han intentado describir a Jesús como caracterizado
por la expectación más que por el amor. Esperaba tan
intensamente, aseveran, la realización de la promesa me-
siánica, la gran reversión en la historia por cuyo medio
el mal sería finalmente derrotado y sería establecido el
r einado de Dios, que nada le importaba como no fuera la
preparación de este acontecimiento. «¿No es incluso a
priori la única teoría concebible -escribe Schweitzer-,
el que la conducta de un hombre que esperaba anhelante

23
su parousia mesiánica en el futuro inmediato fuera deter-
minada por dicha expectación?» 20. La doctrina de Jesús,
al igual que su conducta, se explica por referencia a esta
esperanza. «Si el pensamiento de la realización escatoló-
gica del reino es el factor fundamental en la predicación
de Jesús, toda su teoría de la ética procede de la concep-
ción del arrepentimiento como preparación al adveni-
miento del reino ... [El arrepentimiento] es una renova-
ción moral a la expectativa del cumplimiento de la per-
fección universal en el futuro ... La ética de Jesús ... está
orientada enteramente a la esperada consumación sobre-
natural» 2\ Lo que Jesús comunicó a sus discípulos, man-
tienen los escatologistas, fue una expectación similar, in-
tensificada ahora por la convicción de que, en él, el futuro
mesiánico se había hecho inminente. De ahí que la ética
del cristianismo primitivo se presente como la ética de la
gran esperanza.
Como en el caso de la interpretación liberal de Jesús
como héroe de amor, también aquí nos indican evidente-
mente una profunda verdad, y todo el cristianismo mo-
derno está en deuda con los escatologistas por llamar la
atención sobre esta virtud de Jesús y sobre su alcance. Su
obra ha contribuido poderosamente a la consecución del
objetivo de Schweitzer, consistente en «describir la figura
de Jesús en su abrumadora grandeza heroica e imprimirla
sobre la era y la teología modernas» 22 . La fuerza extraordi-
naria de la esperanza de Jesús lo distingue de los demás
hombres que esperan glorias menores, o, con mayor fre-
cuencia, ninguna gloria. La moralidad media presupone
una complacencia templada con un poco de cinismo, o
una resignación caracterizada por moderadas expectacio-
nes del bien. La anticipación intensa del bien supremo
debe provocar una transformación de la ética.
Pero la urgencia de la expectación de Jesús es inexpli-
20. SCHWEITZER A., La Búsqueda del Jesús Histórico, 1926 Cedo
ingl., p. 349).
21. SCHWEITZER A., El Misterio del Reino de Dios, 1914 Cedo
ingl., pp. 94, 100).
22. ¡bid., p. 274.

,24
cable, y el grado en que la comunica a sus discípulos en
el seno de las culturas remotas de la Palestina del siglo
primero es ininteligible, si se olvida, como a veces pare-
cen olvidar los escatologistas, que su esperanza era en
Dios y para Dios. Aquello en lo cual Jesús esperaba. pa-
recen inclinados a decir, era un dogma; aquello que él
esperaba era una metaformosis de la naturaleza, humana
y no humana: una transformación de toda la forma terre-
nal de existencia. Y así Schweitzer define la interpreta-
ción escatológica como «un examen crítico del elemento
dogmático en la vida de Jesús ... La escatología es simple-
mente "historia dogmática": la historia moldeada por
creencias teológicas ... Las consideraciones dogmáticas ...
guiaron las resoluciones de Jesús» 23. De ahí deducen que
Cristo cifró su esperanza en lo que resultó ser una creen-
cia errónea relativa a la brevedad del tiempo, y que in-
tentó forzar un testarudo curso de acontecimientos para
conformarlos a su norma dogmática. Aunque el Jesús des-
crito en el Nuevo Testamento estaba claramente animado
por una intensa esperanza, parece evidente sin embargo
que la realidad presente para él, como forjador del futu-
ro, no fue un curso de la historia, dogmáticamente con-
cebido. Su concepción escatológica de la historia no dife-
ría de la doctrina del progreso única y primordialmente
por una mayor brevedad del tiempo. En primer lugar no
trataba de la historia en absoluto, sino de Dios, Señor del
tiempo y del espacio. Esperaba en el Dios viv:o, por cuyo
dedo eran arrojados los demonios, y cuyo perdón de los
pecados se hacía manifiesto. Los tiempos estaban en sus
manos, y por consiguiente las predicciones sobre los tiem-
pos y las estaciones estaban fuera de lugar. ¿No era Dios
mismo, la manifestación de la gloria divina y la revela-
ción de la justicia de Dios el objeto de la intensa expecta-
ción de Jesús? El reino de Dios para Jesús no es tanto un
feliz estado de cosas como Dios mismo en su reinado evi-
dente. El reina ahora, pero su gobierno no se manifiesta
a todos. La ética de Jesús no depende de su concepción

23. La Búsqueda del Jesús Histórico, pp. 248, 249, 357.

25
de la historia, sino que su concepción de la historia de-
pende de su ética; ambas son reflejos de su fe en Dios. De
aquí la violencia infligida al relato del Nuevo Testamento,
si intentamos convertir la esperanza inmensa, con el arre-
pentimiento que entraña, en la virtud clave de su conducta
y enseñanza. Muchas de sus afirmaciones más radicales
no están en absoluto íntimamente conectadas con la ex-
pectación del reino venidero, sino más bien con la realiza-
ción del gobierno presente de Dios en el curso de los acon-
tecimientos diarios y naturales. Así, en la doctrina sobre
la necesidaq. de no angustiarse, no se alude para nada a
una catástrofe y renovación futuras, sino sólo al cuidado
cotidiano de Dios; de ahí que la enseñanza sobre el per-
dón al enemigo esté conectada con la demostración coti-
diana y ordinaria de la misericordia de Dios que envía la
lluvia y el sol sobre los justos y los injustos 24 . El carácter
heroico de la esperanza de Jesús no se yergue solitario:
va acompañado de un amor y una fe heroicas; todas estas
virtudes emanan de su relación con el Dios que es Ahora
lo mismo que Antes. No es la escatología, sino la filiación
de Dios, lo que constituye la clave de la ética de Jesús.
Otro tanto cabe decir de la obediencia de Cristo. Los
existencialistas cristianos de nuestro tiempo definen a J e-
sús por su obediencia radical, y pisan el camino de sus
predecesores, porque nos presentan la persona y la doctri-
na de Jesús a partir de una de sus excelencias. Bultmann,
por ejemplo, escribe que, para comprender la proclama-
ción de Jesús tocante él la voluntad de Dios y a su ética, en
contraposición al ideal griego de humanidad y a la ética
moderna de la autonomía y la teoría de los valores, es
necesario tener en cuenta su relación con, y su distinción
respecto de, la piedad judía. En este caso, podemos decir
conci amente que «1a ética de Jesús, exactamente igual
que la judía, es una ética de obediencia, y la única dife-
rencia, aunque fundamental, es que Jesús ha concebido
radicalmente la idea de obediencia» 25. Bultmann explica

24. Mt., 6, 25-3-+ ; 5,43-48.


25. B CIDLL"-" R. , Jesús y el Verbo, 1934 (ed. ingl., pp. 72-73).

26
la radicalidad de la .obediencia de Jesús, afirmando que
para él no existía una autoridad media entre Dios y el
hombre, pues «la obediencia radical existe sólo cuando
un hombre interiormente asiente a lo que se requiere de
él, cuando la cosa mandada es considerada intrínsecamen-
te como un mandato de Dios ... l\t1ientras la obediencia sea
sólo sumisión a una aut.oridad que el hombre no com-
prende, no es verdadera obediencia». Además, la obedien-
cia es radical cuando el hombre total se halla involucra-
do, de suerte que «no está haciendo algo obedientemente,
sino que es esencialmente obediente», y cuando afronta el
dilema de «esto o lo otro», sin buscar una posición neu-
tral, sino asun1iendo la carga de la decisión entre el bien
y el mal 26.
Nuevamente, como en el caso de una interpretación en
términos de amor, debemos reconocer la verdad evidente
de tales afirmaciones. Jesús fue obediente, y fue radical-
mente obediente: como reconocier.on los creyentes desde
el principio. Se maravillaron de su obediencia hasta la
muerte, de su sumisión en la agonía y en la oración de
Getsemaní; vieron que había bajado de los cielos no para
hacer su propia voluntad, sino la voluntad de aquel que
le envió; se gozaron de que por medio de la obediencia
de uno, muchos fueran justificados; y se consolaban en el
pensamiento de que tenían un sumo sacerdote en los cie-
los que, aunque era Hijo, había aprendido la obediencia
por lo que había sufrido 27. Advirtieron que el carácter ra-
dical de esta obediencia estaba vinculado a una cierta
trascendencia s.obre la autoridad mediada de la ley; des-
cubrieron que dicho carácter radical estaba dirigido al
hombre integral, incluido todo pensamiento y motivación
al igual que toda acción abierta, y que no había escapato-
ria posible ,para la responsabilidad de la obediencia.
Y, sin embargo, al retrato existencialista de Cristo obe-
diente falta algo. No sólo se ha hecho de una virtud la
clave de todas las demás, sino que dicha virtud ha sido

26. ¡bid., pp. 77-78.


27. Flp. 2, 8; Me. 14, 36; Jn. 6, 38; 15, 10; Rom. 5, 19; Helb. 5, 8.

27
abstraída esencialmente de esa: conciencia de Dios que
presta una radicalidad a todas las virtudes de JesucristO'.
El Jesús existencialista es más kantianO' que marcanO',
paulino o joánico. Bultmann no puede dar con ningún
contenido real en la idea evangélica de la obediencia. Je-
sús, asevera, no .ofrece ninguna doctrina «del deber ni del
bien. Le ba?ta al hombre saber que Dios lo ha puesto en
la necesidad de una decisión en toda situación concreta
de la vida, en el aquí y ahO'ra. y estO' significa que él mis-
mo debe saber lo que se le exige... El hombre no se en-
frenta a la crisis de la decisión provistO' de un soporte
definidO'; no se alza sobre ninguna base firme, sino más
bien solo en el espacio vacíO'... Él [ Jesús] ve sólo al hom-
bre individual de pie ante la voluntad de Dios ... Jesús no
enseña ninguna ética en el sentido de una teoría inteligi-
ble válida para todos los hombres, concerniente a lo que
debe hacerse y a lo que debe evitarse» 28 . Además, aunque
Dios es mencionado como aquel cuya voluntad debe ser
obedecida, la noción de Dios atribuida a Jesús es tan vacía
y formal como la de obediencia. De la misma manera que,
para el liberalismo teológico, Dios es la contrapartida del
amO'r humano, de igual modo, en este existencialismO',
Dios se convierte en la mera contrapartida de la decisión
moral. Di.os es «el Poder que constriñe al hombre a la de-
cisión», aquel a quien el hombre puede encontrar «única-
mente en la comprensión real de su existencia»; «Dios
mismo debe desvanecerse para el hombre que no conoce
que la: esencia de su propia vida consiste en la plena liber-
tad de su decisión» 29. Se adivina la actitud de semejante
existencialismo contra las ideas especulativas y naturalís-
ticas sobre Dios; pero la atribución a Jesús de esta con-
cepción del siglo xx acerca de la libertad, da c.omo resul-
tado una caricatura del Cristo del Nuevo Testamento, ya
que el Jesús radicalmente obediente sabe que la voluntad
de Dios es la voluntad del Creador y Gobernador de toda
la naturaleza y la historia; que hay estructura y contenido

28. Op. cit., pp. 108,85,84. Cf. pp. 87-88.


29. Op. cit., pp. 103, 154.

28
en su voluntad; que Dios es el autor de los diez manda-
mientos; que Dios exige misericordia y no sacrificio; que
pide no sólo obediencia, sino amor y fe en él, y también
amor al prójimo creado y amado por Dios. Este Jesús es
radicalmente obediente. Pero también sabe que sólo la fe
y el amor hacen posible la obediencia, y que Dios es el
dador de todos estos dones. Su obediencia es relación con
un Dios que es mucho más que un « Incondicional», un
Dios que se encuentra en un momento de decisión; su
carácter radical, por consiguiente, no es algo que se expli-
que por sí mismo, o algo que sea separable del amor, la
esperanza y la fe radicales. Es la obediencia de un hijo
cuya filiación no es definible como obediencia justa a un
principio que constriña a la misma.
Un examen de la polarización protestante en torno a
la fe de Jesucristo, y del interés monástico en su gran hu-
mildad, conduce a idénticos resultados. Cristo se caracte-
riza realmente por una fe extraordinaria y por una humil-
dad radical. Pero la fe y la humildad no son cosa's autó-
nomas; son relaciones con personas: hábitos de compor-
tamiento en presencia de otros. Si miramos a Jesús en la
perspectiva de su fe en los hombres, se nos muestra como
un gran escéptico que cree habérselas con una generación
perversa y adúltera, con un pueblo que lapida a sus pro-
fetas y les erige después monumentos. No deposita nin-
guna confianza en las instituciones y tradiciones de su
sociedad. Muestra poca confianza en sus discípulos; está
convencido de que les escandalizará, y de que 'l os n1ás fo-
gosos serán incapaces de alzarse en su favor en el tiempo
de la prueba. Sólo la ficción romántica puede ver en el J e-
sús del Nuevo Testamento al hombre que creía en la
bondad de los hombres, y buscaba, por su confianza en
ella, extraer lo que había de bueno en los mismos. Sin
embargo, a pesar de su escepticismo. se siente totalmente
libre de angustia. Es heroico en su fe en Dios, al que llama
Señor de cielos y tierra. Confía en su existencia azotada
por la pobreza, sin familia, sin alojamiento, sin víveres,
en Aquel que da el pan diariamente a quienes lo necesi-
tan. En los últimos momentos, encomienda su espíritu a

29
Aquel que sabe responsable de su muerte ignominiosa y
vergonzosa. También a él confía su nación, creyendo que
todo lo necesario será concedido a las personas que, re-
nunciando a la autodefensa, buscan sólo el reino de Dios.
Semejante fe parecerá siempre radical a los seres huma-
nos con su honda suspicacia ante el poder que los engen-
dró, los mantiene, y decreta su muerte. Es la fe de un Hijo
de Dios, demasiado profunda para quienes se consideran
hijos de la naturaleza, o de los hombres, o de un sino
ciego.
La humildad de Jesús no es tampoco catalogable. Vive
con los pecadores y los parias; lava los pies de sus discí-
pulos; acepta bajezas y groserías de sacerdotes y solda-
dos. Cuando es reconocido como Señor vivo, resucitado,
la magnificencia de su humildad asombra y hace tamba-
lear a sus discípulos. Aunque rico, se hizo pobre para enri-
quecer a muchos; aunque existía en la forma de Dios,
adoptó la forma de esclavo; el Verbo por el cual todas las
cosas fueron hechas, se hizo carne; la vida que era la luz
de los hombres se metió en sus tinieblas. Hay realmente
algo desproporcionado en la humildad de Jesucristo; no
sería sorprendente que surgiera una nueva escuela de in-
térpretes en la era de los existencialistas, con la preten-
sión de comprenderle COlTIO hombre de la humildad radi-
cal. Pero la humildad de Jesús es hUlTIildad ante Dios, y
sólo puede ser comprendida como humildad del Hijo. Je-
sús jamás sufrió ni recomendó complejo alguno de infe-
rioridad ante otros hombres. Ante los fariseos 'y sumos
sacerdotes, ante Pilato y «esa zorra» de Herodes, se mos-
tró seguro de sí mismo y no hizo alarde de masoquisn10.
Sea lo que sea de su autoconciencia mesiánica, el hecho
es que habló con autoridad y obró con confianza en el
poder. Cuando rechazó el calificativo de «Maestro bueno»,
no lo reservó para otros rabinos, sino que dijo: «Nadie
es bueno, excepto Dios» . Nunca fue condescendiente con
los pecadores, como sería el caso de un hombre inseguro
y apologético. Su humildad es de un género que eleva a
una nueva dignidad y valor a aquellos que han sidO' hu-
millados por las pretensiones defensivas de los «buenos»

30
y los «justos». Es una especie de humildad orgullosa . de
orgullo humilde, lo que resulta paradójico si no se tiene
en cuenta que la relación con Dios es Íundamental en su
vida. Completamente diferente de todas las modestias y
timideces inherentes a los esfuerzos de los hombres por
amoldarse a los sentimientos de superioridad propios y
de los demás, lo es tan1bién de esa sabia virtud griega
que consiste en quedarse dentro de los límites propios,
por temor a que los dioses, celosos, destruyan sus poten-
ciales rivales. La humildad de Cristo no es la moderación
de no rebasar el lugar exacto que corresponde al indivi-
duo en la escala del ser, sino más bien la dependencia y
la confianza absolutas en Dios, con la consiguiente capaci-
dad para trasladar montañas. El secreto de la mansedum-
bre y de la gentileza de Cristo estriba en su relación con
Dios.
Así pues, cualquier virtud de Jesús puede considerarse
como la clave del secreto de su carácter y doctrina; pero
cada una de ellas es inteligible en su radicalismo aparente
a condición de entenderla como una relación con Dios. Es
mejor, por supuesto, abstenerse de describirlo a partir de
una de sus excelencias. Es necesario considerarlas todas
juntas: aquellas a las que ya hemos aludido y todas las
demás. En ambos casos, sin elnbargo, parece evidente que
la excepcionalidad, la magnitud heroica y la sublimidad
de la persona de Cristo, consideradas moralmente, se de-
ben a esa devoción única a Dios y a esa confianza absoluta
en él, que sólo seexpresal1. diciendo que es el HiJo de Dios.
De ahí que la fe de los hombres de las diversas cultu-
ras en Jesucristo sea siempre fe en Dios. Nadie puede co-
nocer al Hijo sin reconocer al Padre. Estar relacionado
en devoción y obediencia con Jesucristo es estar relacio-
nado con aquel a quien éste apunta directamente. Como
Hijo de Dios, nos arranca de la consideración de los va-
rios valores de la vida social del hombre hacia Aquel que
es el único bueno; de los muchos poderes que los hom-
bres emplean hacia Aquel que es el único poderoso; de los
varios tiempos y edades de la historia con sus esperanzas
y temores hacia Aquel que es Señor de todos los tiempos y

31
el único que debe ser esperado y temido; desvía la aten-
ción de todo cuanto es condicionado hacia el Incondicio-
nal. No trata de dirigir nuestra atención de este mundo
hacia otro, sino que nos redime de todos los mundos,
presentes y futuros, materiales y espirituales, y nos en-
camina hacia el Creador de todos los mundos, que es el
Otro de todos los mundos.
Y, sin embargo, sólo hemos dicho la mitad del signi-
ficado de Cristo, considerado moralmente. La otra mitad
ha sido indicada más arriba, cuando hablábamos de su
amor a los hombres relacionándolo con su amor a Dios.
Por ser moralmente el Hijo de Dios en su amor, en su es-
peranza, en su obediencia y en su humildad ante Dios, es
el mediador moral del designio del Padre sobre los hom-
bres. Por amar al Padre con la perfección del eros huma-
no, ama a los hombres con la perfección del agape divino,
ya que Dios es agape. Por ser obediente a la voluntad del
Padre,.tiene autoridad sobre los hombres, y les exige obe-
diencia, no a su propia voluntad, sino a la voluntad de
Dios. Por esperar en Dios, formula promesas a los hom-
bres. Por confiar en el Dios fiel, es veraz en su propia fide-
lidad a los hombres. Por exaltar a Dios con una perfecta
humildad humana, hace humildes a los hombres ofrecién-
doles dones excelentes más allá de sus posibilidades. Por
ser quien es el Padre de Jesucristo, la filiación supone
para Cristo, no un proceso ambiguo, sino ambivalente.
Supone el doble movimiento: de los hombres hacia Dios,
de Dios hacia los hombres; del mundo hacia el Otro, del
Otro hacia el mundo; de la obra a la Gracia, de la Gracia
a la obra; de lo temporal a lo Eterno, y de lo Eterno a lo
temporal. En su filiación moral respecto de Dios, Jesu-
cristo no es un personaje intermedio, mitad Dios, mitad
hombre; es una sola persona polarizada completamente,
en cuanto hombre, en torno a Dios, y totalmente orienta-
da, en su unidad con el Padre, hacia los hombres. Es me-
diador, no estado intermedio. No es un centro de donde
irradien el amor a Dios y a los hombres, la obediencia a
Dios - al César, la confianza en Dios y en la naturaleza, la
esperanza en la acción divina y en la acción humana. Es

32
más bien como el punto focal donde se operan simultá-
neamente movimientos de Di.os hacia el hombre y del
hombre hacia Dios; dichos movimientos son cualitativa-
mente tan diferentes como el agape y el eros, la autoridad
y la obediencia, la humillación y la glorificación, la fideli-
dad y la confianza.
Para dar una visión adecuada de Jesucristo deben con-
siderarse otras actitudes además de la actitud moral. N.o
obstante, como indica la historia de la Iglesia y de sus
teologías, todas estas actitudes se resumen en una sola
cosa. El poder y el atractivo que Jesucristo ejerce sobre
los hombres nunca provienen de él solo, sin.o de él como
Hijo del Padre. Provienen de él según su filiación en un
doble sentido, como hombre que vive para Dios y como
Dios que vive entre los hombres. La fe en él y la lealtad
a su causa comprometen a los hombres en el doble movi-
miento, del mundo hacia Dios y de Dios hacia el mundo.
Aun cuando las teologías no hagan justicia a este he-
cho, los cristianos que viven con Cristo en sus culturas
son conscientes de él, porque s.on continuamente llama-
dos a abandonar todas las cosas por causa de Dios, y con-
tinuamente enviados de nuevo al mundo para enseñar y
practicar las cosas que les han sido prescritas.

3. Hacia la definición de la cultura

Tras esta definición inadecuada del significado de Cris-


to, abordamos ah.ora la tarea de definir, también inade-
cuadamente, el significado de la cultura. ¿ Qué entendemos
normalmente con esta palabra, cuando decimos que la
Iglesia cristiana forcejea sin cesar con el problema de
Cristo y la cultura?
Una definición del vocablo cultura hecha por el teólo-
go debe ser, en este caso, una definición de un laic.o, ya
que él, en cuanto teólogo, no puede presumir de compe-
tencia en problemas suscitados por los antropólogos pro-
fesionales; dicha definición debe ser, pues, al menos ini-
cialmente, una definición del fenómeno sin interpreta .ó

CC 21 . 3
teológica, porque precisamente esta interpretación teoló-
gica es el punto debatido entre los cristianos. Para algunos
de ellos, la cultura está esencialmente enajenada de Dios,
en el sentido de que es meramente secular, ya que no
tiene ninguna relación, positiva o negativa, con el Dios de
Jesucristo; para otros, está enajenada de Dios en un sen-
tido negativo, considerándola anti-Dios o idólatra; para
otro sector, parece sólidamente basada en un conocimien-
to natural, racional, de Dios o de su Ley. El desinterés
cristiano prohíbe la adopción, al menos en principio, de
cualquiera de esas evaluaciones.
La cultura que aquí nos ocupa no puede ser simple-
mente la cultura de una sociedad particular, como la
greco-romana, la medieval, o la moderna cultura occiden-
tal. Algunos teólogos, como también algunos antropólo-
gos, creen efectivamente que la fe cristiana está integral-
mente relacionada con la cultura" occidental, y utilizan
esta expresión para designar una sociedad histórica con-
tinua que tuvo su comienzo en un tiempo no posterior al
siglo 1 de nuestra era, o una serie de civilizaciones dis-
tintas y afiliadas, como en el esquema de Toynbee. Ernst
Troeltsch, por ejemplo, cree que el cristianismo y la cul-
tura occidental están tan inextricablemente entretejidos,
que un cristiano puede decir muy poco sobre su fe a miem-
bros de otras civilizaciones, y éstos a su vez no pueden
encontrar a Cristo sino como elemento integrante de la
civilización occidental 30 . Troeltsch mismo, sin embargo,
es sumamente consciente de la tensión que media entre
Cristo y la cultura occidental, de suerte que, incluso para
el occidental, Jesucristo es algo más que un elemento de
su sociedad cultural. Además, los cristianos orientales y
aquellos que anhelan la aparición de una nueva civiliza-
ción, se ocupan no sólo del Cristo occidental, sino tam-
bién del Cristo que debe ser distinguido de la fe occiden-
tal en él, un Cristo que interesa a la vida de otras cultu-

30. TROLTSCH Ernst, Christian Thought, 1923, especialmente


pp. 21-35; cf. también su Die Absolutheit des ChristentUlm, 1929
(tercera edición) y Gesammelte Schriften, vol JI, 1913, pp 779 ss.

34
:-a . De ahí que la cultura que nos ocupa no es un fenó-
1:::eno particular, sino general, aunque lo general se con-
e e necesariamente en formas particulares, y aunque un
. tiano en Occidente no pueda abordar este problema
amo no sea en términos occidentales.
Tampoco podemos definir la cultura adecuadamente, si
n os atenemos tan sólo a una fase particular de la organi-
zación y de los logros sociales humanos. Así ocurre cuan-
do el problema se plantea como relación de Cristo con
la ciencia y la filosofía, o de la revelación con la razón, o
tam bién como relación de Cristo con la organización polí-
tica, o de la Iglesia con el Estado. También se cae en este
defecto cuando, con Jakob Burkhardt, se considera la
«cultura» como algo separado de la Iglesia y del Estado.
El autor considera estos tres poderes: religión, Estado y
cultura, como «supremamente heterogéneos entre sí». La
cultura, tal como la entiende dicho autor, se distingue
de los otros dos poderes por su carácter no autoritario.
La cultura es «la suma total de cuanto ha brotado espon-
táneamente del progreso de la vida material, y es tam-
bién como una expresión de la vida espiritual y normal,
expresión que se traduce en todo el aparato social, las
tecnologías, las artes, la literatura y las ciencias. Es el
reino de lo variable, de lo libre, de lo que no es necesaria-
mente universal, de todo cuanto carece de la pretensión
de ser una autoridad obligatoria» 31. La punta de lanza de
semejante cultura es la expresión, dice él; las expresiones
primordiales de su espíritu se encuentran en las artes. In-
dudablemente la relación de Cristo con estos elementos
de la civilización plantea problemas especiales: las fron-
teras entre los susodichos elementos de la civilización y
los que relevan de la sociedad política o religiosa, no son
ciertamente muy claras, y tampoco están el autoritarismo
y la libertad distribuidos como Burkhardt parece creer.
Es particularmente arbitrario y confuso el intento de de-
finir la cultura como una realidad excluida" de la religión,
y la religión como una realidad que enfeuda a Cristo, ya

31. Force and Freedom, 1943, p. 107; cf. 140 ss.

35
que los problemas que nos ocupan son sumamente difíci-
les en la esfera de la religión, en cuyo seno debemos pre-
guntarnos sobre la relación entre Cristo y nuestras fes
sociales. También resulta excesivamente estrecha para
nuestros fines la definición de cultura como algo separado
de la civilización, entendida esta última en el sentido de
las formas más avanzadas, quizá más urbanas, técnicas e
incluso seniles, de la vida social 32.
Cuando tratamos de Cristo de la cultura, nos referi-
mos a ese proceso total de la acti idad humana, y al re-
sultado global de la misma, acti,"idad llamada actualmen-
te cultura o también ci ili~ación 33 . La cultura es «el ám-
bito artificial, secundario » que el hombre superpone al
ámbito natural. Comprende el lenguaje, los hábitos, las
ideas, creencias, costumbres, organización social, artefac-
tos heredados, procesos técnicos, y valores 34 . Esta «heren-
cia socia!», esta «realidad sui géneris», que los autores del
Nuevo Testamento tuvieron con frecuencia in mente cuan-
do hablaban de «el mundo», y que reviste formas muy
variadas, y a la que los cristianos, al igual que los de-
más hombres, están sujetos inevitablemente, dicha reali-
dad, decimos, es lo que entendemos nosotros cuando ha-
blamos de cultur a.
Aunque no podamos aventurar una definición de la
«esencia» de la cultura, sí podemos describir algunas de
sus principales características. En primer lugar, que está
inextricablemente vinculada a la vida del hombre en la
sociedad: es siempre social. «El hecho esencial de la cultu-
ra, tal como la vivimos y experimentamos, y tal como po-.
demos observarla científicamente -escribe Malinowski-,
es la organización de los seres humanos en grupos per-

32. MALINOWSKI Bronislaw, artículo «Culture» en EncyclO'pe-


dia of Social Sciences, vol. IV, pp. 621 ss; DAWSON Christopher,
Religion and Culture, 1947, p. 47. SPENGLER Oswald, La Decadencia
de Occidente, 1926, vol. 1, pp. 31 5,351 ss.
33. Cf. ROBINSON, James Harvey, art. «Civilization», EncyclO'pe-
dia Britannica, 14a. ed., vol. V, p. 735; BRINKMANN, Cad, arto «Civi-
lization », Encycloped'ia O'f SO'cial S'ciences, voL IlI, pp. 525 y ss.
34. MALINOWSKI, lO'c. cit.

36
manentes» 35. Sea éste o no el hecho esencial, constitu -e
ciertamente una parte esencial del mismo. Los individuos
pueden usar la cultura a su propia manera; pueden cam-
biar ciertos elementos en su cultura; pero lo que emplean
y cambian es social 36. La cultura es la herencia social que
reciben y transmiten. Todo lo que sea puran1ente priva-
do, de suerte que ni se derive ni entre en la vida social,
no forma parte de la cultura. y a la inversa, la vida so-
cial es siempre cultural. La antropología, según parece,
ha destruido completamente la idea romántica de una so-
ciedad puramente natural, carente de hábitos, de formas
de organización social, etc., muy distintas y que son resul-
tado de diferentes ,adquisiciones. La cultura y la existen-
cia social van juntas.
La cultura, en segundo lugar, es un logro humano. La
distinguimos de la naturaleza por la finalidad y el esfuer-
zo humanos inherentes a ella (la cultura). Un río es natu-
raleza, un canal es cultura; un tosco pedazo de cuarzo es
naturaleza, una punta de lanza es cultura; un gruñido
es natural, una palabra es cultural. La cultura es la obra
de las mentes y las manos de los hombres. Es esa porción
de la herencia del hombre en cualquier lugar y tiempo
que nos ha sido legada intencional y laboriosamente por
otros hombres, y no lo que nos ha llegado por mediación
de seres no humanos o por vía de seres humanos en cuan-
to éstos han obrado sin ninguna intencionalidad o sin
ningún control del proceso humano. De ahí que la cultura
incluya el habla, la educación, la tradición, et mito, la
ciencia, el arte, la filosofía, el sistema de gobierno, la ley,
los ritos, las creencias, los inventos y tecnologías. Una de
las características de la cultura es que constituye el resul-
tado de logros humanos pasados, pero otra característica
es que nadie puede poseerla sin esfuerzo y logro por su
parte. Los dones de la naturaleza se reciben y se comuni-
can sin intencionalidad o esfuerzo consciente humanos,
35. MALINOWSKI, A Scientific Theory O'f Culture and Other Es-
says, 1934, p. 43.
36. Sobre el individuo y la sociedad en relación con la cultu-
ra, véase BENEDICT Ruth, Patterns O'f Culture, 1934, caps. VII y VIII.

37
pero los dones culturales no pueden ser poseídos sin es-
fuerzo por parte de quien los recibe. El lenguaje debe ser
laboriosamente adquirido; el gobierno no puede ser man-
tenido sin un esfuerzo constante; el método científico
debe ser verificado y forjado de nuevo por cada genera-
ción. Incluso los resultados materiales de la actividad
cultural son inútiles, si no van acompañados de un pro-
ceso de aprendizaje que nos capacite para emplearlos de
acuerdo con la finalidad que les es inherente. Tanto si
queremos interpretar los signos de culturas antiguas como
si deseamos resolver problemas de la civilización contem-
poránea, un rasgo esencial atraerá siempre nuestra aten-
ción, a saber, que estamos tratando con lo que el hombre
ha forjado intencionalmente y con lo que puede o debe
hacer. El mundo, en cuanto forjado por el hombre y des-
tinado para el hombre, es el mundo de la cultura.
Estos logros humanos, en tercer lugar, están todos des-
tinados a uno o varios fines; el mundo de la cultura es un
mundo de valores. Que debamos o no preguntarnos acer-
ca de los valores de la naturaleza o emitir juicios de valor
sobre los sucesos naturales, es una cuestión perfectamente
discutible. Pero, tocante a los fenómenos culturales, no
cabe ninguna clase de duda. Debemos asumir lo que los
hombres han hecho y hacen, porque implican una inten-
ción, la de ofrecer y legar un bien 37. El quehacer humano
no puede ser descrito sin referencia a los fines que tienen
in mente sus autores o quienes se aprovechan de éL El
arte primitivo nos concierne porque traduce el interés hu-
mano por la forma, el ritmo y el color, en los significados
y en los símbolos, y porque estas cosas nos incumben a
nosotros. Se estudia la cerámica para que nos revele lo
que pretendían los hombres antiguos y los métodos que
idearon para conseguir sus fines. Juzgamos la ciencia y la
filosofía, la tecnología y la educación, en el pasado o en el
presente, siempre con referencia a los valores que ellos
37. Por esto, MALINOWSKI establece como concepto central de
su teoría de la cultura la idea de «un sistema organizado de acti-
vidades con miras 0, un fin». A Scientific Theory of Cultwre, capí-
tulos V y VI.

38
les prestaron y a los valDres que nos atraen a no o ro .
Es verdad que los fines de los logros humanos pued n ,- -
riar; lo que se fabricó antaño con fines utilitarios, puede
conservarse hoy por mera satisfacción estética o por ar-
monía social. No obstante, la relación de los diversos Ya-
lores es ineludible tan pronto como abordamos el proble-
ma de la cultura.
Además, los valores con que se relacionan estos logros
humanos son predominantemente valores relativos al bien
con destino al hombre. Los filósofos en las sociedades cul-
turales pueden discutir si los fines que ha de perseguir la
cultura deben ser ideales o naturales, si deben ser medi-
das de valor aplicadas a una visión espiritual de las co-
sas, o si deben ser bienes naturales, es decir, fines que in-
teresen al hombre como ser biológico. En ambos casos,
sin embargo, parece coincidir en que el hombre debe ser-
vir a su propio bien, que él 'es la medida de todas las co-
sas 38 . Al definir los fines que sus actividades tienen que
realizar en la cultura, el hombre se considera previamente
a sí mismo como valor principal y fuente de todos los de-
más valores. Lo que es bueno es bueno para él. En la cul-
tura, parece evidente que los animales deben ser domesti-
cados o aniquilados según sirvan o no al bien del hombre;
que Dios o los dioses deben ser adorados, si es necesario
o deseable para mantener e impulsar la vida humana; que
las ideas y los ideales deben ser servidos, en la medida
en que favorezcan la autorrealización humana. Aunque la
búsqueda del bien para el hombre sea la medida domi-
nante en lCj obra de la cultura, no es evidente que seme-
jante antropocentrismo sea de signo excesivo. No sólo es
concebible que los hombres hayan de trabajar y producir
para el bien de otro ser diferente, sino que parece verdad
que realmente, en sus culturas, procuran con frecuencia
servir causas que trascienden la existencia humana. Des-

38 Ethics, de Nikolai HARTMANN, 1932, que desde cierto pun-


to de vista es una gran filosofía de la cultura, .ofrece al mismo
tiempo un sólido argumento a favor del valor transcendente, ob-
jetivo, de los valores y una defensa de la primacía del valor
humano.

39
de las sociedades totémicas a las modernas, los hombres
se identifican con órdenes del ser que rebasan el ámbito
humano. Se consideran como representantes de la vida,
de suerte que la organización social y las leyes, lo mismo
que el arte y la religión, traslucen cierto respeto por la
vida de los seres no humanos . Se definen como represen-
tantes del orden de los seres racionales, y procuran reali-
zar lo que es bueno para la razón. También sirven a los
dioses. Y, no obstante, la tendencia pragmática a realizar
todas estas cosas por el bien de los hombres parece irre-
batible. Advirtamos, sin embargo, que ninguna cultura es
realmente humanística en la acepción amplia de la pala-
bra, ya que sólo existen culturas particulares y, en el seno
de cada una de ellas, una sociedad particular o una clase I

particular dentro de la misma que tiende a considerarse


como la fuente y el centro de los valores, que persigue lo
que es bueno para ella, si bien justificando ese esfuerzo
mediante la autoatribución de un estado especial de re-
presentación de algo universal.
Así pues, la cultura en todas sus formas y variedades
se ocupa de la realización temporal y material de valores.
Esto no significa que los bienes que el esfuerzo humano
persigue sean necesariamente temporales o materiales, si
bien la preocupación por estos últimos es parte integrante
de todo el acervo cultural. Considerar la cultura como
materialística, en"o'el sentido de que cuanto los hombres se
esfuerzan por conseguir es siempre la satisfacción de sus
necesidades como seres físicos y temporales, es algo com-
pletamente falsO.. Incluso las interpretaciones económicas
de la cultura reconocen que, por encima de los bienes ma-
teriales -a saber, los valores relativos a la existencia fí-
sica del hombre, la comida, la bebida, el vestido, la pro-
genie y el orden económico-, los hombres persiguen en
la cultura la consecución de valores menos tangibles. No
obstante, también los bienes inmateriales deben ser reali-
zados en forma temporal y material; un bien para el hom-
bre, como es la mente y la persona, precisa de «una mo-
rada local y un nombre». El prestigio y la gloria por una
parte, la belleza, la verdad y la bondad por otra -para

40
usar los símbolos insatisfactorios de la teoría de lo Ya-
lores espirituales-, se ofrecen al sentimiento, a la imagi-
nación o a la visión intelectual; el esfuerzo humano lucha
por incorporar en form as concretas, tangibles, visibles
audibles, 10 que ha sido discernido imaginativamente. La
armonía y la proporción, la forn1a, el orden y el ritmo, los
significados y las ideas que los hombres intuyen y descu-
bren al confrontarse con la naturaleza, los acontecimien-
tos sociales y el mundo de los sueños, todas estas cosas
debe el hombre pintar laboriosamente en la pared o en
el lienzo, imprimir en el papel como sistemas de filosofía
y ciencia, labrar en piedra o esculpir en bronce, cantar
en baladas, odas o sinfonías. Las visiones del orden y la
justicia, las esperanzas de gloria, deben concretarse, tras
ímprobos esfuerzos, en leyes escritas, ritos dramáticos,
sistemas de gobierno, imperios, vidas ascéticas . ..
Puesto que todas estas actualizaciones de la voluntad
humana se plasman en un material pasajero y perecedero,
la actividad cultural s'e ocupa casi tanto de la conservación
de los valores como de su realización. Gran parte de la
energía que los hombres de todos los tiempos gastan en
sus sociedades, se destina a la complicada tarea de con-
servar lo que se ha heredado y hecho. Sus casas, sus es-
cuelas y templos, sus carreteras y máquinas, están en
constante necesidad de reparación. El desierto y la jun-
gla amenazan toda hectárea cultivada. Los peligros de de-
terioro que acechan a los logros menos materiales del
pasado son, si cabe, mayores. Los sistemas de le'yes y liber-
tades, los métodos de pensamiento, las instituciones do-
centes y religiosas, las técnicas del arte, del lenguaje y de
la moral misma, no se conservan con la simple reparación
incesante de los muros y documentos que son sus símbo-
los. Deben ser escritas de nuevo, generación tras genera-
ción, «en las tablas del corazón». Si una generación, una
sola, arrincona completamente la educación y el aprendi-
zaje, todo el inmenso edificio de los logros pasados se
vendrá abajo. La cultura es una tradición social que sólo
se conserva mediante una lucha dolorosa no tanto contra
las fuerzas naturales no humanas, como contr a los pode-

1
res revolucionarios y críticos en la vida y la razón huma-
nas 39. Sean cuales sean las costun1bres o ingenios puestos
en tela de juicio, la cultura no puede mantenerse si los
hombres no dedican gran parte de sus esfuerzos a la tarea
de conservarla.
Aludamos, finalmente, al pluralismO' característico de
toda cultura. Los valores que una cultura procura r'eali-
zar en cualquier tiempo o lugar son abundantes. No hay
sociedad que pueda ni siquiera intentar todas sus múlti-
ples posibilidades; la sociedad es sumamente compleja,
integrada por varias instituciones que persiguen muchas
metas e intereses entrelazados 40 . Los valores son muchos,
en parte porque muchos son también los hombres. La
cultura se ocupa de lo que es bueno para el hombre y para
la mujer, para el niño y para el adulto, para los gober-
nantes y para los gobernados; de lo que es bueno para
los hombres con vocación y en grupos especiales, según
las nociones habituales que se poseen del bien. Además,
todos los individuos tienen sus pretensiones e intereses
especiales; y cada uno, en su individualidad, es un ser
complejo con deseos de cuerpo y mente, con motivos
egoístas y altruistas, con relaciones con otros hombres, se-
res naturales y seres sobrenaturales. Aun cuando tenga-
mos por válidas ciertas interpretaciones económicas y bio-
lógicas de la cultura, todo cuanto puede pretenderse es
que los valores económicos y biológicos son fundamenta-
les, a condición de admitir la vasta superestructura de
otros intereses 41. Pero en la cultura, tal como nosotros la
encontramos 'y vivimos, no se percibe ni siquiera la uni-

39. Henri BERGSON, Les deux sources de la Morale et de la Ré-


ligion, 1935, ofrece una interpretación iluminadora y persuasiva
del papel del conservadurismo en la cultura. Cf. los capítulos 1
y n. Cf. también LECOMTE DU Nüoy, Le Destin humain, 1947, capí-
tulos IX y X.
40. Cf. BENEDICT Ruth, Patterns of Culture, 1934, capítulo II;
MALINOWSKI B., A Scientific Theory, etc., caps. X y XI.
41. Cf., por ejemplo, la afirmación de Friedrich Engels sobre
la independencia relativa de la superestructura en su carta de
21 de septiembre de 1890 a Joseph Bloch. AnORATSKY V., Karl Marx,
SelectedWorks, vol. 1, p. 381.

42
dad que estas interpretaciones pretenden. Los valores que
buscamos en nuestras sociedades y hallamos represen ta-
dos en su comportamiento institucional son varios, dispa-
res, y con frecuencia incomparables, de suerte que estas
sociedades siempre están empeñadas en un esfuerzo más
o menos laborioso por mantener unidos, en conflicto tole-
rable, los muchos esfuerzos de muchos hombres en mu-
chos grupos por conseguir y conservar muchos bienes.
Las culturas intentan siempre combinar la paz con la pros-
peridad, la justicia con el orden, la libertad con el bienes-
tar, la verdad con la belleza, la verdad científica con el
bien moral, el adelanto técnico con la sabiduría práctica,
la santidad con la vida, y todas estas cosas con las de-
más. Entre los muchos valores, cabe incluir el reino de
Dios, y mucho cuesta considerarlo como la única perla de
gran precio. J.esucristo y Dios Padre, el evangelio, la Igle-
sia y la vida eterna pueden encontr ar su lugar en el com-
plejo cultural, pero sólo como elementos barajados con
otros muchos.
Éstas son algunas de las características evidentes de
esa cultura que hace valer sus exigencias sobre todo cris-
tiano, y bajo cuya autoridad t ambién vive cuando vive
bajo la autoridad de Jesucristo. Aunque planteemos a ve-
ces el problema humano fund amental como problema de
la gracia y de la naturaleza, de h echo , no conocemos, en
la existencia humana, ninguna n aturaleza virgen de cul-
tura. En todo caso no podemos evadirnos de la cultura
con mayor facilidad que de la n aturaleza, pues «el hom-
bre de la naturaleza, el Naturmensch, no existe» 42 , y «na-
die mira jamás el mundo con ojos prístinos» 43 .

4. Las respuestas típicas

Dada la complejidad de estas dos realidades -Cristo


y la cultura-, un diálogo infinito se abre en la conciencia

42. MALINOWSKI en Encyclopaedia 01 Social Sciences, vol. IV,


página 621.
43. Ruth BENEDICT, op. cit., p. 2.

43
y en la comunidad cristianas. En su dirección única hacia
Dios, Cristo aparta a los hombres de la temporalidad y el
pluralismo de la cultura. En su preocupación por la con-
servación de los muchos valores del pasado, la cultura
rechaza al Cristo que ordena a los hombres confiar sólo
en la gracia. Pero el Hijo de Dios también es hijo de una
cultura religiosa, y envía a sus discípulos para que cuiden
de sus corderos y ovejas, que no pueden ser guardados
sin la cultura. El diálogo procede por negaciones y afir-
maciones, reconstrucciones, compromisos y nuevas nega-
ciones. Ni el individuo ni la Iglesia pueden detener la in-
terminable búsqueda de una respuesta que suscita siem-
pre una nueva contrarréplica.
Sin embargo, es posible discernir un cierto orden en el
seno de esta multiplicidad; frenar el diálogo, por así de-
cir, en lo que mira a determinados puntos; y definir típi-
cas respuestas parciales que con tanta frecuencia reapa-
recen en eras y sociedades diferentes, que parecen ser me-
nos el producto del condicionamiento histórico que el pro-
ducto de la naturaleza del problema mismo y de los signi-
ficados de sus términos. De esta forma, es posible seguir
con mayor o menor facilidad el curso del importante de-
bate sobre Cristo y la cultura, y recoger algunos frutos
del mismo. En los capítulos siguientes, expondremos e
ilustraremos esas respuestas típicas refiriéndonos a cris-
tianos tales como Juan y Pablo, Tertuliano y Agustín, To-
más de Aquino y Lutero, Ritschl y Tolstoi. Ofrecemos de
momento una d~scripción sumaria de dichas respuestas
a modo de índice de lo que expondremos después. Distin-
guimos cinco clases de respuestas, tres de ellas íntima-
mente relacionadas entre sí por pertenecer a un tipo me-
dio que establece una distinción y afirma en su consisten-
cia tanto a Cristo como la cultura. Si recorremos toda la
gama de las respuestas registradas, descubriremos asimis-
mo extraños parecidos de familia.
La primer a clase de r espuestas subrayan la oposición
entre Cristo y la cultura. Sean cuales fueren las costum-
bres de la sociedad en que vive el cristiano y las conquis-
tas humanas que conserva constituyen su patrimonio,

44
Cristo es considerado como opuesto a ellas, a itud ' -ta
que pone a los hombres ante el dilema de optar «por una
cosa u otra». En el primer período de la historia eclesiás-
tica, el rechazo judío de Jesús, defendido por Klausner,
tuvo su contrapartida en el antagonismo cristiano respec-
to de la cultura judía, mientras que la prohibición romana
de la nueva fe fue simultánea a una huida o a un ataque
contra la civilización greco-romana. En los tiempos me-
dievales, las órdenes monásticas y los movimientos secta-
rios instaban a los cristianos que vivían en lo que consi-
deraban una cultura cristiana, a abandonar «el mundo»
y a «salir de él y separarse». En el período moderno, las
respuestas de esta índole han sido inculcadas por los mi-
sioneros, que exigen a sus conversos el abandono integral
de las costumbres e instituciones de las llamadas socie-
dades «paganas», para constituir pequeños grupos de cris-
tianos retirados en la civilización occidental o «cristiani-
zada». Dichas respuestas son sostenidas talnbién por quie-
nes subrayan el antagonismo de la fe cristiana respecto
del capitalismo y el comunismo, del industrialismo y el
nacionalismo, del catolicismo y el protestantismo.
Un segundo grupo de respuestas cree en un acuerdo
fundamental entre Cristo y la cultura. Nos dicen que Je-
sús es como el gran héroe de la historia cultural huma-
na; su vida y sus enseñanzas son consideradas como el
mayor logro humano; en Cristo, añaden, las aspiraciones
de los hombres hacia sus valores llegan a su punto culmi-
nante; Cristo avala los valores supremos del pasado y guía
el proceso' de la civilización hacia su propia meta. Ade-
más, Cristo es parte integrante de la cultura en el sentido
de que está contenido en la herencia social que debe ser
transmitida y conservada. En nuestro tiempo, dan res-
puestas de esta índole los cristianos que observan la rela-
ción íntima entre el cristianismo y la civilización occiden-
tal, entre las enseñanzas de Jesús o las enseñanzas rela-
tivas a su persona y las instituciones democráticas; exis-
ten, sin embargo, interpretaciones ocasionales que subra-
yan el acuerdo entre Cristo y la cultura oriental, y algu-
nas interpretaciones que tienden a identificarlo con el es-
píritu de la sociedad marxista. En tiempos anteriores, las
respuestas de esta clase andaban simultáneamente mez-
cladas con las del primer tipo: «Cristo-contra-Ia'- cultura».
Otras tres respuestas típicas coinciden en el intentO' de
subrayar las grandes diferencias entre los dos principios,
y se esfuerzan por mantenerlos juntos en una cierta uni-
dad. Estas respuestas se distinguen entre sí por la forma
en que cada una intenta combinar las dos autoridades o
principios. Una de ellas, nuestro tercer tipo, comprende la
relación de Cristo con la cultura de una forma un tanto
similar a los hombres del segundo grupo: Cristo es el
cumplimiento de las aspiraciones culturales y el restaura-
dor dé'las instituciones de la verdadera sociedad. Pero hay
en él algo que no releva de la cultura ni contribuye direc-
tamente a sus fines. Cristo está en discontinuidad y en
continuidad a la vez con la vida social y su cultura. Ésta
lleva realmente a los hombres a Cristo, pero sólo de una
forma t,an preliminar que se precisa todavía un saltO'
inmensO' si los hombres quieren alcanzar le o, más exacta-
mente, la verdadera cultura no es posible a menos que,
por encima de toda conquista y búsqueda humanas de va-
lores y por encima de toda sociedad humana, Cristo entre
en la vida desde arriba con dones que la aspiración huma-
no no ha vislumbrado y que el esfuerzo humano no puede
alcanzar como no relacione a los hombres con una socie-
dad sobrenatural y con un nuevo centro de valores. Cristo
es, realmente, un Cristo de la cultura, pero es también un
Cristo por encima de la cultura. Este tipo sintétIco tiene
su mayor repre'sentante en Tomás de Aquino y sus segui-
dores, pero también los tiene tanto en los tiempos anti-
guos como en los modernos.
La cuarta clase pertenece también al grupo de respues-
tas intermedias. Este grupo admite la dualidad y la auto-
ridad ineludible tanto de Cristo como de la cultura, pero
reconoce también la existencia de una oposición entre
ellas. Para quienes adoptan este punto de vista es eviden-
te que los cristianos están sometidos, a lo largo de toda
su vida, a la tensión implicada en la obediencia a dos auto-
ridades que no concuerdan entre sí, pero que deben ser

46
obedecidas. Rehúsan acomodar laos pretensiones de Cristo
a las pretensiones de la sociedad secular, como hacen, a
su juicio, los hombres de los grupos segundo y tercero.
Son, pues, como los creyentes de «Cristo-contra-la-cultu-
ra», pero difieren de ellos por la convicción de que la
obediencia a Dios requiere la obediencia a las institucio-
nes de la sociedad y la lealtad a sus miembros del mismo
modo que requiere la obediencia a Cristo que se sienta
en el trono de juicio que decide sobre esa sociedad. De
ahí que se considere al hombre como sometido a dos mo-
rales, y como ciudadano de dos mundos que no solamente
son discontinuos, sino también muy opuestos. En la pola-
ridad y tensión entre Cristo y la cultura, la vida debe vi-
virse precaria y pecaminosamente en la esperanza de una
justificación que hunde sus raíces más allá de la: historia.
Podemos considerar a Lutero como el mayor representan-
te de este tipo, pero muchos cristianos que no son lutera-
nos se sienten impulsados a dar esta misma clase de res-
puesta.
Finalmente, como tipo quinto en la serie general y
como tipo tercero de las respuestas intermedias, está la
solución conversionista. Aquellos que la brindan juzgan,
con los miembros de los grupos primero y cuarto, que la
naturaleza humana está caída y pervertida, y que esta
perversión no sólo se trasluce en la cultura, sino que se
transmite por ella. De ahí la necesidad, según ellos, de
admitir como cierta la oposición entre Cristo y todas las
instituciones y costumbres humanas. La antítesis no lleva
sin embargo '" ni a una separación cristiana del mundo,
como en el primer grupo, ni a un mero ir soportando en
la: expectación de una salvación transhistórica, como en el
caso del cuarto grupo. Cristo es considerado como quien
convierte al hombre en el seno de su cultura y de su so-
ciedad, no al margen de las mismas, pues no hay natura-
leza sin cultura, ni conversión humana desde el yo y los
ídolos hacia Dios, como no sea en la sociedad. Agustín pa-
rece ser el máximo representante de esta actitud, que
Juan Calvino explicita, y a la que se asocian otros muchos.
Cuando las respuestas al eterno problema se exponen

47
de esta guisa, resulta evidente la artificiosidad de su ela-
boración, al menos en parte. Un esquema o tipo de res-
puesta arranca siempre de una cierta composición, aun-
que haya surgido espontáneamente y no por virtud de un
largo estudio madurado por muchos individuos y movi-
mientos históricos. Cuando nos volvemos del esquema hi-
potético a la rica complejidad de los acontecimientos indi-
viduales, se h ace evidente que ni las personas ni los gru-
pos corresponden jamás completamente a un esquema
dado 44. Cada personaje histórico ofrece ciertas caracterís-
ticas más próximas a una clase o grupo diferente del pro-
pio, o presenta peculiaridades que parecen totalmente úni-
cas e individuales. El método de la tipología, sin embar-
go, aunque históricamente es inadecuado, ofrece la ven-
taja de concentrar nuestra atención en la continuidad y
significado de los motivos fundamentales que aparecen
y reaparecen en el largo forcejeo de los cristianos con su
eterno problema. Por esto, también puede sernas útil a
nuestra propia orientación, cristianos que en nuestro
tiempo nos esforzamos por dar una respuesta al problema
de Cristo y la cultura.

4-+. La obra de C. J. JUNG, Tipos Psicológicos, 1924, es sugesti-


\ a e ilumina dora como un ejemplo del método psicológico. Sobre
la aplicabilidad a los individuos de las descripciones de tipos, véan-
se especialmen te pp. 10 ss, 412 ss.

48
11. Cristo contra la cu1 ra

1. El nuevO' pueblO' y «el mundo»

La primera respuesta al problema del cristianismo y


la cultura que consideraremos, es la que afirma inc.ondi-
cionalmente la única autoridad de Cristo sobre eL cristia-
no y rechaza resueltamente las pretensiones de lealtad
de la cultura. Parece ser, tanto lógica como cronológica-
mente, acreedora a la primera posición: lógicamente, por-
que parece arrancar directamente del común principio
cristiano de la s.oberanía de Jesucristo; cronológicamente,
porque se nos repite incansablemente que tal es la res-
puesta típica de los primeros cristianos. Ambos argumen-
tos no están exentos de duda; pero debemos admitir que
esta respuesta fue dada en una fecha muy temprana de
la historia de la Iglesia, y que, a primera vista, parece ser
lógicamente más consistente que las otras posiciones.
Varios escritos del Nuevo Testamento traslucen algo
de esta actitud, pero ninguno de ellos la defiende o pre-
senta incondicionalmente. El primer evangelio contras-
ta la nueva ley c.on al antigua, pero contiene afirmacio-
nes muy explícitas sobre la obligación de los cristianos
de ser obedientes no sólo al código de Moisés, sino tam-
bién a lo exigido por los dirigentes de la sociedad judía 1.
El libro del Apocalipsis es radical en su rechazo de «el
mundo», pero aquí el problema se complica, dada la si-
tuación de persecución en que los cristianos se encuen-
tran. De los demás escritos, la Primera Epístola de Juan
contiene al menos una presentación ambigua de este pun-
t.o de vista.
Este librito clásico de devoción y teología ha ganado

1. Mt. 5, 21-48; 5,17-20; 23, 1-3.

cc 21 . 4 49
el favor de los cristianos por su honda comprenSlon y
hermosa presentación de la doctrina del amor. Nos da
un resumen sencillo de la teología cristiana: «Di.os es
amor», y una formulación igualmente concisa de la ética
cristiana : «Amaos los unos a los otros». Presenta perfec-
tamente conjuntados los tres temas del amor: el amor
de Dios al hombre, del hombre a Dios, y del hermano al
hermano . «En esto está el amor, no en que nosotros ha-
yamos amado a Dios, sino en que él nos am6... Amamos
porque él nos amó primero... Si alguien dice "yo amo a
Dios", pero odia a su hermano, es un mentiroso ... Nadie
ha visto jamás a Dios; si nos amamos los unos a los otros,
Di.os mora en nosotros y su amor es perfecto en noso-
tras ... El que no ama a su hermano a quien ha visto, no
puede amar a Dios, a quien no ha visto» 2. El prop6sito
central del autor, sin embargo, es tanto la soberanía de
Cristo como la idea del amor. Efectivamente, Cristo es
el acceso al reino del amor, pues «en esto se ma'nifestó el
amor de Dios hacia nosotros, en que envió a su único
Hijo al mundo para que nosotros vivamos por él»; y «en
esto conocemos el amor, en que él dio su vida p.or noso-
tros, y nosotros debemos dar nuestra vida por los herma-
nos» 3. El Cristo que hace posible el amor humano a Dios
y al prójim.o por su demostración de la grandeza del amor
de Dios al hombre, el Cristo que ama a los hombres hasta
el punto de dar su vida por ellos y que se constituye en
su abogado en los cielos, es también el Cristo qlje exige
lo que él ha hecho posible. El autor de la Primera Epísto-
la de Juan insiste en la obediencia a los mandamientos
de Jesucristo no menos que en la confianza en el amor de
Dios 4 . El evangelio y la nueva ley están aquí íntimamente
unidos 5. De ahí la doble exigencia de Dios: «Éste es su
mandamiento, que creamos en el nombre de su Hijo Jesu-
cristo y que nos amemos los unos a l.os otros, como él

2. 1 Jn. 4, 10-12, combinado con 19-20.


3. 1 Jn. 4, 9; 3, 16.
4. 1 Jn. 2, 3-11; 3, 4-10, 21-24; 4, 21; S, 2-3.
5. DODD C. H., The Joahnnine Epistles, 1946, p. xxxi.

50
nos ha amado» 6. El doble mandamiento del amor a Dio
al prójimo, que el autor conoce perfectamente 7, ha su-
frido una cierta transformación como resultado del reco-
nocimiento de que el primer movimiento del amor no es
del hombre a Dios, sino de Dios al hombre, y de que la
primera exigencia de la vida cristiana es, por lo tanto, una
fe en Dios inseparable de la aceptación de Jesucristo
como su Hijo. Es sumamente importante para la Primera
Epístola de Juan que los cristianos sean leales no sólo a
un Cristo espiritual, sino también a un Jesucristo visible
y tangible de la historia, que es el Jesús de la historia,
pero también el Hijo de Dios, unido inseparablemente al
Padre invisible en amor y justicia, en el poder de obrar
y en la autoridad de mandar 8 . Los dos temas del amor
y de la fe en Jesucristo se relacionan íntimamente con
otras ideas, como la del perdón de los pecados, el don del
Espíritu Santo y la vida eterna. Pero estos dos temas de-
finen la vida cristiana: nadie puede ser miembro de la
comunidad cristiana si no acepta a Jesús como Cristo e
Hijo de Dios y si no ama a los hermanos fiel al manda-
miento del Señor.
Esta sucinta exposición del significado positivo del
cristianismo va acompañada, sin embargo, de una nega-
ción igualmente enfática. La contrapartida de la lealtad
a Cristo y a los hermanos es el desprecio a la sociedad
cultural; se establece una clara línea de demarcación en-
tre la fraternidad de los hijos de Dios y el mundo. Salvo
en dos casos 9, la palabra «mundo» significa evidentemen-
te para el autor de esta Epístola toda la sociedad que está
fuera de la Iglesia, sociedad en la que, sin embargo, viven
los creyentes 10. El precepto dado a los cristianos dice:
«No améis al mundo ni a las cosas del mundo. Si alguien
ama al mundo, el amor del Padre no está en él» 11. Ese
6. 1 In. 3, 23.
7. 1 In. 4, 21.
8. 1 In. 1, 1-3; 2, 1-2; 2, 22-24; 3, 8b; 4, 2-3; 4, 9-10, 14-15; 5, 1-5;
cf. también DODD, op. cit. pp. xxx-xxxvi; 1-6; 55-58.
9. 1 In. 2,2; 4, 14.
10. Cf. DODD, op. cit., pp. 27, 39-45.
11. 1 In. 2, 15.

51
mundo reviste la apariencia de un reino que está bajo el
poder del mal; es la: región de las tinieblas, en la que los
ciudadanos del reino de la luz no deben entrar, región
que se caracteriza por el dominio de las mentiras, el odio,
y el homicidio: el mundo es heredero de Caín 12. Es una
sociedad secular, dominada por «la concupiscencia de la
carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de
la vida», o, según la traducción del profesor Dodd, la «so-
ciedad pagana, con su sensualidad, superficialidad y en-
greimiento, su materialismo y su egoísmo» 13. Es una cul-
tura que se ocupa de los valores temporales y pasajeros,
mientras que Cristo tiene palabras de vida eterna; es un
orden agonizante y homicida, ya que «el mundo pasa, y
pasa: su concupiscencia» 14. Agoniza no sólo porque se ocu-
pa de los bienes temporales y encierra las contradicciones
internas del odio y la mentira, sino también porque Cristo
ha venido a destruir las obras del diablo y porque la fe
en él es la victoria que vence al mundo 15. De ahí que la
lealtad del creyente se dirija enteramente al nuevo orden,
a la nueva sociedad y a su Señor.
La posición de «Cristo-contra-la-cultura» no aparece
aquí en su forma más radical. Aunque el amor al próji-
mo haya sido interpretado como amor al hermano -es
decir, al compañero en la fe-, también se da por sentado
que Jesucristo ha venido para expiar los pecados del mun-
do, a saber, los pecados de todos los hombres, tomados
n1ás o menos individualmente (éste es seguramente el pen-
samiento de la Primera Epístola). Aunque no se afirme
aquí que el cristiano venga obligado a participar en la
obra de las instituciones sociales, a mantenerlas o con-
vertirlas, tampoco se niegan de forma expresa los dere-
chos del Estado o de la propiedad como tales. Sin duda
alguna, el fin de «el mundo» parecía tan cercano al autor
que no encontró el momento oportuno pa'r a aconsejar
sobre estos puntos. Todo lo que se exigía en aquellas cir-
12. 1 Jn. S, 19; 1,6; 2,8-9, 11; 3, 11-15.
13. Op. cit., p. 42.
14. 1 Jn. 2, 17; cf. 2, 8.
15. 1 Jn. 3, 8; S, 4-5.

52
cunstancias era lealtad a Jesucristo y a la fraternidad, sin
preocuparse lo más mínimo de una cultura que conside-
raban efímera.
Expresiones similares, aUnque menos profundas, de
esta actitud se encuentran en otros escritos cristianos del
siglo II, pero fue Tertuliano quien la expuso del modo
más radical. Los libros más apreciados de aquella época,
como La Enseñanza de los Doce, El Pastor de Herimas, La
Epístola de Bernabé y la Primera Epístola de Clemente,
presentan el cristianismo como una forma de vida com-
pletamente separada de la cultura. Algunos de estos escri-
tos son más legalistas que la Primera de Juan, ya que
exponen el significado de la soberanía de Cristo casi ex-
clusivamente en términos de leyes dadas por él o halladas
en las Escrituras, y consideran la nueva vida bajo el signo
de la misericordia divina más como una recompensa que
debe ser ganada por obediencia que como un don gratuito
y una realidad presente 16. Pero, tanto si se nos dice que
es la gracia como si nos inculcan que es la ley la esencia
de la vida cristiana, en ambos casos se trata de una vida
vivida en una comunidad nueva y separada. Subyacente a
todas las afirmaciones de este tipo del siglo II, está la con-
vicción de que los cristianos constituyen un pueblo nuevo,
una tercera «raza» además de los judíos y gentiles. En
este sentido escribe Clemente: «Dios, que ve todas las co-
sas, que gobierna todos los espíritus y que es el Señor de
toda carne ... , eligió a nuestro Señor Jesucristo y a noso-
tros por medio de él para ser un pueblo peculiar» 1.1. Se'-
gún el resumen que Harnack ha hecho de las creencias
de estos primeros cristianos, estaban éstos persuadidos
de que «1) nuestro pueblo es más antiguo que el mun-
do; 2) el mundo fue creado por caUsa nuestra; 3) el mundo
persiste por nosotros, y nosotros aplazamos el juicio del
mundo; 4) todo cuanto hay en el mundo nos está someti-
do y debe servirnos; 5) todo cuanto hay en el mundo, el
comienzo, el curso y el fin de toda la historia, nos ha sido
16. ef. LIETZMANN H., Los comienzos de la Iglesia Cristiana,
1937, pp. 261-273.
17. I Clemente Ixiv, 1; cf. Epístola de Bernabé, xiii-xiv.

5
revelado y es transparente a nuestros ojos; 6) nosotros
participaremos en el juicio del mundo y disfrutaremos de
bendición eterna» 18 . Su convicción fundamental consis-
tía, sin embargo, en la creencia de que esta nueva socie-
dad, raza o pueblo había sido establecida por Jesucristo,
su legislador y rey. Como corolario de esta convicción,
creían que cuanto no pertenece a la comunidad de Cristo
está bajo el dominio del mal. Esto se plasmó en la doc-
trina de los dos caminos: «dos caminos hay, uno de la
vida y otro de la muerte, pero existe una gran diferen-
cia entre ambos» 19. El camino de la vida era el camino
cristiano, indicado por los mandamientos de la nueva ley,
los mandamientos del amor a Dios y al prójimo, la Regla
de Oro, los consejos de amar al enemigo y de no ofrecerle
resistencia; también se incluían ciertos preceptos sacados
del Antiguo Testamento. El camino de la muerte era des-
crito simplemente como el curso vicioso de la vida, de
suerte que la única alternativa era ser cristiano o ser un
hombre inicuo. En esta ética cristiana, no se admite que,
en una sociedad donde las normas evangélicas no sean
reconocidas, haya algunas normas en vigor, y que, de la
misma manera que hay virtudes y vicios en la esfera de
Cristo, también haya virtudes y vicios en la esfera de las
normas de la cultura no cristiana. Se trazó una frontera
precisa entre el pueblo nuevo y la vieja sociedad, entre
la obediencia a la ley de Cristo y la simple depravación.
Verdad es que se adn1ite de vez en cuando una cierta pre-
sencia del gobierno divino en y sobre las instituciones

18. HARNACK A., Misión y expansión del cristianismO' en los


tres primeros siglos, 1904, vol. 1 (ed. ingl., p. 302); cf. GAVIN Frank,
Church and Society in the Second Century, 1934, que traza un cua-
dro de la vida cristiana primitiva -principalmente sobre la base
de la Tradición ApO'stólica de HIPÓLITo- como dominada por el
sentido de su «cualidad social y corporativa». «Era como si el
decir que uno era "miembro" constituyera el mayor blasón del
creyente. Su cualidad más esencial era que "pertenecía"». P. 3;
cf. pp . 5, 8.
19. La Didaché o Enseñanza de los Doce Apóstoles, i, 1; cf. Epís~
tola de B ernabé, xix-xx; El Pastor de Hermas, Mand, 6, i.

54
culturales, como en el caso de la oraClon de Clemente:
«que seamos obedientes a tu nombre omnipotente y glo-
rioso, y a nuestros gobernantes aquí en la tierra», pero
añade, a renglón seguido, que «Tú, Maestro, les has dado
la soberanía, por tu poder excelente e inefable, para que
nosotros conozcamos la gloria y el honor que les diste, y
les estemos sometidos, no resistiendo en nada a tu vo-
luntad» 20.
El más explícito y, aparte de los escritores del Nuevo
Testamento, el mayor representante indiscutible del tipo
«Cristo-contra-Ia-cultura» en el cristianismo primitivo, fue
Tertuliano. Advirtamos inmediatamente que dicho autor
no encaja totalmente en nuestro patrón hipotético, sino
que en determinados aspectos se relaciona con otras fa-
milias y tipos. Es un escritor trinitario que entiende que
el Dios que se revela en Jesucristo es también el Creador
y el Espíritu; en este contexto mantiene la autoridad ab-
soluta de Jesucristo, «Cabeza y Maestro supremo de la
gracia y la disciplina [prometidas por Dios], Iluminador
y Educador de la raza humana, el Hijo propio de Dios» 2\
La lealtad de Tertuliano a Cristo puede expresarse en tér-
minos tan radicales como los siguientes: «Jesucristo nues-
tro Señor (¡que me perdone un momento por expresarme
así!), sea él quien fuere, sea quien fuere el Dios de quien
es Hijo, sea cual fuere la fe de la que es maestro, sea cual
fuere el galardón del que es prometedor, mientras vivió
en la tierra declaró qué era él, qué había s{do, cuál era
la voluntad del Padre que él estaba cumpliendo, cuál
era el deber del hombre que él estaba prescribiendo» 22.
El cristiano está referido siempre en primer lugar a Cris-
to «como el Poder de Dios yel E spíritu de Dios, como el
Verbo, la Razón, la Sabiduría y el Hijo de Dios». La con-
fesión cristiana reza así: «Decimos, y ante todos los hom-

20. 1 Clemente Ix, 4 - lxi, 1.


21. Apología, cap. xxi. Ésta y las siguientes citas son tomadas
de la traducción de las obras de Tertuliano en Ante-Nicene Fathers,
vals. III y IV.
22. La Prescripción contra los Herejes, cap. xx.
bres decimos, y desgarrados y sangrantes bajo las tortu-
ras proclamamos: Adoramos a Dios por medio de Cris-
to» 23. Con esta soberanía fundamental y central de Jesu-
cristo, Tertuliano combina una rigurosa moral de obe-
diencia a sus mandamientos, incluido el amor no sólo a
los hermanos, sino también a los enemigos, la no resis-
tencia al mal, la prohibición de la ira de la mirada las-
civa. Es el autor más puritano tocante a las exigencias de
la fe cristiana relativas a la conducta -". Sustitu e la ética
positiva y ardiente del amor propia de la Primera Epísto-
la de Juan por una moral en gran parte negativa; el cui-
dado de no pecar y la preparación emerosa para el día
futuro del juicio parecen m ás im ortantes que la acepta-
ción agradecida de la gracia de Dios en el don de su Hijo.
La negativa de Tertuliano a las ~ re ensiones de la cul-
tura es evidentemente rotunda. E onflict o del creyente
no es con la n at ur aleza, sino co a tura, pues es sobre
todo en ésta última donde hun e s r aíces el pecado.
Tertuliano se aproxima mucho a a esis de que el pecado
original se t ransmite a trayé de a so iedad, y de que si
no fuera por las costumbres \i c' o as que rodean al niño
desde su n acimiento . por su edu a . ón artificial, su alma
perma'n ecería buena. El uni 'er o y el alma son natural-
mente buenos , pues Dios es su a edor ero «no sólo de-
bemos considerar p or quién fueron hechas todas las co-
sas, sino también por quién han s "do pen'ert idas», y que
«media una gran diferencia entre el e tado corrompido y
el estado de pureza prístina » -. E n q é medida coinciden
la corrupción y la civilización en el pensamiento de Ter-
tuliano, queda en parte indicado en la reflexión de que
Cristo vino no para llevar a «1os bá rbaros salvajes ... a

23. ' Apología, xxiii, xx.


24. Apología, xxxix, xlv; De Spectaculis; De Corona; Sobre el
Arrepentimiento.
25. La cita está tomada del De Spectaculis, ii. Para la doctrina
de la bondad natural del alma, véase Apología., xvii; El Testimo-
nio del Alma, y Tratado sobre el Alma, cuyo capítulo XXXIX ha-
bla de la corrupción del alma por las costumbres; sin embar-
go, cf. cap. xli.

56
una civilización ... ; sino que vino con el objeto de ilumi-
nar a los hombres ya civilizados, sujetos a las ilusiones de
su misma cultura, para que alcancen el conocimiento de
la verdad» 26.'
Su tesis es más evidente cuando advertimos cuáles son
los vicios que condena y cuál es la mundanidad que el
cristiano está obligado a evitar. La cosa más viciosa, na-
turalmente, es la religión social, pagana, con su politeís-
mo e idolatría, sus creencias y ritos, su sensualidad y su
comercialización 27. Semejante religión está estrechamente
vinculada con tóda's las demás actividades e institucio-
nes de la sociedad, de modo que el cristiano está en cons-
tante peligro de comprometer su lealtad al Señor. Tertu-
liano, a decir verdad, rechaza la acusación de que los cre-
yentes sean «inútiles en los asuntos de la vida», ya que,
según él, «nosotros peregrinamos con vosotros en el mun-
do, no abjurando ni del foro, ni del mercado de carnes,
ni del baño, ni de la casa, ni de la posada, ni del mercado
semanal, ni de ningún lugar de comercio». Incluso aña-
de: «Navegamos con vosotros y luchamos con vosotros, y
aramos la tierra con vosotros; y de igual manera nos uni-
mos con vosotros en vuestros tráficos; incluso en las di-
versas artes hacemos propiedad pública de vuestras obras
para vuestro beneficio» 28. Estas palabras responden, sin
embargo, a una necesidad apologética. Cuando se dirige
a los creyentes, les aconseja el abandono de las muchas
reuniones y ocupaciones, no sólo porque están corrompi-
das a causa de su relación con la fe pagana, sino porque
comportan un modo de vida contrario al espíritu y a la
ley de Cristo.
Se soslaya así la vida política. «Como hombres para
los que no cuenta el deseo de buscar el honor y la glo-
ria -escribe Tertuliano a guisa de defensa-, no tenemos
aliciente que nos urja a tomar parte en vuestras reunio-
nes públicas; y nada nos es más ajeno que los asuntos del

26. Apología, xxi.


27. Sobre la Idolatría; Apología, x-xv.
28. Apología, xlu.

57
Estado» 29. Hay una contradicción interna entre el ejerci-
cio del poder político y la fe cristiana. Es necesario evitar
el servicio militar porque supone una participación en los
ritos religiosos paganos y un acto de juramento al César,
pero, sobre todo, porque viola la ley de Cristo que, «al
desarmar a Pedro, desarmó a todo soldado». «¿ Cómo va
a tomar parte en una b atalla el hijo de la paz, cuan do ni
tan sólo le conviene jurar ante la le ¡?» 30 . El comercio no
es susceptible de una prohibición tan rigurosa, y h asta
puede ser justo; a duras pena puede, sin embargo, ser
«apto para un siervo de Dios », pues aparte de la codicia,
que es una especie de idolatría, no ha ningún motivo
real que avale el deseo de adquirir :n .
Cuando Tertuliano trata de la filosofía y de las artes
es, si cabe, más drástico aún en sus prohibiciones que en
el caso del oficio de soldado. _-o siente simpatía alguna
por los esfuerzos de algunos cri tianos de su tiempo enca-
minados a descubrir conexiones po itiyas entre su fe y
las ideas de los filóso fos griegos . «Fuera -dice- todos
los intentos de confeccionar un cristianismo aderezado
con elementos procedentes del estoicismo, del platonismo
y de la dialéctica. No quer em os disputas alambicadas, por-
que tenemos a Jesucristo . .. Poseyendo nuestra fe, no de-
seamos ninguna otra creen cia» 33 . En el dainwn de Sócra-
tes identifica a un demonio malo; los discípulos de Grecia
no tienen nada en común con «1os discípulos del cielo»;
corrompen la verdad, buscan su propia fama, son meros
charlatanes más que cumplidores de lo que predican. Ter-
tuliano se ve constreñido a admitir la existencia de algu-
nas verdades en estos pensadores no cristianos, pero la
atribuye a un plagio de la doctrina de las Escrituras . La
mancha de la corrupción impregna también las artes . Es

29. Ibid., xxxviii. En otra par te, cap. xxi, Tertuliano observa
que «los césar es t ambién deb erían haber creído en Cristo, si no
hubieran sido necesarios par a el m undo, o si los cristianos hubie-
ran sido césares».
30. Sobre la Idolatría, xix; De Corona, xi.
31. Sobre la Idolatría, xi.
32. Prescripción contra los Herejes, vii; Apología, xlvi.

58
verdad que la erudición literaria no puede evitarse total-
talmente; por lo tanto, «está permitido a los creyentes
aprender literatura»; pero no enseñarla, pues es imposi-
ble ser un profesor de literatura sin recomendar y afir-
mar «las alabanzas a los ídolos contenidas en la mis-
ma» 33. Tocante a los espectáculos, no sólo los juegos con
su vanidad y brutalidad, sino también la tragedia e inclu-
so la música son siervas de pecados. Tertuliano parece
deleitarse en su visión del juicio final, cuando los ilustres
monarcas que habrán sido deificados en la tierra, los hom-
bres sabios del mundo, los filósofos, poetas y dramatur-
gos, junto con los actores y luchadores, gemirán en las
tinieblas más horrendas o se agitarán en olas de fuego,
mientras el hijo del carpintero que ellos despreciaron será
exaltado en la gloria 34.
El gran teólogo norteafricano parece ser, pues, el re-
presentante de la posición «Cristo-contra-la-cultura». No
obstante, sus palabras son más radicales y tajantes que
lo que él fue realmente 35. Como tendremos ocasión de ob-
servar, Tertuliano no pudo evitar, ni para sí ni para la
Iglesia, el apoyarse y participar en la cultura, aun cuando
fuera pagana. No obstante, su figura perdura aún como
uno de los ejemplos más claros del movimiento anticul-
tural de toda la historia de la Iglesia.

2. La repudiación tolstoiana de la cultura

No es nuestro propósito exponer aquí cómo semejante


posición nacida en el cristianismo primitivo se desarrolló
en el movimiento monástico, con su abandono de las ins-
tituciones y sociedades de la civilización, de la familia y

33. Sobre la Idolatría, x.


34. De Spectaculis, xxx.
35. Cf. COCHRANE C. N., Christiannity and Cl'assical Culture,
1940, pp. 222 ss, 227 ss, 245-246. Para un estudio ulterior de la ética
de Tertuliano, véase GIGNEBERT Charles, Tertullien, Etude sur ses
S entiments a l'Égard de l'Empire et de la Société Civile, 1901 , y
BR.\.¡'-{DT Theodor, Tertullians Ethik, 1929.

59
del Estado, de la escuela y de la Iglesia socialmente esta-
blecida, del comercio y de la industria. No se niega, por
supuesto, la variedad de formas monásticas surgidas, al-
gunas de las cuales adoptaron una actitud radicalmente
diferente a la de Tertuliano y la Primera Epístola de Juan.
Pero la corriente principal de este movimiento, tal como
está plasmada, por ejemplo, en la Regla de San Benito, se
mantuvo en la tradición del cristianismo riguroso. Sean
cuales fueren las contribuciones que el monaquismo pres-
tó eventualmente a la cultura, no fueron sino productos
incidentales que el movimiento como tal no pretendía. Su
ideal era la consecución de una vida cristiana, apartada
de la civilización, en obediencia a las leyes de Cristo, y
la consecución de una perfección totalmente distinta de
los objetivos que los hombres persiguen en la política y
en la economía, en las ciencia"s y en las artes. El sectaris-
mo protestante -entendido este término en su estricta
acepción sociológica- dio la misma clase de respuesta al
problema de Cristo y la cultura. De las muchas sectas que
surgieron en los siglos XVI y XVII, protestando contra la
mundanización de la Iglesia, tanto católica como protes-
tante, y que procuraron vivir únicamente bajo la sobera-
nía de Cristo, sólo unas pocas sobreviven. Los menonitas
representan la actitud más extrema, puesto que no sólo
renuncian a toda participación en la política y rehúsan
hacer el servicio militar, sino que siguen sus propias cos-
tumbres y regulaciones en economía y en educación. La
Sociedad de Amigos, nunca tan radical, no es un exponen-
te tan rotundo de esta actitud, aunque se observen ciertas
semejanzas, especialmente en lo tocante a la práctica del
amor fraternal y a la abstención del servicio militar. El
cuáquero moderno muestra mucha mayor afinidad con la
actitud opuesta en el cristianismo, la que considera a
Cristo como representante de la cultura 36. Centenares de
otros grupos, muchos de ellos efímeros, y milla"r es de in-
36. El mejor debate, que sea presentado en una obra al al-
cance de todos, sobre la ética del sectarismo medieval y moderno
se encuentra en TROELSCH E., The Social Teachings O'f the Chris-
tian Churches, 1931, pp. 328 ss, 691 ss.

60
dividuos, se han sentido impulsados por su lealtad a Cris-
to a retirarse de la cultura y a abandonar toda responsa-
bilidad en el mundo. Nos los encontramos en todos los
tiempos y en muchas tierras. En el siglo XIX y principios
del xx no llamaron mucho la atención, porque la mayo-
ría de los cristianos parecían creer que, finalmente, se
había impuesto otra respuesta a su problema. Pero hubo
un hombre que, a su manera y en las circunstancias de
su propio tiempo y lugar, adoptó la posición radical tan
vehemente y consistentemente como Tertuliano. Ese hom-
bre fue León Tolstoi. Merece una atención especial, a cau-
sa de la forma grandiosa y dramática en que presentó sus
convicciones en la vida y en el arte, y a causa de su in-
fluencia en Occidente y en Oriente, en el cristianismo y
fuera de él.
La gran crisis que Tolstoi sufrió en sus años medios
fue resuelta, tras varias luchas dolorosas, cuando aceptó
al Jesucristo de los evangelios como su única y explícita
autoridad. Noble por nacimiento, rico por herencia, fa-
moso por su propia valía como autor de Guerra y Paz y
Ana Karenina, se sintió, sin embargo, amenazado en su
propia vida por el absurdo total de la existencia y el oro-
pel de todos los valores que su sociedad estimaba. No
pudo recuperarse de esta desesperación, ni vencer la pa-
r álisis total de su vida iniciando una nueva actividad, has-
t a que reconoció la falibilidad de todas las demás autori-
dades y aceptó la doctrina de Jesús como verdad inelu-
dible, fundamentada en la realidad 37 . Jesucristo fue siem-
pre para Tolstoi el gran legislador, cuyos mandamientos
estaban de acuerdo con la verdadera naturaleza del hom-
bre y con las exigencias de la razón no corrompida. Su
conversión arrancó de la convicción profunda de que la
obra de Jesús consistió de hecho en ofrecer a los hombres
una ley nueva, y de que esta ley se basaba en la naturaleza

37. Cf. Prefacio a «La Enseñanza Cristiana», vol. XII, pági-


as 209 y ss. de The Tolstoy Centenary Edition, Londres, 1928-37.
E ta edición será citada en adelante como Obras.) Cf. también
T..;na Confesión», Obras, vol. XI, pp. 3 ss; «Lo que creo», vol. XI,
_ p. 307 ss.

61
de las cosas. «He comprendido las enseñanzas de Cristo
en sus mandamientos, y ahora veo que su cumplimiento
es una bendición para mí y para todos los hombres. He
comprendido que el cumplimiento de estos mandamientos
está dictado por la voluntad de esa Fuente de todo lo
existente, de la que también proviene mi vida ... En su
cumplimiento estriba la única posibilidad de salvación ...
y habiendo entendido esto, comprendí y creí que Jesús
no sólo es el Mesía"s, el Cristo, sino que es realmente el
Salvador del mundo. Ahora sé que no existe ninguna otra
alternativa, ni para mí ni para todos aquellos que, conmi-
go, se sienten atormentados en esta vida. Sé que todos, y
yo me cuento entre ellos, no tenemos otra opción que la
de cumplir esos mandamientos de Cristo que ofrecen a
toda la humanidad el mayor bienestar que pueda yo con-
cebir» 38. La literalidad con que Tolstoi interpretó la ley
nueva, fundada particularmente en el quinto capítulo del
Evangelio según San Mateo, y la rigurosidad de su obe-
diencia a ella, hicieron de su con\ ersión un acontecimien-
to muy radical. En el librito titulado Lo que yo creo o Mi
religión narra la historia de su esfuerzo por comprender
el Nuevo Testamento, y de su descanso en la lucha cuan-
do al fin descubrió que las palabras de Jesús debían ser
interpretadas literalmente, eliminando todas las glosas
eclesiásticas al texto. Entonces se le hizo patente que los
mandamientos de Cristo eran una afirmación de la ley
eterna de Dios, que Cristo había abolido la ley de Moisés,
y que no había venido, como la Iglesia pretendía, a refor-
zar la vieja ley o a enseñar que él era la segunda persona
de la Trinidad 39. Tolstoi creyó interpretar fielmente el
evangelio cuando se propuso resumir esta nueva ley en
los cinco mandamientos definidos. Primero: «Vive en paz
con todos los hombres y jamás consideres justificada tu
ira contra ningún hombre ... Intenta por anticipado des-
truir toda enemistad entre ti y los demás, para que dicha
enemistad no se inflame y te destruya». Segundo: «No

38. «Lo que creo», Obras, vol. XI, pp. 447-48.


39. ¡bid., pp. 353 ss, 370 ss.

62
conviertas el deseo de las relaciones sexuales en una di-
versión. Que cada hombre tenga esposa y cada esposa ma-
rido, y que cada esposo tenga sólo una esposa y cada es-
posa un solo marido, y bajo ningún pretexto infrinja la
unión sexual del uno con el otro». El «tercer mandamien-
to definido y practicable está claramente expresado: Nun-
ca prestes juramento a nadie, en ninguna parte, ni a pro-
pósito de nada. Todo juramento se hace para fines ma-
los». El cuarto mandamiento destruye «el estúpido y mal-
vado» orden social en que viven los hombres, pues dice
lisa, llana y prácticamente que: «Nunca resistas al malhe-
chor por la fuerza, ni respondas a la violencia con violen-
cia. Si te golpean, sopórtalo; si te arrebatan tus posesio-
nes, abandónalas; si te obligan a trabajar, trabaja; y si
quieren cogerte lo que tú consideras tuyo, entrégalo». El
mandamiento final, que proclama el amor al enemigo, es
entendido por Tolstoi como la «norma definida, impor-
tante y practicable ... : no hagas distinción entre la pro-
pia y las otras naciones, y no hagas ninguna de las cosas
que se derivan de tales distinciones; no tengas enemistad
con las naciones extranjeras, ni hagas la guerra ni tomes
parte en ella; no te armes para la guerra, y compórtate
con todos los hombres, sea cual fuere la raza a que perte-
nezcan, como nos comportamos con nuestro propio pue-
blo» 40. Por medio de la promulgación de estas leyes, creía
Tolstoi que Cristo había establecido el reino de Dios. La
ley de la no resistencia era para él, evidentemente, la cla-
e del cristianismo.
Como en el caso de otros ejemplos de este tipo que
hemos considerado, la contrapartida de la gran devoción
a los mandamientos de Jesucristo es una oposición total a
las instituciones de la cultura. Para Tolstoi, éstas parecen
estar edificadas sobre un complejo fundamento de erro-
r es, comprendida la teoría de la inevitabilidad del mal en
la vida presente del hombre, la creencia en que la vida
e tá gobernada por leyes externas, razón ésta por la que
os hombres no pueden alcanzar la felicidad por sus solos
40. Ibid., pp . 376-377, 386, 390, 392-393, 398, 404. Cf. «El Evange-
'0 resumido», Obras, vol. XI, pp. 163-67.

63
esfuerzos, el temor de la muerte, la identificación de la
verdadera vida con la existencia personal, y, sO'bre todo,
la práctica y la fe en la violencia. Tolstoi supera a Tertu-
liano en la creencia de que la corrupción humana nO' arran-
ca de la naturaleza del hombre, sino de su cultura. Tols-
toi, por otra parte, da la impresión de no percibir casi la
medida y la profundidad en que la cultura impregna la
naturaleza humana. De ahí que sus ataques se dirijan con-
tra las creencias conscientes, las instituciones tangibles,
y las cO'stumbres palpables de la sociedad. No se contenta
con retirarse de ellas personalmente y con vivir una vida
semimonástica, sino que se convierte en un cruzado con-
tra la cultura que combate bajo la bandera de la ley de
Cristo.
Tolstoi fulmina sus ataques contra toda la cultura. El
Estado, la Iglesia y los sistemas de propiedad son los re-
ductos del mal, pero también la filosofía, las ciencias y las
artes caen bajo su condenación. No existe ningún gobier-
no bueno para Tolstoi. «Los revolucionariO's dicen: "La
organización del gobierno es mala en este y en aquel pun-
to; debe modificarse en esto y en aquello". PerO' un cris-
tiano dice: "No sé nada de organización gubernamental,
ni en qué medida es buena o mala, y por la misma razón
no quiero apoyarla" ... Todas las obligaciones estatales es-
tán contra la conciencia de un cristiano: el juramento de
lealtad, los impuestos, los procedimientos legales y el ser-
vicio militar» 41. El Estado y la fe cristiana son sencilla-
mente incO'mpatibles, porque el Estado se basa en el de-
seo de poder y en el ejercicio de la violencia, mientras
que el amor, la humildad, el perdón y la no resistencia
inherentes a la vida cristiana apartan completamente al
cristianismo de las medidas e instituciones políticas. El
cristianismo no sólo hace innecesario el Estado, sino que
socava sus fundamentos y lo destruye desde dentrO'. El
argumento de cristianos comO' Pablo, que afirman que el
Estado realiza una función interina castigando el mal, no
despierta ningún entusiasmo en Tolstoi, porque cO'nsidera
41. «El Reino de Dios está dentro de vosotros», Obras, vol. XX,
pp. 275-276.

64
al E stado como la amenaza principal que pesa sobre la
.da 42 . Contra sus males no hay defensa alguna, excepto
una completa inhibición y un esfuerzo pacífico encamina-
do a la conversión de todos los hombres a un cristianis-
mo pacífico, anárquico.
Aunque las iglesias se llaman cristianas, están igual-
mente alejadas del cristianismo de Jesús. Tolstoi las con-
sidera como organizaciones egocentristas que afirman su
propia infalibilidad, siervas del Estado, defensoras del
reino de la violencia y del privilegio, de la desigualdad y
de la propiedad, obscurecedoras y falsificadoras del evan-
gelio. «Las Iglesias como Iglesias ... son instituciones anti-
cristianas», radicalmente hostiles, en su «orgullo, violen-
cia y autoafirmación, en su inmovilismo y muerte», a la
«humildad, penitencia, mansedumbre, progreso y vida»
del cristianismo 43. Como en el caso de los Estados, la re-
forma de tales instituciones es totalmente inadecuada.
Cristo no las fundó, y la comprensión de su doctrina no
reformará, sino que «destruirá las Iglesias y su significa-
do» 44. Tolstoi vuelve una y otra vez a este tema, al igual
que a la crítica del Estado. La Iglesia es una invención
del diablo; ningún hombre honrado que crea en el evan-
gelio puede ser sacerdote o predicador; todas las Iglesias
son iguales en su traición a Cristo; las Iglesias y los Esta-
dos juntos representan la institucionalización de la vio-
lencia y del fraude 45.
El ataque de Tolstoi a las instituciones econ,ómicas es
igualmente intransigente. Su propio esfuerzo por renun-

42. Ibid., pp. 281 ss.


43. Ibid., p. 82.
44. Ibid., pp. 69, 101.
45. Cf. «La Restauración del Infierno», una extraordinaria fa-
bulilla en que el re-establecimiento del reino del mal sobre la
tierra después de la victoria de Cristo se explica particularmente
por la invención de la Iglesia. El diablo que la inventó explica a
Beelzebub: «Me ]as he apañado de tal manera que los hombres
no crean en la enseñanza de Cristo sino en la mía, que ellos lla-
man por su nombre [el de Cristo]». Obras, vol. XII, pp . 309 ss.
Cf. también «Religión y Mora!», «¿Qué es la Religión? », «Iglesia y
Estado», «Llamada a los Clérigos», en el mismo volumen.

ce 21 . 5
ciar a la propiedad y, simultáneamente, la conservación de
cierta responsabilidad en su administración, constituye
parte de su tragedia personal. Creía que la propiedad se ba-
saba en el latrocinio y se mantenía por la violencia. Más ra-
dical que los cristianos radicales del siglo II y que la mayo-
ría de los monjes, se rebeló incluso contra la subdivisión
del trabajo en la sociedad económica. Veía en ello, el me-
dio por el que las personas privilegiadas, como los artistas,
intelectuales y gente del mismo jaez, vivían a: costa del
trabajo de otros, justificando su conducta en la afirma-
ción de que eran seres de un orden superior al de los tra-
bajadores, o en la creencia de que su contribución a la
sociedad era tan importante que compensaba el daño que
provocaban al sobrecargar a los obreros con sus preten-
siones. La primera suposición fue desbaratada por las en-
señanzas cristianas sobre la igualdad; la contribución
prestada a la sociedad por los privilegiados es dudosa
cuando no patentemente aviesa. De ahí que Tolstoi inste
a los intelectuales, a los terratenientes y a los militares, a
no engañarse más a sí mismos, a renunciar a su propia
justicia, a sus ventajas y distinciones, para colaborar con
todas sus fuerzas en el sostenimiento de sus propias vi-
das y) las vidas de otros mediante el trabajo manual. Si-
guiendo sus propios principios, Tolstoi intentó ser su pro-
pio sastre y zapatero, y le habría gustado ser su propio
hortelano y cocinero 46.
Al igual que Tertuliano, Tolstoi se rebeló también con-
tra la filosofía, las ciencias y las artes en que fue educado.
Las dos primeras no solamente son inútiles, ya que no
pueden responder a los problemas fundamentales del
hombre sobre el significado y la conducta de la vida, sino
que son positivamente malas porque se apoyan en la fal-
sedad. Las ciencias experimentales consagran sus energías
a confirmar un dogma que falsea todo su intento, a sa-
ber: el dogma de que «la materia y la energía existen»,
mientras que nada hacen por mejorar la vida actual del
hombre. «Estoy convencido de que, dentro de unos pocos
46. «¿Qué debemos hacer entonces?», Obras, vol. XIV, pági-
nas 209 y ss, 269 ss, 311 ss.

66
= ~g~o ,la pretendida actividad "científica~ de nuestros ca-
dos siglos recientes de humanidad europea ofrecerán
pectáculo inextinguible de regocijo y piedad a las
r aciones futuras» 47. La filosofía nos dice, a fin de
ntas, que todo es vanidad; pero «10 que está oculto a
o sabios y a los prudentes es revelado a los niños». El
ampesino vulgar que sigue el Sermón de la Montaña sabe
lo que los sabios y los grandes no pueden comprender.
«Se necesitan talentos especiales y dones intelectuales, no
para el conocin1iento y expresión de la verdad, sino para
la invención y expresión de la falsedad» 48 . El artista Tols-
oi no pudo realizar una ruptura tan completa con las ar-
tes. Estableció al menos una distinción entre arte bueno y
arte malo. A esta última categoría confinó toda su obra
anterior, excepto dos historias cortas, todo el arte «gentil»
destinado a las clases privilegiadas, e incluso Han1let y la
avena Sinfonía. Pero admitió un arte que fuera expre-
sión sincera y comunicación del sentimiento, que ejercie-
ra una atracción universal, que fuera comprensible para
las masas de los hombres, y estuviera de acuerdo con la
conciencia moral cristiana 49. Por esto, cuando no consa-
graba sus excepcionales talentos literarios a la composi-
ción de homilías y tratados sobre la no resistencia y la
erdadera religión, redactaba parábolas e historias cortas
como «Donde está el amor, allí está Dios» y «Maestro y
Hombre».
Tolstoi, como toda persona fuera de serie, no encaja
completamente en la categoría que le hemos at.ribuido. Se
parece al autor de la Primera Epístola Juan en su exalta-
ción del amor y su negativa a «la concupiscencia de la
carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la
vida». Se parece a Tertuliano en la vehemencia de sus ata-
ques a las instituciones sociales. Se par ece a los monjes
en su dedicación personal a una vida de pobreza. Pero di-
47. «Lo que creo», Obras, vol. XI, p. 420; cf. también «Una
Confesión», vol. XI, pp. 23 ss; «Sobre la Vida», vol. XII, pp. 12-13.
48. «Razón y Religión», Obras, vol. XII, p. 202; cf. «Una Con-
fesión », vol. XI, pp. 56 ss, 73-74.
49. «¿Qué es el Arte?», Ob ras, vol. XVIII , pp. 231 ss.

67
fiere de todos ellos en su relación con Jesucristo, pues se
descubre en los primeros una devoción personal a un Se-
ñor personal, devoción que falta extrañamente en Tolstoi.
Para él la ley de Cristo es más importante que la persona
del Inisn10 legislador. Máximo Gorki ha observado que,
cuando Tolstoi hablaba de Cristo, «no lo hacía con entu-
siasmo, no había sentimiento en sus palabras ni calor al-
guno» 50 . Sus escritos en general corroboran este juicio.
Además, Tolstoi den1uestra muy poca comprensión del
significado de la gracia de Dios manifestada en Jesucristo,
de la naturaleza histórica de la revelación cristiana, de
las profundidades psicológicas, morales y espirituales tan-
to de la corrupción como de la salvación. Por esto, era
más legalista que el mismo Tertuliano. No obstante, en
la historia moderna y en las condiciones de la cultura mo-
derna de la que él fue en parte un producto, Tolstoi se
yergue como un ejemplo rotundo de cristianismo anticul-
tural 51 •
Sería fácil aducir múltiples ejemplos de esta índole.
Formarían un grupo muy abigarrado, compuesto por ca-
tólicos orientales y occidentales, ortodoxos y protestantes
sectarios, milenaristas y místicos, cristianos antiguos, me-
dievales y modernos. Su unidad de espíritu se manifesta-
ría también en su aceptación común de la única autoridad
de Jesucristo y en su unánime rechazo de la cultura. El
hecho de que la cultura se califique o no de cristiana ca-
rece de importancia, pues para estos hombres es siempre
pagana y corrupta. Tampoco tiene un significado de pri-
mer orden el que tales cristianos piensen en términos
apocalípticos o místicos. Como apocalípticos, profetizarán
la desaparición inminente de la vieja sociedad y el adve-
nimiento en la historia de un nuevo orden divino. Como
místicos, experimentarán y anunciarán la realidad de un
orden eterno oculto bajo la especiosa capa temporal y cul-

50. GORKI Máximo, Recuerdos de León Nikolaievich Tolstoi,


1920 (ed. ingl., p. 5).
51. Para descripciones completas de la vida y obra de Tolstoi,
véase Aylmer MAUDE, Life of Tolstoy, y Ernest J. SIMMONS, Leo
Tolstoy.

68
r al. Lo más significativo en estos cristianos no es si
'O iensan o no histórica o místicamente en el reino de Dios,
~~o más bien si están convencidos de su proximidad y se
g-- ,an por esta convicción, o si piensan en ello como algo
=-" ativamente remoto en el tiempo o en el espacio y rela-
='· 'amente ineficaz de hecho. Tampoco son decisivas las
: -erencias entre protestantes y católicos. Las caracterís-
-= a monásticas reaparecen entre los protestantes secta-
r-os; un luterano como Kierkegaard atacará la cristiandad
e la cultura post-reformista con la misma intransigencia
on que Wyclif atacó la fe social medieval. Por muchos
_' diversos que sean estos movimientos, ofrecen una res-
uesta fundamentalmente idéntica a la pregunta sobre
Cristo y la cultura.

3. Una posición necesaria e inadecuada

Formular objeciones a esta solución del dilema cris-


tiano, es algo relativamente fácil. Pero los cristianos inte-
ligentes, que no pueden en conciencia adoptar personal-
mente esta posición, admiten la sinceridad de la mayoría
de sus exponentes, su importancia en la historia y la ne-
cesidad de esta postura en el encuentro total de la Igle-
ia con el mundo.
En el movimiento anticultural, lo mismo que en otras
partes, abundan hombres inmaduros y de ideas confusas,
. hasta en ellos puede florecer la hipocresía. No obstan-
t e, la sencillez de corazón y la sinceridad de los máximos
representantes de esta categoría se cuentan entre sus cua-
lidades más atrayentes. Se ha dado una especie de «redu-
plicación» kierkegaardiana en sus vidas, ya que han plas-
mado en sus obras y conducta lo que han afirmado de
palabra. No han seguido caminos fáciles en la profesión
de su lealtad a Cristo. Han soportado sufrimientos físicos
v mentales en su disposición a abandonar el hogar, la pr o-
piedad y la protección del gobierno en aras de su causa .
Han aceptado el desprecio y la animosidad que la socie-
dad inflige a los disconformistas. Desde las persecucion s

69
de los cristianos bajo Domiciano hasta el encarcelamiento
de los testigos de Jehová en la Alemania nacional-socia-
lista y en la democrática América, tales personas han su-
frido martirio. En la medida en que los pacifistas cristia-
nos de nuestro tiempo pertenecen a este grupo -aunque
no todos- , sus sufrimientos parecerán, a nosotros y a
otros, determinados por su obediencia a Jesucristo más
que en el caso del soldado cristiano que sufre y muere.
Parte del atractivo de la respuesta «Cristo-contra-la-cultu-
ra» estriba en esa evidente reduplicación en la conducta,
de aquello que se afirma de palabra. Cuando efectuamos
dicha reduplicación, nos parece demostrar a nosotros mis-
mos y a los demás, que cumplimos lo que decimos porque
confesamos que Jesucristo es nuestro Señor.
En la historia, estas inhibiciones y negativas cristianas
a las instituciones de la sociedad han sido de gran impor-
tancia tanto para la Iglesia como para la cultura. Han
mantenido la distinción entre Cristo y el César, entre la
revelación y la razón, entre la voluntad de Dios y la vo-
luntad del hombre. Han suscitado reformas tanto en la
Iglesia como en el mundo, aunque nunca fue ésta su in-
tención. De ahí que los hombres y los movimientos de este
género se muestren a menudo b astante exaltados por el
papel heroico que han desempeñado en la historia de una
cultura que ellos rechazaban. Lo que Montalembert dijo
de Benito de Nursia es aplicable de una forma u otra a
casi todos los grandes representantes del cristianislllo ri-
guroso: «Los historiadores han rivalizado en exaltar su
genio y su visión acertada; han supuesto que pretendía
regenerar Europa, detener la disolución de la sociedad,
preparar la reconstrucción del orden político, restablecer
la educación pública, y preservar la literatura y las ar-
tes ... Yo creo firmen1ente que jamás soñó en regenerar
nada, sino que pensó en su propia alma y en las almas de
sus hennanos , los monjes» 52 . El ideal individualista de la
regeneración del alma no es evidentemente la razón prin-
cipal de la actitud de los cristianos radicales, pero tam-
52. DE MONTALEMBERT, The Monks 01 the West, 1896, vol. J, pá-
gina 436.

70
poco lo es la esperanza de una reforma social. En esta
última, realizan lo que no pretendían. Los cristianos del
siglo II no tenían interés alguno por que el gobierno del
César preparara el camino al triunfo social de la Iglesia
y a la conversión del mundo pagano a una civilización
cristiana. El monaquismo se convirtió eventualmente en
uno de los máximos factores conservadores y transmiso-
res de la tradición cultural; educó a muchos insignes diri-
gentes eclesiásticos y políticos de la sociedad; consolidÓ
las instituciones que sus fundadores habían abandonado.
Los protestantes sectarios prestaron una contribución im-
portante a las costumbres y tradiciones políticas, como
las que garantizan la libertad religiosa a todos los miem-
bros de la sociedad. Los cuáqueros y los tolstoianos pre-
conizaron la desaparición de todos los métodos de coac-
ción, pero ayudaron de hecho a reformar las prisiones, a
limitar los armamentos y a establecer organizaciones in-
ternacionales para el mantenimiento de la paz por medio
de la coacción.
Una vez admitida la importancia del papel desempe-
ñado por los cristianos anticulturales en la reforma de la
cultura, debemos advertir inmediatamente que jamás
consiguieron estos resultados solos o directamente, sino
únicamente por mediación de sus seguidores que dieron
una respuesta ya diferente al problema fundamental. No
fue Tertuliano, sino Orígenes, Clemente de Alejandría,
Ambrosio y Agustín quienes iniciaron la reforma de la
cultura romana. No fue Benito, sino Francisco de Asís,
Domingo de Guzmán y Bernardo de Claraval quienes lle-
varon a cabo la reforma de la sociedad medieval, atri-
buida con harta frecuencia a Benito de Nursia. No fue
George Fax, sino William Penn y John Woolman quienes
cambiaron las instituciones sociales en Inglaterra y Amé-
rica. Lo que en cada caso hicieron los seguidores, no fue
tanto poner en juego las enseñanzas de sus maestros ra-
dicales como conseguir otra inspiración distinta de la
emanada de una lealtad exclusiva a un Cristo exclusivo.
Y, no obstante, fue necesaria la respuesta radicalmen-
te cristiana al problema de la cultura en el pasado) sin
duda alguna también lo es hoy. Dicha respuesta debe dar-
se por sí misma, y porque sin ella otros grupos cristia-
nos perderían su equilibrio. La relación de la autoridad
de Jesucristo con la autoridad de la cultura es de un gé-
nero tal que todo cristiano debe sentirse con frecuencia
llamado por el Señor a rechazar el mundo y todos sus
reinos con el pluralismo y temporalismo inherentes al
mismo, con sus compromisos variables y sus muchos in-
tereses, con su obsesión hipnótica por el amor a la vida
y el temor a la muerte. El movimiento de inhibición y de
renuncia es un elemento necesario en toda vida cristiana,
aun cuando vaya seguido de un movimiento, igualmente
necesario, de compromiso responsable en las tareas cul-
turales. Si no se registra el primer movimiento, la fe cris-
tiana degenera pronto en un artificio utilitario para la
consecución de la prosperidad personal y la paz pública;
y un ídolo usurpa el lugar de Jesucristo como Señor. Lo
que es necesario en la vida individual también lo es en
la vida de la Iglesia. Si el texto Romanos 13 no se equili-
bra con el de la Primera de Juan, la Iglesia se convierte
en un instrumento del Estado, incapaz de mostrar a los
hombres su destino transpolítico y su lealtad suprapolíti-
ca; incapaz también de empeñarse en tareas políticas, sal-
vo como otro grupo más de hombres sedientos de poder
y seguridad. Si Cristo es considerado como la autoridad
principal, la respuesta radical es inevitable, no sólo cuan-
do los hombres desesperan de su civilización, sino también
cuando se complacen en la misma; no sólo mientras es-
peran el reino de Dios, sino también mientras apuntalan
los muros trepidantes de las sociedades temporales para
que los hombres no queden enterrados bajo sus ruinas.
Mientras la eten1idad no pueda ser traducida en términos
temporales, ni el tiempo en eternidad, mientras Cristo y
la cultura no puedan ser amalgamados, la respuesta radi-
cal será inevitable en la Iglesia.
Sí, respuesta inevitable, pero también inadecuada,
como fácilmente pueden observar los miembros de otros
grupos. Inadecuada, en primer lugar, porque afirma de
palabra lo que niega con los hechos, a saber, la posibili-

72
dad de dependencia única de Jesucristo con exclusión de
la cultura. Cristo no se dirige al hombre como lo haría un
ser neutro, sino como un hombre que se ha encarnado en
una cultura; que no solamente vive en la cultura, sino
que ha ~ido penetrado por la cultura. El hombre no sólo
habla, sino que piensa con el recurso del lenguaje de la
cultura. No sólo el mundo objetivo ha sido modificado a
su alrededor gracias a las conquistas humanas, sino que
las formas y actitudes mentales del hombre que le per-
miten dar sentido al mundo objetivo, las debe a la cul-
tura. No puede prescindir ni de la filosofía ni de la cien-
cia de su sociedad como si le fueran ajenas, porque sub-
sisten en él, aunque en formas diferentes a las que revis-
ten en los dirigentes de la cultura. No puede librarse ni
de las creencias políticas ni de las costumbres económi-
cas, rechazando las instituciones más o menos externas;
tales costumbres y creencias se han incrustado en su men-
te. Si los cristianos no llegan a Cristo con el lenguaje, las
categorías mentales y las disciplinas morales del judaís-
mo, llegarán con las de Roma; si no con las de Roma, lle-
garán con las de Alemania, Inglaterra, Rusia, América, In-
dia o China. Por esto, los cristianos ra'd icales usan siem-
pre de la cultura, o de algunos de sus elementos, aunque
la rechacen ostensiblemente. El autor de la Primera Epís-
tola de Juan recurre a los términos de la filosofía gnóstica
a cuyo uso pagano se opone 53. Clemente de Roma utiliza
ideas semiestoicas. En casi cada una de sus sentencias,
Tertuliano pone de manifiesto que es un románo, tan sa-
turado de la tradición legal y tan dependiente de la filo-
sofía, que no puede exponer el caso cristiano sin su ayu-
da 54. A Tolstoi se le comprende cuando se le interpreta
como ruso del siglo XIX que participa subconsciente o
conscientemente, en las profundidades de su alma, de los
movimientos culturales de su tiempo, y del sentido místi-
co ruso de comunidad con los hombres y la naturaleza.
53. Cf. DODD, op. cit., xx, xxix, xlii, et passim.
54. Cf. SHORT C. de LisIe, The Influence O'f Philosophy on the
Mind Df Tertullian, y BECK AIexander, Roemisches Recht bei Ter-
tullían und Cyprian.

73
Así sucede con todos los miembros del grupo cristiano
radical. Cuando se encuentran con Cristo, lo hacen como
herederos de una cultura que ellos no pueden rechazar,
porque es parte integrante de su personalidad. Pueden
retirarse de sus instituciones y plasmaciones más eviden-
tes, pero, en su mayor parte, sólo pueden seleccionar -y
modificar bajo la autoridad de Cristo- algo de lo que
ellos han recibido por mediación de la sociedad.
La conservación, selección y conversión del acervo cul-
tural no es sólo un hecho, sino también un requisito mo-
ralmente ineludible, que el cristiano exclusivista debe
cumplir por ser cristiano y hombre. Si ha de confesar a
Jesús ante los hombres, debe hacerlo por medio de pala-
bras e ideas hijas de la cultura, aunque sea también nece-
sario variar su significado. Debe usar palabras como «Cris-
to» o «Mesías» o «Kyrias» o «Hijo de Dios» o «Lagos». Si
ha de expresar el significado del «amor», debe seleccionar
entre palabras como «eros», «philal1thropia» y «agape», o
«caridad», «lealtad» y «amor», eligiendo la que se aproxi-
me más al significado que Jesucristo encierra, y modifi-
cándola con el sentido del contexto. No tiene otra alterna-
tiva, si quiere comunicarse y saber en quién y qué cree.
Cuando se decide a cUlnplir las exigencias de Jesucristo,
se encuentra en parte en la necesidad de traducir en tér-
minos de su propia cultura lo que Cristo ha ordenado en
términos de otra diferente; le acosa también la necesidad
de dar precisión y sentido a principios generales a.doptan-
do reglas específicas que relevan de su vida social. ¿ Qué
sentido tienen las declaraciones de Jesús sobre el sábado,
en una sociedad que no celebra tal día? ¿Debe el sábado
ser introducido o modificado, o preterido como elemento
de una cultura ajena, no cristiana? ¿Qué sentido tiene orar
a un Padre en los cielos, en el seno de una cultura cuya
cosmología difiere radicalmente de la vigente en Palestina
durante el siglo r? ¿ Cómo serán arrojados los demonios
cuando no se cree en su existencia? No es posible escapar
aquí de la necesidad cultural; la alternativa parece for-
mularse entre el esfuerzo por reproducir la cultura en que
"d ,-ió Jesús y el de traducir sus palabras en las palabras

74
de otro orden social. Más aún: el mandato de amar al pró-
jim o no puede ser obedecido como no sea en términos
específicos, que suponen la comprensión cultural de la
n aturaleza del prójimo, o bien en actos específicos dirigi-
dos al prójimo como a un ser que ocupa su lugar en la
cultura, como a un miembro de la comunidad familiar o
religiosa, como a un amigo nacional o enemigo, como a
un rico o pobre. En su esfuerzo por ser obediente a Cristo,
el cristiano radical reintroduce ideas y normas extraídas
de la cultura no cristiana en dos ámbitos: en el gobierno
de la comunidad cristiana separada, y en la regulación de
la conducta cristiana hacia el exterior.
La tendencia del cristianismo exclusivista consiste en
confinar los mandamientos de lealtad a Cristo, de amor
a Dios y al prójimo, dentro de los límites de la comuni-
dad cristiana. También aquí deben privar las demás exi-
gencias evangélicas. Pero, como entre otros muchos ha
señalado Martin Dibelius, «las palabras de Jesús no fue-
r on pronunciadas como normas éticas destinadas' a una
cultura cristiana; si como tales fueran aplicadas, no se-
rían suficientes para confeccionar una respuesta a todos
los problemas de la vida cotidiana» 55. Necesitaríamos
otros elementos, elementos que los primeros cristianos
descubrieron en la ética popular judía y judea-helenística.
Es extraordinaria la medida en que la ética del cristianis-
mo del siglo II -tal como está resumida, por ejemplo, en
La Enseñanza de los Doce y en la Epístola de.Bernabé-
contiene materiales extraños al Nuevo Testamento. Estos
cristianos, que creían ser una nueva «raza» distinta a ju~
días y gentiles, copiaron de las leyes y costumbres de
aquéllos, de quienes se habían separado, lo que necesita-
ban para la vida común y no habían recibido del cristia-
nismo. La situación es similar en el caso de las reglas mo-
násticas. Benito de Nursia busca un fundamento escritu-
rístico para todas sus regulaciones y consejos; pero el
Nuevo Testamento no le basta, ni tampoco la Biblia en
su conjunto, razón ésta por la que recurre a viejas refle~
55. DIBELIUS Martin, A Fresh Approach to the New Tes tamen J

página 219.
xiones sobre la experiencia humana en la vida social, para
extraer las reglas por cuyo medio se gobierne la nueva
comunidad. El espíritu con que se presentan las regula-
ciones tanto escriturísticas como no escriturísticas, evi-
dencia asimismo la imposibilidad de ser cristiano sin re-
ferencia alguna a la cultura. En las palabras de Tertulia-
no que recomiendan la modestia y la paciencia, se advier-
ten siempre ciertas resonancias estoicas, y en las palabras
de Tolstoi sobre la no resistencia, percibimos el eco de
algunas ideas rousseaunianas. Aunque no se hiciera uso
de otra herencia aparte de la de Jesucristo, las necesida-
des de una comunidad exclusivista impulsarían el desarro-
llo de una nueva cultura. Los inventos, las conquistas hu-
manas, la realización temporal de los valores, la organi-
zación de la vida comunitaria, son inherentes a la misma.
Si se abandonan los dogmas y ritos sociales de la reli-
gión, surge una nueva dogmática y un nuevo ritual, a me-
nos que la vida religiosa sufra un colapso. Así pues, los
monjes elaboran sus propios rituales en sus monasterios,
los silencios cuáqueros se formalizan tanto como las mi-
sas, y los dogmas de Tolstoi se proclaman con tanta segu-
ridad como los dogmas de la iglesia rusa. Cuando el esta-
do ha sido rechazado, la comunidad exclusivamente cris-
tiana despliega necesariamente una organización política
propia, con la ayuda de otras ideas distintas a las extraí-
das del precepto de que el primero debe ser el servidor
de todos. Ha llamado a sus dirigentes profetas o $l.bades,
a sus asambleas de gobierno, reuniones trimestrales o
congregaciones; ha impuesto la uniformidad por medio
de la: opinión popular y la expulsión de la sociedad; pero,
en todo caso, ha procurado mantener el orden interno, no
sólo en líneas generales, sino incluso en la plasmación de
una forma específica de vida. Se han abandonado las vi-
gentes instituciones de la propiedad, pero se ha precisado
de algo más que el consejo de venderlo todo y darlo a los
pobres" ya que los hombres necesitaban comer, vestir y
cobijarse, incluso en la pobreza. Por esto, se idearon nue-
os medios de adquisición y distribución de bienes, y se
fij ó una nueva cultura económica.

76
Al tratar con la sociedad considerada como pagana, de
la que jamás consigue separarse completamente, el cris-
tiano radical debe recurrir siempre a principios que no
emanan directamente de su convicción acerca de la sobe-
ranía de Cristo. Su problema ha consistido en la necesi-
dad de vivir en una situación interna. Tanto los cristianos
exclusivo-escatologistas como los meramente exclusivis-
tas deben tener en cuenta el «entre tanto», el intervalo
que va del amanecer del nuevo orden de vida a su victoria
definitiva, el período en que lo material y temporal no ha
sido todavía transformado en espiritual. No pueden, pues,
separarse completamente del mundo cultural que los ro-
dea, ni de aquellas necesidades que hacen imprescindible
la existencia de la cultura. Aunque el mundo entero yazca
en tinieblas, es necesario distinguir entre justicias e in-
justicias relativas en este mundo y a las relaciones cris-
tianas con él. Por esto, Tertuliano, escribiendo a su espo-
sa, le aconseja la viudez en caso de morir primero. Des-
carta todo motivo de celos o instinto de posesión, porque
tales motivos carnales serán eliminados en la resurrec-
ción, y porque «en aquel día no se reanudará el infortunio
voluptuoso entre nosotros». Debe permanecer viuda por-
que la ley cristiana sólo permite un matrimonio y porque
la virginidad es mejor que este último. El matrimonio no
es realmente bueno: simplemente, no es malo. En efecto,
cuando Jesús dice: «"Se casaban y compraban", estigma-
tiza los vicios principales de la carne y del mundo, que
apartan extraordinariamente a los hombres de las ense-
ñanzas divinas». Tertuliano, pues, aconseja a su esposa
que acepte la muerte de él como una llamada de Dios a
la gracia inmensa de la vida continente. Pero, más ade-
lante, escribió una segunda carta en que dio el «segundo
consejo en importancia», diciendo que si necesitaba con-
traer segundas nupcias, al menos «se casara en el Señor»,
es decir, se casara con un cristiano, y no con un incrédu-
lo 56 . Tertuliano nos ofrece finalmente una gama completa
de supuestos bienes y males relativos a la: vida sexual del
56. «A su Esposa» (Ante-Nicene Fathers, vol. IV); cf. también
«Sob re la monogamia»; «Exhortación a la Castidad».

77
hombre en el intervalo antes de la resurrección. Compa-
rado con la virginidad, el matriInonio es relativamente
malo; un solo matrimonio en la vida, sin embargo, es re-
lativamente bueno comparado con unas segundas nupcias;
pero en caso de ceder a la funesta tentación de unas se-
gundas nupcias, el matrimonio con un creyente es relati-
vamente bueno. Puesto entre la espada y la pared, Tertu-
liano acabaría por admitir que, en caso de un matrimonio
con un incrédulo, la monogamia sería mejor que la poli-
gamia, y hasta afirmaría que, en un mundo libertino, la
poligamia sería relativamente buena, comparada con unas
relaciones sexuales totalmente irresponsables.
Otros ejemplos de la necesidad de admitir unas leyes
relativas a este tiempo intermedio y a la existencia de
una sociedad pagana, los hallamos en la historia de los
cuáqueros, a quienes, enfrentados ineludiblemente con la
institución viciosa de la esclavitud, acuciaba la preocupa-
ción de que los esclavos fueran tratados «justamente», y
de que, por ser imprescindible la compra y venta, se dicta-
minara una política de precio fijo. Pensamos también en
el caso de los pacifistas cristianos que, habiendo rechaza-
do las instituciones y prácticas de la guerra como total-
mente perversas, procuran sin embargo que los arma-
mentos sean limitados y prohibidas ciertas armas. La hija
del conde Tolstoi ha dejado por escrito la historia de la
tragedia de su padre, que fue, al menos en parte, la trage-
dia de un cristiano exclusivista cuyas responsabilidades
no le permitían escapar a los problemas del «entre tan-
to». Personalmente, podía elegir la vida de pobreza, pero
no podía imponerla a su esposa e hijos, porque no com-
partían sus convicciones; no deseaba la protección de la
policía ni la necesitaba, pero era miembro de una familia
que requería la protección de la fuerza pública. El hom-
bre pobre vivió en su rica heredad, a su pesar, y con una
responsabilidad ambigua; el no resistente hubo de ser
protegido de la chusma incluso en su muerte. La condesa
Alexandra cuenta una historia en la que se pone de relieve
dramáticamente este problema, e indica cómo, hasta el
mismo Tolstoi, se veía obligado a admitir que la concien-

78
cia y el gobierno del derecho ejercían su autoridad sobre
el hombre incluso en el seno de instituciones perversas.
Cómo él había renunciado a la propiedad, pero permane-
cía atado a su familia, y cómo la responsabilidad de la
explotación de su heredad recayó sobre su esposa, inepta
para esta tarea. Bajo la defectuosa supervisión de ésta,
unos administradores incompetentes y deshonestos per-
mi tieron que la heredad cayera en un desorden general.
Un horrible accidente se produjo a causa de la mala ad-
ministración: un campesino fue enterrado vivo en un
pozo de arena abandonado. «Pocas veces vi a mi padre
tan abochornado», escribe su hija. «No deben ocurrir co-
sas semejantes», decía él a su madre. «Si quieres una he-
redad, has de administrarla bien, de lo contrario debes
abandonarla completamente» 57.
Podríamos multiplicar indefinidamente las historias
de este género, que ilustran los pactos de los cristianos
radicales con una cultura rechazada como perversa, pero
de la que no es posible escapar. Estas historias hacen las
delicias de sus críticos, aunque tales delicias sean indu-
dablemente poco razonables e infundadas, ya que estas
historias subestiman el dilema cristiano. La diferencia en-
t re los radicales y los demás grupos se reduce a menudo
a esta sola: que los radicales no pueden admitir lo que
están haciendo, y siguen hablando como si estuvieran se-
parados del mundo. A veces las contradicciones son com-
pletamente explícitas en sus escritos, como en el caso de
Tertuliano, que parece contradecirse a sí mismo en temas
como el valor de la filosofía y el gobierno. Las contradic-
ciones son a menudo implícitas, y se perciben únicamente
en una conducta contradictoria. En ambos casos, el cris-
tiano radical confiesa que no ha resuelto el problema de
Cristo y la cultura, sino que sólo busca su solución en una
dirección determinada.

57. TOTSLOI, Condesa Alejandra, La Tragedia del Conde Tols toi,


1933, p. 65; cf. pp. 161-165, y SIMMONS, op. cit., 631 ss, 682>-683 et
passim.
4. Problemas teológicos

Ciertos indicios en el movimiento del cristianismo ex-


clusivista contra la cultura nos infunden la sospecha de
que las dificultades que el cristiano arrostra cuando trata
de resolver su dilema no son únicamente éticas, sino teo-
lógicas, y que las soluciones éticas dependen de la com-
prensión teológica, y viceversa. Los problemas relativos
a la naturaleza divina y humana, a la acción de Dios y a
la actividad del hombre, surgen inmediatamente tan pron-
to como el cristiano radical decide separarse de la socie-
dad cultural y se enzarza en disputas con miembros de
otros grupos cristianos. Indicaremos en este apartado cua-
tro problemas de este tipo con sus respuestas radicales.
Primero, el problema de la razón y la revelación. Se
tiende de algún modo en el movimiento radical a utilizar
la palabra «razón» para designar los métodos y el conte-
nido conceptual de la sociedad cultural, y la palabra «re-
velación» para indicar el conocimiento cristiano de Dios
y del deber, que procede de Jesucristo y que se encuentra
en la sociedad cristiana. Estas definiciones se relacionan
con el menosprecio de la razón y la exaltación de la reve-
lación 58. Incluso en la Primera Carta de Juan, el menos
extremista de nuestros ejemplos, asoma un poco ese dile-
ma en la oposición del mundo de las tinieblas al mundo
de la luz en la que andan metidos los cristianos, y se nos
dice ·que los cristianos conocen todas las cosas. porque
han sido ungidos por el Santo. Tertuliano, por supuesto,
es el ejemplo histórico culminante que substituye la ra-
zón por la revelación. Aunque personalmente no dijo
«Credo quia absurdum est» en el sentido prestado común-
mente a esta expresión que a veces se le atribuye, sí dijo:
«No serás "sabio" como no te hagas "necio" para el mun-

58. Esta recíproca oposición entre la razón y la revelación no


es, por supuesto, un rasgo exclusivo de los miembros del movi-
miento del cristianismo contra la cultura. Hay cristianos que to-
man otras posiciones distintas de la radical en cuestiones políti-
cas y económicas, y pueden sin embargo adoptar la actitud exclu-
sivista cuando tratan del problema del conocimiento.

80
do, creyendo las "necedades de Dios" ... El Hijo de Dios
fue crucificado; no me avergüenzo de ello, aunque los
hombres sí se avergüenzan. Que el Hijo de Dios murió, es
algo que debe creerse a toda costa, porque es increíble
[prorsus credible est, quia ineptum est]. Y fue sepultado
y resucitado: hecho éste cierto, porque es imposible» 59.
Pero no es la fuerza de su confesión de fe en la doctrina
cristiana común lo que le convierte en el máximo expo-
nente de la defensa antirracional de la revelación, sino
los ataques a la filosofía y a la sabiduría cultural a que
hemos aludido anteriormente. Una actitud similar ante la
razón cultural aparece en varios escritores monásticos, en
los primeros cuáqueros y en los protestantes sectarios, y
tal es el rasgo característico de Tolstoi. La razón huma-
na, tal como florece en la cultura, es para estos hombres
no sólo inadecuada, ya que no conduce al conocimiento
de Dios y a la verdad necesaria para la salvación, sino
también errónea y falaz. Pero es verdad que pocos de
ellos se limitan sin más a rechazar la razón y a poner la
revelación en su lugar. Con Tertuliano y Tolstoi, distin-
guen entre el conocimiento simple y «natural» que posee
el alma humana no corrompida, y la comprensión viciada
propia de la cultura; tienden además a distinguir entre
la revelación proporcionada por el espíritu o la luz inte-
rior y la revelación que históricamente fue dada y trans-
mitida por las Escrituras. No pueden resolver el proble-
ma de Cristo y la cultura, sin admitir la necesidad de
formular distinciones tanto en el razonamiento' que tiene
lugar fuera de la esfera cristiana, como en el conocimien-
to inherente a esta última.
En segundo lugar, en la respuesta al problema de
Cristo y la cultura, se hallan involucradas la naturale-
za y el predominio del pecado. La respuesta lógica de
los radicales parece ser que el pecado abunda en la cul-
tura, pero que los cristianos han pasado de las tinie-
blas a la luz, y que la preservación de la comunidad santa
de la corrupción es una razón fundamental para la sepa-

59. Sobre la Carne de Cristo, cap. v.

CC 21 . 6 81
ración del mundo. Algunos de ellos, por ejemplo, ciertos
cuáqueros y Tolstoi, consideran la doctrina del pecado
original como una teoría destinada a justificar un cris-
tianismo contemporizador. Su tendencia -y aquí estos
hombres prestan una importante contribución a la teolo-
gía- consiste en explicar en términos sociales la herencia
del pecado entre fas hombres. La corrupción de la cul-
tura con que un niño es educado, y no la corrupción de
su naturaleza no cultivada, es la responsable de la larga
historia del pecado. Pero los mismos cristianos exclusivis-
tas juzgan como inadecuada esta solución al problema
del pecado y de la santidad, ya que las exigencias de Cris-
to relativas a la santidad de ida hallan resistencia en el
mismo cristiano, no porque haya heredado una cultura,
sino evidentemente porque se le ha dado cierta naturale-
za. Las prácticas ascéticas de los radicales, desde Tertu-
liano a Tolstoi, en materia sexu al, en las comidas y ayu-
nos, en el temperamento y hasta en el sueño, nos dicen
cuán poderosa fue su consciencia de que la tentación al
pecado surge tanto de la naturaleza como de la cultura.
Todavía es más significativa su convicción de que una de
las diferencias que existen entre el cristianismo y el secu-
larismo estriba precisamente en el hecho de que el cris-
tiano afronta su pecabilidad. «Si decimos que no tenemos
pecado -escribe Juan-, nos engañamos a nosotros mis-
lUOS y la verdad no está en nosotros». Tolstoi dice casi lo
mismo, cuando se dirige a los terratenientes, jueces, sacer-
dotes y soldados, pidiéndoles que, ante todo , no nieguen
lo injustificado de sus crímenes. Abandonar las tierras y
abdicar de todas las ventajas es un acto heroico, «aunque
es posible, y también lo más probable, que no tengáis va-
lor para ello ... Pero reconocer la verdad como verdad y
no engañarse a este respecto, es algo que vosotros podéis
hacer siempre». La verdad que deben reconocer es que no
están sirviendo al bien común 60. Si el mayor pecado es
negar la propia pecabilidad, es imposible que la frontera
entre la santidad de Cristo y el pecado del hombre coin-
60. «El Reino de Dios está dentro de vosotros», Obras, volu-
men XX, p. 442.

82
cida- con la trazada entre el cristiano y el mundo. El pe-
cado habita en él, no fuera de su alma y de su cuerpo. Y si
el pecado está más hondamente arraigado y más exten-
dido de lo que imagina la ' respuesta del cristianismo ra-
dical, entonces ]a estrategia de la fe cristiana para alcan-
zar la victoria sobre el mundo debe incluir otras tácticas
que no sean la inhibición ante la cultura y la defensa de
una santidad recién adquirida.
En estrecha conexión con estos problemas, está el de
las relaciones entre la ley y la gracia. Los que se oponen
al tipo exclusivista acusan con frecuencia a sus represen-
t antes de legalismo y de olvidar el significado de la gracia
en la vida y en el pensamiento cristianos, o de presentar
el cristianismo exclusivamente como una nueva ley de
una comunidad selecta hasta el punto de olvidar que el
e angelio se dirige a todos los hombres. Es verdad que
t odos insisten en que la fe cristiana se exhiba en la con-
ducta diaria. ¿ Cómo puede un seguidor de Cristo estar
seguro de su propia fidelidad como discípulo, si su amor
a los hermanos, su abnegación, modestia, no resistencia
su pobreza voluntaria no le distinguen de los demás
h ombres? El acento puesto en la conducta puede llevarlo
a la fijación de reglas precisas, a la preocupación por la
conformidad de uno mismo con dichas reglas, y a la con-
centración en la importancia de propia voluntad más que
en la gracia de Dios. Como ya hemos observado, la Pri-
mera Carta de Juan combina la gracia con la ky, yensal-
za al primacía del amor divino que es el único que capa-
cita a los hombres, que se sienten atraídos por él, a amar
a Dios y al prójimo. Tertuliano, sin embargo, es más lega-
lista en todos los aspectos, como también lo son muchos
m onjes, contra cuya «justicia por las obras» se opone el
protestantismo. Tolstoi es el máximo exponente de esta
corriente, ya que para él Jesucristo es únicamente el maes-
tro de la nueva ley, dado que ésta es susceptible de ser
raducida en mandamientos precisos y porque el proble-
ma de la obediencia puede suscitar en el corazón la capa-
cidad de actuar la propia buena voluntad . Junto a tale
inclinaciones al legalismo, es posible sin embargo de~
brir en Tertuliano, en los monjes, en los sectarios, e in-
cluso en Tolstoi, la conciencia de que los cristianos son
exactamente iguales a los demás hombres; que necesitan
apoyarse totalmente en la gracia del perdón divino a sus
pecados por Dios-en-Cristo; que Cristo no es sólo el fun-
dador de una nueva sociedad cerrada tras los muros de
una ley nueva, sino también el expiador de los pecados
de todo el mundo; que la única diferencia entre los cris-
tianos y los no cristianos estriba en el espíritu con que
los primeros hacen las mismas cosas que los segundos.
«Comiendo los mismos alimentos, llevando los mismos
vestidos, poseyendo los mismos hábitos, sujetos a las mis-
mas necesidades de la vida», navegando juntos, arando
juntos la tierra, incluso ostentando la propiedad juntos
y luchando juntos, el cristiano se conduce en todas estas
circunstancias de un modo diferente, no porque su esta-
tutosea diferente, sino porque conoce, y por lo tanto re-
fleja, la gracia; no porque deba distinguirse, sino porque
no necesita distinguirse 6\
El más intrincado problema teológico suscitado por el
movimiento del cristianismo exclusivista contra la cultu-
ra consiste en la relación de Jesucristo con el Creador de
la naturaleza y Gobernador de la historia, y con el Espí-
ritu inmanente en la creación y en la comunidad cristiana.
Algunos exponentes del cristianismo radical, tales como
algunos sectarios y Tolstoi, consideran la doctrina de la
Trinidad como desprovista de todo significado ético, y
como una invención corrompida de una Iglesia corrom-
pida. Pero no pueden soslayar el problema de la Trinidad,
e intentan resolverlo a su propia manera. Otros, como el
autor de la Primera Epístola de Juan y Tertuliano, pue-
den contarse entre los fundadores de la doctrina ortodoxa.
El interés positivo y negativo de estos cristianos, sólida-
mente éticos y prácticos en el problema y en su solución,
nos dice que el trinitarianismo no es en manera alguna
una posición tan especulativa e intranscendente para la
cultura como a menudo se pretende. Prácticamente, el
61. TERTULIANO, Apología, xlii; cf. TOTSLOI, «Reino de Dios»,
Obras, vol. XX, pp. 452 ss.

84
r oblema se plantea a los cristianos radicales cuando, en
u deseo de subrayar la soberanía de Cristo, procuran de-
fender su autoridad, definir el contenido de sus manda-
mientüs, y relacionar su ley o reinado con ese poder que
gobierna la naturaleza y preside el destino de los hombres
en sus sociedades seculares. La tentación suprema que
deben arrostrar lüs radicales cuandO' tropiezan con estos
pr oblemas, es la de convertir su dualismo ético en dua-
lismo ontológico . Su rechazo de la cultura puede degene-
rar fácilmente en una suspicacia ante la naturaleza y el
Dios de la naturaleza; su confianza en Cristo se convierte
a menudo en una confianza en el Espíritu inmanente en
él y en el creyente; a la postre, experimentan la tentación
de dividir el mundo entre un reino material gobernado
p or un principio opuesto a Cristo y un reino espiritual
guiado por el Dios que es espíritu. Tales tendencias son
evidentes en el montanismo de Tertuliano, en el francisca-
nismo espiritual, en la doctrina de la luz interior de lüs
cuáqueros, y en el espiritualismo de Tolstoi. En las fron-
teras del movimiento radical, germina siempre la herejía
maniquea. Si por una parte esta tendencia lleva al cristia-
nismo exclusivista a paliar la relación de JesucristO' con
la: naturaleza y con el Autor de la naturaleza, por otra
conduce a la pérdida del cüntacto cün el Jesucristo de la
historia, que es sustituido por un principio espiritual. De
aquí arranca la reforma radical de George Fax aplicada
a un cristianismo que se había comprometido, a su jui-
cio, con el mundo, reforma que tenía bastantes víncu-
los con el énfasis con que se acentuaba la impürtancia
del espíritu y que impulsó a algunos de sus seguidores a
abandonar virtualmente la·s Escrituras y al Jesucristo es-
criturario, y que les indujo a considerar la conciencia per-
sonafcomo autoridad suprema del hombre. Tolstoi substi-
tuye el Jesucristo de la histüria por el espíritu inmanente
en Buda, en Jesús, en Confucio, y en él mismo. La razón
de que los cristianos radicales hayan de estar sometidos a
la tentación de un espiritualismo que les aparta del prin-
cipio previamente establecido por ellos, a saber, la auto-
rida de Cristo, es algo difícil de entender. Tal vez est o

s
explique por qué Cristo no puede ser seguido únicamente
por el cristianismo radical, por importante que sea como
movimiento en la Iglesia, ya que dicho cristianismo no
puede existir realmente sin el contrapeso de otros tipos
de cristianismo.

ti
111. El Cristo de la cultura

1. Acomodación a la cultura en el gnosticismo


y en Abelardo

En toda cultura sobre la que incide el evangelio, hay


hombres que saludan a Jesús como al Mesías de su socie-
dad, como al cumplidor de sus esperanzas y aspiraciones,
como a quien perfecciona su verdadera fe, como a la fuen-
e de su espíritu más santo. En la comunidad cristiana
parecen estar en directa oposición a los radicales, que re-
chazan las instituciones sociales a causa de Cristo; pero
distan mucho de los hombres «cultos que desprecian» la
fe cristiana, que rechazan a Cristo en nombre de su civi-
lización. Estos hombres son cristianos no sólo en el sen-
tido de que se consideran creyentes en el Señor, sino
también en el sentido de que procuran formar y mante-
ner una comunidad con todos los demás creyentes. Pero
parecen también hallarse a sus anchas en la comunidad
de la cultura. No experimentan ninguna tensión impor-
tante entre la Iglesia y el mundo, entre las leyes sociales
y el evangelio, entre las operaciones de la gracia divina y
el esfuerzo humano, entre la ética de la salvación y la ética
de la conservación o el progreso social. Por una parte, in-
terpretan la cultura a través de Cristo, considerando en
ella como más importantes aquellos elementos que son
más conformes a su obra y su persona, y, por otra, com-
prenden a Cristo por medio de la cultura, tomando de
sus enseñanzas y acciones, y de la doctrina cristiana so-
bre él, aquellos puntos que parecen más conformes a lo
que hay de mejor en la civilización. Establecen así una
armonía entre Cristo y la cultura, no sin preterir, por su-
puesto, del Nuevo Testamento y de las costumbres so-
ciales, todos los elementos irremediablemente discordan-

87
tes. No buscan necesariamente la aprobación cristiana
para la totalidad de la cultura dominante, sino tan sólo a
lo que consideran verdadero en la actualidad; en el caso
de Cristo, intentan desenmarañar lo racional e imperece-
dero que anda inextricablemente mezclado con lo histó-
rico y accidental. Aunque su interés fundamental se po-
larice principalmente en torno a este mundo, no niegan
el otro, si bien procuran comprender el reino trascen-
dente como una prolongación del tiempo y de la vida pre-
sente. Por esto, pueden concebir la gran obra de Cristo
como la tarea de la formación de los hombres en su pre-
sente existencia social para una vida futura mejor; a me-
nudo consideran a Cristo como el gran educador, a veces
como el gran filósofo o reformador. Del mismo modo que
salvan el inmenso hiato que separa los dos mundos, tam-
bién resuelven fácilmente otras diferencias entre Cristo y
la cultura que parecen abismos a los cristianos radicales
y a los anticristianos. A veces, ignoran dichos abismos o
bien los llenan con materiales apropiados procedentes de
excavaciones históricas o de los restos de antiguas estruc-
turas mentales. F. W. Newman y William James han des-
crito la psicología de tales cristianos, diciendo de ellos
que constituyen el grupo de los «nacidos una vez» y de
las «mentes sanas». Sociológicamente, pueden ser califi-
cados de no revolucionarios, porque no experimentan nin-
guna necesidad de poner «hendiduras en el tiempo»: la
caída del hombre, la encarnación, el juicio y la resurrec-
ción. En la historia moderna, este tipo es perfectamente
conocido, ya que ha dominado durante generaciones un
importante sector del protestantismo. Inadecuadamente
definido por el empleo de términos como «liberal» y «libe-
ralismo», podríamos calificarlo más exactamente con la
expresión «protestantismo cultural» \ aunque la existen-
cia de esta clase de cristianos no es de hoy ni se remonta
únicamente a la creación de las Iglesias de la Reforma.
Se registran movimientos de esta índole en los prime-
1. Creo que fue Karl Barth quien inventó el término. Véase
especialmente su Protestantische Theologie im 19. Jahrhundert,
1947, cap. iiL

88
ros días del cristianismo. Aparecieron en el seno de la
sociedad judía, pasaron al mundo greco-roma'n o a través
de Pablo y otros misioneros, y pervivieron en las comple-
jas interacciones de los muchos ingredientes culturales
que hervían en la inquieta cuenca mediterránea. Ya en-
tre los cristianos judíos aparecieron sin duda alguna to-
das las variantes que encontramos entre los cristianos
gentiles antiguos y modernos, porque el problema de Cris-
to y la cultura es tan antiguo como el cristianismo. El
conflicto de Pablo con los judaizantes y las posteriores
referencias a nazarenos y ebionitas nos indican la exis-
tencia de grupos o movimientos que eran más judíos que
cristianos, o, más exactamente, que procuraban mante-
nerse fieles a Jesucristo sin abandonar ninguna parte im-
portante de la tradición judía corriente o las especiales
esperanzas mesiánicas del pueblo elegido 2. Jesús era para
ellos no sólo el Mesías prometido, sino el Mesías de la
promesa, tal como lo entendían en la sociedad judía. En
el cristianismo primitivo gentil, varias modificaciones del
tema relativo a Cristo y a la cultura combinaron una
preocupación más o menos positiva por la cultura con
una lealtad fundamental a Jesús. Los cristianos radicales
de épocas posteriores los han confinado generalmente al
limbo indiferenciado del compromiso o de un cristianis-
mo apóstata, pero, de hecho, existían entre ellos impor-
tantes diferencias. La actitud extrema, que interpreta a
Cristo totalmente en términos culturales y tiende a: elimi-
nar todo sentido de tensión entre él y la creéncia o cos-
tumbre social, estuvo representada en el mundo helenísti-
co por los cristianos gnósticos. Estos hombres -Basíli-
des, Valentín, el autor de Pistis Sophia, y similares- son
herejes a los ojos de muchos organismos de la Iglesia y
también a los ojos de los cristianos ra'dicales. Pero parece
que sé comportaron como creyentes leales. «Partiendo de
ideas cristianas, intentaron formular una teoría cristiana
de Dios y el hombre; la contienda entre católicos y gnós-
2. Sobre el Cristianismo judío, véase LIETZMANN H., Los Co-
m ienzos de la Iglesia Cristiana;
WElSS J., Historia del Cristicm1s-
m o Primitivo, vol. lI, pp. 707 ss.

9
ticos fue una lucha entre personas que se sentían cristia-
nas, no entre cristianos y paganos» 3.
Burkitt ha demostrado satisfactoriamente que, en el
pensamiento de tales gnósticos, «la figura de Jesús es
esenciaL y sin Jesús los sistemas se desmoronarían»; que
lo que ellos pretendían era reconciliar el evangelio con la
ciencia y la filosofía de su tiempo. Así como los defenso-
res de la fe en el siglo XIX intentaron exponer la doctrina
de Jesucristo en términos evolucionistas, también estos
hombres afrontaron la tarea de interpretarla a la luz de
las fascinantes ideas sugeridas por la astronomía ptole-
maica y por la psicología del tiempo para iluminar las
mentes, recurriendo a sus palabras «reclamo» soma-serna,
a su teoría de que el cuerpo era la tumba del alma 4. No
hay nada tan efímero en la historia como las teorías pan-
sóficas que florecen entre los iluminados de todos los
tiempos bajo el brillante sol de los últimos descubrimien-
tos científicos; y nada puede ser tan fácilmente descartado
por períodos posteriores como las especulaciones vanas.
Pero no vayamos a creer que los gnósticos se dejaron
arrastrar por la fantasía en mayor grado que ciertos hom-
bres de nuestros tiempos inclinados a considerar la psi-
quiatría como la clave para comprender a Cristo, o la
explosión nuclear como la respuesta a los problemas es-
catológicos. Se propusieron separar el evangelio de su
ropaje de nociones judías, bárbaras y anacrónicas sobre
Dios y la historia; levantar al cristianismo del nivel de la
creencia al nivel del conocimiento inteligente, e incremen-
tar así su atractivo y su poder 5. Emancipados como es-
taban de las groseras formas del politeísmo y de la idola-
tría, y conocedores de insondables profundidades espiri-
tuales del ser, expusieron una doctrina según la cual J esu-
cristo era un salvador cósmico de las almas, aprisionado
y confundido en el mundo material caído, revelador de

3. BURKITT F. C., Church and Gnosis, 1932, p. 8; cf. también


Cambridge Ancient History, vol. XII, pp. 467 ss; MCGIFFERT A. C.,
History of Christian Thought, vol. 1, pp. 45 ss.
4. BURKITT,Op. cit., pp. 29-35; 48; 51; 57-58; 87-91.
5. EHRHARD Albert, Die Kirche der Maertyrer, 1932, p. 130.

90
la erdadera sabiduría redentora, restaurador del conoci-
miento correcto acerca de los abismos del ser y acerca del
ascenso y el descenso del hombre 6. El elemento más evi-
dente en el esfuerzo de los gnósticos por acomodar el cris-
tianismo a la cultura de su tiempo es éste: su interpreta-
ción «científica» y «filosófica» de la persona y de la obra
de Cristo. Lo que no es ya tan evidente es la afirmación
de que semejante empeño entrañara su naturalización en
el seno de la civilización. El cristianismo así interpretado
se convirtió en un sistema filosófico y religioso, conside-
rado sin duda como el mejor y el único verdadero, pero
a fin de cuentas como uno más. En tanto que religión que
trata del alma, no impuso ninguna pretensión imperiosa
sobre la vida integral del hombre. Jesucristo era el sal-
vador espiritual, no el Señor de la vida; su Padre no era
la fuente de todas las cosas, sino el que las gobernaba.
Tocante a la Iglesia, el pueblo nuevo, tendían a sustituir-
la por una asociación de iluminados que podían vivir en la
cultura pero como quienes buscan un destino trascenden-
te a la misma y no como quienes viven en conflicto con
ella. La participación en la vida cultural no se debía a una
actitud de indiferencia, no suponía ningún problema con-
siderable. Un gnóstico no tenía razón alguna para negarse
a prestar homenaje al César o a participar en la guerra,
aunque quizá tampoco tuviera ninguna razón motriz,
aparte la presión social, para someterse a las costumbres
y a las leyes. Si estaba lo suficientemente iluminado para
no tomar en serio el culto popular y oficial de 'los ídolos,
también lo estaba para no convertir en una cuestión de
vida o muerte la negativa a rendirlo: se mofaba del mar-
tirio 7. En la versión gnóstica, el conocimiento de Jesu-
cristo era un asunto individual y espiritual, cuyo lugar

6. ef. BURKITT, op. cit., pp. 89-90. El pensamiento de los gnós-


ticos parecerá menos extraño y ajeno a los modernos estudiantes
de teología que se hayan familiarizado con las ideas de Nikolai
Berdiaev, que se llama a sí mismo un gnóstico :c ristiano. Véase
especialmente su obra La Libertad y el Espíritu, 1935.
7. IRENEo, Contra los Herejes, IV, xxxiii, 9; EHRHARD, op. cit.,
pp. 162, 170-71.

91
en la vida cultural era como el pináculo mismo de las
conquistas humanas. Era algo que las almas avanzadas
podían alcanzar, y que constituía su meta avanzada y re-
ligiosa. Tenía sus puntos de contacto con la ética: a veces
con una conducta muy rigurosa en la vida, otras con un
comportamiento despreocupado y hasta licencioso; pero
la ética se basaba en el mandamiento de Cristo, no en la
lealtad del creyente a la nueva comunidad. Era más bien
una ética de la aspiración individual a un destino total-
mente inabarcable por parte de un mundo material y so-
cial, y al mismo tiempo una ética de adaptación indivi-
dual e indiferente a dicho mundo. Desde el punto de vista
del problema de la cultura, el esfuerzo de los gnósticos
por reconciliar a Cristo con la ciencia y la filosofía de su
tiempo no era un fin, sino un medio. Lo que el gnóstico
logró por sí mismo -intencionadamente o no- como co-
rolario de este esfuerzo, fue la disminución de todas las
tensiones entre la nueva fe y el viejo orden. Qué medida
del evangelio retuvo, es harina de otro costal, aunque debe
señalarse que el gnóstico era selectivo tanto en su actitud
hacia la cultura como en su actitud hacia Cristo. Recha-
zó, al menos para él, lo que le parecía innoble en la cul-
tura, y cultivó lo que juzgaba ser más religioso y cris-
tiano 8.
El movimiento representado por el gnosticismo ha
sido uno de los más poderosos en la historia del cristia-
nismo, a pesar de la condenación lanzada por la, Iglesia
contra sus representantes más exagerados. Lo esencial de
este movimiento se define por la tendencia a interpretar
el cristianismo como una religión y no como una Iglesia,
o a interpretar la Iglesia como una asociación religiosa
. no como una nueva comunidad. Considera a Jesucristo
no sólo como revelador de verdades religiosas, sino tam-
8. Otro género de cristianismo cultural, en el período primi-
. -0, está representado por Lactancio y aquellos teólogos y esta-
cEstaS que, en el tiempo de las disposiciones de Constantino, pro-
curaron amalgamar el romanismo con la nueva fe. El esfuerzo ha
s: '0 e !i o de forma excelente por COCHRANE en su Christianity
e s'ca Culture, parte 1I, especialmente el capítulo V.
92
bién como Dios, objeto de culto religioso; pero no ve en
él ni al Señor de toda la vida, ni al Hijo del Padre, Crea-
dor y Gobernador de todas las cosas. Es un tanto simple
decir que el gnosticismo retiene la religión y rechaza la
ética del cristianismo; la aceptación de los ténninos «reli-
gión» y «ética» como característicos del cristianismo es
en sí una aceptación del punto de vista cultural, de una
concepción pluralística de la vida en la que la actividad
puede ser añadida a la actividad. La dificultad que entra-
ñan tales términos se evidencia en parte por el hecho, evi-
dente en el caso de los gnósticos, de que cuando eso que
se llama religión está separado de la ética se convierte en
algo muy distinto de lo que es en la Iglesia, y se concluye
así en una metafísica, en una «gnosis», en un culto de
misterios más que en una fe que presida toda la vida.
Los problemas suscitados por el gnosticismo tocante
a las relaciones de Cristo con la religión y de la religión
con la cultura se agudizaron con el desarrollo de la lla-
mada civilización cristiana. No cabe duda alguna de que
la sociedad medieval era intensamente religiosa, y de que
su religión era el cristianismo, pero la pregunta de si Cris-
to era o no el Señor de esta cultura no queda respondida
por la simple referencia a la preeminencia de la institu-
ción religiosa en el seno de dicha cultura, ni siquiera por
la alusión a la preeminencia de Cristo en dicha institu-
ción. En esta sociedad religiosa se plantearon los mismos
problemas sobre Cristo y la cultura que aturdieron a los
cristianos de la Roma pagana, y se registraron conatos de
solución igualmente divergentes. Es verdad que ciertas va-
riedades de monaquismo y algunas sectas medievales si-
guieron a Tertuliano, pero también lo es que en un Abe-
lardo podemos discernir el esfuerzo por responder a este
problema de modo parecido a como respondieron los
ristianos gnósticos del siglo n. Aunque el contenido del
pensamiento de Abelardo difiere en gran manera del de
los gnósticos, su espíritu es muy parecido. Da la impre-
ión de habérselas únicamente con la forma con que la
Iglesia manifiesta su creencia, ya que impide a los judíos
:" a otros no cristianos, especialmente a aquellos que re-

93
verencian y siguen a los filósofos griegos, el aceptar algo
con lo que están de acuerdo en sus corazones 9. Pero, cuan-
do afirma su fe, reduce sus creencias en Dios y en Cristo ·
y sus exigencias a nivel de la conducta, únicamente a lo
que encaja con lo mejor de la cultura. Hace de su fe un
conocimiento filosófico de la realidad y una ética enca-
minada a mejorar la vida. La teoría moral de la propicia-
ción de Cristo se ofrece como una alternativa no sólo re-
lativa a una doctrina que es difícil para los cristianos
como tales, sino también a toda la concepción del acto
definitivo (<<una vez para siempre») de la redención. Jesu-
cristo se ha convertido para Abelardo en el gran maestro
moral que «en todo cuanto hizo en la carne ... se propuso
nuestra instrucción» l 0, haciendo en un grado superior lo
que Sócrates y Platón habían hecho antes que él. De los
filósofos dice que «en su cuidado por el Estado y sus ciu-
dadanos " .. en la vida y en la doctrina demuestran una
perfección evangélica y apostólica, y llegan muy cerca o
al mismo nivel de la religión cristiana. De hecho están
unidos a nosotros por ese celo común por el triunfo mo-
ral» 11. Tal observación es reveladora no sólo de un espí-
ritu amplio y caritativo hacia los no cristianos, sino, y
esto es más significativo, de una comprensión peculiar del
Evangelio, manifiestamente distinta de la comprensión de
los cristianos radicales. La ética de Abelardo revela idén-
tica actitud. Uno busca en vano en su Scito te ipsum un
reconocimiento de las duras exigencias que el Sermón de
la Montaña impone a los cristianos. Lo que aquí se ofrece
es un compendio blando y liberal para personas buenas
que quieren obrar el bien, y para sus directores espiritua-
les 13. Ha desaparecido todo conflicto entre Cristo y la: cul-
tura; la .tensión que existe entre la Iglesia y el mundo se

9. Cf. MCCALLUM J. R., Abelard's Christian Theology~ 1948,


página 90.
10. ¡bid., p. 84.
11. ¡bid., p. 62; cf. DE WULF Maurice, History of Medieval Phi-
l osophy, 1925, vol. I, pp. 161-66.
12. M CC ALLUM J. R., Abelard's Ethics, 1935.

94
debe, en la estimación de Abelardo, a la falsa concepción
que la Iglesia se ha forjado de Cristo.

2. El «protestantismo cultural» yA. Ritschl

En la: cultura medieval, Abelardo fue una figura cul-


tural relativamente solitaria; pero, a partir del siglo XVIII,
han aumentado sus seguidores, y lo que era herejía se
convirtió en la nueva ortodoxia. Mil variaciones del tema
de Cristo y la cultura han sido formuladas por insignes
y modestos pensadores en el mundo occidental, por diri-
gentes de la sociedad y de la Iglesia, por teólogos y filó-
sofos. Dicho tema tiene sus versiones racionalista y ro-
mántica, conservadora y liberal. Luteranos, calvinistas y
sectarios, católicos romanos y protestantes, confeccionan
sus propias formas. En la perspectiva de nuestro proble-
ma, las palabras clave «racionalismo», «liberalisn10», «fun-
damentalismo», «integrismo», etc., no tienen un sentido
especial. Indican qué líneas divisorias atraviesan una so-
ciedad cultural, pero oscurecen además la unidad funda-
mental que reina entre los hombres que interpretan a
Cristo como un héroe de la cultura multiforme.
Entre estos hombres y movimientos podríamos citar a
un John Locke, para quien la Racionabilidad del Cristia-
nismo era de por sí una garantía para todos aquellos que
no sólo empleaban su razón, sino que la empleaban de
forma «razonable», hecho este característico d'e una cul-
tura inglesa que encontraba la vía media entre todos los
extremos. Leibnitz pertenece a este grupo, y, en lo funda-
mental, también Kant, con su traducción del evangelio
en una Religión dentro de los límites de la razón, ya que
en este caso la palabra «razón» significa también el ejer-
cicio particular del poder intelectual analítico y sintético,
característico de lo mejor de la cultura de su tiempo. Tho-
mas J efferson es un representante de este mismo grupo.
«Soy cristiano en el único sentido en que Jesucristo de-
seaba que alguien lo fuera», pero hizo esta declaración
tras haber extirpado cuidadosamente del Nuevo Testa-

95
mento las palabras de Jesús sobre su persona. Aunque las
doctrinas de Jesús, según Monticello, no sólo han llegado
a nosotros en forma mutilada y corrompida, sino que
además son deficientes en su presentación original, no
obstante, «a pesar de estas desventajas, nos ofrecen un
sistema moral, que, de ser completado en el espíritu y en
el estilo de los ricos fragmentos que nos legó, sería el
más perfecto y sublime que jamás nos haya enseñado
hombre alguno». Cristo hizo dos cosas: «1.a : Corrigió el
deísmo de los judíos, confirmándolos en su creencia en
el Dios único, y proporcionándoles nociones más justas
acerca de sus atributos y gobierno. 2. a : Sus doctrinas mo-
rales relativas a los allegados y amigos eran más puras y
perfectas que las doctrinas de los filósofos más correctos,
y muchísimo más que las doctrinas de los judíos. y todavía
llegan más lejos, porque inculcan la filantropía universal,
no ya únicamente hacia parientes y amigos, vecinos y com-
patriotas, sino también hacia todos los hombres, reunién-
dolos en una sola familia, unidos por los vínculos de la
caridad, la paz, las necesidades comunes y las comunes
ayudas» 13. Los filósofos, estadistas, reformadores, poetas
y novelistas que aclaman a Cristo con J efferson, repiten
estas mismas ideas; Jesucristo es el gran iluminador, el
gran maestro, el que dirige a todos los hombres en la cul-
tura hacia al consecución de la sabiduría, de la perfección
moral y de la paz. A veces es celebrado como el gran utili-
tarista, otras como el gran idealista, a veces como el hom-
bre de la razón, otras como el hombre del sentimiento.
Mas sean cuales fueren las categorías con que se le abor-
da, las cosas que defienden son fundamentalmente idénti-
cas: una sociedad pacífica, cooperativa, conseguida por
medio de la formación moral.
Muchos teólogos relevantes de la Iglesia del siglo XIX
se unieron al movimiento. El Schleiermacher de los Dis-
cursos sobre la Religión participó en el mismo, si bien
13. De una carta al Dr. Benjamin Rush, 21 de abril de 1803; en
FOR ER P. S., Basic Writings ot Thomas lettersan, pp. 660-662. Cf.
también Thomas JEFFERSON, The Lite and Marals O't lesUlS of Na-
zare th, extracted textually trom the Gospels.

96
esta actitud no es tan evidente en su escrito sobre La fe
cristiana. El primer escrito, una producción de sus añ.os
jóvenes, se dirige significativamente a «los cultos menos-
preciadores de la religión». Aunque la palabra «cultura»
signifique aquí el patrimonio especializado del grupo más
conscientemente intelectual y estético de la sociedad, es
evidente que Schleiermacher se dirige, como los gnósticos
y Abelardo antes que él, a los representantes de la cultura
en el sentido más amplio. Al igual que ellos, también él
cree que lo que los «cultos» encuentran ofensivo no es
Cristo, sino la Iglesia, sus enseñanzas y ceremonias; y
también él encaja en el patrón general porque habla de
Cristo en términos de religión. En esta perspectiva, Cristo
es pues no tanto el Jesucristo del Nuevo Testamento como
el principio de mediación entre lo finito y lo infinito. Cris-
to pertenece a la cultura, porque la cultura misma, sin un
«sentido y un gusto por lo infinito», sin una «música san-
ta» que acompañe a toda su obra, se vuelve estéril y co-
rrompida. Este Cristo de la religión no llama a los hom-
bres a abandonar el hogar y la familia por su causa; pe-
netra en sus hogares y en todas sus asociaciones como la
presencia graciosa que añade un sentido infinito a todas
las tareas temporales 14.
Karl Barth, en una apreciación y crítica brillantes,
subraya la dualidad y unidad de los dos intereses de
Scheliermecher: quería ser simultáneamente un teólogo
cristo-céntrico y un hombre moderno, participando plena-
mente en la labor de la cultura, en el desarrollo de'la cien-
cia, en el mantenimiento del Estado, en el cultivo de las
artes, en el ennoblecimiento de la vida familiar, en el pro-
greso de la filosofía ... y llevó a cabo esta doble tarea sin
ninguna sensación de tensión, sin el sentimiento de que
estaba sirviendo a dos señores. Tal vez Barth se forje un
concepto un tanto unitario y monolítico de Schleierma-
cher; pero ciertamente, en los Discu¡1sos sobre la Reli-
gión, al igual que en sus escritos sobre la ética, es un in-
discutible representante de aquellos que acomodan a' Cris-
14. Sobre la Religión. Traducido al inglés por John Oman,
1893; cf. pp. 246, 249, et passim.

ce 21 . 7 97
to a la cultura, al tiempo que seleccionan de la cultura
lo que casa mejor con Cristo 15.
Mientras el siglo XIX evolucionó desde Kant, Jefferson
y Schleiermacher a Hegel, Emerson y Ritschl, de la reli-
gión dentro de los límites de la razón a la religión de la
humanidad, el tema de «el Cristo de la cultura» fue bara-
jado una y otra vez de diferentes maneras, fue denunciado
por oponentes culturales a Cristo y por cristianos radica-
les, y se fundó en otras respuestas que procuraban man-
tener la distinción entre Cristo y la civilización al tiem-
po que mantenían su lealtad a ambos. Actualmente, con-
sideramos todo el período como la era del protestantismo
cultural aunque, al hacerlo, formulamos nuestra crítica a
sus tendencias con la ayuda de teólogos del siglo XIX como
Kierkegaard y F. D. Maurice. El movimiento hacia la iden-
tificación de Cristo con la cultura llegó sin duda alguna
a su punto álgido en la segunda mitad del siglo; el teólo-
go más representativo de ese tiempo, Albrecht Ritschl,
puede ser considerado como la mejor ilustración moder-
na del tipo «el Cristo de la cultura». A diferencia de Jef-
ferson y Kant, Ritschl se acerca Íntimamente al Jesucristo
del Nuevo Testamento. Efectivamente, él es en parte res-
ponsable de la intensa polarización de la investigación
moderna en torno al estudio de los evangelios y de la his-
toria de la Iglesia primitiva. Retiene una parte del credo
de la Iglesia mucho más considerable que la admitida
por los amantes culturales de Cristo y los menosprecia-
dores de la Iglesia. Se considera miembro de la comuni-
dad cristiana y cree que, sólo en su contexto, se puede
hablar adecuadamente del pecado y de la salvación. Pero
toma también en serio su responsabilidad en la comuni-
dad cultural, y está en el extremo opuesto al de su con-
15. BARTH Karl, Die Protestantische Theologie im 19. Jahr-
hundert, 1947, pp. 387 ss; ef. también BARTH K., «Schleiermacher»
en su Die Theologie und die Kirche, 1928, pp. 136 ss; BRANDT Ri-
chard B., The Philosophy of Schleiermacher, 1941, pp. 166 ss. La
unidad de la ética cristiana con la filosófica está afirmada inequí-
vocamente por SCHLEIERMACHER en su ensayo «Sobre el trato filo-
sófico de la idea de la virtud», en Saemmtliche Werke (Reimer),
parte III, vol. II, pp. 350 ss.

98
emporáneo Tolstoi en lo que respecta a su actitud hacia
la ciencia y el Estado, la vida económica y la tecnología.
La teología de Ritschl descansaba sobre dos pilares
fu ndamentales: no la revelación y la razón, sino Cristo
y la cultura. Rechazó resueltamente la idea de que podría-
mos o deberíamos iniciar nuestra auto crítica cristiana
buscando alguna verdad última de la razón, evidente para
todos, o aceptando la declaración dogmática de alguna
institución religiosa, o buscando en nuestra propia expe-
riencia algún sentimiento persuasivo o sensación de rea-
lidad. «La teología -escribió-, que debería exponer el
auténtico contenido de la religión cristiana en forma po-
sitiva, tiene que extraer su contenido del Nuevo Testa-
m ento y no de otra fuente» 16. El dogma protestante de la
autoridad de las Escrituras verifica, pero no constituye, el
fundamento de esta necesidad; la Iglesia no es el funda-
m ento de Cristo, sino que Cristo es el fundador de la
Iglesia. «La persona de su fundador es ... la clave de la
concepción cristiana del mundo y la norma del autojuicio
de los cristianos y de su esfuerzo mora!», y también la
norma que indica cómo unos actos específicamente reli-
giosos como la oración deberían llevarse a cabo 17. Así
p ues, Ritschl inicia resueltamente su labor teológica como
miembro de la comunidad cristiana, que no tiene otro
principio que el fijado por Jesucristo en el Nuevo Tes-
amento.
Pero, de hecho, tenía otro punto de partida, esta vez
en la comunidad cultural, que tiene como principio la vo-
untad del hombre para conseguir el dominio sobre la
naturaleza. Como hombre moderno y como kantiano,
Ritschl comprende la situación humana fundamentalmen-
e como conflicto del hombre con la naturaleza. El pen-
samiento popular proclama como la mayor conquista hu-
mana las victorias de la ciencia aplicada y de la tecnolo-
",,'a sobre las fuerzas naturales. No cabe duda de que el
16. RITSCHL A., R echtfer tigung und V ersoehnung, 3. a ed., 1 9,
-o . II, p . 18.
17. RrTSCHL A., La Doctrina Cristiana de la Justificacián
Reconciliación: E l Desarrollo Positivo de la Doctrina, 1900 .
mismo Ritschlquedó también impresionado por estas con-
quistas, pero lo que le preocupaba más hondamente como
pensador moral y como kantiano era el esfuerzo de la
razón ética para imprimir en la naturaleza misma la ley
interna de la conciencia, y para dirigir la vida intelectual
y social hacia la meta ideal de una existencia virtuosa en
una sociedad de personas virtuosas, libres pero interde-
pendientes. En la esfera ética, el hombre afronta un doble
problema: necesita no sólo subrayar su propia naturale-
za, sino también vencer la desesperación que surge de su
comprensión de la indiferencia del mundo natur-al exter-
no hacia sus sublimes intereses. Ritschl da por cierto la
«auto-distinción del hombre de la naturaleza y sus esfuer-
zos por mantenerse contra o por encima de ella» 18. El
hombre debe considerar la \ ida personal, sea en sí mis-
mo o en otro, como un fin en sí misma. Toda la obra cul-
tural arranca del conflicto con la naturaleza, y su meta es
la victoria de la existencia personal, moral, o la conse-
cución, por usar términos kantianos) del reino de los fi-
nes, o también en palabras del Nue o Testamento, el rei-
no de Dios.
Con estos dos puntos de partida Ritschl hubiera podi-
do convertirse en un cristiano del tipo intermedio, consa-
grado a la conjunción de ambos principios distintos, acep-
tando tensiones polares, o grados de existencia, o lo que
sea. Quizá se encuentren, dispersos en sus escritos, algu-
nos indicios de tales soluciones. Pero, en conjunto, no
encontró ningún problema. Las dificultades con que otros
cristianos tropezaron, las atribuyó a interpretaciones erró-
neas de Dios, de Cristo, y de la vida cristiana; se debían,
por ejemplo, al uso de ideas metafísicas más que de mé-
todos críticos que capacitasen a los hombres a compren-
der la verdadera doctrina de Dios y el verdadero signi-
ficado del perdón. En sus mismas teorías, para ser since-
ros, había dualidades pero ningún conflicto real, salvo
entre la cultura y la naturaleza. El cristianismo mismo
debía ser considerado como una elipse con dos focos, más

18. ¡bid. (trad. ingl.), p. 219; cf. pp. 222 ss.

100
que como un círculo con un solo centro. Un foco era la
justificación o el perdón de los pecados; el otro, la lucha
ética por la consecución de la perfecta sociedad de las
personas. Mas no había ningún conflicto entre estas ideas,
ya que el perdón significaba la compañía divina que ca-
pacitaba al pecador, después de cada derrota, a levantar-
se y reasumir sus combates éticos. Se daba asimismo
una dualidad entre la Iglesia y la comunidad cultural,
pero tampoco Ritschl encontró aquí conflicto alguno, y
atacó agudamente las prácticas monásticas y pietistas en-
caminadas a separar a la Iglesia del mundo 19. La Iglesia
cristiana era la comunidad en la que todo era referido a
Jesucristo, pero también era la verdadera forma de la so-
ciedad ética, en la que miembros de diferentes naciones
se unen en amor recíproco para la consecución del reino
universal de Dios 20. Asomaba también la dualidad entre
la vocación cristiana y la vocación humana; pero sólo el
catolicismo medieval ve en ella un conflicto. El cristiano
puede cumplir su vocación de buscar el reino de Dios
si, impulsado por el amor al prójimo, lleva a cabo su
obra en las comunidades morales de la familia y en la
vida económica, nacional y política. En efecto, «la fami-
lia, la propiedad privada, la independencia personal y el
honor (en obediencia a la autoridad)>> son bienes esencia-
les al bienestar moral y a la formación del carácter. A con-
dición de empeñarse en la obra cívica por causa del bien
común y por fidelidad a la vocación social de capa uno, es
posible seguir el ejemplo de Cristo 2\ Otra dualidad apun-
taba en el pensamiento de Ritschl entre la obra de Dios y
la obra del hombre; pero no una dualidad tal que com-
portara la mixtificación de los extremismos de los expo-
nentes anticristianos de la cultura, los cuales tienen en
cuenta la confianza cristiana en Dios más que en el esfuer-
zo humano. Dios y el hombre tienen en común la labor de

19. Cf. su Geschichte des Pietismus, 3 vals., 1880-1886.


20. Unterricht in der christlichen Religion, 1895, p. 5; Justifi·
cación y Reconciliación (trad. ingl.), pp. 133 ss.
21. Unterricht in der christlichen Religion, pp. 53-54; cf. Justi·
fic ación y Reconciliación, pp. 661 ss.

101
realizar el reino, y Dios opera en el seno de la comunidad
humana por medio de Cristo y de la conciencia, y no so-
bre ella desde el exterior. Hay dualidad, finalmente, en el
mismo Cristo, ya que él es simultáneamente sacerdote y
profeta, pertenece a la comunidad sacramental y a la co-
munidad orante de aquellos que dependen de la gracia, y
pertenece también a la comunidad cultural que, por me-
dio de la lucha ética en sus muchas instituciones, trabaja
por la victoria de los hombres libres sobre la naturaleza.
Pero tampoco aparece aquí ningún conflicto o tensión,
porque el sacerdote es mediador del perdón para que el
ideal del profeta pueda ser realizado, y el fundador de la
comunidad cristiana es al mismo tiempo el héroe moral
que determina un progreso inmenso en la historia de la
cultura 22.
Fue sobre todo gracias a la idea de reino de Dios cómo
Ritschl llegó a la reconciliación completa de Cristo con
la cultura. Si nos atenemos al sentido prestado por Ritschl
al t~rmino cultura, advertiremos hasta qué punto inter-
pretó a Jesús como un Cristo de la cultura, en estos dos
sentidos: como guía de los hombres en todos sus traba-
jos para realizar y conservar sus valores, y como el Cristo
que es comprendido por medio de las ideas culturales
del siglo XIX. «La idea cristiana del Reino de Dios -escri-
be Ritschl- indica la asociación del género humano, una
asociación que tanto extensiva como intensivamente es la
más completa, una asociación que se realiza a través de
la acción moral recíproca de sus miembros, una acción
que trasciende todas las consideraciones meramente na-
turales y particulares» 23 . Si aquí falta la esperanza esca-
tológica en Jesús como manifestación de Dios, también
falta su fe no escatológica en el gobierno presente del
Señor trascendente de cielos y tierra. Todas las referen-
cias se hacen al hombre y a la labor del hombre; la pa-
labra « D~os» parece una intrusión, y tal vez los ritschlia-
nos posteriores lo reconocieron cuando substituyeron la

22. Justificación y Reconciliación, cap. VI.


23. ¡bid.) p. 284.

102
frase «reino de Dios» con «fraternidad de los hombres».
Esta afirmación de la finalidad del esfuerzo humano en
la obra cultural está, además, totalmente en armonía con
el pensamiento del siglo XIX. Como ya hemos observado,
el concepto de reino de Dios que Ritschl atribuye a Jesús
es prácticamente idéntico a la idea kantiana del reino de
los fines; está íntimamente relacionado con la esperanza
de J efferson en una humanidad reunida en una sola fami-
lia «por los vínculos de la caridad, la paz, las necesidades
comunes y las ayudas comunes»; en sus aspectos políticos
es el ideal de Tennyson: «el Parlamento del Hombre y
la Federación del Mundo»; es la síntesis de los grandes
valores apreciados por la cultura democrática: la liber-
tad y el valor intrínseco de los individuos, la cooperación
social y la paz universal.
Pero debemos añadir, para ser justos con Ritschl, que
si él interpretó a Cristo en términos de cultura, también
seleccionó de la cultura aquellos elementos que eran más
compatibles con Cristo. Otros muchos movimientos se re-
gistraban en la floreciente civilización de finales del si-
glo XIX, además del idealismo kantiano sumamente ético
que, para Ritschl, era la clave de la cultura. Ritschl no
consiguió o pretendió, como otros, establecer un contacto
entre Jesucristo y las tendencias capitalistas, nacionalis-
tas o materialistas de su tiempo. Si empleó el cristianis-
mo como medio para un fin, escogió un fin más compa-
tible con el cristianismo de lo que fueron otras muchas
metas de la cultura contemporánea. Si seleccionó entre
los atributos del Dios de Jesucristo la cualidad única del
amor a expénsas de sus atributos de poder y de justicia,
aun así la teología que elaboró, aunque caricaturesca, era
manifiestamente cristiana. Además, Ritschl procuró hacer
j usticia al hecho de que Cristo cumplió por los hombres
to da's aquellas cosas que jamás ellos pudieron cumplir
por sí mismos en la cultura, ni aun con la imitación de
los ejemplos históricos. Cristo fue y sigue siendo el me-
diador del perdón de los pecados, y saca a la luz la inmor-
alidad que ningún esfuerzo ni sabiduría humanos pue-
en conseguir. La soberanía del hombre sobre el mundo

103
t iene sus limitaciones; el hombre está limitado por su
na turaleza corporal, por la multitud de fuerzas naturales
que él no puede domeñar y por «la ingente cantidad de
obstáculos que debe afrontar, incluidos aquellos en que
se apoya». Aunque el hombre «se identifique con las fuer-
zas motrices de la civilización humana», no puede vencer
con su trabajo el sistema de la naturaleza que se le opo-
ne. En esta situación, la religión y Jesucristo, como maes-
tro de una religión elevada, aseguran al hombre que está
cerca del Dios supnimundano, y le brindan la certidum-
bre de que está destinado a una meta supramundana 24.
Por supuesto, esto suena más como el Evangelio según
san Emmanuel que según san Mateo san Pablo.°
No es necesario exponer con mayores detalles la solu-
ción de Ritschl al problema de Cristo y la cultura, ni mos-
trar cómo la lealtad a Jesús induce a una participación
activa en toda obra cultural y a la preocupación por la
conservación de todas las grandes instituciones. Las lí-
neas generales son familiares a la mayoría de los cristia-
nos modernos, especialmente a los protestantes, aunque
nunca hayan oído el nombre de Ritschl ni hayan leído
sus obra"s. Debido en parte a su influencia, pero aún más
po rque fue un hombre representativo que expuso explí-
citamente ideas que estaban ampliamente difundidas y
hondamente arraigadas en el mundo antes de las guerras
mundiales, su concepción de Cristo y la cultura ha sido
e _ r oducida sustancialmente por centenares de teólogos
_- e esiásticos de primera línea. El evangelio social de
- _ er Rauschenbusch preconiza la misma interpretación
=c era de Cristo y del Evangelio, aunque con una fuerza
= 0 mayor y con una menor profundidad teológica.
H--.:--....a ~ en Alemania, Garvie en Inglaterra, Shailer Mat-
:::=- -si - D. C. Maclntosh en América, Ragaz en Suiza, y
~ - has, cada uno a su manera, consideran a Jesús
... 0 ---' :) ~= ~an exponente de la cultura ética y religiosa del

~ =- :- . Le eología popular condensa todo el evangelio

s.
cristiano en la fórmula: La Paternidad de Dios y la Fra-
ternidad del Hombre.
Respaldando todas estas cristologías y doctrinas de la
salvación, hay una noción común que forma parte del cli-
ma de opinión generalmente aceptado sin discusión. Es
la idea de que la situación humana se caracteriza funda-
mentalmente por el conflicto del hombre con la natura-
leza. El hombre, que es el ser moral, el espíritu intelec-
tual, arrostra fuerzas naturales impersonales, en su ma-
yoría fuera de sí mismo pero en parte inherentes a su
persona. Cuando el problema de la vida se concibe de
esta guisa, es casi inevitable que Jesucristo sea considera-
do y comprendido como el gran caudillo de la causa cul-
tural y espiritual, de la lucha del hombre por subyugar
a la naturaleza, y de sus aspiraciones a trascenderla. Esa
situación fundament al del hombre no es una situación de
conflicto con la naturaleza, sino con Dios. Jesucristo se
yergue como el centro de ese conflicto, como víctima y
mediador: este pensamiento, que es característico de la
Iglesia en su conjunto, parece estar totalmente ausente
de la teología cultural. En su opinión, los cristianos que
comprenden así el dilema humano y su solución, son os-
curantistas en la vida cultural del hombre y corruptores
del evangelio del Reino.

3. En defensa de la fe cultural

La difundida reacción en nuestro tiempo contra el pro-


testantisn10 cultural tiende a minusvalorar la importan-
cia de las respuestas de este tipo al problema de Cristo
y la cultura. Pero no nos sentimos impulsados a tratar
con olímpico desprecio esta posición, porque algunos de
sus críticos más severos comparten la actitud general que
pretenden impugnar, y porque es evidente que, como mo-
vimiento perenne, la culturación de Cristo es inevitable
y profundamente significativa de la extensión de su reino.
A menudo, el ataque fundamentalista al llamado libe-
ralismo -expresión con que se designa el protestantismo

1 -
cultural- es en sí mismo una muestra de lealtad cultural,
como se advierte en buena parte de los intereses funda-
mentalistas. No todos, pero sí muchos de estos antilibe-
rales se preocupan más por conservar las nociones cos-
mológicas y biológicas de antiguas culturas, que no por la
soberanía de Jesucristo. Su prueba de lealtad a Cristo se
reduce a la aceptación de viejas ideas culturales sobre la
forma de la creación y de la destrucción de la tierra. Más
significativo aún es el hecho de que las costumbres que
asocian a Cristo relevan menos del Nuevo Testamento
que de los hábitos sociales que ellos han heredado, supe-
rando en esto a sus oponentes. El movimiento que iden-
tifica la obediencia a Jesucristo con las prácticas prohibi-
cionistas y con la conservación de la primitiva organiza-
ción social americana, es un tipo de cristianismo cultural,
aunque la cultura que procura conservar difiera de la que
honran sus rivales. Otro tanto cabe decir de la crítica
cristiano-marxista al «cristianismo burgués» de liberalis-
mo democrático e individualista. Asimismo, la reacción
católica romana contra el protestantismo de los siglos XIX
y XX parece estar motivada con harta frecuencia por un
deseo de retorno a la cultura del siglo XIII: a las institu-
ciones religiosas, económicas y políticas y a las ideas filo-
sóficas de otra civilización que no es la nuestra. Mientras
el ataque contemporáneo al protestantismo cultural siga
esos derroteros, no será más que una riña familiar entre
personas que están sustancialmente de acuerdo en los
puntos básicos, a saber, que Cristo es el Cristo de la cul-
tura y que la tarea suprema del hOlnbre consiste en man-
tener su mejor cultura. Nada hay en el movimiento cris-
tiano tan similar al protestantismo cultural como el ca-
tolicismo cultural, y nada más afín al cristianismo ale-
mán que el cristianismo americano, ni nada más parecido
a una iglesia de clase media que una iglesia de clase obre-
ra. Los términos difieren, pero la lógica es siempre la
misma: Cristo es identificado con lo que los hombres
conciben como su mejor ideal, como sus más nobles insti-
tuciones y como su mejor filosofía.
Como en el caso de la respuesta radical, también aquí

106
hay valores que permanecen ocultos a los ojos de sus de-
tractores. No cabe duda de que la culturación de J esu-
cristo ha contribuido poderosamente en la historia a la
extensión de su poder sobre los hombres. La afirmación
de que la sangre de los mártires es semilla de la Iglesia
no es probablemente más que una verdad a medias. Los
hombres de la antigüedad quedaban impresionados por la
constancia de los cristianos que se negaban a claudicar
ante las exigencias populares y oficiales de conformarse a
las costumbres, pero tan1bién se sentían atr aídos por la ar-
monía del mensaje cristiano con la filosofía moral y religio-
sa de sus mejores maestros, y por el acuerdo de la conduc-
ta cristiana con la de sus héroes ejemplares 25. A fin de
cuentas, la cultura, como la Iglesia, tiene sus mártires;
también sus tumbas han sido semilleros de movimientos
regeneradores en la sociedad. Los helenistas podían descu-
brir ciertas semejanzas entre Jesús y Sócrates, del n1is-
IDO modo que los hindúes de nuestro tiempo advierten la
existencia de rasgos comunes entre la muerte de Cristo
y la de Gandhi. Aunque el objetivo de muchos cristianos
que interpretan a Cristo como el Mesías de una cultura
sea la salvación o la reforma de dicha cultura más que
la difusión del poder de Cristo, contribuyen, sin embargo,
en gran manera a la consecución de este segundo punto
porque ayudan a los hombres a comprender el evangelio
en el lenguaje propio de los hOlnbres, su carácter por
medio de las imágenes que les son propias, y su revela-
ción de Dios con la ayuda de su propia filosofía. Rara-
men te consiguen -si lo consiguen alguna vez- llegar a
este resultado por sí mismos, ya que otros cristianos que
se debaten con el problema del cristianismo y la cultura,
aparte de los radicales que rechazan la cultura, llevan a
cabo la mayor parte de la empresa; admitamos sin em-
bargo que los cristianos culturales prestan un fuerte ím-
petu en esta dirección. Que la traducción del evangelio
25. La atracción de la dualidad del cristianismo sobre los pa-
ganos en el siglo II ha sido muy bien descrit a por el profesor
H . LIETZMANN en su obra La Fundación de la I glesia Universal)
1938. ef. también NOCK A. D., Conversion) 1933.

107
en la «lengua vernácula» tenga sus peligros, es algo evi-
dente en las aberraciones de este grupo, pero también lo
es que el evitar tales peligros no permitiendo la traduc-
ción del evangelio es una invitación a dejarlo enterrado
en el lenguaje muerto de una sociedad extraña. Los críti-
cos del protestantismo cultural que preconizan un retorno
a las formas bíblicas de pensamiento, parecen olvidar con
harta frecuencia que en la Biblia están representadas mu-
chas culturas, y que así como no hay un lenguaje bíblico
único, tampoco hay ninguna cosmología o psicología bí-
blicas. La palabra de Dios, tal como está dirigida a los
hombres, viene en vocablos humanos; y los vocablos hu-
manos son cosas culturales, junto con los conceptos con
que están asociados. Si los escritores del Nuevo Testa-
mento hubieron de utilizar palabras como «Mesías», «Se-
ñor» y «Espíritu» al hablar de Jesús, Hijo de Dios, sus
intérpretes y los intérpretes de Jesucristo mismo sirven
también a la misma causa empleando palabras como «Ra-
zón», «Sabiduría», «Emancipador» y «Epipháneia».
Los cristianos culturales prestan a la extensión del
reino de Jesucristo una contribución particular, recono-
cida a regañadientes por los que hacen de la llamada de
Cristo a los humildes un motivo de orgullo. Los cristia-
nos culturales tienden a dirigirse a los grupos rectores
de la sociedad, hablan a los detractores cultos de la reli-
gión, usan el lenguaje de los círculos más sofisticados, de
aquellos que están familiarizados con la ciencia, la filo-
sofía y los movimientos políticos y económicos de su
tiempo. Son misioneros para la aristocracia y la clase me-
dia, o para los grupos que alcanzan el poder en una civili-
zación. En estas circunstancias, pueden participar -aun-
que no precisen de ello- de la conciencia de clase de
muchos a quienes se dirigen, y pueden tomarse la moles-
tia de mostrar que no pertenecen al rebaño vulgar de fas
ignorantes seguidores del Maestro. Esto constituye una
falta lamentable, pero es el mismo pecado en que caen
aquellos que se enorgullecen de su posición baja en la
sociedad y agradecen menos a Cristo el compartir su hu-
milde suerte que el «derribar a los poderosos de su tro-

108
no». Aparte de estas consideraciones, parece cierto que
la conversión al cristianismo de los grupos dirigentes en
una sociedad ha sido tan importante para la misión de la
Iglesia como la conversión directa de las masas. Pablo es
una figura simbólica que representa, en su conversión y
en su poder, a centenares de antiguos detractores cultos
de Cristo que se convirtieron después en sus siervos.
La posición propia del «Cristo de la cultura» en es-
tas y otras formas, hace efectivo el significado universal
del evangelio y da sentido a la verdad de que Jesús es
el salvador, no de un reducido grupo selecto de santos,
sino de todo el mundo. También pone claramente de re-
lieve ciertos datos de la enseñanza y la vida del Jesucris-
to del Nuevo Testamento que los cristianos radicales pa-
san por alto. Jesucristo, por ejelnplo, fue un personaje
importante de su tiempo. Ratificó las leyes de su socie-
dad. Buscó y envió a sus discípulos para recoger las ove-
jas perdidas de su propia casa de Israel. No se refirió
únicamente al final de los tiempos, sino también a los
juicios temporales, tales como la caída de la torre de Si-
loé y la destrucción de Jerusalén. Intervino en las ban-
derías políticas de su nación y de su tiempo. Aunque era
más que un profeta, fue también un profeta que, como
Isaías, se preocupó por la paz de su ciudad. Juzgaba que
ningún valor temporal era tan grande como la vida del
alma, pero curó a los enfermos físicos mientras les per-
donaba sus pecados. Estableció ciertas distinciones entre
los principios fundamentales y las tradiciones ' de poca
monta. Descubrió que algunos hombres sabios de su tiem-
po estaban más cerca del reino de Dios que otros. Aunque
ordenó a sus discípulos que buscaran el reino por encima
de todo lo demás, no les aconsejó que menospreciaran
otros bienes. Tampoco fue indiferente a la institución de
la: familia, al orden en el templo, a la libertad de los opri-
midos temporalmente, y al cumplimiento del deber p or
parte de los poderosos. La preocupación de Jesús p or el
otro mundo estuvo siempre unida a su preocupación po
este mundo. Su proclamación y demostración de la a :.ó=-
divina es inseparable de los mandamientos que da a s
hombres para que no sean indolentes aquí y ahora: su
reino futuro se incrusta en el presente. Aunque sea un
error considerar lo como a un hombre sabio que enseña
una sabiduría secular, o como a un reformador preocupa-
do por la reconstrucción de las instituciones sociales, de-
bemos admitir sin embargo que tales interpretaciones sir-
ven al menos para equilibrar los errores opuestos con-
sistentes en presentarlo como una persona que no tenía
interés alguno por los principios con que se guiaban los
hombres en su vida presente en el seno de una sociedad
maldita, como si los ojos de Jesucristo estuvieran exclu-
sivamente fijos en la Jerusalén que había de bajar de los
cielos.
Pa"r a el cristiano radical, todo el mundo entero, excep-
to la esfera en que la soberanía de Cristo es explícita-
mente reconocida, es un reino indiferenciado de tinieblas.
Los cristianos culturales observan sin embargo la exis-
tencia de ciertas diferencias entre los diversos movimien-
tos de la sociedad; cuando analizan dichos movimientos,
no sólo advierten puntos de contacto con la misión de la
Iglesia, sino que quedan además capacitados para traba-
jar por la transformación de la cultura. Los radicales re-
chazan a Sócrates, a Platón y a los estoicos, junto con
Aristipo, Demócrito y los epicúreos; parece que juzgan
por igual la tiranía y el imperio; para ellos, tanto los ban-
doleros como los soldados ejercen la violencia; las figuras
labradas por Fidias son tentaciones más peligrosas de
idolatría que las hechas por un artesano hábil; la cultura
moderna es un todo indiscriminado, individualista y egoís-
ta, secularista y materialista. El cristianismo cultural, en
cambio, advierte la existencia de factores muy dispares en
el seno de cualquier civilización, y descubre que, en cierto
sen tido, Jesucristo avala movimientos filosóficos que bus-
can la unidad y el orden del mundo, movimientos de ín-
do e moral tendentes a la autonegación y a la preocupa-
c ' Ó::l por el bien común, preocupaciones políticas por la
~ ::' a, e intereses eclesiales por la sinceridad en la reli-
~ ó::t. Toman, pues, contacto con la cultura, y presentan a
Je ' o::no el hombre sabio, el profeta, el verdadero sumo
sacerdote, el juez incorruptible, el reformador apasionado
por el bien del hombre de la calle, y prestan así su apoyo
a las fuerzas que luchan contra la corrupción secular.
Los gnósticos contribuyen a que la Iglesia no se convierta
en una secta cerrada; Abelardo prepara el camino a la
iluminación filosófica y científica de la sociedad medieval
y a la reforma del sistema penitencial; los protestantes
culturales predican el arrepentimiento a una cultura in-
dustrial amenazada por peculiares corrupciones.
A todo esto se objetará que la cultura es tan variada
que el Cristo de la cultura se convierte en un camaleón;
que la palabra «Cristo» en esta perspectiva no es más que
un término honorífico y emocional por cuyo medio cada
época aplica una cualidad númica a sus ideales personi-
ficados. Esta palabra designa ahora a un hombre sabio, o
bien a un filósofo, después a un monje, más adelante a
un reformador, luego a un demócrata, y más tarde a un
rey. Esta objeción no carece de validez. ¿En qué se pa-
rece el héroe sobrenatural fautor de maravillas de un
culto de misterios cristianos y el «Camarada Jesús» que
tiene su «carnet del partido»? ¿ O el maestro de una sabi-
duría mejor que la estoica con el «Hombre a quien nadie
conoce»? No obstante, pueden aducirse dos argumentos
en defensa de los cristianos culturales. Primero, claro
está, que Jesucristo ofrece muchos aspectos, y que in-
cluso las caricaturas ayudan a veces a fijar la atención
en determinados rasgos que, de lo contrario, s~rían igno-
rados. Segundo, que el hecho de que los cristianos hayan
descubierto ciertas afinidades entre Cristo y los profetas
hebreos, los filósofos morales de Grecia, los estoicos ro-
manos, Spinoza, Kant, los reformadores humanitarios y
los místicos orientales, quizá no sea un indicio de inesta-
bilidad cristiana sino de una cierta estabilidad 'e n la sabi-
uría humana. Aunque, sin Cristo, sea difícil descubrir
a cierta unidad en lo que a veces se ha dado en llamar
~a gran tradición de la cultura, con su ayuda sí es posible
. cernir dicha unidad. Uno siente la tentación de formu-
~ar esta noción teológicamente, diciendo que el Espíritu
::-ocede no sólo del Hijo sino también del Padre, y que
con la ayuda del conocimiento de Cristo es posible dis-
cernir entre los espíritus del tiempo y el Espíritu que pro-
viene de Dios.

4. Objeciones teológicas

No sólo los miembros de la Iglesia sino también los


no cristianos a quienes Jesús ha sido presentado como el
Cristo de la cultura, formulan objeciones a esta interpre-
tación. Los gnósticos cristianos son asediados tanto por
los escritores paganos como por los ortodoxos cristianos.
El liberalismo cristiano es rechazado por John Dewey,
pero también por un Karl Barth. A los marxistas les dis-
gusta el socialismo cristiano tanto como a los ortodoxos
calvinistas y luteranos. No es asunto nuestro analizar es-
tas objeciones formuladas del lado de la cultura. Importa,
sin embargo, subrayar que el cristianismo cultural no es
más eficaz en la conquista de discípulos para Cristo que
el radicalismo cristiano. Su objetivo es siempre presentar
el evangelio a una sociedad no creyente, o a algún grupo
especial, como la «intelligentsia», los liberales políticos o
los conservadores, los trabajadores, aunque a menudo no
logre sus propósitos por no ir lo bastante lejos, o por-
que es sospechoso de introducir un elemento que debili-
taría el movimiento cultural. Parece imposible eliminar
la ofensa que implica el hecho de Cristo y su cnlz, ni tan
sólo por medio de estas acomodaciones. Los cristianos
culturales comparten la limitación general con que tro-
pieza el cristianismo, tanto si lucha como si se alía con el
«mundo».
Aunque los evangelistas del Cristo de la cultura no lle-
guen lo bastante lejos como para cumplir las exigencias
de los hombres cuya lealtad se inclina primordialmente
del lado de los valores de la civilización, no obstante, al
parecer de sus compañeros en la fe de otras escuelas, van
demasiado lejos. Arguyen que las respuestas culturales al
problema de Cristo y la cultura presentan una tendencia

112
dominante a distorsionar la figura del Jesús del Nuevo
Testamento. En sus esfuerzos de acomodación, los gnósti·
cos y protestantes culturales sufren la extraña pasión de
escribir evangelios apócrifos y nuevas vidas de Jesús. Se-
leccionan algunos fragmentos de la compleja historia e
interpretación del Nuevo Testamento, y, tras haberlos ela-
borado, los consideran como la característica esencial de
Jesús; de esta manera, reconstituyen a su gusto la figura
mística del Señor. Otros seleccionan los primeros versÍCu-
los del cuarto evangelio, otros el Sermón de la Montaña,
y otros el anuncio del reino, como la clave de su cristolo-
gía. Siempre hay algo que parece cuadrar con los intereses
y necesidades de su tiempo. El punto de contacto que
procuran encontrar con sus oyentes domina todo el ser-
món y, a veces, el retrato que ofrecen de Cristo es poco
más que la personificación de una o.bstracción. Jesús pue-
de ser entonces, según los casos, el contenido del conoci-
miento espiritual, o de la razón lógica, o del sentido del
infinito, o de la ley moral interna, o del amor fraterno.
A la postre, estas descripciones caprichosas se desvane-
cen ante la fuerza de la historia bíblica. Con o sin las ac-
ciones de obispos y concilios, el testimonio del Nuevo
Testamento se mantiene contra tales interpretaciones. En
el siglo II, la formación del Canon del Nuevo Testamento,
en el XIX y XX la labor continua de investigadores bíbli-
cos, nos afirman que Jesucristo no es así. Es más grande
y más inusitado de lo que indican estos retratos. Los evan-
gelios apócrifos y las nuevas vidas de Jesús contienen ele-
mentos que le son ajenos; el Cristo bíblico dice y hace
cosas que no se encuentran en ellos. Tarde o temprano, se
h ace evidente que el ser sobrenatural era un hombre de
carne y hueso; que el místico era un maestro de moral;
que el maestro de moral era un hombre que arrojaba
demonios por el poder de Dios; que el encarnado espíritu
de amor era un profeta de la ira; que el mártir de una
causa justa era el Señor Resucitado. Es evidente que sus
m andamientos son más ra'dicales que la reconciliación
ritschliana de su ley con los deberes del individuo; y que
el concepto de misión que Cristo tenía, jamás se adaptará

ce 21 .8 113
al patrón de un emancipador de opresiones meramente
humanas.
El número de objeciones especiales de este género for-
muladas contra la's interpretaciones del «cristianismo de
la cultura» podrían multiplicarse; pero, abundantes o no,
se convierten en la base de la acusación de que esa leal-
tad a la cultura contemporánea ha falseado de tal ma-
nera la lealtad a Cristo, que Jesús de Nazaret ha sido sus-
tituido por un ídolo que lleva su propio nombre. La acu-
sación ha sido formulada a menudo con excesiva violen-
cia y resulta un tanto ambigua. Además, ningún tribunal
humano, y mucho menos un tribunal cristiano, está auto-
rizado para calcular la medida de lealtad y traición de los
discípulos cristianos. No obstante, precisamente porque
existe un peligro evidente en la posición cristiana cultu-
ral, la mayor parte del movimiento cristiano la ha recha-
zado -resueltamente, con una firmeza superior a la desple-
gada para condenar la posición opuesta, la actitud ra-
dical.
Como en el caso de los creyentes exclusivistas, el cris-
tianismo cultural tropieza con problemas teológicos en
los que se trasluce hasta qué punto las teorías sobre el
pecado, la gracia y la Trinidad están involucradas en lo
que parece ser tan sólo problemas de índole práctica.
Los extremos se tocan, y por esto los defensores del «cris-
tianismo de la cultura» son extrañamente similares a los
representantes de la tendencia del «cristianismo contra la
cultura», tanto en su actitud general respecto de lá teolo-
gía de la Iglesia, como en las posiciones teológicas espe-
cíficas que adoptan. Sospechan de la teología, como lo
hacen los radicales, aunque por una razón opuesta: los
radicales la consideran como una intrusión de la sabidu-
ría humana en la esfera de la revelación, y los culturales
la estiman irracional. Al igual que sus oponentes, los cris-
tianos culturales tienden a sepa'r ar la razón de la revela-
ción, pero su valoración de estos dos principios es res-
pecti, amente diferente. La razón, al parecer de los cul-
turales, es el camino real que conduce al conocimiento
de Dios y de la salvación; Jesucristo es para ellos el gran

11-1
maestro de Ía verdacÍ y boncÍacÍ racionaÍes, o eÍ genio que
brota en la historia de la razón religiosa y moral. De ahí
que la revelación sea o bien el ropaje fabuloso en que la
verdad inteligible se ofrece a quienes son cortos de alcan-
ces, o bien es el calificativo religioso aplicado a un pro-
ceso que es esencialmente el incremento de la razón en la
historia. Ésta es la tendencia general en el pensamiento
de los cristianos culturales; pero, así como los radicales
no pueden prescindir absolutamente de la razón, tampoco
los culturales pueden proceder en su razonamiento sin
apoyarse en el hecho histórico puramente dado, y sin re-
ferirse a una automanifestación por parte de ese ser de
que se ocupa la razón cuando trata del Infinito y de la ley
moral. El cristiano gnóstico va de la mano del cristiano
radical en la confesión de que el Verbo se hizo carne y
en una dependencia constante del Jesús que sufrió bajo
Poncio Pilato. El cristianismo es perfectamente razona-
ble para John Locke, pero requiere algo que sobrepasa
la razón, y que este hombre razonable no puede rehusar
razonablemente: el reconocimiento de que Jesús es el
Cristo. Aunque los ritschlianos estimen que Jesús perte-
nece a la historia de la razón práctica que se desarrolla
en el hombre, confiesan que el perdón de los pecados en-
cierra un elemento suprarracional; y aunque llamarle
Hijo de Dios es un inteligible juicio de valores, tan1bién
debe ser llamado así en otro sentido no tan inteligible
como el primero. Existe además un imponderable irracio-
nal, que no se debe -como pretenden a menudo los cris-
tianos radicales- a una cobardía de los racionalistas que
les lleva a doblegarse ante la autoridad eclesiástica o la
costumbre cristiana popular, por motivos de ventajas per-
sonales e inconfesables, sino más bien al hecho de que
su propio razonamiento no sólo está históricamente con-
dicionado por la presencia de Jesús en su historia perso-
nal y social, sino también porque depende lógicamente
de la aceptación de una convicción cuya paternidad no
puede proceder de la razón.
Estos dos puntos están estrechamente relacionad os.
Cabe la posibilidad de formularlos un tanto negati\-am D -

1 -
te, diciendo que Jesucristo en la historia es un caso test
inevitable de todo este racionalismo cristiano. Si su apa-
rición fue más un accidente que el Verbo hecho carne,
más un acontecimiento fortuito que una manifestación
del modelo y designio último en las cosas, entonces todo
el razonamiento de los racionalistas cristianos es erróneo;
y, poco o mucho, lo admiten así explícitamente. Si Jesús
no es únicamente el Cristo, ni la realización de todas las
promesas del significado de toda la historia insertas en la
historia huma'n a, ni el único por el que pueda seleccio-
narse lo que es prometedor y significativo en dicha his-
toria ... , entonces su razonamiento ha caído en el error,
porque no está de acuerdo con la naturaleza de las cosas.
Si Jesucristo, obediente a su propia ley moral con una
obediencia completa, no ha resucitado de los muertos; si
el amor o la obediencia pura concluyó en impotencia y
nulidad.", entonces todo ese razonamiento acerca de lo
que se requiere del hombre y de lo que le es posible se
desvanece ante la realidad de los hechos. Pero, en todos
estos aspectos, los cristianos culturales entrevén, y en
parte reconocen, la presencia de una revelación que no
puede ser completamente absorbida por la razón.
Los extremos parecen encontrarse también en los pun-
tos de vista cristianos cultural y radical sobre el pecado,
la gracia y la ley, y también sobre la Trinidad. La idea de
una depravación extensiva a todos los hombres, y que
abarca integralmente la naturaleza humana, es extraña a
ambos; unos y otros tienden a emplazar el peéado por
una parte en las pasiones animales y, por otra, en ciertas
instituciones sociales. Para los radicales, la cultura entera
se halla involucrada en el pecado; el cristiano cultural, en
cambio, puede confinar el mal en el ámbito de unas cuan-
tas instituciones perversas, previamente seleccionadas, ta-
les como una religión ignorante y supersticiosa, o las cos-
tumbres competitivas que tientan a todos los hombres al
egoí mo, o a ciertas «fuerzas del mal superpersonales»,
,-- omo as llama Rauschenbusch. Pero ambos están dis-
p eS-OS a afirmar la existencia de un reino libre de peca-
o:e ca o la santa comunidad, en el otro una ciuda-
dela de justicia en la cima más elevada del espíritu per-
sonal. En la razón pura, en el momento de la gnosis, en
la intención pura que precede al acto, en la vida religiosa
y personal límpida y perdonada, o en la oración, el hom-
bre trasciende el mundo del pecado y, desde ese reducto,
avanza para vencer el mal en su naturaleza y en la socie-
dad. Pero también aquí se oye el eco de que «si decimos
que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mis-
mos». Kant entiende aquí el mal radical que corrompe la
intención, y Rudolf Qtto hace aflorar a la consciencia el
sentido creatúrico de inmundicia ante el Dios Santo, pro-
pio de la razón creada. Al tiempo que el cristiano cultural
se dirige a este conocimiento, también se dirige a sus
compañeros en la fe, que tienen pensamientos menos opti-
mistas acerca de las conquistas humanas en el ámbito
moral y religioso, y que no experimentan tanta confianza
en la existencia de un reducto donde 'el hombre pueda en-
contrar una palanca para su esfuerzo de arrancar al mun-
do de su amargura.
Como sus oponentes radicales, los adeptos del cristia-
nismo de la cultura se inclinan del lado de la ley al tratar
del binomio ley y gracia. Por obediencia' a las leyes de
Dios y de la razón, especulativa y práctica, los hombres
pueden Ca su juicio) alcanzar el elevado destino de cono-
cedores de la Verdad y ciudadanos del Reino. La acción
divina de la gracia es una ancilla de la empresa humana;
a veces parece como si Dios, el perdón de los pecados, in-
cluso las oraciones de acción de gracias, sean medios para
un fin, y un fin humano al fin y al cabo. Es bueno creer
en la gracia si se quiere alcanzar la deiformidad o reafir-
mar su señoría sobre la naturaleza. El cristianismo cul-
tural, siquiera en los tiempos modernos, ha engendrado
siempre movimientos que apuntan al extremismo de un
humanismo seguro de sí mismo, que juzgó la doctrina de
la gracia -y más aún, la confianza en ella- como degra-
dante para el hombre y desalentadora para su voluntad.
Pero también han impulsado movimientos en sentido
opuesto, hecho éste que nos da la medida de la p aradoja
en que se mueven, es decir, lo que a fin de cuenta _i~'-
fica que debemos trabajar nuestra salvación con temor y
temblor, porque es Dios el que obra en nosotros el querer
y el obrar. No importa con qué medida de audacia el ra-
cionalismo proclama que la teología de la gracia es irra-
cional; en definitiva, parece llegar también a la humilde
confesión de que el reino de Dios es simultáneamente un
don y una tarea. Se tropieza siempre con el problema
m'ás antiguo.
Finalmente, debemos subrayar que estos esfuerzos por
interpretar a Jesús como el Cristo de la cultura implican
el problema trinitario. Los cristianos radicales -al me-
nos los modernos- consideran el desarrollo de la teolo-
gía trinitaria como el resultado de una introducción de
la filosofía cultural en la fe cristiana, más que como una
consecuencia de los esfuerzos de los creyentes por com-
prender lo que creen. Pero a los cristianos devotos de la
filosofía tampoco les gusta la fórmula. Este movimiento
tiende a identificar a Jesús con el espíritu divino inma-
nente que actúa en los hombres. Pero surge entonces el
problema de cuál es la relación de este principio inma-
nente, racional, espiritual y moral, con la naturaleza y el
poder que lo produce y lo gobierna. El gnóstico procura
resolver el problema por medio de intrincadas especula-
ciones; y el radical moderno, tras haber rechazado todos
los argumentos de la naturaleza acerca de Dios, se pre-
gunta angustiadamente si Dios existe, si los juicios de va-
lores que el hombre religioso y moral emite son también
juicios sobre la existencia. La razón está en que no puede
evadirse del problema de la vida cultural y ética: ¿hayo
no acuerdo alguno entre el poder que se manifiesta en el
terreno y en el fuego y el poder que habla con la voz silen-
ciosa, queda, interior? Lo que trasciende al hombre cuan-
do se compara con la naturaleza, ¿ es una fuerza inmise-
ricorde y ciega, o es el Padre de Jesucristo? La relación
de Jesucristo con el Creador Todopoderoso de cielos y
tierra no es en definitiva un problema de índole especu-
lativa para el hombre preocupado por la conservación de
la cultura, sino su problema fundamental. Se lo plantea
no sólo a consecuencia de sus visiones escatológicas, cuan-

118
do contempla «una condenación lenta, segura, inmiseri-
corde, una densa tiniebla sobre el mundo que sus ideales
han forjado», sino también a consecuencia de toda su
construcción, cuando descubre que su ciencia y su arqui-
tectura no pueden prevalecer si no están ordenadas de
acuerdo con unas normas determinadas de la naturaleza.
El espiritualismo y el idealismo del cristianismo cultural
deben afrontar el naturalismo; y, en este encuentro, a ve-
ces descubren que han abrazado sólo una tercera parte
de la verdad cuando dicen que Dios es Espíritu. Y otros
problemas surgen, cuando los acontecimientos históricos
manifiestan la presencia en la civilización de espíritus in-
manentes que contradicen el espíritu de Cristo. Se hace
más o menos evidente que no es posible confesar honra-
damente que Jesús es el Cristo de la cultura si uno no
puede confesar algo que sea muy superior a esto.

119
IV. Cristo por encima de la cu ltu ra

1. La Iglesia del centro

Los intentos de un análisis a cualquier nivel, nos lle-


van siempre a distinguir precisamente entre dos clases
de personas, cosas o movimientos. La bisección parece
ser la distinción correcta. Las cosas existentes, creemos,
deben ser espirituales o físicas; las espirituales, raciona-
les o irracionales; las físicas, materia o energía. Así pues,
cuando intentamos comprender el cristianismo, dividimos
a sus adeptos en los «nacidos una vez» y en los «nacidos
dos veces» o regenerados; a sus comunidades, en iglesias
y sectas. Esta propensión intelectual tal vez tenga algún
punto de contacto con la tendencia primitiva, invencible,
de pensar en términos de «1os de dentro» y «1os de fue-
ra», del yo y el otro. Sean cuales fueren sus causas, el
resultado de tal bisección inicial eS que siempre nos que-
damos con gran número de casos intermedios. Cuando es-
tablecemos la distinción entre negro y blanco, la mayoría
de los casos que debemos analizar resultan ser grises.
Cuando dividimos las comunidades cristianas . en iglesias
y sectas, la mayoría de ellas parecen ser híbridas. Otro
tanto cabe decir del problema que estamos tratando. Si
Cristo y la cultura son los dos principios que preocupan
a los cristianos, resultará entonces que la mayoría de
ellos son criaturas contemporizadoras que, de una forma
u otra, se las apañan para combinar un tanto irracional-
mente una devoción exclusivista a un Cristo que rechaza
la cultura con la devoción a una cultura que indu) e a
Cristo. Los cristianos parecen ofrecer toda la gama de
matices posibles entre la posición de la Primera Carta e
Juan y la de los gnósticos, entre Benito de Nursia y A
lardo, entre Tolstoi y Ritschl.
El cristianismo, en su inmensa mayoría, lo que podría-
mos llamar la Iglesia del centro, ha rechazado tanto la
posición de los radicales anticulturales como la de quie-
nes acomodan a Cristo con la cultura. Pero tampoco ha
buscado la solución del problema de Cristo y la cultura
al estilo de los contemporizadores, si bien es consciente
de la pecabilidad de todos los esfuerzos humanos. Para
este movimiento, el problema fundamental no se plantea
entre Cristo y el mundo, por muy importante que sea,
sino entre Dios y el hombre. El problema de Cristo y la
cultura se resuelve en esta perspectiva y a partir de esta
convicción. De aquí que, por muy hondas que sean las di-
vergencias entre los diversos grupos de la Iglesia del cen-
tro, todos concuerden en ciertos puntos esenciales cuan-
do se interrogan sobre su responsabilidad en la vida so-
cial. Dicha concordancia se formula en términos teológi-
cos, y la validez de tales fórmulas para los problemas
prácticos de la vida cristiana resulta a menudo un tanto
oscura tanto para los críticos radicales como para los se-
guidores no críticos. Su validez es tanta, sin embargo,
como la validez de las teorías de la relatividad y de los
quanta para los inventos, para la práctica médica e in-
cluso para la política, en la que participan millones de
seres que no han comprendido en absoluto dichas teo-
rías . Una de las convicciones teológicamente expuestas
con que la Iglesia del centro afronta el problema cultu-
ral, afirma que Jesucristo es el Hijo de Dios, Padre Omni-
poten te que creó los cielos y la tierra. Con esta formula-
ión) introduce en la discusión acerca de Cristo y la cul-
t ra una concepción de la: naturaleza sobre la que des-
an a toda la cultura, concepción que sostiene que la na-
eza es buena y bien ordenada por Aquel a quien J e-
.s o es obediente y con quien está inseparablemente
o. Alli donde impera esta mentalidad, Cristo y la cul-
ueden oponerse recíprocamente. Tampoco es po-
.: erar al «mundo» en tanto que cultura como
e la impiedad, porque el «mundo» en este sen-
:: 'o a..rr e la naturaleza, y no puede existir como no
sea sostenido por el Creador y Gobernador de la natu-
raleza.
Los grupos centrales concuerdan también en la afirma-
ción de que el hombre está obligado en la naturaleza
de su ser a mostrarse obediente a Dios -no a un Jesús
separado del Creador Omnipotente, ni a un autor de la
naturaleza separado de Jesucristo, sino a Dios-en-Cristo
y a Cristo-en-Dios-, y concuerdan asimismo en que esta
obediencia debe ser prestada en la vida concreta, actual,
del hombre natural y cultural. En su vida sexual, en su
comida y su bebida, en el mando y en la obediencia a
otros hombres, se encuentra en la esfera de Dios por or-
denación divina y por preceptos divinos. Dado que nin-
guna de estas actividades puede ser llevada a cabo a un
nivel puramente instintivo sin el uso de la inteligencia y
la voluntad humanas, ya que el hombre, como ser creado,
está dotado con la libertad incluso en el corazón de sus
necesidades, debemos concluir que la cultura es en sí mis-
ma una exigencia divina. En tanto que creado y ordenado
por Dios, el hombre puede alcanzar lo que Dios no le ha
dado; en obediencia a Dios, debe buscar los valores: en
esto están de acuerdo los miembros de la iglesia del cen-
tro, aunque su convicción varíe acerca de la dosis de as-
cetismo que debe ir emparejada con tal modo de vivir la
vida cultural.
El movimiento principal de esta Iglesia se caracteriza
también por una cierta convicción común relativa a la
universalidad y naturaleza radical del pecado. Ya hemos
dicho que los cristianos radicales experimentan la tenta-
ción de excluir sus comunidades santas del domino del
pecado, y que los cristianos culturales tienden a negar
que dicho dominio alca'nce las profundidades de la perso-
nalidad. Los cristianos del centro están convencidos de
que los hombres no pueden encontrar en sí misn10s, como
personas o comunidades, una santidad que pueda ser po-
seída. Es difícil exponer su acuerdo en este punto, ya que
católicos y protestantes, tomistas y luteranos, discuten
interminablemente a este respecto y, sin duda', se interpre-
tan erróneamente los unos a los otros. Pero el uso común

123
de los sacramentos, la esperanza común de la redención
por la gracia, y la común actitud hacia las instituciones
culturales, trasluce un acuerdo fundamental sobre la uni-
versalidad del pecado y su carácter radical, aun cuando
las afirmaciones expresas sean un tanto difíciles de re-
conciliar.
Estos creyentes que rechazan las posturas extremas
sostienen también una convicción común sobre la gracia
y la ley, convicción que los distingue de los legalistas de
toda clase. Pero una vez más se registran ciertas diver-
gencias entre ellos, de modo que los católicos son acusa-
dos por los protestantes de practicar la «justicia por las
obras», y los católicos consideran a los protestantes mo-
dernos como hombres independientes que creen poder
edificar el reino de Dios con la ayuda de un buen meca-
nismo social. Pero éstas son también las críticas que se
dirigen recíprocamente abelardistas y ritschlianos. En sus
posiciones centrales se percibe un mayor acuerdo. Tomás
de Aquino y Lutero coinciden más entre sí sobre el tema
de la gracia que no con los gnósticos o los modernistas
de los movimientos sociales a que pertenecen. Todos los
cristianos del centro afirman la primacía de la gracia y
la necesidad de las obras y de la obediencia, aunque va-
ríen sus análisis de la relación del amor humano al her-
mano con la acción del amor divino que va siempre por
delante. No pueden separar las obras de la cultura huma-
na de la gracia de Dios, ya que todas esas obras sólo son
posibles por la gracia. Pero tampoco pueden separar la
experiencia de la gracia de la actividad cultural, porque,
¿ cómo pueden amar los hombres al Dios invisible en res-
puesta a su amor, sin servir al hermano visible en la so-
ciedad humana?
A pesar de estos rasgos comunes, los cristianos del
centro no constituyen un grupo ordenado en su modo de
abordar el problema de Cristo y la cultura. Cabe distin-
guir al menos tres tendencias, que surgen en momentos
especiales o a propósito de ciertos problemas específicos.
Dichas tendencias se alían más íntimamente con uno de
los partidos extremos que con las otras dos tendencias

124
de la Iglesia del centro. Los llamaremos sintetistas, dua-
listas y conversionistas. Definiremos ahora estas tres ten-
dencias mediante el estudio de sus respectivos represen-
tantes típicos. Somos conscientes una vez más del peligro
de confundir los tipos hipotéticos con la rica variedad y
polícroma individualidad de las personas históricas y con-
cretas. Los hombres de que ahora vamos a ocuparnos no
se dejan encasillar en nuestros moldes típicos, como su-
cedía en páginas anteriores con Tertuliano, Abelardo,
Tolstoi y Ritschl. Pero nuestro procedimiento sirve para
llamar la atención sobre rasgos prominentes y motivacio-
nes rectoras.

2. La síntesis de Cristo y la cultura

Cuando los cristianos tratan del problema de Cristo y


la cultura, siempre los hay que abordan este tema no con
la idea de introducir un dilema, «o esto o aquello», sino
con la de establecer un equilibrio, «tanto cuanto». Pue-
den sin embargo afirmar la validez de Cristo y la cultura
a la manera de los cristianos culturales, ya que éstos lo-
gran la reconciliación del espíritu de Jesucristo con el
clima de la opinión corriente, simplificando la naturaleza
del Señor de una forma que no es conforme a los datos
que sobre Jesús nos ofrece el Nuevo Testamento. Los
gnósticos, que viven inmersos en una sociedad que consi-
dera al mundo visible más o menos irreal o engañoso,
convierten a Jesús en un ser que pertenece exclusivamente
al otro mundo; los modernistas, engastados en una socie-
dad que, de palabra y obra, no quiere prestar atención a
lo que ni el ojo vio ni el oído oyó, lo presentan como un
hombre de este mundo. Pero el sintetista afirma por igual
a Cristo y a la cultura, confesando a un Señor que es de
este mundo tanto como del otro. El que acomoda a Cristo
con las teorías de la época suprime la distinción ent re
Dios y el hombre, divinizando al hombre o humanizando
a Dios, y adora o bien a un Jesucristo divino o bien a un
Jesucristo humano. El sintetista mantiene la distinción _.
con ella la paradójica convicción, de que Jesús, su Señor,
es al mismo tiempo Dios y hombre, una persona con dos
«naturalezas» que no deben ser ni confundidas ni separa-
das. Para el cultural, la: reconciliación del cristiano con
el espíritu de la época es posible porque o bien habla de
una revelación de la verdad especulativa sobre el ser, o
bien del conocimiento práctico de los valores. El verda-
dero sintetista, en cambio, no quiere para nada subordi-
naciones fáciles del valor al ser o del ser al valor. Consi-
dera a Jesucristo como Lagos y como Señor. De ahí que,
tanto si afirma a Cristo como si afirma la cultura, lo h ace
como quien sabe que el Cristo que exige su lealtad es
mayor y posee matices m ás ricos que los vislumbrados
por las reconciliaciones fáciles. Otro tanto cabe decir de
su comprensión de la cultura, que es a un tiempo divina
y humana en su origen, santa y pecadora, reino de la
necesidad y de la libertad, y algo a lo que se aplican tanto
la revelación como la razón. Así como su comprensión del
significado de Cristo le separa del creyente cultural, así
también su apreciación de la cultura le aleja del radical.
Existe en la teoría del sintetista un abismo entre Cris-
to y la cultura, que el cristianismo cultural nunca consi-
dera seriamente y que el radicalismo no intenta salvar.
La meta de la salvación ultraterrena a la que Cristo apun-
ta, no puede estar indicada en el oratorio del evangelio
con sólo unas pocas notas graciosas, como hace el mo-
dernista con sus párrafos sutiles sobre la inmortalidad o
la religión personal. Es éste un tema trascendental. Tam-
poco es posible poner la exigencia de Dios relativa a la
acción personal, importante para las crisis de la vida so-
cial y para el establecimiento de relaciones justas entre
los hombres, al mismo nivel que el diezmo sobre el co-
mino y la menta, obligación esta última que también debe
cumplirse. Los preceptos de Cristo de venderlo todo para
seguirle, de no juzgar a los demás, de volver la otra me-
jilla a quien nos golpea, de humillarnos y hacernos sier-
vos de todos, de abandonar la familia y olvidar el ma-
ñana, no pueden, en opinión del sintetista, armonizarse
con las exigencias de la vida humana en la sociedad civi-

126
lizada, alegorizándolos o proyectándolos al futurO', para
cuando los haga posibles un cambio de situación, o rele-
gándolos a la esfera de las buenas intenciones personales.
Tales preceptos son lo suficientemente explícitO's como
para no poder interpretarlos de esta guisa. No obstante,
el sintetista sabe que Dios es el creador, y no puede, por
lo tanto, soslayar la responsabilidad que tiene ante las
exigencias de la naturaleza del hO'mbre, y que su razón
discierne CGmo mandamientos de su libre albedrío. Debe
procrear hijos, no porque el in1pulso sexual sea invencible
con los solos recursos de la razón, sino porque fue hecho
entre otros para este fin, y porque no puede desobedecer
las exigencias propias de la naturaleza, que es anterior a
toda cultura, so pena de negar lo que la naturaleza afir-
ma y lo que él mismo afirma por el mero hecho de vivir.
Debe organizar las relaciones sociales, porque ha sido
creado social, inteligente y libre, para ser miembrO' de un
grupo, pero nunca una horn1iga en su hormiguerO' o una
molécula en el cristal. Existen otras leyes además de las
de Jesucristo; tmnbién son imperativas y proceden igual-
mente de Dios. Abordar esta dualidad como lo hacen el
cristianismo cultural o la fe radical es no tomar lo bas-
tante en serio ni a Cristo ni a la cultura, porque minus-
valoran o la realidad de Cristo o la constancia del Crea-
dor, fracasos éstos que se entrañan mutuamente. No po-
demos decir «o Cristo o la cultura», porque estamO's tra-
tando con Dios en ambos casos. No hemos de decir «tanto
monta Cristo como la cultura», a menos que cerremos los
ojos a la inmensa diferencia que existe entre ellos. Debe~
mas decir «Cristo y también la cultura» con una concien-
cia plena de la naturaleza dual de nuestra ley, nuestro fin
y nuestra situación.
Hasta aquí el sintetista concuerda en gran medida con
las dos restantes tendencias de fe cristiana central. Sur-
gen las divergencias cuando el sintetista analiza la natu-
raleza de la dualidad en la vida cristiana, y combina' en
una sO'la estructura de pensamiento y conducta los ele-
mentos inequívocamente diferentes. La presentación de
algunos ejemplos de este tipo puede ayudarnos a esclare-

¡
ter sus métodos. Encontramos exponentes de esta tenden-
cia en varias épocas y grupos: en la Iglesia primitiva, me-
dieval y moderna, en el catolicismo romano, anglicano,e
incluso, aunque no tan notoriamente, en el protestantis-
mo. El Nuevo Testamento no contiene ningún documento
que exponga claramente la posición sintetista, pero abun-
dan las afirmaciones en los evangelios y en las epístolas
que hacen referencia a su actitud o que pueden ser inter-
pretadas, sin violentar el texto, como afirmaciones que
son susceptibles de avalar esta solución al problema de
Cristo y la cultura. Entre ellas mencionaremos las siguien-
tes: «No creáis que he venido a abolir la ley y los profe-
tas; no he venido a abolirlos, sino a cumplirlos. Porque
en verdad os digo que antes pasarán los cielos y la tierra
que faIte una jota o un punto de la ley hasta que todo se
cumpla. Si pues alguien descuidare uno de estos manda-
mientos mínimos y enseñare a hacerlo así a los hombres,
será contado como el más pequeño en el reino de los cie-
los; pero el que practicare y enseñare estas cosas, ése será
el más grande en el reino de los cielos» 1. «Dad al César lo
que es del César y a Dios lo que es de Dios» 2. «Que todos
se sometan a las autoridades que gobiernan. Pues no hay
autoridad que no proceda de Dios; las que existen han
sido instituidas por Dios .. . La"s autoridades son ministros
de Dios» 3.
Otros esfuerzos encaminados a proporcionar una res-
puesta sintética, particularmente en conexión con la reve-
lación y la sabiduría filosófica, los hallamos en los apolo-
gistas del siglo n, particularmente en Justino mártir. Cle-
mente de Alejandría, contemporáneo de Tertuliano, es el
primer gran representante de esta tendencia. Su manera
de hacer justicia a los tajantes mandamientos de Jesús
y también a las pretensiones de la cultura según su for-
a peculiar de entenderlos, aparece en su librito sobre
erna Quién es el rico que será salvo, y se hace más evi-
e en u Instructor y en Las Misceláneas. Al abordar
~:. - 17~19; cf. 23, 2.
~ . 22 2l.
~ Ro:n . 1 1, 6.
I
el problema de la riqueza, se siente inquieto de que la
Iglesia no recuerde a los ricos los .ma'n damientos de Cris-
to y a los pobres sus promesas, de modo que los ricos
adviertan lo desesperado de su situación tocante a la sal-
vación. Así pues, es imprescindible que se capte el signi-
ficado espiritual de las afirmaciones de Cristo, ayudando
al rico a cultivar, en el seno de su riqueza, la desprendida
actitud estoica de alguien que no depende de sus posesio-
nes y la virtud cristiana de la generosidad agradecida. Un
hombre así «es bendecido por el Señor y llamado pobre
en espíritu, un hombre manso heredero del reino de los
cielos, no alguien que no pudiera vivir sin ser rico» 4.
Hasta aquí Clemente coincide con el cristianismo cultural,
pero a este cristianismo estoicizado o estoicismo cristia-
nizado añade un rasgo nuevo. Por encima de esa adecua-
ción pagana del evangelio a las necesidades del rico, lanza
un claro llamamiento cristiano a responder al amor del
Señor que se hizo voluntariamente pobre. Dio su vida por
cada uno de nosotros: fue el rescate equivalente de la
nuestra. Se nos exige a cambio que entreguemos nuestras
vidas los unos por los otros. Y si debemos nuestras vidas
a los hermanos y hemos hecho un pacto lTIutuO con el
Salvador, ¿por qué hemos de acumular y esconder bienes
mundanos, que son miserables, ajenos a nosotros, y tran-
sitorios?» 5. Dos motivos, pues, deben guiar al cristiano en
su acción económica, y existen dos fases en la vida de la
sociedad económica. El desprendimiento estoico.y el amor
cristianos no son contradictorios, pero son distintos y
desembocan en acciones diferentes aunque no contradic-
t orias; la vida en medio de las posesiones que a uno le
poseen y la vida sin posesiones no son idénticas, aunque
tampoco se contrapongan. No obstante estos dos esta-
dos determinan dos caminos distintos en el camino de la
salvación. La búsqueda de la salvación por medio de
la auto cultivación, y la respuesta al acto salvador de Cris-

4. Quién es el rica que será salvo, xvi (A nte-Nicene Fa:,: r::,


yo1. II ).
5. I bid, xxxvii.

ce 21 .9
to, no son una sola aCClon humana, pero tampoco son
extrañas la una a la otra.
En su libro El Instructor, Clemente, preocupado por
la formación de los cristianos, presentó al Señor como
tutor afable y sabio que se propone mejorar las almas de
quienes están a su cuidado y elevarlas a una vida virtuo-
sa; Cristo no se propone únicamente ejercer su impor-
tante labor educativa. Advirtamos que el tipo de educa-
ción que da a los cristianos, según Clemente, apenas di-
fiere de la formación que un maestro pagano, moralmente
serio y sabio, de la Alejandría del año 200 de nuestra era,
habría dado a sus discípulos 6. En efecto, Clemente, el pri-
mer profesor de la ética cristiana, se deleita a este res-
pecto mediante alusiones a Platón, Aristóteles y Zenón, a
Aristófanes y Menandro, como testigos de la verdad de
sus admoniciones prácticas. Jesucristo es el Verbo, la Ra-
zón de Dios; su razonamiento en asuntos prácticos es
para Clemente, como todo razonamiento, bueno y sano.
De ahí que la ética y las normas cristianas de El Instruc'-
tor correspondan íntimamente al contenido de los ma-
nuales estoicos de moral que circulaban en su tiempo. La
conducta cristiana en el comer, en el beber, en el uso de
ornamentos, en el calzado, en los baños públicos, en las
relaciones sexuales, en los festines, es minuciosamente de-
tallada. Cómo caminar, cómo dormir, cómo reír de una
manera que sea conforme a un heredero de bendición,
son cosas prescritas con gran seriedad. Leemos, entre
otras muchas cosas, que cuando comemos debemos tener
«las manos, el diván y el mentón libres de tensión», y
«guardarnos de hablar mientras comemos, pues la voz se
vuelve desagradable e inarticulada cuando está obstruida
por carrillos llenos»; «debemos beber sin contorsiones en
el rostro, ... antes de beber no debemos mover nuestros
ojos de modo indecoroso», porque «¿cómo creéis que
nuestro Señor bebió cuando se hizo hombre por nosotros?
¿No fue con decoro y propiedad? ¿No lo hizo así delibe-

6. Cf. LIETZMANN, La Fundación de la Iglesia Universal, capí-


tulo xiii.

130
radamente? Estad seguros de que también él bebió vino» 7.
Clemente relaciona siempre sus reglas de conducta de-
cente y sobria con el ejemplo o las palabras de Jesucris-
to; pero esta relación generalmente es forzada, y a me-
nudo sólo es posible mediante la aplicación de todo el
Antiguo Testamento a Cristo, el Lagos de Dios. El hecho
de que tuviera a mano pan y pescado cuando el milagro
de los cinco mil, indica su preferencia por comidas sen-
cillas. Exhorta a los hombres a que no se rasuren, no
sólo porque esta práctica va contra la naturaleza, sino
porque Jesús dijo: «"Hasta los cabellos de vuestra cabe-
za están contados", por lo que también están contados los
pelos de la barba, y los de todo el cuerpo. Por lo tanto
no deben arrancarse, porque es contrario al designio de
Dios, que los contó según su voluntad » 8 . Aparte de otras
muchas minucias de esta índole, que sin duda nos pare-
cen más pueriles a nosotros que a los lectores del tiempo
de Clemente, El Instructor trata de formar a los cristia-
nos en la templanza, la frugalidad y el dominio de sí
mismos. Entre otras muchas exigencias hechas al disCÍ-
pulo, destacan éstas: la formación sana y excelente pro-
porcionada por la mejor cultura, y la no aceptación de la
conducta licenciosa que es consecuencia de la rebeldía
contra la costumbre. Clemente es perfectamente conscien-
te de que, aunque el cristianismo se oponga en algún sen-
tido a la cultura, es completamente ajeno a ese movimien-
to anticultural fruto de un desprecio individuali~ta de las
costumbres. No cae en el error de confundir al que que-
branta el sábado sin advertirlo, con el que es plenamente
consciente del significado de su acción; o a un ladrón cru-
cificado con un Cristo crucificado, porque ambos sean
víctimas del Estado. Clemente sabe también que los cris-
tianos están sujetos a todas las tentaciones ordinarias.
Su interés, por lo tanto, en exponer la ética de una vida
sobria, decorosa y respetable como ética de Cristo, dista
mucho del interés de los hombres que quieren facilitar la
tarea de la educación. No pretende en absoluto recomen-
7. Op. cit., libro II, caps. i, ii (Ante-Nicene Fa thers, vol. II ).
8. ¡bid., libro III, cap. iii.

131
dar la persona de Cristo a los cultos, sino que Sé ocupa
totalmente en la obra de educar a los que son deficiente-
m ente sabios, ya que «no es por naturaleza, sino por edu-
ción, cómo los hombres se hacen nobles y buenos» 9. Su
ejemplo es Cristo, el gran pastor de las ovejas, e interpre-
taríamos erróneamente a Clemente si no advirtiéramos
que toda: su prudente exhortación moral es obra de un
hombre que, amando a su Señor, quiere cumplir el man-
damiento de apacentar a su rebaño.
Un cristiano, a juicio de Clemente, debe ser pues, en
primer lugar, un hombre bueno de acuerdo con el mode-
lo de la buena cultura. La sobriedad en la conducta per-
sonal debe ir acompañada de honestidad en los tratos
económicos y de obediencia a la autoridad política. Pero
est o no constituye en manera: alguna la totalidad de la
vida cristiana. Existe un nivel existencial que trasciende
la vida moralmente respetable de quien va a la iglesia.
Cristo invita a los hombres a alcanzar, y les promete
su consecución, una perfección superior incluso a la del
sab io desapasionado. Se trata de una vida de amor a Dios
p or sí mismo, sin deseo de recompensa ni temor al cas-
tigo; una vida de bondad espontánea en que se sirve al
prójinlo y también a los enemigos en respuesta al amor
divino; una vida libre que discurre más allá de las fron-
ter as de la ley 10. Semejante género de vida no es de este
m undo, y, no obstante, la: esperanza de su consecución y
las arras de su realidad llenan la existencia presen~e. Toda
la ob r a de Clemente como pastor y autor se propone evi-
en temente alcanzar y ayudar a otros a: llegar a un cono-
cimiento pleno del Dios en quien él cree, y a una realiza-
c' ó p lena, en la práctica, del amor a Cristo. Su Cristo
no está contra la cultura, pero echa mano de sus mejores
_ :-0 luctos e instrumentos para su obra de otorgar a los
1::.0 res lo que ellos no pueden alcanzar por sí mismos.
c. n e les insta a entregarse a la adquisición de su
':J. .' : celáneas, libro I, cap. vi.
: n. . '~~ e las descripciones de la vida del verdadero gnósti-
""0 e:::n. .' ::5 e~ " :eas, especialmente libro IV, caps. xxi-xxvi; libro V,
_?= . ~.~ 'i; ti ro ' Ir, x·xiv.
propia cultura y educación intelectual, de modo que estén
así preparados para una vida en que ya no se cuiden de
sí mismo, de su cultura o de su sabiduría. El Cristo de
Clemente es a un tiempo el Cristo de la cultura y el Cristo
que trasciende toda cultura.
Una síntesis tal del Nuevo Testamento y de las exigen-
cüis de la vida en el mundo, es llevada a cabo por Cle-
mente no sólo al nivel de la ética, sino también al nivel
de las relaciones entre la filosofía y la fe. Ni pretende
reinterpretar la figura de Jesucristo adecuándola comple-
tamente a los sistemas especulativos del tiempo, ni re-
chaza como sabiduría mundana la filosofía de los griegos.
La filosofía es sobre todo «1a imagen clara de la verdad,
un don divino para los griegos»; llena el cometido de un
pedagogo para el pensamiento helénico, como la ley para
los judíos, a fin de llevarlo a Cristo» 11. Si hubiera desarro-
llado sus ideas en otros dominios de la cultura, como el
arte, la política y la economía, Clemente hubiera adopta-
do sin duda alguna una actitud similar. Dios «nos insta
a utilizar la cultura secular, pero no a aferrarnos y a gas-
tar nuestro tiempo en ella. Lo que él ha otorgado a cada
generación para su beneficio, y en el tiempo oportuno, es
una educación preliminar a la palabra del Señor» 12.
La tentativa de Clemente de conciliar la cultura con
su lealtad a Cristo se efectuó en un tiempo en que la Igle-
sia estaba todavía al margen de la ley. Dicha tentativa res-
ponde más a un sentido de responsabilidad d~ la Iglesia
por el mantenimiento de la sana moral y la educación,
que no a la conciencia de una obligación de asegurar la
continuación y mejora de la·s grandes instituciones socia-
les. Se ocupa más de la cultura de los cristianos que de
la cristianización de la cultura. Tomás de Aquino, que
probablemente es el sintetista más insigne de la historia
cristiana, representa un cristianismo que ha logrado o
aceptado la plena responsabilidad social de todas las
grandes instituciones. Debido en parte a que todo el peso
de la Iglesia Católica Romana se inclinó a su favor, y
11. ¡bid., libro I, ii, v; cf. VI, vii-viii.
12 . ¡bid., libro I, vi.

1. . ..,
sobre todo a la adecuación intelectual y práctica de su
sistema, la solución de este teólogo al problema de Cristo
y la cultura se ha convertido en la solución típica para
miles de cristianos. Muchos protestantes que han aban-
donado la r espuesta ritschliana han sentido la atracción
del tomismo sin ceder a la tentación de ingresar en la
Iglesia romana, y en la práctica y el pensamiento angli-
canos el sistem a tomista es normativo para muchos. To-
cante al problema de Cristo y la cultura, no es posible
que las diversas soluciones que diferencian a los cristia-
n os coincidan con las fronteras que separan a las Iglesias
más import an tes . Tom ás responde también al problema
de Cristo y la cu ltur a con un «Cristo y también la cultu-
ra» ; pero su Cristo está lTIUy por encima de la cultura y
este teólogo no intenta disimular el abismo que los se-
para. Su prop io estilo de vida indica cómo une los dos
elementos, las dos esperanzas y comienzos. Es un monje,
fiel a los votos de pob reza, castidad y obediencia. Con los
cristianos radicales, ha rechazado el mundo secular. Pero
es un monje de la Iglesia que se ha convertido en la guar-
diana de la cultura, en la fomentadora del saber, en el
juez de las naciones, en la protectora de la familia, en la
rectora de la r eligión social. Esta magnífica organización
medieval, sin1bolizada en la persona de Tomás, representa
la conquista de una extraordinaria síntesis práctica. Es
la Iglesia secular, aquella contra la que el monaquismo
elevó su protesta radical preconizando la obediencia a un
Cristo supuestamen te contrario a la cultura, pero con la
diferencia de que esta protesta ha sido ahora incorporada
a la Iglesia aunque sin perder su sesgo radical. Esta sín-
tesis no se logró ni mantuvo fácilmente, ya que abunda-
ron las ten siones y movimientos dinámicos y estuvo so-
metida a ciertas violencias. Los dos costados de la Igle..
sia, la Iglesia en el mundo y la Iglesia en el claustro, es-
taban sujetos a la corrupción, pero también se ayudaron
mutuamente a reformarse. En realidad, la unidad de la
Iglesia y la civilización, de este mundo y del otro, de Cris-
to y Aristóteles, de la reforma y la conservación, distó
m ucho, sin duda alguna, del cuadro imaginado y difundi-

134
do por sus entusiastas posteriores. Pero fue una síntesis
tal que difícilmente volverá a lograrse en la sociedad mo-
derna, sociedad que, entre otras cosas, carece de dos con-
diciones previas: la presencia de un cristianismo radical
difundido y profundamente serio que proteste contra la
atenuación del evangelio por parte de instituciones reli-
giosas culturales, y una Iglesia cultural lo bastante sólida
para poder aceptar y mantener en su seno esta oposición
leal.
Tomás de Aquino, como Alberto Magno, logró la sín-
tesis intelectual más que su aplicación en el dominio so-
cial. Al igual que Platón y Aristóteles, elaboró conceptual-
mente la síntesis preparada por la anterior evolución so-
cial, cuyo rationale interior expuso, pero su efectividad,
como ocurrió con los dos filósofos griegos, sólo se hizo
patente en un tiempo posterior. En su sistema de pensa-
miento combinó, sin confusión, la filosofía con la teolo-
gía, el Estado con la Iglesia, las virtudes cívicas con las
cristianas, las leyes naturales con las divinas, Cristo con
la cultura. Con estos diversos elementos levantó un mag-
nífico edificio de sabiduría teórica y práctica, que como
una catedral estaba sólidamente plantado entre calles y
mercados, en medio de casas, palacios y universidades
que representan la cultura humana. Una vez traspuestos
los umbrales de esta catedral, nuestra morada contempla
un mundo nuevo y extraño de espaciosidad sosegada, de
sonidos y colores, acciones y figuras, que simbolizan una
vida que trasciende todas las preocupaciones ·seculares.
Al igual que Schleiermacher, Tomás habló a los detracto-
res cultos de la fe cristiana, con quienes compartía la filo-
sofía común a los espíritus avanzados de su tiempo, a
saber, el aristotelismo que musulmanes y judíos habían
redescubierto y desarrollado. Pero con Tertuliano cantó
aquellas cosas que estaban ocultas a los sabios y eran re-
veladas a los niños.
Estudiaremos aquí la forma en que Tomás procuró
sintetizar la ética de la cultura con la ética del evangelio.
En sus teorías sobre el fin del hombre, sobre las virtudes
humanas y la ley, al igual que en otros aspectos de su

135
filosofía y teología prácticas, combinó en un sistema de
preceptos y promesas divinas las exigencias de la razón
basadas en el valor de las cosas conocidas por la mente
cultivada y las basadas en el nacimiento, vida, muerte y
r esurrección de Cristo. Todo el esfuerzo de síntesis está
aquí informado, si no fundamentado, en una convicción
una de cuyas expresiones o plasmaciones orales es trini-
taria, a saber, que el Creador de la naturaleza y Jesucristo
y el Espíritu inmanente poseen una misma esencia. El
hombre no dispone de tres caminos que le lleven a la ver-
dad, sino que le han sido dados varios caminos que le
conducen a tres verdades, verdades que, en definitiva, cons-
tituyen un único sistema de verdad. No trataremos aquí
de lo concerniente al espíritu, sino que nos ocuparemos
de lo que la cultura sabe de la naturaleza y de la fe re-
cibida de Cristo 13.
El cristiano -y todo hombre- debe responder a sus
exigencias éticas, pero tras haber formulado y respondi-
do previamente a una pregunta: ¿cuál es mi destino, mi
fin? Una respuesta razonable a esta pregunta hará caso
omiso de todos sus deseos y anhelos inmediatos, y se fi-
jará en el designio último de su naturaleza, en su ser
fundamental. Se habla aquí de toda la naturaleza como
r azón (es decir, como razón aristotélica, la razón de esta
cultura), naturaleza que es proyectiva y que tiene un de-
signio; conocida en tanto que creación de Dios, sus ca-
racterísticas reveladoras del designio de Dios y de las exi-
gencias para con el hombre. Si consideramos esta natura-
leza nuestra junto con la razón, que es a la vez don de
Dios y actividad humana, descubrimos, según Tomás, que
el designio implícito en nuestra existencia -puesto que
hemos sido creados como seres inteligentes y volentes-
consiste en actuar completamente nuestras potencialida-

13. E ta discusión sobre la ética de Tomás está basada en la


S ·w.n a Theologica, parte n, sección I, especialmente Q . i-v, lv-Ixx,
xc-c iD; cf. también Summa contra Gentiles, libro In. Todas las
ci a Oil la traducciones de los padres dominicos de estas obras.
Cf. además, GILSON E., Moral Values and the Moral Lite, The Sys-
tem oi S . Thomas Aquinas, 1931.

136
des como intelectos en presencia de la verdad universal
y voluntades en presencia del bien universal. «Nada, ex-
cepto el bien universal, procura el descanso a la: voluntad
del hombre, ya que el bien universal no reside en nada
creado, sino en Dios. De ahí que sólo Dios pueda llenar el
corazón del hombre» 14. Y como lo que está en el corazón
del hombre, su mejor actividad y su mejor poder, es la
comprensión especulativa, la «última y perfecta felicidad
del hombre no puede descansar en otra cosa que en la
visión de la esencia divina»; o, «puesto que todo ser inte-
ligente consigue su fin último comprendiéndolo ... , por lo
tanto, sólo por la comprensión el intelecto humano al-
canza a Dios como su fin» 15. Tomás es un aristotélico cris-
tiano, que ha: reproducido el argumento del filósofo a fa-
vor de la superioridad de la vida contemplativa sobre la
vida práctica, pero que ha puesto a Dios como objeto de
la visión intelectual. Ha ensalzado la vida monástica, no
como protesta contra el mundo corrompido, sino como
un esfuerzo para elevarse del mundo sensible y temporal
a la contemplación de la realidad inmutable. Con una
aspiración tal a un fin último tan definido, Tomás, como
Aristóteles, puede reconciliar con dicha aspiración los es-
fuerzos de los hombres dirigidos a su vida práctica y a
las sociedades no contemplativas con miras a la consecu-
ción de los fines ordinarios, como la salud, la justicia, el
conocimiento de las realidades temporales, los bienes eco-
nómicos ... Estos bienes vienen exigidos por la felicidad, y
«si analizamos correctamente las cosas, advertiremos que
todas las ocupaciones humanas ayudan a las contempla-
ciones de la: verdad» 16. Pero Tomás añade a esta ética dual
de una sociedad que consta de hombres prácticos y con-
templativos una comprensión del fin último del hombre,
deducida del Nuevo Testamento más que de Aristóteles .
«En el estado de la vida presente, la felicidad perfecta no

14. Summa Theologica, 11-1, Q. ii, a . viii.


15. lbiá., Q. iii, a. viii; Summa contra Gentiles, libro III, ~­
pítulo xxv.
16. Summa Theologica, 11-1, Q. iv; Su mma contra Ce ::::_-
cap. xxxvii.
puede ser conseguida por el hombre», porque está sujeto
a muchos males y a la transitoriedad. Lo que el hombre
puede conseguir en su cultura y por la cultura de los do-
nes originales de Dios en la creación, es sólo una felicidad
imperfecta. El fin verdadero está en la eternidad; para
conseguirlo, todo esfuerzo es una preparación inadecua-
da. La consecución de esa felicidad última no cae dentro
del ámbito de las posibilidades humanas, sino que Dios
la otorga gratuitamente a los hombres por medio de Je-
sucristo. La otorga además, no sólo a aquellos que han
alcanzado la felicidad imperfecta de la contemplación,
sino también a los que han hecho cuanto han podido para
vivir rectamente en ámbitos no filosóficos y no monásti-
cos. La otorga también a los pecadores 17. Tomás no cons-
truye una síntesis fácil de niveles escalonados, como si el
hombre ascendiera de la rectitud en la vida práctica a la
felicidad imperfecta de la contemplación y, después, a la
felicidad perfecta de la bienaventuranza eterna. No se
niega la existencia de estadios o niveles, pero se requiere
un salto para que el hombre pase del uno al otro, y un
salto puede llevarle por un estadio intermedio. Es más, el
empinado ascenso a los cielos, supuesta siempre la activi-
dad humana, sólo es factible por el poder otorgado sacra-
mentalmente desde arriba.
Así como hay una doble felicidad para el hombre, una
en su vida cultural y otra en su vida en Cristo, y así como
ésta es a su vez doble, a saber, la felicidad en la actividad
práctica y la felicidad en la contemplación, así también
los caminos a la bienaventuranzít son muchos, pero for-
man una única red de caminos. Existe el camino de la
cultivación de la vida moral por la formación de buenos
hábitos; el camino de la autodirección inteligente; el ca-
mino de la obediencia ascética a los consejos radicales de
Jesús; el camino del amor, la fe y la esperanza que son
espontáneos y objeto de la gracia, si bien este último ca-
mino no está al alcance de los solos recursos del hom-
bre, ni es un camino que pueda seguir con sus solas fuer-

17. Summa Theologica, U-l, Q. iii, a. ii, Q. v.

138
zas. Tomás es sumamente consciente de que la bondad
moral requiere esfuerzo, de que la sociedad y cada perso-
na individual deben luchar extraordinariamente para po-
der formarse y mantenerse en los hábitos de acción nece-
sarios a la existencia humana y hun1anitaria. La pruden-
cia, el dominio de sí mismo, el valor, la justicia y los há-
bitos específicos del pensamiento, el hablar, el comer y
las demás acciones humanas son necesarias para la vida,
pero las almas libres no poseen estas virtudes al modo
de instintos animales. El hombre no es gobernado sin su
consentimiento o cooperación. Lo que ha adquirido dolo-
rosamente, dolorosamente debe transmitirlo. La «vida
meramente mora!», que algunos cristianos 'e xclusivistas
ridiculizan, es una conquista inapreciable, un producto
de la libertad del hombre, pero también de una necesi-
dad compulsiva si quiere vivir como hombre. En su de-
fecto, el fin imperfecto pero imprescindible de la felici-
dad en la vida social, resulta imposible. Si el hombre no
posee las virtudes ordinarias, civiles, burguesas, no puede
aspirar a las virtudes y a la felicidad de la vida contem-
plativa. Aunque el hombre sea responsable del cultivo de
los buenos hábitos activos, incluso a este nivel no puede
contar con sus solas fuerzas, ya que recibe incesantemen-
te la ayuda y la dirección del Dios gracioso, que le presta
su apoyo por medio de las grandes instituciones sociales
de la familia, el Estado y la Iglesia. Pero surge además
ante él, por medio del evangelio, la otra felici.dad «que
excede a la naturaleza del hombre; una felicidad a la que
el hombre puede llegar solamente por una virtud divina
que supone cierta participación en la Deidad ... De ahí la
necesidad de que el hombre reciba, por gracia de Dios,
unos nuevos principios, por cuyo medio pueda seguir el
camino de la felicidad sobrenatural, aun cuando se dirija
a su fin connatural por principios naturales, pero no sin
ayuda divina» 18. Tomás comprende perfectamente -cosa
que muchos cristianos culturales parecen no compren-
der- hasta qué punto es inmensa y sobrehumana la b on-

18. ¡bid.! Il-I, Q. xlii, a. i.


dad inherente a los mandamientos de amar a Dios con
t odo el corazón, con toda el alma, con toda la m ente y
fuerza, y amar al prójimo como a sí mismo. Afirma que
donde la fe está ausente, no es posible producirla me-
diante un acto de la voluntad, y que la esperanza de la
gloria, activa en las vidas por ella animadas, no aparecerá
como fruto de la resolución humana. Pero no hay virtu-
des imposibles, ni son dones casuales o de naturaleza ca-
prichosa los que engendran repetidan1ente insignes ge-
nios morales y espirituales. Es Dios quien los promete y
otorga por medio de Jesucristo, a modo de degustación
anticipada y de arras de una plenitud. Cuantos los reciben
participan de la naturaleza de Cristo, ya no viven para sí
mismos, sino que han sido elevados por encima de sí mis-
mos. Se les concede la bondad activa y sin esfuerzo de la
caridad desinteresada. Por mucho que los hombres aspi-
ren a estas virtudes teologales, a esta vida de imitación
de Cristo, .sólo pueden preparar corazones bien dispues-
tos, pero no forzar el don. y el don puede venir a un la-
drón crucificado antes que al ciudadano justo o al monje
asceta.
Semejante combinación sintética es también caracte-
rística de la teoría tomista de la ley. El hombre no puede
ser libre a menos que se someta a la ley, es decir, a la
cultura. Pero la ley debe serlo de verdad, no debe dictarse
por la voluntad de los más fuertes, sino que debe descu-
brirse en la naturaleza de las cosas. Tomás no. pretende
encontrar en los evangelios las normas de la vida social
humana. Dichas normas deben ser halladas por la razón.
En sus amplios principios constituyen una ley natural que
pueden discernir todos los hombres razonables que vivan
una vida auténticamente humana en unas condiciones nor-
males de existencia común, ley que se basa en último tér-
mino en la ley eterna presente en la mente de Dios, crea-
dor gobernador de todas las cosas. Aunque la concre-
ción de estos principios en la ley civil varíe de un tiempo
a otro de un lugar a otro, los principios siguen siendo
los mismos. La cultura establece sus propias normas, por-
que es la obra de la razón dada por Dios dentro de la na-

140
turaleza, que a su vez también ha sido dada por Dios. Pero
existe otra ley además de la ley racional que los hombres
descubren y concretan. La ley divina, revelada por Dios
por medio de sus profetas y sobre todo por medio de su
Hijo, coincide en parte con la ley natural, y, también en
parte, la trasciende porque es la ley de la vida sobrena-
tural del hombre. «No robarás» es un mandamiento des-
cubierto tanto por la razón como por la revelación; «Vende
lo que tienes y dala a los pobres» se encuentra sólo en la
ley divina. Apela al hombre como a alguien en quien se ha
\ oleado una virtud superior a la virtud de la honradez, y
que ha recibido la gracia de tender, en la esperanza, a una
perfección que supera la justicia de su existencia moral 19 •
De este modo, Tomás no sólo presta los fundamentos
de las grandes instituciones sociales, sino que, además,
proyecta en toda su claridad los principios morales por
los que deben regirse dichas instituciones. La propiedad
privada, por ejemplo, tan sospechosa a los radicales, está
justificada, porque «no es contraria a la ley natural, sino
una adición a la misma ideada por la razón humana. La
razón es consciente de que el uso privado de los bienes
externos es ciertamente una disposición recta y justa, pero
que su utilización para fines puramente privados y egoís-
tas, es insostenible» 20. El comercio, que supone ganancia,
es lícito aunque no virtuoso, y debe regirse por los prin-
cipios del justo precio y por la condenación de toda usura,
no ya únicamente porque la Biblia prohíbe la usura, sino
porque es irrazonable vender «lo que no existe» 21. Tomás
presta asimismo los fundamentos del gobierno, del Esta-
do y del empleo del poder político 22. Dios ha creado al
hombre como ser racional, y la sociedad es imposible a
nivel humano sin una dirección que sea conforme a la ley.
Por encima del Estado existe la Iglesia, que no sólo diri-
ge a los hombres hacia su fin sobrenatural y proporciona

19. Para la teoría de Tomás sobre la ley, véase Summa Theo-


logica, n-l, Q. xc-cviii.
20. ¡bid., n-n, Q. lxvi, a. ii.
21. ¡bid., n-n, Q. lxxvii, lxxviii.
22. «Sobre el gobierno de los gobernantes».

"T I
asistencia sacramental, sino que, además, como guardia-
na de la ley divina, colabora en el ordenamiento de la
vida temporal, porque la razón cae a veces por debajo de
su realización posible y requiere la ayuda graciosa de la
revelación, y porque no puede llegar a las fuentes y moti-
vaciones profundas de la acción 23. La Iglesia, a su vez, po-
see también una doble organización: la institución reli-
giosa en el mundo y la orden monástica. En la síntesis de
Tomás todas estas instituciones están tan orgánicamente
relacionadas entre sí que, sirviendo cada una de ellas a su
fin particular, sirve por este mismo hecho a los demás. Se
percibe fácilmente el sesgo jerárquico de esta estructura,
que podemos describir a modo de una organización mili-
tar con sus diversos grados, desde el Legislador y Gober-
nador Divino, pasando por sus lugartenientes en la tierra
-la Iglesia con su cabeza papal, los príncipes y los Esta-
dos subordinados a ella-, hasta los sujetos últimos, a
quienes sólo incumbe obedecer, tras haber recorrido to-
dos los eslabones sucesivamente inferiores. El principio
jerárquico no ofrece ninguna duda a Tomás, porque, como
dijo en su conferencia inaugural como Maestro de Teolo-
gía en París y repitió después de infinitas maneras, creía
firmemente que «el Rey Señor de los cielos ordenó desde
la eternidad esta ley: que los dones de su providencia lle-
garan hasta los grados más inferiores a través de los in-
termedios 2~. Pero su síntesis no habría sido tan atractiva
ni habría alcanzado tanto éxito, si Tomás no hubiera es-
tablecido a todos los niveles una cierta independencia
para cada institución y para cada criatura racional, indi-
vidual. Cada institución e individuo tienen su propio fin,
se forja su propio concepto de la meta y de la ley de sus
acciones por medio de la razón común; cada una tiene su
propia voluntad o principio de auto dirección. La jerar-
quía está presente, pero sólo a modo de una satrapía
oriental. Presupone la existencia de un pensamiento co-
mún, ,el consentimiento de los gobernados, y cierto grado
23. Summa Theologica, II-I, Q. xcix, cviii.
24. Así está citado por Gerald VANN en su obra Sto Thomas
Aquinas, pp. 45-46.

142
de independencia en cada grupo y persona que lleva a
cabo su propia tarea inmediata.
En la medida en que ese pensamiento común estaba
presente en la cultura del siglo XIII, y en la medida en que
las instituciones de la época constituían una unidad sin
serias tensiones entre sí, la síntesis de Tomás no sólo
representaba un logro intelectual, sino también la plasma-
ción filosófica y teológica de una unificación social de
Cristo con la cultura. Esa unidad se hundió tan pronto
como fue alcanzada, no sólo a causa de la Reforma y el
Renacimiento, sino también de todos los conflictos y ten-
siones del siglo XIV. Si examinamos épocas posteriores de
la historia cristiana en pos de ejemplos similares del cris-
tianismo de síntesis, difícilmente los hallaremos que sean
adecuados a esta clase. Tal vez podamos mencionar a este
efecto al gran contemporáneo de Tolstoi y Ritschl, Joa-
chim Pecci, Papa León XIII, como un cristiano que ten-
día a una posición de síntesis. Durante su trascendental
pontificado, sacó a la Iglesia Católica Romana de su ais-
lamiento e inclinación a considerar el verdadero cristia-
nisrno como una sociedad cerrada en un mundo extraño.
En sus encíclicas sociales sobre «El matrimonio cristia-
no», «La constitución cristiana de los Estados», «La liber-
tad humana», «Los principales deberes de los cristianos
como ciudadanos» y «La condición de las clases obreras»,
se mostró deseoso de la participación cristiana en la vida
común, y responsable por el mantenimiento o reforma
de las grandes instituciones. Promovió activamente la
educación y fomentó la filosofía, pues «las ayudas natu-
rales con que la gracia de la sabiduría divina, que pode-
rosa y suavemente dispone todas las cosas, ha dotado a
la raza humana, no deben ser ni despreciadas ni abando-
nadas, entre las que destaca evidentemente el uso recto
de la filosofía» 25. Simultáneamente y sin que dejara tras-
lucir ninguna tensión, proclamó la Soberanía de Cristo,
porque es «el origen y fuente de todo bien; así como el

25. «El Estudio de la Filosofía Escolástica», en la obra de


WYNNE J. D., The Creat Encyclicals of Pope Leo XIII, p. 36.
género humano no podría ser liberado de la esclavitud
si no fuera por el sacrificio de Cristo, así tampoco puede
ser preservado, con10 no sea por su poden> 26.
Pero ni León XIII ni cuantos le siguieron proponiendo
una nueva síntesis basada en el tomismo, son sintetistas.
La síntesis de Cristo con la cultura es sin duda alguna el
objetivo de estos hombres, pero no sintetizan a Cristo
con la cultura presente, la actual filosofía, o las institu-
ciones de la época, como fue el caso de Tomás. Cuando
se dirigen a los «gentiles», no aceptan una base común a
las dos partes ni arguyen a partir de una filosofía común,
sino que les recomiendan la filosofía del tiempo de To-
más. León XIII diserta sobre la «Democracia Cristiana»
en el mismo talante con que Tomás escribió sobre «El go-
bierno de los gobernantes», y por esto León XIII escribe
con el espíritu patriarcal de una sociedad feudal y no
como alguien que participa en el movimiento político mo-
derno como participaba Tomás en el medieval 27. Lo que
se busca aquí no es la síntesis de Cristo con la cultura
actual, sino el re-establecimiento de la filosofía y de las
instituciones de una cultura pretérita. Este cristianismo
no pertenece al grupo sintético, sino al cultural. Su leal-
tad fundamental parece inclinarse a un género de cultura
en la que, a decir verdad, Jesucristo y especialmente su
Iglesia constituyen una parte importante. Pero el reino y
la soberanía de Jesús han sido tan identificados con los
dogmas, con la organización y las costumbres de una ins-
titución religiosa cultural, que las contrapartidas y duali-
dades dinámicas características de la síntesis tomista han
desaparecido, salvo la aceptación de la teoría en sí, es de-
cir, la aceptación de la teoría como por reflexión y refrac-
ción. «Por ley de Cristo -escribía León XIII- entende-
mos no sólo los preceptos naturales de la moral, o el
conocimiento sobrenatural que el mundo antiguo adqui-

26. «Cristo nuestro Redentor», en WYNNE, p. 463. Cf. también


«Sobre la Consagración de la Humanidad al Sagrado Corazón de
Jesús», WYNNE, pp. 454 ss.
27. Véase LEóN XIII, «La Democracia Cristiana», en WYNNE,
pp. 479 ss.

144
rió, y que Jesucristo perfeccionó y elevó a un grado su-
premo gracias a su explicación, interpretación y ratifica-
ción, sino también y sobre todo la doctrina y en particular
las instituciones que nos ha dejado. La: principal de ellas
es la Iglesia. En efecto, ¿ qué institución existe que ella
no abrace e incluya? Por el ministerio de la Iglesia, tan
gloriosamente fundado por Cristo, quiso perpetuar el ofi-
cio que le asignó el Padre; y habiendo, por una parte, con-
ferido a la Iglesia todas las ayudas eficaces para la salva-
ción humana, ordenó claramente, por otra, que los hom-
bres se sometieran a ella como a sí mismo y siguieran
celosamente sus avisos en todos los aspectos de la vida» 28
Semejante posición es la correspondencia exacta, en la:
esfera católica romana, del cristianismo cultural del evan-
gelio social en el protestantismo, para el cual Jesucristo
es el fundador y perfeccionador de la sociedad democrá,.
tica, de la religión libre y de la ética de la libertad. Las
discusiones entre tales católicos romanos y tales protes-
tantes no son más que escaramuzas de familia; ambos se
preocupan fundamentalmente de la cultura; sus ideas sólo
difieren en lo que respecta a la organización de la socie-
dad y a los valores que deben actuarse por el esfuerzo
humano. Por esto, el debate en torno a este tema discurre
a su vez al nivel de la sociedad cultural más que al nivel
de la Iglesia; estos católicos y protestantes discuten sobre
la organización de los Estados, la organización y conte-
nido de la educación, el control de los sindicatos, la elec-
ción de la: verdadera filosofía, y no sobre la participación
o no participación en las tareas del mundo, ni sobre la
ley y la gracia, ni sobre la naturaleza radical del pecado.
Advirtamos sin embargo que ni León XIII es el catolicis-
mo, ni Ritschl el protestantismo.
Un ejemplo más claro de la síntesis de Cristo con la
cultura podría ser el obispo anglicano Joseph Butler que,
en su Analogía de la Religión y en sus sermones sobre
28. «Cristo nuestro Redentor», en WYNNE, pp. 469-70. La de -
cripción más objetiva de la vida y la obra de León XIII que he
encontrado es la de SCHMIDLIN Josef, Papstgeschichte der _ -e:l-
zeit, vol. n, 1934.

ce 21 . 10
temas éticos, ptbcuró relacionar entre sí la ciencia y la
filosofía con la revelación, la ética cultural del amor pro-
pio cultural-así se expresa el inglés del siglo XVIlI- con
la ética de la conciencia cristiana, el amor a Dios con el
amor al prójimo. Comparado con el de Tomás de Aqui-
no, su pensamiento parece prosaico y pobre, algo así como
una iglesia rural bien construida junto a una magnífica
catedral; no vemos aquí ni arcos abovedados ni bastiones
que se lanzan hacia lo alto; el altar no está muy arriba.
En América, Roger Williams intentó una respuesta al pro-
blema de Cristo y la cultura, especialmente en lo tocante
a las instituciones políticas, que hiciera justicia a las pre-
tensiones de la razón respecto de la sociedad y a Cristo
en su evangelio. Supo distinguir pero no sintetizar, por
lo que él y sus seguidores legaron una serie de pensa-
mientos paralelos más que una síntesis. El paralelismo
desembocó a menudo en una bifurcación que separaba la
vida espiritual de la vida temporal, o la moral cristiana
individual de la ética racional social, bifurcación salvable
simplemente por la aceptación práctica del cristianismo
cultural o de la solución propuesta por los seguidores de
Lutero.
El que la respuesta sintética esté ausente del cristia-
nismo moderno a causa de la índole de nuestra cultura o
a causa de la manera actual predominante de concebir
a Cristo, es algo que no intentaremos analizar. Se desea
mucho una respuesta de este tipo y se oyen voces que
claman por su aparición. Pero no parece que vaya a pro-
ducirse, ni como fruto de un gran pensador ni, lo que se-
ría más importante, como resultado de la vida social acti-
a, de un clima de opinión y de una fe viva que lo im-
pregne todo.

3. La síntesis en interrogante

Ka cabe duda de que la solución sintetista al problema


de Cristo y la cultura ha ejercido su atracción alguna vez
en todos los cristianos, se sintieran o no impulsados a la

146
adopción del sistema tomístico. La aspiraClon humana
a la unidad es invencible, y el cristiano tiene una razón
especial para buscar la unidad integral, razón que nace
de su fe fundamental en el Dios único. Cuando se ha per-
catado, como consecuencia de la experiencia y la reflexión,
de que no puede vivir en unidad consigo mismo si niega
la naturaleza y la cultura en su esfuerzo por ser obediente
a Cristo, o de que tal negación supone de por sí una espe-
cie de desobediencia a los mandamientos del amor, pues-
to que las instituciones sociales son instrumentos de di-
cho amor; cuando se ha percatado de este hecho, deci-
mos, busca entonces una especie de reconciliación entre
Cristo y la cultura que no vaya en menoscabo de ninguna
de las dos partes. El impulso hacia la unidad moral en
el yó va emparejado con la búsqueda urgente por parte
de la razón de la unidad de sus principios y del principio
unitario de las realidades hacia las que se dirige el yo. En
la síntesis de la razón con la revelación, en que la bús-
queda del filósofo y la proclamación del profeta están
combinadas sin confusión, la razón parece recibir la pro-
mesa de que su hambre será satisfecha. La exigencia so-
cial de unidad en la sociedad está inseparablemente vincu-
lada con el deseo de integridad moral e intelectual. La
sociedad misma es una expresión del deseo de unidad por
parte de la multitud, de los muchos; sus males son todas
las formas de disensión; la paz es 'otro nombre de la salud
social. La unión de la Iglesia con el Estado, del Estado
con el Estado y de la clase con la clase, y la unión de to-
dos ellos con el Señor y Amigo sobrenatural es un deseo
ineludible del creyente. La síntesis parece venir impuesta
sobre todo por las exigencias de Dios, no sólo en virtud
de su acción sobre la naturaleza, la razón y la sociedad
h umanas gracias a su espíritu unificador, sino en virtud
de su revelación por medio de sus palabras y de su Pala-
bra. A la Iglesia del Nuevo Testamento se le dicen as
mismas palabras que a la Iglesia del Antiguo Testamen o :
«Oye, oh Israel, el Señor nuestro Dios es el único Se - or- .
Por ser la solución sintetista una respues ta que ~ are e
satisfacer estas urgencias y exigencias , siempre e' e_
su atracción sobre los cristianos. Aunque rechacen la for-
ma que pueda revestir dicha solución, no obstante la con-
siderarán como símbolo de la respuesta adecuada.
A excepción, tal vez, de algunos creyentes radicales y
exclusivistas, todos los cristianos suscriben la afirmación
de los sintetistas sobre la importancia de las virtudes cí-
vicas y de las instituciones sociales justas. Agustinianos
y luteranos, como observaremos, consideran estas virtu-
des e instituciones bajo una luz diferente, pero coinciden
en la afirmación de su importancia para el seguidor de
Cristo y para todo ciudadano del pueblo de Dios. Lo espe-
cífico del sintetista de tipo tomista es su preocupación
por descubrir las bases del derecho en la naturaleza crea-
da del hombre y en su mundo. Su insistencia en que el
«debe» se funda en el «es», aunque éste a su vez se funde
en el «debe» de la mente de Dios, apela en su realismo a
cuantos son conscientes de los peligros de un pensamien-
to impaciente por lo último, y no sólo de los peligros que
comporta para la vida social, sino también de los peligros
que supone para la fe. Polarizar toda nuestra atención en
torno al reino futuro de Dios, puede conducir fácilmente
a la negación del reino actual de Dios; el deseo de lo que
todavía no se puede inducir fácilmente a la afirmación
de que lo presente proviene del diablo más que de Dios.
La grandeza contenida en la resuelta proclamación del
sintetista de que el Dios que ha de reinar reina ahora y ha
reinado, y de que su reino está en la naturaleza de las
cosas, y de que el hombre debe edificar sobre los funda-
mentos establecidos, ejerce una atracción inmensa sobre
los espíritus. Expresa de esta forma un principio que nin-
gún otro grupo cristiano parece formular tan bien, pero
que todos necesitan compartir, a saber, el principio de
que el Creador y el Salvador son uno solo, o de que, sea
cual fuere el significado de la salvación que trasciende a
la creación, la salvación no destruye lo creado. En la prác-
tica, se afirma con claridad meridiana que la conducta de
los redimidos no puede faltar a la ley, por mucho que
deba elevarse por encima de ella; y que la ley nunca es
una pura invención humana, sino que contiene la volun-

148
tad de Dios. Con estas premisas el sintetista presta a los
cristianos una base inteligible para la obra que deben rea-
lizar conjuntamente con los no creyentes. Aunque Tertu-
liano diga a los no cristianos: «Navegamos con vosotros
y luchamos con vosotros, y aramos los campos con voso-
tras; y ... nos unimos con vosotros en vuestros comercios»,
no por esto indica sobre qué base puede el cristiano inte-
grarse a un frente tan unido, ni dice cómo y dentro de qué
límites puede cooperar. El cristiano cultural, por su par-
te, hace causa común con el no creyente hasta el punto de
preterir sus principios específicamente cristianos. Sólo el
sintetista parece prestar los fundamentos de una coope-
ración gustosa e inteligente de los cristianos con los no
creyentes, porque preconiza la labor a realizar en el mun-
do y, simultáneamente, la preservación de la especificidad
de la fe y la vida cristianas.
Además de esta feliz afirmación de la respuesta sintéti-
ca, existe todavía otra: su testimonio firme de que el evan-
gelio promete y exige más de lo que pueden exigir y ase-
gurar el conocimiento racional del designio del Creador
sobre la criatura y la obediencia gustosa a la ley de la
naturaleza. Los críticos radicales olvidan con harta fre-
cuencia qué visión tan sublime de la ley y del amor nos
presentan Clemente y Tomás. Para los sintetistas, la vida
cristiana es la vida de servidores con que Jesús comparó
a sus discípulos. Nunca llegan a cumplir su deber, ni cuan-
do trabajan en los campos, ni cuando sirven a las mesas,
ni cuando mantienen la casa en orden. y sin embargo, es-
tos siervos indignos son invitados a un banquete real al
final del día, razón ésta por la que su acción es de doble
finalidad, ya que todo su trabajo en el mundo les sirve
también para alcanzar la gloria en virtud de su gozosa
expectación: no esperan tan sólo frutos terrestres, sino
también el gozo espiritual incomprable e inmerecible.
Siempre existe el más y el otro; siempre existe el «todo
esto y además el cielo»; pero, para el verdadero sintetis-
ta, el más no es una reflexión posterior sobreañadida,
como con tanta frecuencia parece ser el caso del e . ~ _~ -
no cultural.
No sólo la Iglesia, sino también la cultura tiene una
deuda inmensa con los sintetistas por estas y otras con-
tribuciones. En la historia de la civilización occidental, la
obra de Clemente, Tomás y sus seguidores y compañeros
ha ejercido una influencia incalculable. Las artes y las
ciencias, la filosofía, la ley, el gobierno y las instituciones
económicas han sido profundamente afectadas por dicha
influencia. Los hombres de este grupo han sido para la
cultura moderna los mediadores de la sabiduría griega y
de la ley romana. Han moldeado y dirigido la institución
religiosa más influyente en nuestra civilización, la Iglesia
Católica Romana, y han ayudado también a forjar insti-
tuciones y movimientos religiosos no tan eficaces.
Cuando reflexionamos sobre el "\ alar que encierra para
la fe y la sociedad esta forma de t ratar el problema de
Cristo y la cultura, debemos concluir que esta actitud es
necesaria para dicho problema, y que la respuesta nos
ofrece una afirmación irrebatible de una o varias verda-
des. Lo que ya no es tan evidente es que sea la única posi-
ción que nos proporciona la verdad y nada más que la
verdad. Aparte las objeciones específicas a específicas for-
mulaciones de esa síntesis, los cristianos de otros grupos
aseveran que tamaña empresa debe inducir en y por sí
misma a un error. El esfuerzo por combinar a Cristo con
la cultura, la obra de Dios con la obra del hombre, lo tem-
poral con lo eterno, la ley con la gracia, en un sistema de
pensamiento y práctica tiende, quizás inevitablemente, a
la absolutización de lo que es relativo, a la reducción de
lo infinito a una forma finita, y a la materialización de lo
dinámico. Una cosa es afirmar la existencia de una ley
de Dios inscrita en la misma estructura de la criatura, la
cual debe buscar el conocimiento de esta ley por el uso
de la razón y gobernarse de acuerdo con ella, y otra cosa
muy distinta es formular la ley en el lenguaje y los con-
ceptos de una razón siempre culturalmente condicionada.
Tal vez sea posible una síntesis en que el carácter relativo
de todas las formulaciones creatúricas de la ley del Crea-
dor sean plenamente reconocidas. Pero ninguna respuesta
sintetista ofrecida hasta ahora en la historia cristian(:\ ha

150
evitado la identifica°c ión entre una concepción cultural de
la ley de Dios en la creación y esa misma ley. La concep-
ción de Clemente sobre lo que es natural al hombre es a
menudo patéticamente provinciana. La concepción jerár-
quica del orden natural en Tomás de Aquino es histórica
y medieval. Las verdades provincianas e históricas pue-
den ser verdaderas en el sentido de que corresponden a
la realidad, pero no obstante son fragmentarias, y se con-
vierten en una falacia cuando son excesivamente subraya-
das. Toda síntesis -por constar de fonnulaciones frag-
mentarias, históricas, y consiguientemente relativas, de
la ley de la creación, y por sus apreciaciones manifies-
tamente parciales de la ley de la redención- es necesa-
riamente provisional y fragmentaria. Pero, tan pronto
como el sintetista admite este hecho, se adentra por el
camino de otra respuesta distinta de la sintética; en reali-
dad, empieza a afirmar que toda cultura está sujeta a una
conversión continua e infinita, y que su propia formula-
ción de los elementos de la síntesis, como su adecuación
social a la estructura de la Iglesia y de la sociedad, es sólo
provisional e incierta.
Se ha repetido a menudo que Tomás, y su período, ca-
recía de sentido histórico. La conciencia moderna de que
la razón está involucrada con todo cuanto pertenece a la
cultura en el continuo devenir histórico, y de que las insti-
tuciones sociales, a pesar de implicar elementos manifies-
tamente estables, evolucionan incesantemente, coincide
con la reflexión cristiana de que toda conquista humana
es temporal y pasajera. El sintetista que convierte de al-
guna manera lo efímero en algo fundamental para su teo-
ría de la vida cristiana, adoptará una actitud de defensa
de ese fundamento temporal impulsado por el deseo de
preservar la superestructura de la vida cristiana que se
apoya sobre dicho fundamento temporal, y se mostrará
reticente ante la evolución cultural. Es lógico que cuan-
do se ha dado una respuesta sintética al problema de Cris-
to y la cultura, quienes la aceptan se preocupen más de
la defensa de la cultura sintetizada con el evangelio que
del mismo evangelio. Estas dos validades parecen estar

15
entonces tan entretejidas que se tiene la impresión de
que el evangelio perenne sufre la amenaza consiguiente a
la desaparición de la cultura perecedera. Ya se trate de
la civilización incorporada al evangelio en la época medie-
val o moderna, feudal o democrática, rural o urbana, o ya
se trate de la síntesis romana, anglicana o protestante, el
sintetista tiende a la restauración o conservación de una
cultur a, y por ende se convierte en un cristiano cultural.
La tendencia al conservadurismo cultural parece endémi-
ca a la escolástica.
Por otra parte, el esfuerzo por sintetizar parece impli-
car la institucionalización de Cristo y del evangelio. Qui-
zá sea posible una síntesis en que la ley de Cristo no se
identifique con la ley de la Iglesia, en que su gracia no
sea efectivamente confinada al ministerio de la institución
religiosa social, en que su soberanía no sea equiparada
con el gobierno de aquellos que pretenden ser sus suce-
sores. Tal vez sea posible una respuesta sintética en que
se reconozca que la institución religiosa social que se
llama Iglesia sea una parte del orden temporal y un fruto
humano, al igual que las instituciones estatales, cultura-
les y económicas. Pero es difícil comprender cómo podría
ser aSÍ, ya que si la gracia, la ley y el reino de Cristo no
son institucionalizables, toda síntesis debe ser provisional
y abierta, sujeta al ataque radical, a la conversión y sus-
titución por la acción del Señor libre y de unos hombres
sometidos a sus mandamientos, más que sujeta a la insti-
tución religiosa.
Todas estas objeciones se resumen en una considera-
ción: que la integridad y la paz son el objeto eterno de
la esperanza y la meta del cristiano, y que la encarnación
temp oral de esta unidad y paz en una forma ideada por
el hombr e constituye una usurpación por la que el tiem-
po intent a ejercer el poder de la eternidad y el hombre
el poder de Dios. Como acción puramente simbólica, como
intento humilde, reconocidamente falible, como aspecto
humano de una acción que no puede ser completada sin
la obra del Dios que también la inició, la síntesis es acep-
table; como afirmación autoritativa e infalible con pre-

152
tensiones absolutistas de cómo las cosas encajan en el
reino de Dios, la síntesis no es ya tan aceptable. Y, claro,
si nos atenemos a lo primero, no hacemos ya realmente
obra de síntesis.
Otras críticas dirigen los dualistas, los conversionistas
y los radicales a los tomistas. La única a que aludiremos
arguye que el esfuerzo por combinar la cultura con Cristo
ha comportado la tendencia a establecer varios grados de
perfección cristiana, con los graves daños que supone la
división de los cristianos entre los que obedecen a las le-
yes infer iores o a las superiores, entre los que son «psí-
quicos» y los que son «gnósticos», entre los seculares y los
religiosos. La existencia de diversos estadios en la vida
cristiana, no ofrece ningún género de dudas, pero ningu-
na sucesión supuestamente ascendente de estadios finitos
lleva al hombre más cerca de lo infinito, y ningún orden,
método de educación, tipo de culto, o norma de juicio ins-
titucionalizado puede corresponder exclusivamente a un
estadio o grado cualquiera. La práctica pastoral que ajus-
ta sus exigencias y propósitos según la inmadurez o ma-
durez de una situación dada, es una cosa; el juicio de
valor según el cual la vida contemplativa es más cristia-
na que la vida práctica, o que el monje cumple la ley de
Cristo con mayor perfección que el hombre que se ocupa
de economía o de política, es otra cosa completamente
diferente, porque tales juicios no -son posibles a los hom-
bres y pecadores. Y los sintetistas no parecen capaces de
combinar la vida en el mundo con la vida en Cristo, como
no recurran a la noción de estadios o grados.
La objeción principal formulada a los sintetistas por
todos menos por los cristianos culturales dice que por
mucho que los sintetistas afirmen la existencia de la de-
pravación humana, y por lo tanto la necesidad y la gran-
deza de la salvación de Cristo, de hecho no afrontan el
mal radical presente en toda obra humana. Por ser los
dualistas quienes atacan con mayor acierto la actitud sin-
tetista, desarrollaremos estas ideas en el capítulo si-
guiente.
V. Cristo y la cultura en paradoja

1. La teología de los dualistas

Los esfuerzos por sintetizar a Cristo con la cultura han


sido objeto de duros ataques a lo largo de la historia cris-
tiana. Los radicales han protestado de que estos intentos
son versiones camufladas de la acomodación cultural del
evangelio, y de que ensanchan el estrecho camino de la
vida para convertirlo en una fácil avenida. Los cristianos
culturales han protestado de que los sintetistas califican
de verdad evangélica los restos atrofiados de pretéritas
formas inmaduras de pensamiento. La oposición más fuer-
te, sin embargo, no ha venido ni de la izquierda ni de la
derecha, sino de otro grupo central, a saber, del grupo
que también pretende responder al problema de Cristo
y la cultura con un «Cristo y también la cultura». Tal es
el grupo que, a falta de un calificativo más adecuado, he-
mos llamado dualista, aunque en manera alguna sea dua-
lista en el sentido de que divida el mundo de forma ma-
niquea en reino de la luz y reino de las tinieblas, reino de
Dios y reino de Satanás. Aunque los miembros de este
grupo disientan de las definiciones y combinaciones de
los sintetistas aplicadas a Cristo y la cultura, también pro-
curan hacer justicia a la necesidad de unificar y distin-
guir a un tiempo entre la lealtad a Cristo y la responsa-
bilidad ante la cultura.
Para comprender a los dualistas, debemos observar su
punto de vista y ponernos provisionalmente junto a ellos
mientras traten nuestro problema. Según ellos, el proble-
ma fundamental de la vida no se resuelve al estilo de los
cristianos radicales, que trazan una línea divisoria entre
la comunidad cristiana y el mundo pagano, ni tampoco
al estilo del cristianismo cultural, que considera al hom-
bre en conflicto total con la naturaleza y pone a Cristo
del lado de las fuerzas espirituales de la cultura. No obs-
tante, al igual que éstos -el cristiano radical y el cristia-
no cultural- y a diferencia del cristiano sintetista em-
plazado en su mundo tan irénico y estructurado, el dua-
lista vive en conflicto con un gran interrogante. Dicho
conflicto tiene lugar entre Dios y el hombre, o mejor di-
cho -ya que el dualista es un pensador existencial-, en-
tre Dios y nosotros; el interrogante se abre entre la justi-
ticia de Dios y la justicia del yo. Por una parte, estamos
nosotros con todas nuestras actividades, nuestros Estados
y nuestras Iglesias, nuestras obras paganas y nuestras
obras cristianas; por la otra, están Dios en Cristo y Cristo
en Dios. El problema de Cristo y la cultura en esta situa-
ción no es ya el interrogante que el hombre se propone a
sí mismo, sino el interrogante que Dios propone al hom-
bre; no es algo que tenga lugar entre cristianos y paganos,
sino entre Dios y el hombre.
Aparte de las vicisitudes de la historia psicológica de '
los dualistas, su lógico punto de partida al abordar el pro-
blema cultural es el gran acto de reconciliación y de per-
dón que ha ocurrido en la batalla divino-humana: el acon-
tecimiento que llamamos Jesucristo. Desde este punto de
partida, se comprende la existencia histórica y actual de
un conflicto y los hechos de la gracia de Dios y del peca-
do humano. Ningún dualista ha llegado fácilmente a este
punto de partida. Todos ellos se apresuran a advertir que
seguían un camino equivocado hasta que fueron detenidos
y dieron marcha atrás por un camino que no era el suyo
propio. El conocimiento de la gracia de Dios no les fue
dado, y no creen que sea dado a nadie, corno una verdad
autoevidente de la razón, como creen algunos cristianos
culturales, por ejemplo los deístas. Lo que éstos conside-
ran como pecado que debe ser perdonado y como gracia
que perdona dista mucho de las profundidades y de las
alturas de la perversidad y la bondad reveladas en la cruz
de Cristo. La fe en la gracia y la aceptación correlativa
del pecado, que se encuentran en la cruz de Cristo, perte-
necen a un orden distinto de la fácil aceptación de benevo-

156
lencia en la deidad y de error moral en el hombre, de que
hablan aquellos que jamás arrostraron el horror de un
mundo en que los hombres blasfeman e intentan destruir
la imagen misma de la Verdad y la Bondad, la imagen
de Dios mismo. El milagro que constituye el punto de
partida del dualista es el milagro de la gracia de Dios, que
perdona a estos hombres sin ningún n1érito por su parte,
los recibe como hijos del Padre, les ofrece arrepentimien-
to, esperanza, y la seguridad de salvarse de los poderes
tenebrosos que gobiernan sus vidas, y los constituye en
amigos de aquel a quien quisieron matar. Aunque las exi-
gencias divinas sobre ellos son tan elevadas que diaria-
mente las niegan y niegan a Dios, aun así sigue siendo su
salvador, levantándolos después de cada caída y ponién-
dolos en el camino de la vida.
El hecho de que los nuevos tiempos hayan dado co-
mienzo con la revelación de la gracia de Dios no cambia
la situación fundamental en lo que toca a la gracia y al
pecado. La gracia está en Dios y el pecado está en el hom-
bre. La gracia de Dios no es una substancia, un poder pa-
recido al maná, que llegue mediatizado a los hombres a
través de actos humanos. La gracia está siempre en la
acción de Dios; es atributo de Dios. Es la acción de re-
conciliación que atraviesa la tierra de nadie de la guerra
histórica de los hombres contra Dios. Si hay algo de la
graciosidad de Cristo reflejado en las respuestas agrade-
cidas de un Pablo o un Lutero a la graciosa acción de
Cristo, ellos mismos no pueden ser conscientes de ello; y
si lo son, no pueden por menos de comprender que sólo
se trata de un reflejo. En cuanto el hombre intenta ubi-
car ese reflejo de gracia en sí mismo, dicho reflejo se des-
vanece como se desvanece la gratitud en el momento en
que me vuelvo de mi benefactor a la contemplación de
su virtud beneficiosa en mÍ. También la fe con que el hom-
bre reconoce y se vuelve confiadamente al Señor gracioso
no es algo que él pueda extraer de sus capacidades natu-
rales, sino sencillamente el reflejo de la fidelidad de Dios.
Nosotros confiamos porque él es fiel. Por consiguiente,
tanto en el encuentro divino-humano y en la situación en
que el hombre vive después, como en los días anteriores
a la percepción la palabra de la reconciliación, la gracia
está enteramente del lado de Dios. Y Jesucristo es la gra-
cia de Dios y el Dios de la gracia.
El pecado está en el hombre y el hombre está en pe-
cado. Ante el crucificado Señor de la gloria, los hombres
descubren que todas sus obras y toda su actividad no sólo
son lamentablemente inadecuadas, a juzgar por el patrón
divino de bondad, sino que son además sórdidas y depra-
vadas. Los cristianos dualistas difieren considerablemente
de los sintetistas en su apreciación de la extensión y pro-
fundidad de la depravación humana. Tocante a su pro-
fundidad: Clemente, Tomás y sus seguidores observan
que la razón del hon1bre puede estar oscurecida, pero
que naturalmente está bien orientada; para ellos, el reme-
dio al mal razonamiento estriba en un mejor razonamien-
to y en la ayuda del maestro divino; por otra parte, con-
sideran la cultura religiosa del hombre en su forma cris-
tiana -las instituciones y doctrinas de la santa Iglesia-
como algo que escapa al ámbito de la corrupción pecami-
nosa, por muchos que sean los males de poca monta que
exijan en el interior de estos reductos la necesidad de
una reforma incesante. El dualista al modo de Lutero, en
cambio, descubre la corrupción y degradación en toda la
obra del hombre. Ante la santidad de Dios, tal como se
manifiesta en la gracia de Jesucristo, no hay distinción
entre la sabiduría del filósofo y la mentecatez del papana-
tas, entre el crimen del asesino y el castigo que le impone
el magistrado, entre la profanación de los santuarios por
parte de los blasfemos y su santificación por los sacer-
dotes, entre los pecados carnales y las aspiraciones espi-
rituales de los hombres. El dualista no niega las diferen-
cias existentes entre estas cosas, sino que afirma que, ante
la santidad de Dios, no hay ninguna diferencia digna de
importancia, en el sentido, por ejemplo, en que afirma-
mos que las comparaciones entre los más altos rascacie-
los y las chabolas más miserables carecen de importancia
en presencia del Betelgeuse. La cultura humana está co-
rrompida, y la cultura incluye toda la obra humana, no

158
sólo las conquistas humanas de fuera de la Iglesia sino
también las que se logran en su seno, no sólo la filosofía
sino también la teología, no sólo la defensa judía de la
ley judaica sino también la defensa del precepto cristiano.
Si queremos comprender en este punto al dualista, debe-
mos tener en cuenta dos cosas. No emite un juicio sobre
los demás hombres -excepto cuando la depravación a
que está sujeto le aleja de Dios-, sino que más bien da
testimonio del juicio que se emite sobre él mismo y so-
bre toda la humanidad, con la que está inseparablemente
unida no sólo por la naturaleza, sino también por la cul-
tura. Cuando habla de la depravación del hombre cumpli-
dor de la ley no lo hace como san Pablo, que fue un ce-
loso guardián de la ley, ni como un Lutero, que procuró
guardar rigurosamente la letra y el espíritu de los votos
monásticos. Cuando habla de la corrupción de la razón,
no lo hace como un razonador que ha intentado ardiente-
mente ascender al conocimiento de la verdad. Lo que dice
sobre la depravación del hombre, lo dice desde el punto
de vista y en la situación de hombre pecador, inmerso en
la cultura, y confrontado con la santidad de Dios. La se-
gunda cosa que debemos tener en cuenta es que, para
estos creyentes, la actitud del hombre ante Dios no es una
actitud que el hombre adopte como adopta otras muchas
posiciones, como por ejemplo con respecto a la naturale-
za, o a sus hermanos los hombres, o a los conceptos de
la razón. Dicha actitud constituye su situación fundamen-
tal y siempre presente, aunque el hombre pretenda cons-
tantemente ignorar el hecho de que está confrontado con
Dios, o de que aquello contra lo que se enfrenta cuando
«está contra ello» sea precisamente Dios.
El dualista difiere también del sintetista en su concep-
ción de la naturaleza de la corrupción en la cultura. Tal
vez las dos escuelas compartan la convicción de que el
sentido religioso del pecado jamás puede traducirse en
términos morales o intelectuales, en cuyo caso el dualis-
ta sería simplemente aquel que experimenta más profun-
damente la sordidez de todo lo creado, de todo lo huma-
no y terreno, cuando se encuentra en presencia de lo

159
santo 1. Habiendo defendido como Job su propia bondad,
se une también a él en su confesión: «He oído hablar de
ti, mas ahora te ven mis ojos: me avergüenzo, pues, de mí
mismo y hago penitencia en polvo y ceniza ». Pero la san-
tidad de Dios, tal como aparece en la gracia de Jesucristo
tiene un carácter demasiado preciso, de modo que no per-
mite una definición de su contrapartida negativa, el pe-
cado humano, a base de los términos vagos de la sensibi-
lidad primitiva. El sentido de sordidez, de vergüenza, de
inmundicia y polución es el ingrediente afectivo insepara-
ble de un juicio moral objetivo sobre la naturaleza del yo
y de su sociedad. El hombre está ante Dios, su vida pro-
cede de Dios, es sostenido y perdonado por Dios, es an1a-
do y vive, y he aquí que el hombre está 'e mpeñado en un
ataque contra Aquel que es su vida y su ser. Niega lo que
debe afirmar; se rebela contra Aquel sin cuya fidelidad ni
siquiera podría rebelarse. Toda acción humana, toda la
cultura, está viciada de impiedad, que es la esencia del
pecado. La impiedad es la voluntad de vivir sin Dios, de
ignorarlo, de ser la propia fuente y comienzo, de vivir sin
ser deudor o perdonado, de ser independiente y seguro en
el propio yo, de ser en sí mismo igual que Dios. Reviste
mil formas diferentes y se expresa de las maneras más
tortuosas. Late en la complacencia del hombre moral
autojustificado y racionalmente auto autentificado, pero
también en la desesperación de aquellos para quienes todo
es vanidad. Se traduce en la irreligiosidad, en el ateísmo
y en el antiteísmo, pero también en la piedad ' de aque-
llos que conscientemente se llevan a Dios adondequiera
que van. Aflora en los actos desesperados de pasión, por
cuyo medio los hombres se afirman contra la ley social
con sus pretensiones de sanción divina, pero también en
la celosa obediencia del guardián de la ley, que necesita
desesperadamente la seguridad de que es superior a las
raleas inferiores sin ley. Frustrado en sus esfuerzos por
constituir imperios divinos duraderos, el deseo de ser in-

1. Cf. Rudolf OTTO, The Idea O'f the H oly, 1924, pp. 9 ss, y
T AlLOR A. E'J The Faith of a MO'ralist, 1930J vol. I, pp. 163 ss.

160
dependiente de la gracia de Dios se expresa en tentativas
por crear iglesias semejantes a Dios, que acumulen toda
la verdad y la gracia necesarias en su doctrina y sus sa-
cramentos. Incapaz de imponer su voluntad a los demás
por medio de la moral de los maestros, la moralidad auto-
divinizada intenta los métodos de la moral de los escla-
vos. Cuando el hombre ya no puede asegurarse de que es
el dueño de su sino físico, se vuelve a las cosas que él cree
que realmente están bajo su control, cosas como la since-
ridad y la integridad, e intenta cobijarse en su honestidad;
en esta esfera, al menos, cree que puede vivir sin la gra-
cia, siendo un hombre bueno independiente, no necesi-
tando nada que él mismo no pueda proporcionarse. El
dualista gusta de señalar que la voluntad de vivir como
dioses, y por lo tanto sin Dios, se trasluce en muchos es-
fuerzos nobilísimos, es decir, en los que son más nobles
según la medida humana. Hombres cuyo cometido es ele-
var la razón al rango de juez y gobernante de todas las
cosas, la califican de elemento divino en el hombre. Los
que sienten la vocación de mantener el orden en la socie-
dad, deifican la ley y, en parte, se deifican a sí mismos. El
ciudadano independiente, democrático, encierra un peque-
ño dios en su interior, en una conciencia autoritativa com-
pletamente autónoma. Como cristianos, queremos ser per-
donadores de los pecados, amadores de los hombres, nue-
vas encarnaciones de Cristo, salvadores más que salvados,
seguros en nuestra propia posesión de la verdadera reli-
gión más que dependientes de un Señor que Í lOS posee,
nos escoge, nos perdona. Cuando no intentamos poner a
Dios bajo nuestro control, sí intentamos darnos la segu-
ridad de que estamos de su lado frente al resto del mun-
do, no junto con ese mundo que está ante él en depen-
dencia infinita, consciente de que su única seguridad está
en el Señor.
ASÍ, en opinión de los dualistas, todo el edificio de la
cultura está resquebrajado y desesperadamente inclinado.
Es la obra de constructores que se contradicen a sí mis-
mos, erigiendo torres que aspiran a los cielos desde la
tierra movediza de la corteza terrestre. Donde el sintetista

ce 21 . 11 161
Se regocija cOn el contenido racional de la ley y de las
instituciones sociales, el dualista, con el escepticismo del
sofista y del positivista, dirige su atención a la codicia de
poder y a la voluntad de los fuertes racionalizada en esas
mismas instituciones. En las monarquías, aristocracias y
democracias, en los gobiernos burgueses y proletarios, en
los sistemas episcopal, presbiteriano y congregacional, la
mano de hierro del poder nunca está totalmente oculta
bajo el blando guante de la razón. En la obra de la ciencia
misma, la razón se siente confundida ya que, por una par-
te, se rinde humildemente a lo dado en una investigación
desinteresada, y, por otra, busca el conocimiento con mi-
ras a obtener el poder. En todas las apologías que los sin-
tetistas hacen de los elementos racionales en la cultura,
el dualista advierte ese defecto fatal, a saber, que la razón
en los asuntos humanos no es nunca separable de su per-
versión egoísta, impía. La institución de la propiedad, dice,
no sólo garantiza contra el hurto, sino que sanciona tam-
bién las grandes expropiaciones de posesiones ajenas,
como cuando protege los derechos del colono a unas tie-
rras que fueron arrebatadas por fuerza o engaño a los in-
dios. La institución razonable se apoya en una gran irra,.
cionalidad. Las instituciones del celibato y del matrimo-
nio evitan y encubren a un tiempo infinidad de pecados.
De ahí que el dualista se una al cristiano radical para
sentenciar que el mundo entero de la cultura humana es
impío y está corroído por una enfermedad mortal. Pero
una diferencia los separa: el dualista sabe que pertenece
a esa cultura y que no puede salirse de ella, que Dios efec-
tivamente le sostiene en ella y por ella, porque si Dios en
su gracia no sostuviera al mundo en su pecado, el mundo
no existiría ni un segundo más.
En esta situación, el dualista sólo puede hablar en un
estilo llamémoslo paradójico, porque está del lado del
hombre en el encuentro con Dios y, no obstante, procura
interpretar la Palabra de Dios que le llega del otro lado.
En el corazón esta tensión debe hablar de revelación y
razón, de ley y gracia, del Creador y del Redentor. No sólo
su lenguaje es paradójico en estas circunstancias, sino que

162
también lo es su conducta. Está y no está bajo la ley,
porque está además bajo la gracia. Es pecador, pero jus-
to. Cree, y sin embargo duda. Está seguro de la salvación,
yen cambio anda sobre el filo de la navaja de la inseguri-
dad. En Cristo todas las cosas se han hecho nuevas, pero,
por otra parte, todo sigue siendo como fue desde el prin-
cipio. Dios se ha revelado en Cristo, pero se ha ocultado
en su revelación. El creyente conoce a aquel en quien ha
creído, pero se mueve en la oscuridad de la fe, y no en la
visión.
De entre estas paradojas, dos son de una importancia
singular en la respuesta de los dualistas al problema de
Cristo y la cultura: la de la ley y la gracia, y la de la ira
y la misericordia en Dios. El dualista coincide con el cris-
tiano radical en la afirmación de la autoridad de la ley
de Cristo sobre todos los hombres, en entenderla en su
sentido literal y llano, oponiéndose a las atenuaciones in-
troducidas por los cristianos culturales y sintetistas en los
preceptos evangélicos. La ley de Cristo no es, a su enten-
der, una adición a la ley de la naturaleza humana, sino su
verdadera exposición, un código para el hombre medio,
normal, y no una regla especial para superhombres espi-
rituales. Pero insiste también en que ninguna auto cultura
humana, en obediencia a esa ley o a cualquier otra, sirve
para librar al hombre de su dilema del pecado. Las insti-
tuciones que pretenden descansar sobre esta ley -órde-
nes monásticas, movimientos pacifistas o comunidades
comunísticas- no están menos sujetas al pecádo de la
impiedad y del amor propio que las formas menos «san-
tas» de otras sociedades. La ley de Dios en las manos de
los hombres es un instrumento de pecado, pero también
es una especie de medio negativo, y claro, con que procede
de Dios y es pronunciada por sus labios, es también me-
dio de gracia; pero es que además es otra vez una especie
de medio negaúvo, porque lleva al hombre a la desespe-
ración de sí mismo y le prepara a convertirse del ego a
Dios; ¿medio negativo? Sí, pero cuando el pecador se arro-
ja en manos de la misericordia divina y vive sólo por esa
misericordia, la ley ofrece otro aspecto porque resul a _er
algo escrito en el corazón: una ley de la naturaleza, no
un lnandamiento externo; y aun aSÍ, al fin y al cabo, la
ley de Dios que el perdonado recibe es voluntad del Otro
más que voluntad propia. Así discurre el debate sobre la
ley en el pensamiento del dualista. Suena como paradóji-
co porque nace del esfuerzo de expresar en un monólogo
el significado de algo que sólo se percibe claramente en los
dramáticos encuentros y reencuentros de Dios con las
almas de los hombres. En su taquigráfica sinopsis de algo
inmenso que es acción, el dualista parece decir que la ley
de vida no es ley sino gracia; que la gracia no es gracia
sino ley, una exigencia infinita sobre el hombre; que el
amor es una posibilidad imposible y que la esperanza de
la salvación es una seguridad improbable. Pero esto son
abstracciones. La realidad es el diálogo y la lucha conti-
nuos del hombre con Dios, con sus preguntas y respues-
tas, sus victorias divinas que parecen derrotas, y sus derro-
tas humanas que resultan ser victorias divinas.
La situación que el dualista intenta describir con su
lenguaje paradójico, se complica aún más por el hecho
de que el hombre, en su encuentro con Dios, no se encuen-
tra con una simple unidad. El dualista es siempre un tri-
nitario, o al menos un binitario, para quien las relaciones
entre el Hijo y el Padre son dinámicas. Por si fuera poco,
advierte en Dios, tal como se revela en la natur'aleza, en
Cristo y en las Escrituras, la dualidad de la misericordia
y de la ira. En la naturaleza, el hombre se encuentra no
sólo con la razón, el orden, la bondad que da vida, sino
también con la fuerza, el conflicto y la destrucción. En las
Escrituras oye la palabra del profeta: «¿Acaso caerá el
mal sobre una ciudad y el Señor no lo habrá hecho?» So-
bre la: cruz ve a un Hijo de Dios que no sólo es víctima
de la perversidad humana sino que además ha sido entre-
gado a la muerte por el Poder que gobierna todas las co-
sas. Y no obstante, desde esta cruz viene el conocimiento
de una Misericordia que libremente se entrega y es bien-
amada: para la redención de los hombres. Lo que parecía
ser ira es ahora amor que castiga para corregir. Pero este
amor es también una exigencia, y presenta el aspecto de

164
ira contra los menospreciadores y violadores del amor.
La ira y la misericordia andan mezcladas hasta el fin. La
tentación del dualista consiste en separar los dos princi-
pios y en proponer dos dioses, o establecer una división
en la Divinidad. El auténtico dualista resiste esta tenta-
ción, pero sigue viviendo en la tensión entre la misericor-
dia y la ira. Cuando trata del problema de la cultura, no
puede olvidar que los aspectos oscuros de la vida social
humana, como los vicios, crímenes, guerras y castigos,
son armas en las manos de un airado Dios de misericor-
dia y son, simultáneamente, expresiones de la ira humana
y de la impiedad del hombre.

2. La tendencia dualista en Pablo y Marción

En el caso del dualismo más aún que en el de las res-


puestas anteriores al problema de Cristo y la cultura, de-
bemos hablar de una tendencia en el pensamiento cristia-
no más que de una escuela de pensamiento. Es más difícil
encontrar ejemplos claramente definidos, consistentes, de
esta respuesta que no de las demás. Esta tendencia surge
a menudo aisladamente, confinada en áreas especiales del
problema cultural. Puede entrar en juego cuando un pen-
sador habla de la razón y de la revelación, y desaparecer
en cambio cuando este mismo hombre trata materias po-
líticas. La tendencia dualista puede surgir en discusiones
sobre la participación del cristiano en el gobierno y la
guerra, por parte de creyentes cuya solución al problema
de la revelación y la razón suena en cambio a sintetista.
Aunque dicha tendencia desempeñe un papel importante
en el pensamiento de muchos cristianos, no obstante apa-
rece con tanto vigor en los escritos de algunos, como Lu-
tero, que muy bien podríamos hablar, a este respecto, de
un grupo o escuela, relativamente distinta de las demás .
Tanto si consideramos a Pablo miembro de este grupo
como si no lo consideramos, es evidente que sus repre-
sentantes posteriores son descendientes espirituales del
Apóstol, y que, en su pensamiento, la tendencia duali a
es más acusada que las tendencias sintetista y radical, y
evidentemente más que la cultural. El problema funda-
mental, tal como Pablo lo entiende, surge principalmente
entre la justicia de Dios y la justicia del hombre, o entre
la bondad con que Dios es bueno y desea hacer a los hom-
bres buenos, por una parte, y, por otra, el género de bon-
dad independiente que el hombre procura tener por sí
mismo. Cristo define lo esencial y resuelve este problema
capital mediante su continua acción de revelación, recon-
ciliación e inspiración, nos dice Pablo. No ofrece ningún
género de dudas la prioridad de Jesucristo en la vida y
el pensamiento del hombre para quien Cristo es «el poder
de Dios y la sabiduría de Dios », el mediador del juicio
divino, la ofrenda por el pecado, el reconciliador de los
hombres con Dios, el dador de la paz y de la vida eterna,
el espíritu, el intercesor por los hombres, la cabeza de la
Iglesia y progenitor de una nueva humanidad, la imagen
del Dios invisible, el «único Señor por el cual son todas
las cosas y por medio del cual existimos». En su Cruz,
Pablo ha muerto al mundo y el mundo ha muerto para él;
en adelante su vida consistirá en estar en Cristo, para
Cristo y bajo Cristo, no conociendo nada ni deseando nada
fuera de él. El Cristo del Apóstol es Jesús. Ha pasado el
tiempo en que la identidad del Señor de Pablo con el Rabbi
de Nazaret pudiera ser puesta en tela de juicio. Aquel a
quien él había visto, que moraba en su mente y le poseía
en cuerpo y alma, era evidentemente ese amigo de peca-
dores y juez de justos autosuficientes, ese profeta y legis-
lador del Sermón de la Montaña, y ese curador de enfer-
medades que había sido condenado por los hermanos de
Pablo, los judíos, y crucificado por sus hermanos, los ro-
manos, y que había sido visto en su existencia resucitada,
como antes en su existencia mortal, por sus hermanos, los
apóstoles 2.
En un doble sentido el encuentro con Dios en Cristo
ha relativizado, para Pablo, las instituciones culturales y

2. Cf. especialmente PORTER F. C., The Mind of Christ in Pau'll


1930.

166
las obras del hombre. Todas están bajo el dominio del pe-
cado; en todas ellas los hombres están abiertos a la infu-
sión divina de la gracia del Señor. Fueran los hombres
por cultura judíos o paganos, bárbaros o griegos, todos
se encontraban al mismo nivel de humanidad pecadora
ante la ira de Dios «revelada desde los cielos contra toda
impiedad e injusticia». Aunque fuera conocida por la ra-
zón o dada a conocer por una revelación anterior, la ley
condenaba a los hombres por igual, era igualmente inefi-
caz para salvarlos de la injusticia y la egolatría, y era
asimismo un instrumento de la ira y la misericordia divi-
nas. Dios, por la revelación de su gloria y de su gracia en
Jesucristo, ha hecho convicta a toda religión de infideli-
dad, tanto si dicha religión consistía en la adoración de
imágenes a semejanza de hombres, pájaros, bestias y rep-
tiles, como si consistía en una confianza en la Torah; tan-
to si subrayaba las observancias rituales como si prescri-
bía el cumplimiento de las le es éticas. Tanto el conoci-
miento que descubría su base en la razón, como el que
buscaba en la revelación su fundamento, eran igualmente
lejanos del conocimiento de la gloria de Dios en el rostro
de Jesucristo. Cristo destruyó la sabiduría de los sabios
y la justicia de los buenos, que le habían rechazado de
distintas formas pero con igual negativa. No avaló tampo-
co la locura de los necios ni la iniquidad de los transgre-
sores, porque también éstas estaban bajo el dominio del
pecado y permanecían sujetas a su poder. Si las conquis-
tas espirituales humanas estaban muy por debajo de aque-
lla tan gloriosa alcanzada por Cristo y parecían estar lle-
nas de corrupción cuando eran iluminadas por su cruz,
la depravación e insuficiencia de los valores físicos eran
también evidentes. Si Pablo hubiera hablado más explí-
citamente de esta guisa de las instituciones del ámbito
cultural -la familia, la escuela, el Estado y la comuni-
dad religiosa- parece evidente que las habría tratado de
igual modo. Cristo había sacado a la luz la injusticia de
toda obra humana.
En todo estamento cultural y en toda cultura, en to-
das las actividades y fases humanas de la vida civilizada,

167
los hombres estaban también igualmente sujetos a su
obra redentora. Por su cruz y su resurrección los redimió
de su prisión de egocentrismo, del temor a la muerte, de
su desesperación e impiedad. La palabra de la cruz se di-
rigía a casados y solteros, a los de conducta moral ínte-
gra y a los inmorales, a los esclavos y a los libres, a los
obedientes y a los desobedientes, a los sabios y justos y
a los necios e injustos. Por la redención nacían de nuevo,
recibían el don de un nuevo comienzo en Dios, un nuevo
espíritu que procedía de Cristo, un amor a Dios y al pró-
jimo que les inducía a cumplir sin coacción alguna lo que
la ley nunca había podido conseguir. Libres del pecado y
libres de la ley, estaban capacitados por el amor a alegrar-
se en lo justo, a aceptar todas las cosas, a ser pacientes y
amables. De las fuentes interiores del espíritu de Cristo
fluían el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la bondad, la
fidelidad, la gentileza, el control de sí mismo ... Cristo rea-
lizó y realiza esta obra poderosa en la creación de un
nuevo linaje humano, no como legislador de una nueva
cultura cristiana sino como mediador de un nuevo prin-
cipio de vida: una vida de paz con Dios.
Erraríamos si interpretáramos todo esto en términos
escatológicos, como si Pablo contemplara la cultura hu-
mana en la perspectiva futura de un tiempo en el que de-
b erá ser juzgada en juicio final, y en el que se inaugurará
una nueva era de vida. En la cruz de Cristo, la obra del
hombre estaba ya juzgada; por su resurrección, la nueva
vida ya había sido introducida en la historia. Todos cuan-
tos tuvieran los ojos abiertos a la bondad con que Dios
es bueno y a su ira contra toda impiedad, eran conscien-
tes de que la cultura humana había sido ya juzgada y
condenada; que la paciencia de Dios mantuviera todavía
vivos a los hombres y a sus obras por un tiempo, el hecho
de que el juicio final se retrasara, no constituía una prue-
ba de lo contrario sino una demostración más del evan-
gelio paulina. La nueva vida, además, no era simplemente
una pr om esa y una esperanza, sino una realidad presente,
evidente porque los hombres habían sido agraciados con
la capacidad de dirigirse a Dios como a su Padre y de pro-

168
en los cielos, su lugar escondido con el Cristo resucitado.
En lo que concernía a este mundo, su tarea consistía en
trabajar su salvación con temor y temblor, y el don reci-
bido en vivir en el espíritu de Cristo en cualquier comu-
nidad o fase de su vida en que hubieran sido conquistados
por el Señor. No era posible acercarse más al reino de
Cristo por el hecho de variar las costumbres culturales,
como era el caso de la comida y bebida o el cumplimiento
de días santos, o por el hecho de abandonar la vida fami-
liar a favor del celibato, o de suprimir la esclavitud, o de
escapar del gobierno de las autoridades políticas.
Pablo, sin embargo, añadió a su proclamación del evan-
gelio de una vida nue a en Cristo una ética cristiana cul-
tural, porque la nue a \ ida en la fe, la esperanza y el
amor seguía siendo débil, sujeta a la lucha con Satanás,
el pecado y la muerte. Tenía que ser \ ivida, además, en
medio de sociedades evidentemente sujetas a los pode-
res de las tinieblas. Se trataba en parte de una ética de
cultura cristiana y, en parte, de una ética de relaciones
interculturales. Tocante a la cultura cristiana, Pablo dictó
preceptos contra la inmoralidad sexual, el hurto, la ocio-
sidad, la borrachera y otr os icios comunes. Reguló el
matrimonio y el divorcio, las relaciones entre maridos y
mujeres, entre padres e hijos. H abló de reconciliación en-
tre cristianos. Luchó contra la aparición de facciones y
herejías, reguló el orden de las reuniones religiosas, y pre-
dicó y colaboró en la ayuda: económica que debía pres-
tarse a las comunidades cristianas necesitadas. Tocante
a las relaciones interculturales, dictó diversas prescripcio-
nes sobre las relaciones de los cristianos e Iglesias con las
instituciones sociales no cristianas. Las autoridades polí-
ticas eran reconocidas como divinamente instituidas, y la
obediencia a sus leyes era exigida como un deber cris-
tiano; pero los creyentes no debían recurrir a los tribu-
nales civiles para pleitear contra los hermanos en la fe.
Las instituciones económicas, incluyendo la esclavitud,
eran miradas con cierta indiferencia o se juzgaban nor-
males. Sólo las instituciones y costumbres religiosas de la
sociedad no cristiana eran completamente rechazadas.

170
Esta ética de cultura cristiana y de vida cristiana dentro
de la cultura en general procedía de varias fuentes, si
bien se llevaron a cabo pocos esfuerzos para deducirla
directamente de la vida de Jesús, aunque en buen número
de casos las palabras del Señor tenían ya una importancia
básica. El resto se basaba en lo que eran nociones comu-
nes de lo justo y digno, en los Diez Mandamientos, en la
tradición cristiana, y en el propio sentido común de Pa-
blo. No se alude a la inspiración directa, aparte del re-
curso a la tradición y a la razón, como fuente de leyes y
consejos.
Pablo parece orientarse en la dirección de una respues-
ta sintética al problema de Cristo y la cultura, pero su for-
ma de relacionar la ética de la cultura cristiana con la
ética del espíritu de Cristo difiere sustancialmente de la
forma en que lo hará Clemente de Alejandría y Tomás de
Aquino. El orden, por ejemplo, es diferente, puesto que
los sintetistas se mueven de la cultura a Cristo, o de Cristo
doctor a Cristo redentor, mientras que Pablo parte de
Cristo juez de la cultura y redentor de la cultura cristia-
na. Esta variación en el orden se relaciona con algo más
importante. Los sintetistas consideran que la vida cultu-
ral tiene cierto valor positivo propio, con sus propias po-
sibilidades para alcanzar una felicidad imperfecta pero
real. Está orientada él la consecución de valores positivos.
Pero, para Pablo, tiene una especie de función negativa.
Las instituciones de la sociedad cristiana y sus leyes, al
igual que las instituciones de la cultura pagana en la me-
dida en que sean aceptables, parecen ideadas, a su pare-
cer, para impedir que el pecado sea demasiado destructi-
vo más que para fomentar la consecución del bien posi-
tivo. «A causa de la tentación de inmoralidad, cada hom-
bre debe tener su propia esposa y cada mujer su propio
marido». Las autoridades que gobiernan son delegación
de Dios «para descargar su ira sobre los malhechores » 4 .
La función de la ley consiste en frenar y detener el pecado
más que en guiar a los hombres a la justicia dilvina. En

4. 1 Coro 7, 2; Rom. 13,4.


vez de dos éticas para dos estadios o fases en el camino
de la vida, o en vez de dos géneros de cristianos, los in-
maduros y los maduros, las dos éticas de Pablo se apli-
can a tendencias contradictorias en la vida. Una es la
ética de la regeneración y vida eterna, la otra es la ética
para impedir la degeneración. En su forma cristiana, no
es exactamente una ética de muerte, sino una ética para
los que mueren. De ahí que no haya ningún reconocimien-
to de dos clases de virtudes, las morales y las teológicas.
No existe ninguna virtud, salvo el amor que, en Cristo, está
inextricablemente vinculado a la fe y la esperanza. Del
amor fluyen todas las demás virtudes. La ética de la cul-
tura cristiana y la ética de la cultura en general en que
viven los cristianos no encierran virtudes propiamente di-
chas; a lo sumo es la ética de la no viciosidad: aunque,
evidentemente, no hay punto neutral posible en una vida
siempre sujeta al pecado y a la gracia.
En este sentido, Pablo es un dualista. Su dos éticas no
son contradictorias, pero tampoco son partes de un siste-
ma unitario. No forman un sistema porque se refieren a
fines contradictorios, la vida y la muerte, y representan
estrategias diversas sobre dos frentes diferentes: el fren-
te del encuentro divino-humano, y el frente de la lucha
contra el pecado y los poderes de las tinieblas. Una es la
ética de los cristianos ante la abrumadora misericordia
de Dios, y la otra arranca de su ira contra toda injusticia.
El dualismo de Pablo se relaciona no sólo con su concep-
ción de la vida cristiana tal como es vivida en el tiempo
de la lucha final y del nuevo nacimiento, sino también
con su convicción de que toda la vida cultural, junto con
sus fundamentos naturales, está tan sujeta al pecado y a
la ira que el triunfo de Cristo implica el fin temporal de
toda la creación temporal al igual que de la cultura tem-
poral. «La carne», en su pensamiento, designa no sólo un
principio ético, el elemento corrupto en la vida espiritual
del hombre, sino también algo físico de lo cual el hom-
bre debe ser redhnido. La vida en la gracia no es sólo
vida que proviene de Dios, sino vida fuera del cuerpo hu-
mano. «Mientras moramos todavía en esta tienda, gemi-

172
mas en angustia ... ; mientras moramos en este cuerpo, es-
tamos ausentes del Señor» 5. Morir al yo y resucitar con
Cristo son acontecimientos espirituales, pero incompletos
sin la muerte del cuerpo terrenal y su renovación en for-
ma celestial. Mientras el hombre permanece en el cuerpo
tiene necesidad, al parecer, de una cultura y de sus insti-
tuciones, no porque le impulsen hacia la vida con Cristo,
sino porque frenan la iniquidad en un mundo pecador y
temporal. Los dos elementos en Pablo no son, en manera
alguna, de igual importancia. Su corazón y su mente es-
tán enteramente consagrados a la ética del reino y de la
vida eterna. Sólo las necesidades del momento, mientras
la nueva vida esté escondida y el desorden reaparezca en
las Iglesias mismas, inducen a Pablo a establecer unas le-
yes, unas amonestaciones y unos consejos que constitu-
yen una ética cristiana cultural.
En el siglo II, la respuesta dualista al problema de
Cristo y la cultura fue presentada confusa y erróneamen-
te por el extraño seguidor de Pablo, Marción. Es clasifi-
cado a menudo entre los gnósticos, porque casi fue vio-
lento en sus esfuerzos por desprender la fe cristiana de
sus vínculos con la cultura judía, particularmente en su
intento de excluir de las Escrituras cristianas el Antiguo
Testamento y todos sus elementos. Utilizó además ideas
gnósticas en su teología. Por otra parte, debemos asociar-
lo a los cristianos radicales, porque fundó una secta sepa-
rada de la Iglesia y que se distinguía por un ascetismo
riguroso. Se cree a menudo que llegó más lejos y que se
convirtió en una especie de maniqueo, que distinguía do
principios en la realidad y dividía al mundo entre Dios y
el poder del mal. Pero, como Harnack y otros han derno -
trado, Marción fue en primer lugar un paulinista, par
quien el evangelio de la gracia y misericordia diyina e:-
la maravilla de las maravillas, que suscitaba el asom
y el éxtasis, algo incomparable 6. No partió de la le_ - -~
5. II Coro 5 :4,6. Véase más adelante, capítulo 1, nota : .
6. HARNACK A. von, Marcion, Das Evangelium. ';Oí: :-r _~=­
Gott, caps. iii y vi; cf. LIETZMANN H., Los con:i r :,o- ..:~ ~ _- ~ :~­
sia Cristiana (ed. ingl.), pp. 333 ss.
Cristo, sino de la revelación de la bondad y misericordia
divinas. Pero había dos cosas que no podía compaginar
con ese evangelio: la imagen que el Antiguo Testamento
ofrece de Dios como guardián airado de la justicia, y la
vida: actual del hombre en este mundo físico con las exi-
gencias, indignidades y horrores que debe sufrir en él. Si
sólo le hubiera molestado el Antiguo Testamento, habría
podido descartar lo y desarrollar la teología de un Padre
creador y bueno, y una ética de amor que necesariamente
tendría éxito en un mundo forj ado para la gracia. Pero
el mundo actual, tal como lo veía Marción, era «estúpido
y malo, arrastrándose como un gusano; un agujero mise-
rable, un objeto de burla». ¿ Cómo era posible creer que
el Dios de toda gracia, el Padre de las misericordias, lo
hubiera hecho y fuera responsable entre otras cosas de
«la repugnante parafernalia de la reproducción y de todas
las nauseabundas inmundicias de la carne humana desde
el nacimiento hasta la putrefacción »? 7 . En un mundo se-
mejante, la familia, el Estado, las instituciones económi-
cas y la justicia firme tenían sin duda alguna su lugar pro-
pio; pero, en su conjunto, era evidentemente una obra
cha:pucera, un producto de una habilidad mezquina inte-
grado por materiales viles. La vida en Cristo y en su Espí-
ritu, la bendición de la misericordia que responde a la
misericordia, relevaban de una esfera totalmente dife-
rente.
Basado en esta concepción de Cristo y en esa cultura
fundada en la naturaleza, Marción buscó su solución. Dio
con la respuesta apetecida en la creencia de que los hom-
bres se las habían con dos dioses: la: deidad justa pero
chapucera y limitada que había creado el mundo de ma-
teria mala, y el Dios bueno, el Padre, que por medio de
Cristo rescató a los hombres de su situación desesperada
en el mundo mixto de justicia y materia. Admitió la exis-
tencia de dos morales, la ética de la justicia y la ética del
amor; pero la primera estaba inextricablemente ligada a

7. Así describe HARNACK la teoría de Marción; op. cit., pági-


nas 144, 145; cf. pp. 94, 97.

174
la corrupción, y Cristo vivió, predicó y procuró únicamen-
te la segunda 8. De ahí que Marción se esforzara por arran-
car a los cristianos del mundo físico y del mundo cultural
en la medida de lo posible, y formara comunidades en
que la vida sexual estaba ásperamente reprimida -inclu-
so el matrimonio estaba prohibido a los creyentes- y en
las que el ayuno era algo más que un rito religioso, pero
en las que las relaciones de misericordia y amor entre
los hombres debían asimismo realizarse de acuerdo con
el evangelio 9. Aun así, mientras los hombres permanecie-
ran físicamente vivos, no podían sino vivir en la prepara-
ción y la esperanza de su salvación por el Dios bueno.
La respuesta de Marción, en realidad, no fue pues ver-
dadenimente dualista, sino más parecida a la respuesta
del cristianismo exclusivista. El verdadero dualista vive
en tensión entre dos polos magnéticos; Marción rompió
el equilibrio de esa tensión. La justicia y el amor, la ira y
la misericordia, la creación y la redención, la cultura y
Cristo, quedaron separados, y el cristiano marcionita se
esforzaba por vivir no sólo fuera del mundo del pecado,
sino, en la medida de lo posible, fuera del mundo de la
naturaleza, con el que el pecado y la justicia estaban inex-
tricablemente unidos. En estas circunstancias, el evange-
lio de la misericordia se convirtió para él en una nueva
ley, y la comunidad de los redimidos en una nueva sacie..
dad cultural.
La tendencia dualista es también muy poderosa en
Agustín, pero como la nota conversionista parece más ca-
racterística de su pensamiento, relegaremos la considera-
ción de sus ideas para más adelante. En el cristianismo
medieval, la solución dualista surge en áreas especiales,
como cuando escotistas y occamistas abandonan la forma
sintética de tratar la razón y la revelación, pero procu-
rando mantener la validez de ambas. También aparece re-
lacionada con el problema de la Iglesia y del Estado) como
en la respuesta de Wycliff a este problema.

8. HARNACK, op. cit., p. 150.


9. ¡bid., pp. 186 ss.
3. El duaUsmo en Lutero y en los tiempos modernos

Martín Lutero es el máximo representante de esta ten-


dencia, aunque, al igual que Pablo, es demasiado rico en
matices para permitir la identificación absoluta de este
personaje histórico con un patrón categorial. La fuerte
nota dualista en su respuesta al problema de Cristo y la
cultura es evidente, si colocamos una tras otra sus dos
obras más universalmente conocidas (aunque no, en ma-
nera alguna, las mejores de este autor), el Tratado sobre la
Libertad Cristiana y la llamada a la resistencia Contra las
Saqueadoras y Ho micidas Hordas de Campesinos. Difie-
r en bastante entre sí, como también difiere el himno de
Pablo sobre el amor que no se irrita ni guarda resenti-
miento, de su ataque a los judaizantes deseoso de que se
castren aquellos que perturban a los nuevos cristianos con
su charla sobre la circuncisión 10 . Pero la diferencia entre
los dos susodichos escritos de Lutero es muy superior a la
que pueda encontrarse en Pablo. No cabe duda de que el
temperamento personal juega aquí su papel, pero también
debe tenerse en cuenta otro factor. Lutero se sentía res-
ponsable de una sociedad nacional integral en un tiempo
de torbellinos, una responsabilidad que Pablo habría po-
dido sentir si hubiera sido Cicerón o Marco Aurelio y Pa-
blo a la vez. No obstante, sea como fuere, Pablo es una lla-
mada remota para Lutero, desde la exaltación de la fe
que obra por el amor, tolerando todas las cosas en el ser-
vicio al prójimo, hasta el mandato a los gobernantes de
«acuchillar, degollar, matar, y todo lo que sea», tal como
predicaba este cristiano del siglo XVI. En su Libertad Cris-
tiana escribe: «De la fe fluyen el amor y el gozo en el Se-
ñor, y del amor una mente gozosa, dispuesta y libre, que
sirve al prójimo gustosamente y no tiene en cuenta la gra-
titud o ingratitud, la alabanza o la burla, la ganancia o la
pérdida ... Pues como su Padre, que distribuye todas las
cosas pr ódiga y gratuitamente, haciendo que su sol brille
sobre los buenos y sobre los malos, así también el hijo

10. Gal. 5, 12.

176
hace todas las cosas y soporta todas las cosas con ese
gozo que se entrega libremente, que es su deleite cuando,
por medio de Cristo, lo ve en Dios, el dispensador de tan
grandes beneficios» 11. En cambio, en el panfleto contra los
campesinos leemos que «el príncipe y señor debe recordar
en este caso que es el ministro de Dios y siervo de su ira,
a quien ha sido entregada la espada para que la use con-
tra tales sujetos ... Aquí no hay tiempo para dormir; no
hay lugar para la paciencia o la misericordia. Es el tiem-
po de la espada, no el día de la gracia» 12. La dualidad, tan
evidente en la yuxtaposición de estos dos textos, aparece
desde otros muchos puntos de vista en Lutero, aunque
generalmente no sea tan aguda. Parece adoptar una doble
actitud con respecto a la razón y a la filosofía, al negocio
y al comercio, a las organizaciones y ritos religiosos, al
Estado y la política. Estas antinomias y paradojas han
llevado a menudo a la sugerencia de que Lutero dividía la
vida en compartimentos, o que enseñaba que la mano de-
recha cristiana no debía saber lo que la mano izquierda
mundana estaba haciendo. Sus declaraciones parecen ava-
lar a: veces esta interpretación. Establece distinciones agu-
das entre la vida temporal y espiritual, entre el reino de
Cristo y el mundo de las obras o cultura humanas. Es
muy importante para él que no se confundan estas dos
realidades. Por esto, al defender su panfleto contra los
campesinos, escribe: «Hay dos reinos, el reino de Dios y
el reino del mundo ... El reino de Dios es un reino de gra-
cia y misericordia ... pero el reino del mundo es un reino
de ira y severidad ... Ahora bien, quien confunda estos
reinos -como hacen nuestros falsos fanáticos- pondrá
la ira en el reino de Dios y la misericordia en el reino del
mundo; yeso es lo mismo que poner al diablo en los cie-
los y a Dios en el infierno» 13.
Pero Lutero no divide, sino que distingue. La vida en
Cristo y la vida en la cultura, la vida en el reino de Dio

11. Works of Martín Luther, Filadelfia, 1915-1932, , olume I


página 338.
12. ¡bid., vol. IV, pp. 251-52.
13. Works, vol. IV, pp. 265-66.

ce 21 . 12
y la vida en el reino del mundo, están íntimamente rela-
cionadas. El cristiano debe afirmar ambas en un único
acto de obediencia al único Dios de misericordia y de ira,
y no debe conducirse como un alma dividida con una do-
ble lealtad y un doble deber. Lutero rechazó la solución
sintetista del problema cristiano, pero defendió con igual
firmeza la unidad entre Dios y la vida cristiana en la cul-
tura. Negó la solución sintetista por varias razones: por-
que tendía a considerar los mandamientos radicales de
Cristo como válidos tan sólo para unos pocos cristianos
más perfectos, o para una vida futura; porque dicha so-
lución no los aceptaba tal como eran, a saber, como exi-
gencias incondicionales sobre todas las almas a cada ins-
tante; porque tomaba demasiado a la ligera el pecado de
impiedad que corroe tanto los esfuerzos por vivir una
vida ordinaria y virtuosa como las aspiraciones a la san-
tidad de vida; porque no presentaba adecuadamente la
majestad singular de Cristo no sólo como legislador sino
también como salvador, y porque lo asociaba excesiva-
mente a otros maestros y redentores . Los fundamentos del
pensamiento de Lutero y de su carrera de reformador de
la moral cristiana, fueron puestos cuando llegó a la con-
vicción de que lo que se exigía al hombre en el evangelio
era un abandono absoluto en un Señor absoluto 14.
La conciencia de esta absolutez hubiera podido orien-
tarle a una actitud cristiana exclusivista y a la condena-
ción de la vida cultural como incompatible con el evange-
14. Una excelente descripción de la evolución de Lutero como
pensador ético y reformador nos la ofrece el profesor Karl HOLL
en su artículo «Der Neubau der Sittlichkeit» de su obra Gesam~
melte Aufsaetze zur Kirchengeschichte, vol. I, 6. a ed., pp. 155 ss.
Desafortunadamente, el estudio de Holl está viciado por una in-
clinación anti-católica, que corresponde al espíritu anti-Iuterano
de escritores como Grisar, y por un deseo de mostrar cuán origi-
nal fue Lutero, incluso en comparación con Agustín. El artícu-
lo, sin embargo, es superior al estudio ampliamente conocido y
citado sobre la ética de Lutero realizado por Ernst TROELSTCH en
su obra Enseñanzas sociales de las Iglesias Cristianas, vol. n. La
interpretación que Holl hace de la actitud de Lutero hacia la cul-
tura, le convierte en un conversionista en una medida superior a
la que el autor de este estudio juzga sostenible.

178
Ha, pero no fue así porque se percató de que la ley de
Cristo era más exigente de lo que creía el cristianismo
radical; advirtió que requería un completo, espontáneo y
absoluto amor altruista a Dios y al prójimo, y que no
permitía el egocentrismo del propio provecho temporal
o eterno. El segundo paso en el desarrollo moral y reli-
gioso de Lutero vino, pues, cuando comprendió plenamen-
te que el evangelio como ley y como promesa no se ocu-
paba abiertamente de las acciones abiertas de los hom-
bres, sino de las fuentes de su conducta; que el evangelio
era la medida por la que Dios re-creaba las almas de los
hombres, de modo que pudieran realmente hacer obras
buenas. Como legislador, Cristo convence a todos los hom-
bres de su pecado, de su falta de amor, de su falta de fe.
Les dice que un árbol malo no puede producir frutos bue-
nos, y que ellos son árboles malos; que no pueden hacerse
justos obrando justamente, sino que pueden obrar justa-
mente sólo si primero son justos; y les dice, finalmente,
que son injustos 15 . Pero, como salvador, Cristo crea en
aquellos en quienes él destruyó la autoconfianza, esa con-
fianza en Dios de la que puede fluir el amor al prójimo.
Mientras el hombre desconfíe de su creador será inca-
paz, en su ansiedad por sí mismo y por sus bienes, de
servir a los demás, y se servirá sólo a sí mismo. En estas
circunstancias, el hombre está encerrado en el círculo vi-
cioso del amor propio, que le lleva a buscar sus intere-
ses a cambio de toda acción aparentemente altruista, y
que hace de su servicio a Dios una obra por cuyo m edio
espera la recompensa de su aprobación. Cristo, por su
ley y por su obra de redención, rompe el círculo del amor
propio, y crea la confianza en Dios y la dependencia de
él por ser el único que puede hacer y hace a los hombre
justos: no dentro de sí mismos, sino en la respuesta a él
de sus corazones humillados y agradecidos . Lutero ca -
prendió que el yo no podía vencer al amor p ropio s· o J

15. «Tratado sobre las buenas obras», Works, vol. 1; c:T:c.--"::


sobre la Libertad Cristiana», Works, vol. II ; cf. H OLL, 0 __ ci~.
ginas 217 ss, 290-91.
que este último era vencido cuando el yo encontraba su
seguridad en Dios, cuando era librado de la angustia y de
esta forma quedaba libre para servir al prójimo de un
modo altruista.
Tal es la base del dualismo de Lutero. Cristo trata de
los problem-a s fundamentales de la vida moral, purifica
las fuentes de la acción, crea y re-crea la comunidad últi-
ma en que tiene lugar toda acción. Pero no gobierna di-
rectamente las acciones externas ni construye la comuni-
dad inmediata en que el hombre realiza su obra. Por el
contrario, deja a los hombres libres de la necesidad ínti-
ma de dar con sus vocaciones especiales por cuyo medio
puedan intentar la consecución del autorrespeto y la apro-
bación divina y humana. Los suelta de los monasterios
y conventículos de los piadosos para que sirvan a su pró-
jimo actual en el mundo por medio de todas las vocacio-
nes ordinarias de los hombres.
Más que ningún otro dirigente cristiano anterior, Lu-
tero afirmó la vida en la cultura como la esfera en que
Cristo podía y debía ser seguido; y más que ningún otro,
se percató de que las reglas a seguir en la vida cultural
eran independientes de la ley cristiana o eclesiástica. Aun-
que la filosofía no ofrecía ningún camino hacia la fe, el
hombre fiel podía seguir el camino filosófico para alcan-
zar las metas asequibles a dicho camino. En una persona
«regenerada e iluminada por el Espíritu Santo por medio
de la Palabra», la sabiduría natural del hombre «es un
bello y glorioso instrumento y obra de Dios» 16. La educa~
ció n de los jóvenes en idiomas, artes e historia, lo mismo
que en la piedad, ofrecía grandes oportunidades al cris-
tiano libre; la educación cultural era también un deber
que era necesario cumplir 17. «La música -decía Lutero-

16. KERR H. T., A Compend of Luther's Theology, pp. 4-5. Cf.


las observaciones de HOLL sobre el efecto que la Reforma produjo
en la filosofía, op. cit., pp. 529 ss.
17. ef. «A los Concejales en todas las Ciudades de Alemania,
p ~ ra que establezcan y mantengan escuelas cristianas», Works,
yol. 1\-, pp. 103 ss .

í O
es un noble don de Dios, inferior sólo a la teología. No
cambiaría mi reducido conocimiento de la música por
otras muchísimas cosas» 18. El comercio también estaba
abierto al cristiano, pues «comprar y vender son cosas ne-
cesarias. No pueden dejarse de lado y deben practicarse
de una forma cristiana» 19. Las actividades políticas, e in-
cluso la carrera del soldado, eran aún más necesarias para
la vida común, y por lo tanto constituían esferas en que
el prójimo podía ser servido y Dios obedecido 20 . Unas po-
cas vocaciones fueron excluidas, naturalmente, porque
eran irreconciliables a todas luces con la fe en Dios y el
amor al prójimo. Entre éstas, Lutero incluyó eventual-
mente la vida monástica. En todas las vocaciones, en toda
la obra cultural al servicio de los demás, debían observar-
se las reglas técnicas que les eran particularmente pro-
pias. El cristiano no sólo era libre para trabajar en la
cultura, sino también para elegir los métodos necesarios
para alcanzar el bien objetivo perseguido por su trabajo.
Así como el evangelio no dicta las leyes del proceder mé-
dico en caso de tifus, tampoco es posible deducir del man-
damiento del amor las leyes específicas que deben pro-
mulgarse en una comunidad donde pululan los crimina-
les. Lutero sentía gran admiración por los genios que, en
sus diversas esferas, hallaron nuevos métodos y abando-
naron los tradicionales.
Podemos decir, pues, que el dualismo en la solución
de Lutero al problema de Cristo y la cultura era el dua-
lismo entre «cómo» y el «qué» de la conducta. De Cristo
recibimos el conocimiento de la libertad para realizar fie l
y amorosamente lo que la cultura nos enseña o exige que
hagamos. La premisa psicológica de la ética de Lutero e
la convicción de que el hombre es un ser dinámico, siem-
pre activo. «El ser y la naturaleza del hombre no puede .
ni por un instante, permanecer en la inactividad, SOD O ::--

18. KERR, op. cit., p. 147.


19. «Sobre el Comercio y la Usura », Works, vol. 1\ , p. 1 .
20. «De la Autoridad Secular: en qué m edida de e =e~
cida», Works, vol. III, pp. 230 ss; «De si también los _Ol . ~,..; _.: -;- " -
den salvarse», Works, vol. V, pp. 34 ss.
tando o huyendo de algo, pues la vida nunca descansa» 21.
El impulso a la acción, al parecer, viene de nuestra natu-
raleza dada por Dios; su dirección y espíritu es una fun-
ción de la fe; su contenido procede de la razón y de la
cultura. El hambre nos impulsa a comer; nuestra fe o
falta de fe determinan si comemos como buenos próji-
mos, preocupados por los demás y para gloria de Dios, o
ansiosa, inmoderada y egoístamente; nuestro conocimien-
to de la dietética y de las costumbres dietéticas de nues-
tra sociedad -no la legislación hebraica sobre lo que es
limpio o inmundo, o las leyes eclesiásticas sobre el ayu-
no- determinan lo que debemos y cuándo debemos co-
mer. Nuestra curiosidad nos induce a buscar el conoci-
miento, y nuestra actitud religiosa determina cómo debe-
mos buscarlo, o bien con ansiedad por la reputación o
bien con miras a un servicio , por causa del poder o para
gloria de Dios; la razón y la cultur a nos muestran por qué
métodos y en qué áreas puede obtenerse el conocimiento.
Así como no es posible derivar del evangelio el conoci-
miento sobre lo que hay que hacer como médico, cons-
tructor, carpintero, o estadista, tampoco es posible dedu-
cir de ningún conocimiento técnico o cultural el espíritu
recto de servicio, de confianza y esperanza, de humildad
y presteza para aceptar la corrección. Ningún incremento
del conocimiento científico y técnico puede renovarnos
por dentro, pero el espíritu recto, en cambio, nos impul-
sará a buscar los conocimientos y las habilidades necesa-
rias para nuestras vocaciones especiales en el mundo, con
miras a prestar nuestros servicios. Es importante para
Lutero que estas cosas no se confundan a pesar de sus in-
terrelaciones, pues confudirlas comportaría la corrupción
de ambas. Si buscamos en la revelación de Dios conoci-
mientos de geología, perderemos la revelación; y si bus-
camos en la geología la fe en Dios, perderemos la geología
y a Dios. Si, para el gobierno civil, deducimos una norma
de la estructura de la comunidad cristiana primitiva, sus-
tituimos entonces por el espíritu de esa comunidad, con

21. «Tratado sobre las buenas obras», Works, vol. J, pp. 198-99.

182
su dependencia de Cristo como dador de todos los dones
buenos, una independencia que se justificaba por sí mis-
ma; si consideramos nuestras estructuras políticas como
reinos de Dios, y esperamos por medio de papados y rei-
nos poder acercarnos más a él, no podremos oír su pala-
bra ni ver a su Cristo; ni tampoco podremos llevar a feliz
término nuestros asuntos políticos con espíritu correcto.
Pero perduran las grandes tensiones, porque la técni-
ca y el espíritu se interpenetran y no son fácilmente dis-
tinguibles y combinables en un solo acto de obediencia a
Dios. La técnica sirve para las cosas temporales, pero el
espíritu es una función de las relaciones cristianas con lo
eterno. El espíritu es algo sumamente personal, es la cosa
más honda en el hombre; la técnica, en cambio, es un há-
bito, una habilidad, una función del oficio o de la vocación
que se tiene en la sociedad. El espíritu cristiano de la fe
está orientado a la misericordia divina, pero las técnicas
de los hombres con frecuencia son ideadas para impedir
los males que brotan del burlarse de la justicia divina. El
cristiano está tratando en cada momento, como ciudada-
no defreino eterno y del imperio de Dios, con lo suyo pero
sobre todo con lo de su prójimo. Aumenta así inmensa-
mente el conflicto que debe experimentar el estadista
cuando manda arar las cosechas de cereal con miras a la
prosperidad futura de su nación. Temporalmente, emplea-
mos nuestro mejor conocimiento para ganar el pan coti-
diano; pero, como ciudadanos de la eternidad, estamos (o
deberíamos estar) libres de ansiedad. Esta tensión se hace
más aguda porque se relaciona estrechamente con la dia-
léctica existente entre la persona y la sociedad. Para sí
misma, como individuo infinitamente dependiente de Dios
y confiado en él, la persona siente la exigencia y quizá
tiene la posibilidad de realizar su obra sin esperar a cam-
bio una recompensa terrenal; pero es también un padre
que gana el pan de los suyos, un instrumento por el que
Dios proporciona el pan diario a sus hijos. Como taL o
puede, en obediencia a Dios, preterir sus deberes, por -o
que es necesario que exija su salario. La tensión re~ -
todavía más aguda cuando se requiere del h ombre,
serVICIO a los demás, el empleo de instrumentos de ira
para protegerlos contra los malvados. Lutero es absoluta-
mente claro a este respecto. Mientras una persona sea sólo
responsable de sí misma y de sus bienes, la fe le permite
cumplir las exigencias dela ley de Cristo, a saber, que no
se defienda contra ladrones o timadores, contra tiranos o
enemigos. Pero, cuando se le ha confiado el cuidado de
otros, como padre o gobernante, debe entonces en obe-
diencia a Dios recurrir a la fuerza para defender a su pró-
jimo contra la fuerza. Mayor pecado sería aquí querer
ser santo o ejercer misericordia donde la misericordia es
destructiva 22. Así como Dios realiza una obra «extraña»
-es decir, una obra que aparentemente no es de miseri-
cordia sino de ira- cuando permite las calamidades na-
turales e históricas, así también exige del cristiano obe-
diente el cumplimiento de una obra «extraña», que oculta
la misericordia de la que es instrumento.
Viviendo entre el tiempo y la eternidad, entre la ira y
la misericordia, entre la cultura y Cristo, el auténtico lu-
terano siente la vida como trágica y gozosa a la vez. El di-
lema es insoluble a este lado de la tumba. Los cristianos,
junto con otros hombres, han recibido el don común de
la esperanza de que el presente mal estado de cosas en el
mundo llegará a su fin, y de que entonces amanecerá un
día excelente. Pero no hay una felicidad doble para ellos,
pues mientras dura la vida existe el pecado. La esperanza
en una cultura mejor «no es su preocupación principal,
sino más bien ésta, a saber, que aumente su propia ben-
dición particular, que es la verdad como se encuentra en
Cristo ... Pero además de esto poseen .. . , en su muerte, las
dos mayores bendiciones futuras. La primera, que por
medio de la muerte toda la tragedia de los males de este
mundo llegará a su fin ... La segunda, que no sólo con-
cluirán con la muerte los dolores y males de esta vida"
sino que (y esto es mucho más excelente) pondrá punto

22. cr. especialmente «Sobre la autoridad secular», Works,


vol. III, pp. 236 ss. Cf. KERR, op. cit., pp.213 ss, para otros pasajes
importantes.

184
final a los pecados y vicios .. . Nuestra vida presente abun-
da en peligros -el pecado, como una serpiente, nos acosa
por todas partes- y nos es imposible vivir sin pecar; pero
la bellísima muerte nos librará de estos peligros y apar-
tará de nosotros nuestro pecado» 23.
La respuesta de Lutero al problema de Cristo. y la cul-
tura fue la de un pensador dinámico, dialéctico. Sus se. .
guidores, po.r mucho que pretendieran serlo, fueron está-
ticos y no dialécticos. Sustituyeron su ética íntimamente
conjuntada por dos morales paralelas. Así, la fe se con-
virtió en una creencia más que en la orientación funda-
mental, confiada, ininterrumpida, de la persona hacia
Dios, y la libertad del cristiano, a su vez, se convirtió en
autonomía en todas las esferas especiales de la cultura.
Es un grave error confundir el dualismo paralelístico de
la vida espiritual separada y de la vida temporal, con
el interaccionismo del evangelio de Lutero de la fe en
Cristo que obra, por el amor, en el mundo de la cultura.
La tendencia dualista ha brotado también en el cris-
tianismo post-luterano en formas no paralelísticas. Pero
la mayoría de sus expresiones, cuando se comparan con
las de Lutero, resultan pobres y abstractas. En dichos pa-
radójicos y en en escritos ambivalentes, Soren Kierke-
gaard expone el carácter dual de la vida cristiana. Perso-
nalmente es un ensayista, un escritor estético, que quiere
ser comprendido como un hombre de su cultura, pero no
como un autor religioso 24. Procura exponer filosóficamen-
te la imposibilidad de exponer filosóficamente la verdad
que es «verdad para mí». La vida cristiana ofrece para él
el doble aspecto de una intensa relación interna con lo
eterno, y de una relación externa completamente no e -
pectacular con los demás hombres y con las cosas. En
estos respectos parece representar más que defender a
ética dual de Lutero; es un hombre de su oficio, que :=-
pIea los instrumentos de su oficio en el espíritu de a :~ .
En consciencia de pecado, en absoluta humildad, y e_ _

23. «El Catorce de la Consolación », Works, Y01. 1, __ . :-.=-':


24. Cf. El punto de vista de mi obra como au:or P3::= . --= ~
fianza en la gracia, Kierkegaard, un hombre culto en su
cultura, emprende su trabajo como un litterateur y aspi-
rante al misterio (otra dualidad de él). Pero no es éste su
problema esencial, a saber, el que como cristiano deba
realizar la ambigua tarea de un escritor estético y la la-
bor posiblemente más ambigua de escribir discursos edi-
ficantes. El dualismo con que se debate es el de lo finito y
lo infinito, y por ser precisamente esto lo que caracteriza
todos sus escritos, aborda indirectamente, pero sin entrar
nunca de lleno en él, el problema de Cristo y la cultura. El
debate en que está empeñado es un debate solitario con-
sigo mismo. A veces parece que no quiere hacerse cris-
tiano, sino que más bien quiere ser una especie de Cristo,
un hombre en quien lo infinito y lo finito están unidos,
un hombre que sufre por los pecados del mundo más que
un hombre por quien, en primer lugar, ha sufrido la vícti-
ma eterna. En su aislamiento, como «el individuo», ana-
liza bellísimamente el carácter del verdadero amor cris-
tiano, pero se ocupa más de la virtud del amor que de
los seres que deben ser amados. Tocante al problema de
Cristo y la cultura, lo aborda mucho más en el espíritu
del cristianismo exclusivista que en el espíritu del sinte-
tista o dualista, y añadamos, para p r ecisar, que lo aborda
en el espíritu del cristiano exclusivista de tipo ermitaño
más que de tipo cenobita. «El hombre espiritual -escri-
be- difiere de nosotros los hombres en la medida en que
es capaz de soportar el aislamiento; su rango como hom-
bre espiritual está proporcionado a su capacidad de so-
portar el aislamiento, mientras que nosotros los hombres
estamos en constante necesidad de «los otros», el reba-
ño ... Pero el cristianismo del Nuevo Testamento cuenta
v está relacionado con este aislamiento del hombre espi-
ritual. El cristianismo en el Nuevo Testamento consiste
en amar a Dios, en odiar al hombre, en aborrecerse a sí
mi IDO , consiguientemente, a los demás hombres, al pa-
re, a la madre, a los propios hijos, a la esposa, etc., la
má fuerte expresión del aislamiento más agonizante» 25.

-. .Awque a la «Cristiandad » Cedo ingl.), p. 163.

1 6
Una posición tan extrema, que trata de forma tan abstrac-
ta el Nuevo Testamento, puede equilibrarse, naturalmen-
te, en otras frases de Kierkegaard. Pero el tema de la in-
dividualidad aislada es dominante. En sus escritos, no hay
indicios de la existencia de un genuino sentido de las re-
laciones «yo-tú», y el sentido del «nosotros» brilla por su
ausencia. De ahí que las sociedades culturales no intere-
sen a Kierkegaard. En el Estado, en la familia y en la
Iglesia no ve más que defecciones de Cristo. Supone que
es el único en Dinamarca que está luchando por hacerse
cristiano; parece creer que la religión social, la Iglesia es-
tatal, no es capaz de expresar con mayor claridad que sus
producciones literarias lo que significa ser contemporáneo
de Cristo 26.
Kierkegaard, en realidad, está protestando, como cris-
tiano en la cultura del siglo XIX, contra el cristianismo
cultural o la cultura cristianizada de su tiempo, que en
la Europa central había empleado el dualismo de Lutero
como un medio de domesticar el evangelio y de aflojar
todas las tensiones. Hubo otros que ofrecieron respues-
tas más auténticamente dualistas, hombres que no po-
dían, en obediencia a Cristo, soslayar las exigencias de la
cultura, porque comprendían hasta qué punto Cristo es-
taba mezclado con la cultura. Ernst Troelsch sintió el
problema como un dilema doble. Por una parte se debatió
con la temática de la absolutez de un cristianismo que
era la religión cultural de Occidente, y, por otra, estaba
empeñado en el conflicto entre la moral de la conciencia
y la moral social orientada a la consecución y conserva-
ción de los valores representados por el Estado y la na-
ción, la ciencia y el arte, la economía y la tecnología.
¿Acaso no era el cristianismo mismo una tradición cultu-
ral, sin mayores exigencias que las presentadas por otros
elementos de una civilización histórica y transitoria?
Troelsch no pudo brindar a esta pregunta la respuesta
26. Las mejores introducciones a Kierkegaard son las de BRE-
TALL Robert (director), A Kierkegaard Anthology; DRU A. (direc-
tor), The Journal's of Soren Kierkegaard; SWENSON Da id, SOl : -
thing about Kierkegaard.
del cristiano cultural; el cristianismo, efectivamente, era
relativo, pero por su medio llegaba a los hombres una
exigencia absoluta; y aun cuando dicha exigencia llegara
tan sólo a los hombres occidentales, seguía siendo una
exigencia absoluta en medio de la relatividad 27. La exi-
gencia de Jesús fue identificada por Troelsch con la ética
de la conciencia. Por muy histórico que pueda ser el in-
cremento de la conciencia, pone todavía a los hombres
históricos ante el deber de alcanzar y defender personali-
dades libres, independientes del mero sino, internamente
unificadas e iluminadas, y asimismo ante el deber de hon-
rar la personalidad libre de todos los hombres para unir-
los en los vínculos morales de la humanidad. La moral
de la conciencia estará siempre empeñada sin duda al-
guna en una lucha con la naturaleza. «El reino de Dios,
precisamente porque trasciende la historia, no puede limi-
tar y dar forma a la historia. La historia terrenal sigue
siendo el fundamento y la presuposición de la decisión
definitiva y de la santificación personal, pero, en sí mis-
ma, sigue su camino propio como una mezcla de razón e
instinto natural y jamás puede estar ligada como no sea
de un modo relativo y temporal» 28 . La lucha con la natu-
raleza, sin embargo, no es la única que el hombre tiene
que afrontar. Hay en su consciencia ética otra moral ade-
más de la moral de la conciencia. El hombre está orien-
tado a la consecución de los valores culturales, de los
bienes objetivos y obligatorios representados por sus ins-
tituciones: la justicia, la paz, la verdad, el bienestar, etc.
Aunque la conciencia y la moral de los valores culturales
estén íntimamente relacionadas, las «dos esferas se en-
cuentran sólo para separarse». La conciencia es transhis-
tórica; se burla de la muerte, ya que «ningún mal puede
sobrevenir al hombre bueno en la vida o en la muerte»;
pero la moral de los valores culturales es histórica, y se

27. Glaubenslehre, pp. 100 ss; también Pensamiento Cristia-


no (ed. ingl.), 1923, pp. 22 ss.
28. ¡bid., sección n, parte I, «La Moral de la Persona y de
la Conciencia», pp. 39 ss.

188
OCupa del mantenimiento de las cOsás perecederas. No es
posible ninguna síntesis, excepto en los actos individua-
les de consecución. En definitiva somos justificados úni-
camente por la fe 29. Troelsch mismo experimentó estas
tensiones de una forma aguda cuando se propuso realizar
tareas políticas en la República de Weimar. Es evidente
que su versión de las exigencias de Cristo era más afín a
la interpretación cristiana cultural del Nuevo Testamento
dominante en su tiempo que a una interpretación más
literal y radical de los evangelios. AUn así subsistió en él
una tensión entre Cristo y la cultura, que no pudo resol-
ver salvo en una vida de continua lucha.
En nuestro tiempo, han aparecido varias versiones de
la solución dualista 30. A menudo se mantiene, por ejemplo,
que la fe y la ciencia no pueden estar ni en conflicto la una
con la otra ni en una relación positiva, porque constituyen
verdades que no se miden por el mismo parámetro. El
hombre es un gran anfibio que vive en dos reinos, y debe
evitar la utilización en uno de ellos de las ideas y méto-
dos apropiados para el otro 31. El dualismo se expresa en
medidas prácticas y en justificaciones teóricas para la se-
paración de la Iglesia y del Estado. Roger Williams se ha
convertido en América en el símbolo y el ejemplo de este
dualismo. Rechazó las tentativas sintetistas y conversio-
nistas del anglicanismo y el puritanismo encaminadas a
unir la política con el evangelio, tanto porque la unión
corrompía al evangelio asociando la fuerza espiritual con
la coacción física, como porque corrompía la política in-
troduciendo en ella elementos ajenos a su naturaleza. Des-
cartó también el esfuerzo cuáquero por encontrar una ca-
n1unidad cuyo fundamento fuera la espiritualidad cristia-
na, porque era políticamente tan inadecuado como cris-

29. [bid., parte n, «La Ética de los valores culturales », pá_'-


nas 71 ss.
30. Entre estos dualismos que niegan el paralelismo ce ..;.
vida moral puede citarse la obra de Reinhold NIEBl:HR, r~&7 ~ .
Moralities: Our Duty to Cod and to Society, 19 O.
31. Para una exposición típica de esta postura yéase -- -
RAM, The Creat Amphibium, 1931.
tianamente perverso 92 . El problema de combinaor la leal-
tad a Cristo con la aceptación de una religión social era
para él incluso más difícil que la solución al problema
de Cristo y el César. La actitud de buscador que adoptó
tras abandonar las Iglesias anglicana, puritana y bautista,
representó un modus vivendi más que una solución del
problema. En ambos casos, el político y el eclesiástico,
Williams sigue siendo un representante de un dualismo
común en el protestantismo.
La respuesta dualista ha sido también aceptada teóri-
ca y prácticamente por ciertos exponentes de la cultura.
Los defensores políticos de la separación de la Iglesia y
el Estado, los economistas que luchan por la autonomía
de la vida económica, los filósofos que rechazan las com-
binaciones de razón y fe propuestas por los sintetistas y
cristianos culturales, con frecuencia distan mucho de una
actitud anticristiana. Un Nikolai Hartmann, por ejemplo,
habiendo expuesto las antítesis entre la fe cristiana y la
ética cultural, deja subsistir las antinomias sin sugerir
que deban resolverse a favor de la cultura. Incluso los
positivistas, que no encuentran una base para la fe en la
vida de la razón, pueden estar poco dispuestos a descar-
tarla. La fe pertenece a un orden distinto al de la existen-
cia humana 33.
Tales soluciones, ofrecidas o no por hombres de Igle-
sia, carecen a menudo de seriedad moral y de profundi-
dad racional. El dualismo puede ser el refugio de perso-
nas de mente mundana que deseen prestar una lealtad
liviana a Cristo, o de piadosos espiritualistas que sienten
el deber de un cierto respeto a la cultura. Los políticos
que desean mantener la influencia del evangelio fuera de

32. Cf. The Bloody Tenent of PersecutiDn, George FDX Digg'd


Out Dt His Burrowes, Experiments in Spiritual Life and Health, y
también Letters. Todas éstas, excepto los Expe rimen ts, son ase-
quibles en las Publications of the Narragansett Club.
33. Véase AYER A. J., Language, Truth and Logic, 1936. La reli-
gión y la ética son descritas aquí como carentes de sentido, ab-
surdas, en el sentido estricto de esta palabra; sólo sirven para
producir emoción.

190
la «política rea!», y los economistas que desean sacar pro-
vecho de todas las cosas sin que nadie les recuerde que
los pobres heredarán el reino, pueden profesar el dualis-
mo como una racionalización que les conviene. Pero ta-
les abusos no son m ás característicos de esta posición
que los abusos relacionados con cada una de las demás
posiciones. El cristianismo radical ha producido sus mon-
jes salvajes, sus claustros inmorales, y sus exhibicionis-
tas morales. El cristianismo cultural y sintetista ha per-
mitido a los hombres justificar el ansia de poder y la
conservación de viejas idolatrías. La integridad moral y
la sinceridad no llevan necesariamente a la adopción de
esta o aquella posición, por que todas ellas, comprendido
el dualismo, han sido adoptadas por varios hombres como
consecuencia de una luch a sincera y ardiente para per-
manecer íntegros ante Cristo.

4. V irtudes y vicios del duaUsmo

Hay vitalidad y fuerza en la tendencia dualista, como


han demostrado sus máximos exponentes. Refleja las lu-
chas actuales del cristiano que vive «entre dos tiempos»,
y que, en el seno de este conflicto, no puede pretender,
por estar en el tiempo de la gracia, vivir la ética del tiem-
po de la gloria por el que suspira tan ardientemente. La
tendencia dualista es un resultado de la experiencia más
que un plan futur o de campaña. Si, por una parte, habla
firmemente del poder de Cristo y de su espíritu, por otra,
no se altera ante el reconocimiento de la fuerza y el pre-
dominio del pecado en toda al existencia humana. Una
impresionante honestidad se trasluce en la descripción
paulina del conflicto interior y en el «Pecca fortiter » de
Lutero, que con harta frecuencia falta en las historia·s de
los santos. Su reconocimiento del pecado que no sólo está
en los creyentes, sino también en su comunidad , concuer -
da más con lo que el cristiano sabe sobre sí mismo y o-
bre sus Iglesias, que no con las descripciones de ca ,. ... -
dades santas y de sociedades perfectas expue ta _ 0 :- _ =
radicaÍes y sintetlstas. Las descripcIones de los dualistas
no sólo son inteligibles debido a su consistencia interna,
sino que también son inteligibles y persuasivas en tanto
que descripciones nacidas de la experiencia.
Los dualistas, sin embargo, no son meros cronistas de
la experiencia cristiana. Mucho más que otro cualquiera
de los grupos precedentes, tienen en cuenta el carácter di-
námico de Dios, del hombre, de la gr acia y el pecado. Hay
algo estático en la noción de fe de los cristianos radica-
les; para ellos se trata de una nueva ley y de una nueva
enseñanza. En gran medida esto es cierto tan1bién de los
sintetistas, excepción hecha de los niveles más altos de la
vida cristiana en los que admiten un elemento dinámico.
El dualista, en cambio, habla de la ética de la acción, de
la acción de Dios, del hombre, y de los poderes del mal.
Semejante ética no puede consistir en leyes y virtudes ní-
tidamente definidas en oposición a los vicios, sino que
debe ser sugerida e indicada como toda acción viva. Es
una ética de libertad, no en el sentido de liberación de la
ley, sino en el sentido de una acción creadora en respues-
ta a la acción sobre el hombre. Con su concepción de la
naturaleza dinámica de la existencia, los dualistas han
prestado una contribución única y extraordinaria tanto
al conocimiento cristiano como a la acción cristiana. Han
dirigido su atención a la profundidad y al poder de la
obra de Cristo, a su modo de penetrar en las profundida-
des de la mente y el corazón humanos, purificando los
fundamentos de la vida. Han abandonado los análisis su-
perficiales del vicio humano, y han procurado descubrir
las hondas raíces de la depravación humana. Simultánea-
mente a estas penetraciones, y en parte a consecuencia
de ellas, han revigorizado tanto el cristianismo como la
cultura. Al cristianismo han aportado nuevas concepcio-
nes de la grandeza de la gracia de Dios en Cristo, una
nueva resolución para la vida militante, y una emancipa-
ción de las costumbres y organizaciones que han sido así
reemplazadas por el Señor vivo. A la cultura han aporta-
do el espíritu de un desinterés que no pide lo que la fe

192
cultural o evangélica exigen directamente, ni el provecho
que pueda sacarse para el yo, sino que explica lo que es
el servicio al prójimo en las condiciones dadas, y lo que
estas condiciones dadas son realmente.
Es evidente, por supuesto, que el dualismo se ha visto
afectado por los vicios correlativos a sus virtudes, vicios
que siguen polarizando la atención de las restantes ten-
dencias registradas en el cristianismo. No nos referire-
mos aquí a esos excesos de actitud a que ya hemos alu-
dido antes; y trataremos únicamente de las acusaciones
formuladas con mayor frecuencia, a saber, que el dualis-
mo inclina a los cristianos a un antinomianismo y a un
conservadurismo cultural. Debemos decir algo a favor de
ambas acusaciones. La relativización de todas las leyes
de la sociedad, de la razón y de todas las demás obras de
los hombres -en virtud de la doctrina de que todas caen
dentro del ámbito del pecado, sin atender a su mayor o
menor elevación moral según una medida humana-, ha
proporcionado sin duda alguna a los pusilánimes o deses-
perados la excusa para prescindir de las normas de la vida
civilizada. Han recurrido a Lutero o a Pablo como autori-
dad que avalara sus pretensiones de que no existe nin-
guna diferencia entre los hombres pecadoramente obe-
dientes a la ley y los hombres pecadoramente desobedien-
tes a la misma, entre los hombres que pecadoramente
buscan la verdad y los hombres que pecadoramente se in-
clinan por el escepticismo, entre los hombres que se auto-
justifican de morales y los que pretenden indulgencia para
su amoralidad. Evidentemente, la intención de los dua-
listas no es ni mucho menos la de fomentar un compor-
tamiento sub legal y subcultural, porque saben de una
vida superlegal y disciernen el pecado en la cultura. Pero
deben aceptar la responsabilidad de ofrecer, si no la ten-
tación, sí al menos las formas de racionalización para ne-
garse a resistir a la tentación por parte de los extraviados
y los débiles. El hecho de que este peligro sea cierto, no
invalida en modo alguno sus afirmaciones sob re el pre-
dominio del pecado y la diferencia existente entre la gra-
cia y toda la obra humana. No obstante, es verdad que o

CC 21 . 13
dicen todo lo que debe decirse, y que los cristianos cul-
turales y sintéticos han de aportar la conciencia de la ne-
cesidad de la obediencia a la ley cultural como algo im-
prescindible, aunque no por esto deben atribuir al dua-
lismo la idea de que el pecado es inherente a dicha obe-
diencia. La Iglesia hizo una elección más sabia que Mar-
ción cuando adoptó las epístolas de Pablo, el evangelio
de Mateo y la carta de Santiago.
Tanto Pablo como Lutero han sido tachados de con-
servadores culturales. Mucho puede decirse a favor de los
resultados últimos de su obra en la promoción de la re-
forma cultural, aunque parece indudable que estaban hon-
damente preocupados por introducir un cambio en una
sola de las grandes instituciones y series de hábitos cul-
turales de sus tiempos: la religiosa. Tocante a las demás,
parecían contentarse con dejar que el Estado y la vida
económica -con la esclavitud en uno de los casos y la
estratificación social en el otro- continuaran relativamen-
te inmutables. Deseaban y exigían una reforma en la con-
ducta de los príncipes, los ciudada"n os, consumidores, co-
merciantes, esclavos, señores, etc., pero dichas reformas
no debían cambiar esencialmente el contexto de hábitos
sociales. Incluso la familia debía conservar, a su juicio,
su carácter predominantemente patriarcal, a pesar de sus
consejos a los maridos, esposas, padres e hijos a amarse
los unos a los otros en Cristo.
Semejante conservadurismo parece estar directamente
relacionado con la posición dualista. Si no obstante ha
contribuido al cambio social, ha sido en gran parte sin su
intención, y no sin la ayuda de otras tendencias. El con-
servadurismo es una consecuencia lógica de un conside-
rar la ley, el Estado y otras instituciones como fuerzas
de contención, como diques contra el pecado, impedimen-
tos de la anarquía, más que como agentes positivos por
cuyo medio los hombres prestan unidos socialmente un
servicio positivo al prójimo, avanzando hacia la verdadera
vida. Además, para los dualistas, tales instituciones perte-
necen totalmente al mundo temporal y perecedero. Surge
aquí un problema relacionado con este punto. Parece exis-

194
tir una tendencia en el dualismo, tal como apárece en Pa-
blo y en Lutero, a relacionar la temporalidad o la finitud
con el pecado hasta el punto de afirmar casi que la crea-
ción y la caída del hombre están bastante relacionados
entre sí, menospreciando así un poco la obra creadora de
Dios. La idea que en Marción y Kierkegaard es expuesta en
forma herética, queda al menos sugerida por sus grandes
predecesores. En Pablo, la noción de creación se emplea
significativamente para subrayar tan sólo la primera con-
denación de todos los hombres a causa del pecado, mien-
tras que el empleo ambiguo del término «carne» trasluce
una incertidumbre fundamental acerca de la bondad del
cuerpo creado. Para Lutero, la ira de Dios se manifiesta
no sólo contra el pecado, sino contra todo el mundo tem-
poral. De aquí que en estos hombres no sólo haya un de-
seo de la vida nueva en Cristo por medio de la muerte
del yo a sí mismo, sino también un deseo de la muerte del
cuerpo y de que acabe el orden temporal. Morir al yo y
resucitar con Cristo a una vida en Dios son sin duda al-
guna cosas más importantes, pero el egocentrismo y la fini-
tud, según ellos, están tan íntimamente unidos que la
transformación espiritual no puede experimentarse en
esta vida. Estas ideas inducen a la convicción de que en
toda la obra temporal y cultural, los hombres están tra-
tando sólo con lo que es transitorio y efímero. De ahí
que, por muy importantes que sean los deberes cultura-
les para los cristianos, su vida no consiste en ellos, sino
que está escondida con Cristo en Dios. Es en este punto,
donde la tendencia conversionista, por otra parte muy si-
milar a la dualista, se distingue de esta última.
VI. Cristo, el transformador de la cultura

1. Convicciones teológicas

El pensamiento de los conversionistas sobre la rela-


ción del cristianismo con la cultura es muy semejante al
del dualismo, pero tiene también afinidades con las otras
grandes tendencias cristianas. Que represente una tenden-
cia distinta, es algo evidente cuando, partiendo del Evan-
gelio de Mateo y de la Epístola de Santiago, y pasando
por las cartas de Pablo, llegamos al cuarto Evangelio; o
cuando, pasando por Tertuliano, los gnósticos y Clemen-
te, leemos a Agustín; o también cuando, tras haber estu-
diado a Tolstoi, Ritschl y Kierkegaard, abordamos a F. D.
Maurice. Los hombres que defienden lo que llamamos la
respuesta conversionista al problema de Cristo y la cul-
tura, pertenecen evidentemente a la gran tradición cen-
tral de la Iglesia. Aunque se aferren a la distinción radi-
cal entre la obra de Dios en Cristo y la obra del hombre
en la cultura, no toman el camino del cristianismo exclu-
sivista que se aísla de la civilización, ni rechazan sus ins-
tituciones con amargura tolstoiana. Aunque asuman su
lugar en la sociedad con los deberes inherentes a la mis-
ma en obediencia a su Señor, no pretenden paliar el duro
juicio de Jesús sobre el mundo y todos sus caminos. En
su cristología, son como los sintetistas y dualistas: Cristo
es el Redentor más que el dador de una nueva ley, el Dios
con quien se encuentran los hOlnbres más que el hombre
représentativo de los mejores recursos espirituales de la
humanidad. Comprenden que su obra no se ocupa pri-
mordialmente de los aspectos especiosos y externos del
comRortamiento humano, sino que pone a prueba los co-
razones y juzga la vida subconsciente, y aborda lo que es
más hondo y fundamental en el hombre. Cura la enfer-
medad humana más pertinaz y virulenta, la tisis del ~-
píritu, enfermedad de muerte; perdona el pecado más
oculto y prolífero: la desconfianza, la falta de amor, la
desesperación del hombre en su relación con Dios. Y esto
lo hace no simplemente ofreciendo ideas, consejos y le-
yes, sino viviendo con los hombres en gran humildad, so-
portando la muerte por ellos, y resucitando de la tumba
como una demostración de la gracia de Dios n1ás que
como un argumento de la misma. En su concepción del
pecado, los conversionistas se parecen más a los dualistas
y sintetistas. Observan que está profundamente enraiza-
do en el alma humana, que impregna toda la obra del
hombre, y que no hay diversos grados de corrupción, por
muy variados que ,sean sus síntomas. Por esto se dan cuen-
ta también de que toda obra cultural en que los hombres
promueven su propia gloria, individual o socialmente,
como miembros de la nación o como miembros de la hu-
manidad, está bajo el juicio de Dios, que no busca su pro-
pio provecho. Perciben la autodestructividad en su auto-
contrariedad. Pero también creen que la cultura está bajo
el gobierno soberano de Dios, y que el cristiano debe im-
pulsar la obra cultural en obediencia al Señor.
Lo que distingue a los conversionistas de los dualis-
tas es su actitud más positiva y esperanzadora respecto
de la cultura. Su posición, más constructiva, parece estar
estrechamente relacionada con tres convicciones teológi-
cas. La primera se refiere a la creación. El dualista tiende
de tal modo a concentrarse en la redención por medio de
la cruz de Cristo y su resurrección, que la creación se
convierte para él en una especie de prólogo para el hecho
portentoso y único de la expiación. Aunque afirme con Pa-
blo que, en Cristo, «todas las cosas fueron creadas, en los
cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los tro-
nos, las dominaciones, los principados, las potestades; to-
das las cosas fueron creadas por él y para él» \ subraya
sin embargo muy poco esta idea, empleada en gran parte
para introducir el gran tema de la reconciliación. Para el
conversionista, en cambio, la actividad creadora de Dios

1. Col. 1, 16.

198
y de Cristo-en-Dios es un tema primordial, ni dominado
por, ni dominado a, la idea de la expiación. De ahí que el
hombre, creatura, trabajando en un mundo creado, vive,
al modo de ver de los conversionistas, bajo el dominio
de Cristo y por el poder creador y ordenador del Verbo
divino, aun cuando en su mente no redimida crea que
vive entre cosas vanas bajo la ira divina. A decir verdad,
el dualista también dice a: menudo cosas semejantes, pero
tiende a paliarlas por medio de referencias a la ira de
Dios peculiarmente manifiesta en el mundo físico, de
modo que la bondad del Gobernador de la naturaleza re'"
sulta un tanto dudosa. Es considerable el efecto que so-
bre este pensamiento positivo ejerce la idea de creación,
en la teoría conversionista de la cultura. En dicha teoría,
hay lugar para una respuesta afirmativa y ordenada, por
parte del hombre creado , a la obra creada y ordenadora
de Dios. Aunque realice de mala gana el trabajo de labrar
la tierra, cultiva de hecho su mente y organiza su socie-
dad, y esto incluso cuando administra perversamente el
orden que le es dado con su existencia. Imbuido por este
interés hacia la creación, el conversionista desarrolla una
fase de la cristología descuidada por el dualista. Por una
parte, subraya la participación del Verbo, Hijo de Dios,
en la obra de la creación, no sólo cronológicamente, como
algo que sucedió una vez en tiempos remotos, sino
como algo que acontece ahora y de modo inmediato, a
saber, como el comienzo lógico y siempre actual de todas
las cosas, en la mente y el poder de Dios. Por otra parte,
se ocupa de la obra redentora de Dios en la encarnación
del Hijo, sin limitarla a su muerte, resurrección y retor-
no en poder. No es que el conversionista se vuelva del
Jesús histórico al Lagos que fue en el principio, ni que
niegue el portento de la cruz al maravillarse del nacimien-
to en un establo, sino que procura mantener juntos en
un solo movimiento los diversos temas de la creación ~
la redención, de la encarnación y la expiación. La: influe -
cia de esta concepción de la obra de Cristo por medio e
la encarnación y de la creación sobre el pensamien o
versionista acerca de la cultura, es ciertamente in o
dible. El Verbo que se hizo carne y habitó entre nosotros,
el Hijo que hace la obra del Padre en el mundo de la
creación, ha entrado en una cultura humana que jamás
existió sin su acción ordenadora.
La segunda convicción teológica que modifica la con-
cepción conversionista sobre la obra humana es su modo
de comprender la índole de la caída del hombre desde su
bondad creada. Como ya hemos observado, el dualismo
establece a menudo entre la creación y la caída una rela-
ción tan estrecha, que experimenta la tentación de hablar
en términos casi gnósticos, como si la creación de la ma-
teria o del yo finitos supusiera la caída. Estar en el cuer-
po es estar ausente de Cristo; nada bueno hay en la car-
ne; ser carnal equivale a depender del pecado. y así es,
para Pablo y para Lutero, no sólo porque el espíritu del
hombre que mora en el cuerpo es pecador, sino porque
el cuerpo es una tentación invencible al pecado 2. De ahí
que tales cristianos atribuyan a las instituciones cultura-
les una función en gran parte negativa en un mundo tem-
poral y corrupto. Se trata, según ellos, de esferas desti-
nadas a la corrupción, preventivas de la anarquía, orien-
tadoras de la vida física, ocupadas sólo en cuestiones tem-
porales. El conversionista concuerda con el dualista en la
afirmación de la existencia de una caída radical del hom-
bre. Pero el primero distingue nítidamente la caída, de
la creación y de las condiciones de la vida en el cuerpo.

2. Sobre este punto tan debatido, cf. LIETZMANN, An die Roe-


'zer (Handbuch zum Neuen Testament, vol. VIII), pp. 75 ss. COi-
e tanda a Rom. vii, 14-25, LIETZMANN dice: «La teoría de que las
ac .ones pecaminosas del hombre tienen su origen en un "impul-
:0 o·: que opera en su interior, también se puede encontrar
"'2 12 -;:eo ogía judía coetánea; pero ésta es ajena a la idea, que en
e~ : "'" _ asaje tiene una importancia decisiva, de que este impulso
e_:e o ec ado con la carne ... Todos somos libres de considerar a
? 2." ~o o::no cr eador independiente de esta doctrina, o bien de ad-
~ _~ e~ .::. e' o de que un contemporáneo del Apóstol (Filón), que
--::; - '~ :",,:: 0:-2. ju ío helenista, presenta esta misma enseñanza. Si la
:'::~2. o:--.::ció aTece más correcta por las normas del método
. . . -~:" :-: o. e:o es podemos decir que Pablo, al igual que Filón,
- . e la a mósfera helenista que le rodeaba».
Para él, la caída es una especie de reversión de la crea-
ción, y en ningún sentido su continuación. Es íntegramente
obra del hombre, de ningún modo obra de Dios. Es moral
y personal, no física y metafísica, aunque acarree conse-
cuencias físicas. Los resultados de la defección humana,
además, ocurren del lado del hombre y no del de Dios.
La palabra justa para designar las consecuencias de la
caída es «corrupción». La naturaleza buena del hombre
se ha corrrompido, pero no es mala, como si no fuera
digna de existir, sino algo torcido y mal orientado. Ama
con el amor que le fue dado en su creación, pero ama a
los seres erróneamente, en un orden equivocado; desea
el bien con el deseo que le fue dado por su Hacedor, pero
aspira a bienes que no son buenos para él y pierde su
verdadero bien; da frutos, pero deformados y amargos;
organiza la sociedad con la ayuda de su razón práctica,
pero obra contra el meollo de las cosas al forzar su razón
por senderos irracionales, y de esta manera desorganiza
las cosas en sus mismos actos de organización. De ahí que
su cultura entera sea un orden corrompido más que el
orden de la corrupción, como creen los dualistas. Es un
bien pervertido, no un mal; o es un mal en tanto que per-
versión, pero no es maldad sustancial del ser. El proble-
ma de la cultura, por lo tanto, es el problema de su con-
versión, no de su substitución por una nueva creación,
aunque es cierto que dicha conversión es tan radical que
equivale a una especie de re-nacimiento.
Con estas convicciones sobre la creación y la caída
los conversionistas combinan una tercera: un concepto
de la historia que sostiene que para Dios todas las cosas
son posibles en una historia que es fundamentalmente,
no un curso de acontecimientos meramente humanos, sino
siempre una interacción dramática entre Dios y los hom-
bres. Para el cristiano exclusivista, la historia humana es
la historia de una Iglesia o cultura cristiana que nace y
de una civilización pagana que muere; para el cristiano
cultural, es la historia del encuentro del espíritu con la
naturaleza; para el sintetista, es el período de prepara-
ción bajo la ley, la razón, el evangelio y la Iglesia, con

201
miras a una comunión última del alma con Dios; para el
dualista, la historia es el tiempo de lucha entre la fe y la
incredulidad, un período entre la promesa de la vida y
su cumplimiento. Para el conversionista, la historia hu-
mana es la historia de los actos poderosos de Dios y de
la respuesta humana a los mismos. Vive algo menos «en-
tre dos tiempos» y algo más en el divino «Ahora» que sus
hermanos cristianos. El futuro escatológico se ha conver-
tido, para el conversionista, en un presente escatológico.
La eternidad, para él, significa menos la acción de Dios
antes del tiempo y la vida con Dios después del tiempo,
y más la presencia de Dios en el tiempo. La vida eterna
es una cualidad de la existencia en el aquí y en el ahora.
Por esto, el conversionista no se preocupa tanto de la
conservación de lo que le ha sido dado en la creación, y
menos aún de 10 que se le dará en una redención final,
que de la posibilidad divina de una renovación presente.
Tales diferencias de orientación tocante al tiempo no son
absolutamente precisas. En toda vida cristiana hay una
tensión hacia el futuro y una confianza en el Dios de
Abraham, Isaac y Jacob, y también la creencia de que el
hoyes el día de la salvación. Pero existe una diferencia
entre la acentuada expectación paulina del tiempo en que
el último enemigo, la muerte, será destruido por Cristo, y
la concepción joánica de las últimas palabras de Cristo
en la cruz: «Todo está consumado ». El conversionista,
con su concepto de la historia como encuentro actual con
Dios en Cristo, no vive tanto en expectación de una termi-
nación del mundo de la creación y de la cultura con10 en
consciencia del poder del Señor para transformar todas
las cosas elevándolas hasta él. Su imagen es espacial y
no temporal, y el movimiento de vida que él sabe que
brota de Jesucristo es un movimiento hacia arriba, la
elevación de las almas, los hechos y los pensamientos de
los hombres en un incontenible oleaje de adoración y glo-
rificación de Aquel que los atrae a sÍ. Esto es 10 que la
cultura humana puede ser: una vida humana transforma-
da en y para gloria de Dios. Al hombre le es imposible,
pero todo es posible para Dios, que ha creado al hombre,

202
cuerpo y alma, para sí, y ha enviado a su Hijo al mundo
para que el mundo fuera salvo por él.

2. La tendencia conversionista en el cuartO' evangelio

La tendencia conversionista aflora en muchas páginas


del Nuevo Testamento. Sus ideas, tal como las hemos ex-
puesto, aparecen en la Primera Epístola de Juan, pero en
medio de tantas referencias a las tinieblas, a la transito-
riedad y falta de amor del mundo, por una parte, y a la
distinción entre la nueva comunidad y la antigua, por
otra, que la tendencia de este documento parece ser de
signo exclusivista. El tema del conversionismo aparece
en Pablo, pero a la postre queda paliado por sus ideas
acerca de la carne, la muerte y la necesidad de alejarse
del mal. Parece estar más claramente indicado en el Evan-
gelio de Juan, pero, como sugiere inmediatamente la es-
trecha relación de esta obra con la Primera Epístola de
Juan, también aquí presenta una nota separatista. Lo que
se ha dicho sobre la «unión de los opuestos» en el cuarto
Evangelio y sus aparentes contradicciones, se aplica tam-
bién a sus actitudes hacia el mundo de la cultura 3. No
obstante, todas las ideas básicas del pensamiento conver-
sionista están presentes en él, y la obra misma es una de-
mostración parcial de la conversión cultural, ya que se
propone no sólo verter el evangelio de Jesucristo en los
conceptos propios de sus lectores helenísticos, sino tam-
bién elevar las ideas sobre el Lagos y el conocimiento, la
verdad y la eternidad, a nuevos niveles de significado, in-
terpretándolas a través de Cristo.
Al citar anteriormente la fe del conversionista en el
Creador, aludimos ya al cuarto Evangelio. En un sentido,
empieza donde termina Pablo: con la génesis del Verbo
y el origen de todas las cosas por él. Sin él nada ha sido
3. ef. MACGREGOR G. H. C., The Cospel of John (The Moffatt
New Testament Commentary), 1928, p. ix, donde se resumen las
teorías de varios críticos sobre la antítesis en el evangelio; d. tam-
bién SCOTT E. F., The Fourth Cospel, 1908, pp. 11 ss, 27.

203
creado; el mundo hecho por medio de él es su casa. Juan
no podía afirmar con mayor rigor que cuanto existe es
bueno. Aquí, no se insinúa ya que lo físico o material
esté sujeto a una ira especial de Dios, o que el hombre,
siendo carnal, esté vendido al pecado. La carne y el espí-
ritu son realidades cuidadosamente distinguidas por Juan:
«Aquello que nace de la carne es carne, y lo que nace del
Espíritu es espíritu». Pero nunca considera que lo físico,
lo temporal y lo material, participen de un modo especial
en el mal por no ser realidades espirituales y eternas.
Por el contrario, el nacimiento natural, la comida, la be-
bida, el viento, el agua, el pan y el vino no sólo son para
este evangelista símbolos aptos para las realidades de la
vida del espíritu, sino que además están preñados de sig-
nificado espiritual. Los acontecimientos espirituales y los
naturales «están entrelazados y son análogos». «No se
exige a los hombres que se alejen o sean alejados hacia
una espiritualidad esotérica y sublime» \ En sus palabras
sobre la creación por medio del Verbo y sobre la encar-
nación de éste, Juan expresa su fe en la relación total-
mente afirmativa con el mundo entero, material y espiri-
tual. La creación significa lo que significa la redención, a
saber, que «de tal manera amó Dios al mundo que le dio
su Hijo unigénito, para que cuantos creen en él no perez-
can, sino que tengan vida eterna. Porque Dios envió a su
Hijo al mundo no para condenar al mundo, sino para que
el mundo sea salvo por él» 5.
Una de las paradojas evidentes en el cuarto Evangelio
radica en el hecho de que la palabra «mundo», tan utili-
zada para la totalidad de la creación y especialmente de
la humanidad como el objeto del amor de Dios, también
se utiliza para designar el género humano en tanto que
rechaza a Cristo, vive en las tinieblas, realiza obras ma-
las, desconoce al Padre, y se goza en la muerte de su
Hijo 6. Quien rige al mundo no es el Lagos, sino el dia-
4. HOSKYNS Edwyn Clement, The Fourth Cospel, 1940, volu~
men J, p. 217; cf. pp. 231, 317 ss.
5. Jn. 3, 16-17.
6. Cf. Jn. 7, 7; 8, 23; 14, 17; 15, 18 ss; 17, 25, et passim.

204
hlo 7. Su principio no es la verdad sino la mentira; es el
reino del homicidio y de la muerte más que de la vida.
Y, sin embargo, es evidente que Juan no está escribiendo
acerca de dos realidades distintas, un reino de materia
increado en oposición a un Inundo de espíritu creado, o
un cosmos diabólicamente formado separado del mundo
creado por el Verbo divino . La idea de la caída, la per-
versión del bien creado, está implícita en todo el evange-
lio. La creación, que es fundamentalmente buena, ya que
proviene de Dios por medio de su Verbo, es contradicto-
ria consigo misma y contradictoria con Dios en su res-
puesta a él. Dios ama al mundo en su acción creadora
y redentora; el mundo responde a ese amor con la nega-
ción de su realidad y con odio al Verbo. La situación es
simple, y no obstante, en las interacciones infinitas del
Padre y del Hijo, Dios, el Verbo y el mundo presentan
una extraordinaria complej idad, que ningún otro escrito
cristiano ha conseguido describir, o al menos sugerir, con
tanto acerto como el cuarto Evangelio. La clase de perver-
sión del mundo se indica por la constante comparación
entre la r espuesta de Jesucristo al Padre y la respuesta
del mundo de los hombres a su Creador. El Hijo se so-
mete a la voluntad del Padre y realiza sus obras; el mundo
se somete a la voluntad, no de Aquel de quien deriva su
existencia, sino de su «padre», el diablo, es decir, a la
voluntad de hacer su propia voluntad. El Hijo honra y
glorifica al Padre, que le ha glorificado y le glorificará
aún más; el mundo, creado glorioso por Dios, responde
al acto del Creador glorificándose a sí mismo más que a
él. El Hijo ama al Padre: que le ha amado y le amará; el
mundo, amado por Dios, responde perversamente, amán-
dose a sí mismo. El Hijo da testimonio de un Padre que
ha dado y dará testimonio de él; el mundo llama la aten-
ción sobre sí mismo. Jesucristo bebe su vida del Padre, y
ofrece su vida a Aquel que da la vida; el mundo ama su
propia vida en sí mismo 8. Cristo en sus relaciones con el

7. Jn. 8, 44; 12, 31; 14, 30; 16, 11.


8. Estos temas, que corren subterráneamente a lo largo de
Padre evidencia así la naturaleza del pecado humano.
Pero, no sólo mediante la comparación entre Cristo y este
mundo pervertido de los hombres con todas sus obras,
expone el cuarto Evangelio la doctrina de la caída. La
corrupción del mundo aflora también en la relación de
éste con el Hijo del Padre, y no sólo en su actitud ante el
Padre del Hijo. Cristo, el amado de Dios, ama al mundo;
el mundo responde a su amor con la negativa y el odio.
Viene a entregar su vida por el mundo; y el mundo, en
vez de entregar su vida por su amigo, dice: «Conviene que
un solo hombre muera por el pueblo, y no que perezca
toda la nación». Viene a dar la vida; los hombres le dan
la muerte. Viene a decirles la verdad sobre sí mismos;
ellos mienten sobre lo que él es. Viene a testificar de Dios;
el mundo responde, no con el testimonio corroborativo
sobre su creador y redentor, sino con referencias a sus
legisladores, a sus días santos y a su cultura. «Vino a los
suyos y los suyos no le recibieron».
Aunque Juan no formula su doctrina del pecado y de
la caída en términos abstractos, sino que la ilustra más
que la define, parece justo afirmar que para él el pecado
es la negación del principio de la vida misma, es la men-
tira que no puede existir como no sea sobre la base de
una verdad aceptada, es el asesino que destruye la vida
en el acto de afirmarla y afirma la vida en el acto de des-
truirla, es el odio que presupone el amor. El pecado existe
porque la vida, la verdad, la gloria, la luz y el amor exis-
ten sólo en comunicación y comunidad y porque, en tal
comunidad, es posible para los hombres que viven por las
obras de otro, el rehusar la respuesta en bondad. Está
presente, por lo tanto, a todos los niveles de la existencia,
pero su raíz arranca de las relaciones contradictorias de
los hombres con Dios y el Verbo, con el Padre y el Hijo.
Sir Edward Hoskyns ha dicho muy bien que «el análisis

odo el e angelio, están particularmente ilustrados en el capítu-


lo XY, en que se emplea el símbolo de la vid y los sarmientos para
mo trar las relaciones recíprocas y comparativas del Padre, el
Hijo y el mundo.

206
bíblico joánico del comportamiento humano es ... una dis-
tinción teológica entr e aquellas acciones que, considera-
das como complet as en sí mismas, no dejan lugar pa~a
la justicia de Dios, y aquellas acciones -pueden ser apa-
rentemente idénticas a las acciones juzgadas como ma-
las- que sí dejan lugar para la justicia de Dios. Éstas
requieren la fe, porque son en sí misma incompletas; aqué-
llas la excluyen, porque son autosuficientes» 9. El análisis
joánico del comportamiento humano, sin embargo, se des-
pliega hacia atrás lo mismo que hacia delante. Distingue
entre esas acciones que consideran el amor de Dios como
algo tan debido al yo que replican a su amor con amor
al yo, y las que responden al amor con amor: no sólo en
una forma recíproca entre dos, sino también con una des-
bordante devoción a todos cuantos son amados por el
Padre y el Hijo.
A estas convicciones sobre la bondad de Dios y la
perversidad del hombre en la comunidad del Padre, del
Hijo y del mundo, Juan une un concepto de la historia en
que las dimensiones temporales -el pasado y el futu-
ro- están en gran parte subordinadas a la relación eter-
nidad-tiempo. La creación de que habla en su prólogo no
es un acontecimiento del pasado, sino el origen y funda-
mento de todo cuanto existe: el eterno comienzo y prin-
cipio del ser. La caída no es un acontecimiento vinculado
a la vida de un primer hombre en la secuencia de gene-
raciones históricas, sino un caer y alejarse actual del Ver-
bo. El juicio del mundo se realiza ahora; se produce con
el advenimiento del Verbo y con la presente venida del
Espíritu 10. El concepto histórico del cuarto Evangelio se
caracteriza por las palabras «vida eterna» en vez de «rei-
no de Dios». Como han subrayado prácticamente todos
los estudiosos de este Evangelio, esa frase significa una
cualidad, una relación de vida, una comunidad presente
por el Espíritu con el Padre y con el Hijo, una adoración,
un amor y una integridad actuales y espirituales. No se

9. Op. cit., p. 237.


10. Jn. 9, 39; 12, 31; 16, 7-11; cf. SCOTT, op. cit., cap . X.
suprime en modo alguno toda tensión hacia el futuro, y
puede uno preguntarse si acaso no será imposible para
un cristiano el descartarla cOlnpletamente. No obstante,
la tesis más importante del evangelio joánico dice que
el nuevo comienzo, el nuevo nacimiento, la nueva vida, no
es un acontecimiento que dependa de un cambio en la
historia temporal o de la vida de la carne. Es el comien-
zo con Dios, desde arriba, desde los cielos, en el espíri-
tu; es ciudadanía en un reino que «no es de este mundo»,
pero que no por esto es reino del futuro. Juan ha substi-
tuido en gran parte la doctrina del retorno de Cristo por
la doctrina relativa a la venida del Paráclito; la idea de
abandonar este cuerpo para estar en Cristo ha sido reem-
plazada por el pensamiento de una vida presente con Cris-
to en el espíritu. «La carne no sirve de nada», ni positiva-
mente por su nacimiento ni negativamente por su muerte.
Este nuevo comienzo es la posibilidad de Dios y la acción
de Dios en Jesucristo y en la misión del Espíritu, no al
final de la historia, sino en cada momento vivo, existen-
cial l l • Añadamos que dicha posibilidad no se realiza en
una vida humana mística a-histórica, sino que se realiza
por medio de los acontecimientos concretos de la vida
de Jesús y las respuestas concretas a él de los hombres
en la Iglesia. «El tema del cuarto Evangelio es lo no his-
tórico que da sentido a la historia, lo infinito que da sen-
tido al tiempo, Dios que da sentido al hombre y por lo
tanto es su Salvador» l2. De ahí esa compleja intervincu-
lación entre el relato histórico y la interpretación espiri-
tual en este libro enigmático y lleno de luz.
El tema conversionista que se trasluce en esta actitud
hacia la historia, aparece implícita y a veces explícita-
mente en las ideas de Juan sobre la cultura humana y sus
instituciones. Su actitud aparentemente ambivalente res-
pecto al judaísmo, al gnosticismo y a los sacramentos del
cristianismo primitivo se explica parcialmente si tenemos
en cuenta que Juan es un conversionista. Por una parte,
11. Cf. HOSKYNS, op. cit., pp. 229 ss; SeoTT, op. cit., pp. 247 ss,
317 ss.
12. HOSKYNS, op. cit., p. 120.

208
nos presenta el judaísmo como anticristiano; por otra, re-
calca que «la salvación viene de los judíos», y que sus Es-
crituras dan testimonio de Cristo. El dualismo inherente
a esta actitud puede explicarse por referencias a los con-
flictos del siglo n y a la pretensión de la Iglesia de ser el
verdadero Israel 13, pero también puede explicarse median-
te la consideración de que tal actitud está en consonan-
cia en todos los tiempos y lugares con la idea de que
Cristo -y no la Iglesia cristiana como institución cultu-
ral- es la esperanza, el verdadero significado, el nuevo
comienzo de un judaísmo que acepta la transformación
de sí mismo no en una religión gentil sino en un culto
que no pretende guardarse del Padre. Asimismo, las rela-
ciones de Juan con el gnosticismo son ambiguas. Por una
parte parece adoptar la actitud exclusivista de la Prime-
ra Epístola de Juan respecto de la acomodación del evan-
gelio a esa especie de sabiduría popular, pero, por otra,
se parece muchísimo a la de los gnósticos cristianos por
su interés, por el tema del conocimiento y por su preocu-
pación acerca del espíritu 14 . Históricamente explicable en
parte, esta actitud dual es más inteligible en conceptos
duales, o sea, como transformación cristiana de los tér-
minos duales culturales. Juan es también un conversio-
nista en su actitud hacia la Iglesia del siglo n, hacia su
doctrina, sus sacramentos y su organización. Parece ser
un defensor de esa religión cultural contra el judaísmo.
Dista también lTIucho de aquellos cristianos exclusivistas
que consideran como elemento específicamente cristia-
no las formas externas del ayuno, la oración y la obser-
vancia de los sacramentos.
Parece comprender e interpretar la fe y la práctica
cristianas con la ayuda de términos extraídos de los cul-
tos mistéricos, aunque nada es más ajeno a su espíritu
que la idea de considerar a Cristo como un héroe al estilo
de dichos cultos 15. A lo largo de su libro se preocupa pro-
fundamente por la transformación, por el espíritu de Cris-
13. SCOTT, op. cit., pp. 70-77.
14. ¡bid., pp. 86-103.
15. ef. STRACHAN R. H., The Fourth Cospel, 1917, p p . 46-:

ce 21 . 14
to, por el espíritu que se expresa en actos externos de
religión. Se preocupa de que cada acto simbólico proceda
de su verdadera fuente y se oriente en la verdadera direc-
ción hacia su verdadero objeto. Tal vez Juan no trata de
las palabras de la Oración del Señor porque considera
que sus lectores las conocen, pero otros escritores de su
tiempo las repitieron, y es evidente que este hombre dis-
tingue entre el espíritu y la letra, incluso cuando la letra
es cristiana. Su interpretación de los sacramentos de la
cena del Señor y del bautismo subraya la participación
en Cristo yen su Espíritu, sin negar ni exagerar la ünpor-
tancia del pan físico, del vino y del agua 16. En lo que toca,
pues, a la cultura religiosa y a las instituciones de los
hombres, parece evidente que el cuarto Evangelio consi-
dera a Cristo como al conversor y transformador de las
acciones humanas. El hombre que escribió: «Llega el n10-
mento, y es ahora, en que los verdaderos adoradores ado-
rarán al Padre en espíritu y en verdad, pues tales ador a-
dores busca el Padre para que le adoren», tenía sin duda
alguna in mente él los cristianos, tanto como a los judíos
y samaritanos; distaba mucho de suponer que la substi-
tución de unas forn1as de religión por las formas cristia-
nas implicara necesariamente un aumento de integridad
y de verdadera adoración.
Violentaríamos las cosas si tuviéramos que forzar una
actitud conversionista en las breves referencias de Juan
a otras realidades de la cultura. El trato especial que
otorga a Pilato, que no habría tenido poder algtino sobre
Cr isto si no le hubiera sido dado desde arriba, y cuyo
sentido de la justicia fue vencido con cierta dificultad,
puede explicarse de varias maneras. Otro tanto cabe de-
cir de la referencia al reino de este Inundo cuyos siervos
lu han . Sólo puede decirse que, en general, el interés de
J an se dirige hacia la transformación espiritual de la
'"1 a del hombre en el mundo, y no hacia la substitución
de una existencia temporal por una existencia totalmente
e pir ' uaZ) ni hacia la substitución de los presentes cuer-

. Ho ~y~S, op. cit., pp. 335 ss; SeoTT, op. cit., pp. 122 ss.
pos y medios físicos de los hombres por nuevas creacio-
nes físicas y metafísicas. Tampoco habla de un ascenso
gradual de lo temporal a lo eterno.
No sólo el silencio del cuarto Evangelio sobre muchos
temas, sino también el hecho de que su nota individualista
vaya acompañada de una tendencia particularista, nos im-
pide interpretarlo como un documento absolutamente
conversionista. La vida cristiana consiste, efectivamente,
en la transformación de todas las acciones por Cristo, de
modo que sean actos de amor a Dios y al hombre, glori-
fiquen al Padre y al Hijo, y respondan al mandamiento
del amor recíproco. La -ida cristiana es una vida de ac-
ción, en que el hombre hace lo que ve que el Hijo está
haciendo, como el Hijo hace las obras del Padre. Pero
esta vida sólo parece posible para unos pocos. A decir
verdad, Cristo es el cordero de Dios que quita los peca-
dos del mundo, y fue el amor de Dios al mundo el que le
indujo a enviar a su Hijo al mundo; cuando Cristo sea
levantado atraerá a todos los hombres a sí 17. Pero tales
afirmaciones universalistas, que parecen orientar al evan-
gelista hacia la completa transformación de la vida y la
obra humanas, tienen su contrapartida en los dichos que
se hacen eco del sentido de la oposición del mundo a
Cristo y de su preocupación por los pocos que pueden ser
salvos. «He manifestado tu nombre -dice Jesús en su
oración sacerdotal- a los hombres que me diste del mun-
do ... Te ruego por ellos; no te ruego por el mundo- .. No
son del mundo, como tampoco yo soy del mundo» 18. El
profesor Scott comenta a este respecto: «El cuarto Evan-
gelio, que presta su máxima expresión al universalismo de
la religión cristiana, es. _. al mismo tiempo el más exclu-
sivo de todos los escritos del Nuevo Testamento. Traza
una sutil división entre la Iglesia de Cristo y el mundo
exterior, considerado éste como simplemente extraño u
hostil» 19. La antinomia puede explicarse en parte por la
reflexión de que, mientras Juan se preocupa profunda-
17. Jn. 1, 29; 3, 16 ss; 12, 32, 47.
18. Jn. 17, 6, 9, 16.
19. SCOTT, op. cit., p. 115; cf. pp. 138 ss.

211
mente de la conversión de la Iglesia, de una sociedad se-
paratista y legalista a una comunidad libre, espiritual, di-
námica, que bebe su vida del Cristo vivo, también se pone
en guardia contra la confusión de la fe con el espiritualis-
mo especiosamente universal de la cultura secular con-
temporánea. De ahí que, para él, la vida cristiana sea una
vida cultural convertida por la regeneración del espíritu
del hombre, pero el re-nacimiento del espíritu de todos
los hombres y la transformación de toda la existencia
cultural por el Verbo encarnado, el Señor resucitado y el
Paráclito inspirador, no entran en su perspectiva. Ha com-
binado la tendencia conversionista con el separatismo de~
fendido por los partidarios del cristianismo contra la
cultura.
Una combinación similar de conversionismo con sepa-
ratismo se insinúa en la Carta a Diogneto, del siglo n. Los
cristianos, dice, «no se distinguen de los demás hombres
ni por el país, ni por la lengua, ni por las costumbres que
observan. Pues ni habitan en ciudades propias, ni en1-
plean una forma peculiar de hablar, ni llevan una vida
que ofrezca alguna singularidad especial. ... Habitando en
ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que ha to-
cado a cada uno de ellos, y siguiendo las costumbres de
los nativos en lo que respecta al vestido, a la con1ida y al
resto de su conducta ordinaria, despliegan ante nosotros
su maravilloso y a todas luces chocante modo de vida» 20.
Lo que resulta chocante en este modo de vida es el des-
precio a la muerte, el amor, la mansedumbre y la humil-
dad infundidos por Dios a través de su Verbo redentor y
creador. Pero la sugerencia de que la vida cristiana es un
modo transformado de existencia cultural, y la afirn1a-
ción de que «lo que el alma es en el cuerpo, eso son los
cristianos en el mundo», no se refieren por el autor de
este documento a una esperanza de conversión de toda la
humanidad en toda su vida cultural.

20. Ante-Nicene Fathers, vol. 1, p. 26.

212
3. Agustín y la conversión de la cultura

La expectación de la regeneración universal por Cristo


resalta con mayor claridad en los grandes líderes cristia-
n os del siglo IV. Pero, incluso en este caso, la idea univer-
salista no alcanza la plenitud de la idea conversionista, ya
que, como en el cuarto Evangelio, los conversionistas tie-
nen que luchar en dos frentes: contra el anticulturalis-
mo del cristianismo exclusivista, y contra el acomodacio-
nism o de los cristianos culturales. Ambas tendencias re-
cibieron un poderoso impulso como consecuencia de la
aceptación de la nueva fe como la religión del Estado.
Charles Norris Cochrane ha descrito brillantemente los
diversos movimientos del tiempo, en su estudio de la
cultura clásica desde la reconstrucción de Augusto pasan-
do por la renovación de Constantino hasta la regenera-
ción agustiniana 21. Según su interpretación, la regene-
ración de la sociedad humana por medio de la substitución
de los principios paganos por los principios trinitarios
constituye el tema preferido de ese movimiento cristiano
que iniciaron Atanasia y Ambrosio y que Agustín llevó a
su punto culminante en la Ciudad de Dios 22. Estos hom-
bres elab oraron una sana teoría para la renovación de la
existencia cultural humana, renovación que los césares y
pensadores romanos habían ensayado en vano, ya que sus
primeros principios eran fatalmente contradictorios. In-
t erpretar a Agustín de esta forma es encajarlo completa-
mente en nuestro esquema de tendencias éticas cristia-
n as : demasiado completamente, eso sÍ. La tendencia con-
versionista o de transformación es el rasgo característico
de este teólogo que, aplicándole las mismas palabras con
que él alabó a Juan, «fue una de esas montañas acerca de
las cuales está escrito: "Que las montañas reciban paz
para tu pueblo"» 23. Pero no olvidemos que esa tendencia
vive en su pensamiento junto a otras ideas sobre las rela-
21. Christianity and Classical Culture, A Study of Thou ght and
Action from Augustus to Augustine, 1940.
22. ¡bid., especialmente pp. 359 ss, 510 ss.
23. Tra tados sobre el Evangelio según San Juan, I, 2.
ciones del cristianismo con la cultura. Su interés por el
monaquismo y su antítesis de las dos ciudades, la celes-
tial y la terrena, en cuanto este contraste se aplica a la
oposición entre la religión cristiana organizada y las es-
tructuradas comunidades políticas, lo convierten en alia-
do de la escuela radical del cristianismo. Su filosofía neo-
platónica lo vincula al cristianismo cultural, y hace posi-
ble, si no plausible, el argumento de que su conversión
fue más una vuelta a Platón que al Cristo del Nuevo Tes-
tamento. Tomás y los tomistas lo invocan a su favor, diri-
giendo la atención a su preocupación por el recto ordena-
miento de los valores y a su concepto jerárquico de las
relaciones entre el cuerpo, la razón y el alma, de las auto-
ridades sociales y de la paz terrenal y de la celestial 24.
Cuando Agustín habla de la esclavitu d y la guerra, lo hace
en los términos dualistas de obediencia a los órdenes re-
lativos al pecado, que se limitan a impedir una mayor
corrupción 25 . Además, para él como para otros dualistas,
a pesar de su doctrina de la creación, el cuerpo animal
por su corrupción parece con frecuencia sobrepujar al
espíritu más que el espíritu corrompido sobrepujar al
cuerpo. Finalmente, es discutible la afirmación de que la
visión agustiniana de «una sociedad basada en la unidad
de la fe y en el lazo de la concordia» sea verdaderamente
«universal en un sentido ni siquiera soñado por el llama-
do imperio universal, ... potencialmente ... tan amplio e
inclusivo como la misma raza humana» 26 . Sus doctrinas
de la predestinación y del castigo eterno, concebidas am-
bas individualistamente, contrastan tanto con sus ideas
sobre la solidaridad humana en el pecado y en la salva-
ción, que resulta difícil artibuirle la idea de regeneración
universal. Una vez más, pues, tropezamos con un hombre
que rebasa extraordinariamente la tendencia en que lo
hemos clasificado.
No obstante, la interpretación de Agustín como el teó-
24. Cf ., por ejemplo, BOURKE V. J., Augustine's Quest oi Wis-
dom, 1945, pp. 225-26, 266,277.
25 . Ciudad de Dios, XIX, 7, 15.
26. C OCH RANE, op. cit., p. 511.

214
lago de la transformación cultural por Cristo, está de
acuerdo con su teoría fundamental de la creación, la caÍ-
da y la regeneración, con su propia carrera como pagano
y cristiano, y con el tipo de influencia que ha ejercido en
el cristianismo. Tampoco puede desecharse el universa-
lismo potencial de su teoría. Agustín no sólo describe, sino
que ilustra en su propia persona la obra de Cristo como
conversor de la cultura. El retórico romano se convierte
en predicador cristiano, que no sólo pone al servicio de
Cristo la educación en el lenguaje y la literatura que le
dio su sociedad, sino que, en virtud de la libertad y la
iluminación recibidas del evangelio, usa ese lenguaje con
nueva brillantez y aporta una libertad inédita a esa tra-
dición literaria. El neoplatónico no sólo añade a su sabi-
duría la doctrina de la encarnación que ningún filósofo
le había enseñado, sino que su sabiduría queda humani-
zada, recibe una nueva profundidad y orientación, lleva
a cabo nuevas penetraciones, gracias a la doctrina de que
el Verbo se ha hecho carne y ha llevado sobre sí los peca-
dos del espíritu. El moralista ciceroniano no añade a las
virtudes clásicas las nuevas virtudes del evangelio, ni sus-
tituye la legislación natural y romana por una nueva ley,
sino que transvalora y reorienta, como consecuencia de
la experiencia de la gracia, la moral en que ha sido edu-
cado y que él enseñó. Agustín, además, se convierte en
uno de los líderes de ese gran movimiento histórico por
el que la sociedad del imperio romano, una comunidad
centrada en el César, se convierte en una cristiandad me-
dieval. Por esto, él mismo es un ejemplo de lo que signi-
fica la conversión de la cultura; su posición contrasta con
el rechazo de la misma por parte de los radicales, con su
idealización por parte de los culturalistas, con el sintetis-
mo que procede en gran parte de la pretensión de añadir
el cristianismo a una buena civilización, y contrasta fina l-
mente con el dualismo que se esfuerza por vivir el e\'an-
gelio en el seno de una sociedad invenciblemente inmo-
ral 27. Pero también Tertuliano el abogado romano , Tol o:..

27. ¡bid., p. 510.


el artista ruso, Tomás el monje aristotélico, Pablo el fa-
riseo judío, y Lutero el nominalista, son en parte una ilus-
tración del tema conversionista. Lo distintivo en Agustín
es que su teoría duplica en gran parte su demostración.
Cristo, para Agustín, es el transformador de la cultura
en el sentido de que reorienta, refuerza y regenera esa
vida del hombre, expresada en todas las obras humanas;
cultura que en este mundo es un ejercicio pervertido y
corrompido de una naturaleza fundamentalmente buena;
cultura, además, que en su depravación está bajo la mal-
dición de la transitoriedad y la muerte, no porque la haya
visitado un castigo externo, sino porque es intrínsecamen-
te autocontradictoria. Su visión de la actualidad humana
y de la posibilidad divina no nació con la idea de una
creación buena, sino con sus consideraciones acerca de
la cultura. Que Agustín, tras muchos falsos comienzos al
nivel del razonamiento especulativo y práctico, pudiera
partir de la noción de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo,
para llegar a la comprensión del yo y de la criatura, es lo
que se nos explica en la historia de sus Confesiones. A par-
tir del punto inicial trinitario -o desde que recomenzó
su vida-, advirtió que toda la creación era buena; buena,
primero, a causa de Dios, fuente y centro de todos los
seres y valores; y buena, en su segundo lugar, por su or-
den, con la bondad de la belleza y el servicio mutuo entre
las criaturas. Sus Confesiones terminan con una expre-
sión extática de la idea, repetida en formulaciones más
abstractas en otras muchas obras: «Tú, oh Dios, viste todo
cuanto has hecho, y he aquí que todo era muy bueno. Sí,
también nosotros vemos lo mismo, todas las cosas son
muy buenas ... Siete veces lo he contado para que sea es-
crito: que tú viste que todo cuanto hiciste era bueno; y
ésta es la octava vez: que tú viste todo cuanto has hecho
y, he aquí, que no sólo era bueno, sino muy bueno ... To-
dos los cuerpos bellos expresan lo mismo; por constar un
cuerpo de miembros todos bellos, el cuerpo es mucho
más hermoso que los miembros por sí solos, ya que por
su combinación bien ordenada el todo es perfeccionado ...
Una cosa es, pues, pensar que esté enfermo aquello que

216
es bueno ... ; y otra, que aquello que es bueno, el hombre
debe ver que es bueno ... ; y otra, que cuando un hom-
bre ve una cosa que es buena, Dios debe ver en él que es
buena, de modo que debe ser amado en aquello que ha
hecho, el cual no puede ser amado sino por el Espíritu
Santo que nos ha dado ... , por quien vemos que todas las
cosas, en cualquier grado, son buenas ... Que tus obras te
alaben para que te amemos, y que te amemos para que
tus obras te alaben» 28,
Aunque todo cuanto existe es bueno, Agustín dista mu-
cho de decir, en un estilo del siglo XVIII, que cuanto existe
es recto, o que sólo las instituciones sociales son malas y
que por un retorno a las condiciones primitivas el hom-
bre puede retornar a la felicidad. La naturaleza buena del
hombre ha sido corrompida y su cultura se ha pervertido
de tal suerte que la naturaleza corrupta produce una cul-
tura pervertida y la cultura pervertida corrompe la natu-
raleza. La depravación espiritual, psicológica, biológica y
social del hombre no significa que se haya convertido en
un ser malo, pues Agustín insiste en que «no puede exis-
tir u na naturaleza que carezca absolutamente de bien. De
ahí que ni siquiera la naturaleza del diablo es mala, en
cuanto es naturaleza, sino que se hizo mala por pervertir-
se» 29 . La enfermedad moral del hombre, que no podría
existir si no hubiera algún orden de salud en su natura-
leza, es tan compleja como su naturaleza, pero tiene su
solo origen en la autocontradictoria afirmación humana
de sí mismo. El hombre está creado, por naturaleza, para
obedecer, adorar, glorificar y depender de la Bondad que
le hizo y le hizo bueno; de Dios, que es su bien princi-
pal. Así como su bondad primaria consiste en adherirse
a Dios, así también su pecado primigenio estriba en vol-
verse de Dios a sí mismo o a algún valor inferior. «Cuan-
do la voluntad abandona lo que está sobre sí misma y se
vuelve a lo que está por debajo, se hace mala: no porque
sea malo aquello a lo que se vuelve, sino porque la vuelta

28. Confesiones, XIII, xxvii, 43; xxxi, 46; xxxiii, 48.


29. Ciudad de Dios, XIX, 13.

2 -
misma es mala» 30. Este pecado primigenio, llamado n1ás
significativamente el primer pecado del hombre que no el
pecado del primer hombre, puede ser descrito de varios
modos, como un apartarse de la palabra de Dios, como
una desobediencia a Dios, como un vicio, es decir, como
aquello que es contrario a la naturaleza, como el vivir de
acuerdo con el hombre y como orgullo, porque «¿qué es
el orgullo sino el ansia de una indebida autoexaltación ?».
El pecado primigenio tiene siempre este doble aspecto:
que es una huida de Aquel de quien bebe su vida, y un
aferrarse a un bien creado, como si fuera el valor princi-
pal. Desde esta raíz, el pecado hace brotar otros desórde-
nes en la vida humana. Uno de ellos es la confusión in-
troducida en la norma ordenada de la naturaleza racio-
nal, emocional y psicológica del hombre . «¿ Cuál fue, sino
la desobediencia, el castigo de la desobediencia de aquel
primer pecado? ¿ Pues qué otra cosa es la miseria del
hombre sino su propia desobediencia a sí mismo, de suer-
te que como consecuencia de no querer hacer lo que po-
dría hacer ahora quiere hacer lo que no puede?.. ¿ Pues
quién puede contar cuántas cosas quiere que no puede ha-
cer, mientras sea desobediente a sí mismo, es decir, mien-
tras su mente y su carne no obedezcan a su voluntad?» 3\
El desorden en la vida racional y emocional del hombre
se experimenta agudamente en el gran disturbio de su
existencia a causa de la pasión sexual; pero también apa-
rece en todas las demás expresiones de su libido , El alma
desordenada está corrompida en todas sus partes, no por-
que una parte se haya desordenado, sino porque se ha
desordenado la relación fundamental del alma con Dios.
Una segunda consecuencia del pecado primigenio es la
pecaminosidad social del género humano. «Nada hay
-dice Agustín- tan social por naturaleza, y tan insocial
por corrupción, como esta raza». «La sociedad de los mor-
tales ... aunque unida por una cierta comunión de nuestra
naturaleza común, está no obstante, en su mayor parte, di-

30. ¡bid., XII, 6.


31. ¡bid., XIV, 15; cf. los capítulos siguientes.

218
vidida consigo misma, y el más fuerte oprin1e a los de-
más, porque todos siguen sus propios intereses y concu-
piscencias» 32. La amistad está corrompida por la traición;
el hogar, «el refugio natural de los males de la vida», tam-
poco es seguro; el orden político en la ciudad y en el im-
perio no sólo vacila a causa de las guerras y opresiones,
sino que la misma administración de la justicia se con-
vierte en un asunto perverso en que la ignorancia, que
se esfuerza por controlar el vicio, comete una nueva injus-
ticia 33 . El desorden se extiende a todas las esferas de la
cultura; la diversidad de lenguas y los esfuerzos por im-
poner una lengua común, las guerras justas lo mismo que
las injustas, los esfuerzos por lograr la paz y establecer
el dominio, la injusticia de la esciavitud y el requerimien-
to de que todos los hombres obren justamente como se-
ñores y esclavos en medio de esta injusticia ... , todas estas
cosas y otros muchos aspectos de la existencia social son
síntomas de la corrupción y la miseria humanas. Las vir-
tudes mismas, en que se educan los hombres educados en
la: sociedad, están pervertidas , ya que el valor, la pruden-
cia y la templanza, empleadas para fines egoístas o idóla-
tras, se convierten en «espléndidos vicios». y no obstante,
toda esta pecaminosidad social implica la existencia de
un orden creado fundamentalmente bueno. «Incluso lo
que está pervertido debe necesarialTIente estar en armonía
y dependencia, y reside en alguna parte del orden de las
cosas, porque de lo contrario no habría existencia en ab-
soluto ... Puede haber paz sin guerra, pero no puede ha-
ber guerra sin algún género de paz, porque la guerra pre-
supone la existencia de algunas naturalezas que la hacen,
y estas naturalezas no pueden existir sin la paz de un
género u otro» 34. Además, Dios rige y gobierna a los hom-
bres en su corrompida existencia personal y social. «Así
como él es el Creador supremamente bueno de naturale-
zas buenas, así también es el más justo Gobernador de

32. ¡bid., XII, 27; XVIII, 2.


33. ¡bid., XIX, 5.
34. ¡bid., XIX, 12, 13.

_ 9
las malas voluntades, de suerte que mientras ellos hacen
mal uso de las buenas naturalezas, él hace un buen uso
incluso de las malas voluntades». Por la mala voluntad
de los gobernantes, Dios controla y castiga la perversidad
de sus sujetos, y dando reinos terrenales tanto a buenos
como a malos, «según el orden de las cosas y los tiem-
pos ... él mismo gobierna como Señor» 35.
Jesucristo ha venido para curar y renovar lo que el
pecado ha infectado con su enfermedad mortal en el gé-
nero humano con su naturaleza pervertida y su cultura
corrupta. Por su vida y su muerte revela al hombre la
grandeza del amor de Dios y la profundidad del pecado
humano; por su revelación e instrucción, vuelve a unir al
alma con Dios, fuente de su ser y bondad, y la restaura
en el orden correcto del amor, haciendo que a todo cuan-
to ama lo ame en Dios y no en el contexto del egoísmo o
de la devoción idólatra a la criatura. «Ésta es la media-
ción por la que se tiende una mano a los perdidos y caí-
dos». Puesto que el hombre, que se mueve en el círculo vi-
cioso de su impiedad, no podía salvarse de sí mismo, «la
verdad misma, Dios, el Hijo de Dios, asumiendo la hu-
manidad sin destruir su divinidad, estableció y fundó esta
fe, para que pudiera existir un camino del hombre hacia
el Dios del hombre por medio del Dios-hombre. Pues éste
es el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesu-
cristo», que, como Dios, es nuestro fin y, como hombre,
es nuestro camino 36. Humillando el orgullo hum?no y de-
sapegando al hombre de sí mismo por una parte, y reve-
lando por otra el amor de Dios y adhiriendo al hombre a
su único bien, Cristo restaura lo que ha sido corrompido
y reorienta lo que ha sido pervertido. Transforma las emo-
ciones de los hombres, no sustituyendo la emoción por
la razón, sino fijando en su verdadero objeto el temor, el
deseo, la angustia y el gozo. «Los ciudadanos de la ciu-
dad santa de Dios, que viven según Dios en la peregrina-
ción de esta vida, temen y desean, se angustian y regoci-

35. ¡bid., XI, 17; I, 1, 8, 9; IV, 33.


36. ¡bid., X, 24; XI, 2; cf. VII, 31; IX, 15.

220
jan al mismo tien1po. Y precisamente porque su amor
está ordenado rectamente, todas estas emociones suyas
son rectas» 37. Las virtudes morales que desarrollan los
hombres en sus culturas perversas no son suplantadas
por nuevas gracias, sino que son convertidas por el amor.
«La templanza es el amor que se mantiene íntegro e in-
corrupto para Dios; la fortaleza es el amor que soporta
todas las cosas prestamente por causa de Dios; la justicia
es el amor que sirve solamente a Dios y, por lo tanto, go-
bierna bien todas las cosas, sometiéndolas al hombre; la
prudencia es el amor que hace una distinción recta entre
lo que ayuda al ascenso hacia Dios y lo que lo obstaculi-
za» 38 . La vida de la razón sobre todo, esa sabiduría del
hombre que la sabiduría de Dios declara henchida de ne-
cedad, es reorientada y redirigida al recibir un nuevo
principio. En vez de partir de la fe en sí mismo y del amor
a su propio orden, el razonamiento del hombre redimido
arranca de la fe en Dios y del amor al orden que él ha
impuesto a toda su creación, por lo que el creador es li-
br e de trazar sus designios y el hombre de seguir humil-
demente los caminos divinos 39. En la teoría agustiniana
hay sitio para el pensamiento de que la matemática, la
lógica y las ciencias naturales, las bellas artes y la tecno-
logía, pueden convertirse tanto en beneficiarios de la con-
versión del amor del hombre como en instrumentos de
ese nuevo amor de Dios que se goza en toda su creación
y sirve a todas sus criaturas. La vida cristiana puede y
debe hacer uso no sólo de estas actividades culturales,
sino también de «las costumbres convencionales y nece-
sarias de los hombres con los hombres» : convenciones re-
lativas al vestido y al rango, a pesas y medidas, al uso e
monedas y a otras cosas similares 40. Todas las cosas, '" no
sólo la vida política, están sujetas a la gran cOllyer-io=

37. Ibid., XIV, 9.


38. Sobre la Moral de la Iglesia Católica, XV.
39. Para la interpretación agustiniana de la filosoft
cia, cf. COCHRANE, op. cit., capítulo XI, donde el - :::1
extensamente.
40. Cf. Sobre la Doctrina Cristiana, II, _-, _ .
que tiene lugar cuando Dios establece un nuevo comienzo
para el hombre haciendo que el hombre comience con
Dios. Si hubiéramos de atenernos únicamente al estudio
de las ideas conversionistas de Agustín, podríamos pre-
sentarlo como un cristiano que ofrece a los hombres una
visión de la concordia y de la paz universales en el seno
de una cultur a en que todas las acciones humanas han
sido reordenadas por la graciosa acción de Dios atrayen-
do a todos los hombres hacia sí, y en que todos los hom-
bres son activos en obras orientadas hacia (y reflejando
de este n10do) el amor y la gloria de Dios 41.
Agustín, sin embargo, no desarrolló su pensamiento
en esta dirección. En realidad no suspiró, esperanzado,
por la realización de la gran posibilidad escatológica, de-
mostrada y prometida en el Cristo encarnado: la reden-
ción del mundo creado y corrompido, y la transforma-
ción del género humano en toda su actividad cultural. La
posibilidad de la reorientación de toda la obra humana
en el seno de las cosas temporales en el sentido de una
actividad que glorifique a Dios cultivando la belleza de su
creación y gozándose en ella, prestando un servicio recípro-
co en el espíritu del amor altruista, despreciando la muer-
te y el temor a ella en la convicción del poder divino sobre
la muerte, rastreando en un razonamiento desinteresado
el orden y el diseño de la creación y usando todos los bie-
nes temporales con reverencia sacramental como encar-
naciones y símbolos de los verbos eternos: esta posibili-
dad, decimos, aflora en el pensamiento agustiniano sólo
para dejarla inn1ediatamente. Nos ofrece, en cambio, la
visión escatológica de una sociedad espiritual, que consta
de algunos individuos elegidos junto con los ángeles, que
viven eternamente en paralelismo con los condenados. Los
elegidos no son el resto del cual surja una nueva humani-
dad, sino un resto salvado pero no salvador. Resulta difí-
cil dar una razón de por qué el teólogo cuyas conviccio-

41. La afirmación sobre la paz del cuerpo y del alma, de los


hombres con los hombres y con Dios, al comienzo del capítulo 13,
libro XIX, de la Ciudad de Dios, se presenta a veces como si fuera
una profecía agustiniana, y no lo es.

222
nes fundamentales prepararon la base para una concep-
ción totalmente conversionista de la naturaleza y la cul-
tura de la humanidad, no dedujo las consecuencias posi-
bles de estas convicciones. Puede aducirse que se esforzó
por ser fiel a las Escrituras con sus parábolas del juicio
final y las ideas separatistas que encierran. Pero la ver-
dad es que también hay una nota universal en las Escri-
turas, por lo que la fidelidad al Libro no explica por qué
un hombre que siempre estuvo más interesado por eL
sentido espiritual que por la letra, no sólo siguió la letra
en este caso, sino que exageró el sentido literal. La clave
del problen1a parece encontrarse en la actitud defensiva
de Agustín. De la confesión de su pecado y de la gracia
divina se vuelve a la defensa de la justicia de un Dios
que, habiendo elegido a los cristianos por la revelación
de su bondad, no parece haber elegido a los no cristia-
nos. De la confesión de su pecado y de la gracia de ser
miembro de la Iglesia católica, pasa a la tarea de justifi-
car a la Iglesia a causa de las acusaciones lanzadas contra
ella por los paganos. De la esperanza de la conversión de
la cultura, se vuelve a la defensa de la cultura cristiana,
es decir, de las instituciones y hábitos de la sociedad cris-
tiana. Defiende también la comprometida aunque no rege-
nerada moral del hombre, por las amenazas del infierno
y las promesas del cielo. En consecuencia (o a causa) de
esta vuelta a una actitud defensiva, su cristología sigue
siendo débil y subdesarrollada cuando se la compara con
la de Pablo o de Lutero. Con frecuencia tiende a substi-
tuir a Cristo por la religión cristiana, que no es más que
una conquista cultural, y trata frecuentemente al Señor
más como fundador de una institución cultural autori a-
tiva, la Iglesia, que como el salvador del mundo por me-
dio del ejercicio directo de su realeza . Por esto, la :e 0=
Agustín tiende a reducirse a un asentimiento obeCi :::::-~ ::.
las enseñanzas de la Iglesia, que sin duda alguna - =:...._
importante en la cultura cristiana, pero que no e: = 5 -='
substitutivo de la confianza inmediata en D~ o_. E ~ __ :::--
ma predestinacionaria de la doctrina d la :~- _ ~ = _-_= ~
tín, de nuevo con su gran impronta de e:e=::- >~ =.
bia su concepto fundamental de que Dios elige al hombre
para que le ame antes de que el hombre pueda amar a
Dios, en la proposición de que Dios elige a algunos hom-
bres y rechaza a otros. Y así, la gloriosa visión de la Ciu-
dad de Dios se convierte en una visión de dos ciudades,
integradas respectivamente por diferentes individuos, se-
parados para siempre. Hay aquí un dualismo más radical
que los de Pablo y Lutero.
Calvino se parece mucho a Agustín. La idea conversio-
nista es dominante en su pensamiento y en su práctica.
En mayor medida que Lutero, desea que el evangelio im-
pregne actualmente toda la vida. Su concepción más di-
námica de las vocaciones de los hombres, como activida-
des en las que pueden expresar su fe y su amor y pueden
glorificar a Dios en su llamada, su asociación más estre-
cha entre la Iglesia y el Estado, su insistencia en que éste
último es ,el ministro de Dios no sólo negativan1ente como
freno al mal sino, positivamente, en la prolTIoción del
bienestar, sus conceptos más humanos del esplendor de
la naturaleza humana todavía evidente en las ruinas de
la caída, su preocupación por la doctrina de la resurrec-
ción de la carne, sobre todo su insistencia en subrayar la
realidad de la soberanía de Dios ... , todas estas cosas in-
ducen a creer que el evangelio promete y posibilita, con
posibilidad divina (no humana), la transformación del gé-
nero humano, en toda su naturaleza y cultura, en un reino
de Dios cuyas leyes estén inscritas en el corazón de los
hombres. Pero, también en este caso, la esperanza esca-
tológica de la transformación de la vida arruinada del
género humano (esperanza creada por Cristo), se convier-
te en la escatología de la muerte física y en la redención
de algunos hombres por la vida gloriosa separada, no sólo
en su espíritu sino también en sus condiciones físicas, de
la vida mundanal. La esperanza escatológica en unos cie-
los nuevos y una nueva tierra engendrada por la venida
de Cristo, es modificada por la creencia de que Cristo no
puede venir ahora a este cielo y a esta tierra, sino que
debe esperar a la muerte de la antigua creación y a la
resurrección de una nueva. A la eterna contraposición del

224
hombre con Dios, Calvino añade el dualislTIo de lá existen~
cia temporal y eterna, y el otro dualismo de un cielo eterno
y un infierno eterno. Aunque el calvinismo ha sido marcado
por la influencia de la esperanza escatológica en la trans-
formación por Cristo, y por su consecuente presión hacia
la realización de dicha promesa, esta característica en el
calvinismo ha sido siempre acompañada de una nota se-
paratista y represiva, con mayor fuerza aún que en el lu-
teranismo.

4. Las teorías de F. D. Maurice

La tenacidad y vitalidad, en la historia eclesiástica, de


la idea de perfección, ayudan a poner de relieve la impor-
tancia de la idea de la transformación que Cristo ejerce
sobre la cultura, en distinción con las restantes tenden-
cias principales de la ética cristiana. Wesley es el gran
exponente protestante de este perfeccionismo. Su pensa-
miento a este respecto es a menudo objeto de confusión
con el de los cristianos exclusivistas, pero difiere de ellos
profundamente, porque comparte con Pablo, Juan, Agus-
tín y' Calvino la concepción de que Cristo no es ningún
legislador nuevo que separe un nuevo pueblo del viejo
ofreciéndole una constitución para un nuevo género de
cultura. Cristo es para Wesley el transformador de la
vida; justifica a los hombres dándoles fe; trata con las
fuentes de la acción humana; no hace distinción alguna
entre los ciudadanos morales e inmorales de las comuni-
dades humanas, porque todos son convictos de amor a sí
mismos y porque abre ante todos la perspectiva de la vida
de libertad en respuesta al amor perdonador de Dios . Pero
Wesley insiste en la posiblidad -una vez más como posi-
bilidad de Dios, no del hombre- de un cumplimiento ac-
tual de esa promesa de libertad. Por el poder de Cristo,
los creyentes pueden ser limpios de todo pecado, pueden
ser como su Maestro, pueden ser librados «en este ID
do». El Nuevo Testamento no dice «la sangre de eri : 0

ce 21 . 15
linlpiará en la hora de la muerte, o en el día del juicio,
sino "limpia" en el tiempo presente, "a nosotros", cristia-
nos vivos, "de todo pecado"» 42. Para el hombre, esta po-
sibilidad significa una intensidad de expectación y de lu-
cha por una meta que fácilmente puede pervertirse de
nuevo en una actividad autocentrada y auto suficiente, en
una auto cultura moral y religiosa donde se busca la san-
tidad como posesión y Dios se convierte en instrumento
para lograr el respeto a sí mismo. Pero lo que polarizaba
la atención de Wesley, en medio de todas las imperfec-
ciones de su doctrina del pecado 43, y también la de sus
seguidores, en medio de todas sus recaídas en el orgullo,
era la idea joánica de la posibilidad presente de la trans-
formación del hombre temporal en un hijo de Dios, vi-
viendo desde y para el amor de Dios en la libertad del yo 44.
En su individualismo, Wesley no recalca la promesa de
Cristo al género humano en mayor grado que la separa-
ción de los hombres, pero también sugiere esta idea; sus
seguidores la han desarrollado, aunque frecuentemente
con una inclinación al cristianismo cultural superior a la
del iniciador del movimiento metodista.
Jonathan Edwards, con sus conceptos sensitivos y pro-
fundos de la creación, el pecado y la justificación, con su
concepción de la conversión y sus esperanzas milenaris-
tas, se convirtió en América en el fundador de un movi-
miento que consideraba a Cristo como regenerador del
hombre en su cultura. Nunca ha cedido totalmente en su
ímpetu, aunque confrecuencia degeneró en triviales teur-
gismos pelagianos, en los que los hombres estaban preocu-
pados por los síntomas del pecado, no por sus raíces, y
creyeron posible encauzar la gracia y el poder de Dios
por los canales que ellos habían forjado. y así el conver-
sionismo de Edwards fue empleado para justificar la me-
cánica psicológica de un reavivismo chabacano, con su

42. Del sermón «Sobre la perfección cristiana».


43. Cf. Flew R. NEWTON, The Idea of Perfection, 1934, pági-
nas 332 ss.
44. Cf. especialmente LINDSTROEM Harald,Wesley and' Sanctifi-
cation, 1946.

226
producción masiva de almas renovadas, y para avalar la
ciencia sociológica de esa parte del evangelio s.ocial que
esperaba cambiar la pródiga humanidad mejorando la ca-
lidad de las bellotas servidas en la gamella.
Durante el siglo XIX, en las generaciones representa-
das por Tolstoi, Ritschl, Kierkegaard y León XIII, la idea
conversionista tuvo muchos exponentes. Notable entre
ellos fue F. D. Maurice, el teólog.o inglés cuya obra ha
sido objeto de valoraciones tan diversas, que los juicios
sobre su profundidad y claridad siempre han sido con-
trarrestados por medio de referencias a su nebulosidad,
confusión y fragmentariedad 015. No .obstante, la influencia
de Maurice es amplia y penetrante. Maurice es ante todo
un pensador joánico, que empieza afirmando que el Cristo
que viene al mundo viene a lo suyo, y que es Cristo quien
ejerce por sí mismo su reinado sobre los hombres, y n.o
un virrey -sea el papa, las Escrituras, la religión cristia-
na, la Iglesia, o la luz interior- separado del Verbo en-
carnado. En edad muy temprana aún, caló en su espíritu
la convicción de que Cristo es Señor del género humano,
lo crean o no l.os hombres. Así, en una carta a su madre,
escribió: «Dios nos dice en él, es decir en Cristo: "Yo he
creado todas las cosas tanto en los cielos como en la
tierra. Cristo es la cabeza de todo hombre." Algunos hom-
bres creen esto; otros no lo creen. Aquellos que no lo
creen "caminan según la carne" .... No creen esto y por
lo tanto no obran de acuerd.o con esta fe... PerO' aunque
millares y miríadas de hombres vivan según la 'carne, es
más, aunque todos y cada uno de los hombres en el mun-
do vivieran así, la verdad cristiana y la Iglesia católica
nos prohíben considerar este tipO' de vida cÜ'mÜ' el verda-
dero estado del h.ombre ... La verdad consiste en que todo
hombre es en Cristo ... ; si nO' estuviera unido a CristO' no

45. Cf. VIDLER Alee R., The Theology of F. D. Maurice, 1948, pá-
ginas 7 ss. Este libro, publicado en América con el título Witn ess
to the Light, es una excelente introducción al pensamiento de
Maurice. Indispensable para entender a Maurice es The Lite o
Frederick Denison Maurice Chiefly Told in His Letters, editada por
su hijo Frederick MAURICE, 2 vals., 1884.
podría pensar, ni respirar, ni vivir una sola hora» 46. Los
hombres, a juicio de Maurice, eran sociales por naturale-
za; no tenían existencia alguna salvo como hijos, herma-
nos, miembros de la comunidad. Esta convicción le unió
a los socialistas. Pero la comunidad en que los hombres
eran creados no era meramente humana; no podría ser
verdaderamente humana si no fuera algo más: la comuni-
dad de los hombres con el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo. En la concepción de Maurice sobre la «constitu-
ción espiritual» del género humano ocupan su lugar todas
las complejas interrelaciones de amor en la Divinidad: el
amor al Padre de los hombres y a Cristo, a las naturale-
zas divina y humana del Hijo, al Verbo creador y reden-
tor, el amor del hombre al prójimo en Dios y a Dios en
el prójimo, el amor a la familia, a la nación y a la Igle-
sia 47. Pero el centro es siempre Cristo. En él todas las
cosas fueron creadas para vivir en unión con Dios y entre
sí; Cristo revela la verdadera naturaleza de la vida y la
ley de la sociedad creada, y también el pecado y la rebe-
lión de sus miembros; él redime a los hombres en y para
la comunidad de unos con otros en Dios. «La esencia y el
significado de toda la historia» relatada en las Escrituras
están contenidos «en la asombrosa oración de Cristo:
"Que todos sean uno como tú, Padre, eres en mí y yo en
ti, que sean uno en nosotros"» 48. Por esto, Maurice entró
en conflicto no sólo con los «cristianos no sociales» sino
también con los «socialistas no cristianos»; los primeros
basaban la relación del hombre con Cristo en ritos exter-
nos, substituían a Cristo por la religión, y no asumían
responsabilidad alguna respecto de la vida social del hom-
bre; los segundos se inclinaban a basar la sociedad en la
naturaleza animal del hombre, y a hacer del interés pro-
pio común la base para la acción social. Los hombres son
«no animales más un alma -arguye Maurice-, sino espí-

46. Life, vol. 1, p. 155.


47. Cf. especialmente The Kingdom of Christ, vol. 1, parte 11,
capítulos 11 y 111; cf. VIDLER, op. cit., cap. 11.
48. The Kingdom of Christ, vol. 1, p. 292.

228
ritus con una naturaleza animal; ... el lazo de su unlon
no es comercial, ni es la sumisión a un tirano común, ni
una rabia brutal contra él; sino que . .. se fundamenta y
se fundamentó siempre sobre una base espiritual; .... el
pecado de la Iglesia -la horrible apostasía de la Igle-
sia- ha consistido en negar su propia función, que es
proclamar a los hombres su condición espiritual, el fun-
damento eterno sobre el que descansa, la manifestación
que de esa condición espiritual ha sido hecha por el na-
cimiento, la muerte, resurrección y ascensión del Hijo de
Dios, y el don del Espíritu» 49.
La honda enfermedad del hombre, la autocontradic-
ción en que se encuentra como individuo y miembro de
las comunidades humanas, es su negación de la ley de su
ser. Quiere poseer dentro de sí o por sí mismo, en forma
de bienes físicos o en forma de bienes espirituales, lo que
sólo puede tener en la comunidad de los que reciben y
dan. Maurice es tan profundamente consciente del peca-
do del amor de sí mismo y de la tragedia de la división
interna del hombre, es tan consciente de la explotación
del hombre por el hombre, de la auto glorificación de las
naciones e Iglesias, que no necesita extenderse mucho ex-
plícitamente acerca de la caída y la corrupción; dicha con-
vicción está subyacente en todo su pensamiento. «Cuan-
do comencé a buscar a Dios por mí mismo --escribía-,
el sentimiento de que necesitaba a alguien que me librara
del abrumador peso del egoísmo predominaba en mi men-
te» 50. Tanto el peso como la penetración etérea de ese
egoísmo siguieron oprimiéndole. Descubrió el egoísmo en
el sistema comercial, contra el cual protestó como líder
del movimiento socialista cristiano, y descubrió entonces
cómo aparecía entre los que protestaban; lo adivinó en
el individualismo de la gente religiosa, que confesaba
pertenecer a una raza culpable pero que esperaba un per-
dón individual y egoísta; lo detectó en el esfuerzo h umano
por justificarse a sí mismo mediante la fe considera '

49. Life, vol. II, p. 272.


50. ¡bid., p. 15; cf. VIDLER, op. cit., pp. 42 ss.
como posesión y mediante una justicia propia; lo entre-
vió en los gritos de los partidos y sectas de la Iglesia, pre-
sentándose cada uno o sus principios como el camino de
la salvación. El pecado del hombre estriba en la tentati-
va de ser dios para sí mismo. «El efecto de nuestrO' pe-
cado nos induce a considerarnos como los centros del uni-
verso, y a juzgar entonces a los perversos y miserables ac-
cidentes de nuestra condición como determinantes fatales
de lo que somos» 51. En vista de la difusividad y destructi-
vidad del pecado, la petición «líbranos del mal» podría
parecer casi deshonesta. «Cuán difícil es pensar, cuando
el mal está arriba, debajo y dentro, cuando se enfrenta a
ti en el mundO', y te aterra en la intimidad, cuando le
O'yes decir en tu propio corazón y 'en el corazón de todos
los demás "nuestro nombre es Legión", ... cuando todos
los planes de retirada parecen incitar al mal que está bajo
la tierra a rugir con mayor rabia, cuando nuestra propia
historia y la historia del género humano parecen burlarse
de todO' esfuerzo por la vida ... oh, cuán difícil es, muy
difícil pensar que una oración como ésta no sea otra de
las artimañas del auto engaño, en que hemos gastado nues-
tra existencia» 52. El predominio de la corrupción y la auto-
contradicción en la vida humana era especialmente opre-
sivo y desalentador porque brotaba en la Iglesia y en la
misma cultura cristiana. Por esto Maurice escribió: «Con-
sidero nuestras sectas -una por una y todas juntas-
como un ultraje al principio cristiano, como una nega-
ción del mismo ... No pensáis realmente en unirnos en
Cristo, como miembros de su cuerpo; pensáis en unirnos
en el seno de determinadas nociones sobre Cristo» 53. «¡Sí!
La religión contra Dios. Ésta es la herejía de nuestro tiem-
po, ,. esto conduce a la última forma, la más terrible:
la infidelidad» 5'.
Pero lo que hizo de Maurice el más consistente de los
ca 'ersionistas, fue el hecho de que se aferrara al prin-
: 1. T e Lord's Prayer, pp. 63-64.
~ r: , pp. 144-45; cf. también The Cospel 01 John, pp. 91-92.
L=fe, \'01. 1, p . 259.
_.. r' , _' - 18.
cipio de que Cristo era rey, y que, por lo tanto, los hom-
bres sólo debían tenerle en cuenta a él y no al pecado de
cada uno, ya que concentrarse en el pecado como si fuera
realmente el principio rector de la existencia era zambu-
llirse en otra autocontradicción. De ahí que contendiera
con los evangélicos en Alemania e Inglaterra, pues «pare-
cen hacer del pecado el fundamento de toda la teología,
mientras que a mí me parece que el Dios vivo y santo es
su único fundamento, y el pecado no es más que un apar-
tarse del estado de unión con él, estado en el que él nos
ha establecido. No puedo creer que el diablo sea en nin-
gún sentido el rey de este universo. Creo que Cristo es su
rey en todos los sentidos, y que el diablo nos tienta cada
día y cada hora a negarle, y a que le creamos rey. Es para
mí una cuestión de vida o muerte el saber cuál de estas
doctrinas es verdadera; ojalá viviera y muriera para man-
tener eso que me ha sido revelado» 55 . Por esta razón, Mau-
rice rechazó toda tendencia dualista a volverse de la ac-
ción positiva a la negativa, de la cooperación al ataque
de la no cooperación, de la práctica de la unidad en Cristo
al conflicto con las divisiones en la Iglesia, del perdón de
los pecadores a su exclusión de la Iglesia. Todo esfuerzo
de esta índole, a saber, de tendencia dualista, supone un
reconocimiento del poder del mal pero como si tuviera la
existencia de un espíritu de egocentrismo, de voluntad
propia y de autoglorificación, como si pudiera ser ubica-
do en algún lugar fuera de nosotros mismos. De ahí que
invoque a Satán para arrojar a Satán, como cuando el so-
cialismo, al intentar destruir la opresión de la clase por
la clase, apela a la solidaridad de la clase y al interés
de la clase, o cuando los movimientos católicos en la Igle-
sia se presentan a sí mismos y a sus principios como la
base de la concordia cristiana. Cristo es así substituido
por el cristianismo, y la defensa de la cultura cristiana
asume el lugar de la obediencia a su Señor. Esto no es
ya contemporizar con el mal, sino aceptar el mal como
nuestro bien, pues entre el bien y el mal no puede haber

55. ¡bid., p. 450.

231
contemporización alguna, por mucho bien y mal que esté
mezclado en las personas y en las acciones. Maurice se per-
cataba perfectamente de que él mismo caía a veces en una
negación y separación de sus hermanos en la Iglesia y el
mundo, pero no juzgó excusable esta caída. Sabía que su
propio pensamiento sería tomado como doctrina avalado-
ra de algún nuevo partido. Pero, para toda la tendencia
inveterada de los hombres de tornar sus verdaderas pe-
netraciones en autoafirmaciones y negar así lo que esta-
ban afirmando, no podía haber otra respuesta que un
renovado testimonio de Cristo, el único centro de la vida,
el único poder capaz de vencer la voluntad propia 56.
La conversión del género humano del egocentrismo al
cristocentrismo era para Maurice la posibilidad divina
universal y presente. Era universal en el sentido de que
incluía a todos los hombres, puesto que todos eran miem-
bros del reino de Cristo por su creación en el Verbo y por
la actual constitución espiritual bajo la cual vivían. Era
universal también en el sentido de que la Iglesia necesi-
taba concentrar todo su interés en la realización de la
posibilidad divina de aceptación universal, gustosa, del
dominio actual. La inclusión en el testimonio cristiano de
las doctrinas de la doble predestinación -la elección de
los hombres no sólo para vivir con Dios sino también para
estar separado de él- y del castigo eterno eran para Mau-
rice una aberración del género de las que brotan en el
cristianismo negativo. «No pido a nadie que diga -escri-
bía-, pues yo mismo no me atrevo a decir cuáles son las
posibilidades de resistencia de una voluntad humana a la
amorosa voluntad de Dios. A veces me parecen -pensan-
do en mí mismo más que en los demás- casi infinitas.
Pero sé que existe algo que debe ser infinito. Estoy obli-
gado a creer en un abismo de amor más hondo que el
;bismo de la muerte: no me atrevo a perder la fe en ese
amor. le hundiría en la muerte, en la muerte eterna, si así

- . Para las teorías de Maurice sobre el socialismo, véase Lile,


\"0 . n , cap . i-w; sobre el partido «alta iglesia», cf. ibid., vol. I,
• p. 1 5J _0- 206.
lo hiciera. Debo sentir que este amor está concibiendo el
universo. No puedo saber más sobre él» 57. «No puedo
creer que ese algo tan profundo le falte a alguien en el
último momento; si la obra estuviera en otras manos po-
dría malogr arse; pero la voluntad de Dios debe cumplirse
con toda seguridad, por mucho que se la resista» 58.
La salvación universal era algo más que la conversión
de yos individuales a su verdadero centro. Por la creación
por medio del Verbo, todos los hombres son sociales; son
padres y hermanos y esposas y maridos, miembros de na-
ciones, participantes voluntarios y espirituales en socieda-
des políticas, r eligiosas y económicas. La plena realiza-
ción ~·del reino de Cristo no consistía pues en la sustitu-
ción de todas las organizaciones separadas de los hom-
bres por una sociedad universal, sino más bien en la par-
ticipación de todas éstas en el único reino universal del
que Cristo es la cabeza. Consistía también en una trans-
formación p or humillación y exaltación: por la humilla-
ción que se produce cuando los miembros de un cuerpo
aceptan voluntariamente el hecho de que no son la cabe-
za, y por la exaltación que resulta del conocimiento que
se les ha dado de su propia función particular, necesaria,
al servicio de la cabeza del cuerpo y a todos los demás
miembros. Maurice descubría perfectamente los valores
contenidos en las variedades de las culturas nacionale
y no estaba más interesado en el desarraigo de la nacio-
nalidad que del yo. Tocante a las escuelas de filo afia,
como a los diversos grupos y movimientos en la \ ida e:-
giosa, cada cual tiene su valor particular. La variedad a
desorden en todos estos casos sólo porque los han:.
tomaron sus contribuciones parciales a la verda
toda la verdad; la transformación ocurrió cuando ~2 ~:.:
mildad y el servicio suplantaron a la autoafir::n =-~=.
autoglorificación. En este sentido, Maurice a 0:-'
las fases de la cultura, las costumbres soci e: _ = _"-: -
mas políticos, las lenguas, las organizacione e

57. Theological Essays, 2.a ed., p . 360.


58. Lite, vol. n, p. 575.
En su concepto del reino de Cristo, que es al mismo tiem-
po actualidad y posibilidad, las doctrinas protestantes de
la vocación y la nacionalidad cristiana, la consideración
tomista ante la filosofía y la moral social, el interés cató-
lico por la unidad y la exageración sectaria de verdades
particulares, todas estas cosas eran combinadas en una
gran afirmación positiva de que no hay ninguna fase de
la cultura humana en la que Cristo no gobierne, ni nin-
guna obra humana que no esté sujeta a su poder transfor-
mador por encima de la voluntad propia, como tampoco
hay ninguna, por l11Uy santa que sea, que no esté sujeta a
la deformación 59.
A la universalidad unió Maurice la idea de la inminen-
cia escatológica. La eternidad significaba para él, como
para Juan, la dimensión de la operación divina, no la ne-
gación del tiempo. Así como la creación era la eterna, y
no la pretemporal, obra de Dios, así también la redención
significaba lo que hace Dios en Cristo en esa operación
eterna que está por encima de la acción temporal del hom-
bre. Lo eterno no cancela el pasado del hombre, ni su pre-
sente, ni su futuro; ni depende tampoco de una cualquie-
ra de estas temporales: Dios era y es y será; reina y rei-
nará. El orden mejor que esperan los hombres no depende
de las condiciones físicas que con1portará una nueva crea-
ción. «Nuestro Señor habla de su reino o del reino del
Padre, no como si tuviera que dejar de lado la constitu-
ción del universo, algunas de cuyas expresiones los hom-
bres habían visto en la familia y en las instituciones na-
cionales, que ellos habían soñado cuando pensaban en una
comunión más elevada y generaL .. Las altisonantes ex-
presiones de desprecio por la pequeñez de las transaccio-
nes meramente terrenales y las vicisitudes del gobierno
humano, que afectan a algunos teólogos, no han sido
aprendidas en esta escuela». Aunque acarició y confirmó
la e peranza humana en el futuro, no fomentó «anticipa-

: 9. Cf. e pecialmente The Kingdom 01 Christ, parte lI, capí-


os j , ':' , Y, y IDLER, op. cit., pp. 183 ss; y RAVEN C. E., Chris-
.-0.. o ~!l ' ; • 1 8-1854) pp. 13 ss.
J

_3-;
ciones incompatibles con una afirmación total del carác-
ter sagrado de nuestra vida aquÍ», o «nociones maniqueas
de que la tierra o la carne son creación y propiedad del
diablo» 60. Y no obstante, el reino de Cristo no es de este
mundo, no es un gobierno sobre las condiciones externas
sino sobre los espíritus de los hombres. «Cuando arrojó
espíritus malos, dio testimonio de que estaba familiariza-
do con el espíritu del hombre; de que estaba librando su
gran combate contra el orgullo, la luj uria, el odio, los po-
deres de la iniquidad espiritual en los lugares altos que
nos han esclavizado ... Aquí, en esta región interior, en
esta raíz del ser humano, todavía está subyugando a sus
enemigos, está llevando a cabo su misteriosa educación» 61.
El tiempo del conflicto es ahora; el tiempo de la victoria
de Cristo es ahora. No estamos tratando del progreso hu-
mano en la cultura, sino de la conversión divina del espí-
ritu del hombre del cual surge toda cultura. «El reino de
Dios empieza dentro, pero tan1bién tiene que manifestarse
hacia fuera ... Debe penetrar los sentimientos, los hábitos,
los pensamientos, las palabras y los actos de aquel que
es vasallo del reino. Finalmente, debe impregnar toda
nuestra existencia social» 62. El reino de Dios es cultura
transformada, porque es en primer lugar la conversión
del espíritu humano, de la infidelidad y el servicio a sí
mismo, al conocimiento y servicio de Dios. Este reino es
real, pues si Dios no gobernara nada existiría, y si él no
hubiera escuchado la oración por la venida del Reino, el
mundo de los hombres se habría convertido tiempo atrás
en una cueva de ladrones. Cada momento y cada época es
un presente escatológico, pues en cada mon1ento los hom-
bres están tratando con Dios.

En Maurice, la: idea conversionista se expresa con ma-


yor claridad que en ningún otro de los pensadores y d" :-
gentes cristianos modernos. Su actitud hacia la cul ura e-

60. The Lord's Prayer, pp. 41-42, 44.


61. ¡bid., pp. 48-49.
62. ¡bid., p. 49.
afirmativa a lo largo de toda su obra, porque toma con
suma seriedad la convicción de que nada existe sin el
Verbo. Es absolutamente conversionista y nunca acomo-
dante, porque es sumamente sensible a la perversión de
la cultura humana, tanto en su aspecto religioso como en
sus aspectos económico y político. Nunca es dualista, por-
que ha desechado todas las ideas sobre la c.orrupción del
espíritu por medio del cuerpo, y sobre la división del gé-
nero humano en redimidos y condenados. Además, recha-
za consistentemente la acción negativa contra el pecado,
e invoca siempre una práctica positiva, confesional, .orien-
tada hacia Dios, en la Iglesia y en la comunidad. Queda
en pie el interrogante, claro está, de saber si, aunque su
obra no hubiera sido eficaz, no se habría asociado en el
movimiento cristiano socialista, en la educación y en el
trabajo religioso, con los sintetistas, los dualistas y los
cristianos radicales. Sin duda alguna, habría respondido
a este interrogante con la reflexión de que ningún pensa-
miento cristiano puede abarcar el pensamiento del Maes-
tro, y que así como el cuerpo es uno y tiene muchos miem-
bros, lo mismo ocurre en la Iglesia.

236
VII. «Post scri ptum final no científico)

1. Conclusión en la decisión

Nuestro examen de las respuestas típicas que los cris-


tianos han dado,! su eterno problema queda inconcluso
e inconclusivo. Podría prolongarse indefinidamente. Nues-
tro estudio podría haber reincorporado los últimos datos,
atendiendo a los múltiples ensayos sobre el tema que teó-
logos, historiadores, poetas y filósofos han publicado en
años recientes para el esclarecimiento y a veces para la
confusión de sus conciudadanos y compañeros cristia-
nos l. Un estudio más amplio y profundo del pasado po-
dría sacar a la luz una hueste de dirigentes cristianos, tan
significativos como los que hemos mencionado, que se de-
batieron también con el problema y dieron sus respuestas
tanto de palabra como de obra. Podríamos tender una red

1. Entre tales ensayos recientes podemos mencionar los si-


guientes como ilustrativos del interés por el problema y el alcance
de la discusión: BAILLIE J ohn, What is Christian Civilizatíon?;
BARTH Karl, Christengemeinde und Buergergemeinde; Kirche und
StaJat; BERDIAEV Nikolai, La Destinación del HO'mbre; BRUNNER
Emil, La Justicia y el Orden SO'cial; El Cristianismo y la Civili-
zación; COCHRANE Charles Norris, Christianity and Classical Cul-
ture; DAWSON Christopher, ReligiO'n and Culture; Religion and the
Rise O'f Western Culture; ELIOT T. S., The Idea 01 a Christian So-
ciety; Notes towards a Definition af Cu<lture; MARITAIN Jacques, El
Humanismo integral; NIEBUHR Reinhold, The Nature and Destiny
of Man; Faith and HistO'ry; RECKITT (director), Prospect fo r Chris-
tendom; TILLICH Paul, The PrO'testant Era; TOYNBEE Arnold, CÚ-:-
lization on Trial; A Study of History. Las encíclicas pontificia ' .
timas y las conferencias ecuménicas se han ocupado hondame ~e
del problema; cf. HUGHES Philip, The Pape's New Order; Hc~_ ~
Joseph, Social Wellsprings; The Churches Survey Their Tas::, :-':_
Report of the Conference at Oxford, July 1937, On Ch:u ': e .-
munity and State; Primera Asamblea del Consejo E '~é- : : -=
las Iglesias, HallazgO's y Decisiones; también lo e:"::-":":': : :-
Oxford Series; Man' s Disorder and Cad' s Design.
más amplia y extraer del mar de la historia no sólo ejem-
plos teológicos, sino también políticos, científicos, litera-
rios y militares, de lealtad a Cristo en conflicto y ajuste
con los deberes culturales. Constantino, Carlomagno, To-
más Moro, Oliver Cromwell y Gladstone, Pascal, Kepler
y Newton, Dante, Milton, Blake y Dostoyevski, Gustavo
Adolfo, Robert E. Lee y Gordon el «Chino»: éstos y otros
muchos en todos los campos de la actividad cultural ofre-
cen fascinantes perspectivas de estudio para aquellos que
se maravillan de las entremezcladas corrientes de fe en
Cristo y del cumplimiento razonado del deber en la so-
ciedad, o se asombran ante el tenaz dominio que Cristo
ejerce sobre los hombres en medio de sus trabajos tempo-
rales. El estudio podría prolongarse interminable y fruc-
tíferamente distinguiendo entre tipos y subtipos, tenden-
cias y contratendencias, con el objeto de establecer pará-
metros conceptuales y realidades históricas en relaciones
más íntimas, o de disipar la bruma de incertidumbre que
envuelve todo esfuerzo por analizar la forma en la múlti-
ple riqueza de la vida histórica, o de establecer linderos
más precisos entre los pensamientos y los hechos simbió-
ticos de los hombres separados.
Pero es evidente que ni la extensión ni la sutilidad de
un estudio semejante puede llevarnos al resultado conclu-
sivo que nos capacite para decir: «Ésta es la respuesta
cristiana». El lector, como el escritor, experimenta sin
duda la tentación de afirmar una conclusión de ~sta ín-
dole, porque es evidente para el uno como para el
otro que de ningún modo se excluyen totalmente entre
sí estas diversas tendencias, y que hay posibilidades de
reconciliación en muchos puntos entre las diferentes po-
siciones. Quizá se advierta también que en la teología,
como en toda otra ciencia, la búsqueda como tal de una
teoría conclusiva es de suma importancia práctica, y que
una gran obra de construcción en esta esfera podría ca-
acitarnos para descubrir una mayor unidad en lo que
a ora está di\ idido, y para descubrir una mayor concor-
dan . a entre movimientos que ahora parecen estar cru-
zan o e padas . Pero, en un punto u otro, nos vemos obli-
gados a detenernos en el intento de dar con a re
ta definitiva, no sólo por la evidente parquedad de
pio conocimiento histórico, comparado con el de o
historiadores, y por la evidente debilidad de la propia
pacidad en construcción conceptual, comparada la apa-
cidad de otros pensadores, sino también por la con\i c ión
y la seguridad de que tal respuesta dada por una men e
finita, a la que se ha concedido una medida de fe limitada
y pequeña, sería un acto de usurpación de la soberanía
de Cristo que supondría al mismo tiempo una violencia a
la libertad de los cristianos y a la historia inconclusa
de la Iglesia en la cultura. Si alguien sucumbiera a la
tentación de realizar una tentativa semejante, que tenga
en cuenta que nuestro lugar particular en la Iglesia y en
la historia debería ser tal, en este caso, que pudiéramos
oír no sólo la palabra de Dios dirigida a nosotros, sino la
totalidad de su palabra. Este cristiano debería tener en
cuenta que, al ejercer nuestra libertad en la interpreta-
ción razonada de dicha palabra y en obediencia a ella, no
estaríamos ejerciendo la libertad de una razón y voluntad
finitas, sino que obraríamos como si nuestra razón y \ o-
luntad fueran universales. También debería tener en cuen-
ta, si pretendiera dar la respuesta cristiana, que, en este
caso, los cristianos nos constituiríamos en representante
de la cabeza de la Iglesia, y no en mielnbros de su cuer-
po; que seríamos su razón y su cabeza y no unos seres so-
metidos a la misma cumpliendo nuestra función de ma-
nos y pies, oídos u ojos, dedos artríticos o juntura en-
varadas. Nuestra capacidad para dar la respuesta cristia-
na es no sólo relativa; de hecho, podríamos ser realmen e
más capaces que otros de exponer la respuesta de
mayoría de nuestros hermanos cristianos, o de dirigirno-
hacia una respuesta más iluminada y fiel. Pero sean -
les fueren nuestras capacidades para exponer r e p e=~
relativamente completas e inteligibles al problema e C:-::
to y la cultura, todas encuentran su límite en un i.=_ e~
tivo moral: «Hasta aquí llegarás, y no irá más a1.:::: •.
En cierto sentido podemos sin embargo ir - - Li. _
llegar a una conclusión. Este paso u lterior o ':-::;:.~ - ---
se al ni el del entendimiento, ni esta conclusión puede
ser alcanzada en la esfera de la penetración o deducción
teórica . Se da dicho paso y se alcanza esa conclusión en
el movimiento de la consideración a la acción, de la pe-
netración intelectual a la decisión. Cada creyente llega a
su propia conclusión «fina!», en resoluciones que supo-
nen un salto de la silla, en que ha leído la historia de an-
tiguas batallas, a un conflicto presente. Ningún acervo
de penetración especulativa lograda por el razonamiento
y la fe de otros hombres, ni ninguna prolongación de la
consideración de los imperativos y valores que brotan de
Cristo y la cultura, pueden eximir al individuo cristiano o
a la comunidad cristiana responsable, de la carga, de la
necesidad, de la culpa y de la gloria de llegar a tales con-
clusiones mediante decisiones y obediencia actuales . El
estudio de tipos de reflexión y acción representados por
otros hombres en otros tiempos no ofrece ninguna esca-
patoria de esta carga de la libertad, y en nuestro terreno
mucho menos que en cualquier otro. Tras haber afirma-
do, en una situación dada, que somos tomistas o luteranos,
tolstoianos o agustinianos, queda aún por resolver una
cuestión actual en términos específicos; y, pasando a la
acción, determinaremos por el camino si nuestras reflexio-
nes sobre nosotros mismos son o no son lo suficientemen-
te correctas. Sin duda alguna, según la naturaleza del caso,
nuestras decisiones mostrarán que somos, siempre y al
mismo tiempo, algo más y algo menos que elementos per-
fectamente encajados en un grupo.
Que ésta sea la conclusión de nuestro estudio -a sa-
ber, que el problema de Cristo y la cultura puede y debe
llegar a un final, pero únicamente a un nivel que trascien-
de todo estudio, o sea, el nivel de las decisiones libres de
creyentes individuales y comunidades responsables-, no
significa que debamos omitir el deber de atender a las
formas en que otros hombres han respondido y respon-
den a este problema, ni que no debamos preguntarnos qué
razonamiento determinó sus elecciones libres, relativas e
individuales. Pues creer es estar unido tanto con aquel en
quien hemos creído como con todos aquellos que creen en

240
él. En la fe, porque creemos, nos hacemos conscientes de
nuestra relatividad y de nuestra relación; en la fe, nues-
tra libertad existencial se ejerce manifiesta y existencial-
mente en el contexto de nuestra dependencia. Decidir en
la fe es decidir en la consciencia de este contexto. Com-
prender ese contexto en la medida de lo posible es un de-
ber tan importante para el creyente como el de cumplir
su deber en dicho contexto.
Lo que aquí queremos decir puede aclararse por me-
dio de un examen del carácter de las decisiones que to-
mamos en la libertad de la fe. Se toman, evidentemente,
sobre la base de la penetración y de la fe relativas, pero
no son en n10do alguno relativistas. Son decisiones indi-
viduales, pero no individualistas. Se toman con libertad,
pero no con independencia; en el momento actual, pero
no ahistóricamente.

2. El relativismo de la fe

Las conclusiones a que llegamos individualmente al


procurar ser cristianos en nuestra cultura, son relativas
al menos en cuatro respectos. Dependen de nuestro par-
cial, incompleto y fragmentario conocimiento del indivi-
duo; son relativas tocante a la medida de su fe y su incre-
dulidad; están relacionadas con la posición histórica que
el individuo ocupa y con los deberes del lugar que le co-
rresponde en la sociedad; y se refieren a los valores rela-
tivos de las cosas. Casi no es necesario desarrollar el pri-
mer punto. El mal que cometen algunos buenos hombres
ignorantes es alegremente interpretado en nuestros tiem-
pos por los que creen que la ciencia reemplaza a la moral,
pero también debe ser interpretado por quienes saben
que la moral no es ningún substituto de la ciencia. E
Cristo que ensalzó a un buen samaritano por derrarn ""
aceite y vino en unas heridas, difícilmente habría po .
honrar así a un hombre que, formado en los métodos ~ ::::-
temporáneos de los primeros auxilios sanitarios, o~::~;: ­
rara el ejemplo bíblico como su guía absoluta. E::: 2. ~--

ce 21 . 16
lítica, la economía y en todas las demás esferas de la
cultura no menos que en la medicina, hacemos cuanto
podemos sobre la base de nuestro conocimiento de la na-
turaleza de las cosas y de los procesos de la naturaleza,
pero esto siempre es relativo al fragmentario conocimien-
to social y al aún más fragmentario conocimiento perso-
nal. No sólo nuestro conocimiento técnico sino también
nuestra comprensión filosófica -las normas superiores
por cuyo medio obtenen10s una orientación en nuestro
complejo mundo- prestan a nuestras decisiones un ca-
rácter relativo. Todos los hombres tienen su filosofía, una
cierta concepción del mundo, que a los hombres de otras
concepciones parecerán mitológicas. Esa filosofía o mito-
logía afecta a nuestras acciones y las hace relativas. y no
son n1enos relativas cuando vienen afectadas por la mito-
logía del siglo xx que cuando resultan influidas por la
mitología del siglo I. No nos atrevemos a actuar sobre la
base de esta última, ni tratamos a pacientes mentales exor-
cizando demonios; nos esforzaremos, en cambio, por em-
plear nuestra mejor comprensión de la naturaleza y de
las relaciones entre el espíritu y el cuerpo, pero sabemos
que lo que es relativamente verdadero para nosotros con-
tiene también elementos mitológicos.
Nuestras soluciones y decisiones son relativas porque
se relacionan con la medida fragmentaria y frágil de nues-
tra fe. No hemos encontrado ni encontraremos -hasta
que Cristo vuelva- un solo cristiano en la historia cuya
fe gobernara de tal forma su vida que todo pensamiento
estuviera sometido a ella y todo momento y lugar de ese
cristiano estuviera en el reino de Dios. Cada cristiano ha
encontrado en su camino una montaña que no pudo sal-
yar y un demonio que no pudo exorcizar. Tal es evidente-
mente nuestro caso. A veces es la recalcitrancia de la cul-
tura pagana en su conjunto lo que nos lleva a decir: «La
mi ericordia y el poder de Dios no pueden mover esto».
A ye es es el mal en la carne el que nos induce a creer
que no es posible para Dios redimir al hombre en el cuer-
po . en la his toria que comenzó con su creación. A veces
la fe en su bondad y poder se detiene ante el espectácu-

2-L
10 de las causas de mal entre los hombres, los animales, u
otras fuerzas de la naturaleza. Y allí donde se detiene la fe,
se detiene la decisión en la fe, 10 mismo que el razonamien-
to en la fe; y allí surge la decisión y el razonamiento en la
incredulidad. Si creo que el poder, que preside suprema-
mente las sociedades humanas, no es misericordioso para
con ellas sino sólo para con los individuos, entonces no
sólo me inclinaré a servir a los individuos sino que orien-
taré mis acciones sociales de acuerdo con mi subyacente
incredulidad en la no redención de la sociedad. Si no
tengo confianza alguna en que el poder que se manifiesta
en la naturaleza es Dios, aceptaré las prodigalidades de
la naturaleza sin gratitud y sus golpes sin arrepentimien-
to, aunque siempre sea muy consciente de Dios cuando
me encuentro con espíritus bondadosos y críticos en nues-
tra Iglesia o sociedad. Toda nuestra fe es fragmentaria,
aunque no todos poseemos los mismos aspectos de la fe.
La pequeñez de la fe del siglo II se puso de manifiesto en
su actitud hacia «el mundo»; la pequeñez de la fe medie-
val se vio clara por el modo de tratar a los herejes; la
pequeñez de la fe moderna aflora en nuestra actitud hacia
la muerte. Pero la fe es mucho más pequeña y fragmenta-
ria de lo que indican sus más evidentes fallos. Cuando
razonamos y obramos en la fe y damos así nuestra res-
puesta cristiana, actuamos sobre la base de una fe tan par-
cial y fragmentaria, que apenas hay un poco de cristia-
nismo en nuestra respuesta.
La relatividad cultural e histórica de nuestro razona-
miento y de nuestras decisiones es evidente, no sólo cuan-
do reflexionamos sobre la incidencia de los cambios his-
tóricos en nuestro conocimiento, sino también cuando
pensamos en nuestros deberes respecto del proceso histó-
rico o de la estructura social. Una Iglesia grande y pode-
rosa no puede llevar a cabo responsablemente lo que un
grupo reducido y perseguido sintió como exigencia pro-
pia. Los cristianos en una cultura industrial no pueden
pensar y obrar como si vivieran en una sociedad feudaL
Es verdad que no estamos más lejos de Cristo porque \i-
vamos 1968 años después de su nacimiento que los dL í-
·p ulos que vivieron hace quinientos o mil años; sin duda
alguna, estamos mucho más lejos de algunos de nuestros
pretendidos contemporáneos a quienes nunca hemos vis-
to ni veremos con nuestros ojos. Pero, desde nuestro pun-
to particular en la historia social, vemos necesariamente
a Cristo sobre un fondo determinado y oímos sus pala-
bras en un contexto un tanto diferente del fondo y el con-
texto de la experiencia de nuestros predecesores. Nuestra
situación histórica con sus conceptos y deberes se com-
plica más aún por la relatividad de nuestra situación en
la sociedad como hombres y mujeres, padres e hijos, go-
bernantes y gobernados, maestros y discípulos, trabaja-
dores manuales e intelectuales, etcétera. Debemos tomar
nuestras decisiones, llevar a cabo nuestro razonamiento,
y obtener nuestra experiencia como hombres concretos
en tiempos concretos y con deberes concretos.
Existe, finalmente, una relatividad de valores que de-
bemos tener en cuenta en todas nuestras elecciones. Todo
aquello con que tratamos tiene muchos valores que se re-
lacionan con algo; valores para nosotros miSlTIOS, para
otros hombres, para la vida, para la razón, para el Esta-
do, y así sucesivamente. Aunque partimos de la audaz
afirmación de la fe según la cual todos los hombres po-
seen un valor sagrado, porque todos están relacionados
con Dios, y que por lo tanto son iguales en valor, no obs-
tante debemos también tener en cuenta que todos los
hOlTIbres se relacionan con otros seres finitos, y que en
estas relaciones no poseen igual valor. El que ofende a
«uno de estos pequeñuelos» no es igual en valor para con
el «pequeñuelo» que el que es su bienhechor. El sacerdote,
el levita y el samaritano deben ser considerados iguales
en valor desde el punto de vista de la valoración divina,
pero no lo son en su relación con la víctima de los ladro-
nes, prescindiendo de todo cuanto piense sobre ellos. En
Cristo no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni
hombre ni mujer; pero, en relación con otros hombres,
surgen muchas consideraciones sobre valores relativos.
Nada, ni siquiera la verdad, tiene valor en una relación
única, por no hablar de la noción de valor intrínseco. Aun-

244
que la verdad posea un valor eterno, el valor para con
Dios, tan1bién está en relaciones de valores con la razón
humana, con la vida, con la sociedad en su orden, con el
yo. Nuestra labor en la cultura se ocupa de todos estos
valores relativos de los hombres, las ideas, los objetos y
procesos naturales. En la justicia, tratamos de los valo-
res relativos de los criminales y hombres honrados p ar a
con sus conciudadanos; en la economía, tratamos de los
valores relativos de las cosas y de las acciones que están
relacionadas con millones de seres en múltiples relaciones
recíprocas. En toda obra de la cultura, nosotros, los h on1-
bres relativos, con nuestros puntos de vista relativos y
nuestras relativas valoraciones, tratamos con valores rela-
tivos, y así tomamos nuestras decisiones.
La aceptación de nuestra relatividad, sin embargo, no
significa que estemos sin un absoluto. Ante sus per sonales
relatividades, los hombres parecen tener tres p osibilida-
des: pueden convertirse en nihilistas y escépticos, afir-
mando que no es posible confiar en nada; o pueden refu-
giarse en la autoridad de alguna posición relativa, afir-
mando que una Iglesia, una filosofía o un valor, como el
de la vida para el ego, es absoluto; o bien pueden aceptar
sus relatividades con fe en el Absoluto infinito a quien
están sometidos todos sus conceptos, sus valores y de-
beres relativos. En el último caso, pueden hacer sus con-
fesiones y tomar sus decisiones con una confianza y una
humildad que aceptan la consumación, la corrección e in-
cluso el conflicto de y con otros que están en la misma
relación con el Absoluto. Entonces podrán, en su conoci-
miento fragmentario, exponer con convicción lo que han
visto y oído, la verdad para ellos; pero no pretenderán
que la suya sea toda la verdad y nada más que la verdad,
y no se convertirán en dogmatistas a quienes importe
poco lo que otros hombres hayan visto y oído sobre el
mismo tema que ellos han conocido fragmentariamen te.
Cada hombre que contemple al único Jesucristo con los
ojos de la fe hará su afirmación de lo que Cristo es para
él, pero no confundirá su afirmación relativa con el Cristo
absoluto. Maurice se sirvió de un principio, heredado de

245
John Stuart Mill, que es válido para nosotros. Afirmó que
los hombres, generalmente, estaban en lo cierto en lo que
afirmaban y equivocados en lo que negaban. Lo que nega-
mos, generalmente, es algo que cae fuera de nuestra expe-
riencia, y sobre lo cual, por lo tanto, no podemos decir
nada. El materialista es digno de atención cuando afirma
la importancia de la materia, pero ¿ qué es lo que hace
cuando niega la importancia del espíritu diciendo que
nada se sabe sobre él? Es verdad que la cultura es inicua,
pero cuando Tolstoi afirma que nada bueno hay en ella
pretende haber trascendido su personal punto de vista re-
lativo y presume de poder juzgar con el juicio de Dios.
y porque la fe sabe de un punto de vista absoluto, no pue-
de aceptar la situación y el conocimiento del creyente.
Si no tenemos fe alguna en la fidelidad absoluta de
Dios en Cristo, no cabe duda de que nos será difícil discer-
nir la relatividad de nuestra fe. Precisamente porque esa
fe es débil, siempre nos esforzaremos por convertir nues-
tra fe personal o nuestra fe social en un absoluto. Pero,
con la poca fe que tenemos en la fidelidad de Dios, pode-
mos tomar las decisiones de la poca fe con cierta confian-
za en el perdón del pecado que entraña nuestra acción.
E igualmente el cumplimiento de nuestros deberes relati-
vos, en nuestros tiempos, lugares y vocaciones particula-
res, dista mucho de ser relativista y autoasertivo cuando
se realiza en obediencia al mandato del Absoluto. Pero
resulta relativista y falsamente absoluto cuando preten-
do que lo que es verdadero para mí es toda la verdad
y nada más que la verdad; cuando yo, en mi relatividad,
pretendo que lo que hago en obediencia es digno de ser
considerado por mí mismo, por otros hombres y por Dios,
como algo recto aparte de todas las acciones complemen-
tarias, las precedentes y consecuentes en mi propia acti-
vidad, la actividad de mis hermanos, y, sobre todo, la ac-
tividad de Cristo. Pues la fe en el Absoluto, tal como es
conocida en sí y por Cristo, pone en evidencia que nada
de lo que hago o puedo hacer, en mi relativa ignorancia
y conocimiento, en mi fe relativa y relativa infidelidad, en
mi tiempo, en mi espacio y vocación relativos, pone en

246
evidencia, digo, que nada de lo que hago es recto con la
rectitud de una acción completa, como carezca del com-
plemento, la corrección y el perdón de una actividad de la
gracia que opera en toda la creación y en la redención.
Tratar como debemos con los valores relativos de las
personas, cosas y movimientos no es pecar de relativismo,
si tenemos en cuenta que todas estas realidades que po-
seen muchos valores en su relación recíproca tienen tam-
bién una relación con Dios que nunca debe olvidarse. Es
verdad que, si sólo consideramos el valor que n1i prójimo
tiene para Dios e ignoramos su valor ante los otros hom-
bres, no habrá lugar para una justicia relativa ni para
ningún género de justicia. Pero, en tal caso, no obro ya
con .piedad sino con impiedad, pues me aparto de la fe
en el Dios real que no nos ha creado ni a mí ni a mi próji-
mo como hijos unigénitos sino como hermanos. Si consi-
dero a mi prójimo sólo en las relaciones de valores que
tiene ante mí, tampoco me comporto con justicia, sino
según la burda ley de reciprocidad del ojo por ojo y mano
tendida por mano tendida. Pero, si lo considero en sus
relaciones de valores con todos sus prójimos y también
en su relación de valores con Dios, entonces hay sitio no
sólo para la justicia relativa sino también para la forma-
ción y reforma de los juicios relativos por referencia a la
relación absoluta. La relación con el Absoluto no entrará
en consideración como un segundo pensamiento -como
cuando un sacerdote es enviado para acompañar a un cri-
minal a la horca-, sino como un pre-pensamiento y un
ca-pensamiento que determina cómo se hace todo lo que
se hace a él y para él. Disposiciones para un juicio justo,
para el control y equilibrio de juicios parciales y relati-
vos, para la prohibición de ciertas clases de castigo, para
el cuidado físico y espiritual del delincuente: todas estas
cosas pueden reflejar el reconocimiento a su valor más
allá de todos los valores relativos. La justicia relativa se
vuelve relativista cuando algún valor relativo es sustitui-
do por el verdadero valor absoluto, como cuando el valor
del hombre por su estado o su clase o su raza biológica es
considerado como su máximo valor. Existe una diferencia

247
incluso en el modo de tratar las bestias entre el comporta-
miento de hombres relativistas y el de aquellos que ad-
miten la relación de la más humilde criatura con el Señor
y Dador de la vida. En la economía y en la ciencia, en el
arte y en la técnica, las decisiones de la fe en Dios difie-
ren de las decisiones de la fe en absolutos falsos, no por-
que estos últimos ignoren los valores relativos de las co-
sas, sino porque son tomados como poseyendo relaciones
absolutas de valores.
La vinculación de los valores relativos con la fe en
Dios no supone contemporización, pues no se puede con-
temporizar entre intereses y valores que no se miden por
el mismo parámetro, y no se puede contemporizar con
una norma absoluta: sólo podemos romperla. Que olvi-
demos continuamente el valor que tienen nuestros próji-
mos y todas las criaturas ante Dios; que decidamos nues-
tras elecciones de valores relativos sin referencia a la ab-
soluta relación de valores, y que las elecciones que llama-
mos cristianas se hagan en incredulidad, son hechos a
todas luces evidentes. y no podemos excusarnos diciendo
que hemos hecho posible el mejor de los compromisos.
Debemos admitir nuestra poca fe, y en la fe confiar en la
gracia que cambiará nuestras mentes mientras, a costa del
sufrimiento inocente, cura las heridas que nosotros he-
mos infligido y no podemos curar.

3. El existencialismo social

Examinemos otra de las características de las decisio-


nes que tomamos como cristianos en el seno de la historia
cultural. Son decisiones existenciales al igual que relati-
vas, es decir, son decisiones que no pueden tomarse por
un estudio especulativo, sino que deben ser adoptadas en
libertad por un sujeto responsable que obra en el mo-
mento actual sobre la base de lo que es verdad para él.
Kierkegaard, a quien pertenece el honor de haber subra-
yado y expuesto la naturaleza existencial del yo irreducti-
ble más que ningún otro pensador moderno, puede ser-

248
virnos de guía en el esfuerzo por com prender cómo, al
afrontar nuestro eterno problema, debem os y podemo
llegar a nuestra respuesta más que a la respuesta cristia-
na. Pero lo convertiríamos en un guía falaz si aceptára-
mos sus negaciones junto con sus afirmaciones.
En el Post scriptum final nO' científico Kier kegaard pre-
senta su alter ego, Juan Clímaco, que plantea el problema
del cristianismo de esta forma: «Sin haber comprendido
el cristianismo ... he entendido lo suficiente para advertir
que se propone derramar una felicidad eterna sobre el
hombre individual, hecho éste que supone un interés in-
finito por su felicidad eterna como conditiO' sine qua non,
un interés en cuya virtud un individuo odia al padre y a
la madre y de esta forma chasca, sin duda alguna, los
dedos ante los sistemas y bosquejos especulativos de la
historia universal» 2. Se arguye luego que, haya lo que hu-
biere de cierto o falso sobre las Escritur as o sobre diecio-
cho siglos de historia cristiana, o sea lo que fuere obj e-
tivamente cierto para el filósofo que resueltamente ha
dejado de lado el interés propio por amor a la ob jetividad,
todo esto no tiene validez alguna para el individuo que
está apasionadamente preocupado por lo que es verdade-
ro para él. Semejante verdad subjetiva - ver dad para
mí- se encuentra sólo en la fe y en la decisión. «La deci-
sión radica en el sujeto ... El hecho de ser cristiano no está
determinado por el qué del cristianismo, sino por el cómo
del cristiano». Este cómO' es la fe. Un cristiano es cristia-
no por la fe; la fe es algo muy distinto de toda aceptación
de doctrina y de toda experiencia interior. «Creer es espe-
cíficamente diferente de toda otra apropiación e interio-
ridad. La fe es la incertidumbre objetiva deb ida al recha-
zo del absurdo, rechazo mantenido por la pasión de la
interioridad, que en este caso se intensifica enormemen-
te .. . La fe no debe contentarse con la ininteligibilidad,
porque precisamente la relación o la repulsión de lo inin-
teligible, el absurdo, es la expresión de la pasión de la fe » 3 .

2. Op. cit., p. 19.


g! lqid., p. 540,
249
Gran parte de todo esto parece cuadrar con nuestra
situación cuando confrontamos nuestras elecciones for-
zadas ante Cristo y ante nuestra cultura. Debemos decidir;
debemos proceder de la historia y la especulación a la ao-
ción; al decidir, debemos actuar sobre la base de lo que
es verdad para nosotros, con responsabilidad individual;
debemos captar lo que es verdad para nosotros con la pa-
sión de la fe; en nuestra decisión, necesitamos llegar más
allá de lo que es inteligible y aferrarnos a ello.
Pero también hay mucho, en esta doctrina de la deci-
sión y de la fe, que no es verdad para nosotros. Nuestras
decisiones son individuales, es cierto, pero no son indi-
vidualistas: como si las tomáran10s para nosotros mis-
mos, por nosotros mismos y en nosotros mismos. No son
individualistas en el sentido kierkegaardiano, porque lo
que está en juego no es simple o primariamente nuestra
propia felicidad eterna. No podemos borrarnos del cua-
dro, recordémoslo, pero el Juan Clímaco que habla para
muchos como un creyente apasionado -incluyendo, si no
al autor de este estudio, al menos a ese ego a quien yo
mismo me entrego- formula su caso de este modo: «Sin
haber comprendido a Cristo, he comprendido sin embar-
go lo suficiente para saber que él se propone otorgar una
felicidad infinita, una vida eterna, a los hombres y al gé-
nero humano, creando así en aquellos sobre los que viene
esta felicidad y vida un interés infinito por la felicidad
eterna de sus hermanas criaturas con10 conditio sine qua
non; un interés en cuya virtud aborrecerán todo cuanto
sea meramente privado, su padre y su madre y su pro-
pia vida, y aSÍ, sin duda, chascarán talnbién sus dedos
ante su dialéctica subjetiva y sus historias privadas».
El problema existencial, expuesto en desesperación o en
fe, no puede ser expresado simplemente en términos del
«Yo». Nosotros estamos involucrados, y todo «Yo» afron-
ta su destino en nuestra salvación o condenación. ¿ Qué
será de nosotros? ¿ Cuál es nuestro «de dónde venimos» y
nuestro «a dónde vamos»? ¿Qué significado hay -si lo
hay- en toda esta marcha del género humano en la que yo
estoy marchando? ¿ Por qué tenemos nosotros, esta raza

250
humana, esta realidad histórica única, arrojada a la exis-
tencia? ¿ Cuál es nuestra culpa, nuestra esperanza? ¿ Qué
es lo que nosotros debemos hacer para salvarnos de la
bajeza y la vanidad, de la vaciedad y futilidad? ¿ Cómo po-
demos nosotros tener un Dios amistoso? Planteamos nues-
tros problemas existenciales individualmente, sin duda, y
no olvidamos nuestros egos personales, individuales, pero
el problema existencialista no es individualista: brota en
su forma más apasionada no en nuestra solitariedad sino
en nuestra comunión. Se trata del problema existencial
de los hombres sociales que no tienen ninguna identidad
aparte de sus relaciones con otros egos humanos.
El existencialismo kierkegaardiano abandona el pro-
blema de la cultura como carente de importancia para la
fe, no porque sea existencialista y práctico, sino porque
es individualista y ~bstracto. Habiendo abstraído tan vio-
lentamente de la sociedad el yo como jamás lo hizo cual-
quier filósofo especulativo, abstrajo la vida de la razón
de su existencia como hombre. Abandona el problema so-
cial, no porque insista en la responsabilidad del indivi-
duo, sino porque ignora la responsabilidad del yo hacia y
para los otros yos. Sus Josués nunca pueden decir: «En
cuanto a mí y a mi casa, serviremos al Señor», porque
carecen de hogar. Sus «individuos existentes» ni siquiera
pueden conocer el significado del «Yo» con mayúscula en
la apasionada afirmación de Pablo: «Yo estoy diciendo
la verdad en Cristo, yo no estoy mintiendo; mi conciencia
da testimonio en el Espíritu Santo de que Yo tengo gran
tristeza y angustia en mi corazón; porque desearía ser
Yo mismo anatema de Cristo por mis hermanos, mis deu-
dos según la carne ... ». Estos hermanos y deudos no son
tampoco individuos solitarios, son seres en una cultura.
«Son israelitas, y a ellos pertenecen la adopción y la glo-
ria y las alianzas y la legislación y el culto y las prome-
sas; a ellos pertenecen los patriarcas; y de su raza, se-
gún la carne, procede Cristo» 4.
En segundo lugar, nuestras decisiones cristianas indi-

4. Rom. 9, 1-5.

251
viduales no son individualistas, porque no pueden ser to-
madas solitariamente sobre la base de una verdad que es
«verdad pa"r a mí». No estamos ante un Cristo aislado, que
nos es conocido independientemente de una compañía de
testigos que le rodean, le señalan, interpretan este y aquel
rasgo de su presencia, nos explican el significado de sus
palabras, dirigen nuestra atención a sus relaciones con el
Padre y con el Espíritu. Sin una confrontación directa
no hay, ciertamente, ninguna verdad para mí en todo
este testimonio; pero sin compañeros, colaboradores,
maestros, testigos, estoy a merced de mis imaginaciones.
Esto es cierto en los ejemplos más triviales del conoci-
miento. Sin compañeros y maestros ni siquiera conocería-
mos gatos y perros, sus nombres y caracteres distinti-
vos, aunque si no los encontráramos en la experiencia
tampoco los conoceríamos. Cuanto más importante es
nuestro conocimiento, tanto más lo es no sólo la experien-
cia personal del encuentro sino también la compañía de
nuestros hermanos conocedores. Aunque la voz de la con-
ciencia no sea la voz de la sociedad, no es sin embargo
inteligible sin la ayuda de otros que la han oído. No es en
el solitario debate interno sino en el diálogo vivo del ego
con otros egos cómo podemos tomar una decisión y de-
cir: «Sea cual fuere el deber de otros hombres, éste es
mi deber»; o bien: «Hagan lo que hagan otros hombres,
esto es lo que yo debo hacer». Si no fuera por la primera
cláusula -«Sea lo que fuere lo que otros piensan o ha-
gan»-, sería imposible la segunda. Tal es el caso de las
confrontaciones con Cristo. Si después del largo diálogo
con Marcos, Mateo, Juan y Pablo, y con Harnack, Schweit-
zer, Bultmann y Dodd, llego a la conclusión de que, sea
lo que fuere lo que Cristo significa para otros y requiere
de otros, esto es lo que significa para mí y requiere de
mí, me encuentro en una posición totalmente diferente de
aquella en que me encontraría -si eso fuera posible-
de ser confrontado con él solitariamente. El Cristo que
me habla sin autoridades ni testigos no es un Cristo real,
no es el Jesucristo de la historia. Acaso no sea más que
la proyección de mi deseo o de mi impulso. Otro tanto

252
cabe decir del Cristo de que me hablan unos testigos, pero
que en mi historia personal jamás es mi Cristo. Debemos
tOlnar nuestras decisiones individuales en nuestra situa-
ción existencial, porque no podemos tomarlas individua-
listamente, confrontados con un Cristo solitario, como si
fuéramos egos solitarios.
El existencialismo que ha subrayado la realidad de
nuestra decisión y su carácter libre e individual, también
nos ha enseñado el significado del tiempo presente. La
razón especulativa, contemplativa, puede vivir en el pasa-
do o en el futuro o en la intemporalidad. Escudriña se-
cuencias causales y conexiones lógicas. Como razón his-
tórica, viaja a los siglos I, o IV, o XIII, y contempla el mun-
do de Pedro, de Agustín, de Tomás. Es una razón imper-
sonal que intenta olvidar las acuciantes preocupaciones
individuales de quien razona. Pero el pensador debe vol-
ver de sus viajes, porque es un hombre. Como tal, debe
tomar decisiones; y el tiempo de la decisión no es ni el
pasado ni el futuro, sino el presente. La razón especulati-
va, que ha interrogado sobre lo que se ha hecho y por qué,
o qué sucederá y por qué, debe rendirse a la razón prác-
tica que pregunta: «¿Qué debo hacer ahora?» En el mo-
mento de la decisión presente, el yo se hace consciente de
sí mismo, y en consecuencia del yo somos conscientes del
presente. El momento presente es el tiempo de la deci-
sión, y el significado del presente estriba en el hecho de
que es la dimensión temporal de la libertad y de la de-
cisión.
Esta insistencia en el carácter decisivo del momento
presente, y la discontinuidad entre él y el pasado y el fu-
turo, o la intemporalidad de que nos ocupamos en esta
reflexión, es importante para nosotros cuando abordamos
el problema de Cristo y la cultura. Llegamos al punto en
que debemos dejar nuestros estudios sobre lo que pensa-
ron y decidieron Tomás y Lutero acerca de las exigencias
de la razón y la revelación, y adoptar nuestra propia po-
sición en el momento presente tocante a lo que creemos
deber admitir o no para nosotros de sus respectivas exi-
gencias sobre nosotros. Y esta decisión debe actualizarse

253
en cada momento presente. No podemos referirnos a una
decisión en nuestro pasado, cuando de decisión se trata,
en mayor medida que el pacifista y el belicista, puestos
ante una nueva guerra, pueden apoyarse en decisiones pa-
sadas sobre la obediencia que debe prestarse a los impe-
rativos «No n1atarás» y «Amarás a tu prójimo como a ti
mismo». Y tampoco podemos intentar vivir en el futuro,
aludiendo al tiempo en que el reino de Dios habrá venido
o en que habremos sido hechos perfectos, porque debemos
decidir ahora, en la actualidad del reino escondido y de
nuestra imperfección.
Sin embargo, aunque es verdad que el yo responsable
que obra en el momento presente debe dejar atrás el pa-
sado y el futuro, objetos de la especulación y la reflexión,
no lo es que debamos decidir en un presente ahistórico
sin conexión con el pasado y el futuro. Cada momento
presente en que decidimos está lleno de recuerdos y anti-
cipaciones; y en cada momento presente, tenemos en cuen-
ta alguna otra persona con quien nos hemos encontrado
antes y esperamos encontrar de nuevo. Lo que convierte
el momento actual en presente crítico, decisivo, tan pre-
ñado de significado, no es el hecho de que el yo esté aquí,
solo, éon la responsabilidad de la decisión, sino de que
hay alguien copresente en dicho momento. Y esta perso-
na no sería importante si no fuera recordada y esperada.
Un soldado en la hora cero del ataque es sin duda suma-
mente consciente del presente crítico y de la libertad de
la obediencia con que cumple la orden de avanzar. Pero
lo que es presente para él no es meramente su yo libre y
el momento presente, sino más bien ese yo con sus recuer-
dos de debilidad y fortaleza pasadas, y ese enemigo, re-
cordado y anticipado, yesos compañeros con quienes está
ligado con lealtad. Todo «ahora» es un «ahora» históri-
co, en el cual un yo histórico es ca-presente con un otro
histórico y con compañeros históricos: es decir, es un
presente lleno de recuerdo y anticipación, si bien éstos
están enfocados en la perspectiva de decisión presente.
Para el cristiano, la crítica decisión presente de leal-
tad o deslealtad a Cristo en medio de sus tareas cultura-

254
les es siempre una decisión histórica de este género. Se
encuentra ante un Cristo co-presente, contemporáneo,
pero este Cristo tiene una historia, es recordado y es es-
perado. y el cristiano tiene una historia de relaciones con
Cristo, recuerda sus negaciones e interpretaciones erró-
neas de las palabras de Cristo. El cristiano es un miembro
de una comunidad que tiene una historia de relaciones
con él y con Cristo. Ser contemporáneo con Cristo es ser
contelnporáneo con alguien que estaba presente lo mismo
para Agustín que para Pablo, y está presente en el más
pequeño de sus hermanos. El existencialismo abstracto e
individualista de Kier kegaard no sólo no corresponde al
carácter social del yo, sino tampoco a la naturaleza his-
tórica de su presente y al carácter histórico de Cristo.
Dice Kierkegaard: «Lo que realmente ocurrió (el pasado)
no es lo real (excepto en un sentido especial, es decir, en
o'ontraste C9n la poesía). Carece del determinante propio
de la verdad (como interioridad) y de toda religiosidad:
el para ti. El pasado no es realidad para mí; sólo lo con-
temporáneo es realidad para mí. Aquello con lo que vives
contemporáneamente es realidad: para ti. Y así el hom-
bre sólo puede ser contemporáneo con la edad en que
vive, y también con algo más: con la vida de Cristo sobre
la tierra; pues la vida de Cristo sobre la tierra, historia
sagrada, se yergue sola fuera de la historia ... En relación
con el absoluto sólo hay un tiempo verbal: el presente.
Para aquel que no es contemporáneo con el absoluto, no
hay existencia. Y como Cristo es el absoluto, es fácil ver
que con respecto a él sólo hay una situación: la de con-
temporaneidad. Los cinco, los siete, los quince, los dieci-
nueve siglos no están ni aquí ni allí; no cambian a Cristo,
ni en manera alguna revelan quién fue, pues quién fue
sólo es revelado a la fe» 5. Uno se siente tentado a protes-
tar contra esta mezcolanza de afirmaciones verdaderas y
de negaciones falsas, contra esta confusión del tiempo del
yo con el tiempo de su cuerpo, y contra esta lastimosa
soledad de un hombre sin compa'ñ eros. Somos contempo-

5. Training in Christianity, pp. 67-68.

255
ráneos de hombres que en sus pensamientos y acciones
representan la raza humana; somos contemporáneos del
género hunlano en su historia, a la cual pertenece tanto
el que está físicamente n1uerto como el que es biológica-
mente existente; somos contemporáneos de los pecados
de los padres cuyo castigo ha recaído sobre sus hijos
hasta la tercera y cuarta generación, y con su leal cum-
plimiento de los mandamientos por el que recibimos nues-
tra recon1pensa; somos contemporáneos de la Iglesia, de
la con1pañía de todos los contemporáneos de Cristo.
y también sornas contemporáneos de algo más: del abso-
luto, del Dios de Abraham, Isaac y Jacob, del Dios de
vivos y no de muertos, del único que en Cristo vincula to-
dos los tierl1pos, Dios-en-Cristo y Cristo-en-Dios, a quien
recordamos y esperamos incluso cuando le encontramos
en el más humilde de nuestros hermanos y en los juicios
que él dicta sobre sus siervos reacios. Nuestras decisio-
nes deben ser tomadas en el momento presente: pero en
presencia de seres históricos cuya historia se ha hecho
sagrada por las acciones históricas, recordadas, de aquel
que mora en la eternidad.

4. Libertad en dependencia

En nuestro presente histórico tomamos nuestras deci-


siones individuales con libertad y en fe, pero no las toma-
mos con independencia y sin razón.
Las tomamos con libertad porque debemos elegir. No
somos libres de no elegir. La elección, por ejemplo, está
supuesta en la resolución de esperar antes de seguir una
línea de acción; está implicada también en la decisión de
no entrar en la acción sino de ser un espectador; está
presente en nuestro consentimiento a aceptar una autori-
dad que regule todas nuestras elecciones inferiores. Pero,
aunque elegimos con libertad, no somos independientes,
ya que ejercemos nuestra libertad en el seno de valores y
poderes que nosotros no hemos escogido y a los que esta-
mos atados. Antes de elegir el tipo de vida hemos sido

256
ya elegidos para la existencia, y hemos sido determinados
a amar la vida como un valor. No hemos escogido la exis-
tencia humana, sino que hemos sido elegidos miembros
de la humanidad. No elegimos el ser seres racionales y no
instintivos: razonamos porque debemos. No hemos ele-
gido el tiempo y el lugar de nuestro presente, sino que
hemos sido escogi~os para permanecer en este puesto, en
esta hora de vela o de batalla. No hemos escogido tam-
poco el ser seres sociales, tan dependientes de nuestros
compañeros, ni hemos escogido nuestra cultura; hemos
llegado al uso de razón en una sociedad y en el seno de
obras humanas establecidas. De estas obras, la vida, la
humanidad, la razón, la sociedad y la cultura no son sólo
poderes sino también valores, bienes a los que nos hemos
apegado por un amor necesario. No somos capaces, es
verdad, de vivir con ninguno de ellos sin libertad. Incluso
el vivir requiere nuestro consentimiento; seguimos sien-
do humanos sólo por elecciones continuadas; no somos
racionales sin desposar la razón, ni sociales sin una en-
trega a nuestro prójimo; no podemos estar «totalmente
allí» en el aquí y ahora sin intentar estarlo. Pero siempre
ha habido una elección anterior a la nuestra, y vivimos
en dependencia de ella cuando optamos por elecciones
menores entre las cosas que son buenas para la vida, la
razón y la soledad.
Tomamos nuestras decisiones libres no sólo en esa de-
pendencia de los orígenes que trascienden nuestro control,
sino también en dependencia de las consecuencias que no
están en nuestro poder. La historia de nuestra cultura
ilustra de mil formas diferentes la dependencia de nues-
tra libertad respecto de las consecuencias que nosotros
no escogemos. La decisión de Colón de navegar hacia Occi-
dente, la decisión de Lutero de atacar el tráfico de indul-
gencias, la resolución del Congreso americano de declarar
la independencia de las colonias, todas estas decisiones
fueron tomadas sin previsión o deseo de sus consecuen-
cias de largo alcance. Otro tanto ocurre sin duda alguna
con las grandes decisiones sociales y las pequeñas deci-
siones personales de nuestro momento presente. Qué

cc 21 . 17 257
reacciones y decisiones producirán nuestras acciones en
otros; qué cadena de procesos naturales y morales sur-
girá de nuestra elección de concertar un matrimonio leal,
por ejemplo, o de aventurarse en la defensa de una nación
invadida, son cosas que no podemos conocer ni planear.
Elegimos y estamos sujetos a muchas elecciones que no
proceden de nosotros.
Nuestro último problema en esta situación existencial
de libertad última, no consiste en si hemos de escoger de
acuerdo con la razón o con la fe, sino si hemos de esco-
ger con una razonada incredulidad o una fe razonada. Si
carecemos de fe, haremos nuestras elecciones como hom-
bres cuya existencia depende en definitiva del azar. Por
azar, pensaremos, hemos sido «arrojados a la existencia»,
y por azar hemos llegado en nuestra individualidad a este
aquí y ahora particulares con esta particular constitu-
ción. Por el azar somos hombres y no bestias; por el azar
somos racionales. Si razonamos de esta guisa sobre nues-
tras decisiones, el elemento del azar invadirá el elemento
mismo de nuestras elecciones, y una especie de libertad
arbitraria del momento se afincará en nuestro existencia-
lismo ateo. El arrojar la vida que ha sido arrojada en
nuestro camino, el casarse o no casarse, el ser pacifista
o combatiente, son cosas que el yo existencialista libre,
ateo, decide en el vacío únicamente por medio de la deci-
sión, es decir, arbitrariamente.
Existe otra posibilidad: que escojamos y razonemos
en la fe. Aunque hablamos de ella como si se tratara de
una posibilidad que nosotros escogemos, parece claro que,
más aún que la vida y la razón, es un poder y un valor
para el que hemos sido elegidos. Es un bien que debemos
consentir, recibir y mantener firmemente; no es algo que
nosotros originemos y elijamos con libertad independien-
te. ¿ En qué consiste esta fe para la que hemos sido elegi-
dos, y en la que se nos exige tomar nuestras decisiones
menores?
Cuando Kierkegaard trataba de la fe, afirmaba que era
una pasión de interioridad, que era objetivamente incier-
ta, y que era una relación con el absurdo. Siguiendo nues-

258
tro método anterior, podemos intentar o aceptarla o re-
chazarla, diciendo que es una pasión interior dirigida ha-
cia otro, .o que es subjetivamente tan segura como objeti-
vamente incierta, o que es una relación con un absurdo
que hace posible el razonamiento en la existencia. La pa-
sión de interioridad que encontramos en la fe es la inten-
sidad de lealtad con que nosotros nos aferramos, no a
nos.otros mismos, sino a ese otro sin el cual nuestras vi-
das no tienen ningún sentido. Donde haya lealtad, existe
esta pasión con su significado reflexivo para el yo. El na-
cionalista y el racionalista, todo el que defiende una causa,
delata la presencia de esta pasión de interioridad cuando
ve atacado el principio a que se aferra. La fe en este sen-
tido es anterior a todo razonamiento, pues sin una causa
-sea la verdad, o la vida, o la razón misma- no podemos
razonar. Cuando afirmamos que vivimos por la fe y deci-
dimos en la fe, podemos querer decir -como mínimo-
que vivim.os por una adhesión interior a un objeto de leal-
tad. Y sin embargo, la fe no es simplemente lealtad; es
también seguridad. Es confianza en el objeto que polariza
la pasión interior. Es la confianza de que la causa no nos
fallará, de que no nos dejará caer. Tal confianza, es cier-
to, está emparejada con una especie de incertidumbre ob-
jetiva, pero no es la incertidumbre lo que hace que sea fe.
Argumentar así es ser como un moralista que define el
deber como la conducta que va contra la inclinación. Pue-
do no ser consciente del deber como deber hasta que me
encuentro con la resistencia de la inclinación; puedo no
ser consciente de la medida de lni confianza hasta que no
tropieza con una incertidumbre objetiva. Per.o la cons-
ciencia del hecho de confiar puede estar en proporción
inversa a la realidad de mi confianza. Seré más consciente
del hecho de que estoy obrando por la fe cuando confío
mi fortuna a un hombre desconocido y no cuando la con-
fío a un banco seguro. y aun en este último caso, no estoy
confiando menos, porque cuento todavía con algo que no
es objetiv.o, a saber, con la lealtad, con la fidedignidad de
sujetos, de hombres que se han atado por promesas.
Así pues, tenemos dos vertientes de la fe: la lealtad y

259
la confianza. Éstas están en relaciones responsivas. Con-
fío en el otro leal y soy leal al otro fidedigno. Pero la fe
tiene también la segunda característica. Obrar en la fe
significa también obrar en lealtad a todos cuantos son
leales a la misma causa a la que yo soy leal, y a los que
la causa es a su vez leal. Si la verdad es el nombre de mi
causa, estoy entonces ligado en lealtad a la verdad y a to-
dos aquellos a quienes la verdad es leal, a quienes la ver-
dad no dejará caer. Sólo soy fiel a la verdad, si soy fiel
en hablar la verdad a todos los hombres ligados a la ver-
dad; pero mi confianza en el poder de la verdad no es tam-
poco separable de la confianza en todos mis compañeros
que están ligados a su caúsa. La fe es un doble lazo de
lealtad y de confianza que rodea a los miembros de una
comunidad dada. No surge de un sujeto simplemente; se
expresa como confianza en forma de actos de lealtad por
parte de otros; es infundida como lealtad a una causa
por otros que son leales a dicha causa y a mí 6. La fe existe
sólo en una comunidad de yos en presencia de una causa
trascendente.
Sin lealtad y confianza en causas y comunidades, los
yos existenciales no viven ni ejercen la libertad, ni tam-
poco piensan. Justos e injustos, vivimos por la fe. Pero
nuestras fes son partidas y fantásticas; nuestras causas
son muchas y en conflicto unas con otras. En nombre de
la lealtad a una causa, traicionamos otra; y en nuestra
desconfianza de todas, buscamos nuestras propias satis-
facciones insatisfactorias y nos hacemos infieles a nues-
tros compañeros.
Aquí surge el gran absurdo. ¿ Qué otra cosa es el ab-
surdo que entra en nuestra historia moral como yos exis-
tenciales, sino la convicción, mediada por una vida, una
muerte, y un milagro más allá de toda comprensión, de
que la fuente y fundamento y gobierno y fin de todas las
cosas -el poder que nosotros (en nuestra desconfianza y
deslealtad) llamamos sino y azar- es fiel, absolutamente
6. Las obras de Josiah JOYCE Philosophy Di Loyalty y The Pro-
blem oi Christianity contienen reflexiones ricas y fecundas sobre
la lealtad y la comunidad.

260
fidedigno, absolutamente leal a todo cuanto surge de él?
¿ Qué cosa es sólo leal a la lealtad y no leal a los deslea-
les, fidedigno sólo para los leales y no también para los
desleales? Para el pensar metafísico, lo irracional es la
encarnación de lo infinito, la temporalización de lo abso-
luto. Pero esto no es el absurdo para nuestro pensamiento
existencial, subjetivo, que toma decisiones. Lo irracional
aquí es la creación de la: fe por la fidelidad de Dios me-
diante la crucifixión, mediante la entrega de Jesucristo,
que fue absolutamente leal a Él. Observamos no sólo que
la fe de Jesucristo en la fidelidad del Creador va contra
todos nuestros cálculos racionales basados en suposicio-
nes de que somos engañados en la vida, de que sus pro-
mesas no son redentoras , de que debemos contar no sólo
con tratados rotos entre los hombres, sino que también
observamos que se nos arrebata cuanto se nos dio y no-
sotros apreciamos, que sólo podemos contar con la opor-
tunidad, y que nuestras oportunidades son reducidas. Pero
he aquí un absurdo mayor: que el hombre que razone de
otra suerte, que cuente con la fidelidad de Dios en que
guardará todas las promesas hechas a la vida, y que haya
sido leal para con todos cuantos confiaban en que Dios era
leal, deba llegar a este mismo fin vergonzoso, como todos
nosotros; y que, como consecuencia de esto, la fe en el
Dios de su fe haya de expresarse en nosotros. No es cues-
tión de creer a ciertos hombres o escritos que aseveran que
Dios le resucitó de los muertos al tercer día. No confia-
mos en el Dios de la fe porque creamos que ciertos escri-
tos sean fidedignos. y no obstante, estamos convencidos
de que Dios es fiel, que fue leal a Jesucristo que, a su vez,
fue leal a Dios y también a sus hermanos; de que Cristo
ha resucitado de entre los muertos; de que así con10 el
Poder es fiel, así también la fidelidad de Cristo es pode-
rosa; de que podemos llamar «Padre nuestro» a aquel que
nos ha elegido para vivir, morir y heredar la vida eterna.
Esta fe ha sido introducida en nuestra historia, en
nuestra cultura, en nuestra Iglesia, en nuestra comunidad
humana, por medio de esta persona y este acontecimien-
to. Ahora que ha: sido expresada en nosotros por medio

261
de él, vemos que siempre ha estado ahí, que sin ella nunca
habríamos vivido en absoluto, que la fidelidad es la razón
moral en todas las cosas. y sin embargo, sin la encarna-
ción histórica de esta fe en Jesucristo, estaríamos perdi-
dos en la infidelidad. Como realidad histórica dada en
nuestra historia humana, él es la piedra angular sobre la
que edificamos, y también la piedra de tropiezo. Él está
simplemente ahí, con su fe y con su creación de fe.
Nosotros razonamos sobre la base de esta fe, y mucho
de lo que fue ininteligible sobre la base de la infidelidad
o la fe en los pequeños dioses que no son fidedignos, se
hace ahora inteligible. Mucho más allá de los límites de
los grupos religiosos que procuran que la fe se explicite
en credos, ella constituye la base de nuestro razonamiento
en nuestra cultura; de nuestras tentativas por definir una
justicia racional; de nuestros esfuerzos por un orden polí-
tico racional; de nuestros intentos por interpretar lo bello
y lo verdadero. Pero no constituye la única base, puesto
que nuestra fe, nuestra lealtad y nuestra confianza son
pequeñas, y porque continuamente caemos en la infideli-
dad, incluso en aquellas esferas donde hemos alcanzado
algunas victorias sobre nuestros pensamientos. En esa fe,
procuramos tomar decisiones en nuestro presente existen-
cial, sabiendo que la medida de la fe es tan escasa que, a
su respecto, siempre estamos combinando negaciones con
afirmaciones. Sin embargo, en la fe sobre la fidelidad de
Dios, contamos con ser corregidos, perdonados, comple-
mentados, por la compañía de los fieles y por otros mu-
chos a quienes Jesucristo es fiel aunque ellos le rechacen.
Tomar nuestras decisiones en la fe es tomarlas con la
conciencia de que ningún hombre o grupo o tiempo his-
tórico aislado es la Iglesia, pero sabiendo que hay una
Iglesia de la fe en la que prestamos nuestro trabajo par-
cial y relativo, y con la que contamos. Es tomarlas asimis-
mo, conscientes de que Cristo ha resucitado de entre los
muertos, y que no sólo es la cabeza de la Iglesia sino tam-
bién el redentor del mundo. Es tomarlas, en tercer lugar,
porque el mundo de la cultura -conquista del hombre-
existe dentro del mundo de la gracia: el reino de Dios.

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Indice

1. El eterno problema. 5

1. El problema 5
2. Hacia una definición de Cristo. 15
3. Hacia la definición de la cultura . 33
4. Las respuestas típicas . 43

11. Cristo contra la cultura. 49

1. El nuevo pueblo y «el mundo» . 49


2. La repudiación tolstoiana de la cultura. 59
3. Una posición necesaria e inadecuada. 69
4. Problemas teológicos 80

111. El Cristo de la cultura . 87

1. Acomodación a la cultura en el gnosti-


cismo y en Abelardo . 87
2. El «protestantismo cultural» y A. Ritschl 95
3. En defensa de la fe cultural 105
4. Objeciones teológicas . 112

IV. Cristo por encima de la cultura. 121


~t!f~l~,' :" .
1. La Iglesia del centro 121
2. La síntesis de Cristo y la cultura . 125
3. La síntesis en interrogante. 146
V. Cristo y la cultura en paradoja. 155

1. La teología de los dualistas . 155


2. La tendencia dualista en Pablo y Marción 165
3. El dualismo en Lutero y en los tiempos
modernos 176
4. Virtudes y vicios del dualismo . 191

VI. Cristo el trasformador de la cultura 197

1. Convicciones teológicas . 197


2. La tendencia conversionista en el cuar-
to evangelio . 203
3. Agustín y la conversión de la cultura 213
4. Las teorías de F. D. Maurice 225

VII. «Post scriptum final no científico» . 237

1. Conclusión en la decisión 237


2. El relativismo de la fe . 241
3. El existencialismo social 248
4. Libertad en dependencia 256

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