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LOS COMIENZOS
Como siempre cabe preguntarse por la utilidad de lo que hacemos, hasta en una
actividad tan poco sospechosa de servir para algo como esta es posible plantearse si
participar en ella permitirá obtener algún fruto.
Hay quien cree que un Cine Club debe cumplir una función parecida a la de aquellos
hombres-libro de Fahrenheit 451 (Truffaut, 1966), que pasean clandestinamente por el
bosque recitando de memoria sin cesar el contenido completo del libro que les ha tocado
salvar, para evitar así que caiga en el olvido y se pierda para siempre. Y es cierto que, tal y
como parece querernos decir Truffaut con esta sugerente imagen, lo que no forma parte de
nuestra memoria deja de existir para nosotros, a menos que vuelva a ella.
La recuperación de los clásicos nos parece necesaria, de hecho hemos programado
mucho cine clásico, pero para desarrollar nuestra labor preferimos un enfoque que parte de
una certeza: la mirada se educa. Nuestra actitud como espectadores se puede entrenar
para ser más activa, y es posible esa “distancia amorosa” de la que habla Roland Barthes.
Según el semiólogo francés podemos alejarnos de la historia que nos cuentan lo suficiente
como para captar algo más que su dimensión narrativa, pero no tanto como para mirarla
con ojos de entomólogo hasta el punto de privarnos de la emoción del cine. Es necesario ver
varias veces una película para captar todo lo que puede ofrecernos, y en la primera visión
normalmente nuestra atención es acaparada por la historia que nos cuenta, en algunos
casos hasta el punto de impedirnos valorar nada más –suele suceder cuando nos
identificamos intensamente con algún personaje o con los hechos a los que asistimos-. El
distanciamiento que propone Barthes nos permitiría no quedar completamente atrapados
por la peripecia del relato, y aprender a disfrutar con otros aspectos de la obra
cinematográfica (rasgos de estilo visual, detalles de ambientación, referencias históricas o
culturales, el uso de la cámara, etc.). Durante este proceso es recomendable ir dosificando
los elementos a los que prestar atención porque nada vale más que esa sensación que se
produce al final de una película, cuando esta nos ha llenado, que se parece a un regreso: la
impresión de haber estado en otro lugar y esa especie de “clic” mental que nos devuelve al
presente cuando se enciende la luz de la sala.
Según manifiestan los asistentes al cine club, gracias a los coloquios las películas
cobran una dimensión distinta y más rica; y es que las distintas intervenciones nos hacen
reparar en detalles insospechados y a menudo despiertan una idea dónde sólo había una
imagen. La razón de ser de lo que hacemos para nuestros espectadores reside en la
posibilidad de analizar las películas entre todos intercambiando enfoques, ideas,
valoraciones ... Sin la pretensión de llegar a un análisis objetivo de la obra; la subjetividad
de cada participante forma parte del valor de lo que hacemos. Insistimos a menudo en que
nuestras sensaciones durante la recepción de la película son el primer rasero con el que
valorarla, sabiendo que cada espectador recibirá una obra distinta en función de sus
referencias culturales, su estado de ánimo, su circunstancia personal, etc.
En un sentido más general, nadie duda a estas alturas de la importancia que tiene la
imagen como vehículo para transmitir y recibir información y formación. Dentro de los
medios de comunicación de masas, el cine es uno de los que ejerce una mayor influencia
sobre los jóvenes; para tomar conciencia de este hecho basta comprobar la clara
orientación de la producción cinematográfica hacia este segmento de potenciales
espectadores y la innumerable cantidad de películas que se dirige a ellos. Esto hace
aconsejable que alguien se ocupe de contribuir a la formación de espectadores con unos
mínimos criterios de análisis y valoración de los productos audiovisuales que consumen,
fomentando un espíritu crítico respecto de las obras que ven, e incluso una cierta capacidad
para relacionar los relatos cinematográficos con otras disciplinas artísticas, o con un
momento histórico concreto o con una corriente de pensamiento, a poder ser. Para otro
momento dejamos una reflexión sobre hasta qué punto es el público el que consume los
productos que pone a su alcance la industria audiovisual, o si, por el contrario, es la
demanda de determinado tipo de películas por parte de los espectadores la que condiciona
la producción cinematográfica; o en qué medida coexisten ambos condicionamientos
retroalimentándose como agentes del gran mercado audiovisual actual. Pero, en cualquier
caso, la influencia de la imagen como vehículo que transmite modelos y valores que nos
conducen a formas de vida y de pensar y de juzgar cada vez más uniformes nos empuja a
despertar la capacidad de hacerse preguntas entre nuestro alumnado.
Por otra parte, creemos que todos estos objetivos son una simple quimera si
perdemos de vista la perspectiva lúdica desde la que debe enfocarse una propuesta como
esta, que en el fondo implica pedirle a unos jóvenes que prefieran venir al instituto una
tarde, para pasar entre tres y cuatro horas viendo una película y comentándola, frente a
cualquier otra de las múltiples opciones que tienen para elegir. Tal y como decía una de las
alumnas “fundadoras” del cine club cuando terminó 2º de Bachillerato, venir los jueves por
la tarde al Cine Club ha sido como salir, lo pasábamos bien viendo una película y charlando,
y además aprendíamos cosas. Cuando este comentario parte de una chica de diecisiete años
que ha disfrutado con “El séptimo sello” en V.O.S. o “Metrópolis”, uno se plantea si no
debería haber más alternativas a las comedias románticas, las “scary movies” o los cócteles
de efectos especiales y silicona aderezados con algún tiroteo que inundan las carteleras.
Dice Tarkovski que quien quiere gustar a sus espectadores y adopta sin más sus
gustos en el fondo no tiene ningún respeto por ellos porque lo único que quiere es sacarles
dinero del bolsillo. Desde la perspectiva del que va a ofrecer cine a unos espectadores, y sin
ánimo de compararnos con el gran maestro ruso, nosotros no sólo respetamos mucho a
nuestro público, sino que además no somos nada sagaces para los negocios. Ofrecer
películas que gusten a muchas personas puede tener su interés, pero como criterio para
elaborar nuestra programación nos parece pobre. Cada año invariablemente se plantea la
discusión sobre qué tipo de cine queremos ver, que necesariamente nos conduce a la
cuestión de a qué espectadores queremos llegar; y cada año, siempre prevalece la misma
idea: es necesario estimular la curiosidad, brindar la oportunidad de ver obras que en otro
contexto no se verían, ofrecer un cine que invite a la reflexión. Al final preferimos dirigirnos
a espectadores que estén dispuestos a aceptar que aprender a ver cine requiere esfuerzo y
paciencia, como cualquier otro aprendizaje, y que lo que aguarda al final de este proceso es
la satisfacción de comprobar que somos capaces de descubrir muchos más elementos
dentro de las películas, que estas de repente cobran una riqueza inusitada, y que nos
pueden servir para reelaborar el conocimiento que ya tenemos, obtenido por esta o por
otras vías, y descubrir nuevos significados. Hemos asistido a este proceso muchas veces y
es sencillamente adictivo.
Con los títulos seleccionados también hemos querido ilustrar diferentes facetas de un
fenómeno complejo como el cine que se puede abordar desde distintas vertientes: como
una industria creada para entretener, que fabrica productos con unos mecanismos
perfectamente establecidos como el star-system o los patrones de manufactura que han
sido los géneros (comedia, cine negro, western, musical, ...); también como una forma de
arte en cuyo seno se han dado diferentes estilos y corrientes (la Escuela Rusa, el
Expresionismo alemán, el Neorrealismo italiano, la Nouvelle Vague, o el actual Dogma
danés), y así hemos comprobado cómo el modo de hacer películas ha sufrido cambios
importantes desde los tiempos del cine mudo hasta nuestros días. Y más allá de su estudio
como medio, al integrar el cine recursos tan variados -texto, imagen, música, escenario y
ambientación, etc.- ofrece unas posibilidades excelentes para cumplir con una de sus
funciones esenciales: retratar momentos históricos y sociedades de diferentes épocas;
pocos testigos tan minuciosos han dado cuenta del espíritu de la revolución rusa, de la
tristeza de la vida durante la dictadura en España, o de cómo la violencia se va convirtiendo
en un elemento cotidiano. De paso se han ido rompiendo algunos tópicos como que los
musicales y las del oeste siempre son muy aburridas, o que no hay quien se trague una
película muda. También hemos procurado incluir distintas cinematografías, diferentes
géneros, no repetir directores dentro de la misma temporada, haciendo de la variedad un
criterio de selección; aunque de un año a otro sí se han hecho patentes algunas debilidades
–Billy Wilder, Ingmar Bergman, el cine negro ...-.
Pero si hubiera que encontrar un denominador común que diferencie el cine que nos
interesa del resto, sería aquel que asienta la complicidad entre el espectador y la obra
cinematográfica sobre bases tan universales como la la necesidad de amar y ser amados, la
curiosidad, el deseo, el miedo a la muerte ..., películas que contienen un trozo de realidad
transformada por la mirada de un director que nos quiere contar algo.
A continuación se enumeran los títulos de las películas ofrecidas en las cuatro
primeras temporadas del cine club:
1999/2000
La fiera de mi niña (1938)
El apartamento (1960)
La ventana indiscreta (1954)
Clerks
Blade Runner
Muerte entre las flores
Laura
Los olvidados
La diligencia
Luces de la ciudad
La guerra de las galaxias
2000/2001
Con la muerte en los talones
Blade Runner
Retorno al pasado
Centauros del desierto
Con faldas y a lo loco
Casablanca
Ed Wood
El acorazado Potemkin
Metrópolis
Roma, ciudad abierta
Los cuatrocientos golpes
El séptimo sello
El espíritu de la colmena
Un perro andaluz
Acción mutante
Familia
El verdugo
Belle epoque
Eva al desnudo
La naranja mecánica
2001/2002
2001, una odisea en el espacio
El silencio de los corderos
Cantando bajo la lluvia
El golpe
Perdición
Sin perdón
Drácula
Fausto
Ladrón de bicicletas
Eva al desnudo
Vértigo
Mifune
Fresas salvajes
Ciudadano Kane
Dublineses
El cartero y Pablo Neruda
El padrino II
Balas sobre Broadway
Las amistades peligrosas
Vacas
Calle mayor
La espalda del mundo
Cuando vuelvas a mi lado
2002/2003
LOS COLOQUIOS
Los comentarios que hacemos después de cada película tienen que ver tanto con la
temática de la obra como con el lenguaje cinematográfico y el cómo está hecha la película.
Los primeros son los más usuales porque no hay que olvidar que el cine siempre ha tenido
como intención principal representar la realidad, y por ello encontramos referencias
inmediatas a ella en las películas; los segundos suelen protagonizar el coloquio cuando se
trata de títulos que han creado escuela en la historia del cine: El acorazado Potemkin,
que nos sirvió para explicar nociones como el montaje, el tiempo real y el tiempo fílmico;
Ciudadano Kane, que nos permitió hablar de su estructura narrativa, tantas veces imitada,
o sus aportaciones en materia de iluminación y fotografía; o Metrópolis, que nos acercó al
Expresionismo alemán. Al final en función de los intereses de los asistentes el coloquio se va
decantando hacia un tipo u otro de análisis.
Sobre cada película tratamos de introducir una serie de cuestiones previstas en algún
momento de la conversación, pero no siempre es posible porque esta adquiere vida propia
habitualmente y a veces resulta contraproducente forzarla para llevarla a un determinado
puerto. Por ejemplo, cuando vimos Los idiotas, de Lars von Trier, apenas comentamos los
rasgos que caracterizan al movimiento Dogma porque las discusiones sobre las
motivaciones de los personajes para actuar como actuaban y los hechos que les llevaban a
esa opción vital protagonizaron la velada; al menos la ficha de la película que repartimos
incluía el Manifesto 95 y el voto de castidad (decálogo Dogma). Entendemos que los
coloquios son muchos más ricos cuando los espectadores son los protagonistas y no son
necesarias demasiadas intervenciones del moderador.
Después de haber probado diferentes estrategias, vemos que suele dar buen
resultado dejar a los espectadores que empiecen comentando los aspectos que han atraído
su atención, y aprovechar entonces sus análisis para ir conduciendo la conversación hacia
los temas o aspectos de la obra que consideramos que es interesante debatir, si es que
estos no surgen espontáneamente. Y siempre manteniendo una apariencia de
espontaneidad para evitar resultar manifiestamente didáctico. Pero sobre todo es esencial
ofrecer la posibilidad de hacer descubrimientos, de llegar a determinadas conclusiones a
partir de una serie de preguntas, antes que explicarlas abiertamente y privarnos del camino
que nos puede llevar hasta ellas; o hasta otras distintas e imprevistas. No se trata de
ningún hallazgo, esta idea ya se le ocurrió a Sócrates hace algunos siglos e hizo de ella un
método pedagógico, la mayéutica, que practicaba por plazas y mercados atenienses.
Cuando un coloquio “se atasca” ayuda a lubricar la conversación preguntar por los
rasgos que definen a los personajes, por sus motivaciones y su evolución; también funciona
volver a ideas ya comentadas (estructura narrativa, iluminación, tipo de planificación, etc.)
porque ello permite fijar una serie de conceptos.
A continuación se recogen los resúmenes de algunos de los coloquios que hemos
celebrado a lo largo de estas cinco temporadas.
.LA FIERA DE MI NIÑA (Bringing Up, Baby) – 1938 – Howard Hawks
En esta primera película el objetivo principal era conseguir interesar a los alumnos
tanto como para que volvieran la semana siguiente, es decir, afrontar el reto más antiguo
de la labor docente. Por ello, había que elegir muy bien las armas con las que atacar esa
supuesta apatía crónica del adolescente que aqueja la educación desde hace algún tiempo.1
El ariete elegido fue la estructura narrativa, tema que se aparta del clásico estudio
sobre los tipos de planos, los contrapicados y los movimientos de cámara, que además no
resulta difícil de entender y lo que es más importante, permite alcanzar un alto nivel de
aprendizaje significativo en poco tiempo, hecho que resulta muy estimulante. Las nociones
que allí se comentaron eran relativamente fáciles de reconocer en las películas actuales por
lo que los asistentes deberían ser capaces de aplicar lo aprendido.
Empezamos por los elementos básicos con los que se construye una historia:
- el protagonista;
- el objetivo que quiere alcanzar:
- los obstáculos que impiden al primero alcanzar el segundo -el conflicto-.
En el cine clásico, o en todo aquel que sigue este patrón -que es la gran mayoría
del que se estrena-, no es difícil identificar estos elementos. Por ejemplo, en La fiera de
mi niña, el protagonista es David, el paleontólogo protagonizado por Cary Grant.
El objetivo principal que mueve a David es conseguir la donación del millón de
dólares para su museo.
Los obstáculos que le impiden avanzar en esa dirección -que son promovidos casi
siempre por Susan- van desde los problemas con el consejero legal de la posible
donante, y tía de Susan Vance, mientras juegan al golf, hasta la retención en la casa de
Connecticut al perder su ropa, pasando por las peripecias con Baby, el leopardo, y la
visita a la cárcel.
El interés de los relatos cinematográficos radica principalmente en comprobar
cómo el protagonista superará los obstáculos para llegar a su objetivo; este es el
consabido conflicto, ese por el que los guionistas pasan su vida trabajando.
Sobre la figura del protagonista nos hemos planteado por qué es un personaje
concreto y no otro; ello nos ha llevado a la idea de la focalización, es decir, a analizar
cómo durante la película se va suministrando determinada información al mismo tiempo
a uno de los personajes y al espectador. Este mecanismo, cuyos hilos son movidos por el
1
Es recomendable la lectura de “La historia empieza en Sumer”, de Samuel Noah Kramer. Recoge un
episodio muy ilustrativo: un diálogo en el que un padre reprende a su hijo porque falta a clase, no
aprovecha el tiempo y no hace caso de su maestro; está extraído de un escrito sumerio reconstruido en el
siglo pasado cuyas diecisiete tablillas de arcilla datan de 3.700 a.C.
guionista, produce como consecuencia una mayor identificación con dicho personaje. En
el caso de La fiera de mi niña empezamos sabiendo de la llegada de la clavícula
intercostal al tiempo que David -lo que contribuye a contagiarnos su entusiasmo por la
reconstrucción del brontosaurus- y a lo largo del film sufrimos a la par que él, el "robo"
del hueso, su injusto encarcelamiento y en general todo el proceso de ridiculización que
padece -padecemos- a manos de la señorita Vance.
También hemos introducido las ideas de trama y subtrama. En el cine clásico las
películas suelen tratar dos temas principales, uno cualquiera y una historia de amor. En
este caso se nos habla por un lado del museo, del brontosaurus y su clavícula intercostal,
de la donación, pero mientras tanto vemos cómo un romance peculiar se va
desarrollando entre ambos protagonistas. Una de las razones por las que se construyen
relatos con dos hilos argumentales es conseguir una mayor fuerza en el clímax, que
realmente tiene dos finales consecutivos, el de la historia de amor y el del otro tema, el
museo y la donación, en esta película. Además, ambas líneas argumentales están
entrelazadas, para añadirle más fuerza, de manera que la resolución de la primera sólo
es posible a partir de la resolución de la segunda. En este caso, conseguir el millón de
dólares, una vez que David ha perdido toda credibilidad ante el consejero y la propia
señora Carleton Randon, sólo era posible si David y Susan acababan juntos, ya que, ella
iba a ser la heredera de la fortuna de su tía Elisabeth. Por cierto, cuál sea la trama y cuál
la subtrama es sólo una cuestión temporal, depende del orden en que aparecen en
pantalla.
También nos atrevimos con los dos giros que hacen de bisagra entre los tres
bloques de un relato: la presentación, el desarrollo y el desenlace; por cierto, a los
asistentes les asombra saber que Aristóteles no se sorprendería demasiado con esta
forma de construir los relatos. Y es que, tal y como explica Linda Seger, la organización
en tres bloques o actos ayuda a centrar la historia para orientar al espectador y permite
hacerla avanzar ¿con fluidez?. En La fiera de mi niña, después de la presentación en la
que son introducidos los personajes y su situación, la aparición de Baby y el consecuente
viaje a la casa de Connecticut, que marca claramente un cambio de escenario,
constituiría el primer giro; y de paso el agravamiento de los problemas de David. Y el
segundo vendría dado por el descubrimiento de que el leopardo que ocultaban era
realmente un regalo de Mark para su tía, lo que provoca un cambio repentino en la
acción, que desde ese punto nos conduce al desenlace de la película. Todo lo que está
comprendido entre ambos giros sería el desarrollo. Aunque realmente cada línea
argumental, trama y subtrama, tiene su estructura propia, no somos tan ambiciosos de
momento, y nos conformamos con discutir una de ellas.
Además de introducir nociones como las anteriores, a las que luego haríamos
referencia en futuras películas, comentamos cuestiones propias de esta como el
interesante contraste que plantea entre un universo racional y planificado, el urbano,
simbolizado por el museo y la actividad científica, y por otra parte el universo de lo
espontáneo, de la improvisación y lo sorprendente, que se sitúa en el campo, y en el que
el lugar del brontosaurus lo ocupa un leopardo, la relación formal y despasionada de
David con su prometida es sustituída por una relación disparatada, divertida y humana, y
la aséptica obsesión por el trabajo en el museo se transforma en una sensualidad
desbordante en el bosque. Llegamos incluso a trasladar estas reflexiones a nuestra vida
diaria como habitantes de una ciudad mediana, para aceptar que todos participamos en
alguna medida de esa deshumanización urbana; hay quien subraya el absurdo que
supone la falta de comunicación con personas cercanas como los vecinos o incluso los
padres mientras utilizamos la tecnología para entrar en contacto con personas que están
a miles de kilómetros. La discusión sobre la mediatización tecnológica del contacto
humano permitió disipar una de las dudas que inevitablemente surgen cuando se decide
ofrecer una película de 1938, hecha en el Hollywood de la época, a un grupo de
adolescentes: ¿serán capaces de identificarse con algún personaje o con las situaciones?
Las intervenciones no dejaron lugar a dudas; el buen cine, como cualquier otro arte,
tiene la capacidad de traspasar las fronteras espaciales y temporales.
Otro aspecto que resultó muy atractivo fue el proceso de ridiculización sistemática
al que asistimos, que consigue someter la racionalidad del paleontólogo David a la pasión
de la disparatada Susan y que contiene algunos de los momentos más gloriosos de la
screwball comedy norteamericana. Para analizarlo empezamos preguntándonos ¿es el
protagonista igual al principio de la película y al final?; cuando empezamos a enumerar
las diferencias que encontramos entre ambos momentos, una vez sometido David a una
feminización sin anestesia, de la que las imágenes van dando cuenta a lo largo de la
narración –el protagonista envuelto en plumas tras el accidente con la camioneta, el
protagonista vestido con el salto de cama porque su ropa no está, etc.- llegamos a la
conclusión de que los protagonistas evolucionan a lo largo de la película, y descubrimos
así otra característica de la construcción de guiones.
En cuanto al uso de la cámara explicamos por qué se dice de Howard Hawks que
rueda con un “estilo invisible”. Le hizo famoso su habilidad para colocar la cámara, no
sólo a la altura de los ojos, si no en el lugar el que su presencia pasaba más
desapercibida para el espectador. De ahí pasamos a explicar el concepto de
transparencia enunciativa; las películas se suelen hacer con la intención de que todo el
dispositivo visual, sonoro y narrativo, necesario para obtener el resultado que ve el
espectador no sea advertido por él; esto es que no se noten los movimientos de cámara,
que las transiciones entre planos sean sutiles, que no se vean los micrófonos con los que
se toma el sonido, que los ángulos de toma de la cámara sean naturales, etc. Cuando
vimos películas como Mifune o Los idiotas comprobamos que no todo el mundo comparte
este filosofía de rodaje.
Entre las referencias que fue obligado comentar figuran las alusiones visuales a
las esculturas de Rodin, 'El pensador' al principio, y 'El beso' al final, y la parodia de las
interpretaciones psicoanalíticas, a través del personaje del Dr. Lehman, que se nos
muestra como un gran conocedor del alma humana en escenas presididas por el absurdo
más delirante como la de la cárcel, en la que sólo faltan los hermanos Marx.
A los asistentes se les reparte un resumen que nos permita comentar los guiones en
próximos coloquios. Se trata de un extracto de “El guión clásico de Holllywood”, de Mario
Onaindía, publicado por Paidós.
Hay películas cuya temática inevitablemente conduce la conversación más allá del
cine como medio, o de los personajes como protagonistas de una relato. Así nos ocurrió
con esta, en cuyo coloquio fue imposible no analizar los problemas de fondo que se
exponen: la desigualdad, la injusticia social, la educación como posible salida ante estas
situaciones, el ambiente como condicionante insalvable en demasiadas ocasiones, los
mecanismos que sumergen en la marginalidad, el abuso de los menores, etc. Y todo ello
en el contexto de un Méjico que pasaba por uno de los mejores momentos económicos de
su historia. Como ya le sucedió a Buñuel con “Las Hurdes” en la España republicana,
tampoco gustó en el país azteca el crudo retrato que hizo de los suburbios de México D.F.
y así la película fue exhibida en condiciones lamentables, y no reconocida hasta que fue
premiada en Cannes con posterioridad. Exponer sus miserias en público no es el modo
más eficaz de hacer amigos en ningún país del mundo. Los directores neorrealistas
italianos también aprendieron algo de esto cuando la Democracia Cristiana llego al poder
en nuestro país vecino y decidió que la imagen que el cine debía ofrecer de Italia tenía
que ser muy distinta a la que vemos en Ladrón de bicicletas.
Una aportación interesante tuvo que ver con el hecho de que el protagonismo esté
muy repartido entre los distintos personajes, lo que nos sugiere que Buñuel, más que
contar un caso concreto, quería retratar un ambiente. De hecho el tono documental que
impregna todo el metraje nos parece coherente con dicha finalidad, y por la misma razón
abundan los planos de conjunto y los planos americanos en detrimento de los primeros
planos, que apenas se ven. También la presencia de actores sin experiencia contribuye al
mismo objetivo, y es destacada la habilidad del director para conjugar el trabajo de ellos
con el de actores y actrices consagrados como Miguel Inclán y Estela Inda sin que se
acuse el contraste.
Otra idea que llama nuestra atención es que la violencia se aprende; de un modo
sutil Buñuel consigue que establezcamos una relación entre la imagen de la banqueta que
Pedro levanta contra su madre como respuesta a los golpes que recibe de ella y la
matanza de gallinas que provoca en la granja escuela. Este personaje se acostumbra a
resolver sus problemas a golpes y no será fácil que cambie esa manera de afrontar sus
dificultades. Igualmente discreto es el homenaje que el director de Calanda le rinde al
cine mudo en la secuencia en la que vemos a un honorable señor tratando de corromper
a un chico, intento que es frustrado por la llegada de un policía. No oímos una palabra
durante ese fragmento, y comprobamos que no se echa en falta el diálogo para contar
algo con imágenes. Sí resulta llamativo ver a un policía mejicano impidiendo el delito en
vez de colaborando en la prostitución del menor para luego repartirse los beneficios; pero
suponemos que esa imagen del policía cumple la función de remitir al espectador a la
época silente en la que eran tan frecuentes.
Dada la presencia de varios profesores en la sesión, una frase que abrió otro
capítulo dentro del coloquio es la que le oímos al director del centro donde es internado
Pedro, cuando su colaborador cuestiona “su método pedagógico”; después de confiarle al
chico dinero para que le compre tabaco en la calle sentencia: “cada caso es un problema
diferente y este muchacho necesita un cariño que no ha tenido”. La dificultad de
individualizar la pedagogía con demasiados alumnos por aula se pone encima de la mesa.
También se cuestiona hasta qué punto la escuela actual cumple de un modo efectivo una
función de igualación social; aunque todos conocemos casos concretos ocurre en tan
pequeña medida que parece muy atrevido afirmar tal cosa como hecho generalizado. Otra
conclusión es que, desde que la educación es obligatoria hasta los dieciséis años, surge la
necesidad de ofrecer una alternativa a ese alumnado que no está interesado en lo que la
escuela actual le ofrece y no está dispuesto a esperar hasta esa edad.
Este coloquio fue el primero que nos demostró que para los asistentes resulta muy
gratificante encontrar significados que antes no percibían y que la práctica en la recepción
proporciona nuevos placeres al espectador.
El voyeurismo y la curiosidad como impulso que nos mueve a mirar fueron los
temas con los que arrancó este coloquio. Y el carácter simbólico de ese patio de vecinos,
en el que se retrata un amplio catálogo de comportamientos, que nos lleva a pensar en la
vida de quienes rodean al protagonista. Después de repasar la rica galería de personajes
que nos presenta sir Alfred encontramos un elemento en común en todas sus vidas: el
amor o su ausencia. Desde el matrimonio cuyas discusiones acaban con la desaparición
de la mujer, hasta la pareja que vuelca sobre su perro el afecto que le darían a un hijo,
pasando por la soledad de la vecina que no tiene pareja, en contraste con la bailarina que
tiene tanto éxito con los chicos.
Aquí encontramos otro buen ejemplo de cómo la focalización, es decir, el hecho de
que el espectador reciba la información al mismo tiempo que uno de los personajes,
produce una fuerte identificación con él. Pero aquí nuestra identificación con el
protagonista es aun mayor que en otros casos porque además se dedica a lo mismo que
nosotros, a mirar; también es un espectador.
Construir una historia sobre la unidad aristotélica implica renunciar a una serie de
recursos que dan mucho juego para el desarrollo narrativo (los saltos temporales, los
cambios de escenario, etc.) por lo que los restantes elementos han de tener una fuerza
tal que suplan a los que no están presentes. De hecho estas películas resultan muy
teatrales y menos cinematográficas, al desarrollarse toda la acción en un único espacio.
En este caso sobresalen la interpretación magistral no sólo de James Stewart y Grace
Kelly, sino también de secundarios como Thelma Ritter, la enfermera. El excelente
vestuario de Edith Head añade un gran atractivo a las imágenes, y por su puesto, los
trucos del maestro del suspense, que mantienen el espectador enganchado a la pantalla
en todo momento. De hecho alguno de los asistentes conocía Crimen perfecto, otro
excelente ejemplo de aplicación eficaz de la unidad de tiempo, unidad de espacio y
unidad de acción, y sabía de la habilidad del director inglés para manejar estos recursos.
El caso extremo de aplicación de estos principios se da en La soga, otra obra de
Hitchcock, en la que trató de rodar en un solo plano secuencia toda la película, cortando
las tomas sólo cuando se agotaba la película virgen del cargador de la cámara.
Vemos también con esta obra que para Hitchcock lo importante es provocar
emociones en los espectadores antes que ninguna otra cosa. Es un buen ejemplo de
cómo despreciaba los whodunit, esto es, las películas o novelas en las que todo el interés
se centraba en descubrir quién lo hizo (el crimen de turno). Por eso desde el primer
momento nos muestra claramente quién es el culpable, ya que, lo que pretende es crear
suspense no sorprender al espectador con un final inesperado. La referencia a la famosa
explicación sobre la diferencia entre sorpresa y suspense es ineludible; la citamos: "Usted
y yo estamos sentados hablando. Tenemos una conversación bastante intrascendente
sobre... nada. No decimos nada. De repente, booom! Una bomba estalla y la audiencia se
sorprende por 15 segundos. Ahora cámbielo. Coja la misma escena, enseñe que la bomba
está situada allí, preparada para que explote a la una -ahora son la una menos cuarto o
menos diez-, enseña un reloj en la pared, volvemos a la misma escena. Ahora nuestra
conversación se transforma en algo vital bajo su apariencia de falta de sentido. ¡Eh,
idiota, mira bajo la mesa! Ahora la audiencia trabaja durante 10 minutos en lugar de
sorprenderse durante 15 segundos. Volvemos a nuestra vieja situación: sorpresa o
suspense."
Con esta proyección descubrimos que la obra maestra de Ridley Scott tiene un
público incondicional que no decae con el paso del tiempo. Empezamos comentando la
existencia de varias versiones de la película, siendo las dos más conocidas la de 1982, la
original, y “El montaje del director”, hecho público en 1992. Las diferencias entre ambas
aunque son significativas no son esenciales, y hay aspectos de cada una que se echan de
menos en la otra. Nosotros vimos una versión que distribuyó la Warner en vídeo, que
está más cercana al montaje del director -contiene la escena del unicornio y está
suprimido el “happy end”-, pero se diferencia de ella en la inclusión de la voz en off, que
sí fue completamente suprimida en 1992 por Ridley Scott.
Menos intensa pero de gran belleza es la presentación aérea de Los Ángeles que la
cámara realiza al principio de la película para terminar sumergiéndose en el submundo
formado por un conglomerado multirracial de supervivientes; realmente lo que queda de
vida dentro de un planeta cada vez más poblado por seres artificiales; este contraste
eficaz entre la belleza tecnológica superior y la atmósfera deshumanizada inferior dentro
de la que se desenvuelven los personajes conduce a reflexiones muy de actualidad sobre
nuestra convivencia con la técnica, además de recordar claramente a Metrópolis. A esas
alturas del siglo XXI se supone que el que haya tenido la posibilidad ha aprovechado
alguna de esas ofertas que durante la película invitan a descubrir nuevos mundos fuera
de una Tierra; esta se queda para los que como Sebastian no pasan el examen médico
necesario para viajar al exterior. La visión pesimista de la sociedad futura que nos
presenta Ridley Scott provoca intervenciones sobre el proceso de mezcla de razas que
vivimos, que nos parece irreversible, y predomina la idea de que es positivo por lo que
tiene de intercambio, idea que no todos comparten por las inevitables confrontaciones
que provoca la convivencia de culturas muy distintas. Después de guerras como la
reciente de los Balcanes no es fácil convencer a algunos asistentes de que la tolerancia
puede presidir las relaciones de pueblos tan distintos religiosa y culturalmente como el
serbio, el bosnio y el croata. Las asociaciones mentales que se producen durante los
coloquios lleva a alguien a recordar una idea escrita por un columnista de un periódico:
en demasiados casos las religiones separan más que unen a las personas, hasta el
extremo de enfrentarlas mortalmente.
Apreciamos como uno de los grandes aciertos de Blade Runner, la capacidad para
abrir numerosos frentes filosófico-morales, sin recargar el relato ni los diálogos. Se van
introduciendo con naturalidad ideas como el miedo a una muerte cuya cercanía y certeza
son vividas angustiosamente por unos robots que saben cuánto van a durar; o el sentido
de una existencia que va a desaparecer como lágrimas en la lluvia, y cuyas experiencias
individuales e irrepetibles desaparecerán definitivamente; también la rebeldía ante un
Dios que acepta esta finitud y los abandona a su suerte; la esclavitud de un inaceptable
destino para el que han sido creados -hacer el trabajo duro en las colonias exteriores- y
su lucha por liberarse del mismo; la cuestión de la identidad, que nos lleva a dudar de
quién es humano y quién es replicante, dilema que alcanza al mismo cazador de robots; o
los límites éticos de una investigación científica que en manos de intereses privados
pueden resultar inquietantes. La reciente publicación de la terminación del genoma de un
humano a cargo de una empresa norteamericana -Celera Genomics-, la cesión de los
derechos sobre el mapa genético de los islandeses por parte del gobierno de aquel país,
la aprobación en Gran Bretaña del derecho de las compañías de seguros a pedir
información genética sobre sus posibles asegurados para prever posibles enfermedades,
la aparición de réplicas “tipo Dolly” son todas noticias recientes que ponen encima de la
mesa esta cuestión.
Y todo ello inserto dentro de un planteamiento narrativo propio del cine negro, una
doble persecución: Deckard en busca de los replicantes y estos en busca de Tyrrel, su
creador. La comparación con Laura, título que ya habíamos visto, no sólo nos permitió
ahondar en algunos rasgos del cine negro; también sirvió para comprobar cómo Blade
Runner es capaz ir más allá de la ambigüedad moral de los personajes, tan característica
de ese género, para convertirla en ambigüedad vital y hacer que nos preguntemos si será
el propio Deckard un replicante, o si de hecho no son más humanos que nosotros los
replicantes, dada su conducta y sus motivaciones. En este sentido la figura de papel con
forma de unicornio que Gaff deja a la salida del departamento del protagonista y la
sonrisa de este cuando lo ve garantizan horas de agradable discusión.
Por último, la cercanía del 2019 invitó a hacer algún pronóstico, con la
correspondiente comparación respecto de 1984, la novela de Orwell, que junto a la citada
Metrópolis, La máquina del tiempo de H.G. Wells, y Frankenstein, la versión moderna del
mito prometeico, fueron referencias que se introdujeron a lo largo del coloquio.
La primera secuencia de esta película nos permitió hacer un ejercicio para entrenar
la actitud de nuestros espectadores. Para analizar la cantidad de información que tenemos
sobre la historia en los primeros minutos nos hacemos las siguientes preguntas:
¿qué información recordamos de esta secuencia?
¿cómo es el lugar en el que empieza la acción?
¿qué sabemos del personaje que llega al pueblo por su comportamiento (tira la cerilla al
chico, cruza la calle sin mirar, el trato que le da a la chica del bar-, los gestos, el vestuario)?
¿a qué ha ido al pueblo?
¿es casualidad la aparición del coche de policía?
De este modo comprobamos que en pocos minutos se nos cuenta la esencia del
conflicto, y se nos plantea el interrogante que pone en marcha la trama. Por otra parte, la
omisión del protagonista en esta primera secuencia responde a una estrategia que
descubrimos a lo largo de la película: se van abriendo interrogantes que despiertan el
interés del espectador, al tiempo que se responde a los anteriores. ¿A quién buscan? ¿Irá
Jeff al encuentro de Whit? ¿Matarán a Jeff en la encerrona que le preparan con el contable?
¿Encontrará Jeff a Kathie? ¿Descubrirá Whit que Jeff ha encontrado a Kathie y se ha
enamorado de ella? ¿Encontrará el antiguo socio de Jeff a su ex-compañero? ¿Se quedará
Jeff con Ann o con Kathie? Y así sucesivamente.
El número de películas herederas del cine negro que han llegado a las pantallas
desde que este desapareciera a finales de la década de los 50 atestiguan la influencia que
dicho género ha ejercido sobre la producción cinematográfica posterior. Etiquetadas con el
sello thriller, que literalmente significa escalofrío, y que ha llevado al cine a millones de
espectadores, hemos visto películas tan heterogéneas como Harry el sucio (Don Siegel,
1971), El cartero siempre llama dos veces (Bob Rafelson, 1981), Muerte entre las
flores (Joel Coen, 1990), Análisis final (Phil Joanou, 1992), o En la ciudad sin límites
(Antonio Hernández, 2001); es decir, dentro de este gran cajón de sastre han sido incluídas
policíacos, películas de gángsters, de intriga, tramas psicológicas, de acción, con la sola
condición de que el ejercicio de la violencia estuviera presente. En su gran mayoría estas
películas beben de los clásicos del cine negro, y por todo ello, nos disponemos a analizar los
rasgos que nos permitirán identificar en el futuro una película perteneciente al género que
nos ocupa.
Pero antes de señalar los perfiles de un film noir empezamos recurriendo a la
definición que ofrecen Carlos Heredero y Antonio Santamarina en su excelente ensayo “El
cine negro” para establecer la noción de género. Se entiende este como un molde, un
patrón de fabricación de películas, que sigue un modo de producción concreto, y que
además se sustenta sobre la conexión con el imaginario de la audiencia. Es interesante el
matiz que subrayan indicando que para que una serie de películas puedan llegar a
conformar un género es preciso que la expresión narrativa de tales ficciones sea capaz de
hundir sus raíces en la conciencia colectiva hasta conseguir que el modelo funcione como
metáfora de la sociedad en la que se inscribe.
En este sentido, recordamos que el cine negro refleja la gran transformación vivida
por los EE.UU. a raíz de un vertiginoso desarrollo industrial y económico que partiendo de
una sociedad rural –la que vemos en los western-, desemboca en una profunda crisis
económica en 1929, después de pasar por una etapa de enriquecimiento rápido. Este
género nos ofrece una visión pesimista del paisaje social de su época, y penetra en la cara
oculta del sueño americano, que también tiene una vertiente desintegradora muy potente, y
en el que caben la corrupción y la falta de escrúpulos más sangrante.
Una vez sentada esta base, el primer rasgo genérico en el que reparamos es la
articulación de la acción en torno a triángulos de personajes en los que uno de los vértices
resulta conflictivo. Y así somos capaces de reconocer varios, Ann, la chica del pueblo, con su
novio de toda la vida y con Jeff en medio; Whit, el mafioso, y Kathy, de nuevo con Jeff
entre ambos; Ann y Kathy luchando por Jeff, el protagonista.
A todos nos resulta familiar, al hablar de cine negro, esa iluminación dominada por
los contrastes entre luces y sombras creadora de una atmósfera asfixiante, y que expresan
visualmente una ambigüedad moral muy usual en estos personajes. Buscando contrastes
llamativos destacamos la imagen de Jeff cuando le está contando su pasado a Ann durante
el viaje en coche, camino de su encuentro con Whit. Vemos su rostro en sombra junto al de
la dulce Ann, que está brillantemente iluminado. La fotografía nos está informando de que
ese trabajador honesto que se gana la vida con su taller también tiene un lado oscuro;
como todos. Sobre este aspecto, también apreciamos una clara diferencia entre la fotografía
presidida por la luz en las secuencias que transcurren en Bridgeport, el pueblo, y la que está
dominada por las sombras en las que se desarrollan en Nueva York. Con ello se separa
claramente el estilo de vida rural, más puro, del urbano, en el que las traiciones y los
chantajes forman parte de las relaciones humanas con frecuencia. Es obligado destacar el
nombre del director de fotografía, Nicholas Musuraca, que cuenta en su haber con trabajos
de la talla de La mujer pantera o La escalera de caracol. La raíz expresionista de este estilo
de iluminación es fácil de entender para los asistentes que vieron en su día Metrópolis o
Fausto, ofrecidas en el cine club en años anteriores, y que permiten una comparación
inmediata. Y es que el éxodo de técnicos europeos, especialmente alemanes, que huyen del
fascismo dejó una profunda huella en la producción de Hollywood de la época.
Vemos también como toda la iconografía y la ambientación que caracterizan al cine
negro están presentes en Retorno al pasado: un contexto urbano en el que nunca es de
día, sólo hay escenas nocturnas, y la luz más intensa procede de los faros de coches que
iluminan la oscuridad de la ciudad; un vestuario en el que abundan las gabardinas y los
sombreros; un ambiente de corrupción moral en el que nada es lo que parece y el
materialismo parece el único principio que guía las decisiones de los personajes.
En cuanto a los tipos humanos que forman parte del paisaje del film noir destacan
la mujer fatal, el detective, y el mafioso que encarna la maldad lisa y llana. Entre las
maestras en el arte de la simulación y la falsedad, que tienen en la seducción y el atractivo
sexual su mejor arma, la que protagoniza esta película, Kathie, está a la altura de las más
grandes de la pantalla. Los que habían visto Perdición el año anterior recordaban a Barbara
Stanwyck; en la temporada siguiente (2002-2003) vimos a Marlene Dietrich encarnando en
El ángel azul a otro genuino ejemplar de esta especie, y, ya puestos, recordamos a Jean
Simmons en Cara de ángel, a Ava Gardner en Forajidos, y a Joan Bennet en Perversidad. En
cuanto al detective Jeff Markham, sus móviles son tan turbios como el ambiente en el que
se desenvuelve, y su trabajo está tantas veces dentro del límite de la ley como fuera; es un
individualista nato que sobrevive en medio de corrupción y sobornos, haciendo de la
ambigüedad una profesión en la que cabe la traición a sus clientes.
En cuanto a los recursos narrativos, vemos que el uso del flash-back y la voz en off
también son muy propios de estas películas; y como en el caso de la iluminación tienen una
justificación narrativa, ya que las claves para entender el presente que estamos viendo
están en el pasado, de ahí el salto temporal hacia atrás. Aquí encontramos un ejemplo muy
elaborado de utilización de este recurso porque a la vez que un viaje en el tiempo
presenciamos un viaje en el espacio: el recorrido en coche durante el cual Jeff Markham le
cuenta su vida a Ann.
También es objeto de comentario el vivero que supuso la novela negra para este
género: sus relatos eran fácilmente trasladables a la pantalla gracias a la descripción
conductista de los personajes, los diálogos secos y cortantes extraídos del argot callejero y
construídos a base de réplicas, y los saltos temporales que ya estaban en las narraciones y
que encajaban perfectamente con procedimientos cinematográficos como el flash-back o la
elipsis. Dashiell Hammet o Raymond Chandler no eran desconocidos para algunos de los
presentes.
Y dada la temática de la película, en la que vemos varios crímenes y además hay
un fuerte componente sexual en las relaciones entre los protagonistas, surge la cuestión de
la censura. Ello nos da pie a contar cómo esta se autorregulaba por los propios estudios –
mejor hacerlo nosotros antes de que lo que hagan otros, pensarían- y en qué consistía el
Código Hays. Recomendamos encarecidamente la lectura del capítulo titulado “La censura y
el código de producción” a cargo de Richard Maltby, contenido en el volumen VIII de la
Historia General del Cine editada por Cátedra. Pero nos resulta más útil a nuestro propósito,
una vez más, la concisión y la amenidad no exenta de ironía de Román Gubern en su
impagable Historia del Cine, de la Editorial Lumen. Explica Gubern y contamos nosotros que
en 1930 se implanta el Código Hays de autocensura mediante el que los grandes estudios
se autoimponen el objetivo de que las películas americanas presenten una sociedad
inmaculada, confortable, justa, ponderada, estable, aséptica y tranquilizante, en donde la
lacra y el error son sólo pasajeros y accidentales. El puritanismo que acarrea esta filosofía
no alcanza sólo a la moral sexual, sino también a la social, la política y hasta la racial. Y así
hasta 1956 estuvo vigente un precepto del Código Hays que prohibía mostrar relaciones
amorosas entre blancos y negros. Aunque son más conocidos otros artículos como el que
obligaba a que las parejas tuvieran camas separadas en sus dormitorios, o el que regulaba
la cantidad de comida que debía aparecer en los platos durante la época más dura de la
Depresión. Es decir, no sólo se trata de medir la duración de los besos y la longitud de los
desnudos.
Resultado de todo ello es que una película no podía ser exhibida sin el sello de la
PCA, el organismo que regulaba la aplicación del Código de producción, es decir, de la
censura. Hasta que en 1950 un distribuidor independiente, Joseph Burstyn, se negó a hacer
dos cortes menores a Ladri di biciclette, de Vittorio de Sica, y esta se exhibió en salas de
estreno sin el famoso sello. Consecuencias más graves tuvo que United Artist, es decir,
alguien del sistema, se negara a modificar la comedia de Otto Preminger The moon is blue.
Esta se convirtió en la primera producción de una gran compañía en ser exhibida sin sello, y
fue la decimoquinta película en recaudación bruta de 1953.
En lo referente al crimen, los estándares de la PCA requerían que <<los resultados
del crimen deben ser a la larga desastrosos para el criminal, de forma que la impresión que
quede es que el crimen será inevitablemente descubierto, tarde o temprano, y llevará a una
catástrofe que hará descender a la insignificancia la ganancia obtenida con él. Las
consecuencias deben derivarse lógica y convincentemente del crimen y deben ocupar una
proporción razonable de la película.>>