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TEMA II: LA MONARQUÍA DE LUIS XIV

1. Introducción a la Francia de Luis XIV

Con la muerte del cardenal Mazarino en marzo de 1661 comenzó el gobierno personal de
Luis XIV. Reinó durante setenta y dos años, y durante cincuenta y cuatro controló personalmente
el gobierno del país. Ha sido considerado como el máximo exponente del absolutismo, y su poder e
influencia ha llevado a los especialistas a designar la segunda mitad del siglo XVII como “la era de
Luis XIV”. Esta imagen de Luis XIV procede en buena medida de Bossuet, coetáneo del monarca
que elaboró la idea de su procedencia divina. Para Bossuet, la majestad, que colocaba al rey por
encima de todos sus súbditos, no era la pompa ni el brillo, sino la imagen de la grandeza de Dios en
el príncipe. El rey podía ser visto con una reverencia equivalente a la de la divinidad, pero también
debía comportarse como verdadera imagen de Dios si quería ser digna de devoción y obediencia.
Por otro lado, cuando tratamos de analizar el fenómeno del absolutismo a través de la
historiografía encontramos un tema recurrente, que se remonta al siglo XIX, y que trata de buscar
en las prácticas absolutistas el origen del Estado Moderno. Sin embargo, la mayor parte de las
nuevas interpretaciones consideran que el absolutismo hunde sus raíces en una organización
estamental del estado. En el caso francés se insiste en que los objetivos de la Corona francesa se
movieron siempre dentro del marco del “sistema antiguo” y que, a pesar de todos los intentos por
recomponer e incrementar la autoridad monárquica, el rey siempre estuvo dispuesto al compromiso
con las fuerzas del antiguo orden.

2. Los inicios de su reinado personal

Pocas horas después de la muerte de Mazarino, Luis XIV dejó claro que a partir de
entonces gobernaría sin primer ministro. Era un momento propicio para tomar tan trascendental
decisión: las tensiones internacionales habían remitido tras los tratados de paz de 1648-1659; la
oposición había sido acallada al finalizar la Fronda; y el fortalecimiento institucional del Estado
estaba en plena progresión.
Esta posición no significaba que renunciara a sus consejeros: mantuvo en sus puestos a los
principales colaboradores de Mazarino con la excepción de Fouquet, quien, por orden del monarca,
fue arrestado y destituido bajo la acusación de corrupción y malversación de caudales públicos,
siendo finalmente condenado a cadena perpetua.

3. Desarrollo y fortaleza administrativa

La necesidad de mayor efectividad y eficiencia en el gobierno aceleró la formación de un


aparato administrativo central dependiente exclusivamente del monarca. De esta manera, en 1661
el antiguo Consejo del Rey se había dividido en varios consejos especializados:

— El Consejo Superior, que era el verdadero consejo de gobierno en el que se examinaban


los asuntos más importantes de política interior y exterior.
— El Consejo de Despachos, que reunía a los secretarios de Estado y en el que se leían los
despachos recibidos desde las provincias y se elaboraban las respuestas.
— El Consejo de Hacienda, que incluía en su seno a los intendentes y, a partir de 1665, al
inspector general de Finanzas, que era su cabeza. Desde este organismo se planificaban
los asuntos financieros y económicos de la monarquía.
— El Consejo de Estado, que se diferenciaba de los anteriores por ser mucho más numeroso,
prácticamente una asamblea, y que reunía a secretarios de Estado, ministros de Estado y
magistrados profesionales. Constituía la jurisdicción suprema en materia civil y
administrativa. Estaba presidido por el canciller, jefe de la magistratura y teóricamente el
segundo personaje del reino en dignidad tras el monarca. No obstante, con Luis XIV el
canciller tuvo un papel poco relevante y su cargo fue mas bien de naturaleza honorífica.

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En los altos cargos de la Administración Luis XIV sustituyo a los miembros de la alta
nobleza y del alto clero por personas recientemente ennoblecidas, y que debían al monarca su
posición y fortuna. El aristocrático duque de Saint-Simon denunció resentido esta forma de actuar
del monarca afirmando: “como resultado, el buen nombre de la alta nobleza ha quedado empañado
por un montón de gentuza”. El núcleo del gobierno estaba representado por los cuatro secretarios
de Estado, ocupados respectivamente de Asuntos Exteriores, Marina, Guerra y Casa Real, más el
inspector general de Finanzas.
Por otra parte, para conseguir implantar las decisiones del rey y de sus ministros en las
provincias, la administración central debía contar con funcionarios eficientes que las hiciesen
cumplir. Esta tarea fue encomendada a los intendentes que, aunque habían cumplido ya
importantes tareas durante los gobiernos de Richelieu y Mazarino, con Luis XIV y Colbert fueron
destacados en todas las provincias con carácter permanente. La obra quedo completada en 1689
cuando Bretaña, la provincia más celosa de sus leyes tradicionales, contó con su intendente. Estos
funcionarios se convirtieron en los grandes instrumentos del fortalecimiento de la autoridad
monárquica.

4. El control de las instituciones políticas preexistentes

Esta monarquía con pretensiones fuertemente centralizadoras se superpuso a la estructura


social y a las instituciones políticas ya existentes, privándoles de gran parte de su poder. Los
Estados Generales no volvieron a convocarse, aunque no fueron abolidos. Asimismo, los
parlamentos, los gobernadores de provincia, los gobiernos municipales y los estados provinciales
experimentaron la merma gradual de su poder efectivo, pero tampoco desaparecieron.
Los parlamentos o “cortes soberanas”, integrados por magistrados que poseían su oficio
en propiedad, actuaban como los tribunales supremos de apelación en sus respectivas provincias.
Su función más importante consistía en que ningún edicto real tenía fuerza de ley en estas regiones
hasta que no fuese registrado por el correspondiente parlamento. Si durante la Fronda estos
organismos habían bloqueado eficazmente la acción real, Luis XIV les obligó, bajo estrecha
vigilancia de los intendentes, a publicar y registrar sus ordenanzas y declaraciones tan pronto como
las recibiesen.
Los gobernadores de provincias siguieron siendo grandes nobles pero, tal y como se había
demostrado en la Fronda, el disfrute de cierto grado de autonomía en las provincias podía dirigirse
contra la autoridad real. Por esta razón, Luis XIV no volvió a nombrar gobernadores vitalicios. Los
cargos se otorgaban por un plazo de tres años renovables sólo si el comportamiento del titular
resultaba satisfactorio. Además, estos gobernadores permanecían gran parte del tiempo en la corte,
buscando la concesión de algún cargo o pensión, por los que sus funciones pasaron a ser
desempeñadas en la práctica por los leales intendentes.
Respecto a los gobiernos municipales, el desarrollo del poder de los intendentes aumentó
la interferencia del gobierno central en los asuntos locales. Con el pretexto de poner en orden los
asuntos económicos de los municipios, con frecuencia endeudados, el intendente se convirtió en el
árbitro de la administración municipal. También, tras la Fronda, las oligarquías urbanas se vieron
privadas del derecho de elegir a sus magistrados municipales, siendo nombrados éstos en los
sucesivo por el monarca, y en muchos casos adquiridos los oficios por compra con el beneplácito
de la corona.
Por último, los estados provinciales siguieron existiendo en algunas regiones conocidas
como los pays d´états. La diferencia más importante entre éstos y los llamados pays d´élections era
que en los primeros los impuestos sólo podían recaudarse con el consentimiento de los “estados”,
asambleas integradas por miembros de la nobleza, el clero y el estado llano, mientras que en los
segundos el rey no tenía que contar con nadie para imponer sus derechos fiscales. Por ello, lo
normal era que en los pays d´états se recaudasen menos tributos que en el resto de las provincias.
Sin embargo, durante el gobierno de Luis XIV los estados provinciales se vieron privados de sus
prerrogativas, siendo sus diputados bien intimidados o bien sometidos mediante sobornos.

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5. El control religioso

La concepción absolutista del poder puesta en práctica por Luis XIV le llevó a adoptar
como divisa de su quehacer en materia religiosa el lema: “Un Dios, una fe, una ley, un rey”. Las
relaciones entre la Corona francesa, la Iglesia católica y el papa fueron a veces extremadamente
dificultosas. Los conflictos se originaban a la hora d establecer límites entre las respectivas
autoridades de monarca y pontífice. Luis XIV contaba con un instrumento de gran eficacia para
conjurar las interferencias papales en los asuntos de la Iglesia en Francia, que eran las llamadas
“libertades galicanas”. Su origen databa de la Alta Edad Media y permitían a la Iglesia francesa
gozar de cierta independencia frente a la autoridad papal. En virtud de estas libertades, a principios
del siglo XVI se había acordado que los obispos de algunas diócesis podían ser nombrados por el
rey, siempre que después el papa los invistiese, lo que garantizaba al monarca un clero obediente.
Contrarios a estas prerrogativas fueron, sobre todo, los jesuitas y las órdenes mendicantes, quienes
defendían que el papa era la fuente de toda autoridad dentro de la Iglesia.
El principal conflicto derivado de estas tensiones fue la orden unilateral de Luis XIV,
materializada a sugerencia de Colbert en 1673, de extender a todo el territorio francés el llamado
“derecho de regalía”. Este derecho consistía en que el rey podía recibir y administrar los ingresos
de ciertas diócesis francesas a la muerte de un obispo hasta que su sucesor prestase juramento de
fidelidad al monarca. La mayoría de los obispos acataron esta disposición, pero hubo dos que
expresaron su malestar en forma de protestas ante el papado, e Inocencio XI intervino en su
defensa. Entonces la mayoría del clero francés, azuzado por el rey, protestó por lo que consideraba
una intromisión en las libertades de la Iglesia galicana, y pidieron al rey que convocar una
Asamblea General del Clero. En ella, por mediación de la presión monárquica, se aprobaron en
1682 cuatro propuestas conocidas como los “Artículos Galicanos”.
A través de ello se insistía en la superioridad de los concilios frente a los papas, y se
abundaba en el peso de las libertades tradicionales de la iglesia francesa. El papa anuló las
disposiciones de la Asamblea y negó la investidura canónica a todos los nuevos obispos
nombrados por el rey, lo que condujo a una situación de bloqueo tal que en 1688 treinta y cinco
diócesis francesas estaban vacantes. El rey se incautó entonces de la ciudad papal de Avignon,
llegando a barajarse la posibilidad de que la iglesia francesa se separase de Roma. No obstante, las
dificultades exteriores obligaron al rey a buscar la neutralidad del papa en los conflictos
internacionales y, finalmente, la muerte de Inocencio XI en 1689 propició la solución. En 1693
Inocencio XII reconoció a los obispos tras firmar éstos una retractación y, a cambio, Luis XIV dio
marcha atrás al edicto que establecía que los “Artículos Galicanos” se enseñasen en las escuelas y
seminarios de toda Francia.

5.1. La cuestión jansenista y la revocación del Edicto de Nantes

El jansenismo fue un movimiento de renovación nacido en el seno a partir de una obra –el
Agustinus– escrita por Cornelius Jansen. Muy influenciado por san Agustín, Jasen afirmaba que los
seres humanos eran incapaces de alcanzar su salvación sin la gracia de dios. Abogaba, además, por
una disciplina eclesiástica estricta y una moral religiosa. Con tales postulados, el jansenismo se
acercaba peligrosamente a las tesis de Calvino; sin embargo, muchos encontraros atractivos sus
principios, siendo por intelectuales como Pascal o Racine. El jansenismo también encontró acogida
en ciertos círculos parlamentarios y episcopales, y en el convento de Port-Royal des Champs, cerca
de Versalles. Frente a todos ellos, los jesuitas opinaban que el jansenismo negaba la libertad y la
responsabilidad de los individuos. Por su parte, Luis XIV se mantuvo siempre hostil hacia los
jansenistas, a quienes consideraba peligrosos para la iglesia y el Estado. En 1668 se llegó a un
acuerdo, temporal, conocido como Paz de la Iglesia, en el que el clero jansenista y el papado
aceptaban una situación de compromiso. Además, en los años siguientes Luis XIV iba a resolver la
cuestión religiosa protestante.
La unidad confesional era para Luis XIV un requisito necesario para el fortalecimiento del
estado. Este principio convertían al Edicto de Nantes (1598) y al Edicto de Alés (1629), que
garantizaban la armonía política y religiosa entre católicos y protestantes, en un compromiso

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necesariamente provisional. De esta manera, en los primeros años de la década de 1680 se hicieron
esfuerzos para suprimir el culto protestante en privado y excluir a los protestantes de ciertas
profesiones. A esta presión legal se sumó pronto la militar. Utilizando un procedimiento tradicional
que consistía en imponer el alejamiento de los soldados a los malos contribuyentes y a los súbditos
rebeldes, el intendente de Poitiers decidió en 1681 alojar a los “dragones” en las casas de los
hugonotes más ricos e influyentes. La iniciativa se extendió por las regiones del sur, y como
resultado ciudades y pueblos abjuraron en bloque del protestantismo. Finalmente, en octubre de
1685 Luis XIV revocó completamente el Edicto de Nantes a través de la emisión del Edicto de
Fontainebleau. Se establecía la destrucción de los templos hugonotes y la expulsión de los pastores
protestantes del reino. El resto de hugonotes debía convertirse al catolicismo y se les prohibía
emigrar; aun así, el éxodo de los hugonotes tras la conversión forzosa se sitúa en torno a 250.000
personas, que encontraron refugio en Inglaterra, Suiza y Holanda.
Se han discutido mucho las razones del monarca para abandonar la tolerancia religiosa.
Entre las esgrimidas se suele señalar la evolución de su piedad personal; la influencia de su esposa
secreta, Madame de Mainteon, ferviente católica; y, sobre todo, el deseo de demostrar al papa, tras
los enfrentamientos mantenidos con él, que su fe era tan sólida como para expulsar a los
protestantes de Francia y así fortalecer su imagen de Rey Cristianísimo, que quedó inmortalizada
en el anverso de las medallas conmemorativas cuñadas tras la revocación.

6. El control económico. Fiscalidad y colbertismo

Resulta obvio comenzar este apartado aclarando que el concepto “planificación


económica” tal y como hoy lo entendemos, no existe en un periodo en el que, inmersos en
sociedades básicamente agrícolas, una mala cosecha suponía hambre y miseria generalizadas. No
obstante, las monarquías absolutas y particularmente la de Luis XIV extrajeron de la doctrina
absoluta legitimidad para todo tipo de actuaciones, incluidas las económicas.
El problema básico a resolver era la financiación suficiente de la propia monarquía en
todas sus facetas, y a este primordial objetivo se orientó la “política económica”, que estuvo en
manos de Colbert hasta su muerte en 1683. Una parte del problema de la financiación de la
monarquía quedaba solucionado teóricamente con la creación de una administración fiscal,
centralizada, que mejoraba la recaudación tributaria y en la que los intendentes eran la pieza clave.
No obstante, era necesario adoptar otras medidas que contuvieran el gasto e incrementasen los
ingresos. Entre 1660 y 1672 Colbert consiguió equilibrar el presupuesto gracias a la baja intensidad
de las acciones bélicas y a un conjunto de medidas encaminadas a reducir gastos, eliminando
cargos obsoletos, algunas pensiones y revisando a la baja los intereses de la deuda real. El aumento
de los ingresos se conseguiría a partir del incremento en los impuestos indirectos: la gabela de la
sal y los derechos de aduana sobre la circulación de mercancías. No obstante, con el inicio de la
guerra con Holanda, en 1672, comenzaron las dificultades financieras. Los gastos cada vez eran
mayores, debido a la política agresiva del rey en Europa, la construcción de Versalles y el
mantenimiento de la corte. La presión fiscal aumentó y el recurso a los “medios extraordinarios”
tales como venta de cargos, préstamos de particulares, enajenaciones de patrimonio real… se
generalizaron.
La teoría y la práctica de la política económica absolutista han hallado una designación
general bajo el nombre de mercantilismo, cuyo objetivo era asegurar la grandeza del monarca. Éste
fue el sustrato de toda la política de Colbert, que no descubrió la doctrina pero la impuso con
esfuerzo sistemático y éxito relativo. En materia comercial, era básico aumentar el comercio
exterior, y hacerlo con barcos franceses, ya que a mediados del siglo XVII la flota holandesa
monopolizaba los intercambios internacionales con Francia. En 1664 Colbert fundó la Compañía
de las Indias Orientales, a la que se otorgó la exclusividad del comercio francés en el este. De
acuerdo con parámetros similares se crearon otras compañías para comerciar con América, África,
y con el Norte de Europa. Pero la clase media consideraba arriesgado invertir su dinero en lo que
calificaban como “aventuras especulativas”. Ante semejante fracaso, el comercio exterior francés
quedó libre de este intento de monopolización, aunque se impuso a los comerciantes la obligación

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de que usasen los barcos de la Compañía. Respecto al comercio interior, se procuraron mejoras en
las infraestructuras viarias, fluviales y terrestres.
La protección de las manufacturas francesas se consideró una prioridad que quedo
cubierta por una reglamentación aduanera tan dura que, en la práctica, suponía la prohibición de
los productos ingleses y holandeses. Al mismo tiempo, se propició la mejora en la calidad de la
producción nacional estableciendo unos reglamentos que fijasen los detalles técnicos de la
fabricación. Por último, se fundaron manufacturas privilegiadas que disfrutaban de un trato fiscal
privilegiado cuya propiedad podía ser privada o estatal.
Respecto a la valoración de estas acciones, en ocasiones se han magnificado los límites
del colbertismo. En primer lugar, hay que señalar que Colbert era ente todo un experto en
administración, no un economista, y por ello muchas de sus iniciativas dirigidas a reglamentar y
controlar la producción no propiciaron la modernización de la producción sino su estancamiento.
Además, el propio rey, que apoyó las medidas de Colbert cuando le fue posible, las desbarató
cuando así lo exigían las urgencias de las guerras. Al fin y al cabo, la riqueza del reino era tan sólo
un medio para conseguir la grandeza del monarca. Por otro lado, los sectores implicados en la
modernización no aceptaron con agrado las reformas, y los nuevos funcionarios chocaron con las
antiguas estructuras corporativas, lo que en muchas ocasiones les impidió desarrollar las medidas
establecidas. Colbert tampoco logró hacer del país un mercado interior único con aduanas
exteriores comunes. Por último, debe señalarse que, a pesar de que la Francia del siglo XVII seguía
dependiendo fuertemente de la producción agrícola; pero Colbert apenas dedicó atención a esta
faceta de la economía. No obstante, y pese a las carencias, se obtuvieron algunos resultados: pese
al fracaso de las compañías comerciales privilegiadas, se consiguió aumentar el alcance de la
industria francesa y la calidad de sus productos; se mejoraron las comunicaciones interiores –un
ejemplo sería el famoso Canal des deux Mers, que unía el Atlántico con el Mediterráneo–; y la
marina mercante prácticamente duplicó su tonelaje en dos décadas.

7. La reforma militar

El casi continuo estado de guerra en Europa fue para muchos soberanos la excusa para
perpetuar un ejército permanente en armas, que constituía un instrumento de poder dispuesto a
intervenir tanto en el exterior como en el interior. En esta línea, el ejército francés fue modernizado
a fondo: desde la adopción de nuevas técnicas bélicas hasta la instauración sistemática de
organismos para el suministro de soldadas, aprovisionamiento, armamento especializado y
uniformización de los soldados. El maestro en materia militar de Luis XIV fue Turenne, nombrado
mariscal general –título de nuevo cuño que le ponía a la cabeza de toda la maquinaria militar– en
1660. Le Tellier y su hijo Louvois, los dos sucesivos secretarios de estado para la guerra, fueron
los dos grandes apoyos con os que contó Turenne en la tarea de reorganizar el ejército. Se
consiguió alcanzar a comienzos de la guerra de Sucesión española cerca de 400.000 hombres en
armas, casi diez veces más que el número de tropas existentes en 1660. Junto al armamento del
personal, se fortaleció la disciplina mediante la elaboración de un número creciente de ordenanzas
militares; la introducción de funcionarios de la administración civil en el ejército para que
realizasen actividades de vigilancia; y a través de la formación sistemática de la oficialidad en
escuelas de cadetes. Con todo ello, puede entenderse que más de la mitad de los presupuestos
anuales de la monarquía se destinasen al ejército.
Pero el rasgo más destacable de toda la reforma fue el sometimiento sin condiciones de
los jefes militares a la autoridad de la Corona. La dirección de la guerra pasó a ser controlada por el
gabinete, y se privó progresivamente a los oficiales de las decisiones en campaña. Así, la reforma
del ejército fue uno de los ejemplos más evidentes del carácter innovador del reinado de Luis XIV.

8. Política y cultura de corte: Versalles

Luis XIV no inventó la corte; el agrupamiento de nobles, magistrados, pretendientes y


pleiteantes… en torno a la persona del rey era una constante en las monarquías europeas desde el
siglo XV. Pero, como novedad, Luis XIV dotó a la corte de una función política destinada en

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último extremo a fortalecer la autoridad real. La corte debía proporcionar un marco espléndido y
brillante al rey y a su familia, no sólo para satisfacer la vanidad real, sino para dar fuerza a
determinadas expectativas y pretensiones. Cada faceta de la rutina diaria de Luis XIV se realizaba
ante la atenta mirada de los cortesanos que rendían “culto” a su persona. Desde que se levantaba
–el lever– hasta que se acostaba –el coucher– todo era una ceremonia pública, y los
“espectadores”, siguiendo la lógica de la sociedad cortesana, adquirían prestigio al estar presentes
en estos actos de magnanimidad. Las representaciones teatrales, fiestas y bailes en los que el rey
participaba personalmente, encarnando personajes que emanaban gloria y poder –Marte, Apolo,
Alejandro Magno…– tenían como objetivo fundamental adoctrinar a la corte mediante imágenes
continuas que ponían de relieve la grandeza del monarca. En el mismo sentido deben interpretarse
la restauración y ampliación de los palacios reales, destacando la magnífica construcción de
Versalles. Su construcción en pleno campo, además, mostraba al resto del mundo que los reyes
franceses, tras la experiencia de la Fronda, no temían residir fuera de los muros de la capital.
Versalles ayudó a confirmar la recuperación de la autoridad monárquica y allí se trasladó la corte
en 1682.
La Corte sirvió también para atraer al entorno inmediato del rey a la nobleza, tanto de toga
como de espada. Su presencia continuada ante el monarca era el único modo de obtener honores,
cargos y prestigio. La llamada “domesticación” de la nobleza se consuma por este sistema,
articulando una sociedad cortesana que sólo puede engendrarse y concebirse, como afirmaba
Norbert Elias, en la especial constelación del absolutismo. La corte del Rey Sol y el modelo de
gobierno francés influyeron como modelo y ejemplo para amplias zonas del continente. De aquella
fascinación no escaparon ni los modos de vestir ni ciertas costumbres, y el francés pasó a ser una
lengua universal en la que se comunicaban las élites europeas. La arquitectura, la escultura, la
pintura, los diversos géneros literarios, la música, las inscripciones y medallones… toda expresión
cultural del gobierno de Luis XIV, por nimia que fuese, no sólo reflejaba una autorrepresentación
del absolutismo, sino que eran elementos constitutivos de una política cultural sistemática, que
ponía a la misma altura la realidad del predominio cultural y la hegemonía política.

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