Está en la página 1de 9

TEMA I.

ECONOMÍA Y SOCIEDAD EN EL SIGLO XVII

1. De la teoría de la “crisis general” al énfasis en el impacto desigual

A mediados del siglo XX, la historiografía consideró que el concepto de “crisis general”
era el más adecuado para definir los rasgos básicos del siglo XVII europeo. Sin embargo, este
concepto se ha precisado y matizado cada vez más, alegando su carácter polisémico: crisis puede
significar desde un cambio brusco de carácter coyuntural hasta una recensión prolongada, o un
proceso de transformación de carácter coyuntural.
La formulación de la teoría de la “crisis general” fue reforzada por la interpretación
cuantitativista del periodo. La “revolución de los precios” había culminado a finales del siglo XVI,
y lo que caracterizó al siglo XVII fue su estancamiento o retroceso. La correlación entre la
evolución de los precios y la afluencia de metales preciosos americanos parecía muy estrecha
según los estudios, a partir de los estudios oficiales, realizados por Hamilton. Así, 1590 había sido
la culminación de un proceso ascendente, y a partir de entonces comenzó a revertirse la tendencia,
precipitándose la caída a partir de 1630 y llegando a alcanzar niveles catastróficos en la década de
1650. En la misma línea se orientaba la tendencia general de otros indicadores económicos: el
crecimiento demográfico del siglo XVI había comenzado también a ralentizarse a finales de siglo,
sucediéndole una fase de estancamiento durante la primera mitad el siglo XVII y acentuándose la
tendencia negativa con posteridad. La caída de la producción agrícola también resulta evidente si
se contempla desde mediados del siglo XVI. La actividad industrial registra asimismo graves
dificultades, que afectaron especialmente a los centros urbanos textiles que gozaban de mayor
tradición manufacturera, como los ubicados en el norte de Italia o sur de Países Bajos. Finalmente,
la crisis comercial y financiera que tuvo lugar entre 1619 y 1622 fue de tal intensidad que Romano
ha situado en ella el inicio de la propia crisis general de la centuria.
Sin embargo, todos los indicadores aludidos han sido objeto de revisión, matizándose el
carácter general de las dificultades sufridas por la economía europea. En esta labros se ha
distinguido Morineau, corrigiendo los datos de Hamilton sobre la llegada de metales preciosos,
recalcando que los elevados niveles de fraude invalidan la información obtenida. Con fuentes
alternativas se puede comprobar que el ritmo de afluencia de metales preciosos americanos no
retrocedió, sino que se mantuvo estancada a mediados del siglo XVII y durante la segunda mitad
superó los niveles máximos de finales del XVI. Asimismo, Morineau plantea que no se puede
identificar mecánicamente un retroceso en los precios con una fase de crisis; pues esta disminución
en el nivel de precios probablemente redundase en beneficio de los compradores, que debían
constituir la mayoría de la población. Ello no quiere decir que la población europea no se viese
afectada por las dificultades, pero éstas no tuvieron el carácter continuo y general que se les ha
atribuido habitualmente. Para Morineau, más que una recesión generalizada lo que se produjo fue
la sucesión de una serie de crisis con distinta intensidad y amplitud, algunas de las cuales tuvieron
una coincidencia temporal, pero afectando de forma desigual a los diversos territorios y sectores
económicos.
Es, pues, la desigualdad en el impacto de “las crisis” lo que tiende a subrayarse en la
actualidad. En término muy generales puede decirse que su impacto fue más precoz en el área
mediterránea; por el contrario, en el noroeste de Europa su incidencia fue más tardía, teniendo
lugar entre mediados del siglo XVII y el primer tercio del XVIII. En cuanto a los sectores
económico, los efectos fueron más severos en el ámbito agrícola que en el industrial y el comercial,
con grandes disparidades a su vez dentro de ellos. Lo mismo puede decirse del ámbito territorial:
su incidencia fue más intensa en los países mediterráneos y en Europa oriental. En Francia, Europa
central y Escandinavia se produjo más bien un estancamiento o leve retroceso; en cambio, en las
Provincias Unidas e Inglaterra se registró un proceso de crecimiento.
Esta desigual incidencia de la crisis permitió la realización de importantes
transformaciones. Se produjo una intensa redistribución del potencial económico, favoreciendo una
mayor integración del sistema económico europeo y desplazándose su eje de gravedad desde el
Mediterráneo hacia el área noroccidental del continente. Esta región articuló en su favor la

1
creciente división internacional del trabajo que se estaba operando en la “economía-mundo”
europea. Tanto en esta zona como en el resto del continente se realizaron transformaciones que
favorecieron un incremento en la interrelación e integración de los mercados, sentando las bases
para la consolidación del capitalismo.

2. Las controversias sobre las causas y la naturaleza de la crisis

En un principio se tendió a recurrir a explicaciones monocausales para determinar el


origen de la crisis. El debate se polarizó entre los que defendían que la crisis tenía un origen
fundamentalmente económico y los que ponían el acento en la responsabilidad de los problemas de
naturaleza política.
Aunque la historiografía marxista ya había caracterizado al siglo XVII como una época de
crisis, insertándolo en la polémica sobre la transición del feudalismo al capitalismo, se suele
considerar el artículo publicado por Hobsbawm en 1954 como el verdadero desencadenante del
debate. En él se defendía que la crisis del siglo XVII fue la “última fase” de la transición entre
feudalismo y capitalismo. No era, por tanto, una mera crisis coyuntural, sino que tenía un carácter
estructural. La crisis provocó una considerable concentración de poder económico a favor de los
sectores y de las economías más avanzadas, pero sólo en el caso inglés la revolución burguesa de
1640 permitió el desarrollo del capitalismo.
La consideración de los hechos de 1640 como una revolución burguesa suscitó la reacción
de Trevor Roper. En su opinión, la revolución inglesa debía insertarse en el contexto de las
revoluciones políticas europeas de esa década. Para Roper, más que un carácter económico, la
crisis tenía una naturaleza sociopolítica: no procedía de la quiebra del feudalismo como modo de
producción, sino que fue un conflicto generalizado por el excesivo desarrollo del aparato del
estado. Ello provocó el enfrentamiento entre la “corte” y el “país”, al reaccionar la sociedad en
contra del excesivo coste del aparato administrativo, que había determinado el incremento de la
presión fiscal y la centralización política. Así, el detonante fundamental de la revuelta fue el
contraste entre el lujo y el derroche imperante en la corte y las dificultades económicas que
arrastraba la mayoría de la población.
Por otro lado, para Wallerstein las dificultades experimentadas durante la centuria no
provocaron ningún cambio estructural, por lo que no deben ser consideradas como la manifestación
de una “crisis”. Ésta se había experimentado ya a finales de la Baja Edad Media, dando lugar a la
aparición de la “economía-mundo” capitalista. De ahí que considere que lo que se produjo en el
siglo XVII fue la primera gran contracción del nuevo sistema económico. Las capas políticamente
dominantes aprovecharon esta coyuntura en su favor, por lo que la contracción acabó conduciendo
a la consolidación del sistema capitalista. La respuesta fundamental fue la concentración del poder
económico y la acumulación de capital, preparando el camino para la revolución industrial. Su tesis
tiene una cierta similitud con la de Lublinskaya, que resalta el apoyo prestado por la monarquía
absoluta al desarrollo de la burguesía y del capitalismo manufacturero. Por el contrario Brenner
considera que la crisis del siglo XVII tuvo un carácter netamente feudal: fue una crisis agraria
derivada del mantenimiento de unas relaciones de producción y de extracción del excedente que
impedían cualquier mejora de la productividad. De esta manera, el factor clave sería la estructura
de clases agraria y las relaciones de poder que de ellas se derivaban. Y esta circunstancia explicaría
el distinto resultado de la crisis del siglo XVII en Francia, donde se consolidó la pequeña
explotación campesina, y en Inglaterra, donde la concentración de la propiedad permitió el
incremento de la productividad y el surgimiento de las relaciones de producción capitalistas.
Otras tesis otorgan un papel fundamental a la guerra y al proceso de construcción del
absolutismo en la génesis de las dificultades de la centuria. Así, Parker establece que la crisis se
derivó de las propias contradicciones del sistema feudal, considerando que la principal de ellas era
la divergencia existente entre el bajo nivel de productividad y las demandas de una sociedad
esencialmente militarista. El problema se agudizaría en una centuria tan belicosa como la del siglo
XVII, generando unas dificultades tan graves sólo lograron superarse con facilidad en aquellos
países que lograron transformar su estructura sociopolítica, como fue el caso de Inglaterra.

2
A medida que la interpretación de la crisis se ha ido matizando, se ha diluido la estrecha
correlación de ésta con el proceso de desarrollo económico que se había subrayado inicialmente.
Asimismo, se ha destacado la dimensión planetaria del fenómeno, vinculándolo estrechamente con
el empeoramiento de las condiciones climáticas que se produjeron en la denominada “pequeña
edad glaciar”. Ésta se caracterizó por la existencia de inviernos largos y fríos, y veranos frescos y
húmedos, lo que perjudicaba el desarrollo de las cosechas y provocaba frecuentes carestías. Las
fases más agudas de este “cambio climático” se produjeron en el tránsito entre los siglos XVI y
XVII, entre 1640 y 1665, y entre 1690 y 1710, coincidiendo con las épocas de mayores
dificultades. Pero, como puso de manifiesto el debate Brenner, la interpretación estrictamente
malthusiana del proceso resulta insuficiente para explicar unas dificultades en cuya generación
incidió también el incremento de la apropiación del producto agrícola por parte de las clases
rentistas, y la agudización de la presión fiscal para hacer frente al creciente coste del aparato del
estado. Sólo integrando estas diversas interpretaciones se podrá captar la auténtica significación de
una época cuya complejidad esta siendo subrayada cada vez más por la historiografía.

3. La respuesta política a las dificultades: el mercantilismo

La gravedad de las dificultades experimentadas durante la centuria dio lugar a que el


estado optase por intervenir intensamente en la actividad económica, siguiendo unas directrices
políticas que se han englobado conceptualmente con la denominación de “mercantilismo”. Este
término fue acuñado a posteriori por los economistas liberales con el fin de designar unas
propuestas que consideraban erróneas, de ahí que no exista realmente ni una escuela ni una
doctrina mercantilista perfectamente sistematizada. Así, bajo este término se engloban una serie de
teorías y prácticas estatales muy diversas, cuyos orígenes pueden remontarse a la baja edad media,
teniendo en la escuela de Salamanca uno de sus primeros focos de difusión.
La finalidad de la intervención tenía un carácter fundamentalmente político: para hacer
frente a las crecientes necesidades financieras del estado no bastaba el incremento de la presión
fiscal, y se pretendió acrecentar la riqueza imponible de los súbditos. Los monarcas trataron de
lograr la prosperidad de sus vasallos, favoreciendo el incremento de sus ingresos y potenciando el
consumo de productos elaborados en su territorio. Pero éste era un objetivo meramente
instrumental: de lo que en realidad se trataba era de nutrir las arcas reales y asegurar el poder y la
gloria del soberano. Para ello era imprescindible controlar la circulación de los metales preciosos, a
los que se otorgaba gran trascendencia en la economía –aunque se había superado ya la idea
bullonista de identificar el atesoramiento de metales preciosos con la riqueza del país–. Los
metales preciosos constituían el medio a través del que se liquidaban los intercambios y eran la
base del sistema de crédito. Finalmente, hay que tener presente que la intervención del estado
obedecía también a los requerimientos de los propios empresarios y comerciantes que, en un
contexto internacional de creciente competitividad y agresividad, necesitaban el apoyo estatal para
obtener protección y privilegios.
Según Deyon, tres son los temas básicos del mercantilismo: el incremento del poder por
parte del estado; la apología del trabajo y de los intercambios; y la extrema atención concedida a la
balanza comercial. Se consideraba que el mercado mundial tenía unas dimensiones limitadas, por
lo que la expansión en el tráfico internacional de un país sólo podía realizarse a costa de otro –es
decir, se consideraba que la economía era un “juego de suma cero”–. De ahí la creación de grandes
compañías comerciales a las que se dotaba de privilegios para comerciar de forma exclusiva con
determinadas áreas geográficas, siendo sus facultades protegidas por el estado. El objetivo era
convertir el comercio internacional en un medio de adquisición de nuevos mercados para favorecer
la expansión de la producción nacional, lo que acrecentaría la riqueza y el poder del soberano. En
palabras de Colbert: “las compañías de comercio son los ejércitos del rey, y las manufacturas de
Francia sus reservas”.
Para el mercantilismo no todos los sectores económicos tenían la misma trascendencia,
marginándose en gran medida la agricultura. Los mayores estímulos se concentraron el la actividad
industrial, otorgándose privilegios y monopolios a talleres y empresas privadas, y creándose
manufacturas estatales para sectores que se consideraban estratégicos, como la minería, la

3
metalurgia o la elaboración de artículos de lujo. Para estimular la producción interior se adoptaron
políticas que favoreciesen el incremento de la población y, por tanto, de la mano de obra. Se
realizaron esfuerzos apara atraer la inmigración de artesanos extranjeros especializados y se castigó
la emigración. También se combatió la concepción tradicional de la caridad basada en la
distribución de limosnas, al considerar que favorecía el desarrollo de la mendicidad y de la
ociosidad. Como alternativa, se crearon talleres y correccionales en los que se recluía a los pobres
y se trataba de convertirlos en súbditos disciplinados y laboriosos. Asimismo, se trató de desterrar
los prejuicios sociales que ensalzaban el rentismo y menospreciaban el trabajo y la inversión
productiva, comenzando a cuestionar el sistema de valores imperante en el Antiguo Régimen.
El fomento de la actividad productiva requería también de la adopción de medidas
arancelarias de carácter proteccionista. Los obstáculos que dificultaban el comercio interior debían
ser eliminados, creando un mercado unificado protegido de la competencia exterior. Para ello se
debían fijar unos aranceles aduaneros elevados que desestimulasen la importación de productos
manufacturados. El objetivo era lograr una balanza comercial favorable que determinase la
afluencia hacia el país de los metales preciosos de las potencias rivales. No obstante, no se
pretendía su atesoramiento, como refleja el mantenimiento del comercio deficitario con Asia.

4. La complejidad de la evolución demográfica

Más que un retroceso general de la población, lo que se produjo en el siglo XVII fue la
finalización de la etapa de intenso crecimiento que había conocido el continente en el siglo XVI.
De hecho, las estimaciones globales realizadas consideran que la población europea habría pasado
de unos 102 millones de habitantes a principios del siglo XVII a unos 115 millones al final de la
centuria. Se habría experimentado, pues, un crecimiento muy reducido. La evolución de este
proceso demográfico fue muy diversa, tanto desde el punto de vista geográfico como cronológico.
Las primeras manifestaciones se producen a finales del siglo XVI y durante los primeros
años del XVII, derivándose del estancamiento de la producción agraria, la aparición de malas
cosechas y la difusión de epidemias. No obstante, tras la superación de estas dificultades la
población continuó creciendo, con diversa intensidad, en la mayoría de los territorios. En el centro
del continente, a los efectos de las epidemias se sumarían, a partir de 1618, los estragos causados
por la Guerra de los Treinta Años.
En la Europa centro-oriental el retroceso fue brutal y se realizó en una sola etapa,
coincidiendo con las fases más agudas de los conflictos bélicos. Así, la Guerra de los Treinta Años
provocó en Alemania una pérdida media del 40% de la población rural y del 33% de la urbana. En
los países mediterráneos la crisis se produjo en dos etapas, coincidiendo con las dificultades de
finales del siglo XVI y mediados del XVII. En España la crisis fue especialmente intensa en
Castilla y León, donde el retroceso pudo llegar hasta el 50% en la primera mitad de la centuria. Por
le contrario, en el Cantábrico se ha llegado a detectar un ciclo de crecimiento demográfico entre los
años 1630 y 1680. En Italia la población descendió un 25% en el área más dinámica del norte de la
Península; mientras que en Francia la sucesión de fases negativas y positivas permitió compensar
unas pérdidas que llegaron a ser del orden del 20%. Sin embargo, la mayor divergencia tuvo lugar
en los países del noroeste de Europa. En ellos el crecimiento demográfico fue muy intenso en la
primera mitad del siglo XVII, ralentizándose sólo después, dando lugar a un balance muy positivo.
En conjunto, si la población europea creció ligeramente a lo largo del siglo XVII fue, en
gran medida, por el dinamismo del área noroccidental del continente. Se producía así el
desplazamiento del equilibrio demográfico europeo, basculando su centro de gravedad desde el
Mediterráneo hasta el Atlántico. En el interior de cada país se produjeron procesos similares,
destacando el crecimiento de los lugares de residencia del monarca y las ciudades portuarias del
Atlántico, al tiempo que se producía el declive de los centros manufactureros y mercantiles
tradicionales.
Las dificultades experimentadas por la población se han vinculado tradicionalmente con
crisis de subsistencia. Las malas cosechas y el cambio climático, por tanto, serían los factores
explicativos básicos de las crisis demográficas de la centuria. Sin embargo, actualmente se otorga
una mayor importancia al impacto de la peste: los brotes más importantes se produjeron entre 1593

4
y 1603, etapa que se ha llegado a considerar como la mayor catástrofe epidémica sufrida por la
población europea tras la peste negra de 1348. Los brotes se sucedieron hasta 1670, cuando
empezó a retroceder en Europa occidental. Entre los diversos argumentos esgrimidos para explicar
esta reducción el más convincente insiste en la mayor eficacia de las medidas adoptadas para evitar
el contagio (fundamentalmente, la cuarentena y la quema de cadáveres).
Junto con la mortalidad catastrófica, el otro factor que incidió en la evolución demográfica
del siglo XVII dependía de la propia voluntad de la población. Las dificultades de la centuria
trajeron consigo nuevos comportamientos demográficos que condujeron a una reducción
consciente de la natalidad. Más que a través del empleo de prácticas anticonceptivas, el proceso se
derivó de los comportamientos matrimoniales. El celibato llegó a representar en algunos territorios
hasta el 10% de la población; pero la causa fundamental fue el retraso en la edad de matrimonio,
que dio lugar a una reducción en el número de hijos. Este retraso pudo ser inducido por las
dificultades económicas, que aconsejaban no contraer matrimonio sin disponer de los medios
adecuados para asegurarse la subsistencia del nuevo núcleo familiar. No obstante, De Vries
considera que las dificultades económicas son insuficientes para explicar el retraso en la edad de
contraer matrimonio, puesto que el proceso también se experimentó en las categorías sociales
superiores. En su caso, el fenómeno puede atribuirse a la voluntad de reducir la movilidad social
descendente. Pero, para el conjunto de la población tampoco puede desecharse que, junto a la falta
de oportunidades de trabajo, el retraso en la edad de matrimonio obedeciese al deseo de gozar de
un nivel de vida más elevado. Por tanto, también en este aspecto, el siglo XVII constituye un
periodo fundamental en el cambio del sistema de valores y el modelo de comportamiento de la
población europea.

5. La crisis de la sociedad rural y el proceso de transformación de la agricultura

El sector agrario fue el que experimentó en mayor medida las dificultades de la centuria.
Sin embargo, la tendencia no fue uniforme a lo largo de todo el siglo, siendo la evolución
cronológica muy dispar desde el punto de vista territorial, y fue en la Europa oriental donde la
crisis alcanzó la mayor gravedad.
Además del estancamiento o reducción en el volumen de producción, las explotaciones
agrícolas también experimentaron un retroceso en la productividad, con especial énfasis en Europa
oriental, Alemania, Escandinavia y Francia, con caídas de la productividad respecto al siglo
anterior en torno a el 13 y el 18%. Además, la tendencia descendente de los precios intensificó las
dificultades de las explotaciones agrarias, y sus dificultades se agudizaron como consecuencia de la
ofensiva de los poderosos para incrementar su apropiación del producto agrícola. Los señores
aprovecharon su poder para usurpar también los bienes comunales e incrementar sus propiedades
agrícolas. Asimismo, la posibilidad de revisar periódicamente las rentas exigidas a los colonos que
cultivaban sus tierras dio lugar a que esta exacción se convirtiese en una de las cargas más
gravosas que soportaban los campesinos. El empeoramiento de las condiciones del campesinado
acentuó su dependencia, y a la presión de los señores se sumó la ejercida por el estado, cuyas
necesidades se acrecentaron dramáticamente como consecuencia del clima bélico imperante y el
proceso de construcción del absolutismo.
En la Europa oriental fueron las dificultades de los grandes dominios señoriales las que
agudizaron la crisis del mundo rural. Su rentabilidad se redujo como consecuencia de la caída de la
producción y la productividad agraria, el descenso de las exportaciones de cereales a Europa
occidental y el incremento de los costes de explotación. Los señores trataron de resolver estos
problemas mediante la extensión de sus dominios, usurpando los escasos bienes colectivos de la
comunidad aldeana. Como resultado, se produjo una formidable concentración de la propiedad en
manos de un selecto grupo de grandes aristócratas, y la explotación de sus inmensos dominios
requirió el fortalecimiento de los vínculos de servidumbre, reforzando el sometimiento del
campesinado. Además, intensificaron la explotación de sus siervos mediante el incremento de las
prestaciones de trabajo obligatorio. De esta forma, se consolidó un sistema económico que, al
basarse en la existencia de grandes dominios explotados con escasa eficiencia, dificultaba la
mejora de la productividad y consagraba el atraso y empobrecimiento de la sociedad rural.

5
En Europa occidental se produjo también un intenso proceso de endeudamiento del
campesinado que condujo, en muchos casos, a la enajenación de sus propiedades. Junto con la
nobleza y el clero, fueron las clases rentistas urbanas las que más se beneficiaron de ello
–recuérdese que la propiedad de la tierra era un símbolo de estatus propio de la nobleza, y que
estas incipientes clases burguesas urbanas aspiraron tradicionalmente a igualarse con la nobleza– .
De ahí que la incidencia de esta venta de propiedades fuese muy intensa en los alrededores de las
grandes ciudades, mientras que en las áreas más alejadas del mundo urbano la pequeña propiedad
campesina familiar logró resistir mejor el embate. Pero ello fue a costa de intensificar el trabajo de
sus miembros y de buscar fuentes complementarias de obtención de ingresos. En Inglaterra la
ofensiva de los poderosos fue más intensa, conduciendo a la práctica desaparición del campesinado
entre 1660 y 1740. Los bienes comunales fueron privatizados con el acuerdo de los campesinos
más enriquecidos de la localidad, y a partir de 1660 desaparecieron las trabas que habían frenado
hasta entonces el cercamiento de la propiedad. La estructura social agraria intensa se conformaba
en una trilogía integrada por los grandes propietarios terratenientes; los arrendatarios que
explotaban la tierra con métodos capitalistas; y los jornaleros asalariados que procedían del
campesinado empobrecido.
Fueron estos grandes arrendatarios los que introdujeron los nuevos métodos de cultivo que
les permitieron contrarrestar la caída de los precios agrarios mediante el incremento de la
productividad. Los intensos vínculos que existían con los Países Bajos favorecieron el
conocimiento de los sistemas de cultivo allí adoptados para hacer frente a la crisis bajomedieval.
Los ingleses adoptaron y adaptaron estas innovaciones, otorgando a los cereales un papel
preponderante y beneficiándose de su asociación con plantas forrajeras, leguminosas, y cultivos de
carácter intensivo. Con ello se lograba eliminar el barbecho; asociar la actividad agrícola y la
ganadera, favoreciendo su estabulación y empleando el estiércol como fertilizante; recuperar mejor
el desgaste del suelo; y mejorar su calidad como consecuencia del laboreo continuo. La política
gubernamental estimuló el proceso mediante la introducción en 1670 de la escala móvil de los
aranceles exigidos en la importación de cereales, concediendo posteriormente subvenciones para
favorecer su exportación en los años de abundancia. De ahí que Inglaterra se convirtiese en un
importante exportador que, ya en el primer tercio del siglo XVIII, rivalizaba con el Báltico en el
abastecimiento de Europa.
En el resto del continente, en general, la producción cerealística mantuvo su hegemonía,
realizándose sólo pequeños reajustes para adaptarla a la nueva coyuntura. La mayor innovación fue
la difusión del maíz, cuya elevada productividad y su inserción en sistemas de rotación que
permitían eliminar el barbecho mejoró sustancialmente los resultados de las explotaciones
campesinas. Otros cultivos que proporcionaban una notable productividad, y que se implementaron
entonces, fueron el arroz y la morera; así como los cultivos asociados a la actividad industrial del
lino y del cáñamo. Por otro lado, la demanda urbana estimuló la horticultura y la plantación de
árboles frutales en su área de influencia. Finalmente, la viticultura progresó también notablemente
en Francia y el área mediterránea debido a la demanda de los mercados del noroeste de Europa. En
conjunto, podemos concluir que las dificultades de la centuria habían impulsado una cierta
diversificación productiva que intensificó la comercialización de la agricultura y sentó las bases de
un incipiente proceso de especialización regional.

6. Crisis de la manufactura urbana tradicional y reestructuración de la actividad industrial

Las dificultades del siglo XVII afectaron particularmente a la manufactura urbana de


carácter tradicional y, al mismo tiempo, estimularon soluciones innovadoras que favorecieron el
desarrollo del capitalismo. La reestructuración del sector fue impulsada por la crisis de la sociedad
rural: la caída de los precios agrarios liberó recursos que la población pudo destinar a la
adquisición de bienes con demanda más elástica, como es el caso de las manufacturas. Pero,
además, la crisis del mundo rural provocó también una intensa polarización social, surgiendo un
amplio sector de campesinos empobrecidos que necesitaban obtener recursos complementarios
para subsistir. La combinación de estos factores produjo un cambio progresivo en la organización y

6
la localización de la actividad industrial, reforzando su control por parte de los sectores
empresariales y trasladando su ubicación al mundo rural.
Las razones fundamentales que impulsaron este proceso de “protoindustrialización”
fueron la reducción de los costes de producción y el rechazo del marco restrictivo impuesto por las
corporaciones gremiales en el mundo urbano. El empobrecimiento del campesinado favoreció la
aparición en el mundo rural de una abundante mano de obra dispuesta a trabajar a cambio de una
remuneración muy inferior a la que se abonaba en la ciudad. Su dispersión y desorganización los
colocaba a merced de los empresarios. Y, además, el salario tenía en su caso el carácter de un mero
ingreso complementario de los recursos obtenidos en la pequeña explotación agrícola familiar. Se
produjo así lo que Kriedte ha denominado “externalización” de los costos de trabajo, ya que el
empresario sólo asumía una parte de los costes de reproducción de la mano de obra, recayendo el
resto sobre el sector agrario. Así, la agricultura estaba contribuyendo al proceso de acumulación
del capital mercantil. En este proceso productivo colaboraban además todos los miembros de la
unidad familiar. Por otro lado, incidió también en el cambio de ubicación el rechazo a la actividad
gremial, ya que, al preservar la calidad el producto, impedía la elaboración de artículos de menor
calidad y precio, que eran los que disfrutaban de una demanda en expansión. En conjunto, la
protoindustria, al abaratar los costes y extender la oferta productiva, favoreció la acumulación de
capital. Comportó además la generalización del trabajo a domicilio, acentuando la separación entre
trabajo y capital. Por todo ello, la protoindustria contribuyó notablemente al desarrollo del
capitalismo.
La manifestación más evidente de la crisis de la manufactura urbana tradicional se
produjo en el norte de Italia, afectando especialmente a los centros pañeros de lata calidad de
Venecia, Lombardía y Toscana. Su demanda, tanto exterior como interior, se hundió ante la
competencia de los productos más ligeros y asequibles que procedían del noroeste de Europa. No
obstante, la decadencia fue menor en el caso de la seda, que afectó especialmente a Génova. En
este sector, la crisis fue compensada por la enorme difusión que alcanzó la hilatura de la seda en el
mundo rural. La crisis de la industria pañera castellana fue también intensa. El centro industrial
más emblemático, Segovia, redujo considerablemente su actividad, manteniéndose en un nivel
modesto a costa de diversificar su producción y elaborar, junto a artículos superfinos, paños de
menor calidad. Sólo en el caso de Cataluña la recuperación de finales de siglo estuvo impulsada
por pequeños comerciantes o artesanos de centros semiurbanos. Por otro lado, la difusión de la
industria del lino en el medio rural adquirió particular importancia en Galicia, aunque era efectuada
por pequeños campesinos independientes y se elaboraban productos muy ordinarios. La industria
textil urbana francesa mantuvo un cierto vigor hasta la década de 1630, experimentando después
un agudo retroceso hasta mediados de siglo. Durante la época de Colbert, la protección arancelaria
y la política de fomento industrial permitieron una cierta recuperación; mientras que por otra parte
la decadencia genovesa favoreció la conversión de Lyon en el principal centro sedero europeo.
Frente a estas dificultades, la industria textil holandesa experimentó una formidable
expansión en el siglo XVII. El asentamiento en el territorio de los refugiados flamencos favoreció
la difusión de las nuevas pañerías, cuya producción creció de forma espectacular en Leiden.
Aunque la manufactura era urbana, sus mayores costes fueron atenuados inicialmente por la
abundante oferta de mano de obra proporcionada por los refugiados, la intensa especialización de
los oficios textiles y la introducción de innovaciones tecnológicas. Los productos atractivos y
baratos que confeccionaban desplazaron a los artículos tradicionales del mercado internacional,
imponiéndose en el Mediterráneo a costa de los italianos. Sin embargo, a mediados de la centuria
las manufacturas holandesas sufrieron la competencia de las inglesas, que, al ser confeccionadas en
el medio rural y disponer de una abundante materia prima, tenían unos costes de producción
inferiores.
Realmente, la industria textil inglesa fue la que experimentó la reconversión más intensa.
A partir de la década de 1620 sus artículos desplazaron rápidamente a los competidores en el
mercado internacional por sus bajos costes de producción, derivados del empleo de mano de obra
barata y de la disponibilidad de abundante materia prima. Ésta no procedía solamente de la
ganadería inglesa, sino también de la irlandesa, a la que se forzó a canalizar hacia Inglaterra su
producción de lana. Finalmente, la manufactura gozaba de un mercado en expansión, tanto en el

7
interior del país como a nivel internacional, gracias a la creciente eficacia de la red comercial
inglesa.
Pero el crecimiento industrial de Inglaterra y del noroeste de Europa no se basó solamente
en la manufactura textil. También la minería y la metalurgia experimentaron en dichas regiones los
avances más significativos. La existencia de ricos yacimientos de cobre y hierro, de amplios
espacios forestales en los que se podía obtener combustible, y los privilegios y ventajas fiscales
otorgadas por Gustavo Adolfo, impulsaron a los holandeses a trasladar a Suecia sus fundiciones de
hierro y la producción de armamento. La industria metalúrgica sueca alcanzó rápidamente una
posición hegemónica, suministrando alrededor de la tercera parte de la demanda europea de hierro
a finales de la centuria. Alrededor de la mitad de la producción sueca se exportaba a Inglaterra,
contribuyendo al desarrollo de la industria de transformación metálica de Birmingham y Sheffield.
Por otro lado, los problemas energéticos asociados a la deforestación comenzaron a resolverse con
la generalización del consumo de carbón mineral, que también comenzó a ser empleado cada vez
más en la elaboración de manufacturas –aunque los problemas que generaba su empleo en la
producción metalúrgica no serían resueltos hasta el siglo XVII–. Esta intensa demanda estimuló la
explotación de carbón mineral, convirtiéndose a mediados de siglo su principal centro productor,
Newcastle, en el “Perú inglés”. De esta manera, Inglaterra también lograba desarrollar en el siglo
XVII la fuente de energía básica que favorecería su posterior proceso de industrialización.

7. La decadencia del Mediterráneo y la hegemonía de las potencias navales del Atlántico

La primera fase de expansión de la economía-mundo europea había comenzado a alcanzar


sus límites a finales del siglo XVI. Los portugueses se habían limitado en Asia a crear factorías en
lugares estratégicos con el fin de controlar las estructuras mercantiles previamente existentes. Por
ello no lograron interrumpir el comercio terrestre con el Mediterráneo oriental, lo que permitió a
Venecia mantener el importante tráfico comercial de bienes asiáticos por vía terrestre con
Alemania, a través de los pasos alpinos. No obstante, a principios del siglo XVII, la irrupción de
los holandeses en Asia supuso tanto el desplazamiento de los portugueses como el definitivo
triunfo de las rutas marítimas frente a las terrestres. Venecia sufrió una considerables reducción de
su actividad comercial, lo que la relegó a una posición muy secundaria en el escenario
internacional. Por su parte, en el Imperio español, aunque la producción de metales preciosos no
retrocedió, ya que se descubrieron nuevos yacimientos, una proporción mayor se quedó en
América para hacer frente a los costes de administración y defensa. La economía americana se
hizo, a su vez, más autosuficiente, disminuyendo su dependencia del abastecimiento de productos
europeos. Todo ello provocó una reducción en el tráfico de mercancías hispanoamericano.
De esta manera, se consagró el desplazamiento del centro de gravedad del comercio
internacional hacia el Atlántico –desplazamiento que ya había comenzado a perfilarse en el siglo
XVI, al confluir en Amberes las principales corrientes de tráfico–. Ahora, la potencia naval de los
holandeses permitió a Ámsterdam convertirse en el verdadero centro del sistema económico
europeo durante el siglo XVII, desarrollando un nuevo sistema comercial que superaba los límites
que habían dificultado la expansión de la economía-mundo. La financiación de los holandeses era
también muy innovadora, fragmentándose el capital en participaciones muy reducidas que estaban
en manos de numerosas pequeñas empresas, lo que permitía la intervención de todos los sectores
sociales y la diversificación de los riesgos. De esta manera, pudieron ofrecer fletes a precios muy
reducidos, acaparando la mayor parte del tráfico comercial.
Tras lograr la hegemonía en el comercio europeo, los holandeses empezaron a hacer lo
propio con el comercio mundial. A partir de la década de 1590 comenzaron a introducirse
pacíficamente en el tráfico asiático, pero sus métodos cambiaron radicalmente con la creación en
1602 de la Compañía de las Indias Orientales, que reunía en un solo cuerpo las diversas compañías
existentes hasta entonces. Frente al carácter personal y efímero de éstas, aquélla se constituía como
una corporación impersonal con un stock permanente de capital reunido a través de la emisión de
acciones totalmente negociables en bolsa. La Compañía organizó las expediciones y la política de
expansión en Asia, donde, con el fin de imponer su monopolio, fue desplazando violentamente a
los portugueses. La creación de las factorías de Batavia y Malaca les permitió dominar tanto el

8
comercio de las especias como el tráfico que se efectuaba entre el Océano Índico y el Pacífico.
Pudieron ejercer, de esta manera, un papel de intermediación en el propio tráfico intra-asiático,
logrando reducir con sus beneficios el déficit crónico del comercio que Europa mantenía con Asia.
En el continente americano, el éxito logrado por los holandeses fue mucho menor. Su
expansión estuvo impulsada por la Compañía de las Indias Occidentales, fundada en 1621 en base
al modelo anterior. En América, Holanda ocuparía el noroeste de Brasil, donde impulsó el cultivo
de la caña de azúcar. Con el fin de disponer de un suministro regular de mano de obra, se tomó
también a los portugueses los fuertes de la Costa de Oro africana y de Angola, introduciéndose en
el tráfico de esclavos. Pero los crecientes costes de esta política de expansión determinaron que los
holandeses acabasen por abandonar el territorio brasileño. Con todo, la disponibilidad de una flota
tan poderosa y el manejo de mercancías de la más diversa procedencia permitió a los holandeses
intensificar las relaciones comerciales. Su hegemonía mercantil convirtió a Ámsterdam en el
principal centro financiero de Europa. La creación de su bolsa en 1609 independizó de forma
definitiva la negociación de mercancías y valores de la celebración de las ferias. Pero, de todas
formas, la hegemonía holandesa era vulnerable, ya que descansaba excesivamente en la
intermediación, sin contar con una sólida estructura productiva y un potente mercado interior que
sustentase el tráfico. De ahí que la creciente hostilidad de sus competidores –sobre todo Inglaterra–
comenzara a restarle dinamismo en el último tercio de la centuria.
A partir de la década de 1670 fueron los ingleses los que lograron afirmar su hegemonía
en el comercio internacional. La reestructuración de su industria textil les había permitido superar a
los productos holandeses, rivalizando con ellos en los mercados mediterráneos. A partir de la
revolución de 1640, la política gubernamental estimuló el desarrollo de la marina y la expansión
colonial. Pero, además del mercado europeo, el comercio estaba siendo impulsado por la demanda
interior. La estrecha vinculación existente entre el comercio colonial, la fortaleza de la producción
y el consumo en el interior del país constituyen los pilares fundamentales de la vigorosa economía
atlántica que Inglaterra había logrado articular a su favor a finales del siglo XVII.

También podría gustarte