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TEMA V.

PENSAMIENTO Y CULTURA EN EL SIGLO XVII

1. Definición de conceptos

El concepto de Cultura ha adquirido gran importancia en la moderna historiografía,


pasando de referirse al conjunto de las bellas artes, es decir, una cultura elevada, a la noción de que
cultura es “el conjunto de ideas, conocimientos, creencias, emociones, experiencias, sensaciones, y
deseos que –consciente o inconscientemente– la sociedad de cada época considera adecuados para
comprender el mundo en el que viven, y para identificarse con él”. Así, se trata de un concepto de
carácter inclusivo y neutro, procedente de la antropología, y susceptible de ser estudiado
históricamente. Por otro lado, en un plano operativo se solía distinguir entre una “cultura de las
elites”, siempre superior a una “cultura popular”, que dependía siempre de la transmisión de
conocimientos y valores de la primera. Sin embargo, autores como Burke, Chartier o Ginzburg han
puesto de relieve lo artificioso de esta visión; señalando que la cultura de las clases superiores y
subalternas tienen muchos más puntos de unión de lo que se pensaba, y que los canales de
comunicación entre ellas son bidireccionales.
En cuanto al adjetivo Barroco, se acuñó para calificar peyorativamente unas formas
artísticas que, en opinión de sus críticos, habrían hecho degenerar la pureza de las obras del
Renacimiento. Posteriormente, el concepto general de Barroco ha adquirido un contenido propio:
denso, profundo y altamente valorado, que define una época muy compleja durante la cual toda
manifestación cultural experimentó una profunda transformación. Por la enorme carga conceptual
que subyace en su concepción, las obras barrocas son dinámicas, elaboradas, contradictorias, y
difíciles de abordar intelectualmente.

2. La sociedad convulsa del siglo XVII y su repercusión en el pensamiento

En la historiografía se presenta el siglo XVII como un siglo “crítico”, lleno de problemas


vitales, económicos, políticos, sociales e ideológicos. La denominada “Trilogía Moderna” –el
hambre, la peste y la guerra– asoló con gran frecuencia e inusitada violencia a la sociedad europea
de esta centuria, haciendo que la fuese una compañía muy cercana a la experiencia diaria de los
hombres.
Por otra parte, como era lógico en una sociedad en la que los seres humanos eran jurídica
y realmente desiguales, los distintos estamentos y grupos sociales gestaron formas diferentes para
manifestar sus esperanzas, terrores y anhelos. Nobleza y clero tenían un interés común en cimentar
su rango y estatus, es decir, su predominio social, aunque al mismo tiempo luchaban entre ellos por
conseguir y mantener la posición más elevada dentro de la pirámide social. En el seno de estas
minorías rectoras se manifestaron dos tendencias opuestas: los que buscaban nuevas respuestas a la
insatisfacción intelectual de un sistema de pensamiento que día a día se revelaba más inconsistente;
y quienes pensaban que sólo en la tradición y en la seguridad del dogma religioso radicaba la
fuerza del sistema social privilegiado, la garantía de su permanencia. La precariedad de la vida de
los grupos populares, sometidos a un contexto general de violencia, también se manifestó en dos
direcciones distintas: de una parte, la gran mayoría asumió con fatalismo sus inciertas condiciones
de vida; de otra, nunca faltaron los motines y las rebeliones masivas, en general dirigidas por
elementos no populares.
Pero la religiosidad, su una confesión u otra, siempre estaba presente en la mentalidad
colectiva y en las preocupaciones diarias. En cada una de las cúpulas jerárquicas de los dos credos
en lucha –católicos y reformados– se enfrentaban unas concepciones basadas en la bondad y
misericordia de un “dios-amor”, contra las opciones que exigían la más rígida observancias,
fundadas en la idea de un terrible “dios-justicia”. Cada religión buscó a las personas más idóneas
para tratar de construir argumentos y rebatir al contrario. Pero esta pugna intelectual también
desarrollaría un sentido crítico. De esta manera, en el barroco se iba a profundizar en la esencia del
pensamiento, desligando el saber tradicional de unos designios divinos, y poniendo el énfasis para
lograr el conocimiento en las aptitudes humanas: en su intelecto y sus sentidos.

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3. El sistema educativo del Barroco

En el siglo XVII, los diferentes niveles y grados de conocimiento eran una fuente de
supervivencia temporal, de prestigio social, y de acceso a una determinada cuota del poder que
ostentaba, cada vez más exclusivamente, al Monarquía Absoluta y sus ministros. El pueblo se
contentaba con unos rudimentos de doctrina cristiana, que no iban mucho más allá de unas breves
oraciones e invocaciones a la divinidad, complementados en el plano pragmático con el
conocimiento de las técnicas artesanales para los varones, y con las habilidades precisas para el
gobierno de la casa en el caso de las niñas. El dominio de la lectura, la escritura, y las cuatro reglas
aritméticas básicas implicaba un cierto grado de preeminencia dentro del grupo popular, y se
encontraba más extendido en las ciudades que en el campo. Este nivel inferior de la enseñanza
estaba a cargo de los maestros de primeras letras, mientras que las destrezas profesionales las
transmitían los maestros gremiales.
La pequeña burguesía tenía acceso a un grado de conocimiento bastante superior al de la
masa popular. Este nivel, que podríamos calificar como enseñanza media, les suministraba toda la
instrucción necesaria para sus negocios y, en ocasiones, les dotaba de una preparación
imprescindible para acceder a los estudios universitarios, culminación del sistema educativo. Se ha
escrito que la “ciencia moderna” nació al margen, o incluso, enfrentada a la universidad. Esta
aseveración, aunque cierta, ha de ser matizada, pues para acercarse a la realidad científica barroca
hemos de distinguir entre “conocimiento” e “innovación”. El primero sólo podía obtenerse en el
ámbito universitario; pero para superar este nivel de la ciencia oficial había que salir del entorno
académico e introducirse en algún grupo de pensamiento independiente. Así, es cierto que la
denominada “ciencia moderna” nació al margen de la universidad, pero sólo pudo hacerlo a partir
del conocimiento que ésta dispensaba.
El esquema académico oficial se estructuraba en cuatro niveles:

— En la base se hallaban las Facultades de Artes o “facultades menores”, integradas por el


Trivium (Lógica, Retórica y Gramática) y el Cuadrivium (Matemática, Geometría, Música
y Astrología, complementado en esta época con nociones de Óptica). Se trataba de unas
disciplinas iniciales, que servían como preparación para los estudios superiores de las
“facultades mayores”. Tras cursar estas asignaturas se obtenía el título de “bachiller en
artes”, que autorizaba a su poseedor a continuar el currículo académico o,
alternativamente, a trabajar como preceptor o impartiendo clases en las escuelas de
latinidad de nivel preuniversitario.
— El segundo nivel lo constituían las Facultades de Medicina, donde se impartía un saber
“cuasi-técnico”, y en las que ya se habían configurado las cátedras de Anatomía y Cirugía.
No obstante, la disección de cadáveres solía encargarse a barberos al implicar trabajo
manual, que en general era rechazado en el ambiente universitario.
— Inmediatamente por encima de medicina se situaban las Facultades de Derecho: Canónico
y Civil. Éstas eran el semillero de la burocracia, pieza fundamental del Estado Moderno.
En ellas también se formaban los futuros miembros del episcopado, mucho más ocupados
en definir cuotas de poder entre Iglesia y Estado que en la reforma doctrinal.
— La cima del saber estaba en las Facultades de Teología, fundamento del sistema eclesial,
político, social y científico. Acercándose intelectualmente a dios, principio y fin de todo
lo creado, se entenderían mejor las reglas que había implantado en el momento de crear el
mundo. Es decir, el conjunto de todos los saberes residía en la Teología.

4. El cambio filosófico en el siglo XVII: racionalismo y empirismo

Frente a la tesis oficial según la cual todo lo creado obedecía a un imperativo divino
surgieron posturas críticas y divergentes que darían forma a dos nuevas formas de pensamiento:
racionalismo y empirismo. El racionalismo insistiría en la función determinante de la razón para la
adquisición de conocimiento, en lo que se opone al empirismo, que resalta el papel de la
experiencia humana para elaborar conocimiento a través de las percepciones captadas por los

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sentidos. Hay que citar, para entender mejor el surgimiento de estas nuevas formas de
pensamiento, la creciente oposición suscitada por el viejo sistema aristotélico y, paralelamente, el
descrédito progresivo que afectaba al escolasticismo, forma de pensamiento que recurría una y otra
vez a los viejos modelos silogísticos. Por le contrario, las nueva filosofía intentaba encontrar unas
formas de saber laico a través de modelos y lenguajes geométricos y matemáticos. Y es que, ya
desde la Edad Media, y siguiendo a Averroes, algunos filósofos habían tratado de delimitar y
separar los campos de conocimiento que correspondían a la fe y a la razón, pero sin que ello
implicase ningún ataque a la revelación ni el menor asomo de ateísmo.
Descartes, impulsor del racionalismo, en su obra El discurso del método desarrolló el
sistema de la “duda metódica”, que no admitía como verdadero absolutamente nada que no fuese
evidente a la propia razón. Este planteamiento desembocó en la consideración de que lo único de lo
que no se podía dudar era de estar pensando, y por tanto de la existencia de uno mismo (cogito
ergo sum); una evidencia que ya no era un silogismo a la antigua usanza, sino una percepción
inmediata de la mente. Asimismo, Descartes afirmó la existencia de dos elementos esenciales que
constituían la totalidad de la naturaleza: la sustancia pensante o inteligencia (res cogitans), y la
sustancia física (res extensa). El nuevo sistema filosófico contenía una carga de profundidad contra
el sistema religiosa, que movió a Descartes a exiliarse en Holanda y Suecia: si el hombre, mediante
su sola razón, podía acceder a la totalidad del conocimiento, no necesitaba la guía obligada de la
religión para conocer su mundo y discernir entre verdad y error. Era un primer paso, gestado desde
la ortodoxia –pues Descartes era católico–, hacia la libertad de pensamiento.
Frente al racionalismo cartesiano, además de otros pensadores de la talla de Leibniz o
Spinoza, el empirista británico John Locke insistió en la importancia de la experiencia captada por
los sentidos para lograr el conocimiento. Ciertamente, el empirismo ya estaba presente en la obra
de Francis Bacon, pero hubo de ser Locke quien lo sistematizara en su Ensayo sobre el
entendimiento humano. En esta obra rechazaba la existencia de las ideas innatas, afirmando que la
mente de un recién nacido era un papel en blanco (tabula rasa) sobre la que las experiencias
imprimían el conocimiento.

4.1. Pensamiento y bases del orden político en el siglo XVII

Por lo que respecta a la teoría política, en la defensa de la opción absolutista destacó


Jacques Bossuet, clérigo católico, orador insigne y preceptor del Delfín de Francia, para quien
redactó los Discursos sobre la Historia Universal. En los Discursos defiende una historia y una
filosofía providencialistas. En esta línea, participó en las disputas religiosas entre Luis XIV y el
papa, mostrándose siempre favorable a la primacía del monarca y a dotar al clero francés de una
mayor dependencia con respecto a Roma. Otro autor providencialista fue Thomas Hobbes, filósofo
y tratadista político inglés que intervino en la polémica entre monarca y parlamento, defendiendo
la regia prerrogativa, por lo que tuvo que exiliarse a París. Su obra más conocida es el Leviatán,
donde su radical pesimismo acerca del ser humano –homo homini lupus– le lleva a presentar el
“estado de naturaleza” como una lucha de todos contra todos. Por ello el súbdito debía entregar su
libertad a un estado –Leviatán– al que se sometía, sin pedir cuentas al soberano acerca de cómo
ejerciese éste su autoridad, aunque fuese de un modo manifiestamente injusto.
Frente al absolutismo aparecieron teorías iusnaturalistas, siendo el holandés Hugo Grocio
una de sus figuras principales. Grocio sentó las bases del derecho internacional en su estudio Mare
Liberum, donde se opuso al dominio del mar por parte de cualquier potencia, porque tal actuación
era contraria a la Ley Natural y al Derecho de Gentes –acudiendo para ello a Francisco de Vitoria–.
En otro tratado, De iuri belli ac pacis, señalaba que una guerra sería justa si se declarase con el fin
de alcanzar o restablecer los fines naturales de la humanidad, que estarían siempre orientados a la
consecución de la paz. Por su parte, John Locke, en sus Tratados sobre el gobierno civil, se oponía
tanto a la monarquía de derecho divino como al pesimismo de su compatriota Hobbes. Para Locke
la soberanía no residía en el Estado, sino en el pueblo, y el primero no es un poder supremo y
respetable si no se dedica a salvaguardar los derechos civiles, que identificaba con la “Ley
natural”. Recordando viejas nociones tiranicidas sostuvo el derecho y el deber del pueblo a la
rebelión armada por causas justas: insistió en el control de los gobiernos, así como en la separación

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entre religión y estado; al tiempo que afirmaba que los hombres nacían naturalmente buenos,
independientes e iguales, y que era la tiranía del mal gobierno la causa de todas las diferencias
sociales que degradaban al ser humano.

5. La revolución científica

En el medio siglo transcurrido entre la publicación del Discurso del método de Descartes
(1637) y los Principia de Newton (1687) se han situado las transformaciones sustanciales de la
llamada “revolución científica”, que ha dado origen a la “ciencia moderna”. Los historiadores han
discutido sobre si la evolución de la ciencia se ha debido a una especie de “motor” interno que ha
dirigido el conocimiento, o si, por el contrario, han sido unos condicionantes externos, de corte
social y económico, los que han impulsado las transformaciones científicas. Si bien, ambos
motivos no son mutuamente excluyentes, y en el avance del conocimiento se aprecia tanto un
interés inquisitivo perfeccionista, como la evidencia de que todo proceso científico alberga la
esperanza de lograr una utilidad al ser humano.
En cuanto a la realidad e una “ciencia oficial” –constituida por los conocimientos
socialmente aceptados, y que discurren en paralelo con otros saberes extraoficiales, considerados
espurios y combatidos por el mundo científico institucionalizado–, debe recordarse que en su
momento hubo teorías que, aceptadas en un momento dado, fueron más tarde rechazadas.
Atendiendo al proceso acumulativo del conocimiento científico, son muy escasas las ideas
científicas a las que no se le pueden encontrar antecedentes más o menos lejanos. Por ejemplo, la
concepción heliocéntrica del mundo recorre un largo camino desde Aristóteles hasta Newton,
pasando por Copérnico, Brahe, Kepler y Galileo. Y basándose en las ideas de estos autores, el
propio Newton enunciaría los principios de la física mecánica, que estaría vigente dos siglos, hasta
que Einstein diese a conocer a comienzos del siglo XX sus Leyes de la relatividad. Es decir, en
estos procesos se manifiesta la continuidad del esfuerzo intelectual y la acumulación de saberes
que se complementan, pero falta por dilucidar la existencia o no de una “revolución científica”. Si
por revolución entendemos un proceso acelerado de cambios que transforman profundamente la
realidad precedente, es evidente que la hubo; si por el contrario a una revolución le exigimos la
concurrencia de un cambio estructural, entonces habría que esperar hasta Einstein, y como
afirmaba Keynes, entonces Newton sólo habría sido “el último de los magos caldeos”.
Por otro lado, algunas de las teorías científicas surgieron a partir de instrumentos técnicos.
Un ejemplo notable sería el telescopio, que permitió a Galileo descubrir imperfecciones en la Luna,
los satélites de Júpiter y los cometas moviéndose en la región supralunar, todo lo cual contradecía
la sublime perfección del universo aristotélico. Asimismo, la técnica recibía su máximo apoyo de
unos estados muy interesados en aumentar su poder productivo, bélico y fiscal. Pero la realidad
técnica era limitada, porque tanto los materiales como las herramientas para trabajarlos aún no
permitían obtener la perfección necesaria para transformar las ideas en realidades. Cada
instrumento se concebía como un elemento aislado, por lo que su construcción era lenta, cara, e
imposible de reparar si no era por su propio inventor. Incluso resultaba difícil hacer que una
máquina trabajara en condiciones diferentes para las que había sido creada.
Otro impulso innovador de las técnicas lo propició la “economía-mundo”: la conquista de
nuevos territorios precisaba de diversos instrumentos de medición; el transporte exigía barcos
especializados; las ciudades necesitaban abastecerse de agua; y las minas, cada vez más profundas
y difíciles de explotar, clamaban por artilugios para su desagüe y aireación. Como consecuencia de
la utilización pragmática de las matemáticas aparecieron la regla de cálculo, la máquina de Pascal
que sumaba y restaba, y la calculadora de Leibniz, capaz de realizar las cuatro operaciones básicas.
También cabe mencionar los avances en los altos hornos y las transformaciones en los ingenios
textiles –el pedal y la manivela en el torno de hilar, las molinetas de la industria sedera, la tricotosa
para hacer punto…–, unas micro-invenciones que preludiaban la revolución industrial que se
produciría en Inglaterra en durante el siglo XVIII. Importantes fueron también los intentos por
dominar una nueva energía: el vapor. Esta nueva energía sería empleada, en el tránsito del siglo
XVII al XVIII, por Savery y Newcomen, para extraer el agua de las minas inglesas, notable avance
que después sería recogido por Watt para desarrollar su máquina de vapor.

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6. Arte y fiesta en el Barroco: una plástica para impresionar a las masas

El arte siempre ha reflejado los gustos y las ideas imperantes de las capas influyentes de la
sociedad. Los grupos de poder eran conscientes de la capacidad de la obra artística para impactar y
convencer mediante imágenes, transmitiendo los mensajes y suscitando las emociones de una
forma muy directa. De hecho, no se puede explicar el arte barroco sino a partir de tres elementos
esenciales: la lucha confesional entre católicos y protestantes; el absolutismo monárquico, que
pretendía dominar como forma política en el conjunto de Europa; y los intereses y sensibilidades
de los distintos y opuestos grupos sociales que producían y recibían los mensajes artísticos.
La religión, la política y la posición social se demostraban en la vida cotidiana de unas
ciudades que contaban con un centenar de días de fiesta en el transcurso del año. Es tarea inútil
distinguir entre fiestas religiosas y profanas: la celebración siempre incluía una ceremonia litúrgica
que recordaba el maridaje entre Trono y Altar. El pueblo tomaba parte en las fiestas más solemnes,
entre las que se encontraban el Corpus Christi, la Inmaculada Concepción y la Semana Santa, junto
a las visitas, condecoraciones y funerales regios.
El Concilio de Trento no sólo definió el dogma católico sino todo el conjunto de la
religiosidad, imponiendo cánones artísticos a los países católico. Para oponerse a la doctrina
protestante proliferaron las imágenes de la Virgen, de los santos y de los mártires; así como
representaciones escenográficas de la Iglesia Triunfante, prohibiéndose las escenas paganas y las
imágenes impúdicas. Frente a tal exuberancia de formas y contenidos, el arte reformado, en
especial el puritano inglés y el calvinista de los Países Bajos, producían una arquitectura simple y
estática, volcando su estética hacia una pintura interiorista, familiar, donde cofradías artesanales y
milicias burguesas dejaban constancia de su predominio social y poderío económico.
En la arquitectura barroca el modelo específico fue la Iglesia jesuítica del Gesú de
Vignola, en Roma, de una sola nave diáfana, que fijaba la atención sobre un altar mayor donde los
juegos de luz y una rica ornamentación enmarcaban un complejo programa iconológico.
Conocemos la arquitectura efímera –arcos de triunfo, catafalcos funerarios, altares callejeros…–
por esquemas y bocetos, que nos muestran el profundo y preciso programa iconológico con el que
se adoctrinaba a una sociedad iletrada, pero no inculta. La arquitectura extendida por toda Europa
da muestras del patronato de la Iglesia; con excepciones como Francia, donde el estilo clasicista
impuesto por Luis XIV, plasmado en las soberbias construcciones de Versalles y el Louvre,
transmitía el predominio militar y político de su soberano.

7. La literatura y el teatro en el siglo XVII

Si las artes plásticas fueron un instrumento de las elites para subyugar a las masas con su
impacto visual, y la obra literaria un artificio de las minorías para convencer intelectualmente a
otras minorías, el teatro vendría a ocupar un estadio intermedio, con una importante dimensión
didáctica. La tirada de los libros era reducida, y se restringía en su mayor parte a una literatura
culta. Pero también encontramos, en menor medida, una literatura popular, en formato más
asequible económicamente; algunos ejemplos sería la “biblioteca azul” francesa –ligada a la
reforma católica en este país–, los pliegos de cordel en España, o los “chapbooks” franceses. Esta
literatura es popular por su difusión, y estaba compuesta por muchos textos de origen erudito que
luego eran adaptados, abreviados e ilustrados.
Hay que señalar que en la mayoría de los países europeos las ediciones de libros y folletos
estaban controladas por el estado y la iglesia. La mayor libertad la encontramos en Holanda y en
Inglaterra –en este país, la censura previa sería abolida en 1695–. Al fin y al cabo, estamos ante los
inicios de la formación de una opinión pública política, y el canal escrito era una herramienta
potente que había que tener controlada. No sólo había una mayor difusión de libros, sino que en el
siglo XVII comienza a aparecer de manera amplia la prensa periódica. En 1631 aparece la Gazzete
en Francia, con el apoyo de Richelieu, cumplía la misión de medio de información y, sobre todo,
labores de propaganda gubernamental. En España encontramos desde 1661 la Gaceta de Madrid,
embrión del actual BOE. No obstante, hubo también prensa menos vinculada a los gobiernos. En
este sentido, Alemania es considerada pionera en periodismo: desde principios del siglo XVII se

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publicaron periódicos mensuales, de extensión bastante breve, en algunas ciudades. Algunos
ejemplos son Relation, Avisa, o Zeitung.

8. A modo de conclusión: la crisis de la conciencia europea

Paul Hazard situó entre 1680 (paso del cometa Halley) y 1714 (año del fallecimiento de
Luis XIV) el cambio sustantivo en la cultura europea que precede a la Ilustración del siglo XVIII,
calificándolo de “crisis de la conciencia europea”. Otros autores no han visto esos cambios como
una “crisis”, sino como el “nacimiento” de la idea de Europa, entendiendo la etapa inmediatamente
anterior como el estadio final del concepto medieval del “Imperio Universal Cristiano”.
En ambos casos, la cuestión central gira en torno a una intuida descristianización que
habría tenido lugar en la sociedad europea y que, al sustituir los viejos fundamentos religiosos por
nuevos valores laicos, daría lugar a un cambio sustantivo sobre la idea de Europa. Parece
indiscutible que el principio de autoridad religiosa, que era el eje de la sociedad europea de
comienzos del siglo XVII, había sido superado al final de la centuria. La mentalidad colectiva se
sustentaba ahora sobre otros fundamentos de carácter laico. Un cierto clima de relajación y de
confianza sociales preludiaba el pronto advenimiento del pensamiento ilustrado, con su carga de
libertad, naturalismo optimista y gran confianza en la perfectibilidad del hombre a través de la
acción educativa del estado.

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