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1. Definición de conceptos
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3. El sistema educativo del Barroco
En el siglo XVII, los diferentes niveles y grados de conocimiento eran una fuente de
supervivencia temporal, de prestigio social, y de acceso a una determinada cuota del poder que
ostentaba, cada vez más exclusivamente, al Monarquía Absoluta y sus ministros. El pueblo se
contentaba con unos rudimentos de doctrina cristiana, que no iban mucho más allá de unas breves
oraciones e invocaciones a la divinidad, complementados en el plano pragmático con el
conocimiento de las técnicas artesanales para los varones, y con las habilidades precisas para el
gobierno de la casa en el caso de las niñas. El dominio de la lectura, la escritura, y las cuatro reglas
aritméticas básicas implicaba un cierto grado de preeminencia dentro del grupo popular, y se
encontraba más extendido en las ciudades que en el campo. Este nivel inferior de la enseñanza
estaba a cargo de los maestros de primeras letras, mientras que las destrezas profesionales las
transmitían los maestros gremiales.
La pequeña burguesía tenía acceso a un grado de conocimiento bastante superior al de la
masa popular. Este nivel, que podríamos calificar como enseñanza media, les suministraba toda la
instrucción necesaria para sus negocios y, en ocasiones, les dotaba de una preparación
imprescindible para acceder a los estudios universitarios, culminación del sistema educativo. Se ha
escrito que la “ciencia moderna” nació al margen, o incluso, enfrentada a la universidad. Esta
aseveración, aunque cierta, ha de ser matizada, pues para acercarse a la realidad científica barroca
hemos de distinguir entre “conocimiento” e “innovación”. El primero sólo podía obtenerse en el
ámbito universitario; pero para superar este nivel de la ciencia oficial había que salir del entorno
académico e introducirse en algún grupo de pensamiento independiente. Así, es cierto que la
denominada “ciencia moderna” nació al margen de la universidad, pero sólo pudo hacerlo a partir
del conocimiento que ésta dispensaba.
El esquema académico oficial se estructuraba en cuatro niveles:
Frente a la tesis oficial según la cual todo lo creado obedecía a un imperativo divino
surgieron posturas críticas y divergentes que darían forma a dos nuevas formas de pensamiento:
racionalismo y empirismo. El racionalismo insistiría en la función determinante de la razón para la
adquisición de conocimiento, en lo que se opone al empirismo, que resalta el papel de la
experiencia humana para elaborar conocimiento a través de las percepciones captadas por los
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sentidos. Hay que citar, para entender mejor el surgimiento de estas nuevas formas de
pensamiento, la creciente oposición suscitada por el viejo sistema aristotélico y, paralelamente, el
descrédito progresivo que afectaba al escolasticismo, forma de pensamiento que recurría una y otra
vez a los viejos modelos silogísticos. Por le contrario, las nueva filosofía intentaba encontrar unas
formas de saber laico a través de modelos y lenguajes geométricos y matemáticos. Y es que, ya
desde la Edad Media, y siguiendo a Averroes, algunos filósofos habían tratado de delimitar y
separar los campos de conocimiento que correspondían a la fe y a la razón, pero sin que ello
implicase ningún ataque a la revelación ni el menor asomo de ateísmo.
Descartes, impulsor del racionalismo, en su obra El discurso del método desarrolló el
sistema de la “duda metódica”, que no admitía como verdadero absolutamente nada que no fuese
evidente a la propia razón. Este planteamiento desembocó en la consideración de que lo único de lo
que no se podía dudar era de estar pensando, y por tanto de la existencia de uno mismo (cogito
ergo sum); una evidencia que ya no era un silogismo a la antigua usanza, sino una percepción
inmediata de la mente. Asimismo, Descartes afirmó la existencia de dos elementos esenciales que
constituían la totalidad de la naturaleza: la sustancia pensante o inteligencia (res cogitans), y la
sustancia física (res extensa). El nuevo sistema filosófico contenía una carga de profundidad contra
el sistema religiosa, que movió a Descartes a exiliarse en Holanda y Suecia: si el hombre, mediante
su sola razón, podía acceder a la totalidad del conocimiento, no necesitaba la guía obligada de la
religión para conocer su mundo y discernir entre verdad y error. Era un primer paso, gestado desde
la ortodoxia –pues Descartes era católico–, hacia la libertad de pensamiento.
Frente al racionalismo cartesiano, además de otros pensadores de la talla de Leibniz o
Spinoza, el empirista británico John Locke insistió en la importancia de la experiencia captada por
los sentidos para lograr el conocimiento. Ciertamente, el empirismo ya estaba presente en la obra
de Francis Bacon, pero hubo de ser Locke quien lo sistematizara en su Ensayo sobre el
entendimiento humano. En esta obra rechazaba la existencia de las ideas innatas, afirmando que la
mente de un recién nacido era un papel en blanco (tabula rasa) sobre la que las experiencias
imprimían el conocimiento.
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entre religión y estado; al tiempo que afirmaba que los hombres nacían naturalmente buenos,
independientes e iguales, y que era la tiranía del mal gobierno la causa de todas las diferencias
sociales que degradaban al ser humano.
5. La revolución científica
En el medio siglo transcurrido entre la publicación del Discurso del método de Descartes
(1637) y los Principia de Newton (1687) se han situado las transformaciones sustanciales de la
llamada “revolución científica”, que ha dado origen a la “ciencia moderna”. Los historiadores han
discutido sobre si la evolución de la ciencia se ha debido a una especie de “motor” interno que ha
dirigido el conocimiento, o si, por el contrario, han sido unos condicionantes externos, de corte
social y económico, los que han impulsado las transformaciones científicas. Si bien, ambos
motivos no son mutuamente excluyentes, y en el avance del conocimiento se aprecia tanto un
interés inquisitivo perfeccionista, como la evidencia de que todo proceso científico alberga la
esperanza de lograr una utilidad al ser humano.
En cuanto a la realidad e una “ciencia oficial” –constituida por los conocimientos
socialmente aceptados, y que discurren en paralelo con otros saberes extraoficiales, considerados
espurios y combatidos por el mundo científico institucionalizado–, debe recordarse que en su
momento hubo teorías que, aceptadas en un momento dado, fueron más tarde rechazadas.
Atendiendo al proceso acumulativo del conocimiento científico, son muy escasas las ideas
científicas a las que no se le pueden encontrar antecedentes más o menos lejanos. Por ejemplo, la
concepción heliocéntrica del mundo recorre un largo camino desde Aristóteles hasta Newton,
pasando por Copérnico, Brahe, Kepler y Galileo. Y basándose en las ideas de estos autores, el
propio Newton enunciaría los principios de la física mecánica, que estaría vigente dos siglos, hasta
que Einstein diese a conocer a comienzos del siglo XX sus Leyes de la relatividad. Es decir, en
estos procesos se manifiesta la continuidad del esfuerzo intelectual y la acumulación de saberes
que se complementan, pero falta por dilucidar la existencia o no de una “revolución científica”. Si
por revolución entendemos un proceso acelerado de cambios que transforman profundamente la
realidad precedente, es evidente que la hubo; si por el contrario a una revolución le exigimos la
concurrencia de un cambio estructural, entonces habría que esperar hasta Einstein, y como
afirmaba Keynes, entonces Newton sólo habría sido “el último de los magos caldeos”.
Por otro lado, algunas de las teorías científicas surgieron a partir de instrumentos técnicos.
Un ejemplo notable sería el telescopio, que permitió a Galileo descubrir imperfecciones en la Luna,
los satélites de Júpiter y los cometas moviéndose en la región supralunar, todo lo cual contradecía
la sublime perfección del universo aristotélico. Asimismo, la técnica recibía su máximo apoyo de
unos estados muy interesados en aumentar su poder productivo, bélico y fiscal. Pero la realidad
técnica era limitada, porque tanto los materiales como las herramientas para trabajarlos aún no
permitían obtener la perfección necesaria para transformar las ideas en realidades. Cada
instrumento se concebía como un elemento aislado, por lo que su construcción era lenta, cara, e
imposible de reparar si no era por su propio inventor. Incluso resultaba difícil hacer que una
máquina trabajara en condiciones diferentes para las que había sido creada.
Otro impulso innovador de las técnicas lo propició la “economía-mundo”: la conquista de
nuevos territorios precisaba de diversos instrumentos de medición; el transporte exigía barcos
especializados; las ciudades necesitaban abastecerse de agua; y las minas, cada vez más profundas
y difíciles de explotar, clamaban por artilugios para su desagüe y aireación. Como consecuencia de
la utilización pragmática de las matemáticas aparecieron la regla de cálculo, la máquina de Pascal
que sumaba y restaba, y la calculadora de Leibniz, capaz de realizar las cuatro operaciones básicas.
También cabe mencionar los avances en los altos hornos y las transformaciones en los ingenios
textiles –el pedal y la manivela en el torno de hilar, las molinetas de la industria sedera, la tricotosa
para hacer punto…–, unas micro-invenciones que preludiaban la revolución industrial que se
produciría en Inglaterra en durante el siglo XVIII. Importantes fueron también los intentos por
dominar una nueva energía: el vapor. Esta nueva energía sería empleada, en el tránsito del siglo
XVII al XVIII, por Savery y Newcomen, para extraer el agua de las minas inglesas, notable avance
que después sería recogido por Watt para desarrollar su máquina de vapor.
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6. Arte y fiesta en el Barroco: una plástica para impresionar a las masas
El arte siempre ha reflejado los gustos y las ideas imperantes de las capas influyentes de la
sociedad. Los grupos de poder eran conscientes de la capacidad de la obra artística para impactar y
convencer mediante imágenes, transmitiendo los mensajes y suscitando las emociones de una
forma muy directa. De hecho, no se puede explicar el arte barroco sino a partir de tres elementos
esenciales: la lucha confesional entre católicos y protestantes; el absolutismo monárquico, que
pretendía dominar como forma política en el conjunto de Europa; y los intereses y sensibilidades
de los distintos y opuestos grupos sociales que producían y recibían los mensajes artísticos.
La religión, la política y la posición social se demostraban en la vida cotidiana de unas
ciudades que contaban con un centenar de días de fiesta en el transcurso del año. Es tarea inútil
distinguir entre fiestas religiosas y profanas: la celebración siempre incluía una ceremonia litúrgica
que recordaba el maridaje entre Trono y Altar. El pueblo tomaba parte en las fiestas más solemnes,
entre las que se encontraban el Corpus Christi, la Inmaculada Concepción y la Semana Santa, junto
a las visitas, condecoraciones y funerales regios.
El Concilio de Trento no sólo definió el dogma católico sino todo el conjunto de la
religiosidad, imponiendo cánones artísticos a los países católico. Para oponerse a la doctrina
protestante proliferaron las imágenes de la Virgen, de los santos y de los mártires; así como
representaciones escenográficas de la Iglesia Triunfante, prohibiéndose las escenas paganas y las
imágenes impúdicas. Frente a tal exuberancia de formas y contenidos, el arte reformado, en
especial el puritano inglés y el calvinista de los Países Bajos, producían una arquitectura simple y
estática, volcando su estética hacia una pintura interiorista, familiar, donde cofradías artesanales y
milicias burguesas dejaban constancia de su predominio social y poderío económico.
En la arquitectura barroca el modelo específico fue la Iglesia jesuítica del Gesú de
Vignola, en Roma, de una sola nave diáfana, que fijaba la atención sobre un altar mayor donde los
juegos de luz y una rica ornamentación enmarcaban un complejo programa iconológico.
Conocemos la arquitectura efímera –arcos de triunfo, catafalcos funerarios, altares callejeros…–
por esquemas y bocetos, que nos muestran el profundo y preciso programa iconológico con el que
se adoctrinaba a una sociedad iletrada, pero no inculta. La arquitectura extendida por toda Europa
da muestras del patronato de la Iglesia; con excepciones como Francia, donde el estilo clasicista
impuesto por Luis XIV, plasmado en las soberbias construcciones de Versalles y el Louvre,
transmitía el predominio militar y político de su soberano.
Si las artes plásticas fueron un instrumento de las elites para subyugar a las masas con su
impacto visual, y la obra literaria un artificio de las minorías para convencer intelectualmente a
otras minorías, el teatro vendría a ocupar un estadio intermedio, con una importante dimensión
didáctica. La tirada de los libros era reducida, y se restringía en su mayor parte a una literatura
culta. Pero también encontramos, en menor medida, una literatura popular, en formato más
asequible económicamente; algunos ejemplos sería la “biblioteca azul” francesa –ligada a la
reforma católica en este país–, los pliegos de cordel en España, o los “chapbooks” franceses. Esta
literatura es popular por su difusión, y estaba compuesta por muchos textos de origen erudito que
luego eran adaptados, abreviados e ilustrados.
Hay que señalar que en la mayoría de los países europeos las ediciones de libros y folletos
estaban controladas por el estado y la iglesia. La mayor libertad la encontramos en Holanda y en
Inglaterra –en este país, la censura previa sería abolida en 1695–. Al fin y al cabo, estamos ante los
inicios de la formación de una opinión pública política, y el canal escrito era una herramienta
potente que había que tener controlada. No sólo había una mayor difusión de libros, sino que en el
siglo XVII comienza a aparecer de manera amplia la prensa periódica. En 1631 aparece la Gazzete
en Francia, con el apoyo de Richelieu, cumplía la misión de medio de información y, sobre todo,
labores de propaganda gubernamental. En España encontramos desde 1661 la Gaceta de Madrid,
embrión del actual BOE. No obstante, hubo también prensa menos vinculada a los gobiernos. En
este sentido, Alemania es considerada pionera en periodismo: desde principios del siglo XVII se
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publicaron periódicos mensuales, de extensión bastante breve, en algunas ciudades. Algunos
ejemplos son Relation, Avisa, o Zeitung.
Paul Hazard situó entre 1680 (paso del cometa Halley) y 1714 (año del fallecimiento de
Luis XIV) el cambio sustantivo en la cultura europea que precede a la Ilustración del siglo XVIII,
calificándolo de “crisis de la conciencia europea”. Otros autores no han visto esos cambios como
una “crisis”, sino como el “nacimiento” de la idea de Europa, entendiendo la etapa inmediatamente
anterior como el estadio final del concepto medieval del “Imperio Universal Cristiano”.
En ambos casos, la cuestión central gira en torno a una intuida descristianización que
habría tenido lugar en la sociedad europea y que, al sustituir los viejos fundamentos religiosos por
nuevos valores laicos, daría lugar a un cambio sustantivo sobre la idea de Europa. Parece
indiscutible que el principio de autoridad religiosa, que era el eje de la sociedad europea de
comienzos del siglo XVII, había sido superado al final de la centuria. La mentalidad colectiva se
sustentaba ahora sobre otros fundamentos de carácter laico. Un cierto clima de relajación y de
confianza sociales preludiaba el pronto advenimiento del pensamiento ilustrado, con su carga de
libertad, naturalismo optimista y gran confianza en la perfectibilidad del hombre a través de la
acción educativa del estado.