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Cristo vive y Viene - El Corazón Humano

El Corazón Humano
Marcos 7: 1; 5 – 7; 14 – 23 

Estimados amigos, deseamos presentar para vuestra consideración, el testimonio de la Palabra de Dios acerca del corazón humano, su
necesidad desesperada, y el remedio que Dios en su bondad ha provisto. Si el corazón está mal, todo está mal, porque del corazón
proceden los deseos, decisiones y actos por los cuales el hombre es tenido por responsable delante de Dios. Nada más fácil que
engañarnos en cuanto al estado de nuestro propio corazón, pues, el mismo mal que lo aflige incide que lo conozcamos y lo juzguemos.
Por más que los hechos del hombre demuestran su egoísmo, orgullo y maldad, el culpable suele consolarse diciendo que en el fondo,
en el corazón, no es malo.

Las cosas que afean el carácter son excusadas atribuyéndose a causas externas, y oímos decir a menudo, que en el corazón del más
malo hay algo de bueno. Lo que se ha dado en llamar una chispa de divinidad, que dado un ambiente favorable, podría desarrollarse
hasta producir una transformación completa. Pero ¿qué dice la Palabra de Dios? Su testimonio es muy distinto. De los días ante
diluvianos leemos lo siguiente:  “…Vio Jehová que la malicia de los hombres era mucha en la tierra, y que todo designio de los
pensamientos del corazón de ellos era de continuo solamente el mal…”.

Más tarde, el profeta Jeremías se expresa de esta manera:  “…Engañoso es el corazón más que todas las cosas y perverso ¿Quién lo
conocerá? Yo Jehová que escudriño el corazón…”. Y en cuanto a tiempos posteriores, habéis leído aquellas palabras del Señor
Jesucristo, tomadas del evangelio según Marcos. Según ellas, no procede del corazón del hombre natural, sino solamente el pecado en
una forma u otra: malos pensamientos, adulterios, avaricias, engaños, etc., etc. Sí, no hay cosas nobles y buenas en el corazón del
hombre inconverso, el Salvador no las menciona, sino que representa a ese corazón como un pozo de iniquidad. Todas estas
maldades, dice, de adentro salen y contaminan al hombre.

Estas cosas las decía a la gente religiosa, los fariseos y escribas, quienes se preciaban de ser muy limpios y santos, pero su religión o
religiosidad consistía en una serie de observancias externas tales como el lavado ceremonial de las manos, la abstinencia de ciertos
alimentos y otras cosas semejantes. Y el veredicto del Señor fue éste:  “…Este pueblo con sus labios me honra, más su corazón lejos
está de mí…”. Y hasta el día de hoy hay gente cuya religión consiste en una serie de prácticas externas similares a las de los fariseos
de antaño. Son muy escrupulosos en cuanto a guardar mandamientos y tradiciones de hombres, y no se dan cuenta que con sus
tradiciones están invalidando la Palabra de Dios. Decía el Señor: no es lo que entra por la boca lo que pueda contaminar al hombre,
sino lo que sale de su corazón, y agrega el Evangelio: esto decía haciendo limpias todas las cosas.

El pueblo de Israel, conforme a la ley de Moisés, se abstenía de comer ciertas viandas teniéndolas por inmundas, más Jesús ahora
dice: “Lo que entra por la boca no contamina al hombre”. De acuerdo con esto, el apóstol Pablo también declara que el Reino de Dios
no es comida ni bebida, sino justicia y paz y gozo por el Espíritu Santo. En otras palabras, el Reino de Dios es asunto del corazón y no
de observancias externas. El Señor decía también que las prácticas de los fariseos equivalían a lavar lo de afuera del vaso y del plato,
dejando el interior inmundo. Dios mira el corazón, y quiere encontrar allí verdad y pureza, como decía el salmista David:  “…He aquí tu
amas la verdad en lo íntimo. Al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, Oh Dios…”. Todas las enseñanzas de Cristo, se basan
en este hecho fundamental: que el hombre es pecador y necesita un poder que pueda convertirlo y regenerarlo, operando de dentro
hacia fuera.

Puede uno cambiar sus ideas o su religión, pero si no se cambia su corazón, no hay conversión vital. Tenemos un ejemplo de esto en
el caso notorio de Simón mago, narrado en el libro de Los Hechos de los Apóstoles. Oyendo las prédicas y viendo los milagros
realizados por los siervos de Dios, Simón profesó ser convertido y fue bautizado, pero luego manifestó que ningún cambio se había
operado en su corazón, pues, venía a los apóstoles y les ofrecía dinero, pidiendo que le diesen el poder de efectuar milagros, a lo cual
Simón Pedro le contestó:  “…Tu dinero perezca contigo que piensas que el don de Dios se gana por dinero. No tienes tú parte ni suerte
en este negocio, porque tu corazón no es recto delante de Dios, porque en hiel de amargura y en prisión de maldad veo que estás…”.
Y cuántos habrá en el día de hoy que se dejan engañar de la misma manera, creyéndose cristianos por haberse sometido, cual Simón
el mago, al rito bautismal y por haber dado su asentimiento mental a una doctrina.

¿Cuál es el poder, entonces, que pueda cambiar el corazón del hombre? La epístola a los Hebreos contesta que la Palabra de Dios es
viva y eficaz y más penetrante que toda espada de dos filos, y discierne los pensamientos y los intentos del corazón, y no sólo lo
alcanza para redargüirlo, sino que lo convence y lo convierte de manera que el apóstol Pablo podía decir a los Tesalonicenses:  “…
Habiendo recibido la Palabra de Dios que oísteis de nosotros, recibisteis no palabra de hombres, sino según en verdad la Palabra de
Dios, la cual obra en vosotros, los que creísteis…”. Y ¿podéis vosotros decir, amables amigos, que también de esta manera habéis
recibido y oído la Palabra de Dios para experimentar sus beneficiosos efectos?

La Palabra de verdad divina es más poderosa que la espada. Esta puede subyugar reinos y hacer callar las protestas de sus
contrarios, pero no puede convencer la conciencia, ni ganar el aprecio y amor de los conquistados. Más la espada del Espíritu de Dios
es el bendito mensaje del Evangelio, y con esta espada se conquistan las almas para Cristo. No hay otro instrumento que pueda
producir el milagro de la conversión.

Preguntémonos, pues, ¿qué es este mensaje? Y ¿de qué manera opera en el corazón del hombre? No todo lo que se llama religión
puede llamarse Evangelio, y para muchos millones de personas religiosas, el Evangelio es un mensaje desconocido. El Evangelio
comienza con hacernos comprender que somos todos pecadores condenados ya. El que no cree, dice el texto, ya es condenado, y dice
además, que no hay diferencia, por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios. Anuncia también el Evangelio el justo
juicio de Dios y la necesidad de huir de la ira venidera. Predicando el apóstol Pablo en Atenas, decía que Dios ahora manda  en todos
los lugares que se arrepientan, por cuanto ha establecido un día en el cual ha de juzgar al mundo con justicia, por aquel varón al cual
determinó dando fe a todos con haberle levantado de los muertos.

El arrepentimiento en vista del juicio que se avecina, es la exigencia mínima de Dios. Pero no hemos de atribuir al arrepentimiento el
poder de salvación. El arrepentimiento por sí sólo no salvaría a nadie, si no hubiera una base justa para el perdón. Pero el Evangelio es
mucho más que un llamado al arrepentimiento, es el anuncio de la obra gloriosa de nuestro Señor Jesucristo, la proclamación del valor
y eficacia de un sacrificio ofrecido a nuestro favor en la cruz del calvario, es también la declaración de la buena voluntad de Dios para
con el hombre pecador, el hombre culpable y perdido, es la oferta de salvación gratuita de parte de Dios para todo aquel que quiere
creer en el Señor Jesucristo y recibirle como a Salvador y Señor, e incluye la declaración: “...que todo aquel que en Él cree tiene vida
eterna, y no vendrá a condenación, más ha pasado de muerte a vida...”. En otras palabras, el Evangelio como mensaje emanado del
corazón de Dios para el corazón del hombre pecador, le ofrece a éste la más absoluta seguridad de su salvación personal, con tal que
pueda decir que su fe está depositada sencilla y sinceramente en la persona de Cristo Jesús.

Ahora bien, veamos cómo éste mensaje afecta el corazón y la vida de la persona que lo cree. Si recibo sus primeros anuncios respecto
del pecado y el juicio venidero, quedaré profundamente humillado. Si me convenzo de que tengo que ver con un Dios justo y santo, me
daré cuenta de la imposibilidad de salvarme a mí mismo. Comprenderé que todas mis llamadas justicias son injustas y todos mis

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Cristo vive y Viene - El Corazón Humano

méritos son deméritos. No me podré justificar delante de Dios y no tengo ningún argumento que ofrecer a mi favor. Tengo que
confesar cual David el salmista:  “…He aquí en maldad he sido formado y en pecado me concibió mi madre…”. Pero oigo luego el
mensaje de amor de Dios, estando yo perdido y arruinado por el pecado: Dios me amó y proveyó salvación a un costo muy inmenso.
En amor indecible dio a su Hijo Unigénito en precio de mi rescate, lo dio en sacrificio en la cruz para la expiación de mis pecados, y
ahora me pide que crea en Él y confíe en la eficacia de ese sacrificio. Pues bien, lo creo de todo corazón y qué sucede, sucede que
habiendo conocido de esta manera el amor de Dios para conmigo, mi corazón se inunda de amor y gratitud para con Él. Como dice el
apóstol Juan:  “…nosotros le amamos a Él, porque Él nos amó primero…”. El pecado que antes yo amaba, ahora lo aborrezco. El
mundo que antes tenía tantos atractivos, lo veo vacío y necio. Deseo solamente la comunión de mi Salvador y la oportunidad de servirle
y agradarle mientras en el mundo esté. ¿Qué es lo que ha acontecido? Pues es evidente que he experimentado un cambio de corazón.
Mi corazón, por medio del Evangelio, ha sido ganado para Cristo, y he conocido el milagro de la conversión. El amor de Dios ha sido
derramado en mi corazón, y todo está cambiado.

Quiera Dios, amados amigos, que conozcáis la dicha de convertiros de todo corazón al Señor Jesucristo. Conoceréis, entonces la
inmensa diferencia entre religión y salvación.

Andrés Stenhouse

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