Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Matar en silencio
Viviendo como he vivido en el tiempo; he originado un tipo de vida muy
parecido a lo que fuimos en otro tiempo. Como señuelo convencido de
lo que es en sí. Trajinado por miles de hombres puestos en devenir
continuo. Con los pasos suyos enlagunados en lo que pudiera llamarse
camino enjuto. Y, siendo lo mismo, después de haber surtido todos los
decires, en plenitud. Y, como sumiso vértigo, me encuentro
embelesado con mi yo. Como creyéndome sujeto proclamado al
comienzo del universo y de la vida en él. O, lo que es lo mismo, sujeto
de mil voces y mil pasos y mil figuras. Todas envueltas en lo sucinto.
Sin ampliaciones vertebradas. Como simple hechura compleja, más no
profunda en lo que hace al compromiso con los otros y con las otras.
Esto que digo, es tanto como pretender descifrar el algoritmo de las
pretensiones. Como si, estas, pudiesen ser lanzadas al vuelo ignoto.
Sin lugar y sin sombra. Más bien como concreción cerrada, inoperante.
Eso era yo, entonces, cuando conocí a Mayra Cifuentes Pelayo. Nos
habíamos visto antes en El Camellón. Barrio muy parecido a lo que
son las hilaturas de toda vida compartida, colectiva. Con grandes
calles abiertas a lo que se pudiera llamar opciones de propuestas.
Casitas como puestas ahí, al garete. Un viento, su propio viento,
soplando el polvo de los caminos, como dice la canción.
Todas las puertas abiertas, convocantes. Ansiosas de ver entrar a
alguien. Así fuese el tormento de bandidos manifiestos. Un historial de
vida, venido desde antes de ser sujetos. Y los zaguanes impropios.
Por lo mismo que fueron hechos al basto. Finitos esbozos de lo que se
da, ahora, en llamar el cuerpo de la cosa en sí. Sin entrar a la
discrecionalidad de la palabra hecha por los vencidos. Palabra seca,
no protocolaria. Pero si dubitativa. En la lógica Hegeliana improvisada.
De aquí y de allá. Moldeada en compartimentos estancos. Sin color y
sin vida. Solo en el transitar de sus habitantes. En la noche y en el día.
Y sí que Mayra se hizo vida en plenitud, a partir de haber sido, antes,
la novia del barrio. Tanto como entender que todos la mirábamos con
la esperanza puesta en ver su cuerpo desnudo. Para hacer mucho
más preciso el enamoramiento. Su tersura de piel convocante. Sus
piernas absolutas. Con un vuelo de pechos impecables. Y, la
imaginación volaba en todos. Así fuera en la noche o en el día, en
cualquier hora. Con ese verla pasar en contoneo rojizo.
Su historia, la de Mayra, venía como recuerdo habido en todo tiempo y
lugar. En danzantes hechos de vida. Nacida en Valparaíso. De madre y
padre ceñidos a lo mínimo permitido. En legendarias brechas y surcos.
Caminos impávidos. La escuelita como santuario de los saberes que
no fueron para ella. Por lo mismo que, siendo mujer, no era sujeta de
posibilidades distinta a la de ser soledad en casa. En los trajines
propios. En ese tipo de deberes que le permitieron.
Yo la amaba. En ese silencio hermoso que discurre cuando pasa su
cuerpo. Y que, para mí, era como si pasara la vida en ella. Soñando
que soñando con ella. Viéndola en el parquecito. O en la calle hecha
de polvo. Pero que, con ella, resurgía en cualquier tiempo. Recuerdo
ese día en que la vi abrazada a Miguel Rubiano. Muchacho entrañable.
De buen cuerpo y de mirada aspaventosa. Con sus ojos color café
límpido. Casi sublime. Y la saludé a ella y lo saludé a él. Tratando de
disimular mi tristeza inmensa. Como dándole a eso de retorcer la vida,
hasta la asfixia casi.
Ya, en la noche de ese mismo día, en medio de una intranquilidad
crecida, me di al sueño. Tratando de rescatarla. O de robarla.
Diciéndole a Miguelito que me permitiera compartirla. Y salí a la calle.
Y lo busqué y la busqué. Y con el fierro mío hecho lanza lacerante,
dolorosa, la maté y lo maté. Me fui yendo en el mismo silencio. La
última mirada de mi Mayra, fue para Miguelito amante.
Luna fugada
Tanto huirle a la vida. Es como evitar ser tu amante. Las dos cosas
trascendentes. Una, por ser la vida misma. Lo otro que sería igual a
hurgar la tierra, en búsqueda del tesoro pedido, que sería cual faro
absoluto. Entre lo yerto y lo móvil vivamente vivido. Todo se aviene a
que mi canto no sea escuchado. Fundamentalmente por ti, diosa
infinita. Por eso, me puse a esperar cualquier vuelo. De cualquier ave
pasajera. Nocturna o diurna. Sería, para mí el mismo impacto y el
mismo oficio. El de doliente sujeto que hizo de su vida; la no vida
estando sin el refugio de tus brazos. Y, al tiempo habido, le conté mi
sentimiento. Y me respondió con la verdad del viento. Fugado, sin
poder asirlo. Y revolqué la tierra, en todo sitio. En cualquier lugar
fecundo. Y el mismo tiempo y el viento, hicieron una trenza para
ahogar mis ímpetus. Para que yo no pudiera entrar en ese cuerpo
tuyo. Viajé en ellos, en el tiempo y el viento. Llegué, no recuero ni el
día ni la hora. Simplemente, bajé, otra vez, al sitio en que te he amado.
Encontrándote, susurrando palabras. Como las de ese Sol potente.
Estaba en espacio frío. Y te fuiste, en el tiempo y el viento. Y te vi
ascender. Traspasando la línea que protege a la Tierra nuestra. No
pude alzar vuelo contigo. Simplemente porque, viento y tiempo, te
arroparon y desecharon mi presencia, mi cuerpo.
En este otro día, En esta soledad tan manifiesta. Tan hecha de retazos
de tu mundo ya fugado. Me dije que ya era hora de ser libre. ¡Para qué
libertad, sin estar contigo! Eso dije. Y retomé el camino arado, por
siglos. Por gentes sencillas. Bienamadas, solidarias. E hice andar mis
piernas. Hice que todo mi cuerpo te buscara. Y encontré a la vieja
esperanza, maltrecha, pero nunca vencida. Al tiempo encontré a la
ternura toda. Me dijo: si nos has de ir, mejor quédate ahí.
Llegando la noche, entonces, te vi dibujada en la Luna. Y gozabas,
jugando con su arena inmensa. Con su gravedad hecha cuerpo. Y,
siendo ese cuerpo, tú. Me enviabas voces, palabras. Pero a mitad de
camino se perdían. Ruidoso rayo, envolvente. Dos en uno. Energía
potente. Sonido anclado en toda la energía hecha. Pasando la noche,
pasando se, hizo más borrosa tu figura que volví mis ojos al lado
obscuro de tu hospedera Luna. Haciéndose fugaz lo que antes era
permanente para mí. Esa risa tuya. Esos tus ojos tiernos en pasado;
ahora voraces y lacerantes miradas. Mudez impávida, enervante
ahora.
Hoy, camino. ¿Yendo adonde? No sé. Como si se hubiese perdido la
brújula. Esa que siempre llevabas en tus manos. Y, siendo cierto esto,
traté de retomar el camino perdido. Traté de alzar vuelo. Pero seguía
ahí mismo. En la yesca infame, Todos miraban mi dolor. Todos y todas,
mostrando su insolaridad por ti endosada. Tal vez como revancha
absurda. Pero era eso y no otra cosa. Era tu pulsión de vida. Perdida
ya. Y recordé que, en otrora, éramos boyantes personajes.
Absorbiendo la luz y la ternura en ella.
En este sitio, para mi memorable, quedará escrito, con el lápiz de tus
ojos, la pulsión de vida mía. Pasajera. Casi irreal. Casi cenicienta
simple, engañada. Y si digo esto ahora, es porque te fuiste. Y está en
esa Luna tuya, inmensa. Pero, para mí, Luna Fugaz. Luna hechicera
Peregrinar
Y sí que me postulé para ser concejal. En este territorio mío que me
conoció desde que me crié Antes, cuando estudié en el bachillerato y
pregrado sociología, no me llamaba, para nada, la atención, en lo que
coloquialmente llaman, la política. Contaba mi madre que,” cuando era
joven, conoció muchas amarguras ante los muertos y muertas en ese
cambalache de vida que nos tocó vivir. Rojos y azules. Para nosotros
esos era los colores. No había otros”. Desde Santander y Bolívar.” Por
mi cuenta me di a la tarea de seguirle la puntica del hilo, para aprender
a discernir. En la escuelita y en el colegio, la historia patria nos fue
contada por sujetos que habían sido preparados para esconder las
verdades. No era culpa de ellos y ellas, es cierto. Pero a fe que lo
hacía muy bien. Lo que llaman al pie de la letra. Nos filtraban verdades
que no eran verdades. Que el Generalísimo Santander, llevaba las
riendas para hacer las leyes. Que Simón Bolívar fue un héroe absoluto
y que merecía todos los oropeles que pudiese cargar. Según nuestros
maestros y nuestras maestras, Policarpa Salavarrieta no fue heroína.
Casi que dicen que era un insumo más. Que lo suyo era pura logística.
En general, las mujeres, solo eran personas de segunda categoría. Y
así lo plasmaron en esa hediondez de texto de historia. De Henao y
Arrubla O el Catecismo del Padre Astete. Toda una aureola perversa
para reafirmar al catolicismo como religión oficial.
Mi papá Egnosodin me enseñó, desde muy temprano, a cantar el
tango se Agustín Magaldi “Dios te Salve mi Hijo”. Yo lo entonaba en la
escuelita cuando estaba cursando tercero de primaria. Mi papá había
nacido en el municipio de El Bagre en Antioquia. Estuvo, desde muy
niño, trabajando para un señor de nombre Arturo Borrero. En eso que
llaman oficios varios. Incluido el de vigilar su casa, situada en el
perímetro urbano. Se casaron, mi mamá y él, cuando ambos tenían
dieciséis años. Después de soportar el asedio del papá de mi mamá,
por cuanto Egnosodin preñó a Nicolasa. Había sucedido, entre los dos,
una relación de pura pasión; muy bella, por cierto, por lo que supe. Yo
nací, como consecuencia de esa preñez. Después de mucho tiempo,
cuando yo tenía diez años, empecé a vibrar con lo que me iban
contando los otros niños. Uno de mis amigos, de nombre Rolando
Vaca, me contó, en uno de esos días que uno dice, puede pasar como
anodinos, que su mamá y su papá habían sido muertos tres años
atrás. Sucedió que un grupo de hombres armados, habían sitiado la
casita en la finca. Los hicieron salir. Y, en el plenosol de junio los
fusilaron contra la pared. Rolando quedó solo. Después de un mes de
estar andando por ahí, sin rumbo, fue acogido por la familia Amazará,
compuesta por don Eliseo, doña Belarmina y el hijo de estos, de
nombre Aureliano.
Entre tanto, conforme iban pasando los días, meses y años, me fui
enterando de otras tropelías ejercidas contra casi todas las familias.
Los agresores se hacían llamar “Ejército Anti Comunista del Nordeste”.
Mi familia y yo tuvimos que abandonar el territorio que tanto
amábamos. La situación se tornó muy agria. Dejamos todo. Mi papá
solo tenía cuatro mil pesos producto de la venta de varias
herramientas para la agricultura que le habían sido cedidas por don
Arturo Borrero, como pago por sus servicios.
Llegamos el cuatro de agosto de 1975, al municipio de Yarumal. Allí
estuvimos, durante dos meses, en casa de la familia Monsalve. Don
Héctor, el jefe de familia, como se decía antes, había conocido a un
primo de mamá Nicolasa, cuando estuvieron trabajando juntos en el
municipio de Turbo. Nos hicimos, pues, a un cuartico y podíamos
transitar por toda la casa y la finquita en la cual don Héctor y su familia
tenía seis vaquitas lecheras.
Un día cualquiera, martes por más señas, llegó a la casa un señor de
nombre Ruperto Balasanián. Era tío de doña Georgina, la esposa de
don Héctor. Hablaron por mucho tiempo los tres mayores. Nunca he
podido saber el tema. Lo cierto es que mi papá viajó con don
Balasanián con rumbo desconocido. Mi mamá y yo quedamos con la
señora Georgina. Se consolidó, con el paso de los años, una amistad
muy bonita. La señora Georgina tampoco supo lo que pasó. Y, don
Héctor, siguió sus labores; a pesar de sentirse muy preocupado. Esto
lo leía en sus ojos.
Hoy, en este tiempo que sigue siendo muy amargo para todos y todas,
recuerdo como me hice sociólogo. Para mí es importante este hecho,
ya que me posicioné muy bien en Medellín y Yarumal. Me separé de
mi familia putativa y de mi mamá, para desplazarme a Medellín. Allí
vivía un cuñado de doña Georgina. Ella me relacionó con don Euclides
y con su esposa, doña Lorencita. Empecé mi bachillerato en el Liceo
Marco Fidel Suárez. Los fines de semana le ayudaban a don Euclides
en la cobranza de créditos. Tenía, él, un negocito de mercancías
ofrecidas en el comercio casa a casa. Vendía con el 5% de cuota
inicial. Lo de más en pagos semanales.
Terminé el bachillerato e inicié la carrera en la Universidad Pontificia
Bolivariana de Medellín. A pesar de ser una universidad privada, me
gané una beca concedida en cesión. Don Romualdo Espinosa,
hermano de la mamá de doña Lorencita. Algo así como entender que
este señor Romualdo era sacristán en la Iglesia Divina Providencia, en
el municipio de Abejorral, en Antioquia. El párroco de dicha iglesia
conoció de mi vocación por la solidaridad con los y las demás. Tramitó
la beca con el excelentímo señor rector.
Durante toda la campaña proselitista, tuve muchos inconvenientes Dos
fundamentalmente. Las querellas insinuadas por los otros candidatos.
Y, la falta de dinero y padrinos políticos. Yo veía como se compraban
votos. Y como le hablaban de mí a los sufragantes. Diciéndoles que yo
era un subversivo. Todo como consecuencia de mi liderazgo en
diferentes obras sociales en Medellín y en Yarumal.
Conocí, en el entretanto, a varios sacerdotes animadores de la opción
política de Camilo Torres Restrepo. También, más de cerca, a Vicente
Mejía, quien trabajaba con las personas que se ganaban la vida con el
reciclaje en el basurero de Moravia. Tenía su asiento, en el barrio
Caribe. El día de las elecciones fue, para mí, un día de mucha
congoja. El sábado anterior, mi mamá y yo, recibimos la noticia de la
muerte violenta de mi papá, en el municipio de Liborina. Tal parece que
se trató de una riña callejera. A Egnosodin le habían robado el plante
del negocio de venta de frutas. El ejercía como intermediario. Quienes
lo mataron, lo esperaron en la noche, cuando iba a la casita que había
alquilado. Todo por cuenta del hecho que mi papá los había
denunciado.
Fui elegido como concejal. De una lista promovida por Don Rosendo
Natagaima, liberal que se había hecho militante del MRL, liderado por
Alfonso López Michelsen. Empecé mi nuevo trabajo, con la pasión que
siempre me ha distinguido para enfrentar retos y superarlos.
Este día, estando en la puerta de la alcaldía de Yarumal, departiendo
con ex compañeros del Liceo, se nos acercó un hombre, con la ruana
terciada, de tal manera que le tapaba la mitad de su cara; sacó su
revólver y nos atacó a todos. Así, terminó mi vida. Mi última memoria
fue para mí mamá Nicolasa y para doña Georgina.
Bella Martinica
Envolvente, como remolino aventajado. Así era mi relación con ella.
Martinica Buriticá. La había conocido en un paseo que hicieron las dos
familias. La de ella y la mía. Muy joven. Bonita. Pero, ante todo, de una
prudencia infinita. No había ningún obsoleto para sus palabras.
Estudiante en La Institución Educativa Policarpa Salavarrieta. Ahí no
más en la esquinita que visitábamos mis amigos y yo. Bien parada, en
esos términos de ahora que denotan hermoso cuerpo y bonita cara.
Los dos nacimos en el mismo barrio. Jerónimo Luis Tejelo, al occidente
de Medellín. Yo un poco mayor que ella. Nos separaban tres años.
Ahora, el veintiuno de julio, cumplirá quince añitos. Empezamos a
frecuentar el mismo lugar para el divertimento. La canchita de
baloncesto que queda ahí en el centro del barrio. Martinica juega muy
bien. Tanto que ha sido designada como capitana en el equipo
selección de las Instituciones Educativas, en la ciudad. Pero, más que
jugar bien al baloncesto, lo que la distingue es lo que llaman “su don
de gentes”. Muy delicada al momento de enfrentar los problemas.
Habla por todas y por todos en el colegio. Tiene una visión absoluta,
acerca de la política educativa en Medellín y, en general, en el país. La
pensadera la ubica en profundas reflexiones al momento de cuestionar
y sugerir alternativas.
Nació, según dice su mamá doña Eugenia, pensando. Desde pelaíta lo
escrutaba todo. Mirando a su alrededor. Como buscando explicación a
lo habido y por haber. Al añito de haber nacido, ya era capaz de
entender lo que le hablábamos. Y trataba de hablar. Por lo mismo,
empezó a hablar fluido a los dieciocho meses. Casi como entablar
conversación con nosotros y nosotras. Argumentaba su palabra. Vivía
en una opción y pulsión de vida, equilibrada. Pero, asimismo, capaz de
contradecir a quien fuera.; desde su lógica y perspectiva de vida.
En esto de entender la vida, es difícil saber si algo es justo o injusto.
Lo cierto es que, uno de los médicos de la IPS, diagnosticó, algo así
como un enfisema pulmonar, cuando recién cumplía diez añitos. De
ahí en adelante, como que nos cambió todo. La rutina dejó de ser la
misma. Muy al cuidado de todos y de todas en familia. A pesar del
diagnóstico, Martinica no ha parado en la hechura de su vida.
Particularmente en su desarrollo académico y deportivo. Don Hipólito,
el rector del colegio, mantiene una observación constante alrededor de
la evolución de la patología. Por mucho que le hemos dicho, acerca de
dosificar sus entrenamientos y sus juegos intercolegiados; todo ha sido
en vano.
Cada noche, mi amiguita sufre dolores muy fuertes. Además, un
problema reiterado para conciliar el sueño. Y para asumir una
dinámica de vida no enfermiza. Si se quiere, en cada brevedad de los
minutos, se le va yendo su fuerza y su proclama por salir adelante.
Una crisis manifiesta. Su mamá Eugenia sufre más que ella. La ama
tanto que, como dicen coloquialmente, “ve por los ojos de la niña”.
El día de su cumpleaños, sufrió una crisis. Que fue definida como
“benévola” por parte de los médicos de la IPS. Pero, en verdad, nunca
la había sentido tan enfermita como ese día. Habíamos preparado todo
para la celebración. Un protocolo discreto, como a ella le gustaba. El
ritual iba a ser el mismo. Misa solemne en la mañana; almuerzo en
familia y con los más cercanos y cercanas amigos y amigas. Y, en la
tarde, un bailecito, casi privado. Siendo como las seis de la tarde, le
vino la crisis. Esta parecía más grave que las otras. Se desmayó en
plena sala. Corrimos a auxiliarla. Le empezamos a dar aire,
despejando el sitio y soplándole con las toallas. Cuando llegaron los
paramédicos en la ambulancia, Martinica; parecía, en su cuerpo, como
si le hubiese cortado el calor de vida, durante todo el día.
Hoy, veintiocho de julio, estamos al lado de ella. Pero ya no nos habla
ni nos hablará nunca más. La rigidez de su cuerpo es absoluta. Su
carita parece ser más bella que antes. Sus ojitos ya no nos mirarán, en
ese bello mensaje que siempre nos otorgaba.
Y sí que, ahora, simplemente seguimos su huella. En una inmediatez
de vida lánguida. Ya no es lo mismo sin ella. Dicen que quien nos deja
para siempre, merece un canto a la belleza. Y que, debemos
recordarlo o recordarla en lo que eran en lo cotidiano. Sin embargo,
´para mí, la recordadera debe ser en tristeza. Porque, el solo hecho de
saberla ida, de por sí, supone un vacío sin reemplazo posible.
El Elegido
Pongo a Midios como testigo. Lo tuyo había ido creciendo en el
contexto escogido. Una iniciativa venida a menos desde que dejaste
amar. No lo digo por mí. Ya que he ofrecido mi alma al creador, al
todopoderoso, para que mi arrebato no pase desapercibido. Ofrecí mi
vida, no la tuya. Por doquier observo el mimetismo ordinario. Yo he
trascendido lo primario tuyo. La manera como retratas tu cuerpo; no es
otra cosa que lujuria. De tal manera te entregas a cualquiera, que he
recordado cuando íbamos juntos a la escuelita. Y, más tarde, al
colegio. No sé si recuerdas ahora, lo que hacíamos con los palos de
guayaba y de mango biche. Supongo que no. Porque he percibido, en
ti, esa luciérnaga perdida, apagada. Te cuento, ahora, mi pasado
después que nos dejamos de amar. Es un tanto simple. Una brújula en
mil pedazos rota. Fui creciendo en lo mío. Estuve al mando de José
Pedrera, cuando me abrí camino hacia las comunidades no
reconocidas, hasta entonces, por pléyade de comisionados enjutos. Yo
me di cuenta de inmediato. Por lo mismo que obro como vigía
designado por el Padre Eterno. Estuve tres veces en Roma, la nuestra.
En uno de esos viajes, me entrevisté con Olmedo Vigoya. No sé si te
acuerdas de él. Vivió en el mismo barrio (Belén AltaVista, en nuestra
Medellín pujante siempre) Resulta que Olmedito, como le decíamos
con cariño, se separó de Julieta Piñeres, Todo, por cuenta de sus
arrebatos lujuriosos. Rompió con Catalina, el día en que la encontró en
la casita, con Saturnino Moscoso. Un tanto dramático el cuadro.
Lo cierto es que vivo, con la bondad de mi Dios amado. Te cuento,
además, que mi mamá murió. En el tiempo ese de la inquisición
forzada que impuso el padre Anselmo. Una cuestión misterio, como
decimos los adoradores de Dios Buen Pastor. Ella, Sarita como
siempre la llamé, ejercía como vocación primera en ese trono del Buen
Dios Punzante. Siempre, en Semana Santa, mi mamá entraba en esos
que empezamos a llamar Trance Legítimo Para Los Iniciados. Su
ayuno, esta vez, fue extremo. Lo empezó el Domingo de Ramos. A
mitad de la semana, le envió un mensaje al Reverendo Anselmo. En el
sentido que se sentía muy débil y que se sentía acosada por El Judío
Errante, designado por Mi Dios, para tentar a las almas votivas.
La respuesta nos dejó impresionados. Le dijo: bajo ningún pretexto
Sarita debes de terminar el Ayuno Supremo. Quédate ahí, en donde
está ahora. Mi mamá murió el Jueves Santo. No pudo más. Yo cero,
en verdad, que el Reverendo tenía razón. Su muerte es excelsa
demostración de lo que puede el Divino Sacramento Único. Todos y
todas salimos a la calle. Doña Hilduara, la Matrona del Divino
Salvador, nos arengó. Veía un mensaje en el amplio cielo azul. Y sí
que miramos. Y aparecía mamá Sarita. Una Asunción Hermosa. De la
mano del Arcángel San Gabriel. Al volver a casa, efectivamente, el
cuerpo de mamá Sarita no estaba. Solo quedaron el ataúd y los
candelabros.
Yo sigo en la Expiación Suprema. Al mando del Sumo Pontífice
Aureliano Tercero. En verdad yo siento, cada día, que voy aprendiendo
a ser un Buen Cristiano. En el Tercer Año Conmovido, abandoné todo
lo terreno. Renuncié a mi trabajo como Vocinglero Primero. Cada día,
en el pasado reciente, era expresar, a capela, los Rituales Divinos para
el día. También abandoné a Vitelina. Mi noviecita de toda la vida. La
repudié, por Mandato del Sumo Pontífice. Requisito penúltimo para
acceder al Título de Diácono Primero.
Ya el barrio no es lo que fue antes. Es como si todo se hubiera
decantado. Sus calles están, todos los días, cubiertas de flores. Todo
en honor de mamá Sarita. En cada esquina se erigieron estatuas de mi
mamá, de doña Leopoldina y de doña Amparo de Gutiérrez. Todas ella
las llevamos a Roma, para ser bendecidas por el Sumo Pontífice.
Vivos, todos y todas, en meditación continua. Vivimos en estado casi
cataléptico. Los vecinos y vecinas de los otros barrios nos traen frutas,
legumbres y aguapanela. De eso vivimos. Por Voluntad Divina.
Ya sabes, amada mí, del porqué de mi ausencia. Ya, en vida de
Vitelina, te decía cómo el Buen Dios, me eligió a mí para poseerlas a
las dos. Y que, nuestro hijo ha de ser santo. Esa es mi recompensa.
Así lo quiso El Verbo Divino.
Bellos y bellas amigos y amigas míos
Como queriendo ofrecer insumos para futuro abierto. En una diáspora
absoluta. Recorriendo esos caminos que antes no conocía. Volviendo
a ver tu imagen centrada, en semblanza habida antes. Vertiendo lo que
antes no poseía, pero que estaba en mí como en ósmosis prendida.
Cierta. Un rol que me acosa desde la cunita amada. Viviendo a mi
madre en lo que llamaba incertidumbre de género. Sin combinaciones
posibles. Porque, lo suyo era ternura atada. Avergonzada por las
lapidaciones continuas. En un acezante grito de locura manifiesta. En
el entorno vivo de ella antes. Y siempre aturdida por la vocinglería
agobiante, inhóspita, apabullante. En un modelaje de porvenir ansiado
en esa conducta pérfida. Hecha como a pedazos. Entre miles vivas y
decantación afanada para imponer la holgura del suplicio eterno.
Y vine al mundo por esa vía. Como en enjuto saludo. O en la
imposición sin remedio. Así te vi, entonces, ese día nuestro. Aquel que
logró emerger como sutura apenas, de la gran herida porfiada y honda.
Te vi en ese espacio extraño. Como que es del pueblito que añoramos.
Lo viste tú y lo vi yo en enérgica propuesta de trascender el ahora
imponente, aciago. Y, en esa dupla del tu y yo, enrutada al ejercicio de
la vida diaria. Ahí en esas callecitas casi legendarias. Por lo mismo
que tienen y han tenido, como magia inspiradora del quehacer
fundamental. Comoquiera que se va la vida tuya y la mía, en ello. No
sé si recuerdas el hospicio hecho para los dos. Por los viejos y las
viejas que veían en lo que éramos un puñado de esperanza. Tierna,
libertaria. Y que empezamos a construir desde ese antes de haber
abandonado los vientres. Siendo tú, gozosa mía. Un cuerpo de
veracidad. De fresca nervadura potente. Y, siendo yo, niño de energías
físicas amilanadas. Casi, mi cuerpo, como pequeña ilusión, sin más.
Y surtió efecto lo que ellas y ellos dijeron, el día en que nos vieron de
la mano, saliendo de la escuelita viva. Con ese trasunto de iridiscencia
amplia, otorgadora. Incesante vuelo hacia la hermosura de cielo
abierto. Con negras nubes, esperado hacerse presente con la lluvia
anhelada. Y como jugábamos a la golosa con niños y niñas de vivencia
explosiva. Los negros y las negras del vecindario. Orientándonos en el
proceso de erigir los juegos como soporte de la lúdica ambiciosa.
Pristina, elocuente. Y, en esos cuentos hechos palabra del Pacífico
libertario. Diciéndonos que ojalá pudiésemos jugar toda la vida. En eso
de no hacernos grandes, adultos. En esa hechura de camino de la
Caperucita Roja, vuelta negra a partir de haber conocido a la
Buenaventura inmensa; azotada hoy por la amargura de la violencia. O
de ese Quibdó enhiesto. Bañada por el Atrato imponente. O, en
Santander de Quilichao, brotando a los y las libertarios de siempre.
Volcados a los campos deshechos por los verdugos de ahora. De los
vituperarios modernos. Aquellos que pretenden la asimilación de los
cantos de libertad, a partir de sus enjutas voces. Diatribas miserables,
asesinas... O, cuando socavamos la historia milenaria, hecha por los
avezados dominadores de la ignominia. Siendo así llamados, por
nosotros, a aquellos que, con su poder alinearon los caminos.
Enhebraron con la violencia sátrapa, todo cuanto pudieron.
Y la Olegaria, en sus brillantes negra. Y Serafín, el negro que se
convirtió en el Diógenes de ahora. Negro absoluto. Bravero, hermoso.
Conjugando en muchos tiempos la libertad como verbo. O la Isolina
Santacruz que estuvo en Bojayá. Que vio como los trinos potentes de
los negros y las negras, se convirtió en lugar de agravio inenarrable.
Y caminamos, entonces todos, al unísono de la melodía cantarina del
señuelo libre y del tratar de amarrarlo a la estaca imaginaria. En visión
plena. O, como cuando, nos hacíamos perseguir porque, de frente a la
pared, contaba hasta ochenta. O hasta apenas veinte. O hasta el mil
galopero en que dejábamos a los niños y las niñas de doña Susana. O
ese ir al lago empalagoso del bosquecito nuestro. Aní, no más, al lado
de la llanurita cierta. Construidos por todos y todas.
Y sentimos el estruendo, cuando llegaron los gendarmes armados,
asesinos. Robándolo todo. Matando a todos y a todas. Simplemente
por no saber el paradero de Los Mosquera. Los negros que trajeron a
nuestro barrio, el sabor del currulao. O la danza bailada y actuada por
los mis e hijas de la Negra potente. Nos enseñaron a bailar y a cantar,
en susurro amplio “ven para acá pajarito que soy tu estrellita
matutina. Ven para acá perrito amable; que todos y todas vamos a
bailar. Y que la Anastasia tiene ganas de hablar contigo antes de
que nazca el hijo de vos y de ella…”
Hasta esa noche nos llegó la alegría. Se los y las llevaron a casi todos
y todas. Un matoneo rabioso. Un reguero de cuerpos dolidos, heridos.
Y se fueron en las tanquetas repletas. Y, nosotros y. Niños y niñas,
envueltos en el velo aniquilador. Corriendo de un para allá y para acá.
Como en ventarrón mañanero. Como en holgura puestos y puestas.
En la distancia engañera, preciosa. Amarrada al poste. Y, recordamos
todos y todas, el volantín de tela que nos hizo doña Amaranta
Mosquera. Y, a ella, fue a la primera que sacaron a empellones.
Hablábamos de todo. Allá en el toldito que don Genaro Tuberquia nos
levantó el diciembre pasado. A éste lo golpearon con los zurriagos que
traán los petulantes. Enfermizos azotadores.
Y, al día siguiente; solo quedó la soledad sola. Ese vacío tan inmenso
que dejaron nuestras madres y nuestros hermanos y nuestras mujeres
hermanas y padres. Y todo empezó a pasar como viento helado, ruin.
Y nosotras y nosotros allí. Dándole al juego benévolo. Entendiendo
que la tristeza, iban en nuestros juegos. Solapadamente, íntegros.
Auspiciados por nosotros y nosotras, detentadores y detentadores de
la vida expuesta. Mañanera y “nochesera”, como le dio por llamar al
atardecer y la noche plena, el negro Hamilton, bulloso y bailador sin
par.
Y sí que nos fuimos hasta “La Quinta del Diablo”, como Esthercita y
Mónica llamaron al lugar en que los encerraron. Y surtimos todos los
barrios y la ciudad de tronera punzante. De heréticos y heréticos
personajes. De ventolera creciente. Y gritábamos LIBERTAD, en un
vuelo de palabras escandalosas por lo expresivas del desafío que
proponíamos a los injuriosos patronos. Los hacedores de patria, como
mera réplica de la torcida comunión entre reyezuelos vergonzantes.
Ese mismo día, ¿te acuerdas Lunita?, todos y todas fuimos cayendo.
Atravesados y atravesadas, por las lanzas aceradas de los asesinos.
Y, esas balas, entrando en nuestros cuerpos. Hasta que cerré mis ojos.
No sé si los tuyos también. Solo sé que estando muertos y muertas
ahora, ascendimos al piso de la libertad. Entre montañas y ríos
creciendo todavía.
El negro Saltarín
Saltarín Pereira llegó a esta ciudad el veinticinco de mayo, del año
pasado. Desde que llegó al barrio Chagualo, se hospedó en casa de
los Benavides. De inmediato me impresionó su talante físico.
Aproximadamente de un metro con noventa centímetros. Brillante
negrura, Y unas manos inmensas. Todo empezó cuando Beatriz Iriarte
comentó a varias vecinas que “el negro” Saltarín, como lo bautizó doña
Helena Monsalve desde el momento que llegó; había estado donde
doña Rubiela Salazar, leyéndole la palma de la mano. Y es que
empezaba a tomar fuerza su condición de adivinador. Sin mayores
aspavientos, todas las señoras se agolparon en la puerta de doña
Rubiela,
Desde un mes atrás, don Israel Perdomo había advertido de unos
pájaros agoreros estaban rondando su casa. Todos negros. Del
tamaño de un gallinazo. Pero no eran ese tipo de aves, las que se
posan en el tejado de su casa. Su cantar era como escuchar el ruido
de gallinas en celo. Todas las noches llegaban. Y empezaba la
serenata, hasta las cuatro de la mañana. Muy enojado, decía que eran
mensajeras de la muerte.
Don Alfonso Elizondo entró a la conversa que inició, ese sábado tres
de octubre: ahí no más en la tiendecita de don Rogelio y de la señora
Berenice, su esposa. Relatos se expresaron para todos los gustos.
Uno de ellos, el de don Omar Segrera, hablaba del día en que vio al
negro Saltarín, sentado al pie de la puerta de la casa en que vivía.
Tenía, según don Omar, un rosario negro en sus manos. Parecía
contando arvejas. Y, acompañaba el conteo, con frases ininteligibles.
Como cuando uno escucha los alararidos de una persona en trance.
Contaba, además el vecino Omar, que siendo, aproximadamente del
tres de la mañana, salió corriendo calle arriba, riéndose y desplegando
una capa blanca.
Y empezó a tejerse la versión, en el sentido de asociar al negro
Saltarín con la muerte de perros y gatos en la vecindad. Cada mañana
se encontraban esos animalitos, expuestos al sol y al agua. Y una
hediondez solo comparable a la que se sintió el día en que aparecieron
muertas las dos vaquitas de don Aureliano Sanclemente.
Ese día, en que las vecinas se asomaron a las puertas para ver pasar
al padre Benjamín con el hisopo y con la canequita del agua bendecida
en la misa solemne del Domingo de Resurrección; fueron testigos de
algo que parecía inaudito; empezó a teñirse el cielo de colores rojo
obscuro azul celeste. Como una bruma densa que fue a depositarse
en el techo de la casa en donde vivía Saltarín. Tanto así que el padre
Benjamín no pudo realizar lo que él y las gentes llamaban Exorcismo
Transitorio”, Un remedio que se había usado por décadas y que se
justificaba cuando existía sospecha ante lo designado por las
matronas, como hechicería blanca Casi siempre asociada con la
aparición de hombres negros del tamaño de Saltarín. Y la coincidencia
en la aparición de aves negras desconocidas.
Durante todo el día no paró de llover y de sentirse “un helaje
insoportable”. En la noche, las nubes se pusieron mucho más negras
que de costumbre. Y una lluvia pesada y salada como agua de mar.
Doña Betulia arengó a todos y a todas para que se reunieran en el
atrio de la iglesia; para rendirle tributo a la Virgen del Apogeo, patrona
del barrio. Ya reunidas, empezaron con el Rosario de Aurora. Y los
cánticos “tu reinaras dios de los cielos. Reine por Jesús por
siempre, reine en mi corazón. Que nuestra patria y nuestro suelo,
es de María la Nación” Luego siguieron con las palabras: Hazte
Atrás Satanás, que conmigo no contarás; que el día de la Santa
Cruz, grité un a mil veces. Jesús, Jesús…
Don Venancio Tortoriero, había estado reducido a una silla de ruedas.
Sucedió que, después de haber tomado como esposa a doña
Saturnina Benítez, trabajando en altura, reparando el techo de la Casa
Cural, perdió el equilibrio y cayó al vacío. Dos vértebras se partieron y
no hubo más que sentarlo en su sillita, que le regaló don Ambrosio
Buriticá, a poco de haberse ganado la Lotería de San Liberto. A doña
Saturnia no le faltaban ganas de comprometer al negro Saltarín, en
una sesión de rosario compartido, como le decía a lo que Saltarín
hacía. Obviamente le tenía temor a lo que dirían l sus vecinos. Y,
mucho más aún, a lo que pudiera hacer el padre Benjamín.
Cierto es, también, que la señora Saturnina no alcanzó a sentir lo de
don Venancio adentro. Cosas de la vida. Una ironía absoluta. Justo
despuesito del matrimonio, el señor Venancio quedó incapacitado de
por vida. Es inenarrable el sufrimiento de la señora Saturnina.
Cambiándole las mudas a cada nada. Bañándole a cada nada. Era, en
verdad, una frustración absoluta. Con mayor razón, cuando le veía lo
de él. Ahí fláccido, de manera permanente. Muchas noches, lloraba
antes de dormirse. Y claudicó varias veces ante las ganas de sentir
placer. Se masturbaba. Y sentía un descanso incomparable. Amanecía
con los bríos necesarios para hacer lo que fuera.
Doña Saturnina era muy joven. Cuando pasó lo que pasó lo de su
esposo. Apenas si, había cumplido veintitrés años, A decir verdad, en
opinión de Saturnina, no era lo mismo. Sus vecinas, de manera
bastante indiscreta, le contaban de sus excursiones por la tierra del
placer. De ver lo de sus esposos hinchados. Duros como piedra. Varias
veces le confesó al padre Benjamín lo que hacía y lo que deseaba.
Todo esto derivaba en penitencias muy duras, Y que las tenía que
cumplir
Hasta que no aguantó más servir de esa manera a un tullido, que
disfrutaba el placer de verse atendido de un todo y por todo. Ella había
visto al negro Saltarion, rezando y cantando. Con palabras no
entendidas por ella. Y, además, había conocido varias versiones en
términos de sanación. A Eloísa, la hija de doña Amparo le había
curado las paperas. A Simoncito, el nieto de doña Clemencia, le había
curado el mal de ojo que lo agobiada. Esa babeadera y movimientos
de cabeza la hacían sentir muy triste.
Cierto día le preguntó a Eloisita acerca de lo que hacía el negro en el
ritual, Esta le comentó, hasta cierto punto. De ahí en adelante, sus
palabras parecían barullo, expresiones discordantes. Entraba como en
trance y empieza la lloradera.
Por fin, el día 6 de enero, sufrió un arrebato de ansiedad. Se decidió
por ir hasta la casa de Saltarín. Le comentó todo lo que pasaba con su
esposo. Y la impotencia para hacer algo más. Por él y por ella. Se
sentía frustrada como mujer. Saltarín accedió a ir hasta las casas.
Sugirió las siete de la noche para la visita.
Cuando llegó el negro Saltarín, observó a don Venancio, por largo rato.
Le dijo, creo que sí puedo hacer algo por él. Le preguntó a Saturnina
por el cuarto del baño. No dijo el motivo. Entró, y cerró la puerta.
Cuando volvió al sitio de Venancio Saturnina, estaba cubierto solo por
la capa blanca Todo lo demás del cuerpo estaba al desnudo. La señora
quedó muda. Con sus ojitos bien abiertos. Nunca había visto algo tan
grande.
Al otro día un hervidero de palabras que se parecían más que lo que
pasó con Babel. Todas y todos hablando del milagro que le hizo dios a
don Venancio. La señora Saturnia estaba adentro, según decía don
Venancio, que estaba en el patio trasero de la casa. Todo quedó así.
Entonces iban surgiendo más combinaciones de palabras y conjeturas.
La gente se extrañaba por la ausencia del negro Saltarín. Hasta ese
día infame en que aparecieron los cuerpos de Belarmina y Saltarín. Lo
de él, cortado. A más exhibía un corte profundo en su garganta. Ella,
con lo suyo con herida amplia y con sus pechos quemados. Nunca
más volvieron a saber de Venancio, Solo, muchos años después, se
supo que había sido colgado del limonero. Esa casa fue declarada
casa maldita, por orden del señor Obispo, a ruego del reverendo
Benjamín,
Lucerito, alma mía
Había pasado mucho tiempo, desde la última vez que me encontré con
Venus Alexandra. Tanto que, inclusive, no podía relacionar su cuerpo y
su memoria, al vuelo. Precisé de más de unos minutos, antes de
recuperar su figura e insertarla en mi memoria, de por sí, un tanto
lánguida. En verdad que ha cambiado, Sus ojos aparecen, ahora,
profundamente tristes, dentro de ese verde apasionado. No tengo muy
claro si antes tenía ese lunarcito en el mentón. Sea lo que fuere, le da
a su cara un carácter fuerte. Como de entender que, esos sus ojos y
esa su cara, parecían un imán biológico impresionado. Es como
cuando una asume una determinada doctrina, en lo que respecta a
lectura de cuerpo, de tal manera que el impacto de visión primera lo
deja a uno como en espasmos idolatras. Recordé, después de, mucho
tiempo, los lugarcitos en los que nos conocimos. Esa impronta de la
escuela, pasada y presente. En una relación de tiempos
absolutamente cercanos. En ese ir a la locura primera de lo que
éramos. Ella, en esa intención de vida palpitante. Yo, en una holgura
de actuar un tanto desafinado. Por lo mismo que mi palabra era, en
ese tiempo, un tanto empalagosas. Como queriendo demostrar con
ellas el índice del breviario de vida.
A la par de la habladuría que iniciamos, se fue tejiendo la recordadera.
De parcial al total de lo habido. Contándome, ella, la brusquedad de su
presente. Me decía que era, algo así, como engalanar los manifiestos
absorbidos en esa brevedad de tiempo. Una cotejación, me decía,
entre anclar la memoria como simple inventario de los quehaceres
inmediatos, Y las secuencia, un tanto peyorativas de lo que somos y
fuimos. Volvió, a mí, una tenue lucidez. Tratando de revolcar, otra vez,
el tiempo y sus vivientes. Localizando la divina ternura, en una
perspectiva inane. Le dije, en ese afán de imitar a los silentes idos. En
esa condición de sujetos, así en masculino, porque siempre estoy
predispuesto a buscarlos como pares de género. En esa hechura de
enamoramiento, al brete. O al galope, como decía Dionisio Fuentes.
Siempre lo amé. Creo, inclusive, que desde antes de nacer. Lo mío se
lo expresé ese día de octubre, en que lo tuve en mis abrazos y mis
elucubraciones. No me importó ser rechazo con vehemencia
histriónica y de brutalidad física. A ese encuentro le debo una fractura
en mi nariz. Fui azotado. No solo por mi bello Mauricio; sino también
por su familia, mi familia. Y, en fin, por todos los machos del barrio.
Para las mujeres, entre ellas, Venus Alexandra, me convertí en un
susodicho espécimen que no valía la pena, siquiera mencionarlo. Ni
tratarlo. Pero, así como era de fuerte el extrañamiento; así mismo, era
mi perdición. Con mi memoria embolatada. Como persiguiendo una
quimera impúdica. En una exacerbación de instantes y de tiempos
prolongados. Las otras mujeres, en el barrio, se prodigaban de
epítetos hacia mí. Como “torcido”, “malparido marica”, “Lola Flórez
ambiciosa de roscones”. Hijueputa cacorro”, Y muchos etcéteras más.
Y, ese domingo qn que la encontré, iba ella paseando con su novio.
Vulcano Mejía. A él lo conocía desde que estudiamos juntos el
bachillerato. Para mí, era un sin ton ni son, como llamaba mi mamá a
quienes no pasaban el corte, en términos de estar posicionado. Las
diatribas que él me decía, las fui asimilando con el correr del tiempo.
Y volví a la recordadera. Tal vez, el hecho fundamental que marcó mi
vida, tuvo que ver con mi enamoramiento tempranero con Lucerito. Un
niño hermoso, en todo el absoluto sentido. Lo empecé a amar y
buscar, desde el mismo día en que él y su familia llegaron al barriecito
Altamira. No sé cómo fue el tiempo. Solo sé que lo seguía a todas
partes y en todos los momentos. Era diez años menor que yo. Y
empezó esa fuera de tósigo de todos y todas en mi contra. Con mayor
razón, cuando Lucerito se enfermó. Empezó a verter sangre por su
ano. En verdad, yo no lo tuve de manera brusca. Inclusive, entre él y
yo, compramos vaselina y condones. Nos veíamos casi todas las
tardes en el solarcito de su casa. No olvidábamos de todos y de todas.
Una pulsión de amantes empeñados en convertirnos en un solo
cuerpo.
Todo se fue agriando, para mí. Mi Lucerito negaba cualquier
vinculación mía con lo que estaba sucediendo. Se fueron agravando
sus dolores y la hemorragia. Mi familia sufrió mucho. Atacaban nuestra
casa. Violentaron a mi hermano Adolfo. Un día de tantos azarosos, iba
para la universidad. Ahí mismo, en el paradero de los buses, me
encontré con un grupo de muchachos y señores vecinos del barrio.
Tenían en sus manos bates de beisbol y cuchillos. Me atacaron al
unísono. Recibí dos heridas mortales en mi vientre. Y la vida se me
empezó a ir. No entendía nada de lo que me hablaban, en insultos, Mi
última mirada fue para Venus, quien empezó a acariciarme el cabello.
Lo último que escuché fue su voz, carga de palabras de ternura.
Encélado
Cuando observé la fuga hacia el universo todo. Y, casi en simultánea,
la amiguita enciende motores. Cada uno por su lado. Pero, en
sabiendo, que disponía de opciones amarradas al centro técnico,
impulsador y origen supremo. Como defendiendo lo suyo. Entendiendo
que es sumatoria de saberes. Por vía de haber adquirido de tiempo
atrás. Fuerza, en física exponencial. Y de labores ciertas, válidas en
tanto que es el eterno desafío a Natura., desde aquí, desde esta
porción de vida. Y ya venía en camino, después de haberse fugado mii
Valentina, hecha todo diosa como quiera que forzó la la gravedad de
Newton. Y, lo de ella, como ávida mujer. Poniendo un punto más alto
posible. Con esa iluminación dada. Una opción de herejía. Homenaje a
todas las mujeres. Tendiendo al infinito. Como proclama encendida.
Y, entonces el móvil, es impulsado por miles de caballos de fuerza
venidos desde ese día. Condensado en el hidrógeno embellecido en
surtidor helado. Por lo mismo que encendido en momentos, con
pulsión de ególatra empedernido. Y, ya hendiendo su fuerza en el
límite atmosférico, Pasando a resarcir los datos de historia del infinito
volcado sobre ella. Y, surcando, el escenario no conocido. No palpado.
Y, en el que sigue, siguiendo, viajó por universos multiplicados por
setenta veces siete. Y, siguió de largo, opacando los virtuosos cuerpos
iridiscentes. Palpando cada cuerpo. En obscurana pendenciera. Por lo
mismo, que ella se hizo imagen del potente cerebro. Ese que insinúa lo
potencia que late por sí misma, sin haber terminado el infinito
desarrollo posible. Pasó por una de las lunas del gran cuerpo.
Enhebrando, con sus anillos, la inversión de la física. Como agente
que no se inhibe para expeler un fuego benigno. Teniendo a su Sol
como infame tragaluz vivo. Espléndido.
Y, un yo manifiesto, se hizo impronta de tiempo. Como habiendo sido
olvidado, por su padre. En millones de estancia, ahí. En rotación
asimilada, desde el momento luz hacia atrás. En ese vibrato que todo
lo puede. Un tanto lujuriosa, se exhibe con moronas de hielo. En ese
misterio de su origen. Empezó, entonces, a decantarse. Y la viajera
ahí. Observándola desde lejos. Como temiendo alguna succión. Como
perentoria advertencia. Ella hizo la luz necesaria para obturar, acosada
por la ciencia en tierra.
No sé en qué momento, dijo ella, se me exigió encontrar el rumbo, y
las coordenadas hechas para interactuar. Para ilustrar el camino cierto.
En ese universo atravesado por dardos en todo sentido. Y con toda la
fuerza otorgada. Mientras tanto, esa luna lunita nueva, empieza su
cortejo. Tratando de cautivar a aquel móvil extraño. Convencida, tal
vez, en que no la herirá, al menos por ahora. ¿más adelante?, no sé.
Solo veo lo de ahora. Que se hizo un posible heredado, vivo.
Y, esa fuga inmensa, creciendo fue. Se hizo partitura abierta. Para que,
los pianos y trompetas permitan ser tocados, por el verbo empalagoso
de la vida, sedienta de confines. Y, ella, la otra luna tierna. Se erige
como respuesta a lo habido hasta aquí. Con un prontuario inmenso.
Tratando de hacer lo que vendrá, un simple trazado geométrico,
astronómico. De quienes han heredado, desde hace siglos, la votiva
como incesante creación habida en Tierra. Y anudada, como nunca a
la sinrazón perdida.; hallada después. Cuando creció el homenaje a la
vida, en vida
Viajero perdido
En vela pasé la noche. Acompañada, no más, por el travieso reloj.
Dando cuenta de las horas perdidas, ya pasadas. En rigor, para mí, las
señales del tiempo, no son otra cosa que vivir ensimismada en mi
misma. Con un sinnúmero de cargas expuestas. Hasta que maduren.
En dejación del espacio. Por lo mismo, succionado por el eterno vagar,
cada quien, haciendo del cuerpo mismo un latir constantes.
Y es que tenía pensado jugar a la ruleta. Esperando perder la vida en
eso. Y este día que comienza. Tan ávido de la última proclama del
Gran Jefe. En verdad, me siento cansada. Con los residuos de la
madrugada hechos trizas. Y más ahora, que debería tener el cerebro
limpio. Para poder ensayar lo que soy. Al pie del día que no entendido.
Se vinieron los momentos juntos. Como tósigos inveterados,
parsimoniosos.
También recuerdo a Ariel, mi amante en las sombras milenarias,
acompañadas por los estigmas insaciables. En tiempo pasado, lo amé
con la fuerza de Hércules. Siendo, este sujeto, mi yo prima. Adquirida
a fuerza de vivir su nostalgia. Por los tiempos idos. Ariel engarzado por
los hilos de la vida. Desde el mar hasta el obscuro cielo, hasta el
obscuro velo. Con sus diminutos puntos iridiscentes, A cada momento
infinito. Sin reconocer la holgura de tiempo pasado. Demás, viviendo
entre el estrecho camino al Sol y camino, en vaivén, hasta pasar, de
lejos, viajando hasta el límite de la galaxia nuestra. Tal vez, con ganas
de traspasarla hendiendo mi cuerpo, en su cénit ampuloso. Dotado de
una y mil maneras de ser invariancia pertinente, al momento de
localizar la bruma, entretejida en los hilos gruesos de los celestes
móviles. Los hechos antes y. los ahora renovados. Siguiendo la huella
de los mundos no conocidos.
Y sí, que me quedé perdido en tanta infinitud hecha. Buscándola a ella
penitente extraviada. Una luciérnaga que nació con solo andar pétreo.
Acuciosa mujer mía. Dotada de los frutos todos. En madre natura
viviente. Repasé mi bitácora. Como anhelante sujeto que no regresaré
nunca más a mi entorno recordado, querido. Pero, ahora, convertido
en simple sujeto, al garete, Como si no hubiese vivido en él; c con la
potencia de cuerpo, indisoluble, erguido. Como prepotente sujeto.
Lo de ahora, en mí, no es aspaviento en palabras torcidas. Es, más
bien, una juntura de fuerzas adormecidas. Como ir yendo hasta que
todo mi ser se escurra; en la medianía soterrada. Con o sin viento a
favor del viaje, Simplemente, entiendo que soy expósito ser.
Naufragado en esa totalidad de espacio abierto. En espera de mi
Ámbar vivida en mí, desde que este escenario fue creado. Y, ella, no
está conmigo; precisamente porque hizo de su viaje eterno, una
constante topológica. Como venida a menos. Sola, con su cuerpo
pegado a las lunas encontradas en la Vía Láctea como soporte de lo
que ya vino y lo que vendrá para ella, Insumisa novia querida. Allá en
los atardeceres vividos a dúo. Acicalados con el viento sereno, a
veces. Explosión de mares, otras.
Mi yo viajero milenario, se hizo hospedante sonoro. A fuerza de
escuchar los trinos de los cantores todos. Como tratando de ilusionar
mii sujeto entero. Vivido de premoniciones baldíos. Allá donde viví la
vida, Y que no será más la tuya, ni la mía.
La Mujer Soñada
En ese tiempo yo estaba en el municipio de Varadero. Decidí ir allí,
porque ya sabía de las condiciones en mi barrio, en mi casa y en la
ciudad. Se había tejido una hilatura de versiones, en términos de lo
que era mi presencia, a cada nada, en la casa de los Beltrán. Un
tiempo de nunca acabar. Y todo, porque yo tenía suficientes elementos
teóricos para acercarme a ellos y a ellas.
Habían venido desde Mutatá, Antioquia. Campesinos absolutos. Con el
énfasis de prodigar solidaridad a quien o quienes la necesitaban-. A su
vez, herederos y herederas de las tierritas de su bisabuelo. Un tanto
descuidadas, sí. Pero pusieron empeño a pura pulsión. Destacando las
bondades de la ganadería y de los plátanos. En esto último, don
Feliciano Beltrán, puso ojo avizor, en las posibilidades que estaban
ahí. En ciernes. El mercado internacional y las posibilidades de
comprar otra tierrita en Chigoorodó. Había conocido a don Apolinar
Cifuentes. Otro macho para el trabajo. Decidieron intercambiar
ilusiones.
El día en que llegaron al barrio Aranjuez, en la ciudad de Medellín, yo
los y las observé. Digo yo, ahora, detecté su talante. De las ganas que
todavía tenían para trabajar. Una de ellas, Betsabé empezó a estudiar
en la Universidad Pontificia Bolivariana. De buen cuerpo, pero de
mejor talento. Me contó, después, que se había decidido por la
Sociología, en razón a que se había hecho las promesa de investigar a
fondo, la situación de nuestro país y de la interacción con la situación
en América Latina. Particularmente, en lo referido a la noción de poder
político y su incidencia en el curso de los hecho económicos y
sociales. Ella me decía, algo así como énfasis en la condición de
dependencia de nuestros países que ella llamaba periféricos, con
respecto a lo que llamaba “el nuevo imperio”, haciendo alusión a los
Estados Unidos de Norteamérica.
Yo me hice amigo de ella. Me gustaba escuchar sus palabras. En eso
que, hemos dado en llamar, don de la palabra. Tanto así que, los
sábados, yo iba a su casa. Y conversábamos hasta bien entrada la
noche. Me fui entusiasmando con su didáctica y compromiso con la
historia. Y con el presente,
Valga anotar que, yo, fui siempre un obrero. Trabajaba en una
empresa de textiles de la ciudad. Mi formación académica no iba más
allá de ser bachiller, egresado del Liceo Marco Fidel Suárez. Mi
actividad laboral era muy cambiante. Todo, en razón a los horarios.
Unas veces en turno de la mañana. Otras, en el turno de amanecida,
que llamábamos en ese entonces.
Ezequiel y Luz Marina alternaban sus oficios regulares en la casa, con
la asistencia a la escuela nocturna. Así terminaron su formación
secundaria. Pero, tal vez lo más relevante, en ese entonces era la
vinculación de toda la familia, al quehacer en el barrio y en la ciudad.
Mamá Laurentina, trabajaba día y noche, para garantizar la
manutención de la familia. Don Iznardo, papá esposo, consiguió un
trabajito como vigilante en el aeropuerto Olaya Herrera. Con los
ahorritos que hicieron, fueron levantando la casita. De tener un piso,
pasó a ser una casita de tres pisos.
Lo cierto es que, en el barrio, empezó a descarozarse un tipo de
relación y de manifestaciones, de cercanía con la irrupción de hechos
no habidos antes. Betsabé, empezó un trabajo de reflexión y de
empoderamiento con las vecinas y vecinos. Esto fue mal recibido por
los que se empezaron a llamar “Custodios de la Paz”. Tanto así que,
en el correr de los días, se fue tornando, el barrio, en un vividero agrio.
Tanto como entender que, todas las noches, se presentaban
allanamientos de las casas, por parte de supuestos o reales
funcionarios de la policía y el ejército.
Para ese entonces, yo le había declarado mi amor a Betsabé. Ella
respondió con buen ánimo. Nos veíamos, a más de los sábados, los
jueves, cuando ella tenía horas libres en la universidad y, yo disfrutaba
de tiempo compensatorio en la empresa. Un día cualquiera, mientras
yo estaba laborando, los policías y militares, entraron a la fuerza a la
casita de Betsabé. Se los llevaron a todos y a todas.
Un año después, sigo sin saber nada de ellos y ellas. Solo sé, y estoy
seguro, es que no volveré a verlos ni a verlas. Simplemente porque,
siguieron conmigo. Por eso estoy aquí. En este sitio que elegí como
lugar de estadía. Huyendo de las amenazas impartidas por “Los
Templarios Modernos”. Grupo de asesinos, al servicio del gobernante
de turno. Y, por esto mismo, declaro mi condición de guerrero. A
nombre del pueblo y de la dignidad de los y las luchadores (as) por la
libertad.
Extravío
Lo mío, pues, fue otra cosa. Como si asumir la vida, hubiese tenido un
grado de dificultad mayor. Porque fue un instante de profunda
conmoción. Así lo viví. Instante soportado en las vivencias de mi
madre; o de mi padre. Nunca he descifrado esa disyuntiva. Un
acompañamiento conmigo mismo. Como si hubiese sido necesario
crear la duplicidad del yo. En el entendido de que debía ser así.
Porque, de otra manera, no sería posible acceder al mínimo necesario
para no claudicar allí mismo; sin haber iniciado el vuelo.
Creo que fue un viernes. Digo esto, a pesar de no haber intentado
nunca el juego elemental aritmético de retrotraer el calendario. Tal vez,
por miedo a encontrarme con un número que no satisficiese mi propia
versión. Así somos, a veces, quienes ejercemos una actitud ante lo
irreversible, guiados por el patrón metodológico de contar la historia de
lo que somos y hemos sido, muy parecido al de circunscribir sus vidas
a sucesiones de hechos. Como si, cada uno de esos hechos, ya
estuvieran codificados. Es una figura paliativa que nos induce a seguir
adelante, viviendo. Pero, a decir verdad, en el caso mío; sin haber
podido saldar la deuda con la historia. Esa que no puede ser recorrida,
ni entendida, por la vía de negarse a participar de una interpretación
más allá de la simple sociología del recuerdo.
En ese entonces, la ciudad estaba ahí. Expectante. Venía en
crecimiento. No sé si identificarlo como suma de hombres y mujeres.
No sé si identificarlo como sucesión de acontecimientos vinculados
con el tránsito complejo. De ideas y de circunstancias. De simples
reflejos de los acontecimientos. De la guerra de principios de siglo. De
la decantación de las normas, asociadas al dominio construido a partir
de un perfil ortodoxo. Perfil, al mismo tiempo religioso y político. Perfil
sin matices distintos a esos que ya estaban y que habían permanecido
desde 1810. Lo sentía como tósigo que ya había sentido. No sé si en
los sucesivos sueños que tuve desde el primer día. Y que, aún ahora,
se mantienen. Con modificaciones mínimas. Como eso de verme
inmerso en un territorio inmenso. Sin poder asir ninguna ruta. O, a
veces lo creo así, sin querer hacerlo.
Ya ahí, en esa casa situada en el barrio Chagualo. Barrio hospedante.
Típico de ese tiempo. Calles como simples trazos, sin ninguna
convocatoria lúdica. Entorno pétreo; sin las ilusiones que después
encontraría. Pero que, allí en ese día y en los que le sucedieron, no
alcancé a apropiarlo. A hacerlo mío, trascendiendo la actitud de infante
sin reconocimiento de las cosas y de los hechos, al interior de una
casa. En esta, los hermanos y las hermanas, no eran otra cosa que
figuras que percibía como sobrantes expresiones no identificadas.
Desde ahí. Desde ese momento, me percibí como sujeto enfermizo.
En ese tipo de tendencia compleja que compromete la lucidez; por
cuanto la ubica en una categoría conceptual alejada de los roles que
cada quien puede o quiere asumir.
No podría precisar lo que sentí el mismo día en que accedí al espectro
invariado de la casa. Si de esa en que nací. Escuchaba las voces. De
aquí y de allá. A decir verdad, no tengo claro, ahora, a distancia, si me
identifiqué con esas voces. Si eran para mí, asociadas a mi condición
de recién llegado. O si fueron voces vertidas al garete. Para quien
pudiera asirlas y entenderlas. Tengo la sensación de haber escuchado,
como ráfagas, los cantos. Desde la aldeana, hasta la pastora. Pero, al
mismo tiempo, tengo la sensación de haber escuchado las versiones
libres que se hacían de las historias de las Mil y una Noches. Pero,
también, esas leyendas que me hacían temblar. El Fantasma. Ese que
se sentaba en el tejado de las casas; una figura larguirucha. A la
espera de poder entrar a las casas, para excitar la risa en la víctima
elegida. Cosquilleo que no cesaba hasta que se producía la muerte,
entre los espasmos ocasionados por la imposibilidad para retomar la
respiración normal. O el Sombrerón. Sujeto regordete, con sombrero
alón y que transitaba por las calles a la espera de alguien a quien
engañar, por la vía de la palabra y desaparecer con él o con ella. O la
Patasola. Una expresión sin características físicas fijas, identificables.
O la Llorona. Mujer en búsqueda perenne del hijo que perdió. O las
sucesivas y variadas versiones de brujas. Habitantes de la noche. En
la calle, pendientes de cualquiera que se atreviese a desafiar la
soledad y la oscuridad. Siendo, esta última, su acompañante
permanente, su mundo; su fortaleza. Recuerdo, para este caso,
inclusive, que mi padre decía tener el antídoto o, al menos, la clave
para evitar que entraran a los cuartos. Se trataba de esparcir arroz en
la sala de la casa. De tal manera que ellas, precisamente por su
tendencia a antojarse de cualquier objeto, se detendrían a contarlos;
hasta que las sorprendía la luz del sol y se ocultarían de manera
inmediata. Su refugio, durante el día, era desconocido.
Escenario 2.
O el exterior. El mundo callejero. En la ciudad existían lugares que se
exhibían como referentes. Que la Plaza de Cisneros. Una especie de
central de abastos al menudeo. O el Hipódromo San Fernando.
Inclusive, este último, coincidía con el estadio; antes de la construcción
y puesta en funcionamiento del Atanasio Girardot. O la carrilera; o la
Estación del Ferrocarril. O El Pedrero, sitio adyacente a la plaza de
mercado. Sitio para el rebusque de promociones de tomates, plátanos,
cebolla, papas, legumbres, etc. O La Bayadera; territorio conocido
como lugar de aviesas costumbres. O el Barrio Antioquia; identificado
como otro sitio no recomendable. O El Bosque de la Independencia.
Sitio convocante. Allí estaban los mangos; las pomas; el lago; el
carrusel; la rueda de Chicago; el trencito con su túnel. O, ahí cerca, La
Curva del Bosque. Sitio al cual arribaban los bandidos: Pistocho y
Pacho Troneras; después de haber asaltado un banco. Allí bebían
ellos e invitaban a quien pasara. Todo hasta gastar hasta el último
centavo. O El Fundungo, Lovaina, Las Camelias. Reconocidos como
sitios, en veces, o como barrios, otras veces. De todas maneras, zonas
en las cuales se podían encontrar lo que se conocía como “casas de
citas”. Y se llamaban así, porque allí llegaban los hombres, adultos y
muchachos, buscando mujeres. Y allí esperaban estas para ofrecer su
cuerpo. Y allí estaban las barraganas que administraban. O los dueños
que atendían, sin ninguna intermediación, las solicitudes y designaban
a las muchachas; por riguroso turno.
O el Puente del Mico. Referente un tanto extraño. Nunca se supo
porque esa denominación. Solo, que por ahí atravesaban los rieles del
ferrocarril, sobre el río. O Moravia. Otra zona-barrio en donde se
encontraban bares y casas de citas. O el manicomio. Sitio destinado a
recepcionar y servir de reclusorio a los locos y las locas. El concepto
de enfermedades mentales, solo lo manejaban los médicos. Para
todos y todas las demás, eran simplemente eso: locos o locas.
Ubicado en “cuatrobocas”; barrio Aranjuez.
Pero, asimismo, barrios originarios. El Camellón; La Toma; Loreto; San
Diego; en la parte sur-oriental. Desde muy pequeño supe que allí nació
y creció mi madre. Su madre Sara y su padre Arturo. Hogar que fue
creciendo en residentes. Que la tía Nana; que la tía Fabiola; que los
tíos Carlos, Israel y Conrado. Que el trabajito del abuelo Arturo,
cuidador de fincas en lo que era la periferia: que la parte alta del barrio
El Poblado; que la parte aledaña a la carretera que conducía a
Envigado. Con el correr del tiempo, tengo memoria de ello, lo
visitábamos allá. Le llevábamos el almuerzo o la comida, o el
desayuno. Allí tumbábamos los mangos. Biches, preferiblemente. Allí
escuchábamos su rogativa para que no dañáramos lo que el
denominaba las bellotas. Arturo Gómez. Hombre nacido a finales del
siglo XIX. Tal vez conoció de cerca algunos eventos. Que la Guerra de
los Mil Días. Que a Salvita ascendiendo en el globo inflado con helio. Y
la tragedia de Salvita; que murió en ese intento. Arturo Gómez, tal vez,
conoció de la construcción del túnel de la quiebra. Y, tal vez, conoció
de la presencia del ingeniero Francisco Cisneros; de origen cubano.
Que dirigió la construcción de ese túnel y también la construcción del
puente colgante conocido como “Puente de Occidente”; sobre el Río
Cauca; entre Sopetrán y Santafé de Antioquia.
Pero estaban, también, los barrios Manrique, Aranjuez, Campo Valdés;
San Cayetano; Prado (situados al centro y nororiente. O Laureles,
Belén (con sus diferentes secciones); San Javier, Calasanz; Robledo.
Escenario 3.
Y seguí creciendo. Y seguí viviendo. Y, ahora, recuerdo otras cosas. La
ciudad seguía expandiéndose. Con las limitaciones asociadas a su
particularidad geográfica. Pendientes que hacen del tránsito central un
surco. Por allí, por ese surco, fue delineándose la ciudad-centro.
Mientras las pendientes iban siendo saturadas de viviendas. Un bien
construidas. Otras, simplemente, pautadas por los requerimientos de
quienes llegaban del campo. Como ahora, en ese tiempo, había
desplazados. Porque la violencia se ensañaba con quienes habitaban
las zonas rurales. No solo en el Departamento de Antioquia. Era todo
el país. Porque los impulsores del desarraigo eran, al mismo tiempo,
los que azuzaban la violencia. Eran (…y siguen siendo), al mismo
tiempo, beneficiarios de la guerra. Por su condición usufructuarios de
los sucesivos regímenes. Tenían el control desde hacía mucho tiempo.
Casi desde el mismo inmediato posterior a 1819.
Y, ese crecimiento de la ciudad, nos fue convocando a vivirla. Ya por la
vía de apropiarnos de las calles para auspiciar la lúdica. O, y
combinado con esto, para conocer y asumir ese territorio. Y, entonces,
creció la expectación por el desarrollo de los cantos y los juegos
primarios. Por lo mismo, en consecuencia, crecimos los ejecutores.
Que brincar el lazo; que las escondidas; que la lleva; que la guerra
libertaria; que los trompos; y las bolas de cristal y, “las vistas” (recortes
de las cintas o las películas), con sus acepciones “cuadros” (para
designar a aquellas en las cuales aparecían los protagonistas o los
denominados “el muchacho” y la “muchacha”); o el ejercicio de elevar
las cometas (con sus variantes de capar hilo); o lanzar los globos de
papel, llenos del calor y el humo producidos por el mechón encendido
con gasolina o petróleo y el cebo o la esperma como combustibles. O
el ejercicio de lanzar piedras con caucheras y las hondas (dos cuerdas
que tenían en el centro un receptáculo hecho de cuero y en el cual se
colocaba la piedra a lanzar). O el intercambio de revistas (folletos con
las aventuras de Tarzán, el Llanero Solitario, Batman y Robín; El
Pájaro Loco; el Conejo de la Suerte; El Pato Donald; etc.). O las
funciones matinales (películas) en los teatros (salas de cine) de los
barrios. Recuerdo los más importantes: Manrique; Rialto; Olimpia;
Aranjuez; Belén. O la trenza humana (formaciones entre dos grupos.
Uno al frente de otro; cogido de la mano. Hombres y mujeres); a partir
de la cual se cantaba matarile lire lo. O la trenza en rueda que permitía
o impedía salir al ratón, designado o designada por quien quedaba
libre por fuera de la rueda. O la ronda que cantaba y preguntaba al
lobo del bosque si estaba listo ya. O el juego de la perinola; o el de
catapis (Jaz); o el juego de la carga montón (se escogía la víctima que
tenía que aceptar que todos y todas cayeran encima de él o de ella). O
el juego con el lazo en los dedos, construyendo figuras diversas (la
escalera, la flor de iraca). O la recolección de cajetillas de cigarrillos a
las cuales se les asignaba un valor y así se jugaban. Como si fueran
billetes. (Pielroja 1, Dandy 25; Kool, Lucky; L & M, Chesterfield;
Mapleton, valían 100 y, así, sucesivamente). O la preparación y
realización de novenario en la época de diciembre; incluido el ejercicio
alrededor del pesebre. O el juego a la gallina ciega. Y, no podía faltar,
el fútbol. La pelota en la calle. Con desafíos entre cuadras y barrios.
Siempre en la calle. Calle para el juego. Calle libre. Inclusive con el
vigía, encargado de avisarnos cuando llegaba la tomba (policía
municipal); la bola (vehículo policial). Esto suponía suspender,
provisionalmente, el juego. Porque estaba prohibido tomarse la calle
para ello. Porque, siempre, ha existido la posición de quien o quienes,
siendo habitantes del barrio, odian la expresión lúdica.
Ahora bien, la confrontación entre grupos interbarriales, era hecho
común. Inclusive, llegando a expresiones vandálicas, violentas. Con
piedras (lanzadas con caucheras y hondas), palos, etc. Forzando un
paralelo, algo parecido con lo que hoy aparece como enfrentamiento
entre bandas en los barrios y/o en los colegios
Y, entonces, esa apropiación de los espacios, corrió paralela a las
jornadas escolares. Maestros y maestras. Muchos y muchas,
autoritarios y autoritarias. Tanto que contribuyeron a la deserción
escolar. Porque infringían castigos físicos. Otros, accesibles,
tolerantes, amigos (as). Que la sopa escolar (una figura reducida del
restaurante), a la cual accedían los niños y niñas cuyas familias eran
mucho más pobres que el promedio. Que el pan y la leche que se
entregaba en los recreos y que era posible, en razón al convenio con
Caritas Arquiodecesana (organización religiosa-católica) y las
entidades que regían la academia. O, en ese mismo horizonte, a partir
de convenios internacionales con países europeos o con EE.UU.
O, llegado octubre, lo que se denominaba la “semana del niño”. Aquí
cabía todo: los disfraces; las caminatas; el sancocho elaborado a partir
de recursos propios recogidos en las escuelas. O a partir de los
aportes de las familias. Queda claro, de paso, que las escuelas no
eran mixtas. Además, que, las jornadas, eran completas. Desde las
8:00 a.m., hasta las 11:30 a.m. y desde la 1:30 p.m., hasta las 4:30
p.m., de lunes a viernes. Los sábados de 8:00 a.m.; hasta la1:00 p.m.
Escenario 4.
Y entré en el terreno de los enamoramientos. Desde ahí, desde la
escuela. El recuerdo no es vago. Tanto así que tengo claro el momento
del primero. Corría el año en que empecé a ver el mundo con los ojos
de quien entra a considerar otro camino. No ese que venía siendo
protagónico. Es decir, ese que me amarraba a los condicionamientos
establecidos en esa casita. Condicionamientos acrecentados cada día.
A partir de un entorno áspero. Con ella, mi madre, sin otro horizonte
que el centrado en nosotros y nosotras. El padre que deviene en un rol
cercano al autoritarismo perverso. Pero ahí; sin descuidar las
exigencias derivadas de su posición como cohesionador forzado del
grupo. Grupo sin sentido de pertenencia. Porque, entendido como
colateral a referentes plenamente definidos, en nuestro caso no tenía
por qué existir. Éramos un conglomerado de individualidades
vinculadas a un espacio, nada más.
Siendo, como en realidad era, Norela una niña aproximada a los siete
años. Tengo, ahora, la sensación de haberla visto antes de conocerla.
No sé por qué, me viene a la memoria un cuadro de desazón. Como si,
mirando atrás, tuviera la certeza de haber sido protagonista de algunos
hechos poco edificantes. En consecuencia, una zozobra constante. Un
sueño tras otro, sin término. Como si no atinara a establecer con
claridad mi estancia allí. En ese mundo hilvanado a partir de
secuencias enrarecidas. Veía, por ejemplo, a mi hermano mayor en un
rol de sujeto vociferante. Yo estaba en la cuna. Él en el tejado de la
casita. No recuerdo bien si era en el Fundungo; en Chagualo. De todas
maneras, sea donde fuere, él estaba ahí. En el tejado. Yo, ¡pero que
hacía yo ahí; si estaba en la cuna? ¿Una ubicuidad no deseada? Lo
único cierto, me sigo diciendo a mí mismo, es que él estaba ahí Y yo
con la escalera, tratando de auxiliarlo para que bajara del tejado. Por el
patio. Estando el padre, también vociferando. En la misma casita. Los
mismos insultos. Iban y venían. Uno y otro. ¿Pero qué hacía yo ahí,
entre los dos?
Los Oquendo, familia tanto o más numerosa que la nuestra. Otoniel
Oquendo, obrero de la textilera Coltejer. Y el televisor allí. En la sala de
la casa de los Oquendo. De Norela. Y yo en la ventana, tratando de
adivinar lo que hablaban los personajes. Desde afuera, por la ventana,
la pantalla se veía borrosa. Luego, por lo mismo, borrosos los
actuantes. Y Norela me miraba, a través de la cortina. Ella fue quien la
enrolló para permitirme el espacio para visualizar. Y Norela con el plato
en la mano. Y Enriqueta, la madre, tratando de forzarla. Para que
dejara la ventana.
Y es que corría el año 1954. Coincidieron hechos. El militar ya estaba
ahí. Venía de rapar el poder. Siendo el cuadro político antecedente una
heredad vinculada con el genocidio auspiciado desde ahí. Desde ese
centro-poder conservador. Ya casi olvidadas las reformas de López
Pumarejo y su Revolución en Marcha. Todavía cercana, en el tiempo,
la muerte de Jorge Eliécer Gaitán. El sargento (¿…o cuál era su
grado?), ya jugaba a ser prócer. A ser libertador. A ser guerrero
guiando a un pueblo famélico y agarrotado. Nuestra familia era una de
tantos miles sin horizontes gratificantes.
La heredad, provenía de dos íconos perversos. Mariano Ospina Pérez
y Laureano Gómez; “el divino Laureano”. El perdulario que encendía el
Congreso, a viva voz. Voz transmisora de ideas achatadas. Con una
sola perspectiva: justificar la matanza. A viva voz. Voz de pigmeo
intelectual. Hacedora de fetiches. Voz, mirada, cuerpo, de aprendiz de
ideólogo. Ese que pretendía pasar a la historia como héroe. En una
Colombia desagarrada por él, y por Ospina Pérez, y por Marco Fidel
Suárez y por los azuzadores perennes. Un fascismo inveterado. Héroe
de la miseria que auspiciaron él y ellos. De la tragedia de un pueblo
inerme. Pero, asimismo, heredad de los Lleras y de Eduardo Santos, y
de Olaya Herrera y…del mismo Alfonso López, que se arredró ante la
infamia.
…Y yo en la ventana, mirando las imágenes distorsionadas en el
televisor. Y con el frío de las nueve de la noche. Inclusive fui hasta la
casa por un saco y volví. Y ahí estaba ella; enrollando la cortina para
que yo mirara. Y Enriqueta al acecho. Y llegaban las diez de la noche.
Fin de la emisión. Y Norela desenrollaba la cortina. Y, con la mirada,
hasta mañana.
Y, al otro día, a la escuela. Y la veía con su pertrecho para bordar; en
la escuelita eucarística. Y es que las niñas recibían solo eso. Una
fugaz pincelada de la aritmética y del castellano y de la geografía y de
la historia y, fundamentalmente, del catecismo escrito por el padre
Astete. Y, lo demás, enseñanza para aprender a ser mujeres. Del
hogar. Es decir, casi esclavas como mi madre. Y que se repita el ciclo.
Escenario 5.
…Y corrió la voz de que algo estaba sucediendo. Venía desde muy
atrás. El método había sido perfeccionado. Desde Núñez, el
trasgresor. El sujeto cambiante; según las circunstancias. Método
aplicado. Con ese mismo se justificó la Guerra de comienzos del siglo
XX. Método soportado en el manejo solapado de las verdades. O, a
decir verdad, las casi verdades. En recintos cerrados, a prueba de
filtraciones plenas. Solo el gota a gota. Para potenciar las
repercusiones. Se dice y se desdice, al mismo tiempo. Entonces, se
embauca y se extiende la sensación de que algo está pasando. Aquí y
allá.
Escenario 7
Escenario 15.
Hacía mucho tiempo que mi horizonte se venía desdibujando. Lo digo,
porque sentía de manera plena la soledad en mi intervención. Tal vez
es el precio que corresponde pagar por asumir posiciones no
coincidentes con las de la mayoría. Se presentaba, otra vez, la
constante que he narrado desde mi nacimiento: la contracorriente. Se
va desgastando el espíritu, de tanto forzar a la vida. Había dejado
atrás, si alguna vez la tuve, la certeza facilista. Aquella que,
simplemente, invita a dejar de lado el apasionamiento y el rigor que
requiere la actuación de fondo; desafiando íconos y proponiendo
alternativas en consecuencia con los soportes teóricos y de
humanidad.
Sobra decir, por lo escrito hasta aquí, que cada paso, cada día, cada
opción, las fui asumiendo en la verticalidad que siempre me ha
acompañado. Pero que, ahora, se hacía mucho más exigente y, por lo
mismo, más desafiante. Ha sido lo que podría llamarse “un estilo de
vida”. Estilo que me ubica, de manera constante, en un sujeto herético.
Es apenas obvio suponer el esfuerzo que esto reclama. Porque, ahí en
esa manera de vivir la vida; se pone en juego la misma existencia. No
tanto porque pueda darse la muerte física, por tristeza y por soledad;
sino porque el sentido de vida debe tener siempre una posibilidad que
le es inherente. Es decir, aquellas expresiones y aquellos énfasis que,
a veces, son esquivos.
En consecuencia, fui delineando una intervención a solas; aun estando
con otros y con otras. Porque, la soledad no es otra cosa que estar
inmerso en determinada acción sin compañía. Soledad es cuando se
siente que el universo de opciones que están circundantes, son
ajenas. Que lo mío es otra cosa. Que el compromiso me va cautivando
y me sitúa en posición de no regreso. Algo así como entender, a cada
momento, que la suerte está echada. Y que no existe nada diferente a
un laberinto, en veces, inhóspito. Otras veces, simplemente, lleno de
vulneraciones.
Y no es que haya existido o exista una propuesta que ubica a los otros
y a las otras como responsables de mi soledad, o de mis visiones
enfermizas; o de las situaciones de profundo malestar espiritual. No es
eso. Lo que pasa es que no puedo hacer alusión a mí mismo y a mis
laceraciones, sin contextualizar; sin exhibir ese soporte de las acciones
únicas, sean o no aceptadas por los y las demás.
Y volvió el aturdimiento. Mi estadía en Leticia, se expresó de la manera
en que se tenía que expresar. Porque, venía un acumulado de afugias
inherentes a la constante huida de los acechos. Las premoniciones
volvieron a ser lugar común. Premoniciones que provocaron otra crisis.
Esta vez, de tanta profundidad, que se produjo el extravío casi
absoluto.
Ya no era, solamente, eso que va y viene y que me situaba en
condiciones de debilidad simple. Ahora se manifestaba la debilidad
compleja. En unas sumatorias que incluían esos acumulados; pero que
además incluían una sinrazón que me iba invadiendo. Un alejar de lo
real, por la vía más angustiante. Por la vía de no reconocerme como
sujeto válido, conciente. Y, a pesar de que solo se produjo una
reclusión transitoria, los agregados de malestar espiritual, fueron
mucho más asfixiantes. Simplemente, estuvo en juego lo que era y lo
que eran mis hijos y mi hija; y lo que era Estela, como mujer cercana y
que amaba y amo.
De regreso a Bogotá, se reiteró la actitud solidaria de los amigos más
cercanos en ese momento. Jorge Luis Villada, Moisés Almanza; Víctor
Daza; Alfredo Peña; María Teresa. Sin ellos y ellas no hubiera sido
posible sortear de manera digna esa crisis. Y, es oportuno y válido
decirlo, con el acompañamiento del médico que me atendió. Con él, a
través de sus orientaciones, pude identificar muchos aspectos de mi
patología espiritual. Porque había perdido toda noción de buen trato
conmigo mismo. Una autoestima que se presentaba vinculada a esa
sucesión de premoniciones, en sueños y en realidad. De tal manera
que el desequilibrio se había profundizado. La esquizofrenia me estaba
matando. Aunque, aún ahora está conmigo, la he logrado aislar; pero
sigue ahí latente; al acecho; dispuesta a manifestarse en cualquier
momento y/o en cualquier acción. Menciono, además, aunque de
manera un tanto tardía, la ayudantía fraternal y desinteresada de
Edison y su compañera; a quienes les debo la solidaridad.
Y, el regreso a mi actividad laboral, se produjo, una vez superadas
estas inmensas dificultades. Otros compañeros y otras compañeras.
Un desafío: demostrar mi entereza y dedicación al trabajo. Lo fui
logrando. En esto influyeron quienes estuvieron conmigo en esa ya
lejana época.
Y también se produjo el regreso a la actividad sindical y al compromiso
de vida con todos y con todas que lo requirieron. Volví a asumir esa
posición que siempre me ha identificado. Es decir, ofrecer alternativas
de solución y el acompañamiento en cualquier tipo de situación, por
azarosa o difícil que pudiera ser. Y no es una expresión ególatra. Es,
simplemente vaciar en blanco y negro mi actuación; sin que cuente en
ningún momento la preocupación por lo que puedan decir o cuestionar
mis contradictores y contradictoras. Simplemente, es la notificación de
haber estado ahí, al servicio de quien o quienes lo necesiten.
Mi actividad por ese entonces, estoy hablando de la década noventa,
se desenvolvía de manera no contestataria; a pesar de que me
correspondió enfrentar a personas que llegaron a la Universidad
Nacional de Colombia, creyendo que nuestra alma Mater nació cuando
ellos y ellas llegaron. Era la época del modelo de apertura económica
como parte del programa de gobierno del señor presidente César
Gaviria. A propósito, de neoliberalismo, me permito transcribir un
documento que produje recientemente; pero que define mi
interpretación en ese entonces.
Sucesiones
Episodio uno
El instar vivo. Como recuerdo cierto
Como casi todo en la vida, hablar de tristeza, no es otra cosa que dejar
volar la imaginación hacia los lugares no tocados antes. Por esas
expresiones vivicantes y lúcidas. Es tanto como discernir que no
hemos sido constantes, en eso de potenciar nuestra relación con el
otro o la otra; de tal manera que se expanda y concrete el concepto de
ternura. Es decir, en un ir yendo, reclamando nuestra condición de
humanos. Forjados en el desenvolvimiento del hacer y del pensar. En
relación con natura. Con el acento en la transformación. Con la mirada
límpida. Con el abrazo abierto siempre. En pos de reconocernos. De
tal manera que se exacerbe el viaje continuo. Desde la simpleza ávida
de la palabra propuesta como reto. Hasta la complejidad desatada. Por
lo mismo que ampliamos la cobertura del conocimiento y de la vida en
él.
Viéndola así, entonces, su recorrido ha estado expuesto al significante
suyo en cada periplo. En cada recodo visto como en soledad. Como en
la sombra aviesa prolongada. Y, en ese aliento entonces, se va
escapando el ser uno o una. Por una vía impropia. En tanto que se
torna en dolencia originada. Aquí, ahora. O, en los siglos pasados. En
esa hechura silente, en veces. O hablada a gritos otras. Es algo así
como sentir que quien ha estado con nosotros y nosotras, ya no está.
Como entender que emigró a otro lado. Hacia esa punta geográfica.
No física. Más bien entendido como lugar cimero de lo profundo y no
entendido. Es ese haber hecho, en el pasado, relación con la mixtura.
Entre lo que somos como cuerpo venido de cuerpo. Y lo que no
alcanzamos a percibir. A dimensionar en lo cierto. Pero que lo
percibimos casi como etérea figura. O sumatoria de vidas cruzadas. Ya
idas. Pero que, con todo, anhelamos volver a ver. Así sea en esa
propuesta íngrima. Una soledad vista con los ojos de quienes
quedamos. Y que, por lo mismo, duele como dolor profundo siempre.
Y si seremos algo mañana. Después de haber terminado el camino
vivo. No lo sé. Lo que sí sé que es cierto, es el amor dispuesto que
hicimos. El recuerdo del ayer y del anterior a ese. Hasta haber vivido el
después. En visión de quien quisimos. Qué más da. Si lo que
propusimos, antes, como historia de vida incompleta, aparece en el día
a día como concreción. Como si hubiese sido a mitad del camino
físico, biológico. Pero que fue. Y sólo eso nos conmueve. Como
motivación para entender el ahora. Con esa pulsión de soledad. Como
si, en esa, estuviera anclado el tiempo. Como si el calendario
numérico, no hubiera seguido su curso. Como que lo sentimos o la
sentimos en presencia puntual. Cierta.
Y sí entonces que, a quien voló victimado por sujeto pérfido, lo vemos
en el escenario. Del imaginario vivo. Como si, a quien ya no vemos,
estuviera ahí. Al lado nuestro. Respirando la honda herida suya. Que
es también nuestra. Y que nos duele tanto que no hemos perdido su
impronta como ser que ya estuvo. Y que está, ahora. En esa cimera
recordación. Volátil. Giratoria. Re-inventando la vida en cada aliento.
Cómo es la vida, En la lógica es ser o no ser. Pero es que la vivencia
nuestra es trascendente. Es ilógica. En tanto que estamos hechos de
hilatura gruesa. Como fuerte fue el nudo de Ariadna que sirvió de
insumo a Prometeo para re-lanzar su libertad.
Y, como es la vida, hoy estamos aquí. En trascendente recuerdo de
quien voló antes que nosotros y nosotras. Y estamos, como a la
espera del ir yendo, sin el olvido como soporte. Más bien con la
simpleza propia de la ternura. Tanto como verlo en la distancia. En el
no físico yerto. Pero en el sí imaginado siempre.
Episodio dos
Episodio tres
El embeleso lúdico
En eso estaba, cuando apareció Ancízar, Según él, venía de Ciudad
Perdida. Que estuvo allá largo tiempo. Y, precisamente, es el tiempo
en que yo estuve adyacente a la terminación de la vida. Y me fui
entrando, por esa vía, en lo que había de reconocer, en el otro tiempo
después. No atinaba a entender la propuesta venida desde antes. En
la posición predominante en eso de entender y de hacer algo. En
principio, no lo reconocí. Pero él hizo todo lo posible por enfrentar lo
que habría de ser su devenir. Desde la estridencia fina, que lo
acompañaba siempre. Hasta ese lugar para las opciones que venían
de tiempo atrás. En esos lugares cenicientos. En la aventura del alma
viva presente. Cuando lo saludé, me dio a entender que no me
recordaba. Y, en la insistencia, le expresé lo mucho que lo quería.
Desde esa calle. Desde la esquinita bravera. Esa que, conmigo, hizo
abierta la posibilidad de seguir viviendo. Todo como en hacer
impenetrable. Solo en la escucha de él y la mía. Y me dijo, así en esa
solvencia de palabras, que había estado en ciudad Persípolis. Y que,
desde allá, me había escrito unas palabras. Más allá del propio saludo.
Más, en lo profundo, elucidando verdades como pasatiempos favoritos.
Y me dijo que seguía siendo el mismo sujeto de otras vidas. Con la
mira puesta en los quehaceres urticantes. Casi aviesos. En esa
horizontal de vida, inapropiada para el pensar no rectilíneo. Y sí que,
por lo mismo, le dije que no entendía ese comportamiento parecido al
interludio de cualquier sinfonía criolla. Y., me siguió diciendo, que no
recordaba haberme visto antes. Y yo, en la secuencia permitida, le dije
que él había sido mi referente, en el pasado reciente y lejano. Y, siguió
diciendo Ancízar, he regresado por el territorio que he perdido. Ese
que era tuyo y mío antes. Pero que, en preciso, él quería para sí
mismo, como patrimonio cierto y único. Y yo le dijo que lo había
esperado en esta orilla nítida. Para que pudiéramos conjugar su
verdad y la mía. Y, él me dijo, que no recordaba ningún compromiso
dual. Que lo suyo no era otra cosa que lo visto en ciernes. Desde ese
día en que nos encontramos. Ahí en la esquinita bravera. Y que, siguió
diciendo, le era afín la voz de Gardel y de Larroca. Pero que, por lo
mismo, nunca había olvidado su autonomía y su soledad permitida. Y
que yo no había estado nunca junto a él. Por ejemplo, cuando lo
llevaron a prisión por haber contravenido la voz de la oficialidad
soldadesca. Y, en verdad, me dije a mí mismo, que él no atinaba a
entender la dinámica de la vida. La de él y la mía. Y sí que, me siguió
diciendo, lo tuyo no es otra cosa que simple verbalización de lo uno o
lo otro. Nunca propuesto como significante válido, en la lógica
permitida. Siendo así, entonces, me involucré en lo nuevo suyo.
Recordando, tal vez, los domingos mañaneros. Esos del ir al cine
nuestro. De “El muchacho advertido”, hasta el lúgubre bandido
derrotado. Y le dije, por esto mismo, que no hiciera como simple hecho
enjuto, venido a menos. Y, me dijo al pulso, que no había venido para
concretar dialogo alguno. Que era, más bien, una expresión perentoria
en términos del querer ser consensuado. Más bien como expresión de
escapatoria. A la manera de la tangente propia. De la línea prendida al
dominio, suyo, como variable explícita. Y, siguió diciendo, lo tuyo es
mera recordación inmersa en el quehacer simple. Vertido al escenario
inocuo. Envolvente. Como ir y venir escueto. Atiborrado de lugares
comunes propios. En siendo simple especulación no resuelta. O no
apropiado. O, simplemente, anclado en el pasado impío. Mediocre,
insaboro. Pétreo. Inconstante.
Por lo bajo lo entendía. Y me quedé silente. En esa aproximación entre
lo entendido y lo incierto pusilánime. Y me fui, en tontera, detrás de su
séquito. Apegado, entonces, a su condición de referente entero. Desde
esa época en la que estábamos juntos en la lúdica viva. Desde esa
esquinita bravata nuestra. Y, así. En ese ir yendo preclaro, nos
encontramos en esa ciudad asfixiada. Sintiendo, en nosotros, el apego
a la fumarola sombría. Esa que nos recorre desde hace mucho tiempo
ya. Y, por lo mismo, le seguí diciendo lo mío en ciernes. Tal vez
ampuloso y etéreo; pero cierto en lo previsto expreso.
En todo lo habido, me hice cierto en la proclama propuesta o impuesta.
Según fuera el momento y el tiempo perdido. Y, Ancízar, no atinaba a
nada. Se fue yendo por lo bajo. Como actitud palaciega en el pasado
de reyes y regencias religiosas. Y, por lo mismo, me aparté de él.
Creyendo que era el tiempo propicio. Y sí que él, estuvo volcado a la
defensa de ser. De su connotación hirsuta, inamovible. Y pasó el
tiempo. En esa nimiedad de los días. En ese entender los miles de
años acumulados al querer ser lo uno o lo otro. Viré, entonces, en la pi
mediana. Y arribé a la locomoción plena. Pero lenta y usurpadora. Me
fui, entonces, lanza enristre contra el afán propuesto por él mismo.
Como si, yo, quisiera decantar lo habido. Hasta convertirlo en
propuestas simples, minusválidas. Y, me empeñé en reconvenirlo, por
la fuerza. Y lo asfixié con la sábana del Gran Resucitado. Como
proveyendo de almas cancinas, el simple hecho de estar vivo. Y me fui
en silencio. Por la inmensa puerta llamada “De El Sol”. Y allí me quedé
a la espera. Como cuando cabalgaba en la noche, a lomo del
dromedario propio de los habituales dueños del desierto. Recorrí mil y
una praderas nuestras. Desde Vigía Perdomo, hasta “Punta Primera”.
Un norte a sur especulativo. Hechizo. No cierto, Pero pudo más mi
afán de trascender la soledad. En contra lógica propuesta, me hice a la
idea de la dominación mía. Absoluta, hiriente. Y sí que, entonces,
Ancízar Villafuerte caducó en mi discurso. Y se hizo esclavo de lo
hablado y hecho por este yo supremo envilecido.
Episodio cuarto
Episodio quinto
Cuando se va la memoria
Ya ha pasado mucho tiempo, desde que lo dejamos de ver. Ahora, me
encuentro en la misma vida, Pero en otra distinta. He vuelto a mirar al
pasado. Como en esos arrebatos. Empecinado en volver a esa
jerarquía de acciones, por ahí corriendo. Ahora de lo que se trata es de
remediar lo habido. Sin la presencia de sujetos y sujetas que
prolonguen la estadía. En ese irse de bruces sobre la historia. Que
puede ser la mía. O la de cualquier otro. Así, en este caso, en el
masculino andante que se regodea con el tiempo embalsamado. Con
esa figura de quehaceres. Por ese periplo solo mío. Y, tejiendo
momentos, he encontrado la razón de ser de lo puntual. En esa
expresión que deja de ser inacabada. Y que se torna, cada vez más,
en asunto primario, no abandonado. En la seguidilla de lugares y
tiempos. Siendo así, entonces, volví al barrio primero. Aquel en el cual
disfrutaba con Ancízar. Y localicé la esquina nuestra. La bravata lúcida.
Esquinita de mil y un hechos lúdicos. Y, en esa recordación tardía, he
vuelto a jugar con el baloncito de cuero. Con ese regalo heredado.
Hasta mi padre jugó con él. Como a comienzo del tiempo cercano. Allí
no más. En el momento mismo en que se hizo ayudante de todos
aquellos que tuvieran algo que ver con la cancha abierta. Ahí no más.
En la calle en pendiente poderosa. En cada picaito la gloria. Como en
trashumancia continua. En esa potente ilusión de saberse
indispensable. Casi como sujeto de millón de maneras de dominar el
baloncito. Casi tanto como las opciones propuestas en el tablero de
ajedrez.
Yo me la pasé, en ese tiempo, abrigado por su calidez. Iba y venía
conmigo. Y, en esa misma perspectiva, encontré el lugarcito de la
casa. En ese que fungía como albergue para los niños y niñas de largo
vuelo. Y me ví en el día en que empecé a saber amar. Y a saber
recordar. En medio de las tinieblas dispuestas por la rigurosidad de los
principios y valores. De la familia. Y, extendidos a todo el entorno.
Compartiéndolos con lo vivicante de los cuerpos presurosos. No
acompasados. Anárquicos. Tanto como estar un tiempo en un lado y
otro tiempo en la otra esquina. O en la callecita que había sido
inaugurada casi al tiempo con la fundación del barrio. Derrochando, yo,
alegrías que habían permanecido adormecidas.
Ese 24 de junio, un martes, por cierto, conocí a Sigfredo Guzmán. “El
mono” lo llamábamos. Sujeto, este, de mágicas palabras. Cuentero de
toda la vida. Y, con él, aprendía a sacarle significados distintos a las
palabras. Como en todo tiempo andando con el verbo alucinante.
También, conocí de él, los atajos en los caminos de la vida. De cómo
hacer de la tristeza, un giro creativo. Y de cómo enseñar los números,
con los palitos de paletas compradas en la tiendecita de don Eufrasio.
Y, además, en leer los ojos y la memoria de los otros y de las otras.
Ese 2mono”, se convirtió en mi héroe favorito. Mucho más allá que el
Libertador. Tal vez porque, el “mono”, iba más allá de la simple libertad
formal, política. Indagaba siempre por las fisuras de cuerpos y de
hechizos. Proponiendo la libertad en la lúdica andante. Transponiendo
rigores. Colocan la vida en su sitio. Que, para él, era un sitio diferente,
cada minuto.
No sé qué día me sentí impotente para armar todos esos actos
propuestos por “el mono”. Como cuando la mirada y la memoria es
más lenta que los hechos. En ese universo de liviandades. En ese
ejército de propuestas diferentes cada vez. Lo mío se tornó, entonces,
en un cansancio áspero. En una lobotomía inventada por mí mismo. Y
empecé a desplazar las verdades y los hechos vivicantes. Me torné en
sujeto casi avieso. Por la vía de la melancolía agresiva. Por la vía del
tormentoso aquí y ahora. Me fui diluyendo en ese azaroso cuerpo de
hermosas ejecuciones. Me fui yendo hasta el lado del martirologio. Por
vía de la resequedad en las ideas. Como si me hubiera convertido en
payaso de tristezas acumuladas. Tanto como haber perdido el rumbo.
Retornando a la expresión cicatera con la cual nací. Y, en esos
instantes, veía el cuerpo de mi madre lacerado. Andante. Como yo, sin
rumbo. Y la veía vejada a cada rato. En medio de horripilantes
expresiones. Y me seguí desmoronando. Casi al vacío profundo y de
no retorno. Y, fue ahí mismo, en que encontré a Ancízar. Quien venía
por el mismo camino. Y me dio la mano tierna, potente. Y salimos, en
manos cogidas, a la otra orilla, en donde estaba “el mono” Eufrasio.
Que reía sin parar. Que nos conminaba a ser felices. Aun en medio de
la oquedad del tiempo. Aun en medio de todos los dolores juntos. Y
volvimos al andar. Del ir yendo hacia la libertad que nosotros mismos
habíamos truncado. Y fuimos uno entre tres. En sumatoria de
verdades y de acciones y de la lúdica toda habida.
Episodio sexto
Episodio séptimo
Déjalos y déjalas hablar contigo viejo mar
Y en esto estaba, cuando recordé el yo milenario. En esas
exposiciones que tuve en ese barrio calcado. Casi como daguerrotipo
no lúcido. Y el barrio, entonces, ya estaba trazado. No importando
como. En este recuerdo de ahora, no están ni Ancízar, ni Valeria.
Como si el mundo apenas iniciara su ir girando. En esos primeros
momentos en los cuales el tiempo de podía ser medido. Por la
ausencia nítida de calendario. Una perspectiva en ciernes. De lo que
conocería después como la historia. Hablada, primero. Y luego escrita.
Casi a millón de años de la inquisición perversa. Y sí que, ese barrio
amado no aparece como tal. Más bien como insumo flotando en el aire
que apenas está iniciando vuelo. Ni siquiera, en el entonces, hacían
presencia de oxígeno, ni el hidrógeno, ni el ozono libertario, arropador.
Y sí que, en esa lejanía tan expandida, me fui dando cuenta de lo
mucho que me faltaba para ser un ser concreto, taciturno, solidario,
libertario. Por lo mismo que ese yo mío apenas danzaba sin cuerpo
alrededor de la Luna amiga. Y sintiendo ese calor absoluto de nuestro
Sol venido desde mucho tiempo atrás. Un yo con fisuras profundas,
logradas a través del camino dispuesto. Como acezante sujeto
disperso.
Y, al no estar ella ni él, sentí un profundo lazo en mi cuello. Era el
tiempo que empezaba a crecer, sujetándome por la vía asfixiante.
Como queriéndome hacer sentir que no iba poder disfrutar, a futuro, de
la esquinita bravata. Y empecé a sentir que lo mío empezaba a ser
mera expresión amorfa, diluida en cada instante. Y, ese yo primario
mío, empezó a surtir tristezas prolongadas. Así, a tientas. Simplemente
porque no había segundos, ni horas, años. Solo ese giro de traslación
alrededor del Sol. Como si todo fuese arbitrario, anárquico. Sin ningún
hilo conductor.
Me encontré, en cualquier momento no medido, con Ariadna. La Diosa
nacida para amar al universo visto, apenas, como confusión pletórica
en matices. Y en luces relampagueantes. Exacerbada opción como
tinieblas. Y le dije que no la había visto antes. Y ella me dijo que
siempre había estado allí. Que le correspondió incitar al viento para
que iniciara su intervención. Además, que los mares nacientes lo
requerían para producir las tormentas y los tifones, entonces silentes,
latentes. Y, decía Ariadna, no sé por qué estoy recordando un canto
propio. Iniciado casi al mismo tiempo en que prefiguré a mi Prometeo,
en ciernes. Y, quiero expresarlo ahora. Para que tú lo aprendas y lo
transfieras a quienes vendrán, cuando no haya tanta confusión, tanta
anarquía:
Mar de ayer. Que no el de hoy. Sujeto triste. Llave de agua, que
creíamos perenne. ¿Qué te hemos hecho, viejo vigía de las creaturas
todas que en ti nacieron? Hoy, están como tú. Diezmadas en enésima
potencia. Dime qué siente y que sienten. Qué sintieron antes. Los
pasados, pasados vivos y que perdieron su ruta evolutiva, por las
ansias desbordadas. De viajantes milenarios. De vituperarios en
ciernes siempre. Te mando a decir con el viento, llave de lluvia, que
aquí, en el hoy. Están los únicos sujetos vivos en quienes pueden
confiar. Niños y niñas veloces en decantar las voces. Las palabras. Las
de ayer y las de hoy. No sabemos si las de mañana. Todo depende,
viejo loco intrépido. Depende de ti mismo. En tu ir y venir. Depende de
tu itinerario. Llave de lluvia. Viejo y perplejo mar. Por lo que te hemos
hecho. ¡Anda! Habla con ellos y con ellas. A ver qué te dicen.
Tal vez que también han sido vejados y vejadas. En el día y noche
truculentos. Han andado caminos al dolor expuestos. Han subsumido
lo suyo. Como equívoco navegante. Han dejado atrás sus territorios
que sintieron su primer llanto. Pero también el primer susurro en voz.
De las mujeres madres todas. Diles algo, llave de lluvia. Háblales de
tus pactos con el viento. Y con esa fuerza potente latente entre nubes.
Fuerza desbordada. Luz y sonido en estrecho abrazo.
Esto de hablar con infantes es bien difícil. Porque a socaire. Voces en
una locución de idéntica tersura. De inspiración primigenia. De vuelo
señor. En aires avallasante. De vuelo que cruje. Que se enternece
cuando, como águila, te localiza. Allá. En lo tuyo. En lo que sabes y
has sabido hacer siempre. En esa estremecedora voz de fuerza contra
las peñas acantilados. Subidas en sí mismas, para verte y sentirte
bramar. Como millones de toros condensados en un solo. Vamos, viejo
intrépido. Habla con ellos y ellas. No te quedes como mudo sonsonete.
Por lo triste. Tal vez. Pero puede que en ellas y ellos encuentres el
rumbo que parece perdido. Son (ellos, ellas), viajantes empedernidos.
Sacrílegos en el mundo de los señores. De los imperios que devastan.
Que han maltratado tu cuerpo de agua vasta. Casi infinita.
Déjalos hablar. Puede ser que te digan, en palabras, lo que tú y el
viento han hecho lenguaje sonoro por milenios. Ya sé que has visitado
todos los lugares. Que has estado con tus amigos, los glaciares. Sé
que has llevado y has traído todos los barcos posibles. Qué te han
penetrado los submarinos. Que te han engañado, algunos. Porque han
sido a la guerra lo que las tramas celulares, han sido a la vida. Es
misma que siempre llevas en tu vientre. Y que se han esparcido en el
infinito envolvente.
Déjalos y déjalas que, a viva voz, te digan en sus palabras; lo que tal
vez ya tú conoces a través de las heridas que han hecho en ti,
melancolía. Cuéntales lo mucho que conoces. Del mil de millones de
historias. Cuéntales que conoces la química del universo. Que, como
llave de lluvia, has prodigado vida. En todos los entornos. En todos los
lugares. Aunque, algunos y algunas no te conozcan en tu vigor físico.
Ni de tu pasado violento. Cuando irrumpías contra natura en
formación.
Hasta es posible que te inciten a vivir viviendo la vida tuya de otra
manera. Como la de ellos y ellas, vástagos de futuro. Tal vez no de la
iridiscencia de esa bravía hecha espuma punzante. Pero si de esa
ternura primigenia. Como si fuera lectura en mapa genético. Tal vez de
la anchura extendida. Cercana a la de alfa tendiendo al infinito. Pero si
para que te cuenten de las palabras voces de sus madres en cuna. Y
las de sus palabras en esa acezante motivación para el crecer alegre y
creativo.
En fin, de cuentas. Déjalos, viejo mar, que estén contigo. Para que no
estés triste, llave de lluvias. Déjalos ser como ellos quieren que tú
seas, yo te lo digo.
La vi perderse en la lejanía hecha preludio del tiempo vivo. Y me
quedé obnubilado. Con ese vacío que sólo se siente cuando hemos
perdido algo cálido, cautivante. En esa obscuridad tan amarga, pero
necesario, como quiera que se constituía en insumo primario. Como lo
eran todos los seres latentes. En el mar naciente, al que le cantó
Ariadna. En el territorio ya libre de las aguas primigenias. Y en los
territorios ya libres de la asfixia primera. Caminé, por ahí. Con
apasionada voz vibrante. Como inaugurando el viaje de sonido, como
invención necesaria. Y separando los quehaceres. Tal vez imitando lo
que, desde ahora se decía. Que el Dios de la fuerza impuesta, se
disponía a concretar su versión de la creación de todo lo habido y lo
que vendría después.
Me vi inventando las palabras y los números. Y teorizando acerca de
los fenómenos incoados, por la vía de la Física de Kepler, de
Arquímedes, de Galileo, de Descartes. Y me correspondió informar
sobre los infiernos de Dante Aglieri. Y, con mucha más distancia,
propuse la partición del átomo. De la generación de la energía
ampulosa. Y, por esto mismo, vi a la Hiroshima arrasada por la fuerza
del fuego impío. Nagasaki inmersa en el envolvente giro de la
destrucción. Luego dormí, en el escenario que habría de albergar al
viento. Y a las nubes. A las lluvias, como presagiaba la bella Ariadna
perdida. Ida en la reversa infinita. Hacia otros lugares no nacidos
todavía. En eso que se denominaría como pasos incidentes. Como
iridiscente vahío. Traído desde más allá de la Galaxia que habría de
atrapar todo lo que podíamos conocer. Como en la espirar de giro.
Como absorción exponencial, en término que habría de ser
desarrollado después. En esa expresión en ciernes de Euler; de
Newton, de Leibniz, del demasiado humano Einstein.
Siendo un diciembre frío, me dispuse a regresar a la esquinita bravata.
Nadie estaba allí. No alcanzaba a dilucidar el porqué de la soledad tan
sola. Los niños y las niñas en volteretas iniciadas antes, pero ya
perdidas. Una sensación de desasosiego me arropó, como un todo
embriagante. Los seres míos de antes, no estaban. Solo el viento tan
frío, penetrante. Agarrotado, traté de decir algo con las palabras que
había aprendido desde el inicio de las calendas. Pero no podía. Una
mudez nítida, vergonzante. Bajé por Calle Amapola, también
absolutamente sola. Fui a Patio Finito, escenario de nuestros juegos, a
pelota cierta. Vi las piedras que semejan las porterías. El paso del
tiempo las había agusanado. Ni nadie físico. Ni palabra lejana.
Ya en la tarde fui a ver la casita mía. El albergue que conoció mi
infancia. Que tanto prolongara mi estadía. No estaba. En su reemplazo
unos herrumbrosos desechos. La del lado tampoco estaba. Como si se
hubiera diluido. Como si el vértigo de los años hubiera pasado por ahí.
Desde adentro hacia afuera. Ninguno de mis iconos quedó enhiesto.
Solo el vago olor a silencio destructor. Porque, como me enseñó mi
madre, donde no hay voces ni palabras, tampoco hay vida posible.
Recordé a Valeria, cuando escuché ulular al viento. Remolino gigante,
absorbente. Se fue izando todo lo que quedaba. Recordé a Ariadna, y
su cuentería acerca de los misterios y los secretos. Quise recordarlo
en su empuje avasallante.
Episodio octavo
Episodio noveno
El Sol, Palas y la Diosa
Definitivamente, la soledad hizo mella en mí. Pasaron y pasaron los
días. Y yo ahí en la esquinita bravera. Ya había pasado diciembre. Un
enero caluroso. Pero yo seguí sin poder entender la dinámica nueva.
En una sinrazón que me dolía en profundo. De pronto, como de la
nada, apareció Serafín. Como sujeto convocado. Erizado su cabello
negro. Venía, según me dijo, del lugar equidistante entre Júpiter y
Saturno. Me miraba, haciendo girar trescientos sesenta grados su
cabeza. Como fenómeno expósito. Como truhan de mil batallas
erosianadoras. Como quien asume el mando de la locomoción y de la
memoria. Su voz empezó a subir de tono. Casi en vocinglería inmensa,
arropadora, por el bajo. En expresiones sin concatenación propia. Más
bien como estertores profanos, deslucidos.
Sucedió como casi siempre suceden las cosas, cuando son nuestras.
Estando ahí, situadas en la esquina tercera del barrio; una joven mató
a su amiga. Aparentemente en juego guerrero de recordación perdida.
De mi parte, solo un vahído absoluto. Como cuando uno siente que en
ese dolor se le va el alma. Un cuadro impresionante. La joven
agresora, muchacha bien dotada de cuerpo. Con rasgos de cara un
tanto masculinos. Con ojazos negros, penetrantes. De esos que se
involucran con uno y lo traspasan. La agredida, ahí en el piso. Pero
todavía con ojos verdes abiertos. Labios gruesos, provocantes. Cuerpo
de una delgadez envidiable. Piel color canela, lisa, embriagante.
Y pasó que, se hizo aglomeración inmediata. Cada quien tratando de
esculcar cualquier versión. Que fue a propósito. Que las habían visto
discutir el día anterior. Que la muerta era amante de la que le dio
muerte. Que no hubo tal juego. Que el puñal entró con fuerza
inusitada. Que las vieron pasar de las manos cogidas. Que la de la piel
café no era del barrio. Que…
Por lo mío, no tuve dudas. En verdad un juego de libre interpretación.
Como luchadoras cuerpo a cuerpo. Un brilloso metal hecho arma
ligera. Ahí en el piso. Ganaba quien lo cogiera primero e hiciera un giro
de cuerpo en su propio eje. Y atacara con la fuerza de su brazo
derecho. Y, simplemente, se le fue la mano a la primera que cogió el
metal.
Lo digo, porque ya lo había visto. En ese sueño de mitad de noche,
anterior una vez lo soñé y comenzó el no poder dormir; viajé en el
tiempo. Y localicé las hendiduras de la ciudad profana. Y, allí, estaban
ellas. En otro tiempo. Con sus telas trasparentes, actuando como
envolturas. Y sus cuerpos al desnudo, se exhibían en las
transparencias. Y vi esos muslos sólidos, puestos en firme. Guerreras
ahí, en pleno coliseo temerariamente habilitado. Y estaban otras
mujeres cuando empezó el duelo. Y vi volar caballos alados adornados
con estolas de flores. Y vinieron en veloz carrera, como rayos
enceguecedores, caballeros de alta estima. Dicho así por lo que
vestían. Adornadas sus cabezas con olivos en fuego.
A la otra noche. Noche antes del día en que en la esquina tercera del
barrio; volví a ver el duelo. Ya en la arena del coliseo. Y tribunas todas
colmadas. Y llegaron otros en carrozas, haladas por machos cabríos.
Conté hasta cien de ellos. Y bajaron los señores. Y se instalaron en
tribuna especial. Con sus frentes en alto. Con gestos imperiales. Y
localicé las aureolas que circulaban en torno a su cabeza.
Esa misma noche, antes del día aquel, empezó el duelo en verdad. Y
la de ojazos negros penetrantes. Se abalanzó sobre la morena de
muslos bien henchidos. Con ese cabello al viento. Y vi el metal ahí, en
la arena. Y entraron en el cuerpo a cuerpo. Brazos y piernas
entrelazadas. Fundidos al unísono. Con la música al aire. Siguiendo
sus movimientos. Y cayeron en la arena. La de negros ojos inhabilitó a
la otra. Y cogió el metal, tratando de incorporarse para hacerse
vencedora, en ademán no previsto abrió el pecho de la vencida. Y su
corazón al aire Fue.
Yo seguía ahí. Viendo el cuerpo endurecerse. Viendo esa piel hermosa
languidecer. Tornándose en opaco gris desierto. Viendo como sus ojos
se iban apagando. Viendo ese cuerpo entero provocante, languidecer
al infinito. Ya frío. Ya sangré antes viscosa a torrentes, una resequedad
muda. Pétrea. Y seguía llegando gente. Inventando palabras para
azorar a la vencedora. Y ella puesta en pie. Con su mirada perdida.
Como implorando perdón, no se sabe a quién. Y su vuelo de cabello
apuntando al infinito. En esa ráfaga de viento que, de pronto, llegó
desde la nada.
Volví a la otra noche, antes de este día aciago. Ya, otra vez, el
desvelo. Insomnio tardío. Volcado a la arena del coliseo que seguía
pleno. La arena teñida de rojo. Al lado de las dos. Y la del metal en la
mano, erguida. Sus ojos de tristeza absoluta, continua. El cuerpo tirado
ahí. Ya perdido. Ya sin el brillo de la vida. Cabello que se tornó opaco.
Ya no con el brillo de antes. Toda arropada en el velo traslúcido. La
desnudez abierta. Paso a paso fui recorriendo con mi mirada su
hermosura. Y la sentí como si fuera mía. Como si antes del duelo la
hubiera poseído con delirio. Con ternura exacta, sin la expresión
dubitativa mía en otros quehaceres.
Ahí, en esa tercera esquina seguía yo. Como impávido testigo de lo
que vi en la otra noche. Gente inmediata. Un grupo asfixiante por lo
tumultuoso. Ya llegaron los levanta cuerpos. Con sus guantes finos.
Pegados a la piel de sus manos. Y con la parsimonia acostumbrada.
Abriendo los labios gruesos, con pinzas plateadas. Cerrando los ojos
de la que fue muerta en lance absurdo. Tocando la herida del pecho.
Agrietándola más. Y cubriendo todo el cuerpo con manta blanca. Ya no
podía ver yo, esa hermosura apretada en bajo vientre. Y metieron el
cuerpo en bolsa negra. Y luego la cerraron. Y desapareció, pues, el
cuerpo entero. Y la vencedora dolorida. Con espasmos cada vez más
fuertes. Mirándolo todo en derredor. Auscultando. Como buscando un
nombre para la tragedia. Para ella y para la vencida.
Y, esa misma noche del antes de, vi a Zeus en la tribuna. Envejecido.
Llorando también. Y su séquito. Hermes, Afrodita, Aquiles, Hera. Todos
y todas, lamentando la muerte. En la arena seguía, con sus ojos
agrandados, lamentando lo sucedido. Rogando la no tipificación de
preterintencionalidad. Buscando asidero en la belleza de la perdedora
y en la suya propia. Con el velo alzado al viento. Con la desnudez
exaltada. Sus pechos inflamados, pero tristes también. Y vinieron a
caballo a levantar el cuerpo. Sin guantes. Espada al cinto. Lo alzaron
sin dulzura. Lo colocaron ahí, en el carruaje. Sin ceremonia. Casi sin
respeto. Los vi alejarse con la rapidez de corcel recién adiestrado para
la guerra.
Ya es otra noche. Yo sigo ahí. En la esquina tercera de mi barrio. Ya ha
pasado todo. Ya no hay nadie. Solo ella. Aturdida. Me le acerqué. La
abracé con mi cariño posible, henchido. Secándole las lágrimas que ya
hacían como laguna en el piso. Con oleadas vibrantes. De un azul
celeste divino. Y le acaricié su cabello. Se había vuelto blanco, casi
níveo.
Sin saber cómo, ni porqué, se deshizo de mí. Volando se fue.
Acompañada de nubes grises, presagiando tormentas. Hasta que se
perdió en el infinito cielo herrumbroso. Su última mirada fue para mí.
Diciéndome adiós
Esa misma noche volví al sueño y al desvelo. Ya no había nadie en el
coliseo. La arena toda teñida de rojo a borbotones. Ella ahí.
Mirándome. Con el metal en la mano. Lo lanzó al aire. Y ella tras él.
Ascendió rauda. Detrás del envejecido Zeus. Con su mano, un adiós
que todavía es latente en mi; a pesar de haber pasado cuarenta
noches, de sueño perdido. De desvelos perennes y por la noche
guarnecido.
El erizado cabello estaba ahí. En cabeza de ella; la que solo conocí en
ciernes. Como al relámpago no sutil. Por lo mismo que como afanoso
convocante. Siendo, como es en verdad, una especie de alondra
pasajera y mensajera. Se me parece al verdor de los bosques que
crecen en silencio. Sin sentir unos ojos ensimismados por su pureza;
siempre presente. Creciendo en lentitud. Pero, siempre, en ebullición
de células, en trabajo constante. Haciendo real lo que potencial al
sembrarlos era.
En verdad no la había visto pasar nunca. Como si la urdimbre de la
vida en ella, no fuera más que simple expresión de fugaz cantinela.
Abarcando circunstancias y momentos. En sentimientos explayada.
Como momentos de transitorio paso. Por cada lugar, muchas veces
umbríos. Como simple pasar de largo. Sintiendo lo que está; como si
no estuviera.
Y así fue siempre. Cada ícono suyo, más velado que el anterior. Como
Medusa incorpórea. Solo latente. Sin Prometeo ahí. Vigilante. Hacedor
del hombre. Acurrucado en esa veta grisácea. Tejiendo el lodo.
Amasándolo. Hasta lograr cuerpo preciso. Y, soplado por Hera, vivo
aparece. En los mares primero. Tierra adentro después. Locuaz a más
no poder. Por lo mismo que el jocoso Hermes robó el tesoro vacuno de
Apolo. Y lo paseó en praderas voluntarias. Que ofrecieron sus tejidos
en hojas convertidos.
En esto estaba mi pensamiento ahora. Cuando vi surgir el agua.
Desde ahí. Desde ese sitio en cautiverio. Y la vi correr hacia abajo.
Rauda. Persistente. Siendo, en esto mismo, niña ahora. Y va pasando
de piedra en piedra hasta hacerse agua adulta. En ríos inmortales. Y la
Afrodita coqueta, mirándola no más. Tomándola en sus manos
después. Besándola triunfal. Haciéndola límpida a más no poder. Y
juntas. Agua y Diosa, recibiendo el yo navegante. Inmerso en ellas.
Con la mirada puesta en el Océano más lejano. El de los Jonios. O el
de Ulises. Desafiando a Poseidón. El Dios agrio e insensible. El mismo
que robó tierra a la Diosa cercana al Padre Mayor. Y que fue
conminado a devolverla. Y que, por esto, secó todos los ríos y lagunas.
Solo el nuestro permaneció. Por estar ella presente.
Al hacerse noche de obscuridad afanada. Vimos una luz alada.
Cruzando el aire de neutralidad dispuesto y de fuerza creciente. Y bajó
esa luz. Prendida en una rama. Con sus alas apagadas. Ya no
luciérnaga veloz. Más bien postura de bujía con tonalidades diversas.
Y nos dijo, al vuelo, que guiaría nuestra fuga. Hasta encontrar la flecha
que mataría al Dios de Mares insolente y perverso. Y que, allí, no más
llegásemos, plantaría surtidores de agua dulce. Y separaría estos de la
pesada sal de los mares. Dándonos la clave para revivir lo que había
sido muerto. Y que era, entonces, nuestro tutor y conversador en
lúdica creciente.
Cuando se fue ella, volvió la luz; aun siendo noche. Río abajo fuimos.
Encontrando caminos de disímil figura. Escarpados unos. Tersos, lisos,
otros. Y, en cada uno, sembramos ternura. Llegando a ellos, vimos
llegar las creaturas prometeicas. Y llegó Perseo. Engalanado. Como
sabio tendencial Como creyéndose ya, Dios de plena corporeidad.
Superior al Padre Mayor. Por encima del Olimpo enhiesto.
Y, allí mismo, surgieron los apareamientos. Ninfas con Titanes.
Vírgenes no puras, con los hijos espurios de Cronos. Pasó, también, el
Jehová de los Judíos. Con vuelo rasante y tardío. En busca del Moisés
hablado y trajinado; en desierto consumido. Y vimos al Adán insaciado:
Buscando el sexo de su Eva no encontrada. También pasaron los hijos
de Hades. Buscando abrigo temporal. Y volvieron las lluvias. Presagio
de la muerte del Dios de los mares salados.
Una vez llegamos a Creta, nos dispusimos a organizar las Jornadas
Olímpicas. A viva voz y vivo puño. De gladiadores dotados de los
frutos que da la paz. Y vinieron las trompetas. Desde Delfos. Pasaron
los Argonautas Homéricos. Vino el potente Ulises, desafiando la
gravedad sin saber que era ella. Soplaron los vientos mandados desde
el Olimpo. Júpiter henchido de fuego.
Dios retador latino ante el Dios Griego Zeus. Las carrozas dispuestas.
Las coronas también, para quienes deberían ser coronados, siendo
triunfantes.
Así pasaron, por mi recuerdo, las cosas que viví en antes. Bajo este
cielo, ahora, me siento tan solo como la pareja que se quedó del Arca
del transportador Noé. Una soledad asfixiante. Persuasiva en lo que
tiene de válido la resignación. Estando aquí, ahora, se quiebra mi
pasión por verla de nuevo. A la Diosa incitante que cautivó mi ser.
Tanto que ya no respiro tranquilo. Viéndola en remisión a su Cielo. Y,
volviéndola a ver, aguas abajo. Como cuando conquistamos el
Paraíso. Como cuando nos hicimos inmortales pasajeros del vuelo y
de la vida. Recurrente es, pues, mi silencio, adrede, por lo más.
Estando así, recuerdo a la Eva convocante. Y veo su cuerpo de tersura
infinita. Y la poseo antes que su Adán regrese del exilio. Y, de su
preñez, nacieron dos réplicas de Tetis y de Vulcano. Creciendo, a la
par, se fueron difuminando en el amplio espectro. Llegando Adán,
palpó el vientre de su Eva. Y supo que allí había anidado alguien y
había dejado su semilla. Y la violentó con bravura inmensa. Lo maté
yo. Así en veloz disparo de flecha.
Ahora estoy en reposo obligado. Ya no está conmigo la fuerza que me
había sido cedida por Sansón. Ya no experimento ninguna incitación.
Como antes, cuando mi visión volaba en busca de la desnudez de las
mujeres todas. Como en represalia por haber perdido para siempre a
la Diosa Pura. Aquella con la cual navegué. Y que, su sexo, inauguré.
Habiendo frotado antes, en mí, la sangre de los genitales cortados por
Cronos a su padre. Y, todavía, escucho su voz diciéndome: has
sembrado en mí. Mañana no me verás más. Pariré al lado de mi padre.
Y lanzaré al fuego eterno lo que de ti pueda algún día nacer.
No la volveré a ver más. Es, por lo mismo, que moriré; como lo hizo,
en cercano pasado, Cleopatra. Una cobra hincará sus colmillos en mi
cuerpo. Y mi espíritu volará al infinito. A purgar mis penas, al lado de
los dioses despojados de atributos. Expulsados del Olimpo Sagrado;
por haber agraviado al Padre Zeus. O al Dios Júpiter llegado.
Tal como apareció, se diluyó. Como siguiendo el camino del macro-
poder del Padre suyo. Ese mismo que le había negado la vida a
cientos de miles. En un ejercicio perverso. Aprendido en la Batalla de
los Cuerpos idos. No dejó ningún rastro. Por más que traté de
detenerlo, su incisivo impulso lo dejó en manos del viento presente.
Como quien no le da respiro a nadie humano. En escapatoria
impávida. Por la vía del tormento amasado en antes. Cuando Serafín
se fugó, Andando desde su ciudad natal, hasta la ciudad no construida
todavía.
Episodio décimo
La venganza
Y sí que, en esta postura mía, decidí expresar lo íntimo cierto. En
razón a que me siento como engañado amante. Que, aquel que sigo
amando, se ha tornado en evasivo sujeto.
En eso de ir buscando eventos de justificación, me he encontrado con
el arrebato propio del inicio. Siempre en posición de tratar de negarlo
todo. Como quien deduce que solo lo suyo es válido. Y que, inclusive,
el antes del comienzo no se evidencia en ningún referente. Y que, a lo
sumo, podría inventarse un proceso de confusión, al momento de
explicarlo. Por esa vía, entonces, se tiende a socavar el infinito; porque
este no conduce a la proclama del término de los días.
Visto así, en consecuencia, lo mío como que se hace sensato; habida
cuenta de los albores de lo que existe. Y siendo así, me detuve en el
relato de la fornicación de Erebo con la Noche. Y que, por esa vía,
fueron surgiendo la vejez, la muerte, la concordancia. Y me fui con
esto al auto exilio. Reconviniéndome a mí mismo por la exudación de
ejemplos vulgares. Como construidos al lado de un hilo conductor de
expresiones funestas. Y, por lo mismo, sigo en la escucha de la tronera
que emerge. De los rayos voraces que absorben toda energía que nos
colocan en condición de postración constante.
Dirigí la búsqueda, esa noche a la localización del aire y del día. Como
si fuesen pareja que fueron cumpliendo con el exorcismo del que se
erige como creador. Y que, aire y día, engendraron a la Madre Tierra y
al Sol y a los Mares. Y que yo seguía ahí. En esa tenebrosa soledad. Y
que se fueron decantando las cosas y los seres. En ese Templo de la
diosa Hestia. Que, a lo sumo, fue recluida en el mismo. Que, de paso,
ejerció como pionera de la madre esclava. De la mujer arropada con
los poderes de quienes exhibían condición de soberanos inmutables.
Que iban, como en realidad lo hicieron, enhebrando el hilo y la aguja,
hacia el tejido propio del símil de cadalso habilitado.
Volver, desde ese exilio mío, a retar a Urano. Por la vía del Cronos que
lo impele a no seguir siendo él. Que lo vulnera en su sexo y que lo
arroja a los mares. Y que, tal vez por esto, estimula el apareamiento
Tierra Aire, originando el terror y la astucia. Y que, estos tesoros,
fueron echados al entorno de los mortales. Para que, en juntera
impropia, amenazaran con el exterminio. Por la vía más perversa
posible.
A mi regreso, entonces, lo de los otros y las otras, se ha convertido en
insidioso proyecto. Ya, así entendido, se fueron reconstruyendo el
actuar y el quehacer pasivo. Ya no en la exhibición del libre albedrío. Si
no en aquello que es conducido a través de la hilatura primera. Como
marionetas que pululan. Que se hacen, cada vez más, gregarias de
ese Ser Primero. Que es condicionante y vulnerador del arrebato
libertario del uno y de los unos todos.
Y, al desgaire, se sintonizan los eventos. Ya no en acción plena de
lucidez; sino en simple repetición. Efímera, a veces, perenne, otras. En
el Universo ya habilitado. Como simple diáspora de lo pasado antes.
Circundando la esfera siempre. Yendo y viniendo estamos. En el
vaticinio ya hecho. De que solo podemos ser lo que somos; sin el
vuelo del albur necesario.
Estando aquí y así, seguimos el sendero ya trazado. Somos como
errantes mecanizados. Metidos en la envoltura del Determinador. Que
se inmiscuye en lo nuestro y nos ordena. Vamos, por lo tanto,
horadando nuestra propia habitación que nos ha de albergar por
siempre.
En esto de las ilusiones estaba. En ese sueño de perdición. Esta, yo,
ahí. En el lugar preciso del territorio que creía válido y hospedero.
Saliendo, hice como que miraba a la ciudad. Mi ciudad y la de los
demás. Y la vi avasallada por la bola de fuego viva. Originada en los
átomos partidos en sucesión. El uranio al aire y al suelo extendido.
Energía destructora. Y corrimos todos y todas. Y nos refugiamos en el
manto de Hestia y de los Nagares. Su refugio estaba incólume. Antes
de esa bola roja que avanzaba. Y, al llegar todos y todas, Hestia hizo
como que paraba el fuego con sus manos henchidas de mar. Pero fue
arrasada. Y Nagares y las Ménades también huyeron. Delante de
nosotros y nosotras. Y alzaron vuelo hacia el infinito universo. Pero de
nada sirvió. La destrucción fue el todo. Como significando la nada del
comienzo que no podrá ser tal, porque no habrá otro origen como el de
antes.
Ya en febrero, seguía sin moverme de la esquinita bravera. He visto
pasar el tiempo, atropellado. Le dije desde la distancia, a la callecita
lúdica, lo tanto que me he empecinado en volver a ver a Ancízar. Con
pasión abierta y sincera. Nunca he dudado de la gendarmería
palaciega. Allá adonde él se dirigió, hace mil años. No atinaba a nada
más. La callecita impávida. Como diciendo, yo solo sé que no volverá,
porque se llevó la pelotica con la cual me entretenía. Mirándolo en la
gambeta mágica. Como si, en sus piernas llevara la vida. Mi vida.
Estoy aquí. Y aquí me quedaré; dijo por último la divina calle que me
vio crecer. Desde muy allá, en las sombras de esta otra noche emergió
una potente voz. Como llamándome a la sinceridad. Qué dejara de ser
enfermizo sujeto, detrás de Ancízar y Valeria. Porque recuerda que,
hace mucho tiempo nación un niño. Tu hijo. Y nadie, incluido tú ha
preguntado por él. Y que, Valeria, ha puesto todo lo que es, al servicio
del infante. Que se hizo grande d cuerpo de alma. Y anda, por ahí,
buscándote. Como martinete envejecido. Solo quieres avizorar a
Ancízar, sin conocer que él se hizo amante del fuego vivo. Del viento
veloz, cálido, sinuoso. ¡Qué te has creído dueño de todo y de nada1
Anda a ver sí te oyen en medio de esas acciones propuestas de
tiempo atrás! Entre Ancízar y tú no has hecho nada al respecto. Solo
en el brete repetitivo. Escúchalo. Yo te abro los oídos. Los potencio;
para que sepas que está diciendo.
Se lo habían enunciado un año atrás. Pero, él, creyó que era otra
broma del señor alcalde. Lo que le dijeron tenía que ver con su
condición de amante de hombres. Especialmente de adolescentes. Un
largo historial. Aún antes de que se iniciara la actuación con el
referente de “libertad para amar. Libertad para ser amado”. Su
capacidad de seducción, era infinita. Él mismo contaba que había
“desollado” a más de cuarenta. Sin ninguna violencia previa.
Simplemente convocándolos con esos sus ojos verdes, penetrantes,
asfixiantes. Que no dan lugar, una vez se los mira, a disidencias.
Y es que David era puro fuego. Desde pequeño se acostumbró a medir
los ensueños y los sueños. Siempre anhelando ser dueño de todos. Y
los catalogaba. Por orden de belleza y de otorgante de placer. En el
colegio era conocido como “El César”, Por lo mismo que exhibía un
autocontrol absoluto, en unidad de acción con la maniobra constante
para mantener cautivos a quienes amaba. Fueran consientes o no de
ello.
Y estuvo mucho tiempo en ejercicio de su aureola. Hasta que conoció
a Nemesio. Imberbe bello. Ojos de una negrura convocante. Venía de
familia hacedora de proclamas en lo que concierne a la libertad sexual.
Todos y todas, en ella, eran amantes y amados. No importando la
edad, ni el parentesco.
Cuando lo citaron, simplemente, creyó que era una de esas audiencias
más a las cuales había asistido un centenar de veces. Siendo siempre
sujeto que no acataba reglas e insinuaciones. Y creyó, asimismo, que
el señor alcalde, en uso de su perfil de incompetente consuetudinario,
simplemente le diría “no hay pruebas. Luego no hay condena”, Él era
consiente que había vulnerado todas las reglas. Desde el mismo
momento en que había agredido a Juliancito, En ese tipo de agresión
que involucra la perversión. Porque fue, no solo obligarlo a aceptar la
penetración constante; sino la atadura, de se ser en sí, a un cuadro
relacional vejatorio, infame.
Él había sido todo un engarce sistemático. Aprovechándose del poder
ejercido sobre sus súbditos. En un proceso sin fin. Y, así, se lo había
hecho saber al Santo Imperio. Lo pecaminoso había sido desterrado a
partir de la absolución lograda. Tanto así que su invernadero sexual no
había sido tocado. Ni lo sería nunca.
Lo que le anunciaron era, para él, simple retórica lineal. De
conformidad con sus principios y valores. Con velo de organza afín a
sus postulados. Y, todos en la región, lo conocían, Sabían que era
dueño y señor de los nacientes párvulos. No había fisura alguna.
Porque, siendo como era él, absoluto dueño de todos y todas; no
existía ninguna disposición manifiesta o soterrada a cumplir con
ninguna norma de reclamación. Colectiva o individual.
Y allí estaban las madres. Sujetas inmersas en la reclamación de
“justicia”. Sabiendo ellas que sus hijos habían sido avasallados por “El
César”. Y, además, que este no insinuaba ningún arrepentimiento, ante
el daño causado. Simplemente porque él, era Poder absoluto que
transgredía, sin transgredir. Con esa visión de supuesto libertario que
todo lo puede, en aras de demostrar que todo se puede.
Y ellas, las madres, sucumbieron. Nadie las acompañó. Y murieron en
fuego cruzado. Alcanzadas por las balas de “El César”. Quien
previamente había informado que el sexo asociado a su predilección,
era mandato de estado.
Episodio once
El sujeto vivo. Mi Ancízar y su vida perdida, en otro tiempo.
Y, en esa vida mía. Envuelta en la sinrazón. Sin encontrarlo. Se me fue
subiendo la sesera. Hasta que, en ese sueño prohibido, me lo imaginé
al lado de esos sujetos anodinos. Y, no sé por qué, me dio por buscarlo
en esos avatares de los sueños infames. Por allá, por esos años
gemelos. Afines a la vida perdida de lo que yo soy y era. Él, mi
hermoso hombre quimérico. En esa hondonada del universo. En la
cual cada quien cambia. Y, cada quien, desaparece. Así no más
Al salir, cerró la puerta. Cansado como estaba, caminó hacia la calle
92. En la esquina con carrera 77, encontró a Zoraida, la negra. La
conocía desde 1948, estando en Ciudad Bolívar. Recién llegaron. Él
desde Pasto y ella, desde Barrancabermeja. Se parecían en sus
opciones de vida. Esa pulsión que, en veces, cruza a quienes ejerce
como sujetos del ir y venir. De contera había, entre ella y él, una
atracción, de esas que llaman “fatal”. Por lo mismo que arrasaron con
las barreras primeras. De esas que definen como posturas de
moralidad. Esas que fueron cruzando todo lo habido como
colectividad. Como expresión de lo humano. Algo así como esa
herencia cultural desde el medievo. Aun con los matices expuestos por
Agustín, por la vía de sus “Confesiones”.
Y sí que llegaron el mismo día. Ese trece de diciembre de 1956. Día
monótono, por cierto. Se juntaron en el camión que los recogió en
Palmira, viniendo desde Quito. Lo hicieron como si nada. Mientras el
ayudante soplaba un cachito. Para Zoraida fue su primera vez. Para él
la segunda, después de Virgiliana Moncayo. En ese trotecito se la
pasaron hasta que el conductor se aburrió con ella y con él. Y los hizo
bajar en las afueras de Armenia.
La noche, iluminada por una Luna pálida prometía ser, al filo de la
madrugada, absolutamente fría. Ese firmamento explayado dando
cabida a la miríada de estrellas. Y es que, lo que pasó, en la casa de
Evangelista Estupiñán fue eso que llaman del absurdo. Comoquiera
que la espada de Valeriano atravesó todo el abdomen de la pequeñita
Alicia. Una trifulca inmensa. De esas que requieren asumir el
imaginario absoluto. No solo para su descripción. También y,
fundamentalmente, para proveer una versión creíble.
Ya le había pasado antes, estando en Tumaco. La desmembración de
los cuerpos de Eloisita Asprilla, de Esteban Armero y de Elías
Cevallos. Casi el mismo tipo de contexto y entorno. Empezó con la
habladuría de siempre. Ese “trinar” como cantaleta. Refiriéndose a lo
del negocio que se dañó, justo ayer. Y de la necesidad de alucinar,
hallando el chivo o chivos de expiación. La voltereta del matacandelas.
La orilla opuesta. En ese estar ahí, como virulento atizador.
En la “vueltecita” se perdieron como siete millones de pesos. Suma de
nimiedad. Pero, en esos ejercicios perdularios, lo que cuenta es “la
palabra empeñada”. El cicatero Jefe de Jefes, el Patrón, no permitía
ningún error. Mucho menos si, de por medio, había dinero. Porque lo
duro que había que meter para conseguir cualquier billete, ameritaba
la consolidación de referentes básicos. Lo que, en términos
coloquiales, se ha dado en llamar “códigos insoslayables”
Lo de Tumaco fue aterrador. Brazos, manos, pies, ojos, dedos, etc.,
por ahí. En la cocina, en la sala, en el comedor. Todos por ahí. Sangre
en las paredes. Pedazos por todos lados. Cinco personas que sintieron
el dolor. La tortura previa. Cercenados en vivo. Un dolor absoluto. Y,
este hijueputa, como si nada. Salió a la calle. Se dirigió a la taberna de
la mona Abigail. Bebió como si se fuera a acabar el aguardiente.
Sentado, empezó a limpiar la macheta, con el pañuelo que heredó de
la madre. Y que había sido bendecido por el papa Paulo Sexto, cuando
estuvo en Colombia en 1968, en el Congreso Eucarístico. Le propuso
a la mona, que fueran a.…Ella no aceptó aduciendo que lo había
hecho tres veces en lo que iba corrido de la noche. Volvió a ensuciar la
macheta. Abigail, alcanzó a ver sus manos caer al piso. No pudo
más…
Zoraida estuvo con él en Neiva, diez años atrás. Le ayudó a envolver,
en papel periódico, las manos y los pies de Baltazar Garzón. El abuelo
de alejandrina. Allí todo empezó por lo de siempre. No cuadraban las
cuentas. Sus cuentas. Esta vez fueron ocho mil pesos,
correspondientes a las “vacunas” establecidas para los tenderos del
barrio “la ponzoñita”.
Cuando niño, este lisonjero, siempre estuvo en cuanto problema se
presentaba en Siloé. Desde lo usual relacionado con el robo; en
cuanto almacén había. Hasta el atraco a quienes conducía los
vehículos en que se repartían las gaseosas y la cerveza. El primer
muerto en su haber fue don Ignacio, el sacristán de la iglesita. Todo,
porque el viejo no le quiso entregar “por las buenas”, la palangana en
que recogía la limosna en las misas. Particularmente, el día en que se
celebraba la fiesta de la Virgen de las Mercedes, patrona del barrio. La
comunidad se exacerbó. Quisieron lincharlo, pero pudo más la veloz
carrera y el tronante que llevaba en la mano. Tres personas resultaron
heridas. Escapó en dirección a Hobo. Y, allí, logró que Iván Martínez lo
acogiera. El argumento fue convincente. A más de los veinte mil pesos
que ofreció. Como para subsidiar, en parte, la sopita.
La adversidad era lo cotidiano, en casa de “los tíos”. Zoraida estuvo a
su cuidado desde la muerte de mamá Belarmina. Del padre no se supo
nada. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Solo, en mayo de 1958,
“los tíos” recibieron un mensaje desde Medellín. Algo así como que
“Jeremías armó tremenda revuelta en el Parque Berrio. Y por allá en el
barrio Loreto en abril de 1957”. No más eso. Es decir que, en tiempo
ido y presente, la mamá de Zoraida asumió, en parte, la carga de criar
a la niña. Digo en parte, porque Aureliano y Otoniel, en verdad, fueron
auxiliadores constantes.
Lo de Belarmina Paternina fue como ese desasosiego que está vigente
siempre en el quehacer de lo cotidiano. Desde muy niña había
aprendido el arte de hacer aparecer un sapo, a partir de un pañuelo. Y
de interpretar los sueños de sus compañeritos y compañeritas de
escuela. Eso explica, por cierto, su condición de mujer indomable.
Nadie podía con ella. Aureliano logró, por tiempo breve, acceder al
inframundo de la “cascarrabias”. Alguien le puso esa chapa. Así, al
vuelo. Y quedó bautizada así.
Eso fue por el mismo tiempo en que a, Otoniel, les mataron a sus tres
hijas. Ahí en el arrabal del barrio Manrique. Como dijo el policía en su
informe “fueron muertas en extrañas circunstancias”. Y parece que si
fue sí. Estando “las tres Marielas” (Mariela Lucía, Lucía Mariela y
Mariela del Socorro) en la cuarenta y cinco con ochenta, en casa de
Alba Mariela Sinisterra, en clase d costura, llegaron “el choneto” y “el
chorizo”, dizque buscando al hermano de doña Alba. Como en eso de
ir contando que Hermenegildo, tenía una deudita pendiente con ellos.
Y, así. Sin saber ni cómo, ni cuándo, ni porqué, hizo explosión el
artefacto que llevaba choneto en el talego que cargaba. Murieron todos
y todas.
Pasando el tiempo, Otoniel conoció a Rafaela Manotas. Supo, por
boca, lengua y memoria de ella que, en verdad, Hermenegildo, había
estafado a más de cien personas en el barrio Belencito. Con eso de
adivinar la suerte y vender lotes situados en el barrio La Castellana. Y
que, por eso, choneto y chorizo habían sido contratados por “la
comunidad dolida”. Pero hasta ahí. Esa versión no servía nada para
los propósitos de Otoniel. Él buscaba algo así como saber a quién
podía demandar por daños y perjuicios, derivados de la muerte de sus
tres Marielas. A decir verdad, la otra Mariela, ni la conocía.
Belarmina rodó por casi todo Medellín. Que donde doña Betulia. Que
la vieron en el barrio Fátima arrejuntada con Mauricio Paniagua. Que
ya estaba embarazada cuando la recibieron en hogar comunitario “El
Buen Pastor”. Que, de allí, salió para “Don Matías”, desembarazada.
Pero así, sin el mené o la nena. Como que salió echada. Tal parece
que, ella misma, se hizo algo para que saliera lo que fuera, sin cumplir
los nueve meses. Luego, la vieron recabar en San Luis, con Jesús
Pimiento a bordo. Y que, allí, vivieron como cinco meses. Hasta que, la
Belarmina, huyó. Jesús fue encontrado muerto como a los tres días.
Con dos heridas de cuchillo en el cuello.
Aureliano estuvo mucho tiempo al lado de su papá. Don Heliodoro. Su
mamá había muerto el mismo día en que murió Carlos Gardel. Se dice
que ella estaba noveleriando en el aeropuerto Olaya Herrera. Y que le
dio por cruzar la pista de decolaje, justo en el momento en que el avión
iba a despegar. Hay quienes aseguran que ella fue quien ocasionó el
accidente. Como en eso de interpretar que estaba demasiado
enamorada de Carlitos. O para mí, o para nadie, le oyeron decir.
Cuando dejó la casa del sordo Iván, Ángel María, viajó a Tunja. Como
en eso de ir yendo por todas partes, a ver si resultaba algo. Llegó en
esa madrugada fría del 20 de julio. Como llegó, empezó a andar. Con
la maletica de cuero que le había regalado doña Isabelina, la mamá de
Nancy. Esa niña que conoció en Puerto Wilches. Quince añitos no
más, cuando conoció la largueza y dureza de angelito. En evocación
tardía, Angelito, quiso volver un día. Pero pudo más el afán para no
responder por lo que hizo.
En fin, que angelito recorrió toda la ciudad. De aquí para allá. Y de allá
hasta otraparte (como parodiando al maestro Fernando González).
Entró a una tiendita en la cual vendían cocido boyacense. Zoraida le
había advertido de lo delicioso. Como que cuando ella estuvo viviendo
al lado de “el esmeraldero”, todos los benditos días comía. Tanto que,
en secreto, se volvió un vomitivo perenne. En la tiendita conoció a
Agripina Valverde. La hija de la dueña. A ella le correspondía atender a
los madrugadores del entorno. Como veinte años aparentaba la china.
Angelito tasaba a las mujeres, por las tetas y las nalgas. Agripinita
pasó el corte. Hicieron migas, como dicen en la tierrita. Conversando,
entre palabra y palabra, angelito conoció de lo habido sucedido y lo
habido actual. En Cascuéz, la cosa estuvo muy difícil entre 1978 y
1989. Victicor Carranza y Gonzalito Gacha se encargaron de arrasar
con todo lo territorial minero. Y, también con lo territorial vivencial.
Tremendas grescas. Puñados de muertos y muertas. Había casas
destinadas para la tortura y el desmembramiento. Tres hermanos de la
agraciada contadora de recuerdos, sueños y casi verdades, murieron.
Uno ahí, donde usted está sentado. Los otros dos, Patroclo y Olegario,
cayeron por el lado de Muzo. Los picaron, como si nada. Y todo, decía
la niña, por culpa de las malditas gemas y de la voracidad de “los de
arriba”.
Eran casi las doce del mediodía cuando salió del negocito de doña
Epimenia. A ella también la conoció. Acostumbraba levantarse tarde.
Como a las diez de la mañana, apareció ahí en el comedorcito. Con
legañas en los dos ojos. Y una muda transparente que le servía para
dormir y que daba cuenta de sus ajados pechos y de sus pliegues, ahí
abajito en donde terminan las piernas, como marchitos también. Pero
junticos. Angelito, la miró de los ojos con esa masita color verde.
Pasando por los ajaditos pechos. Hasta ahí donde todos los palos
llegaron. Y pueden, aún llegar. De ese talante era el morbo de don
sujeto pecaminoso.
Cogió para Paipa. La niña Agripina le dijo que allá podía bañarse en
los termales. Y que, además, podía encontrar a Valeriano, el dueño de
uno de los hoteles más bonitos y seguros de la ciudad. De una llegó al
hotelito que le recomendó la nena. Iban siendo como las tres y pucho
de la tarde. Entró y miró. Como miran los tesos (diría el creador de
Pedro Navajas). Estaba como alucinado. Le vino a la mente, la
situación vivida cuando chico. Que miseria de alma tan brava en esa
casa suya. Cada quien con su propio inventario de bienes y
contrabienes. Lo que ahora llaman valores. Y que, incluso, ha sido una
vena extravagante para muchos teóricos de la vida. De los que
derraman, a puñados, palabras habladas y escritas. Casi como
sortilegio mundano de a cada rato. O de lo de hoy y ayer. O de lo que
vendrá. Eso que Fernando Savater ha exprimido a más no poder en su
“Ética Para Amador”. Una virulencia en diatriba insabora de
contenidos.
Y, siguió elucubrando Ángel María, que infancia manifiesta en su hedor
de puta mierda. Una simbología inane. Al menos para él. En esa
contracorriente tan infame. Unos vertimientos de historias entrelazadas
por lo bajo. Como ese cuento con la bisabuela Serafina. Una mujer de
tres mundos. Uno, el del siglo XIX, que conoció en toda su segunda
mitad. Con esos embates de los amos de la tierra. Unos cruzados
peleando hasta morir y hacer morir. Unas arengas embalsamadas,
desde 1819. En esas junturas de caminos entre santanderistas y
bolivaristas. Cardúmenes de población societaria retenida o expulsada
a la fuerza. Los esclavos y las esclavas todavía con la yunta al cuello.
Las repúblicas iban y venían. Como en recetario perverso. Policromías
a partir de surtidores rojos y azules. Como si ese fuera el único
espectro posible. Una caballería vergonzante. Hoy los unos. Mañana
los otros. Y, así, pasaba el tiempo. Heridas abiertas. Ahí no más,
esperando el discurso del próximo caudillo. Herederos del imperativo y
empalagoso General. Dictador de siete muelas.
El otro mundo, el segundo, de la bisabuela, dado por esos años de
comienzo del Siglo XX. Unos tras otros. Venidos desde la política
bifronte consolidada desde 1886. Constitución en mano. Los
generalotes. Solo lúcidos para las entelequias y para la soberbia.
Exacerbadores, a partir de manifiestos impúdicos. El reyecito, Reyes,
dando tumbos. Inventándose valores al calor del Sagrado Corazón de
Jesús. Un templario tardío. Llegado al poder a puro pulso de espadas,
bayonetas y fusiles. Y así fue extendiendo su habladuría y su hechura
de sujeto obsoleto. Pero, por lo mismo, atizador de los mismos fuegos
de antes. En esos mil y pico de días de desangre. Y, siempre, los
hombres y las mujeres de a pie, ahí. Como depositarios de las tres o
más letras que les dejaron conocer.
Y el tercer mundo de Serafina. Esa última década de su vida. Entre
1947 y 1958. Que osadía la de ella. Tratando de aplicar lo aprendido
de Ignacio Torres y de María Cano. Confesa partícipe de esos idearios.
El PSR, dando vueltas. Por esos lugares recónditos. El sentimiento de
ser mujer en la dermis. Mujer, otrora poseída y violentada. Casi a la
fuerza. Porque eso y solo eso eran las relaciones de amor unipartitas.
Porque, siendo ella inmersa en esa relación; solo surtía como objeto.
Abertura para el falo de los prohombres. U hombres, apenas en
nombre. Machucantes huracanados solo en las noches. Sus noches. O
a cualquier hora.
Y sí que cabalgó con la Cano, la abuela Serafina. Conociendo en
directo o de ladito las andanzas de los dueños del país. Llevando ella y
la María, panfleticos bien escritos por el jefe de jefes, Torres Giraldo.
Un apocado. Así lo describía la bisabuela. Un insípido sujeto de buena
letra. Pero no más. Lo mismo de los otros hombrecitos del día a día.
Una pulsión de vida, asociada más a un oficio de omnipotente
gendarme ideológico, que de verdaderos pulsos libérrimos. Punzantes.
Revolucionarios.
Murió Serafina, el trece de mayo de 1959, de manos de Serapio
Epaminondas Roldán. Quien la mató por celos. Le faltaban dos añitos
para cumplir 106. Qué malparido varoncito matacandelas. Le hizo los
hijos y las hijas que se le antojó tener con ella. “…En sus ojos
quedaron sucesión de imágenes vividas. Tres que resaltaba ella: el
asesinato de Rafael Uribe; el asesinato de J. Eliécer Gaitán y la figura
de la liberta inmensa. Como, a bien tenía de llamar a DOÑA MARIA
CANO”. Así rezaba el texto escrito en su honor, por parte de Virgiliano
Cifuentes, quien fuera su amante furtivo, en toda su vida como mujer
incendiaria y sublime.
Ese tósigo de vida, siguió murmurando angelito. Y le volvió la
pensadera. Esta vez con lo de la abuela Isaura. La sexta hija de
Serafina. Esa sí que entró por donde era. Como queriendo decir que
empezó a mandar todo al carajo. Desde pequeñita ya sabía que mamá
Serafina y Virgiliano eran amantes. Para ella fue siempre un deleite
absoluto verlos retozar y gemir en la estera que tenía en “el cuarto de
nadie”, como llamaban la piecita de atrás. Pero, además, sabía de todo
un poquito…o mucho. Nunca se supo, ni se sabrá. Interpretaba
sueños. En la escuelita fabricaba “peos químicos” que cargaba en un
frasquito y lo destapaba en clase de religión, con la señorita Consuelo.
Sabía cómo era eso de “venir al mundo”. Lo aprendió, viéndolo en
directo cuando la comadre Eunice asistía los partos de doña Beatriz
Alviar. Nunca se tragó el cuento de El Arca de Noé. Mucho menos lo
de El Paraíso Terrenal. Ella había leído y releído las “Nociones de
Historia Sagrada” y el Catecismo escrito por el padre Astete. Y cotejó
esos escritos con los de Charles Darwin y H. Morgan. Estos últimos los
halló en el escaparate que había heredado Serafina de Antonia, la
tatarabuela.
Angelito vivió parte de esa historia. Po ejemplo, le tocó ver como
Macario Verdún, el marido de la abuela Isaura, le arruino uno de sus
ojos con el punzón de la cocina. En “un arrebato de ira santa” como
tipificó el malparido cura del barrio, la agresión. También cuando la
azotaron, entre Juvenal y Ponciano, los seminaristas hijos de Hipólito
Benjumea, el dueño de la ferretería “El buen precio”. Todo porque les
dio por creer y aseverar en palabra, que “…esa perra se lo da a Braulio
Castañeda” Angelito sabía que eso no era así. Porque, entre otras
cosas, Braulio era homosexual en su clandestina vida íntima. Los
azotes los ordenó Venturiano Alfonso, papá de doña Eugenia, la tía de
Eufrasio Parra. Todo en nombre de “La Divina Providencia”, nombre y
símbolo de los “Neo-Cruzados”.
Mientras esperaba al doctor Valeriano, se puso a mirar, por lo bajo, a
tres mujeres que llegaron después. Con su ojo de buen tasador, les
adjudicó entre veinticinco y treinta añitos a cada una. Qué belleza de
cuerpos, dijo para sí. Se les acercó, como queriendo ir más allá del
primer corte. Y, ellas, alborozadas como estaban por haber llegado al
municipio. Es decir, a los termales; se dejaron sonsacar la risa de don
caballero. La conversa fue larga y tendida. Quedaron, en preciso, que
se veían en las piscinas. En esto estaban, cuando apareció “el doctor
Valeriano”.
Su mamá Leonilda creció al lado de Joaquina. Dos amigas, de esas
que llaman inseparables. De siempre. Una y la otra, andariegas a más
no poder. Yendo y viniendo por todo el barrio, primero. Luego, por todo
el país. En la escuelita Eucarística, adscrita al barrio Moravia,
conocieron los primeros trinos del hablar y escribir. Con la gramática y
la semántica incorporada. Muy tenue, sí, pero en fin de cuentas con lo
necesario. Destacaron, ambas, en los bordados en tambora. Y en el
canto. Tanto así que, en el barrio, las bautizaron “el dueto Lejo”.
Amenizaban piñatas. Cantaban en la eucaristía de los domingos a las
once, en la parroquia Cristo Sacerdote. Se enamoraron del mismo
muchacho. Pero zanjaron diferencias, rotándolo. Una semana Leo y la
otra Joaqui. Y, así, estuvieron largo tiempo. Hasta que Eusebio Luján
se cansó de ellas y se casó con Leopoldina Beltrán; una vecina que
había pasado desapercibida; pero que estuvo al acecho, hasta que
conquistó al caribonito.
Las dos siguieron como si nada. Se matrimoniaron casi al mismo
tiempo. La una (Leo) con Bautisterio Mondragón. La otra (Joaqui), con
Bersarión Álvarez. La preñez vino, también, en simultáneo. Y empezó
ese reguero de hijos y de hijas. Uno de tantos fue angelito. Y, en esa
condición de ser uno entre muchos, asumió la vida desde el rinconcito.
Como diciendo, fui a la escuelita. Y estuve al lado de mamá. Y la
respaldé cuando ese pérfido de Bautisterio le pegaba esas zumbas
deprimentes y dolorosas. Y sí que, pensaba angelito, estuvo bien lo
que le hice a esa mortecina. Que se las daba de macho bravucón.
Como queriendo ser soporte en la casuística freudiana. O en la teoría
acerca de los niños difíciles, esquizoides; en la opción neurolingüística.
O en el o la sujeto con la palabra autoritaria como forma permanente
de acción hacia la inhabilidad de la palabra como pulsión; a la manera
de Foucault.
Angelito sequía como envarado. No atinaba a entender lo que debía
hacer. Si conversar con el doctor dueño del hotel. O si seguirle la
corriente a las tremendas de cuerpo. Como diría el poeta, en ese decir
de “…hay días en que somos tan…”. O si seguir en la pensadera en
que estaba desde hacía mucho rato. En ese inventario de vida, en que
se había metido. Se decidió por lo último.
Y Leo, su mamá, siguió por ahí. Por esa brecha abierta desde la
bisabuela. La abuela. Ahora, era ella. Tejiendo esa tesura de vida
inmediata. Sin el asidero en ciernes que solo puede dar la ternura,
tierna. Física, verdadera. Por lo que ternura es y ha sido puerto de
salida y de llegada. Desde el momento mismo en que fue inventada. Y
es que, en veces a cualquiera le da por enhebrar delgadito. Y como
que se apega al dicho “…de qué y, precisamente, las guerras y la
erosión de la ternura, como que son y han sido sinónimos compuestos.
En lo que este símil tiene de juntar palabras. Más allá de una sola. O
de, simplemente, azuzar el ambiente equívoco de los poderes…”
El doctor sí que estaba puto ese día. Lo que ahora llaman estresado.
Todo por cuenta de “esos negocitos que, siendo pequeños (como caja
menor) no dejan de ser importantes, todos juntos. Nada que le había
resultado lo de la apertura de mercado en las zonas de librecambio e
intercambio. Candidaticos buscando, por ahí, electores en su carrera
hacia la alcaldía; o en el concejo, según sea el caso, la apuesta o el
peso político de los padrinazgos. Y se atraviesan, como vaca en
autopista. Y, sigue diciendo el dueño del hotel, lo que le emberraca a
uno es que unta y unta manos y manos. Y nada. Y, así, no hay billete
que alcance.
Y, “las tres bellezas”, seguían por ahí dando lora. Con esos cuerpazos
al viento. Para deleite de turistas y pobladores. A cada nada echaban a
reír. Al mismo tiempo. Y por lo mismo. O por cualquier otra cosa. Eso
sí, resultaron bebedoras inagotables. O whisqui. O ron. Menos
aguardientico. Y, angelito, dudando de nuevo. Como entre el ser y no
ser. Horadando esa historia de vida suya. O los triangulitos de las
nenas. O con lo recién recordado compromiso con la niña de la
tiendita. Habían quedado en verse aquí. Pero dentro de dos días. En el
hotelito de la señora Fortunata. La misma de las almojábanas símbolo
de Paipa.
Siguió en esa brega tan jarta de la recordadera. Esta vez se fue por el
lado de lo que le había contado Zoraida, acerca de su pasado. Remoto
e inmediato. Por ahí rodando, hasta que llegó donde “los tíos”. En esa
bravura de hechos no declinados. Con ese acerbo de cosas alrededor
de su madre Belarmina. Ese estar de un lado para el otro. Como noria
urbana y campesina. No registrada en ninguna bitácora de vuelo. Un
desarraigo absoluto. Los valores, si acaso los hubo, trastocados.
Tirados en cualquier andén de cualquier barrio o ciudad. Y, para
acabar de ajustar, se lo encontró a él. Como si nada. Empezando,
desde allí, la torcedura de camino. Con esas matanzas ramplonas.
Casi como del absurdo. No tanto, insitu, como el de Salvador Dalí en
sus lentejuelas purpúreas. Iconoclastas. Pero sin ningún sentido; aún
en el contrasentido.
Como, en el entretiempo, de cualquier competencia viva, angelito hizo
giro hacia otro lado. Y empezó la bebeta. La primera ronda a su
cuenta. De ahí en adelante, cargadas a la cuenta del doctor dueño el
hotel. Con los cuerpazos de las tres en vivo. Hablando en palabra
ligera. De todo lo que ha habido y habrá en el mundo. Que, si no se
hubiera muerto Cantinflas, cuántas películas más habría filmado. Que,
si Silvestre Stalone hubiera trabajado su Rocky Balboa XV, al lado de
Angelina Jolie tal vez le hubiera curado el mal de ojo que le acompaña
desde pequeño. Y, siguieron hablando, como hasta las siete de la
noche. Sin embargo, no se les notaban los siete litros de licor. Ni a
ellas. Ni a ellos.
Le siguió rondando la pensadera, a angelito. Se quedó dormido en el
sofá de la sala de recepción. Y empezaron los sueños a dar tumbos y
golpes de vida. Veía a leíto al lado de Gumersindo Arbeláez, su
amante. Él lo supo estando aún muy niño. Cualquier día le dio por salir
al solarcito que tenía la casita en que vivían, allá en el barrio Palermo.
Estaban en el piso, en una revolcadera convocante. Pletórica de
contorsiones y siseos, como en los serpentarios. Ni Leonilda le advirtió
nada. Ni él dijo nada, nunca. Y esos encuentros furtivos se
prolongaron. En tiempo y espacio. En un sueño, dentro del mismo
sueño primero la vio con Hermógenes Bobadilla, el carnicero del
barrio. Casi en el mismo sitio. Casi a las mismas horas. Tampoco dijo
nada, nunca. Y así, sucesivamente. Belisario, Norberto Elías, Franklin
Mayolo, Juvenal Alzate; el negro Apolinar Vargas. Insaciable, mamá
Leonilda. Una promiscuidad que resultó ser imagen y acción bella para
él. Lo erótico en superficie. Nunca le preguntó, a mamá Leonilda, de la
profundidad de su goce. Si era o no directamente proporcional a las
contorsiones y la gemidera. Lo cierto es que navegó (angelito) entre
sueños y más sueños. Todos en fijación a la cual le construyeron un
soporte sublime, de su perspectiva de sujeto entero.
Cuando lo despertó la negrita Caribú (uno de los tres cuerpazos que
conoció), eran algo así como las dos de la mañana. Se le quedó
metidita al ladito. Cuántas veces lo hicieron, nunca lo supo. Lo que sí
se supo fue que el hotel perdió mucha de su clientela por culpa del
espectáculo, ya que fue asumido como inmoral. Aún en el contexto de
la libérrima Paipa, ciudad turística y mundana.
Salieron a la calle alumbrada por una canícula protagónica. En una
inmensidad de cuerpo brillante que había emergido hacía ya casi seis
horas. Por el Oriente fugaz. Se acercaron a las piscinas. Un hervidero
a esa hora. Cogidos de la mano, cruzaron por la zona que llaman de
vistieres. Una turbamulta acezante; sudorosa, acebollada. Así como
estaban, vestidos. Ella en traje color panela. Trenzado con hilos de
algodón multicolores. Él con pantalón verde militar y camisa blanca, ya
ajada y con líneas grises en el cuello. Más producto de la acumulación
de polvo y sudor. Se metieron a la primera piscina. Un tanto más
calientica que las otras. Sumergidos en profundidad mediana, como lo
que puede de hondura la masa de agua entrelazaron otra vez los
cuerpos. Una y otra vez. Orgasmos preciosos. Como si estuvieran al
compás del coro de “…ranas y sapos”, en la canción de Leonardo
Favio. De allí fueron desalojados a la fuerza. Entre tres vigilantes del
hotel y seis policías municipales, los tuvieron que cargar hasta la calle.
Y… ¿de qué ternura estás hecha?, soñó que le preguntaba a Leonilda;
justo un día después de haber estado con Caribú. En las andanzas
intoleradas en el hotel del doctor. Y por la alcaldía de Paipa. Un poco
lo cantado por Joan Báez en “El Cristo de Palacagüina”. O en “Un
mundo de fruta encendida” de Piero. Como navegante nacido para
circunnavegar los Océanos. Pero que, justo a mitad de camino, perdió
rumbo, brújula y bitácora. Y que, por eso mismo, llegó esmirriado a
lomo del recuerdo de Caribú. La negrita insaciable en cuanto a recibir
ternura. Insaciables, los dos, otorgadores de ese zumbido de viva
fuente y voz. Alongado casi al infinito. Espasmos que desparraman la
locura del deseo bien habido. Bien interpretado. En sincronía perenne.
Como en “Las estaciones” de Vivaldi. O como el torbellino pleno del
Bolero. De un Ravel inmenso en fuerza de Luna plena. Llena. Nítida.
En un desafío al mismo Sol.
Zoraida, en sumisión estaba, cuando la azotó el sueño viajero. En
locomoción simbólica. Atada a los rigores de lo incendiario. Ya “los
tíos” habían muerto. Tal vez de tanto amarse. Una juntura nacida de
tanta soledad compartida. Los y las que se fueron yendo, fueron
condicionando el quehacer. Del vivir de ellos. En cada espacio de su
casa. En cada recodo esquinero de su barrio. Por fin pudieron amarse
en la libertad del albedrío. Centinelas, uno y otro, creativos. Desde la
desesperanza primera habida, cuando les mataron sus almas, por la
vía de matar a sus crías. Y desde allí. Desde esa desesperanza,
empezaron construir la esperanza que habrían de ser sus vidas.
Juntas. Retozos bien hechos. Mejor culminados. En cada acechanza.
El uno y el otro. Buscándose en todos los entornos. Entregándose en
cualquiera de ellos. No hubo en esa, su casa, rincón que no
conocieran en sus escarceos pulcros, prístinos. De ternura no afanada
por nadie. Solo él, uno, y él otro. En combinatoria perfecta. Como
ajedrecistas vitales. Tan vitales eran que no se dieron cuenta cuando
pasó la vida pasando. Y, ellos, ahí. En esa vida que pasó sin
advertirles nada. Tal vez para no desdibujar lo hecho por ellos. En esas
pinceladas gruesas. Como las de los niños y las niñas. Como
aprendices de motricidad fina. Ya estando viejos.
Angelito se deslizó, otra vez, hacia la soñadera y la pensadera. En fin,
de cuentas siempre la tuvo clara. Ir de tiempo en tiempo. Corroborando
los decires y los haceres. De su historia. De sus parentescos. De lo
que fue. Bien o mal haya sido. Como infusiones milenarias. Tratando
de azotar lo cotidiano con el cuero habido en la vida. De lo inmemorial.
O de lo del entorno en cercanía. Y se vio, otra vez, sumergido en el
follaje de la diatriba y de lo atrabiliario. Regresó a uno de los tres
mundos de la bisabuela. Al tercero. Y lo sintió como viacrucis sin el
crucificado a bordo. Más bien como esa hechura plena. De instantes
en la voltereta. Viéndolos y viéndolas a todos y a todas. Desde López
Pumarejo a Eduardo Santos. Desde Laureano hasta Ospina Pérez.
Desde “el caudillo del pueblo”; hasta Lleras Camargo. Pasando por “el
sargento hecho poder nimio, vergonzante”, hasta el triunvirato. Y
desde ahí hasta…la letanía continuada.
Siguió soñando. Angelito, cada vez más extirpado de sesera propia.
Corría veloz. En el tiempo. Como aventajado sujeto; al que le dio por
buscar la ternura. En cualquier evento. O en cualquier recodo de vida.
Haciendo de su quehacer ramplón y perverso de ayer; pulsión de vida.
Percepción de lo sublime. Como desesperado jinete cabalgando a los
rígidos dromedarios en el desierto: Tratando de llevarlos por el camino
cierto. Sin esa ambivalencia de los plenipotenciarios negociadores
perennes. Sin la cantinela de los pregoneros. Gnomos perdularios.
Heraldos con la semiótica perdida. Como perdido fue y ha sido el
rastro de los lobos de la estepa.
La niña que conoció en Tunja, llegó puntual. A las ocho de la mañana
ya estaba en el hotelito de la comadre de su papá. Bien acicalada
estaba ella. La niña bella que presurosa llegaba en búsqueda de su
furtivo convocante. Como es de hermosa la niña. La que llegó vestida
con traje de tulipanes bordados; en toda la anchura de su cuerpo. Con
escote pronunciado. Como queriendo sonsacar al sonsacador
impávido. Y fue llegando ella, conforme lo había prometido. Porque,
como bien hecha doncella. De cuerpo bien hecho y puesto. En
crecimiento sus pechos. Inflamados estaban. Tal vez por el mismo afán
en encontrar a quien sería su desfoliador. Aquel a quien ya amaba.
Desde la mañana misma en que lo vio. Y su carita, en rojizo color ya
expreso, tanto que le quemaba. Y que se iba bien adentro. Ojazos de
ensueño. Sin necesidad de forzar mirada, buscaban al sujeto suyo;
desde día y hora en que lo vio llegando a ese entorno suyo. Entre lo
uno o lo otro. Es decir que, la doncella, entre dichosa y cándida, llegó
como lo había prometido. Con ansias locas de sentir adentro; bien
adentro ese falo inmenso con el que empezó a soñar, sin verlo.
Francisca Caraballo estuvo, como la bisabuela, en el escenario mismo,
en que mataron a Rafael Uribe Uribe. Como quiera que Francisca esté
próxima a su centenario, volví a casa. Después de casi ochenta años
de haber partido. Recuerdo, eso sí, que estuve todo el día 22 de marzo
de 1913 en la tiendecita de don Barquisimeto, tomándome unas
cervecitas. Aprovechando una gabela “tome dos pague una”,
auspiciada por la recién fundada Cervecería de Barranquilla. Con su
producto estrella “Cerveza Águila, Sin Igual y Siempre Igual”. No fui el
único ese día. También estaba Marianita Monsalve. Mujer frentera esa.
Como que desafió a su padre y a su novio. Por puritanos
vergonzantes. Había, en ella, cierta dosis de lo que yo empecé a
llamar “Salavarrietismo”. Un poco cruzado por esa gran nostalgia que
me acompañaba después de haber leído acerca de su historia. Un…
¿Cómo así que su peregrinar por el mundo de las ilusiones guerreras y
solidarias, no eran reconocidas a casi cien años de su muerte?
Y es que los asuntos de vida no tienen límites. Ni en la imaginación. Ni
en el olvido. Inclusive yo había reseñado, como al garete. Como al
viento, dos mensajes que se me vinieron a la cabeza, después de
haber soñado con don Joaquín Salavarrieta y con don Antonio Galán.
Vi florecer una rosa, transcurriendo el año 1781. Rosa encendida. De
Comuneros guerreros. Y, doña Mariana Ríos, allí en San Miguel de
Guaduas. Se hizo madre de la mujer amada por mí desde entonces.
Imaginación de inmenso simbolismo. Tanto, como que difundí la
historia de lo que forjó. Con ese talante libertario. Pegado, ahí. Siendo
su piel y su guía.
Marianita tendría, para ese entonces, dieciocho años. En verdad, sin
ser bella de cara. Si lo era de cuerpo. Ese día me dijo: “…Don
Asdrúbal, no sé qué va a ser de mí, después que me case con
Bartolomé. De lo que sí estoy segura es que a mí no me va a
zarandear, porque va encontrar otra Bolena, quien fue su esposa. Esa
sí que era terrible. Con decirle que prefirió huir, sin rumbo, antes que
doblar cerviz. Nunca más se supo de ella. Solo, una fugaz referencia
expresada por Belarmino Tapias. Quien dijo haberla visto en Cúcuta.
Siguiendo la huella de Serafín Paniagua. Insólito personaje que iba de
pueblo en pueblo, enseñando las mil una manera de bordear el
abismo, sin caer en él”.
Y es que, la razón de ser de lo que somos, tiene que ver con lo que
algunos y algunas, quieren que no seamos. Parece trabalenguas. Pero
es cierto. O, sino que lo diga Hipólito Benjumea. Dueño de la carretera
que lleva desde Neiva hasta Pitalito. Porque, eso de hacerse dueño de
una vía pública, va en contravía de los mandatos legales vigentes. Muy
clarito lo dice nuestra Constitución Política, proclamada en 1886. Y es
que, casi siempre ha sido así. Lo que hagas y digas tiene relación con
lo que te prohíban hacer y decir. Con lo dicho por Marianita, me
convencí, aún más, de lo cercana que estaba su expulsión del hogar
en que manda don Timoleón Monsalve. Y, también, del repudio público
que habría de hacer Bartolomé Valtierra.
Lo de Francisca fue otra cosa. Como un desvarío perenne. Nació en
Villa de Leyva. Una impronta monosílaba. Como cuando se percibe
que alguien está vivo o viva, porque se escucha su voz. Un murmullo,
el de ella, arrogante. Como contaban que fue el de Petronila Sinisterra.
Una arrogancia entre sutil e inverosímil. Tal vez lo más cercano a un
prototipo de lo que sería el futuro. Habida cuenta de lo que somos,
ahora, sin querer serlo. Tanto más como que puede ser una vivencia,
como expresión de lo plana que es la vida, cuando no se tiene otro
referente que la azarosa perfidia latente. Pendiendo sobre cada quien.
Estereotipando lo que seremos. Lo que cuentan que dijo, en narrativa,
entre preciosista y absurda.
“…Andando el tiempo me encontré al otro lado de la vida. Todo había
pasado tan rápido que no me di cuenta cuando fue Lo cierto es que ya
vivo al otro lado. Algunas cosas me parecen repetidas. Una de ellas, la
nostalgia. Como que esta es vital, para el mismo hecho de estar vivo.
Una nostalgia parecida a esa otra cosa que es la tristeza. Aquí, en esta
otra versión, la vida está menos soportada en el albur. Por lo menos
eso es lo que percibo.
Hoy es un día cualquiera de un calendario que apenas estoy
procesando. Una mañana en la cual todos y todas corremos por calles
diferenciadas; una nomenclatura centrada en los colores. Está la calle
gris. Aquí están todos y todas aquellas y aquellos que antes fueron
notarios y notarias del tiempo. Aquellos y aquellas que le apostaron a
generar condiciones de vida, con esa estrechez de visión, tan propia
de los agentes laberínticos. Está la calle roja. En ella veo gendarmes
cada tres metros. Uniformados a la usanza del siglo XXI. Es decir, una
mezcla de azules variados y blancos en diferentes perfiles. Gritan y
reclaman orden, en medio de una prisa que satura. La calle rosada,
está habitada por los híbridos. Esos y esas que vinieron a dar acá, a
lomo de la invariancia. Como gemelos y gemelas en multiplicación
parecida a las setenta veces siete. La calle incolora es donde yo estoy.
Parece muy apropiada para las condiciones en las cuales llegué.
Recuerdo que, cuando hice el tránsito estaba atado a la entelequia; a
ese tipo de propuestas que tanto me cautivaron. Propuestas
indescifrables. Tanto que estuve siempre sin poder hilvanar una idea
en el contexto de la lógica que reivindiqué.
Es casi el mediodía y crecen las hordas. De tal manera lo hacen, que
no es posible medirlas. Ni en su enésimo término; mucho menos en la
configuración de parciales censales. Un mediodía sin sol. Más bien
una oscurana que obliga a prender las luces automáticas que cada
cual posee. Luces que permiten entrever los íconos básicos: la
perversión y la enhiesta figura del Gobernador. Está allá, en la plaza
adyacente al palacio. Habla con sus asesores y otorga visas para
marchar a cualquier lugar. Y todo depende de los oficios y las
profesiones. Y es que, aquí, todos y todas tenemos tatuado lo que
somos. Médicos y médicas especializados y especializadas en hacer
perder la memoria; a la manera de la siquiatría Lacaniana. Ingenieros
e ingenieras, cuyos referentes son las bitácoras para las máquinas que
vuelan a ras de tierra. Cenicientas que no pudieron ejercer libertad. En
su pasado fueron amas de casa, esclavas. Y transitaron a golpes,
obligadas por sus machos. Y, aquí, son preferidas por los aurigas del
todopoderoso. Y van y vienen. Esclavos que no encontramos libertad
antes y que, repetimos el mismo oficio aquí. Nos reportan como
ciudadanos de oficios varios. Claro está, menos el de liderar
revoluciones.
Cuando me acerqué a reclamar mi permiso, me reconocieron los
asesores. Y se lo transmitieron al Gobernador. Y este dispuso que
fuera devuelto a lo que antes era. Y volví. Y estoy aquí, sintiendo ese
dolor originado en ese estado de interdicción propio de quienes, como
yo, no servimos ni para lo uno ni para lo otro. Ni aquí ni allá. O lo que
es lo mismo: ni siquiera hacemos conciencia del significado de estar
5
vivos…”
No puedo negar que me impactó ese escrito, cuando lo leí por primera
vez. Y que, por lo mismo, marcó mi ruta, de por sí desesperada. No le
hice comentario alguno a Marianita. No valía la pena, dada su mirada
de ternura absoluta. Para qué importunarla con voces sin contexto.
Etéreas como las que más. Pero, a decirlo en preciso, conversaba con
ella. Pero pensaba en Francisca y su cervantina erudición. Como
lenguaje aprendido, para contar cosas con el mínimo posible de
palabras. Y, entonces, me sentía embelesado. Sin saber por qué y por
quien. Cierto es que hablaba sin mirar y sin sentir lo dicho. Como
cuando se asiste a una sesión con el ventrílocuo. Como transmitiendo
la felicidad del infeliz. Como retorciendo las cosas y su expresión.
Estando en estas, apareció Bartolomé. Con esa cara de corcho varado
en remolino. Entre saltimbanqui y perro rabioso. Al cinto, machete
relumbroso. Tal vez para impartir miedo; aun sabiendo que lo que él
conocía de mí era el ímpetu de mis acciones. Porque estuvo en La
Dorada, conmigo, cuando saqué en volandas a Patrocinio Sandoyá y
Benedicto Sastoque, cuando me atacaron a machete rula.
Y me levanté siempre presto. Le dije “vea Ojirrayados, a Marianita la
deja tranquila. Considere, por ejemplo, que yo soy su guardaespaldas
de oficio. Y que, como usted bien conoce, soy pendenciero de tiempo
completo. Ojalá no se le haya olvidado lo que pasó en el bar de
Margarita Soler el año pasado. Allá en La Dorada. O lo que le pasó
José Dolores Guzmán, cuando me atacó en el restaurante “Punto y
Coma”, en Florencia, estando usted de paso, hacia Mocoa, para
posesionarse como secretario del comisario Fermín Bocanegra.
Y es que estábamos poco menos un año del magnicidio más
conmovedor de nuestro país. Yo había leído su “Manifiesto acerca del
Socialismo de Estado”. Y, también, sus apuntes espléndidos en
relación con el sindicalismo y la defensa de los trabajadores. Fue, por
mucho tiempo, el único líder político al que le creí. Y por el cual,
siempre, arriesgué mi apoyo. En esos tiempos azarosos. Cuando ser
libre pensantes, como hoy, constituía insignia de malévolo vende
patria. Después, con el tiempo, conocí a otro de su envergadura. Son,
pues, Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliécer Gaitán epopéyicos luchadores
por las causas sociales y políticas justas. Aspirando construir mejor
país. Más humano. Más solidario.
Y lo que pasó en ese noviembre de 1914, motivó a Francisca. En esa
franja inmediata de tiempo, tejió interpretación de futuro, por allá en
1940. Aún conservo una copia de su escrito. Muy original, por cierto,
en el cual recrea personajes de novísima forma de actuar. En el
contexto de la Guerra Civil Española|. Relato en un imaginario
parecido al de María Cano. En cercanía con la pluma de Federico
García Lorca. En la encrucijada. En sucesivas heridas recibidas. Con
Cataluña como marco geográfico.
"…Y eso de que cada hijo trae el pan debajo del brazo, siempre me ha
parecido un juego de palabras. Por lo mismo, cuando Aracely me
preguntó qué opinaba de su sexto embarazo, le dije: si esa fue tu
decisión y la de Genaro, no hay nada más que hablar.
Y transcurrieron los días, y los meses y los años. Batasuna se
acostumbró a decir que lo de él era lo de ella y que, por lo tanto, él
pensaba que ella había asumido de la mejor manera su
responsabilidad.
Eran, por ese entonces, siete. Tres hijas y cuatro hijos. Y vivían. La
manera como se las arreglaron para la crianza, se remonta a la
situación vivida durante la Guerra Civil. Es decir, tratando de acceder a
las posibilidades que otorgaban las organizaciones obreras. Una
manera absolutamente libertaria; como quiera que las opciones
permitieran acceder al acompañamiento a las familias, con énfasis en
el cuidado integral de los niños y las niñas.
Pero mis dudas seguían. Y, ausculté todos los calendarios y las guías
para el tratamiento de las crisis. Y, seguía preguntando acerca del
significado que tiene la asunción de roles de padre y madre. Y, seguía
diciendo, eso de tener hijos e hijas, tiene que estar referido a valores
más estables. Algo así como una noción en la cual se involucran la
atención temprana la unción constante con la calidez.
Pero no hubo acercamiento entre él, ella y yo. Y las cosas siguieron
igual. Y cuando, en Hendaya, se supo que El General Franco y Adolfo
Hitler, no se encontraron, Batasuna asumió como suya la victoria.
Decía él, porque las fuerzas rebeldes, estaban en asedio e hicieron
abortar la reunión. Y que, en consecuencia, esta prueba validaba la
necesidad de poblar a España de nuevos y nuevas revolucionarios y
revolucionarias.
Y me quedé sin habla. Porque seguía sin entender esa manera tan
ortodoxa de asumir las orientaciones de la Tercera Internacional. Sin
embargo, Úrsula me hizo caer en cuenta que no se trataba de alguna
directriz política. Más bien se trataba de una posición cercana a la
manera en que Stalin asumía su rol. Ante todo, teniendo en
consideración su ignorancia en términos de los escenarios afectivos;
así como falló en su manejo del asunto de las nacionalidades.
Pero, el asunto, requería de mayor precisión conceptual. Y le dije a
Úrsula: me parece que es un problema relevante; pero debe ser
asumido entre nosotros y nosotras, de manera más creativa. Un tanto
como resolver la dicotomía entre la aplicación de los postulados éticos
de los socráticos y la propuesta kantiana, en términos de la relación
sujeto naturaleza.
…Precisamente cuando Úrsula iba a confrontarme, desperté. Justo, el
día que se iniciaba para mí, era un domingo de 1936…Y, sin saber por
qué (…como en la canción de Willy Colón), volví a recordar lo que la
abuela le dijo a mamá Leonilda; cierto día. De cualquiera de esos días
habidos. Como en tinieblas de Nibelungos echados a la mar de
siempre.
“…De una vez por todas vamos a arreglar ese problemita. No me vas,
ahora, a manejar como siempre lo has hecho. Ese cuentico de que
mamá no hay sino una. Es decir, siempre presente en cuanta vaina se
meten los hijos y las hijas, para ayudarlos a resolverlas, no va más
conmigo. Como se te ocurre tener otra hija, mujer. Ya son tres en
menos de cuatro años. No me creas tan pendeja, que te voy a aceptar
eso de que fue en un abrir y cerrar los ojos. Ni el bachillerato
terminaste. Y son tres papás diferentes. Y para acabar de ajustar bien
aprovechados. No les falta sino venirse a vivir aquí todos juntos.
Sinvergüenzas. Y, como si fuera poco llegan al colmo de decir que no
son celosos. Que aceptan a los otros, siempre y cuando les des
aquello, de vez en cuando.
En verdad Ifigenia no sé en qué pensás. Tu futuro está bien
embolatado. Y el de esas niñas, ni hablar. Cada vez que las miro me
dan ganas de llorar, A veces me viene la malparidez. Esa tristeza que
se instala en una. Y recuerdo lo de tu papá. Bueno para nada. Me dejó
ahí, preñada. Y se dio el ancho. No lo volví a ver ni en las curvas,
como dicen.
Y eso para no hablar de ese trabajito tan pinche que tengo. Me dicen
la lava pisos. Porque no se hacer más. Y ese asqueroso que tengo
como jefe. Ahí, todos los días, insistiéndome en que se lo dé. Dice
que soy mejor que dos de veinte. Me dedica esa canción “la veterana”
del Charrito Negro. Y eso que tiene la propia que llaman ahora.
Queriendo decir la que no es la moza. La legal. La de mostrar en
público. Quiere que yo sea una de tantas. De las que ejercen como
clandestinas. A pesar de lo feo y desgarbado, ha levantado algunas. A
lo bien, que dicen ahora. Como queriendo decir a pesar de todo.
Pero, volviendo al cuento de lo tuyo, no sé qué vamos a hacer. No nos
alcanza lo que gano. No sé por qué la vida nos presenta opciones tan
onerosas. Vías azarosas; con caminos escarpados. Y cada quien en
posición de no dar más. Es como si hubiéramos vivido en el pasado. Y
que ese tránsito hubiera estado cruzado por acciones perversas. Y
que, por lo tanto, la circularidad nos hiciera repetir vida. Pero ya en
condiciones en las cuales los costos espirituales y físicos dieran vida y
presencia al pago por las culpas pasadas. En verdad, siento que el
equilibrio entre felicidad y tristeza ha sido roto. Predomina, en
consecuencia, la angustia. El estar ahí sin horizonte distinto a la
precariedad. Y no es, lo mío un relato soportado en el resentimiento.
Es, más bien, asumir el derecho a sentirse así. Como perdedora. Con
una perspectiva enredada. Estas tres niñas ahí. En un cruce de
caminos que les depara hostilidad. O, por lo menos, un no futuro. Si
entendemos por éste la posibilidad del abrigo, del cariño y de
realizaciones que les permita ascender. Por lo menos en la escala de
lo mínimo posible.
Hoy es uno de esos días en los cuales, el sueño fue relativamente
reparador. Todavía están intactas las imágenes. Viéndome y
sintiéndome amada con pasión. Un hombre que me rodea con sus
brazos. Y que me posee como nunca otro lo ha hecho. Lo veo
recorriendo mi cuerpo. Ahí, explorando en zonas antes intocadas. O,
por lo menos, con esa delicadeza. Con esa dulzura. Susurrándome al
oído palabras excitantes. En una libertad anárquica. Aquí y allá.
Provocándome una explosión inédita.
Y saber que fue simplemente eso. Imágenes que se han ido
desmoronando. Que lo cierto son las horas que me esperan de trabajo.
Ese trabajo que me cansa de manera absoluta. No solo por el ejercicio
físico de la fregadera, sino, con mayor hostilidad, esas palabras
obscenas, ordinarias. De ese pérfido que me acosa. Aprovechándose
de su condición de dueño. De sujeto con poder económico. Siempre
he querido no verlo más. Se ha tornado, en mí, en una obsesión el
deseo de venganza. De matarlo ahí mismo. En ese espacio de
vituperio.
Y sigo ahí, como cenicienta mayor. Ya no con el recuerdo de la que
conocí en los cuentos leídos cuando hice mi primaria. Ya no la niña
que tuvo la opción de ser feliz, después de haber soportado el asedio y
las vulneraciones de sus hermanas. Soy cenicienta que no he
conocido ni conoceré la alegría… Solo ese sueño de aquel día.
Hasta cierto punto, ese diario de Francisca Caraballo, me ha
mantenido en vilo. Y, ahora que vuelvo, después de tantos años,
reivindico las condiciones en las que hice seguimiento de la
nomenclatura histórica de nuestro país. Decía, antes de entretenerme
con el texto descrito, las condiciones empeoraron, a medida en que
avanzaba el tiempo de los atizadores. De aquellos que conjugaron
verdades y mentiras. De aquellos que ordenaron dar muerte a Uribe
Uribe. Y que, posteriormente, lo hicieron en la cruenta intervención en
la huelga de los trabajadores bananeros en el Departamento del
Magdalena. Más allá, inclusive, de lo consignado en “La Hojarasca”.
Porque, el mío, fue un seguimiento que se cruza con lo sucedido
alrededor de la ignominiosa entrega de Panamá. Y con la vergonzosa
actuación de la dirigencia que tensionó hilos, en la perspectiva
reinventar continuamente, procedimientos y veleidades que hicieron
vigencia durante el tránsito político de aviesos manejadores de
condiciones y posibilidades. De esperanzas e ilusiones. Desde 1830
hasta 1865 y, desde ahí hasta 1886. Y, luego en esa finalización de
siglo y comienzo de otro. Cuando se concretaron en la manipulación
de conciencias y de hechos. Cuando esa conflagración de momentos
hacia la guerra y hacia el exterminio. Nada diferente a lo que se
cumple en esa nefasta década que va desde 1940 hasta 1950.
Incluyendo la muerte de Jorge Eliécer Gaitán.
La doncella esperó largo tiempo. Angelito llegó dos horas después. Le
dijo a la niñita que se había quedado dormido muy tarde en la noche-
madrugada. Que ansias locas tenía por verla. Y que su amor por ella,
era amor de finura plena. De lícita hechura. Profundo como es
profunda la entereza y la bondad precisa, diáfana. Y que, llegaba a
ella, en el alto vuelo que solo dan las palabras y el viento en
crecimiento.
Y la doncellita lo amó tanto, ese día. Se juntaron. Como fundidos
cuerpos buscándose en todo lo que los cuerpos tienen. Un aluvión
inmenso de ires y venires cruzados. Como quienes cruzan los dedos.
Un remolino envolvente. Y, esa doncellita susurraba palabrotas
transmitiendo deseos. Inmensos. Y más se sentía poseída. Y sus ojitos
color mango biche, derramaron tantas lágrimas de aliento y alegría;
que llenaron más piscinas que las que en Paipa había.
Entrelazados encontraron sus cuerpos. Cuando, por fin deshicieron el
encierro, policías y tunantes agazapados. Dos heridas de daga en sus
pechos. En el de ella, sus bellos pezones heridos, arrancados a la
fuerza. Lo de él, tirado ahí. Como músculo insípido y vejado. Dicen,
todos dicen, que la Zoraida lo hizo. Por puro amor a angelito. Y odio a
la doncellita.
Y, después de saberme muerto, volví a la pensadera en sueños. En
este sueño mío, ahora. Sueño definitivo. Pero mucho más punzante.
Mucho más ajeno a lo feliz que podría haber sido esta vida mía…Y me
perdí en laberinto parecido al que conoció Ariadna, cuando le trazó
coordenadas a su amado ingrato...En fin que mi muerte fue viniendo.
En ese sueño mío último, que hoy vivo y recuerdo. Rehaciendo
palabras mías. Que por ahí sueltas estaban. Y las engarcé como si en
el último aliento mío, estuvieran condensadas.
Episodio doce
Cuando nació, mi Ancízar, en ese tiempo. Como hecho pleno
Tal parece que ese día nací. Lo digo, porque lo percibo como
referente. Mi memoria, se desplaza hacia atrás. Por esa vía configuro
mi propio momento inaugural. Sombrío. Como si, desde ahí, estuviera
atado a un recorrido un tanto previsible. Por lo que, en ese día,
empecé a sentir el desasosiego propio de los que somos proyectados
hacia adelante; al garete. Es una forma de expresar el sentido que ha
tenido mi recorrido. Incierto, desde ahí. Desde ese primer momento.
Enfrentado al mundo con cierto vacío en mí proyecto. Lo digo, porque
empecé disociando las ideas. A contracorriente. Porque, casi todos y
todas, han empezado a vivir, asociando hechos, ideas, momentos,
ilusiones.
Lo mío, pues, fue otra cosa. Como si asumir la vida, hubiese tenido un
grado de dificultad mayor. Porque fue un instante de profunda
conmoción. Así lo viví. Instante soportado en las vivencias de mi
madre; o de mi padre. Nunca he descifrado esa disyuntiva. Un
acompañamiento conmigo mismo. Como si hubiese sido necesario
crear la duplicidad del yo. En el entendido de que debía ser así.
Porque, de otra manera, no sería posible acceder al mínimo necesario
para no claudicar allí mismo; sin haber iniciado el vuelo.
Creo que fue un viernes. Digo esto, a pesar de no haber intentado
nunca el juego elemental aritmético de retrotraer el calendario. Tal vez,
por miedo a encontrarme con un número que no satisficiese mi propia
versión. Así somos, a veces, quienes ejercemos una actitud ante lo
irreversible, guiados por el patrón metodológico de contar la historia de
lo que somos y hemos sido, muy parecido al de circunscribir sus vidas
a sucesiones de hechos. Como si, cada uno de esos hechos, ya
estuvieran codificados. Es una figura paliativa que nos induce a seguir
adelante, viviendo. Pero, a decir verdad, en el caso mío; sin haber
podido saldar la deuda con la historia. Esa que no puede ser recorrida,
ni entendida, por la vía de negarse a participar de una interpretación
más allá de la simple sociología del recuerdo.
En ese entonces, la ciudad estaba ahí. Expectante. Venía en
crecimiento. No sé si identificarlo como suma de hombres y mujeres.
No sé si identificarlo como sucesión de acontecimientos vinculados
con el tránsito complejo. De ideas y de circunstancias. De simples
reflejos de los acontecimientos. De la guerra de principios de siglo. De
la decantación de las normas, asociadas al dominio construido a partir
de un perfil ortodoxo. Perfil, al mismo tiempo religioso y político. Perfil
sin matices distintos a esos que ya estaban y que habían permanecido
desde 1810. Lo sentía como tósigo que ya había sentido. No sé si en
los sucesivos sueños que tuve desde el primer día. Y que, aún ahora,
se mantienen. Con modificaciones mínimas. Como eso de verme
inmerso en un territorio inmenso. Sin poder asir ninguna ruta. O, a
veces lo creo así, sin querer hacerlo.
Ya ahí, en esa casa situada en el barrio Chagualo. Barrio hospedante.
Típico de ese tiempo. Calles como simples trazos, sin ninguna
convocatoria lúdica. Entorno pétreo; sin las ilusiones que después
encontraría. Pero que, allí en ese día y en los que le sucedieron, no
alcancé a apropiarlo. A hacerlo mío, trascendiendo la actitud de infante
sin reconocimiento de las cosas y de los hechos, al interior de una
casa. En esta, los hermanos y las hermanas, no eran otra cosa que
figuras que percibía como sobrantes expresiones no identificadas.
Desde ahí. Desde ese momento, me percibí como sujeto enfermizo.
En ese tipo de tendencia compleja que compromete la lucidez; por
cuanto la ubica en una categoría conceptual alejada de los roles que
cada quien puede o quiere asumir.
No podría precisar lo que sentí el mismo día en que accedí al espectro
invariado de la casa. Si de esa en que nací. Escuchaba las voces. De
aquí y de allá. A decir verdad, no tengo claro, ahora, a distancia, si me
identifiqué con esas voces. Si eran para mí, asociadas a mi condición
de recién llegado. O si fueron voces vertidas al garete. Para quien
pudiera asirlas y entenderlas. Tengo la sensación de haber escuchado,
como ráfagas, los cantos. Desde la aldeana, hasta la pastora. Pero, al
mismo tiempo, tengo la sensación de haber escuchado las versiones
libres que se hacían de las historias de las Mil y una Noches. Pero,
también, esas leyendas que me hacían temblar. El Fantasma. Ese que
se sentaba en el tejado de las casas; una figura larguirucha. A la
espera de poder entrar a las casas, para excitar la risa en la víctima
elegida. Cosquilleo que no cesaba hasta que se producía la muerte,
entre los espasmos ocasionados por la imposibilidad para retomar la
respiración normal. O el Sombrerón. Sujeto regordete, con sombrero
alón y que transitaba por las calles a la espera de alguien a quien
engañar, por la vía de la palabra y desaparecer con él o con ella. O la
Patasola. Una expresión sin características físicas fijas, identificables.
O la Llorona. Mujer en búsqueda perenne del hijo que perdió. O las
sucesivas y variadas versiones de brujas. Habitantes de la noche. En
la calle, pendientes de cualquiera que se atreviese a desafiar la
soledad y la oscuridad. Siendo, esta última, su acompañante
permanente, su mundo; su fortaleza. Recuerdo, para este caso,
inclusive, que mi padre decía tener el antídoto o, al menos, la clave
para evitar que entraran a los cuartos. Se trataba de esparcir arroz en
la sala de la casa. De tal manera que ellas, precisamente por su
tendencia a antojarse de cualquier objeto, se detendrían a contarlos;
hasta que las sorprendía la luz del sol y se ocultarían de manera
inmediata. Su refugio, durante el día, era desconocido.
O el exterior. El mundo callejero. En la ciudad existían lugares que se
exhibían como referentes. Que la Plaza de Cisneros. Una especie de
central de abastos al menudeo. O el Hipódromo San Fernando.
Inclusive, este último, coincidía con el estadio; antes de la construcción
y puesta en funcionamiento del Atanasio Girardot. O la carrilera; o la
Estación del Ferrocarril. O El Pedrero, sitio adyacente a la plaza de
mercado. Sitio para el rebusque de promociones de tomates, plátanos,
cebolla, papas, legumbres, etc. O La Bayadera; territorio conocido
como lugar de aviesas costumbres. O el Barrio Antioquia; identificado
como otro sitio no recomendable. O El Bosque de la Independencia.
Sitio convocante. Allí estaban los mangos; las pomas; el lago; el
carrusel; la rueda de Chicago; el trencito con su túnel. O, ahí cerca, La
Curva del Bosque. Sitio al cual arribaban los bandidos: Pistocho y
Pacho Troneras; después de haber asaltado un banco. Allí bebían
ellos e invitaban a quien pasara. Todo hasta gastar hasta el último
centavo. O El Fundungo, Lovaina, Las Camelias. Reconocidos como
sitios, en veces, o como barrios, otras veces. De todas maneras, zonas
en las cuales se podían encontrar lo que se conocía como “casas de
citas”. Y se llamaban así, porque allí llegaban los hombres, adultos y
muchachos, buscando mujeres. Y allí esperaban estas para ofrecer su
cuerpo. Y allí estaban las barraganas que administraban. O los dueños
que atendían, sin ninguna intermediación, las solicitudes y designaban
a las muchachas; por riguroso turno.
O el Puente del Mico. Referente un tanto extraño. Nunca se supo
porque esa denominación. Solo, que por ahí atravesaban los rieles del
ferrocarril, sobre el río. O Moravia. Otra zona-barrio en donde se
encontraban bares y casas de citas. O el manicomio. Sitio destinado a
recepcionar y servir de reclusorio a los locos y las locas. El concepto
de enfermedades mentales, solo lo manejaban los médicos. Para
todos y todas las demás, eran simplemente eso: locos o locas.
Ubicado en “cuatrobocas”; barrio Aranjuez.
Pero, asimismo, barrios originarios. El Camellón; La Toma; Loreto; San
Diego; en la parte sur-oriental. Desde muy pequeño supe que allí nació
y creció mi madre. Su madre Sara y su padre Arturo. Hogar que fue
creciendo en residentes. Que la tía Nana; que la tía Fabiola; que los
tíos Carlos, Israel y Conrado. Que el trabajito del abuelo Arturo,
cuidador de fincas en lo que era la periferia: que la parte alta del barrio
El Poblado; que la parte aledaña a la carretera que conducía a
Envigado. Con el correr del tiempo, tengo memoria de ello, lo
visitábamos allá. Le llevábamos el almuerzo o la comida, o el
desayuno. Allí tumbábamos los mangos. Biches, preferiblemente. Allí
escuchábamos su rogativa para que no dañáramos lo que el
denominaba las bellotas. Arturo Gómez. Hombre nacido a finales del
siglo XIX. Tal vez conoció de cerca algunos eventos. Que la Guerra de
los Mil Días. Que a Salvita ascendiendo en el globo inflado con helio. Y
la tragedia de Salvita; que murió en ese intento. Arturo Gómez, tal vez,
conoció de la construcción del túnel de la quiebra. Y, tal vez, conoció
de la presencia del ingeniero Francisco Cisneros; de origen cubano.
Que dirigió la construcción de ese túnel y también la construcción del
puente colgante conocido como “Puente de Occidente”; sobre el Río
Cauca; entre Sopetrán y Santafé de Antioquia.
Pero estaban, también, los barrios Manrique, Aranjuez, Campo Valdés;
San Cayetano; Prado (situados al centro y nororiente. O Laureles,
Belén (con sus diferentes secciones); San Javier, Calasanz; Robledo.
Episodio trece
Episodio catorce
Ancízar en ese escenario de voces inciertas
…Y corrió la voz de que algo estaba sucediendo. Venía desde muy
atrás. El método había sido perfeccionado. Desde Núñez, el
trasgresor. El sujeto cambiante; según las circunstancias. Método
aplicado. Con ese mismo se justificó la Guerra de comienzos del siglo
XX. Método soportado en el manejo solapado de las verdades. O, a
decir verdad, las casi verdades. En recintos cerrados, a prueba de
filtraciones plenas. Solo el gota a gota. Para potenciar las
repercusiones. Se dice y se desdice, al mismo tiempo. Entonces, se
embauca y se extiende la sensación de que algo está pasando. Aquí y
allá.
Y, en verdad, algo estaba pasando. El militar todavía estaba ahí. Pero,
quienes lo adularon y lo felicitaron por su desprendido amor a la patria;
ya tejían otra red. Otra, porque, a pesar de ser la misma; era otro
tiempo. Estábamos en 1956. Y, ya, el ceremonial estaba en curso. Ya
estaban los contactos. Que si en España, en Benidorm. Que si en
Londres o en Washington. Que más daba. Siendo lo único cierto, el
programa. Primero se auspiciaría la presencia de una Junta Militar
politizada. Que si el General París. Que si ahora. Que si el plan
incluiría allanar el camino para que volvieran los de siempre. Liberales
y Conservadores, sus cúpulas. Las mismas que sembraban el odio
entre los de la periferia. Y que, una vez empezaba la barbarie, en
cualquiera de sus versiones periódicas, convocaban al buen sentido.
Al entendimiento. A la paz. No importaba si por fuera de ella quedaba
los más afectados. Los desarraigados y las desarraigadas. Los y las
caminantes, en travesía. Buscando refugio. Aquí y allá. Y, en ninguna
parte donde pasar la noche y ver amanecer el otro día.
Y se reunieron. Y acordaron. Usted y yo. Yo y usted. Primero usted,
después yo. Amarremos el pacto a doce o más años. Qué más da.
Primero usted, luego yo. Y todo volverá a empezar. Hagamos borrón y
abramos nueva cuenta. No importa lo de atrás. El perdón suyo, lo
avalo yo. El perdón mío, lo avala usted. Y así, saldamos cuentas, por
ahora.
Eso sí, quienes no regresen. Quienes no acepten lo que usted y yo
hacemos; están al margen de la ley. Y serán perseguidos y serán
matados y serán olvidados. Queda claro, entre nosotros, que hemos
sacrificado nuestro tiempo por este país. Y, por lo mismo merecemos
ser recompensados. Y qué mejor recompensa que primero usted y
después yo. Y después usted y luego yo.
Y, ahora lo entiendo, era eso lo que se estaba urdiendo. Era eso. Y los
periféricos, los sin nada, ahí; sin saber qué hacer ni para dónde coger.
Y se extendía la penuria. Y ya se había agotado el modelo de
sustitución de importaciones. Modelo económico restringido. En el cual
la variable más dinámica era crecer, sin crecer. Quedar flotando entre
los imperios; entre sus intereses y los nuestros (¿…nuestros?). Y,
entonces se acumuló capital. Para los terratenientes, para los
comerciantes, para la naciente burguesía bastarda. Sí; esa que
conoció de las libertades democráticas y de las reformas y de los
derechos y los deberes; como quien aprende a tocar piano por
correspondencia.
Ya, a esta altura de mi recorrido, estaba inmerso en ese ir y venir que
no se detiene. Hasta cierto punto ya mis giros y mis vivencias eran
cansinos. Como si, cada año repitiera lo del año anterior. Sólo había
momentos en los cuales escapaba a la realidad. Esos en los cuales le
daba al balón, en la calle. O, cuando coleccionaba láminas y las
pegaba en el folleto. El primero: héroes de la lucha libre. Luego, la
vuelta a Colombia. Y, a reclamar el folleto para anotar a los ganadores
de cada etapa. O, cuando salía, en familia a verlos entrar por lo que
denominábamos la autopista sur. Al lado del puente monumental
(llamado así, porque fue el primer puente en concreto, elevado; por
debajo del cual pasaban, a la vez, el río y la autopista). Al lado del
puente Guayaquil (construido con ladrillos y con una amalgama que
incluía sangre. Al menos eso decía la historia). Y, pegando el oído a la
amplificación que hacían algunas emisoras; avizorarlos a distancia.
Cuando subían a minas, después de haber pasado por Versalles y por
Santa Bárbara. Y, sentirlos más cerca aún, cuando ya estaba en
Caldas, en las “goteras” de Medellín.
Pero había más, sin saber cómo y porqué, accedí a la impudicia
religiosa. Ferviente adorador de imágenes. Sujeto que se laceraba,
pretendiendo asimilar las enseñanzas, por la vía más dolorosa posible.
Sanando el alma, se alcanza la virtud y se acumulan gracias para
poder llegar a dios. Y yo allí. Asumiendo el dicho: el que quiere llegar
al cielo, debe purgar sus miserias y nada mejor que vivir los dolores;
tratando de simular los que sufrió y vivió Jesús. Pretendiendo ser
ungido.
Ya, a esta altura del recorrido, Norela estaba en el pasado. No la vi
más; desde que, en la peregrinación a que estábamos sometidos y
sometidas; por no tener casa propia y por atrasos en el pago del
arrendamiento; nos trasladamos a otro barrio; para volver a empezar.
La cuarenta y seis entre la setenta y nueve y la ochenta, sector de
Manrique Central.
Episodio Quince
El umbral propuesto
Y ya, sin Norela. Y todavía sin que surtieran los efectos esperados, las
laceraciones. Lo entendí así, porque no levitaba. Porque no adquiría
cara de ángel. Porque seguía siendo el mismo sujeto niño; sin
perspectiva. Signado por la cruz y por las afugias. Sujeto niño que
desertó de la escuela y que fue vejado por ello. Sujeto niño que entró
en la etapa de los sin horizontes. Al menos de esos que siempre
escuché hablar a los adultos y adultas que hablaban por las emisoras
y que escribían en las primeras páginas de El Colombiano y El Correo.
Yo leía: Horizonte: sinónimo de futuro o de lejanas aspiraciones.
Entré, pues, en la dinámica soportada en el vacío de la
desescolarización. Con extravíos. Con los imperativos y las
imprecaciones, ahí. En la casa. A pesar de que el grupo seguía cosido
con hilos endebles; sin ese cruce de caminos que recrea algunos
entornos familiares. Con una solidaridad formal entre nosotros y
nosotras. Ellas, la hermanas, ahí. Una ensimismada en sus procesos
internos. Las otras dos, ansiando ser matrimoniadas, lo más pronto
posible. Para ausentarse de ese territorio inhóspito, auspiciado por el
padre y por el hermano mayor. Una de ellas, desertando, hacia otro
territorio de familia. Por la vía de la abuela y la tía paternas. Abuela ya
reducida a la silla de ruedas, casi sin ruedas. Más como silla estática.
Ya aparecía un punto de comparación. O, mejor sería decir: un sujeto
de comparación. Porque el otro hermano mantuvo su escolarización y
avanzaba. Terminó primaria y enfrentó el reto del bachillerato. Y yo,
ahí. Sin darme por entendido. Pretendiendo una tangente asociada a
las angustias que me erosionaban. Que viajaban conmigo a todas
partes. Hijo menor que ya, desde ese entonces, alucinaba. Creando
espacios y personajes enfermizos. Ese yo ahí. Aparentemente un
holgazán niño. Un sujeto en la quietud que suponían quienes me veían
deambular; por la casa. O por el barrio. O por la ciudad. Porque ya
empezaba a acceder a ella. Ya viajaba solo a lo que denominábamos
el centro de la ciudad. A la Plaza Cisneros; a la feria de ganados; al
lado del padre. Sujeto niño holgazán. Que viajaba al occidente, al lado
del padre. A Sopetrán, San Jerónimo, Santafé de Antioquia; Liborina.
Pero, también a Rionegro y a Fredonia. Siempre al lado del padre.
Ya estaba, desde entonces, con una predisposición a ser marcado, de
por vida, por hechos y situaciones que fueran adversas. De una u otra
manera. Por ejemplo, como cuando ansiaba la soledad, pero huía de
ella. O como, cuando sufría el azote de los sueños en los cuales era
víctima o victimario. O como, cuando escuchaba el estruendo de los
truenos en una tormenta eléctrica. Pero, más aún, por no hallar
explicación ninguna. O porque me enseñaron a asociarlos con el
exterminio a que seríamos sometidos los pecadores. Y allí, en esta
categoría, estaba situado yo. Por no ir a la escuela; por andar la calle.
En fin, por todo o por casi todo. Porque, a decir verdad, me sentía
bueno para nada. Y no es que, ahora, esté exagerando esa angustia.
Simplemente, los hechos, están ahí. Estuvieron ahí. Los viví y sufrí yo.
Siendo niño, entre perverso y santo. Solo que la santidad me
abandonó, en proporción directa a mi incapacidad para ascender, para
levitar; para volar al lado de dios.
Y pasaban los días. Ya estaba el primer sujeto del compromiso, en el
poder. Ya empezaba la feria de las mudanzas. De los intercambios.
Aquí y allá. Empezaba a concretarse el pacto ignominioso. Pacto
construido a partir de la sangre derramada por los súbditos
martirizados. Pacto suscrito, vulnerando la existencia de otras
opciones; asfixiándolas. No podían nacer; ni crecer; ni mucho menos
expresarse.
Tal vez ya lo había dicho. Pero sentí la necesidad de volverlo a
expresar. Aquí; ahora. Estando en ese tránsito; sintiendo flotar en el
ambiente la perversidad. Porque el Pacto se impuso. Ellos lo
impusieron. Los jerarcas de los Partidos Liberal y Conservador. Ellos
que auspiciaron, y lo siguen haciendo aún hoy, la muerte de toda
esperanza; como quiera que esperanza es vivir; y caminar; y trabajar
en la ciudad; y arar la tierra; y reír; y soñar. Ellos que promovieron las
muertes físicas masivas. Y que promovieron la extirpación de las
ilusiones. Y que, por esto mismo, han lobotomizado los espíritus. Al
menos, han cortado el vuelo. Por lo tanto, convocan al olvido. A creer
que no pasó nada. Que los muertos y las muertas son solo
invenciones de los enemigos de la patria.
Entonces yo seguía el tránsito. Tratando de entender el modelo
impuesto. El problema era que no tenía ni medios; ni conocimientos; ni
donde hallarlos. Porque mi vida era eso: una predisposición a seguir
ahí. Mientras tanto el grupo familiar se desintegraba. Mejor sería decir
que venía fragmentado desde el primer día en que se hizo cuerpo
visible. Ese grupo familiar vigente desde antes de mi nacimiento. Pero
que adquirió, para mí, presencia con el correr de los años; de mis
años. Ya, entonces, Chagualo y Fundungo fueron mi entorno. Pero yo
no accedía a el. Simplemente, ahí en la casita o en las casitas. Ya la
madre era esclava. Se hizo así, a partir de mis miradas y del proceso
construido en este país envuelto en miserias. Miserias intelectuales.
Miserias políticas. Pero, a la vez, país de violentos y de violentados.
De violentos que conducían con rumbo definido por ellos. Violentos
que agredían aquí y allá. Violentos que protagonizaban ejercicios
aparentemente diferenciados; pero que eran lo mismo.
Y ya, aquí en esta dimensión. En este rol protagónico de mí mismo;
seguía el curso, mi curso. Ya en la calle. Ya en la casita. O ya en los
sueños en los cuales me mimetizaba, para impedir ser visto desde
afuera; tratando de impedir el cuestionamiento y la comparación.
Sujeto niño sin posibilidad de acceder a cualquier cosa. Seguía siendo
el desertor de la escolaridad. Desertor, más no herético. Porque el
origen de esa deserción, la motivación de la misma, no estaban
anclados en una opción de vida diferente. Y no tenía por qué serlo.
Porque no tenía opciones alternativas. Simplemente ahí. Donde la
abuela materna, los domingos. Si donde Sara y donde Arturo Gómez.
Una vida al garete. Incluso con tendencias y manifestaciones
perversas; vistas con una óptica moralista. Sujeto niño ahí; sin nada
entre las manos.
Y, entre tanto, la ciudad crecía y el país también. Ya la ciudad no era la
misma que conocí o que imaginé. Ya los barrios en las pendientes
estaban en pleno desarrollo. Ya apareció Castilla Y Pedregal y Alfonso
López. Ya, hacia el sur, se extendían híbridos. Ya con fastuosas
viviendas ya con casitas en las cuales habitaban los habitantes
originarios de El Poblado. Ya Bello y Copacabana, al norte, se
integraban; en un concepto de territorio mucho más vasto. No sé si,
desde ese primero momento, se asumían los conceptos de zonas
metropolitanas. Pero también, al sur, se acercaba Itagüí y, aunque de
manera más lenta, Envigado.
Lo que contaba, para mí, era la sensación de estar inmerso en un
proceso no pensado; no entendido. Pero estaba ahí. Como proceso
envolvente. Porque, la perspectiva de ciudad moderna, actuaba
independientemente de mi participación. O de la participación de los
otros y las otras. No sé, en fin, de cuentas, si ya estaba presente, en
ese crecimiento urbano, una opción como la planteada por Manuel
Castells. No sé, si en el caso de los y las ciudadanas en mi ciudad y en
las otras ciudades. No sé si la presión, a partir de los desplazamientos
masivos, sobre la ciudad y, por lo mismo, en la exigencia d vivienda y
de servicios básicos; ya tenían o no expresión en términos de
exigencias organizadas. Volviendo a lo de Castells, no sé si alguien, en
nuestro país tuviera, en ese entonces, posiciones como: “…Cuando se
habla de problemas urbanos nos referimos más bien, tanto en las
ciencias sociales como en el lenguaje común a toda una serie de actos
y de situaciones de la vida cotidiana cuyo desarrollo y características
dependen estrechamente de la organización social general.
Efectivamente, a un primer nivel se trata de las condiciones de
vivienda de la población, el acceso a las guarderías, jardines, zonas
deportivas, centros culturales, etc.; en una gama de problemas que
van desde las condiciones de seguridad en los edificios (en los que se
producen, cada vez con mayor frecuencia accidentes mortales
colectivos) hasta el contenido de las actividades culturales de los
6
centros de jóvenes reproductores de la ideología dominante…”
En verdad dudo que se hubiera desarrollado una opción de vida
urbana, así en esas condiciones. Lo que este sujeto niño perverso
entendía, no iba más allá del discernimiento de quien no tenía ni
siquiera, a su disposición las posibilidades que otorga la escuela. Más
aún, reconociendo que, cuando hablo de escuela, estoy hablando de lo
básico. En una estructura escolar-académica en donde el lugar para la
profundización no existía. No iba más allá, como lo expresé arriba de
aglutinar una serie de saberes, cruzados por la textura tradicional
religiosa, particularmente la católica.
Estaba, pues, situado en un reconocimiento del entorno inmediato y
mediato. Reconocimiento que no iba más allá de encontrar espacios
para una lúdica restringida. Porque, ¿qué lúdica podría haber, en mi
escenario de niño condicionado por mis propias actitudes y que
originaron y mantuvieron una posición hostil de los otros integrantes
del grupo familiar; particularmente de la madre y el padre. Porque, a la
vez, crecían las posibilidades y justificaciones para profundizar en
torno al cuadro comparativo con mi hermano, el escolarizado, que
seguía avanzando.
Entonces, una noción de ciudad y de país y de mí mismo y de los
demás; que comprometía las fijaciones que había venido
construyendo. Ya lo dije, visiones enfermizas; sueños acechantes.
Expresiones en las cuales las imágenes recorrían mis espacios.
Imágenes que recorrían mi cuerpo y que ocasionaban estigmas más
lacerantes que las posturas religiosas asumidas por mí antes.
Imágenes que vertían opciones y que me convocaban a asumirlas.
Opciones como latigazos. Opciones que conminaban a no existir más.
Opciones que me proponían huir de la casita y abordar el camino del
transeúnte sin referentes. Como si me propusieran jugarme la vida en
el amplio espectro que permite la inmensidad de la ciudad. Ir ahí, a
cualquier sitio sin ningún nexo con los hermanos, las hermanas, el
padre, la madre, las abuelas… En fín imágenes que se erigían como
mandantes sombríos y que me colocaban en posiciones de profunda
angustia. En extravíos que yo no estaba en capacidad de asumir.
Porque lo mío era una angustia sobre otra. La mía propia y la
heredada de esos sueños absolutamente onerosos.
Y era el año que marcaba el inicio de otra década. Quien lo hubiera
creído, ya había vivido casi dieciséis años. No era sujeto hábil para
realizar inventarios de vida. Sin embargo, estaba ahí en la posición de
niño-adolescente que había accedido, otra vez, a la escolaridad en
nombre de la necesidad de reconciliación. Más, nunca, en términos de
avanzar en el conocimiento. Vale la pena aclarar, ahora, que había
innovado en lo que respecta a la justificación para desertar. Una figura,
parecida a las imágenes que me atormentan en mis sueños,
exhibiendo una postura y una voz que me reta. Algo así como
entender la posición como cuestionamiento a la autoridad. ¿Pero sería
cierto eso? ¿De cuándo acá había adquirido algún criterio elaborado?
Aún ahora no me lo creo. Yo no era, en ese tiempo sujeto de
elaboraciones. Era, por el contrario, un bandido que se azuzaba así
mismo; vertiendo palabras. Sin poder construir una o dos frases con
sentido. Solo, en esos sueños tormentosos, venían a mí
interpretaciones de lo cotidiano; de esa exterioridad que no percibía
sino en la vigilia del día a día.
Así fue, por ejemplo, como accedí a entender todo lo relacionado con
la continuación del exterminio. Veía, a ráfagas, lo sucedido con
quienes no accedieron al pacto bochornoso. A ese pacto entre los
mismos. Pacto que avasallaba a la democracia. Convertía en delito el
solo hecho de aspirar a una alternativa diferente. Y, sin saberlo, iba
profundizando, todas las noches. Veía a los campesinos y campesinas.
Niños y niñas. En las travesías. Solo ahora, después de haber leído al
maestro Alfredo Molano, en su trilogía “Siguiendo el corte”, “Aguas
arriba” y “Selva adentro”, he podido descifrar esos mensajes de mis
sueños. He podido dilucidar el significado de esas imágenes. Los sin
tierra; los desarrapados; tratando de arrancarle aliento a la vida. Como
si esta estuviera flotando ahí. Y ellos y ellas, tratando de asirla.
Mientras tanto los aviones y la tropa de los jerarcas. Apuntándoles.
Matándolos. Y los gritos de rabia y las lágrimas y la ternura invitando a
resistir. Y los jerarcas riendo en las ciudades. Invitándonos a
reconocerlos como voceros válidos. Como convocantes ciertos a la
paz. Y, nosotros, en las ciudades sin arriesgar nada. Solo
consumiendo los discursos ampulosos. Y llegó el segundo de la lista.
El hijo del poeta. El mismo de la sagrada ciudad blanca. Impoluto. Hijo
de poeta que no sabe nada de la vida de los y las demás. Que
mantuvo la línea de acción. Con los chafarotes a la ofensiva.
Limpiando el campo. Siendo, esa limpieza, un concepto asociado a la
matanza. Generalizada y selectiva. E inundaban los campos de
panfletos. Convocando a la rendición. Expresando que los bandidos
eran quienes reclamaban justicia. Bandidos eran quienes no se
dejaban acribillar y respondían a los vejámenes, con la fuerza de la
dignidad y, porque no, con las armas que habían logrado salvar. Y los
niños ahí. Y las niñas también. Muriendo ellos y ellas. Y sus madres. Y
sus padres…y todos y todas.
Y llegó otra vez el enamoramiento. Ahora estaban allí Rosita y
Gudiela. Dos niñas. Y les hablaba. Una a una. Como macho
subrepticio. Pero, profundamente, apegado a esos íconos. Me
disipaban las angustias y los tormentos. Las esperaba a la salida de la
escuela. Yo corría raudo, al salir de mi jornada. Y el Bosque de la
Independencia lo atravesaba como flecha veloz. Y llegaba y Rosita ahí
y Gudiela también. Un día con una y al otro día con la otra. Y ellas
accedían. No sé por qué. Tal vez porque era adolescente alucinado.
Con toda la carga emocional de los sueños. Me fui volviendo taciturno;
de mirada profunda y triste. Tal vez por eso Rosita, la más cercana, la
más tierna y la más conmovida; me acogió. También me acogió su
madre. Y Miguel, su hermano. Con él profundicé en amistad.
Y Rosita me acompañaba. Aún en mis sueños. Porque la veía, al lado
de las imágenes tormentosas. Porque con ella hablaba. Y ella decía
“no sufras tanto patico”. Y, esa expresión me transportaba al universo
en el que he pensado. Lejos, muy lejos. Yo no sabía nada acerca de
los años luz, como ahora. Pero si imaginaba una distancia absoluta.
Allí quería estar solo. Pero tenía miedo a la soledad. Por eso, le conté
a Rosita. Y, con ella, si quería viajar.
Y Gudiela ahí. Tal vez más bella que Rosita. Pero más distante. Más
fría. Me daba miedo esa actitud. Hablar con ella no suponía, como con
Rosita, disipar la tristeza y la angustia. Pero me hacía falta hablarle.
Algo, en mí, decía que ella me entendía. Que estaba conmigo. Pero no
lo expresaba. Al contrario de la madre de Rosita, la madre de Gudiela
nunca me aceptó. Me consideraba demasiado feo para su niña, tan
linda; tan perseguida. “Y ella, con ese personaje tan feo”. Esto me lo
contaba Gudiela. Y lloraba al decirlo. Me amaba, pero sufría con las
expresiones de su madre.
Y así estuve mucho tiempo. Con ellas. Hasta que, un día cualquiera,
se fue Gudiela. Su familia se trasladó hacia Envigado. Y yo quedé ahí.
Me dejó una nota con Miguel, el hermano de Rosita. Notica que
conservé mucho tiempo. La llevaba siempre conmigo: “Patico, me
tengo que ir. Sé que no volveré a verte. Mi familia no te quiere; pero yo
sí. No puedo hacer nada, porque no soy libre. Adiós”.
Y, en verdad, no la volví a ver. Seguí ahí, con Rosita. Con mi Rosita.
Crecíamos los dos. Éramos cómplices en todo. Caminar, desde la
escuela, hasta el barrio fue una experiencia inolvidable. Ella y yo, de la
mano. Conocí que sus amigas, también se burlaban de mi feura. Pero
ella, incólume. Conmigo, en contravía de su entorno, de sus amigas.
Y se repetían los sueños. Y ella, mi Rosita estaba ahí. Al lado de las
imágenes que me atormentaban. “No sufras patico”, me decía. En
sueños y en el día. Y nos veíamos los fines de semana; como si no
hubiéramos hablado todos los días, al salir de la escuela.
Episodio dieciséis
Eso, en mí, de verlo y sentirlo como sujeto volátil
Y la década corría veloz. Mi escolaridad seguía en veremos. Muy
intermitente, casi nula. Y, Rosita, se volvió recuerdo. Como con Norela,
no la volví a ver, después de que se produjo otra etapa del peregrinar.
Y fuimos a dar a la carrera 46, entre las calles 77 y 78. Y fue
creciendo, otra vez, mi deseo de ser un asceta. Fui recibido en la
parroquia El Calvario, entre Prado, Campo Valdés. Volví a mis
andanzas; a mis ayunos y a mis excoriaciones producidas por mí
mismo. Y el grupo familiar se había ido desmantelando. Ya no estaba
el hermano mayor. Tampoco dos de las hermanas. Se habían
matrimoniado, huyendo de la casita inhóspita.
Y, estando en esas; de las excoriaciones provocadas y en los ayunos,
conocí al padre Daniel. Exégeta, pero demócrata. Había logrado
construir y posicionar grupos de acción, dentro de los jóvenes
cercanos al ideario católico. A través de él llegamos, muchos, a la
J.O.C (Juventud Obrera Católica). Y conocimos, desde allí, las huelgas
y a quienes las promovían, no como proceso continuo y/o
programático y político; sino como respuesta a los atropellos de los
patronos. Yo, en ese entonces, ya trabaja. Alternaba mi actividad
laboral, periódica e intermitente, con la escolaridad. Y caminábamos
las calles solicitando ayuda para los huelguistas. Recaudábamos
alimentos y algún dinero. Participábamos en las reuniones con ellos,
con los trabajadores.
Cuando no había huelgas, nos reuníamos todos los sábados, en la
sala de reuniones de la casa cural. Y leíamos los evangelios. Y los
comentábamos. Y trazábamos tareas. Íbamos a los hospitales, a visitar
a los enfermos y las enfermas sin familia. E intercambiábamos textos.
Por esa vía conocí a Ortega Y Gasset; y a Alberto Moravia; y a Sartre;
y a Camus; y a Kant; y A Hegel; y a Hobbes; y a Rousseau; y a
Homero; y a Sócrates. Fuimos tejiendo la red de los rebeldes. De los
que aprendimos, en las huelgas, el sufrimiento profundo en las
ciudades. Y fuimos relacionando esto con la tragedia de nuestro país,
tragedia de los nómadas forzados; los de las travesías; los
bombardeados; los fusilados y decapitados. De los niños y las niñas
muertas y muertos, al lado de sus madres y de sus padres.
Y, allí, en esos ejercicios bravíos; heréticos, se empezó a desenvolver
la actuación como proceso. Como continuidad. Porque accedí a otros y
a otras. Porque ya me arriesgué a ir a la universidad, sin matrícula.
Solo por ver y palpar el conocimiento. Y lo social fue mi alternativa. Y
decanté lo hablado, lo escuchado, lo leído. Y, por esa vía, conocí de
Camilo Torres Restrepo. Todo porque el sacerdote Vicente Mejía,
comprometido en una lucha acompañando a los desarrapados del
basurero. Hoy los llaman recicladores. Y Vicente convocó a Camilo, un
día cualquiera de octubre. Y estuvimos con él. Y, al poco tiempo, ya
estaba yo en la perspectiva de equilibrar mi religiosidad con la acción
de riesgo. Con la propagación del ideario desprendido de la lucha de
clases. Empecé a reconocer, en todos los entornos, los objetivos
fundamentales por los cuales luchar. Y se hizo gigante y hermosa la
espiritualidad; esa tendencia que había estado ahí y que fue resortada
y voló a todos los lugares. Empecé a vivir, ya no en sueños, la realidad
y a asumirla. Profundamente triste y conmocionado. Y volví a alucinar.
Me veía en el universo absoluto cabalgando en las nubes y en el polvo
cósmico. Iba y regresaba. De aquí hasta allá
Estos cantos me estremecen. Porque grafican lo acontecido conmigo.
Porque, en el día a día, sentía morir por todos y por todas. Suplantar a
quien estuviera sufriendo. Para sufrir yo, en su reemplazo. Empezó el
delirio, el frenesí. Esa ambición de terminar ya con la dominación
impuesta a sangre y fuego. Terminar con el hijo del poeta y con quien
lo siguió; el otro Lleras. Porque el pacto entre los perdularios seguía
vivo. Como viva seguía la acechanza a los trasgresores y trasgresoras
del orden establecido. Ya habían aniquilado a cientos de miles. Fue la
década de la infamia. La muerte de Camilo; la muerte de Ernesto
Guevara; las muertes de todos y todas. Soñadores y soñadoras;
intérpretes de la lucha diaria. Aquí, en esta ciudad que seguía
creciendo. Ya estaba Andalucía y los barrios Popular 1 y 2. Y había
crecido Aranjuez. Ya estaba el barrio obrero, Campoamor; y había
crecido San José la Cima; y Santo Domingo y apareció Guadalupe y
Loreto se extendió hacia el oriente; y Villa Hermosa se fragmentó. Y
sus aristas crecieron. Y se construyó la ciudad universitaria, para
agrupar las facultades que estaban diseminadas. Y se hizo visible, otra
vez, el movimiento estudiantil Ya había demostrado su poder en los
enfrentamientos en Estudios Generales, sección de la Universidad de
Antioquia. Y creció la lucha por vivienda digna y por un servicio de
transporte eficiente y masivo. Es decir, ahora si se estaba dando lo que
preconizaba Castells. Era otra ciudad, sin lugar a dudas. Éramos otros
y otras.
Y, cualquier día, recordé a Rosita. Porque la vi, allá. En una batalla
callejera, izando la bandera de la esperanza. La vi y me vio. Con ella
estaba Jesús, conocido dirigente estudiantil. Ella era de él. Y, por esto,
volví a alucinar. Volví a la tristeza que rondaba por ahí; como
manifestación latente. Como figura dispuesta a aparecer al menor
descuido.
Y volvieron los sueños tormentosos. Y veía a Rosita llamándome ¡ven
patico ¡. Y me negué a seguir viviendo. Y desperté. Y navegué,
deambulé por todos los espacios conocidos. Y no estaba en
condiciones de ir al tropel. Porque ella, mi Rosita, me hizo acordar de
lo tanto que he transitado. Porque ella, sin mí; sin su patico, construyó
futuro; arriesgando tanto o más que yo. Y volví a la religiosidad
enfermiza. Volvieron los ayunos y las laceraciones.
Episodio diecisiete
Su dolencia infinita
Por fin terminó la crisis. Volví a realizar acciones. En veces, en los
barrios. Otras en las huelgas y en las fábricas. Había retomado el
proceso. Ya estábamos en 1968. Y supe del Mayo Francés. Y supe de
Daniel el Rojo, en Alemania. Y supe de la masacre en la Plaza
Tlatelolco, en ciudad Méjico, en plena realización de los Juegos
Olímpicos. E interpreté el proyecto político de la tercera cuota del
Pacto. Y analicé su propuesta de modernizar el Estado, a partir de un
concepto de eficiencia coherente con el concepto de desarrollo
capitalista periférico. Y conocí de su propuesta de Pacto Andino;
esbozo de mercado común regional. Y recorrí mil caminos, en esa
ciudad que seguía creciendo. Y se fue borrando el recuerdo de Rosita.
Y recordé que no había sido tocado, en su momento, por la Revolución
Cubana. Y, en ejercicio retrovisor, volví a 1959; cuando era lo que ya
conté que era. Pero, intentando descifrar una imagen en uno de mis
sueños. Imagen de contrastes. Porque, a veces, veía seres jubilosos,
posicionados de un territorio que no supe ni pude identificar. Pero, al
mismo tiempo, seres en travesía; sufriendo los rigores de los
bombardeos. Este último territorio si me era familiar; pues lo había
visto desde siempre. Que Tolima, Huila, Sumapaz; Territorios
Nacionales;
Y, así, fui desenvolviendo el ovillo, similar al nudo de Ariadna. Y
reconocí, en esos contextos enunciados, la posición alusiva al
desarrollo capitalista tardío. Como el nuestro. Ya no era, simplemente,
el modelo de sustitución de importaciones. Ya era, todo un modelo de
amplio espectro. Pero no autónomo. Simplemente vinculado a las
condiciones que imponía el Imperio. Fue, entonces, cuando conocí las
propuestas puntuales de Joaquín Vallejo Arbeláez, a la sazón ministro
en el gobierno de la tercera cuota del pacto (Carlos Lleras Restrepo). Y
leí, ávidamente, todo el texto sustentatorio de El Pacto Andino. Y lo
cotejé con las propuestas de la CEPAL (Comisión económica para
América Latina). Y encontré las coincidencias. Algo así como un
proyecto en el cual cabían las opciones políticas y económicas, por la
vía de entender una forma de la división del trabajo. Obviamente a
países como el nuestro, como Venezuela, como Ecuador, como
Argentina, Brasil, etc., nos correspondía la parte de lo accesorio. No
podíamos acceder a la tecnología necesaria para implementar un
proyecto de industria pesada. Solo lo periférico; y eso sí, con
limitaciones.
Y, a partir de ahí fue que conocí la teoría del desarrollo desigual y
combinado; lo cual no es otra cosa que la implementación de los
modelos precarios, súbditos. Y, por esa misma vía, conocí la teoría de
Celso Furtado, expresando la opción clásica del desarrollismo
económico. Y conocí, además, las teorías de Samir Amín (en la misma
perspectiva del modelo de desarrollo desigual y combinado). Y, de
manera apenas obvia, profundicé los textos económicos de Marx, y de
Rosa Luxemburgo. Y leí el texto económico de Lenin “El desarrollo del
capitalismo en Rusia”. Y conocí las teorías de partido de Lenin, en
lucha en contra de las postulaciones socialdemócratas en Rusia (Los
Mencheviques) y en Alemania (Rosa Luxemburgo). Y, muy
posteriormente, conocí la teoría del Programa de Transición de León
Trotsky. Y entendí que yo no había tenido el libreto completo; pero esto
fue culpa mía y solo mía. Cuando leí las obras de Mao y su descripción
de la Gran Marcha, antecedente de la Revolución China, me embelesé
con su visión de Frente Patriótico.
Todo lo anterior, en paralelo a mi militancia partidista. Asumiendo
opciones de riesgo. Ya, en mí, no contaban tanto las realizaciones
inconexas en la ciudad. Ya yo estaba del lado de un proceso y de una
posición programática para acceder al poder, por la vía armada. Y, aún
hoy, no me arrepiento de ello. Y, seguí en los barrios; difundiendo la
doctrina. Y seguí en las huelgas, haciendo lo mismo. Todo, en una
perspectiva no de filantropía. Fue el tiempo en que conocí la
Declaración de la Habana. El nuevo curso de las revoluciones en
América Latina, propuesto por el Partido Comunista en Cuba. Texto de
inmenso contenido teórico y práctico.
Y, en los barrios, hice mi carrera política fundamental. Estuve
trabajando de manera grupal. Con amigos y amigas coincidentes
conmigo. Pero también con personas que no compartían mis opciones.
Pero, ahí, estuve con ellos y ellas. E hice alfabetización de niños, niñas
y adultos (as); teniendo como guía los escritos pedagógicos de José
Martí (fundamentalmente “El Siglo de oro”); pero también trabajé con la
teoría de Paulo Freyre. Y conocí, derivado de allí, el modelo de
investigación-acción. Instrumento metodológico básico, para realizar
todo un trabajo de interpretación sociológica del desarrollo urbano y
rural. Y, lo que es fundamental, de las tendencias políticas,
económicas y culturales; de tal manera que se pudieran construir
opciones de intervención revolucionarias. Y, en ese contexto,
investigamos acerca de la vivienda urbana y acerca del modelo
gubernamental a través del ICT. Y conocí de cerca, a partir de ese
modelo de investigación, el significado del desplazamiento campo
ciudad. Y, arriesgué mi propia teoría, en el sentido de entender como
migraciones ese proceso de desplazamiento y, además, hablé acerca
de identificar la diversidad cultural que se estaba asentando en las
ciudades, particularmente en la que vivía. Y, por esta vía, propuse la
realización de eventos globales, que convocaran, a nivel local y
nacional, a quienes, desde diferentes perspectivas y opciones,
trabajaban como nosotros y nosotras, en los barrios. Y lo hicimos.
Primero en mi ciudad. Y surgió el COBAPO (Comité de barrios
populares). Y movilizamos miles de miles de personas, alrededor de
problemas como los asociados a los servicios público; la vivienda; el
transporte; la cultura; los hogares infantiles.
Pero, también, propuse una interpretación acerca del nexo del barrio
con las luchas obreras. Particularmente en torno a las familias de los
huelguistas. Y fue por esa expresión que se concretó uno de los
eventos de masas más plenos, en términos de la relación lucha
obrera-lucha barrial. Fue en el Barrio Campoamor, cerca de Guayabal,
en el camino hacia Itagüí.
Pero había un gran vacío en mí. Por más amplia y apasionada que
fuera mí actividad; seguía en esa soledad interna. Los sueños me
seguían atormentado. Identifiqué mi esquizofrenia. Estaba partido. De
un lado, una individualidad y una internalidad, profundamente
afectadas. Sin sosiego. Aquí y allá, busca salidas, sin encontrarlas. De
otro lado mi profundo convencimiento de la necesidad de
revolucionarizar la vida política, económica y cultural del país. Y eso
tenía que hacerse efectivo con el combate directo, armado. Por eso yo
definí la teoría que habla de lograr en la ciudad un apoyo absoluto;
para articularlo con la lucha armada en el campo. Inclusive alcancé a
plantear una figura de guerrilla urbana, como la propuesta y realizada
por Carlos Mariguella en Brasil. Y es que ya había leído algunos
escritos de José Carlos Mariátegui, el esplendoroso líder y teórico
ecuatoriano. Y es que ya había leído a los nihilistas rusos y había
conocido la teoría de Bakunin en Rusia. Empecé a navegar entre la
opción guerra de guerrillas y la teoría de la insurrección, tan cerca al
trotskismo.
Y vuelvo, entonces, al momento en que descifré mi esquizofrenia. Y
ahí estaba yo, partido. Mi interioridad seguía deteriorándose. Esos
eternos sueños conmigo. Y empecé a buscar alternativas para
alcanzar el equilibrio necesario; sin lograrlo. Me acerqué a la tesis
freudiana del malestar espiritual, individual; por la vía de leer “El
malestar en la cultura”. Pero, también leí, en esa perspectiva, las
interpretaciones de sociedad y desasosiego, de Hebert Marcuse (en
“Eros y Civilización” y en “El hombre unidimensional”). Y empecé a
asociar mi fragmentada interioridad, con el condicionamiento
ideológico que está en la base de la dominación capitalista. Y, por esto
mismo, leí a Lukács, tratando de descifrar el contenido de los códigos
ideológicos. Pero, simultáneamente, estaba leyendo a Kafka, sobre
todo, sus obras “El Proceso” y “La metamorfosis”. Y me iba perdiendo,
cada vez más. Llegando casi al delirio. Y, esos sueños ahí. Y seguía
viendo a Rosita. Y trataba de dilucidar esos sueños con la madre
azotada por el padre. Y, en ese momento, reconocía que nunca había
tenido en cuenta los asuntos relacionados con la inequidad de género.
Ni en el Partido; ni en nuestros trabajos y acciones cotidianos,
valorábamos, de manera acertada, la participación de nuestras
compañeras mujeres.
Y, eso, me atormentaba. Y volví a analizar al grupo familiar. Seguía
ahí, cada vez más reducido. No solo en número; sino también en su
vertebración fraternal. Una figura parecida a esos conglomerados que
están, pero que ninguno o ninguna de sus integrantes se reconocen el.
Estar con alguien, pero estar solo. Así lo sentía y así lo vivía.
Y es que mi individualidad no tenía referentes. Como cuando se siente
que no te encuentras contigo mismo. Cuando, por ejemplo, la
imaginación se desenvuelve en un territorio enfermizo; lleno de
imágenes que no logras identificar. Como cuando no percibes ninguna
ilusión. Y es que, estando así, no logras asir nada diferente a tu propia
angustia. Es una laceración mucho más profunda y dolorosa que los
azotes que yo mismo me infringía; cuando aspiraba a la santidad.
Cuando pretendía evadir la realidad, por la vía de inventarme un
universo que tenía como centro la divinidad. Esa que deviene de una
concepción de dios y de sus efectos colaterales. Pues si que esos
sueños; en los cuales cabalgaba en un ser deforme. Parecido al
caballo alado, pero con los ojos desorbitados y con las orejas de
conejo y con unos dientes afilados, acezando. Buscándome; y yo
encima de él. Vertiendo un líquido rojo, alusivo a la sangre que
derramaban miles de seres que estaban a lado y lado del camino. Y,
despertaba sudoroso, llamando al Sol y a Júpiter; y a la luna.
Totalmente perdido. Y, volvía a empezar el sueño. Y, ahí estaban
Rosita, Norela y Gudiela; envejecidas; con enormes cadenas al cuello.
Y me llamaban. Y me decían “patico, vuelve por nosotras. No nos
dejes al garete, por favor “. Y yo gritando y anhelando despertar
pronto. Pero me pesaban los párpados. Como paralizado todo. Sin
mover ningún músculo. Y, entonces, veía al hijo de poeta, llamándome.
Mostrándome sus manos, ensangrentados. Y veía al divino Laureano,
como poseído, blandiendo un hacha; similar a la que se utilizó para dar
muerte a Rafael Uribe Uribe. Y, también, veía al primero de la lista
elaborada para el Gran Pacto. Y me mostraba un inmenso lienzo
blanco. Allí estaban dibujadas las manos de todos los súbditos
muertos. Allí estaban graficados todos los caminos de la Travesía. Y
veía a las abuelas y a los abuelos, con sus miradas perdidas, absortos
y absortas. Y, los niños y las niñas, estaban también ahí dibujados y
dibujadas, con inmensos ojos tristes. Y, también estaban las mujeres
detrás de los hombres de la Travesía. Y, el padre y la madre, cuando
niños. Oteaban todos los territorios. Y la casita estaba dibujada, sin
nada adentro. Y, yo estaba dibujado, con la mirada al cielo; y con una
aureola inmensa. Y me flagelaba y quemaba mis dedos. Y estaba las
piedras en los zapatos y corría como enajenado.
Y veía a María Cano y a Torres Giraldo. Este último gritaba. Y María
Cano obedecía. Y la vi trajinando mil caminos. Y la escuchaba en sus
discursos. Sus manos izadas y repetía lo de la masacre las bananeras.
Y me decía que eso iba a volver a ocurrir; aquí y allá. Y me decía que,
como en Iquique, habría muertos y muertas. Que los obreros y las
obreras. Que los campesinos y campesinas. Que los niños y las niñas.
Y me decía que leyera los poemas de Gabriela Mistral y que recordara
siempre a Picasso y su Guernica. Y que volviera a leer el Canto
General de Neruda. Y que, leyera las Venas Abiertas de América
Latina y que entendiera el mensaje de Galeano.
Casi siempre, al despertar, sentía un inmenso cansancio. Como de no
querer levantarme. Y volvía a dormir. Y veía los hospitales. Y yo estaba
ahí, amarrado y gritaba, alucinando. Y no reconocía a nadie; como
perdido; con la mirada en vacío; sin nada en ella. Creo que así debe
ser la locura profunda. Creo que así fue la locura de Van Gogh y la
Nietzsche y la de Kafka. Y, ahí, estaba Giordano Bruno, en la hoguera;
sacrificado por buscar opciones diferentes, conceptos diferentes, vidas
diferentes. Y me trepé a los semáforos de cada esquina. Con una
mano me asía para no caer y con la otra le daba fuerza a mis palabras.
Y me bajan de allí, los gendarmes. Y, otra vez, el hospital y sus
cadenas. Y estaba atado a la cama. Y me inyectaban un líquido que
me enmudecía. Y, así, no podía gritar ni defenderme.
Notes
[←1]
Castells, Manuel; “Movimientos sociales urbanos”. Siglo XXI Editores, segunda edición en
español, 1976, página 5
[←2]
Dolleans, Eduard. “Historia del movimiento obrero, primer tomo; sexta edición, 1957.
[←3]
Palabras del presidente del Tribunal de Valenciennes. Citado en la obra citada de Eduard Dolleans,
página 71.
[←4]
“Las mujeres y el periodismo en Colombia”, investigación compartida.
[←5]
Del diario de Francisca Caraballo, encontrado en su casa, en La Perseverancia, barrio bogotano.
[←6]
Castells, Manuel; “Movimientos sociales urbanos”. Siglo XXI Editores, segunda edición en
español, 1976, página 5