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Anastasia, Diosa Sin Par

Y otros relatos

Autor:

Luis Parmenio Cano Gómez


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Anastasia, Diosa Sin Par

Uno

Decir sincronía, es lo mismo que enjuagar mi sudor en la tela de los y las sujetos que deambulan,
por ahí. Buscando sollozos de alcurnia degradada.

Eso fue lo que le dije a Anastasia Morantes. Mujer venida desde la infinita nostalgia. Se lo dije
como propuesta ampliada. En los códigos ciegos de la música enervante. Y, le insistí en que
retrotrajera su pasado, empalagoso. Si se lo dije, fue por haber conocido parte de ese pretérito.
Imaginándola, en perspectiva acuosa. Como voladera golondrina en pudrición. Siempre, yo,
actuando como vocero del porvenir que tiende a expresarse, en cifras directamente proporcionales.
Algo así como equiparando futuro a lo que conocemos como “ser o cosa que vendrá, después de
nosotros y nosotras”, En ese mundo de ebullición incorpórea. Como exiguo talante perverso.

Anastasia, se hizo dadora de proclamas ambiguas. Tratando de ejercer como orientadora. En ese
pedazo de territorio habitado por parlanchines sujetos acezantes. Como hombres de ruta perdida. Y
que, sin embargo, pretenden reivindicar lo humano pasional, inmediato. Como simple construcción
de referentes que podrían ser válidos; si hubiesen sido protagónicos mensajeros del mandato de
ella como diosa sin par. De mujer volantona. En medio del azar incompleto.

Y, yo, la visité en su espacio florido, pero perdulario. Hice el esfuerzo de ser inequívoco dueño de lo
que, ella, iba desdibujando. En el peregrinar empozado. En la turbiedad de aguas malditas, por lo
mismo que ella había establecido esos espejo de agua triturada. Ma l habida. En ramplonería
engañosa,

Hablar de Anastasia, ahora, es lo mismo que hablar de la crucifixión de aquellos y aquellas que, con
ella, estuvieron. Cuando el mar se hizo cómplice de la vergüenza. Su vergüenza. Y (Anastasia),
siguió el camino equivocado. Por lo mismo que fue su voluntad y no otra. Por lo mismo que
vilipendió a quienes trataron de liberarse de su palabra.

La intromisión, en lo no permitido, se fue decantando como meridiana infamia. Nítida. Como tósigo
primario. En dación de pago, por la vía de hacer creer que ella, y solo ella, podía trascender. Como
alma votiva en los obituarios bochornosos. Como si fuese embriagante colección de olores que
fungen como hostigante momentos titilantes. Tratando de hacer del ya efímero, un sortilegio de
membranas incoadas, allí. En el entorno. Como sonsonete ávido de penumbras. Instigador de
desilusiones no vistas antes.

Y, si acaso fue cierto su momento lúcido y benévolo. Podría haber sido cierto que la luz, en el
universo9, se apagó a partir de su muerte. Habiendo sido (Anastasia) inefable mujer, llevada hasta
el borde del espacio infinito. Pero, por eso mismo que ella lo dijo, se convirtió en mero sucedáneo
absorbente.

Y si, entonces, cuando la conocí, en su escenario pasado, ya se había hecho cuerpo su maldición
asfixiante. Cuando la ví, en esas calles acogedoras, que fueron perdiendo su belleza, cuando ella
caminaba. Hacia los ambientes penitentes. Llorosos. Por lo que ella ya los había desechado.

¡Qué minusvalía lo suyo¡. Como esponja que subsume todo lo que antes había sido bello hechizo.
Ella, lo convirtió en simple añoranza espuria.
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Y, a decir verdad, los volantines en viento libertario, dejaron de ser protagónicos sujetos de holgura
y pasión. Pasaron, en contrario, a ser meros estorbos en el camino perenne de la Luna. Y de
pendenciero acoso sombrío del Sol.

Dos

Estoy, ahora, en el mismo lugar en que estuve ayer. No recuerdo haber hecho ningún movimiento.
A no ser el de cambiar de posición, para dejar descansar el cuerpo. Al menos en lo que llamamos
“una intención benévola conmigo mismo”. Es como eso de estar al margen de la vida exterior. En
una opción perniciosa.

Así me encontró Barreneche, un amigo de tiempo atrás. Mucho tiempo había transcurrido antes de
volver a verle. Como en ese trajín dispendioso emparentado con la desilusión. Porque todo se había
dado en una magnitud de pesares, potenciados, como en función exponencial. Cuando lo tuve a mi
lado, sentí eso que llaman las madres, un pálpito bochornoso. Tal vez, en la recordadera del
pasado bullicioso. Cuando éramos pares, en eso de vivir la vida, viviéndola.

No sé por qué, ahí mismo. La nostalgia cobró forma. Como pasar de lo incorpóreo a la sensación de
que estás aquí y ahora. No antes, ni después. Es un tipo de sentir, parecido a la nada, c uando esta
se hace absoluta. Un tipo de expresión mecánica. Como aquellas formas que han venido creciendo.
Y que se asumen como expresiones no sentidas antes. En ese tipo de vuelo, en veces lastimero,
que se hace veloz momento. Sin estar consciente de ser lo que somos. Un poco, a la manera del
sujeto que creó Sartre. En esa visión incorpórea que pretende definirse a sí misma como opción de
vida melancólica, brutal. Por lo mismo que el yo sujeto, como el mío, empieza a sentir la fuerza que
subyuga. Que se vuelve impenitente voltereta de lo que soy.

En esto de reivindicar pulsiones; lo ví casi en espasmo lisonjero. Como queriendo volver al inicio de
lo que soy. Como sintiendo que mi madre me expulsó de su cuerpo, por la vía de defender lo suyo
como autonomía necesaria. Que requiere ser expresada, sin ningún tipo de arrebato pusilánime.
Algo así como la condición de sujeto permeado por la soledad. Y que hace curso hacia expresión
dubitativa, proclive a la desesperanza. Como inoportuna brecha que convoca al abi smo perenne.

Anastasia llegó a mí, como libélula aterida de frío inmenso, doloroso. Y la sentí absorberse a sí
misma, en una condición de sujeta que, tendencialmente, busca la soledad, sin quererla. Lejos está
el momento en que pretendía construir una razón de ser y de vida, sin las aristas ponzoñosas que
van y vienen. En un ejercicio de racionalidad impávida, sin rumbo. Sin ese apoyo que solo brinda
la fe en sí mismo.

La percibí como sujeta de inapropiada memoria. Es decir, como vaguedad que pasa, sin exhibir la
voluntad de volver a verse como expresión férrea. Fuerte y magnánima. Quier o decir, con esto, que
Anastasia se fue yendo de la vida real, sin querer. O, al menos, sin querer ser un ser, en
perspectiva, hacia la consolidación de lo apropiado. Si, esto, traduce, querer ser sujeta que disfruta
de su entendido de estar inmerso en un colectivo, pujante, sincero. En el cual pueda ejercer como
notario válido.

No sé porque me sentí como embriagado. Como sujeto íngrimo que no reconoce sino su soledad.
Talvez, porque descubrí en ella las condiciones necesarias para obligar un paso hacia el olvido. Si
se quiere como referente perdido, asfixiado. Un tanto lúgubre la exposición. Pero es la certificación
de lo que somos…y seremos.

Cuando entró y se hizo a mi lado, en ese cuarto frío en que habito, fue como si se multiplicara la
nostalgia árida. Un vaho pernicioso, prepotente. Como si, en ese lugar, fuese a construir la
estructura de la miseria inaudita. Miseria de los hablantes que llegan a sentirse por fue ra de la
calidez que pueda deparar la vida, cuando se exhibe como propensión a la felicid ad. O. por lo
menos, a un estar en latente espera, de días menos inhóspitos.
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En fin que, Anastasia, entró. Y, allí, murió. Y, yo, sentí como que mi cuerpo, mis ilusiones y mii
razón de ser en la vida, lo acompañarían en su soledad sin término

Tres

Anastasia, mujer que vuelve en sí

De todo lo hablado, con Anastasia, solo quedó vigente eso de las señales expresadas con las manos
abiertas. Un tipo de lenguaje vítreo, circundante. Solo apropiado para ejercer funciones espurias.
No más empezó la vida a otorgar mensajes relevantes, sinceros; me dí cuenta del alcance de su
memoria. De las circunstancias en que se desenvolvía su cuerpo. Como enajenado laberinto
náufrago. Y que revivió. Me fui, entonces, por los rigores de la soledad. Reivindicando el derecho a
ser sujeto alegre. O triste. O empeñado en hacer creer que lo benévolo resulta de potenciar las
condiciones asumidas como necesarias, al momento de proponer un rol protagónico, en eso de
hacer historia.

Hoy diría, yo, que el embeleso de la soledad, tiene como énfasis lo concreto del día a día. Como
proponiéndome albergar un sinfín de palabras y de acciones. Por una vía apropiada. Como en eso
de estar, mi voz, latente. Aproximada a lo que llamo “angustia de primera mano”. Y, siendo así,
entonces, me fui yendo por el camino expandido. Pero frío y subyugador. En eso que tiene la vida
de proponer alusiones ambiguas, a veces. Pero que, de todas maneras funge como tagarnia insólita.

Eso era yo, cuando conocí a Anastasia Arregocès. Una niña que venía desde el inmenso océano.
Tratando de realizar un vuelo profundo. Cuando se trata de exhibir opciones divergentes o
contrarias. Y, Anastasia, fue guía de sujetos que estaban y están, ahora, en un tipo de somnolencia
dañina. En una rutina amorfa. Como incidente rayo, en ángulo bipolar. Y ella (Anastasia), se hizo
protocolaria figura del ser sutil. Pero, también, de lo áspero y sinuoso. Mientras, yo, no soy más
que dador de ínfulas insanas. A la hora de proponer alternativas. Para expandir el pensamiento, en
medio de obnubilaciones, diagonales. En donde la verticalidad no existe, Por lo mismo que no
caben expresiones solidarias.

Anastasia Arregocès, fue todo un escenario fortuito, al momento de exhibir su cuerpo, su palabra. Y
de las opciones no logradas hasta ahora. Como sujeta proclive al desdén. Por la vía de ejercer su
condición de árbitra mal habida. En una pulsión equívoca. Pero, siendo esa su razón de ser,
propuso a sus pares, ir en búsqueda del “divino grial terreno”. Y, quienes la siguieron en esa
empresa, fueron desertando al ver tanto camino andado. Y, ella misma, se hizo la promesa de ir
asesinando a cada uno y una que no culminara su ejercicio de caminante.

Ese catorce de marzo, día de su santo. Aparecieron sombras que ocultaron, en su totalidad, la
brillantez del Sol. Como transitando por el rumbo perdido de la prehistoria. Buscando un mundo
paralelo a este en que vivimos. Y, ella, se hizo fortaleza de cuerpo bien he cho. Subyugando con su
mirada de ojos verde azules. Imitando el vuelo sublime de los y las heréticos (as). Con una
llevadera de expresiones no conocidas. Y circundó este universo y otros ni siquiera imaginados.

…Y me fui perdiendo, en miradas furtivas. Ya, Anastasia, no me convocaba como otrora. Empecé a
ver y sufrir su maledicencia infame. Me desconectó de lo que era en mí mismo. Vía un naufragio no
esperado. Y me ahogué en esa inmensidad de cuerpos de agua no vistos antes. Y claudiqu é en mí
mismo. Y la veía a ella, como soporte de la mensajería dañina, matando ilusiones a su paso.

Hoy, me siento como alfil debilitado. Ya no dispuesto a vivificar la defensa de mi yo. Como
reyezuelo inmóvil. Vinculado a la nostalgia que no había exhibido antes. Simplemente, me fui
perdiendo en el horizonte por mí desconocido. Y, ella se fue encumbrando. Aliviada por el viento
tibio de la desesperanza.
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Cuatro

Una Vida, una ausencia

No he vuelto a ver a Jesús Hilario Pamplona Jaramillo. Casi desde el día en que jugábamos juntos
en Puerto Candela. Se hizo adulto antes que yo. Había prometido buscar ilusiones en otra parte.
Todavía lo recuerdo con su boina de color azul que siempre lo acompañaba. . Fuimos” uña y
mugre”, como decía mamá Dioselina. Un hogar como el mío. Afugias que parecían ser perennes.
Estudiamos la básica primaria en la escuelita mariana. Una juntura de principios contrarios.
Mientras que profesores y profesoras, no paraban de establecer como norma, el novenario a la
virgen María y a los doce apóstoles; él y yo disfrutábamos de la herejía impartida desde nuestros
hogares. Éramos libertarios absolutos. En esto siempre fuera un problema nuestras relaciones con
los demás. No era, como ahora, escuelas mixtas.

El papá de Jesús, don Marcolino, había militado en diferentes grupos revolucionarios. Lo mataron
en medio de una balacera, auspiciada por los gendarmes, cuando realizaban una protesta en contra
del gobierno del alcalde (le decían “el doctor Valenciano”). Un personaje ignorante, machista y
regente del divino niño. Un tipo de organización similar a “Tradición, Familia y Propiedad”. Valga
decir que sus miembros servían de cargueros en las procesiones de semana santa. Y rendían culto
a la tradición que suponía reivindicar la santa misa en latín. Provocaban odio absoluto a los
luteranos y calvinistas.

Don Marcolino era fiel a los principios políticos que venían desde su tatarabuelo, Josías. A él le
correspondió confrontar a toda la pléyade de terratenientes que orientaban el quehacer ideológico
y político de la Colombia de 1860. Además, enfrentó a toda la cúpula conservadora de 1886,
incluyendo a Núñez, al cual consideraba sucesor de la tradición política. Ya, en su ancianidad,
Josías le correspondió vivir la nefasta confrontación denominada coloquialmente, como Guerra de
Los Mil días. Alcanzó a conocer a Rafael Uribe. Uribe. Desde su refugio, Josías adoctrinaba a
vecinos y vecinas, en la perspectiva de reformas liberales, cercanas a los movimientos socialistas
europeos.

Mi padre, Honorio Valbuena, lo conoció en medio de ese trajín arriesgado, por lo herético. Cuando
llegaron a Medellín, lograron establecerse en el barriecito amado, que llamaban “Gerona -Loreto”:
Allá en lado oriental. Los dos eran albañiles y fueron construyendo sus casas, trabajando sábados y
domingos, con la participación nuestra.

Lo de la escuela mariana, se tornó invivible. Como tósigo constante, nos hacían sufrir lo que
llamaban el “castigo de “Judas Iscariote”. Era una opción extrema. Con flagelación incluida. Hasta
que logramos terminar así el quinto de primaria. Y fue otro cuento. No volvimos a ser
matriculados. El colegio “el Divino Redentor”, era gobernado por la misma impronta tradicional
religiosa. A partir de ahí, empezamos un recorrido que nos llevaría a ser dueños de las calles. Por lo
demás, ayudábamos a nuestros papás en su rutina de albañilería. Desde el punto de vista de la
subsistencia, había días de absoluta hambruna. Sucedía cuando ellos no eran contratados, por
Cástulo Rúa, el oficial mayor y que era el mandamás en esto del oficio de albañilería.

Cuando se marchó Jesús, a los quince años cumplidos, quedé solo en eso de la reivindicación de la
calle como territorio libre. Los picaditos de fútbol, entre habitantes de las cuadras (la 36, la 40, la
18,). La soledad empezó a humillarme. Sentía un vacío absoluto en lo que yo llamo “alma herética”.
Don Marcolino y mi papá, empezaron a desfallecer. En eso que dicen que “la vejez no vi ene sola”.
Una crisis económica que obligó a nuestras mamás a ofrecerse para el trabajo en casa de familias,
que llamábamos pudientes. Una jornada casi de doce horas. Pero, también, tenían que atender el
oficio doméstico de nuestras familias. Porque, a pesar de sus ideas revolucionarias, nuestros papás
no entendían nada de la equidad de género..
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Transcurrido el tiempo, a veces presuroso. En otras, lento y despiadado, empecé a crecer en eso
de “ser guapo para enfrentar el presente y el futuro”, conocí a Anastasia. Una belleza de niña. Vivía
con su familia en el barrio “El Camellón”, muy cerca mi casa. Muy estudiosa. Había llegado hasta el
quinto de primaria, cosa extraña en una sociedad machista. Su mamá Torcoroma, había enviudado
cuando ella (Anastasia) cumplió los quince años. Sobra decir que quedaron, ella y su mamá en lo
que llamaban “inopia”. Traducía algo así como miseria infame. Por un tiempo. Ella y su mamá,
vivían de lo que sus vecinas y vecinos les otorgaban. Cuando cumplió los dieciséis años. Anastasia
consiguió empleo en Textiles Pepalfa, una empresa que recién empezaba. Le asignaban turnos
hasta de diez horas. A más de la rotación de horarios. Ella lo que más le cansaba eran los turnos en
la noche.

Vino a mí, un domingo de agosto. Estaba con mamá Torcoroma en el parquecito aledaño a la
iglesia “El Calvario”, situada a casi cincuenta cuadras. Tal parece que le gusté desde el primer
momento. Le dije, en nuestro segundo encuentro: “Anastasita me gustas”. A partir de ahí,
conversábamos todos los domingos. Su mamá Torcoroma, nos vigilaba, sentada en una de las
bancas del parque.

Yo empecé a dar tumbos, desde la ausencia de Jesús. Lo recordaba a cada rato. Sabía dónde
estaba, por voz de su mamá y don Marcolino. Había conseguido empleo en una empresa de
mudanzas. Por fin se estableció, de fijo, en un barriecito parecido al nuestro, en la ciudad de
Montería. Les enviaba a papá y mamá, algún dinerito, que lograba ahorrar.

Con “Anastasita” a mi lado, logré ingresar a un colegio que impartía el bachillerato en las horas de
la noche. En el día trabajaba con don Aurelio Manjarrez, un señor que conoció a mi madre, cuando
ella realizaba el oficio doméstico en su casa. Aprendí la profesión de tapicero. Es decir, arreglar el
interior de los vehículos. Logré sostener a mi familia.

Murió papá, en un día aciago. Yo lo viví así, porque era para mí referente de vida y de
compromiso. Después, todo fue un vértigo. Con mamá, era recordación de ese hombre digno de
ser valorado como sujeto de solidaridad y de ternura.

Cuando Anastasita cumplió 18 años, nos casamos. Yo había terminado el bachillerato. Logré un
empleo como operario en “Textiles Fabricato”. También, como a Susanita, me rotaban l os turnos.
Pero, el hecho de ser bachiller, me dio la posibilidad de ascender e n la escala de denominaciones.
Llegué a ser “supervisor”, lo que me otorgaba más posibilidades. Además de buen salario.

Anastasia vivió su embarazo, casi de inmediato de nuestra boda. Mamá Torcoroma la atendió en
el tiempo de gestación hasta el nacimiento de Julián, nuestro hijo.

Recuerdo que, en mayo 1 de 1956, nos visitó Jesús. Ya era un hombre maduro, crecido. Cualquier
día, mientras conversábamos en casa, llegaron unos sujetos. Cuando les abrí la puerta, entraron
de manera violenta. Se llevaron a Jesús. Nunca más supe de él. Andando el tiempo, llegó nuestro
segundo hijo. Le pusimos de nombre Jesús Hilario, en recuerdo de nuestro amigo.

Simulación echada al aire. Por esos lugares en que siempre te encontré. Tal vez para palpar con mi
mirada, lo que fuiste, para mí, en ese tiempo. Podría decir, entonces, que simulación e ilusión se
juntan. Por lo mismo que el vértice amplio en el que confluyen; se hace pleno; cada que te e voco.
Cada vez que recuerdo tu mirada y tus palabras metidas en mí, como fábula existente. Como
concreción de la vida. Como sinónimo de vuelo largo y como pilar enhiesto de todo mi universo.

Simulación e ilusión, Lo que exhibo, ahora, como potencia mía. Como razón de ser de lo habido. Y
de lo que será en perspectiva. Viéndote en ese palco, trascendiendo el escenario. Volcando los
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aplausos. Dirigidos a la actuación mía. Una aureola fugaz, me imprimes. Una palabrería llena de
ternura. Como cuando se hace nítido y real, lo que ayer fue sueño.

Recortando el camino, avanzo todos los días. Una búsqueda de locura llena. Búsqueda de lo tuyo.
Y, sin poder ver tu luz, se hace silencio mi palabra. Como enmudecido sosiego amargo. Un fuego
apagado con tu ausencia. Como si, en verdad, mi vida fuera pura simpleza lineal al garete. Y, en
esa seguidera de decires calmos, tenues. Casi huyendo de lo que presumo como real.

Unas condiciones efímeras. Estas en que, he volcado los pasos. En los caminos ávidos de sentir la
firmeza y el rumbo que solo tú puedes otorgar. Es como si la minusvalía se explayara. En todo lo
que soy como cuerpo vivo. En fin, que, bordeando ese abismo profundo; lejano, pero cierto. Como
si se tratara de ruta predestinada.

Ese día en que te vi, Anastasia mía, con nuestra hija Mariana, y, de manos entrelazadas con
Horacio Quiroga, se hizo absoluta la zozobra. Como desvarío eterno. Y, sentía tu risa y tus palabras
de dulce pasión. Y se exacerbaba mi locura. En un pronunciamiento inmóvil, soportado en lo que te
decía siempre. Lo de mi simulación y lo de mis ilusiones, perdidas.

Esa. tu pasión por él. De todo tu cuerpo otorgado a plenitud. Y, él, venciéndome en la puja por
acceder a toda memoria. A todo lo pasado. En esa historia tuya, enervante. Subyugante. Cada que
valido ese recuerdo amplio. Viéndote, otra vez, arropando los fríos primeros de Quiroga. Besando
sus labios; en una expresión de ternura inacabada.

Sí que, entonces, mi ilusión por ti, fue decayendo con el tiempo. Cuando empecé a sentir la aridez
de mi entorno. Cuando empecé a no saber que te había perdido, sin haberte tenido antes. Se me
fue yendo la vida. Cada lado. Cada viacrucis envolvente; desdice de lo humano, demasiado humano
que, tal vez, hubo en mí. Me conmina al olvido. A ese estar en penumbra constante. A ese vivir la
vida sin rumbo; sin ver la luz al final del túnel como tu recuerdo

Y, de tanto olvidar tu nombre, se hizo realidad el silencio cómplice. Y me pasó lo que le sucede a
quienes enhebramos con hilo superfluo. Como yendo para el universo, nítido. A veces, en
consideración manifiesta; he pretendido vivir la vida como algo etéreo. Una juntura de realidades.
Surgidas en quien, como yo, ha absorbido al viento. Lo he colocado en esa anchura que he visto
desde pequeño. Vida continua, inhóspita. Como esos sueños que no puedo alejar, olvidar. Porque,
al hacerlo tendría la debilidad acuciosa. Esa que he engarzado desde el misterio del alumbramiento
de mamá Aurora. En una serie de secuencias embolatada.

Y prometería, ese día, deshacerme del tormento que vuela. Buscando anidar en los sujetos
braveros, consigo mismo. Fui decantando el conocimiento de la diosa Minerva. La que coloqué en
mí ser. Como reemplazo tuyo Pero sin haber alcanzado, el principio mínimo. Una sucesión de
caminos me convocaban. En hechura de afanes. Sin lograr hacerme reconocer, siquiera. En
inmensos lienzos convertidos por mí en, aciagas siluetas. Como tratando de adelantar mi morbosa
búsqueda. De todo lo que fui. Y que, todavía, no he podido vertebrar en cuerpo físico. En esa
penumbra hechicera. Pero, por lo mismo, vendedora de nostalgias.

Y, resulta que, esa mañana. Tenía el cuerpo cubierto de estigmas. Como si, otra vez el sueño,
estuviera en el afán de hacerme imposible la vida. Como noctámbulo hecho con el mismo pulso con
el que inventaron a Calígula. Y que, por lo demás, quienes fueron mis amigos y colegas de la
trashumancia temprana, veían, en mí, la simpleza del ser humano que se estaba forjando en
condición de sujeto recorrido por el universo. Visitando las temerarias recordaciones. De esas que
me habían dado. O que, simplemente, las recogí, después de haber conocido a Palas Atenea y a su
séquito de mujeres. Vertidas como quien se deshace de algo impuro. O que, pierde en el tiempo,
los sentimientos. Las versiones unívocas de cada sujeto heredero del tiempo. Como jugando a los
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roles abstractos. Como si yo estuviera en el enervamiento propio de quienes habían extraviado la


ruta.

Y sí que fui amontonando linternas venidas desde el principio del razonamiento. Sujeto, ese yo,
inválido. Caminando a la velocidad incierta. Como si estuviese, yo, en el sabático de mi tiempo de
mi profesión como pensante por ahí. Recogiendo la energía bondadosa, después de la explosión
vertida en el aire y el suelo de Hiroshima y Nagasaki.

Como, lo advierto ahora, las veredas. Los territorios amables, cálidos, han ido perdiendo fuerza.
Como metástasis obligada, me he ido yendo por los territorios, como sujeto altivo. Pero sin ser
creativo. Sin haber aprendido el arte de la navegación en el tiempo y en el espacio. Una
maduración racional, pero inocua. Como simbolizando la terquedad como supina verdad acreditada
por los y las notarías expandidas por cualquier yo sujeto. Aquí o en Antares que no conozco.

Y, eso que ha perdurado me engaña. Haciéndome creer que soy potencia. Como si estuviese a tu
lado. Pero, por lo mismo, aparezco como tarado viviente. Desperdigado en mil partículas
erosionadas. Sin yo saberlo, lo que soy hoy seré mañana. Sin ninguna manifestación. Aun fuera
emisario. Recorriendo el espacio absoluto. Soy inerme cuerpo sin memoria. Sin poder entender l a
dinámica de la vida. De la pulsión que no olvida.

Cinco

Un bello hechizo

Con razón estoy en el desvarío ampliado. Sí, no más, ayer me di cuenta de lo que pasó con
Anastasita. La niñita mía que amo. Desde antes que ella naciera. Porque la vi en los trazos del
vientre de su madre, Amatista. Y la empecé a cautivar desde el momento mismo en que empezó a
gozar y a reír. Ahí en el caballito de carrusel primario, íntimo. Cuando, en el cuerpo de su madre,
montaba y giraba. Ella, en esa erudición que tienen los niños y las niñas antes de nacer; se erigió
en guía suprema. Yo, viéndola en ese ir y venir momentáneo, le dije que, en este yo anciano
taciturno, prosperaba la ilusión de verla cuando naciera. O de arrebatarla a su madre, desde ahí.
Desde ese cuerpo hecho mujer primera. Y le dije, como susurrante sujeto, que todo empezaría a
nacer cuando ella lo hiciera. Y le seguí hablando aun cuando escucharme no podía. Simplemente
porque su madre, amiga, mujer, se alejó del parquecito en donde estábamos. Y me quedé mirando
a Amatista madre, en poco tiempo concretada. Y la vi subir al busecito escolar que ella tenía.
Pintado de anaranjadas jirafas. Y de verdes hojas nuevas. Y se alejó, en dirección a casa. Y yo la
seguí con mi mirada. Traspasando las líneas del tiempo y de los territorios. Sin cesar me empinaba
para dar rienda suelta a mi vehemente rechazo por haberte alejado de mí. Niña bella. Niña
mañanera.

Y, en el otro día siguiente. Ella, tu madre, volvió a estar donde nos vimos ayer. Amatista madre.
Como voladora alondra prístina, se sentó en el mismo sitio. En ese pedacito de cielo que había solo
para ella y para ti. Y me miró. Como extrañada madre que iba a ser pronto. Y me dijo, con sus
palabras como volantines libertarios surcando el aire, qué ella nunca me dejaría llevarte al lugar
que he hecho para los dos. Que, según ella madre, ese lugar tendría que albergar tres cuerpos.
Uno inmenso, el de ella. Otro, en originalidad absoluta y tierna, el tuyo. Y, el mío, sería solo
rinconcito desde el cual podría verlas regatear el lenguaje. Elevándolo a más no poder. Casi, entre
nubes ciegas, umbrías. Y que, ella, tejería tus vestiditos azules, rojos, morados, infinitos los colores.
Y que, su mano, extendería hasta el más lejano universo. Para que, siendo dos, me dijeran desde
arriba que yo no podría ser tu dueño. Ni nada. Solo vago recuerdo de cuerpo visto en la calle. En el
parque. Más nunca en el aire ensimismado.
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Otra tarde hoy. Yo aquí. Esperándolas. Tú en el cuerpo de ella. Y las vi acercarse, desde la
distancia prófuga, Viniendo del barriecito amado por las dos. El de las callecitas amplias. Benévolas.
Desde esa casita impregnada por el arrebato de las dos mujer es vivas. Transparentes. Orgullosas
de lo que son. Y, tú y ella, con los ojos puestos en una negrura vorazmente bella. Amplia, dadivosa.
Y las vi en el agua hendidas. Como en baño sonoro, puro. Imborrable. Y agucé mis sentidos. El
olor fresco de sus cuerpos. Y el escuchar las risas y las palabras que se decían las dos.

Hoy, en este sábado lento, estoy acá. Esperándolas como siempre. Y veo que llegan mujeres otras.
Con sus hijos y con sus hijas. Niños y niñas nuevos y nuevas aquí. Pero, mi mirada, buscaba otros
cuerpos. El de Amatista y de Anita, como decidí llamarte. Buscándolas por todo el espacio abierto.
Sentí que no podía más con la nostalgia de no verlas. Y me pesaban las piernas. Como hechas de
plomo basto. Y, mis ojos, horadando todo el territorio. Y miraba el aire que bramaba. Como sujeto
celoso. Como fuerza envolvente,

Pero no llegaron. Ni ella. Ni tu cuerpo en ella. Pasando que pasaban las horas, todo estaba como
hendido en la espesura de bosque embrujado. Y me monté, con mi mirada, en los carri tos pintados
que veía. Como siguiendo la huella de su cuerpo y el tuyo en el de ella. Viajero sumiso. Con el
vahído espeso de la tristeza, pegado en mí. Viendo calles. Cerradas ahora, para cualquier asomo de
alegría. Así fuese pasajera, Y llegó la noche. Y, el frío con ella. Eché a caminar. Llegué a la casita
mía. Y las encontré. Dibujadas en la pared. Ella riendo y tú también. Pero eran solo eso. Dos
cuerpos hechos. Ahí. Sin vida. Y, esa misma noche, decidí no vivir más. Y me maté con metal
brilloso. Y mis manos embadurnaron con mi sangre los cuerpos dibujados por no sé quien

Yo, sujeto ingrávido. Anastasia que no he vuelto a ver

Insípido tiempo. Este que deambula por ahí como si nada. Aun sabiendo que lleva en sí, ese tejido
nefasto de violencia. De insania viva a toda hora y día. Con esos niños y esas niñas que van y
vienen sin horizonte. A cuenta de opciones de vida y de conceptos, que las y las sitúan en posición
de ser vulnerados por vejámenes. Abiertos, asincrónicos. De aquí y de allá. Como si fuese ú nico
horizonte habido y posible. O con esas mujeres nuestras, matadas. Vulneradas. Como sopladura en
ese vahído maldito. Que nos cruza. Que las infiere como simples expresiones de vida sin pulsión
válida. O, en esos dolores todos. Asumidos como vigencia y vigía circundantes. Como si fuese
oxígeno necesario para vivir, así. En esa penuria de alma y de valores. Que están ahí mismo. En
ese ir y venir de toda hora y momento.

Y sí que, entonces, este tiempo es tenido en cuenta como referente de las gobernanzas. Huero y
hueco soporte de haceres alongados, potenciados. Erigidos como valores universales, a ser
acatados. Como simbología que se torna proclama de recinto en lentejuelas soportado. Como vasos
comunicantes, hechos hervideros de solapados agentes. Sujetos catalépticos, que obran como
momias vivas. Revividas a puro golpe de normativas. Y de imperativos. En esa lógica con nervadura
trinitaria. Con horizonte impúdico a lomo del gestor virulento, aciago, cicatero, malparido. En lo que
esto tiene, no de referencia a mujer ninguna. Más bien como cuerpo y vida hecha y contrahecha, a
partir de manuales pensados para armar. Rompecabezas, con piezas preestablecidas. En eso que
tienen todos los modelos construidos. A semejanza de rutinas, pensadas en catacumbas pútrido s.

O, en esa ironía que da la vida, ver rodando y crescendo, la búsqueda de orquesta que partitura
interprete. En cualquier opción de pentagrama. Así sea en RE o en Do desparramado. Erigiendo,
como expresión con algún sentido y tono, la vendimia de los saqueadores de culturas y promotores
de lobotomías colectivas. Directrices hechas y, por lo mismo, diseminadas. Como pandemias.
Expuestas al viento. Para que vuelen. Y que, volando, hagan aplicación en su derrotero. Aquí y allá.
Como en el ahí de los troyanos sorprendidos. Como esos inventos de toda la vida y de todos los
días. En cuanto que somos sujetos y sujetas de locomoción, entre incierta y cierta. Viviendo en una
u otra entelequia. Qué más da. Si todo lo habido ha sido y será, secuencia a perpetuidad pensada.
10

O no pensada. Siendo cierto, eso sí, que lo que más odian y han odiado los exterminadores ha sido
y es a la fémina ternura. Tal vez, más por ser fémina que otra cosa.

Y, yendo en ese por ahí, tortuoso e in-sereno; hemos ido encontrando lo avieso de las conjuras.
Hemos ido andando el pantano. Que succiona los cuerpos y las vidas en ellos. Caminando lo
empinado y pedregoso. Como yendo al lugar que conocimos como cuna de Pedro Páramo. O en el
cuarto frío, en tierra en que vivió el que encontró la perla casi viva; en la nomenclatura de palabras
en Steimbeck.

Y sí que, en ese envolvente torbellino de vidas juntas. O en las soledades solas de Kafka. O en lo
insólito vivido por el sujeto sutilmente áspero de Camus. O, en esa comunidad internalizada,
viviente y compleja de Cortázar en su Rayuela. O, en fin, en ese saber que somos. Casi siempre sin
haber sido nosotros y nosotras. Ahí, en ese tejido de vida pasando y pasando. En este maldito
tiempo de cronología que mata. Por lo mismo que, siendo tiempo, no redimido. Por lo mismo que
redención es sinonimia de puro embeleco mata pasiones y mata ilusiones.

Será por eso que yo, en mi íntimo yo incierto y perturbado, sigo amando a esa ramera propuesta
por Manolo Galván. En esa simple letra, en canción casi clisé zalamero. O, en esa misma línea, sigo
amando a la amante del puerto que dio origen a la otra simpleza del “hombre llamado Jesús””; el
hijo de esa que entregó su cuerpo a quien pasó primero. Vuelvo y digo: será por eso. Por tantas
simplezas juntas; que sigo viviendo a diario, con la dermis ilusionada, expuesta, a lo que pasa,
pasando. Tal vez pobre sujeto, insumiso empedernido. Que sigue atado a cualquier canto de letra
compleja o fútil. Pero expeliendo más vida que este tiempo enjuto. Pletórico de sujetos, s erios. De
pies en tierra, dominando. Valgo más yo, como sujeto ingrávido de fácil volar, volando.

Desde mi silencio

Yo dije, en el pasado temprano. Quiero sentir el vibrato de la tierra. Tal vez para recordar, en ese
silencio eterno que se avecina, lo que fui pasando por ahí cerca. Un volver a lo que fue mi latir
antes de nacer. En una extensión brumosa. Acicalada. Y, recuerdo, por cierto hoy, ese tránsito
aventajado. En trajín envolvente. De silencio abigarrado, en nostalgias idas. He ido, siempre, por lo
bajo del espectro presente. Porque, siendo así, he sentido lo que ha sido, hasta ahora, palabras de
aquí y de allá. Y, como en simultánea, viviendo la vida mía con acezante temple del yo sin heredad
amiga. Por lo menos manifiesta. En lo que esto tiene de empuñadura apenas tenue. Casi sin rozar
la vida de los otros y las otras. No más, para el ejemplo, lo inmediato venidero puede dar cuenta de
mis hechuras un tanto brutales, como si estuviera prefigurando. Lo que seré en bajo tierra.
Hablándole a quienes había, en el entonces, sujetos hechos para la habladera. Y señalando a las
mujeres que estuvieron conmigo. En esos espacios plenos de una pulsión grata. Y, ahí, en ese
mismo espacio, con el cual dotaron a este yo insumiso. Oyendo lo que antes lo oí en físico. En ese
tránsito espaciado, benévolo. Y empecé a ver, desde el piso conmigo en su vertical. Y, con esas
sombras que trajo la tierrita misma. Y, yo, en esa vocinglería niños y niñas esplendorosas y
esplendorosas, contándome los hechos de allá afuera. En ese recreo libre. En las escuelitas.
Jugando a la locura. En la cual yo era su consejero. Y ellos y ellas, siendo potenciada habladuría.

Y, en ese dicho mío perentorio empecé a ajustar mis acciones. Para que todo quedara, después de
mí, como gobernanzas sinceras. Y, en ese sueñito de agosto dos, recreaba lo que podría ser. En
ese final amplio. A pesar de la estrechura medida con plomadas y estructura que encontré. Hoy,
estoy en eso. Suplicándole a Anastasia que me soportó en los tiempos que dimos a volar, desde el
primer día. Diciéndole que me llevará allí. Que me dejara ser cuerpo, no polvo inmediato. En horno
crematorio con el poder del Sol, por la vía aciaga. Que me llevara, en romería estando ella
conformada por mis cercanos amores. Mi hija y mis hijos. Y allá en remoto físico a quien tanto
quise. Y, la mujer de ahora, con pañuelo de color negro. Porque negrura definí yo que fuera, el
color punzante, por lo sincero, no efímero.
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Estando ya aquí, entonces, sigo en las palabras que ya dije. Este silencio me acompaña. Esta
dejadez, de física materia maleable. Creciendo casi en la exponencial. Carne de yugo nacida
(…como escribió Miguelito Hernández). Fueron pasando, pues los días y las noches en ese contar
hasta siempre. Un infinito mayúsculo. Y volé. Visitando a quienes están como yo. Ese cautiverio
sensato. Afín con mi percepción de vida. Que acaba tarde o temprano. Y volví a enterrar, mi yo
mismo. Cansado de visitar tantas fisuras. Hechas como obligatorias. En esa hendidura que define
mi estancia lúgubre. Más no ajena a los momentos vividos. Cuando fui lúcido sujeto viajero.

Los escucho, a los y las que pasan. Oigo sus palabras, en murmullo incansable. Y, en esa
dirección, diré a mis cercanos que no dejen de transitar por ahí. Para seguir escuchando su
palabrería Y sus risas.

Seis

La alegría como herejía

La propuesta de Exequiel, me sedujo. De esas visiones que espera a entender en lo cotidiano.


Siempre, en sentido del ilusionario irrepetible. Él (Exequiel) nos conocimos de manera fortuita. En
Lago Manso nos bañábamos todos los días. Y empezábamos una conversadera. Ni del carajo.
Repasamos las historias de nuestras familias. Por él supe que su nacimiento, fue producto de una
violación. Su mamá apenas había cumplido quince años. Transitaba por la calle “El Escobero”, ahí
no más cerquita a la casa cural. Por más que Adelina, reclamó justicia y la práctica del aborto; entre
el sacerdote, párroco y la abuela y abuelo, decidieron por ella. Le tocaba, entonces, terminar su
embarazo, en las condiciones que ejercen como soporte. Es decir, entonces, el mandato fue claro,
contundente: abortar es uno de los pecados mayores en la Santa Iglesia Católica y apostólica.
Además, quien lo haga, será condenada. Así rige en nuestras leyes, terminaron diciendo. Arroparon
sus conciencias, con la doctrina insoslayable.

De mi parte, le comenté a todo lo pasado en mi familia. De mi novia Anastasia. Y, lo que nos


esperaba en futuro. Mi hermana Josefa había accedido a la Universidad Jesús Pulgarin. Allí se hizo
militante del Partido de Exégetas de la Libertad. Este partido tenía un brazo militar, metido allá, en
la selva. Dos veces hemos sido allanados e interrogados.

Terminamos de hablar, esa tarde. Luego caminamos hasta el colegio, en la intención de hablar con
el señor Rector, Cástulo Benjumea. Exequiel, insistía en presentar una propuesta, en el sentido de
realizar un carnaval en el barrio. Se realizaría anualmente. Al llegar, Cástulo Benjumea, escuchó
nuestra propuesta.

Con la aprobación del rector, empezamos a prepararlo. Con la participación de las diferentes
Instituciones Educativas de la ciudad. Hablamos, además, con Felipe Valbuena, titiritero e impulsor
de grupos de teatro.

Lo que no, sabíamos nosotros, en el barrio, se había consolidado un grupo que se negaba a
cualquier actividad mundana, en contra de expresiones libertinas (así llamaban a las actividades
que pensábamos realizar). Pudieron más las amenazas, con panfletos insultantes; que nuestra
propuesta.
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La promesa

Tal parece que echaría en bolsillo roto, la promesa que le había hecho a Anastasita. Niña, ésta, de
ojazos color café, Ella había conocido al negro Pandolfi, en una visita que su familia hizo a Puerto
Escondido, en el Departamento de Córdoba. Hicieron migas de inmediato. El negro trabajaba para
el alcalde Arcesio Nieto Molinares. Servicios generales. Desde amarrar los perros para que no
mordieran, a los visitantes. Hasta colaborar con los zootecnistas en la elaboración de queso y suero
costeño.

Pandolfi había nacido en San José del Guaviare. Capital del departamento de Guaviare. Desde muy
niño le tocó darle al camello. Su familia era tan pobre, como la mayoría y un poco más. Con
esfuerzo casi sobrehumano, logró terminar la básica primaria. Se separó de su papá Eliodoro
Guasca, cuando mamá Leopoldina falleció, debido a la mordedura de serpiente coral.

De todas maneras, desde ahí, supo que es la tristeza y la melancolía. Trajinó mil un caminos,
Dando tumbos, sin lograr deshacerse de ese reguero de días punzantes.

Lo de Anastasita surgió así. Como cuando, las cosas se van dando, casi sin percibirlas. La nena lo
conmovió de inmediato. En una mirada absorbente. Bellamente pegajosa. En el escenario que se
ensanchaba, con la complicidad del mar abierto. La familia de la niña, venía desde Medellín. En la
intención de acceder a este territorio. En el cual se vive, con la sensación de estar en la alegría
perenne.

Don Anselmo Perejil Morante, el papá de Anastasita, había conocido al señor alcalde, cuando éste
fungía como estudiante ávido de conocimiento. Anselmo, estudiaba en el mismo colegio. Y, los dos,
se hicieron amigos y cómplices. En proceso de consolidar una perspectiva para alcanzar opciones
benévolas.

La mamá de la niña, doña Rosa Verbenal, había conocido a papá Anselmo, en una fiesta. Allí mismo
en el barrio en el cual vivían. Una sensación de placer, sentían en mirarse mutuamente. Y en el
bailoteo, Sus palabras, empezaron a ser susurros tiernos. Tanto así que se sentían sujetos que
ascendía al espacio medio. Entrelazaban sus manos. En una sensación de vocería tierna. Más allá
de la solitaria simpleza, engañosa.

Anastasita le habló, por primera vez, a Pandolfi, cuando éste bajó las maletas y las colocó en fila, al
pie del cuarto que iban a ocupar. Le dijo; “señor lo pido el favor que me ayude a entrarlas al
cuarto…”.se cruzaron sus miradas. Ella percibió la melancolía del negro. Como si hiciera lectura de
su pasado, en esos ojos grises.

La niña empezó a ubicar su ropa y de mamá y papá. El negro Pandolfi se sintió un tanto extraño.
Como sujeto en vuelo, sin contacto con la vida terrena. Una vez pasaron los segundos de
encantamiento, se retiró. Se dirigió al extenso solar de la casa, tratando de serenarse. Para
continuar el deshierbe que le había solicitado el señor alcalde. Pero, el azadón y las tijeras las
sentía pesadas. Sintió un espasmo corporal que, nunca antes había sentido. Dejó el oficio a medio
empezar y se dirigió a su cuarto, en el propósito de descansar un rato. Tratando de alejar el
sentimiento de soledad que lo acompañaba, en mucha más profundidad.

Al día siguiente, muy temprano, empezó su labor como cocinero. Preparó el desayuno, tal y como
le había dicho el doctor Arcesio. Suero, arepas, huevos revueltos con tomate y cebolla y café con
leche. Él mismo puso la mesa a la espera de la niña, don Anselmo, mamá Rosa y el propio anfitrión.

Pandolfi, una vez servida la comida mañanera. Se retiró al cobertizo, para preparar los aperos de
los caballos que iban a utilizar, la familia de Anastasita y el señor alcalde. De antemano, habían
acordado un recorrido por toda la sabana. Además, visitar el sembrado de naranjas, plátanos,
guanábanas y melones.
13

Una vez se retiraron los viajeros y las viajeras, el negro fue hasta la plaza de mercado. Compró la
carne de res, las gallinas, el ñame, el arroz y los condimentos necesarios para el almuerzo,
programado. Lo seguía acompañando la soledad profunda. Esas ganas de llora r. Además, el tósigo
del cuerpo de la niña. El cual había visto, en plena desnudez, mientras ella se bañaba. Tal vez, en
ese ritual propio de quienes se sienten, como él, convocados a apreciar la belleza. No en la
intención burda de la lascivia. Era algo que lo había acompañado desde pequeño, cuando se
bañaba en las aguas del río Guaviare, en compañía de sus primas Adelaida e Isabel. Él y ellas en
desnudez preciosa. Por lo mismo, entonces, cuando el señor alcalde, la niña. Mamá Rosa y papá
Anselmo regresaron; Pandolfi estaba todavía excitado. Pero ya había preparado el almuerzo. Lo
sirvió con mucha emoción y pulcritud. Era, el negro, especialista en la preparación de la limonada
fría.

Los días pasaban con la rutina propia de la familia de la niña y el señor alcalde. Algo así como la
cultura construida con el pasar de los años. El martes dos de junio, empezaron los preparativos
para el viaje de regreso de la visita. Pandolfi, en la mañana, había visto a la niña en su desnudez,
cuando se bañaba. Se le acercó y la envolvió en un abrazo puro. Anastasita se dejó llevar en ese
torbellino de sensaciones nunca antes conocidas. La llevó hasta el cuarto que ocupaba la familia de
la niña. La ayudó a vestirse. No sin antes haberla arropado con la toalla. Le prometió a la niña que
viajaría cualquier día hasta su casa en la ciudad de Medellín. Y que repetiría su torbellino de
abrazos. La secaría y la vestiría. Y que, después, les diría a papá Anselmo y mamá Rosa, que le
permitieran llevarla hasta el horizonte lejano y que ascendería con ella, hasta el medio universo. Y
que allí, una vez Anastasita cumpliera la edad requerida, la haría suya. Y que, ese día el Sol
iluminaria con mucha mayor fuerza. Y que nacerían hijos e hijas que se encargarían de hacer crecer
el otro medio universo, en compañía de la Luna.

Anastasia empezó a soñar con ese momento. Con ansia pura. Con alucinaciones benévolas. Pero, el
negro Pandolfi, nunca cumplió su compromiso. Porque, simplemente, se fue mar adentro. Y, nunca
más, se supo de él.

Reencuentro

Sin entender la palabrería de Julián Macedonia, Pedro Pablo García, tenía un lotecito en el cual
vendía todo tipo de verduras, papas, frijol seco, panela especial traída desde San José de Isnos.
Hablaba poco, pero explayaba una juntura de solidaridad y sentimiento, que era reconocido como
sujeto de perspectiva en lo que hace a la construcción de opciones equitativas.

Julián, era tenido por sujeto de escaso conocimiento en lo que hace a la noción de sociedad y los
principios que la rigen. Por lo mismo, entonces, Pedro Pablo, se sintió molesto ante esa vocería
impropia e irrespetuosa. Por un instante recordó su infancia. Cuando caminaban desde y hacia la
escuela María Auxiliadora. Dando brincos en el tierrero resbaladizo. Hablando la cuentería que
recordaban, Tumbando pomas y mangos biches, en cuanto solarcito se les atravesaba.

Las posibilidades de crecimiento escolar y de cuerpo, la sentían con cierto desdén. Todo por cuenta
del chispero en que se solazaban. Algo parecido a aquella tersura engañosa . Cuando empezaron a
soñar, dentro sus mismos sueños. Parecido a la nervadura gruesa que tenían sus pares. Ellos, en
contrario, eran muy livianos de postura y de decisiones. Alguien diría que esas actitudes, se podían
tipificar como pusilanimidad.

Sin quererlo, los dos, empezaron a desbrozar el camino acechante de los torbellinos que envuelven
la vida de todos aquellos y aquellas que se deciden por andar por ahí. Sin tener la certeza que
reclama vivirla en una postura creativa. Como en embriagante día a día. Yendo por ahí. Sin tratar
de escarbar en el terreno propio de las exigencias claras, complejas, necesarias.
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En fin que Julián Macedonia volvió al pueblito en que había nacido treinta años atrás. Se dirigió a la
bodeguita que era propia y la administraba el mismo Pedro Pablo. Después del saludo protocolario
de los dos amigos, empezaron a dilucidar lo que cada uno quería decir, después de tan larga
ausencia. Como esas que Julián había tejido y vertido por todos los lugares por donde pasaba.
Pedro Pablo no reclamó nada. Simplemente, se decidió por la buena ventura y la libertad de cada
quien para hablar, diciendo lo que quisiera. Pero, eso sí, le quedó claro a Julián, que ya no sería lo
mismo. Que su amistad era algo así como expresión huera.

Se hospedó (Julián) en el único hotel que había en Labranzagrande. Ni por asomo, Pedro Pablo le
hubiera ofrecido su casa, como sitio para descansar y estar en el pueblo. Simplemente quedaron en
conversar al día siguiente, al calor y nervio de unos aguardienticos. A la vez, se hizo pleno el hecho
la noticia en el sentido que Anastasita Benjumea vivía en unión libre con Pedro Pablo, desde hacía
casi diez años. Siendo, como en realidad fue, que, Anastasia, había estado enamorada en Julián,
casi desde la edad en que ella apenas podía conocer lo que la sociedad define como “uso de
razón”. Julián siempre la despreció. Pero, a pesar de eso, se sintió engañado por su amigo, cuando
conoció la noticia, estando él en Sopó, municipio cercano a Labranzagrande, Allí administraba una
pequeña empresa procesadora de leche, quesos y cárnicos.

Madrugaron los dos. Pedro Pablo había dejado a Anastasia encargada de la bodeguita. Las palabras
empezaron a volar. Agrediendo en veces. Y resaltando la vieja amistad en otras. Como anecdotario
continuo. Contado al calor de cada botella desocupada. Hubo un momento en que los dos
empezaron a hablar en tono alto. Julián llegó a decir que Anastasia era y había sido una ramera
enclaustrada.

Se levantaron de la mesa casi al mismo tiempo. Julián insistiendo en la expresión de ramera desde
chiquita, para Anastasita. Pedro Pablo, empezó a sentir que los tragos se le iban subiendo a la
cabeza. Hasta el punto de empuñar el cuchillo que siempre lo acompañaba. Arremetió contra
Julián. Un lance parecido al que cuenta Oscar Larroca en su canción”…no me pregunte la gente
quien fue el hombre que me ha herido, porque no soy delator…Obvio que, en este caso, era al
revés.

Murió Julián ahí mismo. Una muerte en dolor sentido. El último aliento fue para el mismo Pedro
Pablo. Como diciéndole”…creí que, a pesar de todo, nunca me matarías… ”

Una vida absorbida

En una seguidera de imaginarios se ha ido la vida mía. Tal vez en afanosas acciones fallidas. Como
diciéndome a mí mismo que la brega tiene que ser constante. Como sujeto metido en brasa
incendiada. En resplandor dañino. Tocando el viento con mis dedos. Ca si siempre vertiendo las
afugias al ritmo del son que se hace vida. Nítido y embriagador canto teñido, por mí, con
incesantes colores diversos. En una mezcla que denota pasión del rojo espléndido. Del verde
insinuando lo profuso que son las vértebras de esperanzas.

Me lancé al vacío, cuando dejé de escuchar el vibrato de voz difuminada en la perspectiva que
atrapa todo viento. Y toda la lucidez explayada. Como naciendo apenas. De la violencia explosiva
del primer momento. Una secuencia en complicidad con todo lo habido en pasado. Y, yo, mantuve
el color negro. Al que más recurría para fomentar la iridiscencia de las noches. Y seguí, por ahí. En
desplazamientos de tortura. Sobre todo, cuando hice memoria de la lucha libertaria, en siglos
pasados. Yo en contra de todos los tribunales inquisidores, perversos. Un canto al vuelo era mi voz.
Una postulación para dejar de ser gregario en esas expansivas legiones y centurias. Me veía como
Espartaco. Guiando sus huestes. De hombres hechos guerreros.
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Y, por lo mismo, se hizo mucho más visible la condición de insumiso perenne. Llevando la vocería
de todos y todas. Recorriendo caminos incisivos. Impidiendo la aniquilación. Yendo por los mares
inconclusos. En el desafío más grande la vida mía. Retando a la guerra brava a aquellos
subordinados, herederos de vergonzantes propuestas y acciones, en desvíos usurpadores.

Y, en ese universo increado, me fui haciendo icono potente. Visualizando la lógica física con la cual
Natura y Anastasia engalanaban la historia. En explosiones sucesivas. En incesantes pasos sólidos.
Avanzando en los imaginarios. Lo mío, como remesa viva, se fue haciendo dificultad para los
esclavizadores; venidos desde el rescoldo dejado atrás por el fuego vivo, por mi atizado.

Estando ahí, en todos los entornos milenarios, libertarios

Una mirada desde la vida, ante sujeto muerto

Yo supe de la muerte de este señor, hace media hora. Un niño, vecino, me relató que, viniendo de
la escuela, vio el cuerpo de un hombre tirado. Ahí en la acera de la casa de don V irgilio Pomares.
“Me asusté mucho, don Ubaldino”, me dijo el chico. Y yo, como imbuido de esos deseos locos de
celebrar lo macabro; me desplacé enseguida. Y, como ya creo que lo dije, lo vi ahí. Una profunda
herida en el cuello. Esa sangre seca, que le cor ría por la espalda y por el tórax. Ese charco,
inmenso, que más parecía apiladura de costras; que esa espesura fluida que es a los mamíferos,
combustible continuo que va y viene, como surtidor de vida.

Y, en el camino, me encontré con Diógenes Arboleda, el novio de mi hermana. No más al mirarlo y


saludarlo, me dio por recordar el día ese de la fiestecita, cuando celebramos la, boda. Qué lujo de
orquesta. Y qué música, tan bacana. El novio bailando “patacón pisao”, siguiéndole el paso a la
novia. Y es que, Dorita, sí que sabe de eso. De bailar. Desde pequeñita. Todavía le recuerdo,
cuando celebramos su bautizo; bailando “Anacaona”.

Y sigo allí. Como ensimismado. Mirando esa cabeza, yerta. Con un cabello que, aunque empezaba a
opacarse, exhibe unas sortijas bellísimas. Un negro `profundo, brusca y tierno al mismo tiempo. Y,
sin saber porque, vino a mi recuerdo el día en que conocí a Anastasia Arregocès. Tal vez, porque el
cabello de ella era tan esplendoroso como el de éste cuerpo que está ahí tirado. Que fue vejado,
inclusive. Porque, se me olvidaba precisar, que sus uñas estaban arrancadas. Tanto las manos
como en los pies. Y, sus pestañas, también había sido arrancadas. Así, esos hermosos ojos, se
mostraban a la intemperie; como queriendo volver a mirar la vida.

Cuando yo conocí a Adrián, tuve la sensación de estar enfrente de alguien que, al vuelo, induce a
reflexionar. Con una mirada, ya desde tan niño, torva. Una boca, con rictus de ofensa para quien
quisiera mirarlo. Unas manos, excesivamente livianas. Delgadas. Como las de experto cirujano,
ávidas de bisturí. Todo él navegando entre lo brutal y lo insípido. Como queriendo ufanarse de la
lectura a la que convocaba.

Yo diría que, en lo inmediato visceral, remontaba a los orígenes de la estructura freudiana de la


vida. De las pulsiones; de las pasiones y los impulsos. Como sujeto condensado, repleto de
potencia latente. Algo parecido a lo que se ha dado en llamar “Caja de Pandora”. Creo que, en lo
más recóndito de su bella reflexión acerca de la psiquis, Freud analizaría el cuadro de Adrián, como
tratando de escudriñar: Como si se diera cuenta de que ahí, en esa cabeza sesuda, podrían
encontrarse las respuestas a sus interrogantes máximos. Como en la intención de de scifrar los
mensajes que, estando ahí, no son todavía realidad.

Pedro Cancelado, estuvo a mi lado. Durante esa dos largas horas en que miré el cadáver de este
señor mío. Que nunca antes había visto. Que, a lo mejor, nadie había visto; por lo menos vivo. “Es
como si hubiera sufrido mucho antes de morir”, me dijo Pedro. Y yo dije sí, con un movimiento de
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cabeza. En esa heredad que ha estado siempre. Como diciendo a todo que sí. Por mero reflejo
corporal. “En este cuerpo, si veo plena la muerte sin convicción”, recababa el Pedro Cancelado. Y,
yo, absorto. Volviendo a la afirmación como cabeceo inmediato.

Esa misma noche, encerrado en mi cuarto, retome el hilo conductor de mi análisis. Y seguía
apuntando a que Adrián, fue el asesino. El propiciador de todo ese sufrimiento reflejado en ese
cuerpo ya inerte.

No dormí en toda la noche, incluida la madrugada. Seguí viendo ese cuerpo trozado. Y, con un grito
mudo, recordé que ese cuerpo si lo había visto antes. El de ese joven que me encontré el martes
pasado, yendo para Palermo.

Casi a las seis de la mañana. Cuando todavía estaba despierto, sentí unos leves golpecitos en la
puerta del cuarto. Cuando abrí, me encontró de frente con esos ojos que parecían rasurados. Con
esos cortes transversales, invitándome al olvido de lo que había visto. “…no vaya a ser que a usted
también lo maten y le quemen las manos y las piernas con el mismo carbón encendido que en mi
aplicaron los tres hombres, uno de ellos don Diógenes. Que llegaron antier a mi casa, me llevaron y
me mataron sin yo saber nada de lo que me endilgaban. Entre otras cosas, que yo violé a su amiga
Anastasia, don Ubaldino…”

Siete

Mi archivo

En eso de reivindicar el derecho a la tristeza, va incluida la nostalgia y el recuerdo. Cuando salí de


casa, lo hice por aproximación. A una vida nueva. Con mis palabras extendidas. En ese vuelo hacia
la libertad. Y es que todo comenzó cuando, en sueños, vi a Anastasia Arregocès. Con ese hálito de
misterio. Conversaba con ella. También reíamos. Tal vez, en el imaginario vivo. Cuando nos
decíamos, en lo hablado, una proclama. Siendo, en veces, mensajes estrechos. Como ese que
permanecía en mi memoria, Como en otro tiempo. Ella decía no entender. Expresando potente
duda. Decía que no estuvo conmigo en el barriecito amado. En ese Medellín que recién comenzaba.
Le dije, yo, que era cierto. Es más, le señalé un detalle, a manera de código. Ese escarpado vago.
En el solar de Gudiela Anzoátegui. En ese diciembre que recién comenzaba, Era un universo de
luces de colores azul y rojo. Un farolito encendido, fue nuestro mudo testigo. Le hablé, también, de
ese nicho que habíamos construido, De ladrillos color café y piso en arenilla. Nos besamos al
terminar la obra. Y que, ella, susurró la palabrita aquella: “estoy destinada vos.” En una coquetería
embriagante. Le dije, también, lo mucho que teníamos para caminar. Y que, lo digo yo ahora, se
suponía que iríamos hasta el mar. En la intención de vagar en esas aguas saladas. Pero solidarias,
aún en sus bravías horas, en la tarde, Cuando el padre Sol, se embriaga de ternura, Mirando a la
Luna. Recibiendo todas las voces todas. Mar adentro estaba los barcos y las sirenas.

Después, cerré la puerta que daba entrada y salida, a mi cuarto. Mamá Anastasia no lloró. Aun en
el entendido de la soledad. Y que, como madre soltera, no habría lugar para aspirar a un hombre
más o menos de su talante. Simplemente me bendijo. Y no supe má s de ella en lo que me quedaba
de vida. Andando el tiempo, quise reparar mi memoria. Para poder contar que había sido en mi
infancia temprana. Y dibujé un letargo. Una opción un tanto herética, pero que ella pretendía
disipar. Y, de verdad, que no supe interpretar sus palabras. De lo que se trata, ahora, es hilvanar
los hechos. De tal manera que volvamos a esa línea, en el tiempo, que hizo de nuestras vidas,
postulados válidos.

En ese mismo momento, en que cerré la puerta de mi cuarto, comprendí que, mi via je en sí, iría
por un camino distinto al que había previsto antes. Un tipo de recordación, el de ahora, más cifrado
en aquello que yo no conocía. Como ese universo de haceres que no había entendido. Por lo mismo
que había llegado a un punto estacionario. Viviendo la vida, desde esa infancia temprana, tratando
de revivir la imagen de mi papá. Al parecer nunca lo conocí. Tal parece que mi memoria no alcanza.
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Es, más bien, un imaginario famélico. Como en vía de extinción, desde el mismo momento en que
creí que existía en mí.

Supe de él mediante una historia de vida que contó mamá. Un domingo de agosto, mientras se
celebraba mi cumpleaños tercero. Lo dibujó en ese vuelo que tienen las mujeres. Retrotrayendo su
misma memoria, hasta ese comienzo de siglo. Cuando lo conoció en San Jacinto. Empezaron a
comunicarse en el lenguaje de palabras de calidez. Luego, él empezó a visitarla en la casa de la
abuela. Se tuvieron un lunes, justo en la fiesta de Corpus, estando en el paseo que había
organizado el abuelo. Tal parece que la preñez fue inmediata. El abuelo y la abuela coincidieron en
echarla de la casa. Y, mi mamá, no tuvo otra alternativa que solicitarle a su amiga más cercana, un
refugio transitorio. Mientras, según ella, llegaba mi papa… Así lo había prometido.

Nunca llegó. Entonces, mamá Anastasia, tuvo que buscar un horizonte para viajar. Horizonte
precario. Llegó a casa de la señora Oliva. Una amiga de la abuela. Empezó a pagar la estadía,
lavando ropas. Un ejercicio que, cada vez, se hacía más agotador. A la vel ocidad de mi crecimiento.

A Catalina Ramírez le pasó lo mismo. A causa de la refrendación de mi condición de macho


perverso. La había convencido de aligerar nuestros espasmos. Yo había aprendido eso de los
orgasmos, en una revistica que me prestó Leonidas. Y sí que logré mi cometido. A partir de esa
retahíla de palabras lisonjeras, perversas.

El beso

De todas maneras, Exequiel Pantoja y Pantoja, hizo referencia su brutal crimen. Sucedió en
Campoalegre. Una noche, después de terminar su jornada laboral, ll egó a casa de Casimiro
Hidalgo e Hidalgo. Una cuestión de rutina. Era normal la visita protocolaria. Desde hace seis años,
lo hacía.

Entró a la casa, utilizando los duplicados de llaves que le había entregado Casimiro. Un protocolo
que comprometía el fervor sexual de los dos. Se habían conocido en ciudad Críspela. Desde muy
niños iniciaron una entrega pasional. Absoluta. En su infancia, todo les fue permitido; por la vía de
reivindicar el libre desarrollo de la personalidad. Como estipula la Carta Magna. Desafiaron a las
autoridades escolares. Una expresión de ensueño era su búsqueda constante.

Los domingos iban a misa, en el horario y la práctica ortodoxos. Un ensimismamiento hermoso.


Cogidos de la mano, atravesaban la nave central; desafiando las mirada s y las expresiones de
repudio de todos los cartujos y todas las cartujas del barrio. El párroco de la capilla, había advertido
a Monseñor Capuleto Velásquez Saldarriaga. Inclusive, el pasado Gran Viernes de Pasión, monseñor
estuvo en la iglesita. Desenvolvió el procedimiento acordado desde el Vaticano. En términos de
ejercer una rabia flagelante, inquisidora. Convocando a los fieles y las fieles a realizar exterminio
sobre aquellos y aquellas que vulneraran, con sus miserables procedimientos, la Santa Autoridad
de El Crucificado Mayor. Avaló, incluso la posibilidad de la lapidación y el linchamiento a esos y esas
que se atrevieran a flagelar al Divino Rostro del Dios Único Envolvente en la Esperanza Grata.

Para ellos no había ningún afán. El desafío iba de largo aliento. Podían más sus ansias y sus
escarceos sexuales, que cualquier mandato, por divino que pareciere. Cada uno, por su lado,
asumió el reto. No dejaron que sus familias impidiesen su amorío. Cada semana, los jueves, salían
al campo. Caminaban varios kilómetros, hasta llegar al charquito de aguas limpias. Se bañaban, se
tenían en larguísimo tiempo. Comían la merienda que habían empacado desde la noche anterior
mamá Altagracia y mamá Sara.

En la empresa donde laboraban los dos, eran comunes algunas sandeces, por parte de algunos de
sus compañeros. Como ese de colocar en sus lockers condones usados, falos adheridos a los
anos pintados. En ocasiones, fueron convocados por la gerente de la compañía, Anastasia del
Carmen Cipagauta Álvarez. Su caso fue llevado, por ella, a la Junta Directiva. Afortunadamente,
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para ellos y para la causa, no fueron despedidos, dada la vehemente defensa que hizo el
Presidente, de la Junta Toribio Marmolejo.

Ese sábado tres de abril, Exequiel visitó a Casimiro. Las cosas no iban bien, desde el pasado
martes, cuando Exequiel asistió, coincidialmente, a la escena de Casimiro y el negro Jackson
Olimpia Metaute. Unos afanes de subyugación hermosos. Los dos en el beso de la idolatría
manifiesta, como era conocido esa expresión, entre ellos. Los reclamos fueron absorbidos, por la
vía de reivindicar la “libre elección”, por parte de Casimiro. Un centro de gravedad los aprisionó. Lo
hicieron de manera más apasionada que de costumbre. Cuando descansaban en la cama, después
de bella entrega, Exequiel, rompió una de las copas en que habían bebido. La hendió en la
garganta de Casimiro. Se quedó impávido. Viendo correr la sangre de su amado. Lo acompañó
hasta su desfallecimiento definitivo.

Cerró el cuarto. Salió al escampado que rodeaba la casa. Y luego a la calle. Caminó hasta la casa
de mamá Altagracia. Entró, casi de manera subrepticia. Se instaló en su cuarto. No supo cuánto
tempo durmió. Lo que si supo y vio, fue la impresionante sombra de Casimiro, que se erguía cada
vez más. Corrió hasta su baño. Trató de cerrar la puerta. Pero la sombra pudo más. Rompió la
Puerta, cargó a Exequiel y lo lanzó contra el espejo. Clavó cada una de las astillas en todo su
cuerpo... Todo se hizo obscuridad absoluta.

Exequiel todavía ronda por todo el barrio. Aquí y allá, grita palabras relacionadas con su amante.
Con fuerza brutal, destroza todas las puertas…desaparece casi al límite de la desaparición de la
Luna y la llegada del Sol. Y, así será, por siempre.

Ocho

Utopía silenciada. Como férula hecha cuerpo

Nació en el leprosorio de Ciudad Vigía. Inimaginables los vientos, rodando. Venidos desde la
ternura amarrada, enviciada al truculento espasmo. Ella, por si sola, había rondado desde
antiquísimos tiempos. Desde cuando la vida se hizo secuencia desparramada por el mar hiriente.
Los avatares, en seguidilla, lo fueron siguiendo. Desde la violencia hecha muralla, profanada e
inhóspita, por lo bajo.

Esa mujercita, empezó a ver el mundo, como proclama ya arrinconada: Metida en la muerte de l a
simpleza y de la aventura ansiada. Ahora mutilada. Sus orígenes, en eso de la herencia venida
como patrón circular; remontan al tiempo en el cual la levitación era viento turbio; como cuando
uno pretende dibujar El Sol a mano alzado. Una circunscripción rotando por todos los avatares del
entorno. Viviendo una mudez que se amplía. Una memoria vaga; la ternura embolatada. Sin hacer
superficie en el agua. Dulce o salada. En todo caso, cuando Patronato Antonio Lizarazu llegó a la
vida; desde ahí mismo sintió que no podía vivir en ese escenario ditirámbico. Y se juntó con Inesita
del Santísimo Juramento de las Casas. Ella y él trataron de buscar remedio a las afugias heredadas.
Se hicieron al torbellino brusco, insensato.

Y, entre Anastasia y él, vaciaron todas sus fuerzas, como rogando aceptación. En este universo
explayado. Con sus sistemas ya definidos. Después de esa explosión constante. Yéndose por ahí.
En lo que sería una finura en todos los tiempos. Ecos de él y ella. Cantándole a los mares. Como
decían otrora; solo cantos de sirena.

Y llegaban las noches, después de ver morir el día. Y en la inmensa Luna, trataron de conocer su
otra cara. Como diciendo que no es posible la obscuridad eterna. Que lo sensato sería que, esa
Luna lunita, los acogiera. Y que les permitiera crecer a su lado.
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Ya, en el pueblito suyo había comenzado las fiestas. Y se escondieron para que no los incitaran, a
ella y a él a desestimular la alegría que, siempre, han querido conocer. Fiestecita encumbrada.
Venciendo la gravedad, al aire sus cuerpos. Atendiendo las miradas de papá y mamá. Fingiendo, en
veces, una locura hirsuta. Como escogiendo las nubes con las cuales arroparse. Y su Sol, amado
Sol, les prohibió avanzar hasta su centro hirviente; milenario.

Cuando a él lo tocaron las fisuras de piel. En esas ampollas que maduraban constantemente. Para
luego volverse estigmas supurando ese pus malévolo. Anastasia le rogó que la untara. Para
acompañarlo hasta todos los día y todas las noches juntos. Y, él en arrebato impuro le dijo sí. Y
llegaron a ese sitio. Conocieron a sus pares. Se hicieron solidarios. Cada día, en esa carne viva
licuada por el calor inmenso, como tósigo; fueron enhebrando los días. Y, en las noches,
contándose las historias aprendidas en pasado hiriente. Se hicieron sujetos y sujetas de la veeduría
ampliada. En ese perímetro primero y último, tuvieron que asumir sus datos personales. En lo que
eran ya. No en lo que fueron antes.

Y pasaban los días, en veces, fulgurantes. Rojos como deben ser las cosas y los cuerpos a la orilla
de esa estrella enana que va muriendo. Pensaron en la miríada de otros cuerpos celestes
ampliados. Un ejercicio que combina lo cierto de ahora. Y lo que puede pa sar después.-Patronato e
Anastasia del Santísimo Juramento de las Casas, empezaron ese mediodía que separa la vida de la
muerte. Ahí, en esa sillita breve. La del parquecito único. Se hacían sangría en sus pústulas. Se
besaban. Juntando esos labios henchidos. A punto de reventar. Se acariciaban sus cabellos. Se
miraban entre sí. Como en ese espejo no conocido.

Por fin, les llegó la muerte. En esa amplitud manifiesta. En ese parquecito. En su casita color azul
perenne. Y llevaron sus cuerpos. Los devolvieron a la tierra de la cual habían venido. Y se perdió la
suma de años y de siglos…simplemente no volvieron.

Un Sueño Erosionador

Lo que siempre soñó, Verticalisimo Dueñas Hinestroza, se hizo concreción. Desde que lo parió su
mamá Emperatriz Reina Hinestroza Gómez, se hizo a la idea de gobernar. En universo imbuido de
seres acostumbrados a verificar las herencias; por la vía de proclamar vigente el ejército milenario
de notarios del tiempo. Con esas aureolas crecidas y expandidas, por la totalidad de los horizontes.
En una envergadura posesiva, Quedando en vuelo, solo las vivencias cartujas. Como inmensidad
de ideas rotas, por lo mismo que su papá Lucio Xavier Dueñas Ugarte, ya había expelido todo el
odio posible en el entorno palaciego.

Casi siempre, de la mano con su hermanastra Anastasia María Hinestroza, iniciaba el día, con una
caminata por toda la vecindad. Constituida por hombres y mujeres adultos y adultas. No había
niños ni niñas. Solo él. Una manifestación explosiva, cuando no entendía las palabras dispuestas
por ahí. Como meros ecos repetitivos al infinito. Y, en ese mismo afán violento, los caminos se
abrían en puros lodazales. Ella, Anastasia María, asía su mano izquierda. Pretendiendo que no
volara al primer impacto de los vientos de abril y agosto. Porque, en eso de haber soñado lo que en
realidad es, Verticalisimo mostraba una enjundia inusual. Casi como rapacidad venida desde el
límite del tiempo y de la Tierra. Se iba por las nubes gruesas, densas. Exponiendo su mirada al
pálpito del hidrógeno azuzado, prepotente. Como si ya supiera, en ciernes, el poder guardado en su
centro rodeado de electrones y protones en fuerza devastadora.

Cada día iban, en sus paseos empalagosos, atesorando extravíos punzantes. Reteniendo el aire.
Cambiándolo de sitio. Inspirándolo en pleno bullicio de correrías. Desafiando los caballos, en sus
bríos y en la apuesta de conquistar distancias infinitas. Cada día, un afán superaba al otro. En una
nomenclatura escrita con la tinta sangre exprimida a los acorzados unicornios. Unas premisas
decantadas, a partir de codificar los seres. En sus huellas y en sus utopías.
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Todo el verdor de los inmensos jardines expuestos al bello Sol, en el día. Y, a la bella Luna, en las
tardes-noches. El maltrato iba fluyendo. A cada recodo, en paralelo, al camino primero; de sojaban
los cabellos de las lindas y tempraneras galaxias doncellas. Casi como al galope de los hierros
hendidos en los cuerpecitos. Cada hiriente lance, suponía imprimir su sello. Coqueta María,
imponente, esclava impotente, dirigía el espectáculo del día a día. Y empezaron los sembradíos de
cuerpos tiernos, desollados.

El paso del tiempo fue delineando los surtidores necesarios para recorrer la historia, por parte de
los cabríos sujetos del mismo corte. Como ADN ya pensado desde que explotaron, en hecatom be,
todos los aderezos forjando miríadas de soles, encasillados en estiramientos voraces de las
galaxias. Fuerzas gravitacionales infinitas. En infinitos universos expuestos en perspectivas. En las
lógicas viajeras. Como demostrando que, cada vida cabría en cada postura ígnea.

Y si, entonces, que Dueñas Hinestroza soñó en esa tarde-noche, que gobernaría la historia, desde
el mismo momento en que fue parido. Y mamá Emperatriz Reina fue consciente de eso. Por lo
mismo, en consecuencia, arrulló a su hijito en cunita hecha de hierros calcinados. Y de cuerpos
celestes sin vida. Y, en el hidrógeno condensado, preso en las coloquiales voces; desmirriadas
acezantes. Con energía espuria. Y, en ese crecer incesante, torcido. Contrario a las uniones, los
espasmos y las hecatombes, miradas millones de años luz, hacia atrás.

Se hizo idólatra de sí mismo. El sesgo creciente, lo vivió imprecando a su hermanastra esclava. En


procesos sigilosos. O aspaventosos, según fuese hora o momento. Y la poseyó en la misma franja
entre pasado y presente. En embelesado surco de ella. Hiriente, como el que más. Y, de esa unió n
surgieron, otras galaxias minimizadas en brillo y en cuerpos celestes válidos.

Una soñadera burlesca, lacerante. Impropia en lo que esto tiene de las iridiscencia s perdidas. En
afanosos y estridente voces licuadas por el viento enfermizo. Expandido por todo lo habido; por
cuenta de este mensajero procaz, vergonzoso.

Anastasia Viajera

Cuando llegó, ella, no pronunció palabra. Sus dos maletas empolvadas, bastaron pa ra llenar el aire
de una verdad traída por ella. Estuvo por fuera mucho tiempo. Tanto que se le olvidaron las calles.
No solo en nomenclaturas habladas, sino en lo que corresponde al significado: Como testigos del
tiempo que ha ido pasando. Y que pasó, aún sin ella. Su mirada no ha cambiado, en lo sustancial.
Su pelo sigue siendo tan negro como lo era desde niña. Lo único cambiado, lo hacía cierto el teñido
blanco-amarillo como huella de su tránsito por esta carretera hecha de piedras y arena. Un vestido
ceniciento. Como mostrando la ambigüedad hecha persona en ella. Atinó a entender que el piso
desnivelaba el trasunto del entorno; cuando su primer paso hizo trastabillar su erguida figura.
Caminando que camina, se fue yendo. Hacia la esquina olvidada. Y empe zó el vuelo largo de su
mirada; a tratar de adivinar algún referente conocido, válido.

No más la vieron caminar, las niñas del Colegio Manjarrez, en fila india, la miraron como si fuese
esplendor náufrago. Con la sencillez posible de encontrar, en este te rritorio que fue suyo. Y, las
mujeres niñas evidenciaron, en ella, su condición de mujer ya hecha. Pero que fue niña como ellas.
Y entornaron los ojos. En ese plenosol del mediodía. Y siguieron, siguiendo huella las unas de las
otras. Sin perder el compás de la música perdida en ese sonido solo, como soledad enunciada.
Llegar al Parque de las Palmas, deshizo la prisa suya. Y se sentó en la banquita única habida.
Mirando siempre en derredor. Fijó sus ojazos cafés en la puerta azulada de la casa de Los Acosta .
Sabía eso porque nunca olvidar podría lo que pasó esa noche en que tuvo que partir en veloz
andar. Vino, en plenitud, el recuerdo aciago. Volvió a ver el lazo energúmeno, manejado por Toribio
Acosta. Infringiendo azote agrio, feroz. Su madre recibiéndolo como castigo a su condición de
mujer viva, viviente. Ajena a la gendarmería desparramada en esa casa. Y en ese pueblo que
21

languidecía todos los días. Y, volvió a ver, las acechanzas de los hijos del patrón. Verdugo hiriente. Y
de su fuerza aviesa sobre su cuerpo, apenas niña, Y recordó, la algarabía ensordecedora de sus
pares; lanzando al aire el grito de la insolidaridad.

Volvió al camino. Transitando la ventidos. Hasta llegar a la alberca comunitaria. Estando ahí esa
lámina de agua verdeazulada. Refrescó sus manos. Y, con ellas, su cara. Tan hermosa como el día
que la vio partir, presurosa, golpeada, sangrante. Y, también, mojó sus labios gruesos; de carmesí
absoluto. Bebiendo hasta que sintió la acritud. En lo que sabor transfiere el agua empozada, qui eta.

Desanudó sus zapatos que, en tiempos ha, fueron de verde fuerte, sólido. Ahora transformados en
mero cuero híbrido y de suelas delgadas, casi rotas. Miró sus pies perfectos. Dedos rosados,
pulidos, largos. Supuso que era pertinente meterlos en la alberquita de todos y todas. Para ello, izó
su cuerpo. Y, con él, su pierna. Hasta casi deshacer la costura vertical de su vestido. Que cabía en
su cuerpo exhibiendo las líneas perfectas de sus caderas y de sus glúteos. Suspiró, e n do mayor,
cuando sintió el pulso tibio del agua. Hizo los mismo con la otra pierna, acrecentando lo maravilloso
de todo el cuerpo erguido, convocante.

Ya, en este tiempo pasando, los muchachos del Liceo Arredondo; estaban prestos para asediarla.
Como sujetos presurosos, maravillados, sedientos de ese cuerpo ígneo. E hicieron cerco, en honor
a la bella Anastasia. La Diosa. Ida del pueblo con heridas punzantes. Y venida al pueblo en
exhibición de monumental iridiscencia. Estuvo con ellos, adjetivando lugares y cuerpos, con sus
palabras. Y llegó la noche, bella. Con esa Luna infinita prendida. Y ascendieron hasta desaparecer,
allá en el horizonte inmenso. Buscando el Sol para alcanzar el fuego puro. Para lograr, Ella y Ellos,
azuzar, en él, el paso de la vida, aquí y ahora, hacia la vida que viniendo venga.

Nueve

La cautiva liberada

Andando el tiempo, entonces, recordé lo que fui en próximo pasado. Y me volví a contar a mí
mismo. Con palabras de los dos. Aquellas que construíamos, viviendo la vida viva

Es como todo lo circunstancial. Cuando regresas ya se ha ido. Y lo persigues. Le das alcance. Y lo


interrogas. Al final te das cuenta que fue solo eso. Por eso es que te defino, a ti, de manera
diferente. Como lo trascendente. Como lo que siempre, estando ahí, es lo mismo. Pero, al mismo
tiempo, es algo diferente. Más humano cada día. Una renovación continua. Pero no como simple
contravía a la repetición. Más bien porque cuenta con lo que somos, como referente. Y, entonces,
se redefine y se expresa, En el día a día. Pero, también, en lo tendencial que se infiere. Como
perspectiva a futuro. Pero de futuro cierto. Pero, no por cierto, predecible. Más bien como insumo
mágico. Pero sin ser magia en sí. No embolatando la vida. Ni portándola, en el cajón de doble
tejido y doble fondo. Por el contrario, rehaciéndola, cuando sentimos que declina. O, cuando la
vemos desvertebrada.

Siendo, como eres entonces, no ha lugar a regresar a cada rato. Porque, si así lo hiciéramos, sería
vivir con la memoria encajonada. En el pasado. Memoria de lo que no entendimos. Memoria de lo
que es prerrequisito. Siendo, por lo mismo, memoria no ávida de recordarse a sí misma. Por
temor, tal vez, a encontrar la fisura que no advertimos. Y, hallándola, reivindicarla como promesa a
no reconocerla. Como eso que, en veces, llamamos estoicismo burdo.

Y, ahí en esa piel de laberinto formal, anclaríamos. Sin cambiarla. Sin deshacernos de lo que ya
vivimos sin verlo. Por lo mismo que somos una cosa hoy. Y otra, diferente, mañana. Pero en el
mismo cuento de ser tejido que no repite trenza. Que no repite aguja. Que se extiende a infinita
textura. Perdurando lo necesario. Muriendo cuando es propio. Renaciendo ahí, en el mismo, pero
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distinto entorno.

Quien lo creyera, pues. Quién lo diría, sin oírse. Quien eres tú. Y quien soy yo. Sino esa secuencia
efímera y perenne. De corto vuelo y de alzada con las alas, todas, desplegadas. Como cóndores
milenarios. Sucesivos eventos diversos. Sin repetir, siquiera, sueños; en lo que estos tienen de
magnetismo biológico. Que ha atrapado y atrapa lo que se creía perdido. Volviéndolo escenario de
la duermevela enquistada.

Y, sigo diciéndolo así ahora, todo lo pasado ha pasado. Todo lo que viene vendrá. Y todo lo tuyo
estará ahí. En lo pasado, pasado. En lo que viene y vendrá. En lo que se volverá afán; mas no
necesidad formal. Más bien, inminente presagio que será así sin serlo como simple simpleza sí
misma. Ni como mera luz refleja. Siendo necesaria, más no obvia entrega.

Y siendo, como en verdad es, sin sentido de rutina. Ni nobiliario momento. Ni, mucho menos, infeliz
recuerdo de lo mal pasado, como cosa mal habida; sino como encina de latente calor como
blindaje. Para qué hoy y siempre, lo que es espíritu vivo, es decir, lo tuyo; permanezca. S siendo
hoy, no mañana. Siendo mañana, por haber sido hoy...y, así, hasta que yo sucumba. Pero, por lo
tanto, hasta que tú perdures. Siendo siempre hoy. Siendo, siempre mañana. Todo vivido. Todo por
vivir. Todo por morir y volver a nacer. En mí, no sé. Pero, de seguro sí, en ti como luciérnaga
adherida a la vida. Iluminándola en lo que esto es posible. Es decir, en lo que tiene que ser. Sin ser,
por esto mismo, volver atrás por el mismo camino. Como si ya no lo hubieras andado. Como si ya no
lo hubieras conocido. Con sus coordenadas precisas. Como vivencias que fueron. Y hoy no son. Y
que, habiendo sido hoy, no lo será mañana.

Y es ahí en donde quedo. Como en remolino envolvente. Porque no sé si decirte que, al morir por
verte, estoy en el énfasis no permitido, si siempre he querido no verte atada, subsumida; repetida.
Como quien le llora a la noche por lo negra que es. Y no como quien ríe en la noche, por todo lo
que es. Incluido su color. Incluido sus brillosos puntos titilantes. Como mensajes que viene n del
universo ignoto. Por allá perdido. O, por lo menos, no percibido aquí; ni por ti ni por mí.

Y sí que, entonces, siendo yo como lo que soy; advierto en ti lo que serás como gu ía de quienes
vendrán no sé qué día. Pero si sé que lo harán, buscando tu faro. Aquí y allá. En el universo lejano.
O en el entorno que amamos. Anastasia, tú y yo por siempre

Lo dicho, ahora, mi ser

No más, ayer martes, estaba departiendo con Anastasia Ventaquemada Gutiérrez. Justo un día
después de haber recriminado a Bonifacio Placenta, por sus acciones de bandido. Concretamente
el hecho de haber insinuado su irreverencia e irrespeto a la libertad efe ctiva que tenemos los
sujetos y sujetas, para decidir nuestros roles. Fuimos, por dos años, amantes incrustados en el que
decir de los habitantes de Alejandría, ciudad de putas,

Éramos herejes absolutos. Sin ningún asunto de perplejidad. Íbamos y veníamos. En todo lo
permitido y lo iconoclasta. Nos dábamos a toda hora. Sin importar los insidiosos discursos
enhebrados por las ideas mortecinas, de Felipe Miserable. Varón de trasunto amargo. Emparentado
con la diatriba propia de san Alberto Magno, Como ese de andar, por ahí, vociferando a nombre de
la Idolatría Nueva. Mezclada con testimonios íngrimos, de los y las beneficiarias (os) del nuevo
Territorio de putas y putos inconmensurables.

Y, por lo menos yo, le di cuerda a mi lascivia necesaria. Me masturbaba a nte la imagen de María
Magdalena y de Santa Helena. Asediaba a todas las mujeres. Sin importar condición y origen.
Recuerdo, de tiempo en tiempo, los momentos de plenitud y regocijo, cuando fungía como violador
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profesional. Le daba a lo que fuera. La única condición refería a su condición de célibes enajenados
(as), dispuestos (as) a celebrar el placer, por lo que vale en sí mismo.

Bebí en todas las fuentes. Y en todos los escenarios. Navegué en todos los mares ciertos e
inciertos. Vulneré lo que se atravesó a mi paso. Hice, de mi pene un símbolo de ma jestuosa
permanencia. Asumí mi condición de penetrador insigne. Llevando, por ahí, mi manifiesto de
libertino sujeto. Solo comparado con lo exhibido por Calígula. Mi maestro. Porque no entendía el
porqué de las alusiones de perversión al hecho mismo de ubicar como fundamental los coitos
continuos. Nunca como expresión de vulneración. Lo mío era otorgación de libertad majestuosa,
absoluta, necesaria.

Y, entonces, el matar por acceder al sexo continuo era, para mí, un principio inamovible. Lo más
cercano a la emulación del libre albedrío, necesario. En un yendo por ahí. Accediendo a las mujeres
y a los hombres, En una continuidad sin par. Sin descanso alguno. Un ejercicio continuo, insensato.
Proclamación de la libertad sin límites.

…Y los trascendí. Los cadalsos fueron, para mí, meras formalidades. Una disposición a morir en
cualquier hora o segundo. Y se me dieron las cosas, en el tiempo. Una euforia perenne.

La sensación de sensatez, volaba en la inmensidad de lo arbitrario. Una decisión muy mía. Tanto
como entender que, paso a paso, me convertí en abusador. En sujeto de vulneraciones sucesivas.
De pensamiento misógino ampuloso, ampliado. Casi como si fuese obligatorio el reglamento
impúdico asociado a la depredación insigne.

Nada que recordar, entonces, asociado a la pulcritud envolvente de los vasallos que deambulan.
En la búsqueda de explicaciones brutas. Tanto como entender que lo hecho, hecho está. Y que, en
lugar de las lamentaciones miserables, debe ser instaurada la lógica de lo posible. Es dec ir, de la
lógica del devenir aciago. Siendo así, entonces, lo poseyente, como insumo magnificado, está ahí.
En una sumatoria de alegorías. Infames. Abominables. Absolutas y necesarias en nuestro tiempo.

Lo que viene, vendrá como violencia prístina

En el luchar solo quedaba una persona. Anastasia Tunjo. La dueña de los rigores asociados a la
querencia benévola. Había Nacido en San Segismundo. Municipio situado en la orilla occidental del
rio. Había llegado once años atrás con su séquito envolvente. Negros y negras, trajinados en la
lucha infinita en contra de los teñidores de beneplácitos soeces y perdularios. Esta hembra había
desechado todo lo adherido a las lisonjas y oropeles. Nacida en rancho amargo. Como dándole
vueltas a su origen. Estuvo con Benjamín Trinidad en la batalla de San Eugenio, pueblito situado al
lado oeste de la ciudad.

Se hizo insigne lectora de los panfletos y de la doctrina bien elaborada. Tradujo los textos emblema
de la libertad conjugada en todos los principios definidos por la gramática usurpadora. A ella le
satisfacía más el coloquio entre líneas. Una comunicación mucho más sincera con sus pares.
Libertarios insumisos de siempre. En esos ires y venires del día a día, propuso la estampida. Como
queriendo erradicar esas voces melifluas, que acompañaban a los de la otra orilla. Sapientes
sujetos y sujetas. Por lo mismo que no acataban a erguirse como propuesta de revolución. Más
bien como simples aureolas ganadas en los discursos de grandilocuencia insípida.

Y se hizo, ella, panfletaria ilustrada. Una vena potente la cruzaba. En sus discursos inflamables. De
esos que nombran la espera como tesitura vergonzante. Llamó las cosas por su nombre. Así, no
más. Como cuando hizo, a mano alzada, la letra de los libertarios y las libertarias. Una holgura de
palabras. Bienes hechos. Ilustradas con la necesidad de arrasar todo lo habido en construcción por
los genuflexos personajes del ya y del ahora.
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Que cambiaron su canto iridiscente, libertario; por golosinas vomitivas de por sí. Con ese llamado a
condensar todo, en una réplica de paz dulzona. Como aquellas expresiones, diciendo si a los
infames apoltronados. En la Universidad. Y, en el día a día de los hechos. Cambiándole de nombre
a los sujetos obreros y las sujetas obreras. Dibujando un introito vergonzante. Lapidarios y
lapidarias de la lucha tenaz. Y no volvieron a hablar de sindicatos. Ni de huelgas, ni nada parecido.
Se convirtieron en herederos y herederas de la mierda instaurada en el poder. No volvieron hablar
de sus fisuras. Nunca retrotrauyeron la lucha violenta, límpida de la revolución hecha fuego
libertario absoluto.

Más bien, instauraron la palabra enmermelada. La que se empezó a escuchar en los pasillos de
palacio. Del nido insufrible. Por su olor rancio. Subieron al pedestal de los otrora y siempre
enemigos de cualquier expresión soberana. De palabra y de hecho. Se fueron yendo por el camino
avieso. Llamando a los aurigas del señor de los señores. Emparentados y emparentadas con la
fidelidad a los Césares modernos. Construyeron pocilgas, como estancia firme. Se hicieron
manifiesto de lo nuevo. De la “tercera vía hijueputa”. Calcinante como la que más. Y llamaron a sus
huestes. A los y las parapléjicas hendiduras en el piso. Se hicieron héroes de ellos y ellas. Volcaron
su pudor, tratando de no envejecer al son de la bienamada patria. En una constante fuerza ida.
Auxiliadora de los mensajes. De los entregados y entregadas. En vez de envejecer y morirse, como
sería lo justo; envejecieron con la diatriba en sus labios. Arrepentimiento hediondo. Como
sucedáneo de la malparidez. En el ahora, sujetos y sujetas parlanchines, llamando a claudicar.
Estando, eso sí, en la pulcritud, de los escritorios límpidos, blancos por lo que tienen de ilusionismo
anclado en su deseo de desandar lo andado antes.

Yo sí que llamo a combatirlos y combatirlas. Con la pluma y la acción. Con las letras nunca perdidas
de la revolución. Y con los hechos en contravía de esa paz burguesa, instaurada hoy en día. Al lado
de lo ignominioso. En un afán de rendir cuentas. Ya, el pasado, no existe. Ni siquiera como huella
penitente, Más bien como entrega malvada. Como pajarracos agoreros. Vestidos y vestidas en seda
infeliz. Vergonzante. Ansiando que, en esta parodia impertinente de ahora, se puedan redimir sus
escapes pervertidos. A nombre de una paz. Que no será, hasta que los y las que quedamos
derrumbemos el poder que, a pesar de su bendición, desaparecerá algún día. Sin que, de él,
quede polvo sobre polvo. Esas fueron sus últimas palabras.

Lo convenido es, para mí, la valoración de palabra hecha. Yo me fui por ahí. Tratando de precisar
lo que quería hacer, después de haber propuesto volar con la vida en ello. Y es bien convincente lo
que me dijiste ese día. Y yo me propuse transitar el camino que tú dijeras. Y, te entendí, que sería
el comienzo de una ilusión forjada a partir de validar lo nuestro como propósito de largo vuelo.
Ante todo, porque he sido tu amante desde siempre. Inclusive, desde que yo hice de mis pasos
naciente, una conversadera sobre lo que somos y lo que fuimos. Sin temor al extravío, acepte que
no había regresión alguna. Que seríamos lo que nos propusimos ese día, siendo niño y niña; con en
realidad éramos. Y sí que arreció la bondad de tus palabras. Enhebrando los hilos de lo vivo y
vivido. Aun en ese lugar del tiempo en el cual apenas si estábamos en condición de realizar el
ilusionario. Un desarreglo, ungido como anarquía de sujetos. Sin detenernos a tratar de justificar
nada. Como andantes eternos. Como forjando el tejido, a manos llenas . Y, pensé yo, hay que dar
camino al mágico vuelo hacia la libertad, ayer y hoy perdida. Un vacío de esperanza atormentador.
Por lo mismo que era y es la suma de los pasado. Y, precisando en el aquí, que nos dejábamos
arropar de ese tipo de soledad acuciosa. Casi como enfermedad terminal. Como si nuestro
diagnóstico se lo hubiera llevado el viento. En ese todo de melancolía que suena solo cuando se
quiere ser cierto sin el protagonismo del diciente lenguaje habido como insumo perplejo. En todo
ese horizonte expandido de manera abrupta, imposible de eludir.

Un frío inmenso ha quedado. Ya, la nomenclatura de seres vivos, de ser amantes libertarios; se ha
perdido. Mirando lo existente como dos seres que han perdido todo aliciente. Un vendaval
potenciando lo que ya se iba de por sí. Fuerte templo en eso que llamamos propuesta desde el
infinito hecho posible. Como circundante la Tierra. En periodos diseñados por los mismos dos que
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se abrazaron otrora. Cuando creímos ver en lo que pasaba, un futuro emancipador. Ajeno a
cualquier erosión brusca. Como alentando el don de vida, para seguir adelante. Hasta el otro
infinito. Pusimos, pues, los dos las apuestas nítidas, aunque complejas. Un unísono áspero. Pero
había disposición para elevar la imaginación. Dejar volar nuestros corazones. Como volantines sin el
hilo restrictivo. Y, si bien lo puedes recordar, hicimos de nuestros juegos de niño y niña, todo un
engranaje de lucidez y de abrazos cálidos, manifiestos.

Hoy siento que lo convenido en ese día primero del nacer los dos, ha caído en desuso. Porque, de
tu parte, no ha disposición. Que todo aquello hablado, en palabras gruesas, limpias, amatorias. Un
vaivén de cosas ve yo. Un estar pasando el límite

Lo convenido es, para mí, la valoración de palabra hecha. Yo me fui por ahí. Tratando de precisar
lo que quería hacer, después de haber propuesto volar con la vida en ello. Y es bien convincente lo
que me dijiste ese día. Y yo me propuse transitar el camino que tú dijeras. Y, te entendí, que sería
el comienzo de una ilusión forjada a partir de validar lo nuestro como propósito de largo vuelo.
Ante todo, porque he sido tu amante desde siempre. Inclusive, desde que yo hice de mis pasos
naciente, una conversadera sobre lo que somos y lo que fuimos. Sin temor al extravío, acepte que
no había regresión alguna. Que seríamos lo que nos propusimos ese día, siendo niño y niña; con en
realidad éramos. Y sí que arreció la bondad de tus palabras. Enhebrando los hilos de lo vivo y
vivido. Aun en ese lugar del tiempo en el cual apenas si estábamos en condición de realizar el
ilusionario. Un desarreglo, ungido como anarquía de sujetos. Sin detenernos a tratar de justificar
nada. Como andantes eternos. Como forjando el tejido, a manos llenas. Y, pensé yo, hay que dar
camino al mágico vuelo hacia la libertad, ayer y hoy perdida. Un vacío de esperanza atormentador.
Por lo mismo que era y es la suma de los pasado. Y, precisando en el aquí, que nos dejábamos
arropar de ese tipo de soledad acuciosa. Casi como enfermedad terminal. Como si nuestro
diagnóstico se lo hubiera llevado el viento. En ese todo de melancolía que suena solo cuando se
quiere ser cierto sin el protagonismo del diciente lenguaje habido como insumo perplejo. En todo
ese horizonte expandido de manera abrupta, imposible de eludir.

Un frío inmenso ha quedado. Ya, la nomenclatura de seres vivos, de ser amantes libertarios; se ha
perdido. Mirando lo existente como dos seres que han perdido todo aliciente. Un vendaval
potenciando lo que ya se iba de por sí. Fuerte templo en eso que llamamos propuesta desde el
infinito hecho posible. Como circundante la Tierra. En periodos diseñados por los mismos dos que
se abrazaron otrora. Cuando creímos ver en lo que pasaba, un futuro emancipador. Ajeno a
cualquier erosión brusca. Como alentando el don de vida, para seguir adelante. Hasta el otro
infinito. Pusimos, pues, los dos las apuestas nítidas, aunque complejas. Un unísono áspero. Pero
había disposición para elevar la imaginación. Dejar volar nuestros corazones. Como volantines sin el
hilo restrictivo. Y, si bien lo puedes recordar, hicimos de nuestros juegos de niño y niña, todo un
engranaje de lucidez y de abrazos cálidos, manifiestos.

Hoy siento que lo convenido en ese día primero del nacer los dos, ha caído en desuso. Porque, de
tu parte, no ha disposición. Que todo aquello hablado, en palabras gruesas, limpias, amatorias. Un
vaivén de cosas ve yo. Un estar pasando el límite, contigo Anastasia.

Diez

La Mujer Soñada

Y seguí, yo, n ese tiempo yo estaba en el municipio de Varadero. Decidí ir allí, porque ya sabía de
las condiciones en mi barrio, en mi casa y en la ciudad. Se había tejido una hilatura de versiones,
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en términos de lo que era mi presencia, a cada nada, en la casa de los Beltrán. Un tiempo de nunca
acabar. Y todo, porque yo tenía suficientes elementos teóricos para acercarme a ellos y a ellas.

Habían venido desde Mutatá, Antioquia. Campesinos absolutos. Con el énfasis de prodigar
solidaridad a quien o quienes la necesitaban-. A su vez, herederos y herederas de las tierritas de su
bisabuelo. Un tanto descuidadas, sí. Pero pusieron empeño a pura pulsión. Destacando las
bondades de la ganadería Y de los plátanos. En esto último, don Feliciano Beltrán, puso ojo avizor,
en las posibilidades que estaban ahí. En ciernes. El mercado internacional y las posibilidades de
comprar otra tierrita en Chigoorodó. Había conocido a don Apolinar Cifuentes. Otro macho para el
trabajo. Decidieron intercambiar ilusiones y trabajo.

El día en que llegaron al barrio Aranjuez, en la ciudad de Medellín, yo los y las observe. Digo yo,
ahora, detecté su talante. De las ganas que todavía tenían para trabajar. Una de ellas, Anastasia,
empezó a estudiar en la Universidad Pontificia Bolivariana. De buen cuerpo, pero de mejor talento.
Me contó, después, que se había decidido por la sociología, en razón a que se había hecho la
promesa de investigar a fondo, la situación de nuestro país y de la interacción con la situación en
América Latina. Particularmente, en lo referido a la noción de poder político y su incidencia en el
curso de los hechos políticos y económicos. Ella me decía, algo así como énfasis en la condición de
dependencia de nuestros países que ella llamaba periféricos, con respecto a lo que llamaba “el
nuevo imperio”, haciendo alusión a los Estados Unidos de Norteamérica.

Yo me hice amigo de ella. Me gustaba escuchar sus palabras. En eso que, hemos dado en lla mar,
don de la palabra. Tanto así que, los sábados, yo iba a su casa. Y conversábamos h asta bien
entrada la noche. Me fui entusiasmando con su didáctica y compromiso con la historia. Y con el
presente,

Valga anotar que, yo, fui siempre un obrero. Trabajaba en una empresa de textiles de la ciudad.
Mi formación académica no iba más allá de ser bachiller, egresado del Liceo Marco Fidel Suárez. Mi
actividad laboral era muy cambiante. Todo, en razón a los horarios. Unas veces en turno de la
mañana. Otras, en el turno de amanecida, que llamábamos en ese entonces.

Ezequiel y Luz Marina alternaban sus oficios regulares en la casa, con la asistencia a la escuela
nocturna. Así terminaron su formación secundaria. Pero, tal vez lo más relevante, en ese entonces
era la vinculación de toda la familia, al quehacer en el barrio y en la ciudad. Mamá Laurent ina,
trabajaba día y noche, para garantizar la manutención de la familia. Don Iznardo, papá esposo,
consiguió un trabajito como vigilante en el aeropuerto Olaya Herrera. Con los ahorritos que
hicieron, fueron levantando la casita. De tener un piso, pasó a ser una casita de tres pisos.

Lo cierto es que, en el barrio, empezó a desarrollarse un tipo de relación y de manifestaciones, de


cercanía con la irrupción de hechos no habidos antes. Betsabé, empezó un trabajo de reflexión y de
empoderamiento de las vecinas y vecinos. Esto fue mal recibido por los que se empezaron a llamar
“Custodios de la Paz”. Tanto así que, en el correr de los días, se fue tornando, el barrio, en u n
vividero agrio. Tanto como entender que, todas las noches, se presentaban allanamientos a las
casas, por parte de supuestos o reales funcionarios de la policía y el ejército.

Para ese entonces, yo le había declarado mi amor a Anastasia. Ella respondió con buen ánimo. Nos
veíamos, a más de los sábados, los jueves, cuando ella tenía horas libre s en la universidad y, yo
disfrutaba de tiempo compensatorio en la empresa. Un día cualquiera, mientras yo estaba
laborando, los policías y militares, entraron a la fuerza a la casita de Anastasia. Se los llevaron a
todos y a todas.

Un año después, sigo sin saber nada de ellos y ellas. Solo sé, y estoy seguro, es que no volveré a
verlos ni a verlas. Simplemente, siguieron conmigo. Por eso estoy aquí. En este sitio que elegí como
lugar de estadía. Huyendo de las amenazas impartidas por “Los Templarios Modernos”. Grupo de
asesinos, al servicio del gobernante de turno. Y, por esto mismo, declaro mi condición de guerrero.
27

A nombre del pueblo y de la dignidad de los y las luchadores (as) por la libertad.

El Incisivo Lado

Sí que anduve en ese tiempo. Por todas partes. Como buscando a alguien a quien no conocía. Y se
me dio por ir a ese sitio prohibido. Ese que de solo mencionarlo, como que eriza la piel. Yo diría
que, en siendo ese lugar huérfano de calidez, para mí se tornaba en insondable partición. Entre lo
que soy y lo que nunca he sido. En una gobernanza vacía. Tratando de localizar a la ternura.
Perdida en lejano momento. O, tal vez, tratando de encontrar la danza de los aires. Esa que miré,
por primera vez, el día en que empecé a sentirme solo. Como pájaro de incierto vuelo. En redondo.
Partiendo del mismo lugar, siempre. Y volviendo al mismo cada nada. Como intentar acceder a la
vida lúcida. Desde la quietud del silencio. Enrevesado peregrinaje. Ese. Sí, el que no da lugar a la
posibilidad de certeza.

En andando, entonces, separé mi cuerpo del espíritu incierto. Como tratando de dar cabida a la
veracidad. A eso que llaman vivencia exacta. Como en Plano Cartesiano. Como coordenadas
mismas. Bipolares. Y, entrando en ese juego, recurrí a la estrategia aristotélica; para hacer ética en
cualquier lugar. Y me perdí en el intento. Circundándolo todo en el boquejarro de Orestes asediado
por la turba suya. Como cuestión referida. Y, ya, venida a menos. Como cantando a los dioses
milenarios. Como rogando al universo. Tratando de asirlo en cada paso. O en cada abrazo.

Y como que fui creciendo en nada. Porque se hizo perenne la tendencia al naufragio. Con Hermes
impávido. Viéndome pasar, de un lado al otro. Como en esa locura intrépida. Tratando de hacer
recordación de lo vivido. Como cuando, en pertenencia efímera, estuve al lado de quien fue mía. En
ese otro tiempo. En esa expoliación del mar. Con mi embarcación ávida de pertenencias
vergonzantes. Timonel impropio, siendo yo ese.

Y, en lo justo. Cualquier día fui a parar en lo que, una vez, fue la memoria de todos y de todas.
Una ensenada amplia. Monocorde. Insípida. De entre las sombras chinescas, apareció Miguel
Ángel. Con su Moisés en bruto. Tridimensionado. Como queriendo ofrecerlo, en recambio, al dueño
de la Lámpara Milagrosa. En escenario de las Mil y Una Noches. Un agarrotado sujeto. Ese yo,
sucumbiendo. Mirando desde el abismo. En premonitorio afán recogido. Escondido. Para exhibirlo
después. En las fiestas engalanadas del Dios Insurrecto. Afín a las calendas profanas.

Y, en ese horizonte turbio, mío. In crescendo se hizo nítida la osadía de tentar a la suerte. En juego
de naipes marcados. Tratando de ganar la apuesta. Esa que me ha sido incierta. Demoledora. En lo
que tiene de opulenta extirpe y figura. Draconiana. En vertimiento denso. De los ríos en ciernes.
Empezando su viaje hacia el Padre Mar. Bravío. Y lo jugado, por mí, se hizo afinidad con los
gendarmes. Enhiestos. En lo que han sido como verdugos, en los cadalsos propuestos. Como rueda
giratoria. Para recepcionar a Giordano. Y a Atila. Y a Robespierre. Y al Coloso Machado. Y al
anchuroso de bondad, toda, El eterno Garibaldi. Y yo con ellos. Tratando de no perderles el paso.
Para ahogarme en sus propios lazos. Estirados. Manifiestos. Como reclamando , en vida esta, la
veracidad de esos sueños perdidos. Añorados.

Y sí que, entonces, me fui perdiendo en lo mío. Sin verte, lejana novia mía... Amante perenne. Que
conmigo has estado siempre. En esos vuelos raudos, de cóndores nacientes. En esa mitad de lu z
cotidiana. En ese andar mío. Lóbrego. Gris. Declinante siempre.. Es ahí en donde recuerdo a mi
Anastasia, desaparecida. En un tiempo en el cual, pensar en los otros y en las otras, se había
vuelto delito.

Ella, el ocaso perenne.


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Lo habitual era mirar su risa buscona. Andando, en ocasiones, la partitura de la melodía aprendida
cuando éramos adolescente. Sí que gozábamos en ese tiempo. Después de las clases olvidadas
casi. El colegio ya solito. Nuestras vacaciones ejercían ese encanto fundamental a la hora de
desdecir lo que habíamos hecho. Esas voladuras de juegos. Ella y yo postulándonos para asumir la
dirección de lo aprendido. Como sacando animalitos del sombrero de papá. Las circunstancias
tenían atracción mágica. Sin ningún tipo de rodeos dispensador es. Nos metíamos en ese tumulto de
cosas impensadas. Yendo hasta el límite constante. En una alegoría suprema. Decantando las
palabras hechiceras. Recuerdo, hoy, cuando la vi pasar. Un día plácido, silencioso. Y, yo, me
inventé la canción propicia. Y se la canté ahí en el patio glorioso. El que estuvo con ella y conmigo
desde siempre.

Y alzo vuelo la imaginación de ella y la mía. Dándole vuelta a la tuerca del horizonte creado para
ensalzar el milenario estribillo. Aprendido des tiempos de Juan Cristóbal Ayerbe. Esos enigmáticos
personajes que anduvieron tras la huella d Angélica y la mía. En una exhibición de protestas
cambiantes. Ora era lo anchuroso del río. Y, después, por lo visto en el eclipse de cada cien años.
Cuando mirábamos el hecho. Entendiéndolo como simple hechura de magia tardía.

Ella volvió mucho tiempo después. Desde que se marchó, yo no había emitido ni una sola
percepción de realidad. Simplemente, me hice soporte de las calendas contadas para ella. En ese
universo de voces íngrimas. Sonsacando a la criatura que ya había nacido. Un cordel como
supuesto hilo de orientación venido a menos, desde que la ignición se hizo panfleto añorado. Pero
desechado antes de leerlo. Ella con su fugaz expresión de palabras altisonantes. Como esas que se
dilapidan, sin que lleguen a ejercer el rol del cual había sido dotado.

Yo hice lo justo. Pronuncié mi habladuría aprendida desde el momento en que la conocí. Allá en el
largo volar. En el cual me dije que lo otro era cosa de los iletrados en solidaridad y la ternura. Me vi
pasar de un lado al otro. Sin encontrar la posibilidad de seguir matizando el dolor profundo,
inmenso. Yo, como ador de lo que no tenía. En esas ínfulas mías de creerme acompañante dulce,
amante. Siendo así, entonces, ejercí como reparador de artículos relacionados con la soledad.

Me fui, una vez pasó el encanto, expliqué al mundo lo que deseaba en términos de uniformidad
hirsuta. Dependiente de las voces agrias de los seguidores de ella. Yo, tratando de erigir, como
soporte, la algarabía de los primeros días. Cuando, mi madre, entro al concierto de los seres
habido, vivos. Ella, sin otro aliciente que estar al borde de los suplicios, cada vez. Hice lo justo,
para revertir el tiempo. Pero, este, se hizo remiso. Actúo como sujeto remiso. Pro caz al infinito.
Nervadura insólita. Ya que, la diosa mía avanzó hasta llegar a la Tierra de la de los lúcidos
itinerantes.

Y vine a saber, a través de las imágenes del Dios Sol, que, Anastasia, había marchado con Euclides
Gonzáles. El amante furtivo de ella. Y, se lo dije a agritos. Todo lo entendido a partir de la
exuberancia de su cuerpo erguido. Pero con una sumatoria de deslealtades, apenas comparable
con el recorrido del amado Plutón. Expuesto al frío absoluto. Parecido a la negligencia. A la traici ón
con relación al sujeto vivo o viva en cada día. Y cada nanosegundo andante.

Si me fui, uno, por el camino menos enrevesado posible, solo lo dirá el tiempo sin olvido acatado.
Lo cierto, entonces, fue que albergué la esperanza, hasta el último de su corazón. Inmenso en lo
que refiere la amplitud de alma y de cuerpo. Me quedé mudo, entonces, porque decidí no hablar,
por el tiempo en que ella siguiera siendo inoportuna, al momento de dejar ver el tránsito de la vida.

Once

Ella, libertad esclava


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Recuerdo que se hizo libre, cuando cumplió diez años. Era como ave pasajera. En ese volar ocioso
de todos los días. Lo primero, fue anunciar su palabra. Desde el sitio que ocupaba. Un berenjenal
asfixiante. Ella, como yendo a cada lugar, lo propuso como lugar de llegada. De todos y todas. Lo
suyo, casi como lisonjera palabra. En un mar abierto, expósito. E hirió el agua con la espada que
había recibido en el inmemorial tiempo vivido. Se fue por lo bajo. Andando sobre las aguas, como
el dios en sumisión. Ese que trató de evitar la anarquía de lo que somos. Ella, la divina Eloísa,
vertió su ser sobre la incandescente lava del volcán primigenio. Haciéndolo como si hechizos
hubiera aprendido. Desde el tiempo habido, increado, subyugante. En un volar con alas prestadas .
Y comprometió todo lo que ya estaba hecho. Pero no de mano divina; sino de mano que infiere la
materialización de lo inmerso en natura misma.

Y yo la encontré, ese día, en el lugar inapropiado. Por lo mismo que lugar distante de lo que somos
y hemos sido. Como territorio áspero no grato. Y la convencí para que nos fuéramos hasta donde el
principio inició la vida. Con esa manera de ser mía. Tratando de horadar las mentes para que no
sean más ellas, autónomas. Sino, en contario, simples expresiones del cretinismo ilustrado. Y. yo,
en esa petulancia encontrada en el cerebro de los dioses malignos, acezantes, hirientes. Me seguí
yendo en una postura de infinita miseria de alma. Un yo, el mío, asido a la divinidad aprendida,
transferida por mi madre. Mujer de mil violencias aceptadas. Mujer reclamante en ese silencio de
ella. Como repetición infinita en todas las mujeres. Siendo, ellas, instrumentos para tratar de
demostrar la primigenia teoría del yo masculino como poseyente locura inveterada.

Ella, se hizo libre, En el lugar de las devociones al debe. En una pulcritud de vida como miríada
absorbente. Convocante. Y yo, ese día cierto, le dije lo que era mi premonición adscrita al itinerario
de los Césares. Esos que, en ella, hirieron con estocada malévola su ilusión, su imaginario abierto,
absoluto. En una nervadura punzante. Dueña de lo que existe. Tomada a la fuerza, por la vía de la
perversión inmemorial. Y, yo, en taciturna expresión arrobada, no hice otra cosa que validar el
vergonzoso dominio de esos individuos reinantes. Sobre la decadencia toda. Vigente, como lastre
inconmensurable. No siendo más, entonces, traté de labrar mi figura, pretendiendo que, en ella, se
leyera la inmensidad de los caminos andados.

Y siendo, ese día, infame pleitesía dirigida a los lacerantes sujetos, extendidos por todo el territorio.
El de ahora. Lúcido. O el del ayer suyo. O el de mañana en ciernes. Como dicienciéndose a ellos
mismos virtuosos hacedores de todo lo que hemos visto. En esa secuencia anodina, Urticante.
Vergonzante.

Y, Anastasia, en esa libertad galopante, imaginada. Se prolongó en el tiempo. Como diosa


adyacente al plano de territorio descubierto antes. En ese proceso dañino. Violento. Sin referente
habido antes. Se fue yendo, ella, como si nada hubiera pasado. Como si se hubiese hecho cómplice
de la satrapía más acerada que la espada del Santo Grial buscado. Y no sé si lo hizo como
consciente sujeta. O como mujer envuelta por las mentirosas palabras de los aduladores, todos. Lo
cierto es que la miré como asustadizo pájaro cantante. O como súbdito dominado desde antes. Por
los que dominaron antes que ella.

En fin, entonces, que soy náufrago penitente. Horadado por la lógica perpleja. Impuesta en todo el
recorrido que la vida ha hecho. Y me remonté a los picos más altos no descubiertos. Como tratando
de revivir en las nubes recién hechas. Y, allí, posadas. Tratando de eludir lo convencional.
Proponiendo, en contrario, la dialéctica derrotada en éste tiempo inmolado. Hechizado. Dant esco.

Yo sigo aquí. Viéndola volar alrededor de lo nuestro. Como ave aviesa. Presumida. Dotada de las
puntas de lanzas otorgadas por quienes la impusieron como diosa ígnea. Aún en contra de su
condición de sujeta libertaria. Milenaria guía hacia la libertad hoy robada, perdida.

El negro Saltarín. El mago de Anastasia


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Saltarín Pereira llegó a esta ciudad el veinticinco de mayo, del año pasado. Desde que llegó al
barrio Chagualo, se hospedó en casa de los Benavides. De inmediato me impresionó su talante
físico. Aproximadamente de un metro con noventa centímetros. Brillante negrura, Y unas manos
inmensas. Todo empezó cuando Beatriz Iriarte comentó a varias vecinas que “el negro” Saltarín,
como lo bautizó doña Helena Monsalve desde el momento que llegó; había estado donde doña
Rubiela Salazar, leyéndole la palma de la mano. Y es que empezaba a tomar fuerza su condición de
adivinador. Sin mayores aspavientos, todas las señoras se agolparon en la puerta de doña Rubiela,

Desde un mes atrás, don Israel Perdomo había advertido de unos pájaros agoreros estaban
rondando su casa. Todos negros. Del tamaño de un gallinazo. Pero no eran ese tipo de aves, las
que se posan en el tejado de su casa. Su cantar era como escuchar el ruido de gallinas en celo.
Todas las noches llegaban. Y empezaba la serenata, hasta las cuatro de la mañana. Muy enojado,
decía que eran mensajeras de la muerte.

Don Alfonso Elizondo entró a la conversa que inició, ese sábado tres de octubre: ahí no más en la
tiendecita de don Rogelio y de la señora Berenice, su esposa. Relatos se expresaron para todos los
gustos. Uno de ellos, el de don Omar Segrera, hablaba del día en que vio al negro Saltarín, sentado
al pie de la puerta de la casa en que vivía. Tenía, según don Omar, un rosario negro en sus manos.
Parecía contando arvejas. Y, acompañaba el conteo, con frases ininteligibles. Como cuando uno
escucha los alararidos de una persona en trance. Contaba, además el vecino Omar, que siendo,
aproximadamente del tres de la mañana, salió corriendo calle arriba, riéndose y desplegando una
capa blanca.

Y empezó a tejerse la versión, en el sentido de asociar al negro Saltarín con la muerte de perros y
gatos en la vecindad. Cada mañana se encontraban esos animalitos, expuestos al sol y al agua. Y
una hediondez solo comparable a la que se sintió el día en que aparecieron muertas las dos
vaquitas de don Aureliano Sanclemente.

Ese día, en que las vecinas se asomaron a las puertas para ver pasar al padre Benjamín con el
hisopo y con la canequita del agua bendecida en la misa solemne del Domingo de Resurrección;
fueron testigos de algo que parecía inaudito; empezó a teñirse el cielo de colores rojo obscuro azul
celeste. Como una bruma densa que fue a depositarse en el techo de la casa en donde vivía
Saltarín. Tanto así que el padre Benjamín no pudo realizar lo que él y las gentes llamaban
Exorcismo Transitorio”, Un remedio que se había usado por décadas y que se justificaba cuando
existía sospecha ante lo designado por las matronas, como hechicería blanca Casi siempre
asociada con la aparición de hombres negros del tamaño de Saltarín. Y la coincidencia en la
aparición de aves negras desconocidas.

Durante todo el día no paró de llover y de sentirse “un helaje insoportable”. En la noche, las nubes
se pusieron mucho más negras que de costumbre. Y una lluvia pesada y salada como agua de mar.
Doña Betulia arengó a todos y a todas para que se reunieran en el atrio de la iglesia; para rendirle
tributo a la Virgen del Apogeo, patrona del barrio. Ya reunidas, empezaron con el Rosario de
Aurora. Y los cánticos “tu reinaras dios de los cielos. Reine por Jesús por siempre, reine en
mi corazón. Que nuestra patria y nuestro suelo, es de María la Nación” Luego siguieron
con las palabras: Hazte Atrás Satanás, que conmigo no contarás; que el día de la Santa
Cruz, grité un a mil veces. Jesús, Jesús…

Don Venancio Tortoriero, había estado reducido a una silla de ruedas. Sucedió que, después de
haber tomado como esposa a doña Anastasia Benítez, trabajando en altura, reparando el techo de
la Casa Cural, perdió el equilibrio y cayó al vacío. Dos vértebras se partieron y no hubo más que
sentarlo en su sillita, que le regaló don Ambrosio Buriticá, a poco de haberse ganado la Lotería de
San Liberto. A doña Anastasia no le faltaban ganas de comprometer al negro Saltarín, en una
sesión de rosario compartido, como le decía a lo que Saltarín hacía. Obviamente le tenía temor a lo
que dirían sus vecinos. Y, mucho más aún, a lo que pudiera hacer el padre Benjamín.
31

Cierto es, también, que la señora Anastasia no alcanzó a sentir lo de don Venancio adentro. Cosas
de la vida. Una ironía absoluta. Justo despuesito del matrimonio, el señor Venancio quedó
incapacitado de por vida. Es inenarrable el sufrimiento de la señora Anastasia. Cambiándole las
mudas a cada nada. Bañándole a cada nada. Era, en verdad, una frustración absoluta. Con mayor
razón, cuando le veía lo de él. Ahí fláccido, de manera permanente. Muchas noches, lloraba antes
de dormirse. Y claudicó varias veces ante las ganas de sentir placer. Se masturbaba. Y sentía un
descanso incomparable. Amanecía con los bríos necesarios para hacer lo que fuera.

Doña Anastasia, todavía muy joven, sentía ese fuego absoluto de querer sexo. Cuando pasó lo que
pasó lo de su esposo. Apenas si, había cumplido veintitrés años A decir verdad, en opinión de
Anastasia, no era lo mismo. Sus vecinas, de manera bastante indiscreta, le contaban de sus
excursiones por la tierra del placer. De ver lo de sus esposos hinchados. Duros como piedra. Varias
veces le confesó al padre Benjamín lo que hacía y lo que deseaba. Todo esto derivaba en
penitencias muy duras, Y que las tenía que cumplir

Hasta que no aguantó más servir de esa manera a un tullido, que disfrutaba el placer de verse
atendido de un todo y por todo. Ella había visto al negro Saltarion, rezando y cantando. Con
palabras no entendidas por ella. Y, además, había conocido varias versiones en términos de
sanación. A Eloísa, la hija de doña Amparo le había curado las paperas. A Simoncito, el nieto de
doña Clemencia, le había curado el mal de ojo que lo agobiada. Esa babeadera y movimientos de
cabeza la hacían sentir muy triste.

Cierto día le preguntó a Eloisita acerca de lo que hacía el negro en el ritual, Esta le comentó, hasta
cierto punto. De ahí en adelante, sus palabras parecían barullo, expresiones discordantes. Entraba
como en trance y empieza la lloradera.

Por fin, el día 6 de enero, sufrió un arrebato de ansiedad. Se decidió por ir hasta la casa de
Saltarín. Le comentó todo lo que pasaba con su esposo. Y la impotencia para hacer algo más. Por
él y por ella. Se sentía frustrada como mujer. Saltarín accedió. Iría hasta las casa. Sugirió las siete
de la noche para la visita.

Cuando llegó el negro Saltarín, observó a don Venancio, por largo rato. Le dijo, creo que sí puedo
hacer algo por él. Le preguntó a Saturnina por el cuarto del baño. No dijo el motivo. Entró, y cerró
la puerta. Cuando volvió al sitio de Venancio y Anastasia, estaba cubierto solo por la capa blanca
Todo lo demás del cuerpo estaba al desnudo. La señora quedó muda. Con sus ojitos bien abiertos.
Nunca había visto algo tan grande.

Al otro día un hervidero de palabras que se parecían más que lo que pasó con Babel. Todas y todos
hablando del milagro que le hizo dios a don Venancio. La señora Anastasia estaba adentro, según
decía don Venancio, estaba en el patio trasero de la casa. Todo quedó así. Entonces irían
surgiendo más combinaciones de palabras y conjeturas. La gente se extrañaba por la ausencia del
negro Saltarín. Hasta ese día infame en que aparecieron los cuerpos de Anastasia y Saltarín. Lo de
él, cortado. Además exhibía un corte profundo en su garganta. Ella, con lo suyo con herida amplia y
con sus pechos quemados. Nunca más volvieron a saber de Venancio, Solo, muchos años después,
se supo que había sido colgado del limonero. Esa casa fue declarada casa maldita, por orden del
señor Obispo, a ruego del reverendo Benjamín

Doce
32

Valentina y Anastasia

A sus escasos trece años, Valentina Potincare, ya había aprendido a abrir los ojos. Esa ceguera que
la acompañó, desde el primer día de haber nacido, fue reemplazada por una apertura iconoclasta.
Empezó a verlo todo. Lo de lejos y lo cercano. Un proceso lento, pero eficaz.

Para ella, ya es pasado innombrable lo que hicieron padre y madre. Recuerdo olvidado, es lo vivido;
cuando apenas caminaba, dando tumbos. Como cada quien lo hizo en su momento. Y proclamó la
libertad, de oficio. Sin pedirle nada a nadie. Por si misma, fue descubriendo lo necesariamente justo
para no sumergirse en el abismo. Superando la ignorancia, acerca de la vida y de sus expresiones.
No en vano pasaron las primeras ilusiones. Tan recortadas, como autoritarios fueron los mandatos.

Y qué decir tiene los ensayos. Para alcanzar el conocimiento, de las cosas y sus orígenes. Como la
Escuela me fue formando en sinónimos y valores, al menos eso dijo ella, Valentina. El mismo día en
que, a borbotones, vio que el agua viajó. Que no le encontró explicación al rugir de las tormentas .
Pero que, después, vio y sintió los golpes. A cada rato. Uno y otro. Mama y papá, abriéndose
camino, como ejemplares sucedáneos. De lo habido y por haber. De destapar lo escondido. Y que
no querían ver. La vida dando tumbos. O él y ella, dando tumbos en la vida. Lo mismo daba y da,
aún ahora.

Y que, yo Valentina, estuve en ese sitio, cuando me encontró Wilfrido. Y que me cantó, recién
cumplidos los trece. Y que, yo Valentina, navegué los mares de la desilusión. Y que fui embarcada
en contenedores. Y llevada, a través de esos mismos mares, a París y a Roma. Y que, una vez allí,
vi explotar todo lo mío. Volando en mil pedazos lo único que tenía, no tocado.

Y que, cuando fui creciendo fui enajenada. Fui vertida en mil lugares. Y que, cuando me negaba a
seguir, fui violentada. Y fui sometida a rigores no hablados, estando ahí. No difundidos, a pesar de
no ser ya solo el mío, sino el de todas las Valentinas, por doquier. Y me hice traductora de dolores
y afugias. Y vi venirse el mundo encima. De unas y otras. Y que, en creciendo, los lapidadores,
fueron universalizando el ejemplo. La propuesta y la acción.

Y volví no sé qué día, volé a los altares con la negra Anastasia. De una fama no antes vista. Altares
de sumisión perenne. Antes de mí. Antes de mi madre. Antes de todos y de todas. Venales
ejercicios permitidos. O, por lo menos, encubiertos. Normas difuminadas al soplo. Como queriendo
decir que se van a ejercer castigos. Pero que, no más firmadas, se diluyen en el inmediato entorno
del aire que se esparce. Y, como si nada, emerge aquí y allá, otra vez la vulneración. Otras
Valentinas vuelven al suplicio. Y sus opciones son, de nuevo degradadas, en ese ejercicio inmenso,
aterrador.

Y nosotros y nosotras aquí. Recreando en corto escenario, lo impúdico. Y, ella , vuelve a sus trece.
Siendo ya niña vieja. Como añorando el canto a la ramera, de Manolo Galván. Como retrotrayendo
a las niñas viejas de antes.

Y Valentina, sigue recordando a padre y madre, en esos soliloquios propios de quienes se


acostumbraron a ver el mundo por la ventana más estrecha. En uso de unas ilusiones que no
tuvieron. Mirando lo que no pudieron ver. La libertad. Ajena a todos y a todas. Horizonte asfixiado,
lúgubre. Hechizos enfermizos. Scherezada reinventada, de tanto contar lo que no se de be contar.
Una alegría no más. Cuando, en vientre, sintieron hablar. Madres que balbuceaban “te amo”. Pero
sin extender la voz en el tiempo. Sin que permanecieran las palabras. Al garete volaron y se
perdieron.

Mi Valentina. La niña que se hizo vieja a los trece. Que no pudo vivir la vida en libertad y la ilusión
primera, reconfortante. Más bien, otorgando un legado a quienes vienen atrás. Valentinas, Julianas,
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Tanias…todas a merced de lo que las normas dicen y desdicen. De dichas apagadas. Ahí, a pie de
boca. Como niñas yunteras, trasgrediendo en género, el canto de Serrat. Oyendo, en lejano, el
“que va a ser de ti lejos de casa, niña que va a ser de ti”. Escuchando, en ignoto el homenaje a
Valentina, de Isabel Parra y de Ángel Parra.

Y ella, Anastasia, sigue diciendo que, quiere volar a ras de la tierra. Encontrarse con el mar, como
Alfonsina Storni. Como queriendo indicar que ya no va más. Esa vida atormentada. Ensañamiento
brutal. Pérfidos mandarines venidos a menos. Como diciendo que no quiere volver. Ni a ver el Sol.
Ni a añorar a la vieja Luna nuestra y de todos y todas. Como queriendo decir, hasta aquí mi vida.
Hasta aquí yo. Hasta aquí mi tristeza, sin mi Valentina.

Las Voces Acalladas

Justo el día de su cumpleaños, Otoniel Balmore, se hizo a la idea de haberla perdido. Y es que fue
un proceso gradual. Él no percibió a tiempo la degradación. Ella, Anastasia, si lo tuvo en cuenta. Le
tocó ese paso a paso. Como se iba alejando el encanto inicial. En todos los ámbitos. Pero,
fundamentalmente, en aquel que la cautivó. La solidaridad, la sensibilidad, la ternura. Asumió, ella,
un laberinto lleno de disquisiciones unilaterales. Viendo como crecía la angustia. Balmore se fue
diluyendo. En un decantamiento de sus valores. Como ese día en el cual les correspondió enfrentar
lo de su hijo. Allá, en el colegio. Cuando Armandito fue violentado. En unas relaciones grupales
inéditas. No solo los dolores físicos por el hecho mismo de la golpiza. Fue, ante todo, el dolor
íntimo.

Y es que llegó transido. Con su mirada absorta, perdida. Ella pensó que Otoniel llegaría a tiempo,
ante la gravedad de la situación. Ella lo llamó a la oficina. A pesar de que le dijo que iría, lo cierto
es que se dejó absorber por el día a día. Un informe que, según su jefe, tendría que ser entregado
ese mismo día. Y, Andrea, sola. No tenía certeza acerca de las condiciones y los protocolos en ese
tipo de problemas. Armandito, más que llorar, gritaba. En una abierta exposición de su dolor. Lo vio
en espasmos sucesivos. Como si hubiera entrado en las expresiones propias de la epilepsia. Lo veía
recorrer todo el piso. De aquí a allá. Emitiendo como un zumbido, voces perdidas. Con tonos
ásperos, inasibles a la entendedera. Desplomado. Un navegante perdido, sin brújula.

Y surtió el proceso. Estuvo inmersa en soliloquios enfermizos. Se unió a su hijo. Una plegaria
insensata. Y, las voces. Y las palabras, se desparramaron por todo el vecindario. Como si, a vuelo,
la tristeza tratara de instalarse en cada una de las casas. Como si, en sucesión, cada momento
fuera más amargo que el anterior. Más agresivo, en lo que esto tiene de violencia no advertida, no
permitida.

Y, las calles, lo mismo. Transeúntes escuchas de las palabras entrecortadas. Se fueron sumando,
en proceso arrollador. Y se identificaban con lo mínimo entendido. Como sumatoria exponencial.
Mujeres y hombres. Niños y niñas. Las escuelas y colegio aparecían desolados. Nadie llegaba a
ellos, por lo mismo que las voces, empezaron a ser sus voces.

Y Otoniel, siguió allí. Sumergido en ese informe absorbente. Yendo de un lado a otro. Informe
palaciego. Intrincadas cifras o concretadas. Si los potenciales compradores habían preferido o no el
nuevo producto. Y, él, inventado interpretaciones de la los resultados censales. Y no escuchó nunca
las voces. En una sordera necesaria. Porque, la jefatura, ampliaba cada vez más la carga de la
prueba. Amplitud bordeando los límites, a partir de los cuales serían tomadas las decisiones. La
Junta Directiva de Americana de Bebidas Energizantes, aplicadas a la Educación. Cada vez más
próxima a la necesidad de esas cifras. Para poder equilibrar con la competencia.

Armandito y Anastasia allí. Surtiendo de palabras un entorno que se fue ensanchando. Llegando,
inclusive, a la trasgresión de las fronteras. Los barrios ya desbordados por las exigencias
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soportadas en las voces. Un escenario superando las posibilidades del aire y de las aguas. Como si,
el crecimiento, fuera infinito. Como si los colectivos, suplantaran las individualidades. Y llegaran a
oídos de la Prefectura encargada de vigilar el comportamiento. De todos y todas. De los infantes
adscritos a la Idea de crear Los Nuevos Derroteros. Conocedores de las violencias. Prefectura
abstracta, pero controladora. Escuelas y colegios adscritos. Niños y niñas vinculadas a procesos, en
procura de logros compatibles con el equilibrio de las conductas y las normas disciplinarias.

Anastasia, acompañante. Armandito, acompañado. Vislumbrando la profundización del dolor ajeno


y propio. La Prefectura hizo compromiso. Nuevo, pero el mismo. Las mismas directrices, pero
nuevas opciones de adecuación. Los colegios y escuelas fueron visitados. En la búsqueda de niños
y niñas difíciles, según los protocoles vertidos. Asociados a la variación. A la nueva interpretación
de Piaget. Buscando asimilaciones con respecto al énfasis propuestos por Foucault, en su escrito de
Vigilar y Castigar. Partícipes de asesinatos de las almas. Nuevos códigos. Nuevos Manuales de
Convivencia, derivados y/o construidos como respuesta a las voces lapidarias.

Y se fueron apaciguando. Y Anastasia allí, con su hijo. Como precursora de las acciones necesarias.
Y, papá Otoniel sin poder interpretar de manera adecuada las cifras solicitadas. Y los mercados
desparramados. Con nuevos títulos y de textos, orientadores. Y los colectivos escolares, por
vericuetos insospechados. Y las voces reclamantes silenciadas. A partir de l a interpretación de los
datos. Y nuevas normas, sucedieron a las anteriores. El mismo hilo conductor, en lo que tiene que
ver con enfrentar las violencias. Allí en la fuente. Pero, también, en los grupos interpretadores de
funciones y de posibilidades. .

Las calles vacías, otra vez. Las voces desaparecidas, otra vez. Anastasia y Armandito sin Otoniel

Doce

Ámbar, Vulcano y Anastasia

El punto de partida fue el mismo. Ambos se criaron en Fonseca. Territorio benévolo ese. Los dos
hicieron vuelo imaginario. Juntos en ese espacio en el cual lo cierto vivido, daba cuenta de sus
ilusiones. Como esa de sentirse libres. Montados en jirafas voladoras. Elefantes enanos llevando y
trayendo niños y niñas. En un alborozo rutilante. Generador de opciones de vida. Paisaj es
pletóricos. Colores y relieves de vida. Ensanchados. Abiertos. Paliformes. Con esos triángulos
anclados con rigurosas pero libertarias alusiones a lo vasto que puede llegar a ser el escenario para
la felicidad.

Ámbar y Vulcano. Personajes de todos los tiempos. Recuerdan, hoy, lo que fueron. Y, como
volviendo a la reiteración no penosa. Más bien como opción de vida. Con los canguros visionarios.
Que asimilaron los retos propios de los seres que han sentido la ofensiva aniquiladora. Con tigres
acompañantes de todos y todas. Niños, niñas, adultos. Con un universo que exhibe posibilidades
aquí y allá.

Sujetos de vida, siempre. Caminantes de caminos. En veces sinuosos. Como que esto es la vida
misma. Que ha surtido trámites de beneficio. En los cuales, casi siempre, se percibe lo cierta que
puede llegar a ser la ternura. Con dolientes vestidos de payasos. Con esas caras que ríen a todo
momento. Volcados hacia todos los territorios. Por donde siempre ha de pasar Violeta. Y Mercedes.
Y Piero. Y el sujeto absoluto Miguel Hernández. Y el gran Víctor Jara. Enhiesto. Y con las Madres de
Plaza de Mayo. Y con la mira puesta en el Adrián de Leonardo Fabio. O, en la canción mágica “las
manos” de Sandro de América. O la Paula Andrea de Leo Dan.
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Vivencias, en Ámbar y Vulcano. Dadoras de pautas lentas. Como lenta es la alegría cuando la
acostumbramos a la compañía perenne. Ahí, con todos y todas. Husmando lugares. Con ganas de
no irse nunca. De estar ahí. Enfrentado los vituperios de los apaga ilusiones. De esos que han
surtido, y siguen surtiendo, de vejámenes. De ominosas imposiciones. Los perversos que se
mantienen. Que ejercen poder. Torturadores en todos los entornos.

Ámbar crecido. Como crecida es la ilusión absoluta. Benévola. Lisonjera. Atrayente. Esa que, tal
vez, no pudieron ver quienes marcharon. Como mártires. En holocausto infame. Pero que nos
dejaron las huellas que aprendimos ya a identificar y a interpretar.

Un Vulcano Bullicioso, olvidadizo. Tanto que no se acordó de que ya había muerto. Y que se hizo
risa. Y viento en buenos mares. Y que, en esta nueva vida, es orientador y guía. Vulcano
impaciente sujeto que hizo inane la perspectiva del dolor y la tristeza.

Y, como si poco, ambos conocieron a Anastasia. En el bullicio loco de esta vida prestada. Como
yéndose, los tres, en viaje infinito. .Se dieron a la tarea de difundir, en profundo. La alegría que
mataron ayer. La alegría que volvió con ellos. Y que se instalará aquí y ahora. A pesar de los
sortilegios bandidescas, tanto del Emperador Pigmeo. Como también de su heredero de siempre.
Connotación del término bandidos, cercana a la matanza. No en esa noción pura. Como trasgresión
necesaria. Benévola. Surtidora de la contracorriente que transitan solo los verdaderos héroes. Al
servicio de la más humana de las aspiraciones: acceder al territorio magnificado. En el cual la vida,
sea vida verdadera. No simple copia de los discursos ampulosos, que repiten a diario los
crucificadores.

La madre cenicienta

¡De una vez por todas vamos a arreglar ese problemita!. No me vas, ahora, a manejar como
siempre lo has hecho. Ese cuentico de que mamá no hay sino una. Es decir siempre presente en
cuanta vaina se meten los hijos y las hijas, para ayudarlos a resolverlas, no va más conmigo. Como
se te ocurre tener otra hija, mujer. Ya son tres en menos de cuatro años. No me creas tan pendeja,
que te voy a aceptar eso de que fue en un abrir y cerrar los ojos. Ni el bachillerato terminaste. Y
son tres papás diferentes. Y para acabar de ajustar bien aprovechados. No les falta sino venirse a
vivir aquí todos juntos. Sinvergüenzas. Y, como si fuera poco llegan al colmo de decir que no son
celosos. Que aceptan a los otros, siempre y cuando les des aquello, de vez en cuando.

En verdad Anastasia no sé en qué pensás .Tu futuro está bien embolatado. Y el de esas niñas, ni
hablar. Cada vez que las miro me dan ganas de llorar, A veces me viene la malparidez. Esa tristeza
que se instala en una. Y recuerdo lo de tu papá. Bueno para nada. Me dejó ahí, preñada. Y se dio
el ancho. No lo volví a ver ni en las curvas, como dicen.

Y eso para no hablar de ese trabajito tan pinche que tengo. Me dicen la lava pisos. Porque no se
hacer más. Y ese asqueroso que tengo como jefe. Ahí, todos los días, insistiéndome en que se lo
dé. Dice que soy mejor que dos de veinte. Me dedica esa canción “la veterana” del Charrito Negro.
Y eso que tiene la propia que llaman ahora. Queriendo decir la que no es la moza. La legal. La de
mostrar en público. Quiere que yo sea una de tantas. De las que ejercen como clandes tinas. A
pesar de lo feo y desgarbado, ha levantado algunas. A lo bien, que dicen ahora. Como queriendo
decir a pesar de todo.

Pero, volviendo al cuento de lo tuyo, no sé qué vamos a hacer. No nos alcanza lo que gano. No sé
por qué la vida nos presenta opciones tan onerosas. Vías azarosas; con caminos escarpados. Y
cada quien en posición de no dar más. Es como si hubiéramos vivido en el pasado. Y que ese
tránsito hubiera estado cruzado por acciones perversas. Y que, por lo tanto, la circularidad nos
hiciera repetir vida. Pero ya en condiciones en las cuales los costos espirituales y físicos dieran vida
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y presencia al pago por las culpas pasadas. En verdad, siento que el equilibrio entre felicidad y
tristeza ha sido roto. Predomina, en consecuencia la angustia. El estar ahí sin horizonte distinto a la
precariedad. Y no es, lo mío un relato soportado en el resentimiento. Es, más bien, asumir el
derecho a sentirse así. Como perdedora. Con una perspectiva enredada. Estas tres niñas ahí. En un
cruce de caminos que les depara hostilidad. O, por lo menos, un no futuro. Si entendemos por éste
la posibilidad del abrigo, del cariño y de realizaciones que les permita ascender. Por lo menos en la
escala de lo mínimo posible.

Hoy es uno de esos días en los cuales, el sueño fue relativamente reparador. Todavía están intactas
las imágenes. Viéndome y sintiéndome amada con pasión. Un hombre que me rodea con sus
brazos. Y que me posee como nunca otro lo ha hecho. Lo veo recorriendo mi cuerpo. Ahí,
explorando en zonas antes intocadas. O, por lo menos, con esa delicadeza. Con esa dulzura.
Susurrándome al oído palabras excitantes. En una libertad anárquica. Aquí y allá. Provocándome
una explosión inédita.

Y saber que fue simplemente eso. Imágenes que se han ido desmoronando. Que lo cierto son las
horas que me esperan de trabajo. Ese trabajo que me cansa de manera absoluta. No solo por el
ejercicio físico de la fregadera, sino, con mayor hostilidad, esas palabras obscenas, ordinarias. De
ese pérfido que me acosa. Aprovechándose de su condición de dueño. De sujeto con poder
económico. Siempre he querido no verlo más. Se ha tornado, en mí, en una obsesión el deseo de
venganza. De matarlo ahí mismo. En ese espacio de vituperio.

Y sigo ahí, como cenicienta mayor. Ya no con el recuerdo de la que conocí en los cuentos leídos
cuando hice mi primaria. Ya no la niña que tuvo la opción de ser feliz, después de haber soportado
el asedio y las vulneraciones de sus hermanas. Soy cenicienta que no he conocido ni conoceré la
alegría… Solo ese sueño de aquel día.

Anastasia La novia de Joshua

Como casi siempre pasa, pasó que no pude enhebrar la historia, de Joshua. Todo, a pesar de mi
promesa. Fue justo, estando ahí con él, todavía. Le dije que lo haría. Y que me contara más de lo
que le había pasado, al vivir tanto tempo. Y le pregunté si alguna vez, en esos sesenta años, había
sentido el amor pasar, o quedarse con él. Y le pregunté si, acaso, había visto alguna vez la vida de
la otra gente. O sí solo la de él. Así, como se pregunta casi siempre. De manera artera. Sin ningún
miramiento sensato, en solidaridad.

Joshua llegó a ser lo que fue, después de haber venido sin ser. Algo así como que estuvo ahí, en
ese sitio, como en un soplo. Como llegando desde nada. Como si antes no hubiese sido ni él , ni
otro. Ni nadie más. Comenzó su tejido. El de su vida. Por lo más liviano, que es, casi siempre, no
ver al otro, en singular. Ni a los demás. Empezó por lo más común, casi siempre: dejar de lado el
enterarse de lo que se vive. Del tiempo y de las acciones. Y de los pasos dados. Y de lo que es
cierto y no cierto. En fin que, Joshua, hizo eso, toda su vida. Como quiera que lo que me contó,
cuando le pregunté, no fue otra cosa que hablar de lo que hizo cuando, los demás, empezaron a
morir a su lado. Nunca lo inquietó la desesperanza de los demás. Por lo mismo, deduzco yo, que èl
siempre vivió en ella, como soporte.

Y él llegó esmirriado. Ya estaba así, cuando lo vieron. Y cuando yo también lo vi. Una fisura
absoluta su cuerpo. Como el “Caballero Demediado” que no describe Umberto Eco, en sus relatos
del Medioevo. Como si sus huellas, fueran lo mismo que sus heridas. Físicas. Y, en profundo, con
esas hendiduras en su ser abstraído. El ser no visto. Pero que es, en fin, el verdadero ser en cada
quien. Y lo vimos y lo vi, llegar a esa casa. Antes del mediodía de ese jueves primero de diciembre.
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Cuando ya, en la nostalgia colectiva casi perdida, empezaba a dibujarse lo que antes vivimos
nosotros. Esa vocería interna, impalpable, convocante a vivir viviendo espera ndo nacer de nuevo.

No se sí él lo sentía así. O sí, algún tiempo, lo sintió así. Pero aquí sí. Y con esos ojos lo vieron y lo
vi. Ese comienzo de diciembre. Y, Joshua, entró a esa casa. La que iba ser su casa durante los
próximos cuarenta años. Y llegó con Hercilia Bajonero. Su novia-esposa-eterna-esclava. A la que
solo vieron y vi, cuando cruzó la puerta de la 78-44. Y nunca más la vieron, ni la vi. Y cuando, en
comienzo de mi indagación para poder contar su historia, le pregunta yo por ella; él me decía que
estaba ahí, en lo suyo.

Y, pasando ese diciembre. Y, llegando los otros meses. Desde el primero y único, hasta que
empezó a repetirlos. De a cuarenta cada uno; nunca más permitió hablar de Hercilia. Aún hoy no
sabemos de ella. Pasado tanto tiempo. Habiendo hablado tanto con él, de todo. Menos de ella.
Habiendo entendido su desmembración en lo suyo. En lo que ha sido y es su vida. Que no fue ni es
otra cosa que repetir los pasos y las palabras. Contándome sus memorias. Que, en preciso, solo ha
sido y es una, desmembrada de dos a dos. Como siendo una para algo y otra para otra cosa. O
ahora. O mañana. O cualquier día. Y, su memoria partida no incluye la de Hercilia. Porque, me dice
èl, ella nació sin memoria. Simplemente porque ella siempre ha estado en l o suyo. Es decir en ser
nadie; por lo mismo que ha estado al lado mío. Y, así debe ser siempre.

Y Joshua salió de esa casa en que lo mostré lo poco que había escrito acerca de él. Y se fue. Nunca
más lo volvieron a ver. Nunca más lo volví a ver. Y ahora, en este tiempo, solo me acuerdo de él,
cuando me acuerdo del cuerpo de Anastasia. Allá, en la fosa abierta en el patio de esa casa en
donde vivió, en lo suyo, al lado de Joshua.

Trece

Xiomara Arredondo Y Anastasia Arregocès

Lo de Xiomara Arredondo todavía estaba ahí. El cuento ese que le inventaron hace días. Que
estaba en tinieblas, cuando apareció el Gran Señor. Ese que, según dicen, la tuvo primero. Antes
de ser ella hoy lo que antes era. Y me di a la tarea de buscarla par a escuchar de palabra suya, si
era verdad o mentira. Fui hasta donde vivía antes. Y me dijeron que no; que desde el siete de
febrero se mudó. Que no saben para dónde. Y qué razón alguna dejó. Ni para mí ni para nadie.
Solo que se iba y que no la buscaran más. Ni aquí ni allá. Ni en ninguna parte tampoco.

En verdad tenía afán de encontrarla. Fui por ahí caminando. Preguntando si la han visto siquiera.
Por lo mismo, vuelvo y digo, que pasará con ella. Abandonó su lugar sin decir adiós ni nada. Sin
siquiera expresar por qué camino cogió. Recuerdo si, que una noche cualquiera, me dijo no voy
más; porque en este mundo voraz no quiero ni vivir ni estar. Que mi dolor es profundo me dijo.
Que no me podía contar lo que en otro lugar pasó con ella.

Y del mismo recuerdo aquel, entresaqué una verdad que deduje cuando de tanto hablar, até cabos
sin par. Y leí lo que logré entrelazar. Siendo una historia absurda y triste a la vez. Así lo comenté a
Anastasia. En razón a que, ésta, seguía siendo mía. Que se hizo mujer en brevedad de tiempo. No
tuvo hogar seguro. Ni siquiera como simple apoyo para ayudarla a caminar en la vida. Que no tuvo
edad para amar. Que, por lo mismo, entró en eso de dar su cuerpo al postor primero y mejor.

Y se siguió yendo. Andando pasos perdidos; sin lograr nunca sentir ser amada. Sin encontrar
refugio, que al menos su pulsión descansara. Que, al menos, descanso fuera. Para ella y para quien
llegó a ser fruto sin quererlo. Y de camino en camino, estuvo en la otra orilla. Brinco el océano
rauda. Como rápido es soñar que va a enderezar lo habido. Busco el atajo siempre; tratando de no
perder la punta del hilo para volver. Aun así, de dolor en dolor, llegó al punto de no retorno. Como
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queriendo decir con eso, que tocando fondo estaban su pasión y su albedrío. Y, con ella, y p or
supuesto Germancito que crecía; sin hallar lo que quisiera. Que no era otra cosa que ser si mismo.
Su estructura mental iba más allá que el perfil todo de Xiomara. Era algo así como un dotado
extremo. De esos que no se encuentran ahí no más. Diría yo, ahora, ni cada doscientos años.

Luego que perdí su rastro no tuve sosiego. Lo mío hacia ella, siempre ha sido y será verla mía. No
más, ahora, vuelven a mí esos dos días en Cali. Ella y yo, en la sola piel. Revoloteando a lo
torbellino. Una danza herética de no acabar nunca. De torsiones ajenas. De esas que ella y yo
vimos cualquier da; en sueños dos. El de ella y el mío. Ella avasallada, como diosa que se otorga.
Yo, como sátiro en bosque, buscando cualquier sexo perdido.

Fui hasta su océano; el mismo que atravesó otrora. Y pregunté por ella al viento. No supo que
decir. Lo increpé por su no recuerdo. Y me devolvió el silencio, como única respuesta. Bajé en
profundo. De agua y sal fue mi bebida. Todo para no encontrarla. Todo para el la seguir perdida.

En cualquier lugar, un día cualquiera, encontré a Germán. Ya no Germancito. Y me dijo no la he


visto. Ya casi ni la recuerdo. Por lo mismo que mi madre me dejó en el camino. Sin notar siquiera
que yo la amaba y que en disposición estaba de buscar a su lado mi destino. O el de ella. O el de
los dos. Y vagué por el mundo, me dijo. Desde el Pacifico violento. De mar a mar. De
Buenaventura a Malasia. Desde Antofagasta hasta la India. No vi huella de ella. Pero escuchaba su
voz a todo momento. La veía en sueño recurrente. Recordaba sus espasmos; sus gritos; sus
susurros. Como cuando a mi padre amaba. Por lo menos esos dijo una noche. Entre sueños y
desvelos.

Deje al Germán sin rumbo. Yo cogí el mío. No otro que el mismo, enrutado por mi brújula doliente.
De amor y de vértigo. De ternura y de deseo. Fui a recabar en Angola. Conocí sus pesares y sus
soledades. De Colonia abandonada a su suerte. Una vez saqueada; arrasada, violentada. Nadie, allí,
supo que fue de ella. Ni la conocieron siquiera.

La mañana en que me contaron lo que, según dicen pasó, estuve yendo y viniendo en lo que hacía.
No me interesé al comienzo. Pero, en el mediodía entré en el tósigo de los celos. Revolqué mi
silencio. Una copa tras otra para ahogar, como en la canción, la pena de no tenerla. Odié a quienes
vinieron. A los que, según dicen, la vieron al Gran Señor atada. Como a remolque. Como
suplicante mujer que juntando mil palabras hacía de lo dicho un sonajero de expresiones, como
doliente insaciada. Como náufraga asida a cualquier trozo de viento benévolo.

Noche aciaga esa. Perdido en las calles. Con pasos de caminante perverso. Que busca lo que ha
perdido y que, a conjuro, envalentonado quiere hacer venganza; así sea lo que fuere; no
importándole si en ella moría Xiomara o su amante. En esas estaba, cuando en la penumbra de una
esquina, encontré a quien fuera su amigo del alma. Santiago era su nombre. Porque hice que así
fuera; como quiera que en su cuerpo clavara tres veces el puñal que llevaba en cinto des de la
víspera. Desde ese día anterior; o desde el mismo día, no sé.

Y seguí con los mismos pasos andando. Ni siquiera corrí; porque para que hacerlo si me di cuenta
que no era Santiago el Señor que a Xiomara poseyera. No recuerdo si por vez primera. O si p rimero
fui yo en el inventario de sueños que en mi memoria estaban. Azuzándome siempre para que yo
mismo tejiera la urdimbre malparida. Para que buscara siempre en ella su hendidura hermosa que
daba vueltas en mi cabeza. Solo eso; no otra cosa.

La mañana nueva, me encontró en cama tendido. Desnudo, casi rígido. Con mi asta enhiesta. Con
mi mirada puesta en el pubis de Xiomara, la recordada y deseada. Como obnubilado sujeto de la
Inquisición venido. Con la heredad de los machos que van buscando tesoros como ese de mi mujer
deseada y de Anastasia que la hice a un lado, casi sin usarla
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Otro mediodía, ahora en Sucumbíos. No pierdo el referente del Pacífico trepidante. Estuve en esa
selva hiriente. En esa soledad de caminos. Ni mujeres, ni hombres había. Solo ese viento ligero que
estremece. Por lo mismo que es viento de ausencia. Ninguna indagación posible, entonces.
Simplemente oteando. Aguzando mi olfato de pervertido. Que hace de cada día un una visión, un
relato de ese tesoro acezante; de Xiomara o de cualquiera otr a hembra invitando a ser poseída. Por
mí o por cualquiera.

Germán volvió del periplo. Lo encontré un lunes de marzo. Con la sujeción de quien espera ver a su
madre. Con la juntura de palabras desparramadas. Con el arrebato del hijo que extraviado sigue;
sin encontrar nunca lo que quiere y persigue. Desde el día mismo en que, a mitad de camino,
Xiomara Arredondo lo abandonó. Este Germán se hizo mi par en la búsqueda. Juntos estábamos,
allí. Ese día lunes, siendo ya tarde. Cuando nos sorprendió la luz de Luna , alumbrando el paisaje. Y
vimos pasar a Xiomara de la mano del Gran Señor. Diciéndonos adiós con sus manos. Cuando la luz
se apagó; sentimos que una sombra pasó. Siendo, como en verdad era, un cortejo de muerte. Con
Xiomara Arredondo muda, envejecida, diciéndonos no busquen más que de la tumba he vuelto
para verlos de dolor cubiertos. Para decirles que yo ningún Gran Señor tuve. Solo a ustedes dos.
Padre e hijo que son.

Mi negación (evocándola)

. He resuelto comenzar a desandar lo andado. Porque tengo afán. El declive es insoslayable. Como
anti-ícono. O mejor como ícono que está ahí. Pero que no significa otra cosa que el regreso. Al
comienzo. Como lo fue ese día en que nací. Para mí, sin quererlo, fue el día en que nacimos todos
y todas. Porque, en fin de cuentas, para quienes nacemos algún día, es como si la vida comenzara
ahí.

Lo cierto es que accedí a vivir. Ya, estando en el territorio asociado al entorno y a la complejidad
del ser uno. Pronto me di cuenta de que ser yo, implica la asunción de un r ecorrido. Y que este
supone convocarse a sí mismo a recorrer el camino trazado. Tal vez no de manera absoluta. Pero si
en términos relativos; como quiera que no sea posible eludir la pertenencia a una condición de
sujeto que otear el horizonte. En la finitud, o en la infinitud. Qué más da. Si, en fin de cuentas, lo
hecho es tal, en razón a esa misma posibilidad que nos circunda. Bien como prototipo. O bien como
lugares y situaciones que se localizan. Aquí y allá, como cuando se está, en veces sin estar. O, por
lo menos, sin ser conscientes de eso.

Cualquier día, entré en lo que llaman la razón de ser de la existencia. No recuerdo como ni cuando
me dio por exaltar lo cotidiano, como principio. Es decir, me vi abocado a ser en sí. Entendiendo
esto último como el escenario de vida que acompaña a cada quien. Pero que, en mí, no fue crecer,
Ni mucho menos construir los escenarios necesarios para actuar como sujeto válido.

Un quehacer sin ton ni son. Como ese estar ahí que es tan común a quienes no podemos ni
queremos descifrar los códigos que son necesarios para vivir ahí, al lado de los otros y de las otras.
Duro es decirlo, pero es así. La vida no es otra cosa que saber leer lo que es necesario para el
postulado de la asociación. De conceptos y de vivencias. De lazos que atan y que ejercen como
yuntas, Por fuera todo es inhóspito. Simple relación de ideas y de vicisitudes. Y de calendas y de
establecer comunicación soportada en el exterminio del yo, por la vía de endosarlo a quienes
ejercen como gendarmes. O a ese ente etéreo denominado Estado. O a quienes posan como
gendarmes de todo, incluida la vida de todos y todas.

Y, sin ser consciente de ello, me embarqué en el cuestionamiento y en la intención de confrontar y


transformar. Como anarquista absoluto. Pero, corrido un tiempo, me di cuenta de mi verdadero
alcance. No más allá de la esquina de la formalidad. Sí, de esa esquina que obra como filtro. En
donde encontramos a esos y esas que lo intuyen todo. A esos y esas que han construido todo un
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acervo de explicaciones y de posiciones alrededor de lo que son los otros y las otras. Y de sus
posibilidades y de su interioridad. Y de sus conexiones con la vida y con la muerte.

Esas esquinas que están y son así, en todas las ciudades y en todos los escenarios. Y yo, como es
apenas obvio, encarretado conmigo mismo y con mis ilusiones. Y con mis asomos a la libertad. En
ellas se descubrieron mis filtreos con la desesperanza. Y mis expresiones recónditas, en las cuales
exhibía una disponibilidad precaria a enrolarme en la vida, en el paseo que está orientado, hacia la
muerte.

Y estando así, obnubilado, me dispuse a ver crecer la vecindad. A ver cómo crecían, alrededor de
mi estancia, las mujeres y los hombres que conocí cuando eran niños y niñas. Y, estando en
vecindad de la vecindad, conocí lo perdulario. Ese ente que posa siempre latente. Que está ahí; en
cualquier parte; esperando ser reconocido y por parte de quienes ejercen como mascotas del
poder. Como ilusionistas soportados en las artes de hacer creer que lo que vemos y/o creemos no
es así; porque ver y creer es tanto como dejarse embaucar por lo que se ve y se cree. Una
disociación de conceptos, asociados a la sociedad de los que disocian a la sociedad civil y la
convierten en la sociedad mariana y en la sociedad trinitaria y confesional. Y, siendo ellos y ellas
ilusionistas que ilusionan acerca de la posibilidad de correr el velo de la ilusión para dar paso al
ilusionismo que es redentor de la mentira que aspira a ser verdad y la mentira que es sobornada
por quienes son solidarios y consultores para construir verdades.

Y, estando en esas me sorprendió la verdadera verdad. Justo cuando empezaba a creer en el


ilusionismo y en los ilusionistas. Verdadera verdad que me convocó a reconocerme en lo que soy en
verdad. Sujeto que va y viene. Que se enajena ante cualquier soplo de realidad verdadera. Que ha
recorrido todos los caminos vecinales. En lo cuales he conocido a magos y videntes de la otra orilla.
Con sus exploraciones nocturnas, cazando aventureros que caminan atados a la vocinglería que
reclama ser reconocida con voz de los itinerantes. Y, estando en esas, me sorprendió la incapacidad
para protestar por la infamia de los desaparecedores. De los dioses de los días pasados y de los
días por venir y de los días perdidos.

Y volví a pensar en mí. En ese tiempo en que preñé a Anastasia Como tratando de localizar mi yo
perdido, desde que conocí y hablé con los magos y videntes de la otra orilla. Un yo endeble. Entre
kantiano y hegeliano. Entre socrático y aristotélico. Entre kafkiano y nietzscheano. Pero, sobre
todo, entre herético y confesional. Ese yo mío tan original. Filibustero. Pirata de mí mismo. Y, sin
embargo, tan posicionado en los escenarios de piruetas y encantadores de serpientes.
Saltimbanquis que me convocan a cantarle a la luna, desde mi lecho de enfermo terminal. La
enfermedad de la tristeza envalentonada. Sintiéndome poseído por los avatares increados; pero
vigentes. Artilugios de día y noche.

Sopla viento frío. En este lugar que no es mío. Pero en el cual vivo. Territorio fronterizo. Entre
Vaticano y Washington. Cómo han cambiado la historia. Cómo la han acomodado ellos. En tiempo
de mi pequeñez de infante, tenía mis predilecciones a la hora de rezar y empatar. La tríada
indemostrable. Uno que son tres y tres que vuelven a ser uno. Pero también le recé a Santo Tomás
y al Cristo Caído, patrono de todos los lugares y de todos los periodos. Caminé con la Virgen María.
De su mano recibía El Cáliz Sagrado cada Cuaresma. En esos mis sueños en los cuales también
buscaba el Santo Crial. En esa blancura perversa de la Edad Media. Definida así por una cronología
nefasta. Purpurados blandiendo la Espada Celestial; y los Santos Caballeros recorriendo los
inmensos territorios habitados por infieles. Rodaron cabezas setenta veces siete. La tortura fue su
diversión predilecta. En la Santa Hoguera y en los Santos Cadalsos. Y cayó Giordano Bruno. Y
cayeron muchos y muchas enhiestas figuras de la libertad y de la herejía. Y las canonizaciones se
otorgaban como recompensas. Y Vaticano todavía está ahí. Vivo. Como cuñete que soporta la
avanzada papista; aun en este tiempo. Vaticano nauseabundo. Sitio en el cual la presencia de los
herederos de San Pedro, ejercen como espectro que pretende velar el contenido criminal de pasado
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y presente. Siguen anclados. Y difundiendo su versión acerca de la vida y de la muerte. Purpurados


perdularios. Para quienes la Guerra Santa es heredad que debe ser revivida.

Y Washington sigue ahí. Inventando, como siempre, motivaciones para arrasar. Ya pas ó lo de
Méjico y lo de Granada y lo de Panamá y pasó Vietnam (con derrota incluida) y lo de Bahía
Cochinos y está vigente lo de Irak y lo de Pakistán y lo de Afganistán. Y se mantiene Guantánamo
como escenario en el cual efectúan y efectuaron sus prácticas los profesionales de la tortura.

…Y, en fin, sigo sintiendo un frío terrible: Ya he vivido mucho tiempo desde que maté a Anastasia.
En esta bifurcación de caminos. Todos a una: la ignominia. Y me levanto cada mañana; con la mira
puesta en una que otra versión. Escuchadas en la noche; cuando no podía embolatar el hechizo tan
cercano a la locura, al cual me he ido acostumbrando. Y, a capela, alguien me insinúa, a mitad de
camino, la posibilidad de argüir mi condición de lobotomizado, cuando enfrente el juici o histórico de
mis cercanos y cercanas. Ante todo, aquellos y aquellas con los (as) cuales he compartido. Siendo
volantín al socaire. Siendo aproximación a la condición de sujeto libertario. Siendo apenas buscador
de límites.

Y la ví. En ese lodazal enervante, Vi su cuerpo descomponiéndose. En esta inmensa


soledad soy inverso multiplicativo. Como minimizador de acontecimientos y de acciones. Como si
fuese experto prestidigitador .Como lo fueron aquellos sujetos encargados de divertir a reyezuelos.
Otrora, yo hubiese protestado cualquier asimilación posible de mis acciones a aquellos teatrinos
incorporados a la cotidianidad burlesca.

Pero ya no puedo protestar nada. Simplemente, porque no he sabido posicionarme como


cuestionador de las entelequias del poder. En el día a día. Porque así es como funciona y como es
efectivo. Obnubilando los entornos. De tal manera que he llegado al mismo sitio al que llegan los
lapidadores de la verdad y de la ética. Sitio embadurnado; mimetizado y que posa como lugar
común. Y que reúne a figuras asimiladas a los sátrapas. Personajes delegados por las jefaturas de
los imperios. Sí, como diría alguien próximo, ¡así de sencillo llavería!

Inmerso en ella (…en la misma soledad) he vivido en este tiempo. Ya, el pasado, no cuenta para
mí. O, al menos como debiera contar. Es decir, como referente reclamador ante expresiones que
tuve o dejé de tener. Cierto es que me fugué hace un corto tiempo. Fugarse del pasado es lo
mismo que hacer elusión de la convocatoria a vivir en condiciones en las cuales, el presente no
obre como tormento. Ficticio o no. Pero tormento en fin de cuentas.

Soledad relacionada con la herencia, casi como copia de genes. Soledad que me remite siempre a
ese pasado de todos y de todas. Pero que, en mí, cobra mayor fuerza en razón a la
proporcionalidad entre decires y silencios. Esos silencios míos que pueden ser tipificados como
verdaderos naufragios conceptuales. Como remisión a la deslealtad. Con mi yo. Y con todos y todas
quienes estuvieron en ese tiempo. Y, entonces, reconozco a mi Anastasia.

Y, como si fuera poco, me hice protagónico en el ejercicio de las repeticiones. Como queriendo
volver a esos escenarios en los cuales no estuve, pero que intuyo. El Homo-Sapiens en todo su
vigor. Tratando de localizarme a futuro, para endosarme su tristeza. Para hacer me heredero de
penurias. En ese tránsito cultural que fue, paso a paso, su itinerario. Cultura sin soporte diferente a
aquellos ditirambos que nos situaron en condiciones de vulnerar a la Naturaleza; pero también de
construir el significado del amor; de la ternura; de la solidaridad.

Y, en eso de la ternura, de la solidaridad y del amor, me estoy volviendo experto. Pero como en
regresión. Es decir en contravía de lo que, creí en el pasado, era mi fortaleza. Y me veo como
advenedizo en este tiempo en el cual, precisamente, es más necesario ser herético, punzante,
hacedor de propuestas de exterminio de aquellos que consolidaron su poder, a costa de la penuria
y de la infelicidad de los otros y de las otras.
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Y, en eso de ser libre, me quedé a mitad de camino. Como pensando en nada diferente que estar
ahí; como simple perspectiva de confrontación. Una existencia próxima al desvarío de aquellos y
aquellas que siguen estando, como yo, sin comenzar siquiera el camino. Por lo mismo que nola
percibo libre. Camino que se me escapa cada vez que lo miro o lo pienso. Camino que me es y ha
sido esquivo por milenios.

Porque nací hace tantos siglos que no recuerdo si accedí a la vida o al albur de los acontecimientos.
Vida que se retuerce día a día y que no es tal, porque no la he vivido como corresponde. Lejanos
momentos esos. En los cuales imaginé ser humano perfecto. Humano centrado en el itinerario
vertido al unísono con las epopeyas de los y las libertarios (as). Lejana tierra mía (como dice el
lunfardo). Tierra que fue arrasada desde mucho tiempo atrás. Desde que lo infame se posicionó
como prerrequisito para andar. Y andando se quedó. Un andar predefinido. Andar que no es ot ra
cosa que seguir la huella trazada por nefandos personajes que hicieron de la vida una yunta. Como
encadenamiento cifrado. Como propuesta que restringe la libertad. Y que la condiciona. Y que la
mata, a cada momento.

Lejanos horizontes los que caminé. Solo. Porque la soledad es sinónimo de estar ahí. Como
convulsivo sujeto de mil maneras de aprender nada. Sujeto que se sumergió en el lago mágico del
olvido. Ese que nos retrotrae siempre a la ceremonia primera en la cual se hizo cirugía al vuelo
libertario. Cortando alas aquí y allá. Cirugía que se convirtió en ritual perenne. Como cuando se
siente el vértigo de la muerte. Muerte que huele a solución, cada vez que recuerdo y vivo. Pasado y
presente. Como si fuera la misma cosa.

Como soplo de dioses, pasó el tiempo. Yo enajenado. Esa pérdida de la memoria que remite al
vacío. Y estuve, en esa condición, todo el tiempo. Desde que empecé a creer que había empezado
a vivir. Enajenación, similar a la de los personajes de Kafka. Prolongación del yo no posible, en
autonomía. Más bien reflejo de lo que no sucede. De lo que no existe. Un yo parecido a la vida de
los simios. Repitiendo movimientos. Inventando nada. Simple réplica. Sin el acumulado de verdades
y de hechos y de posibilidades, que debe ser soporte de vivir la vida. Y, cualquier día, me dije que
no volvería a experimentar con eso de no sentir nada. Pero no fue posible. Simplemente porque
nunca encontré otro libreto. Porque me quedé recabando en lo que pude haber sido y no fui.
Porque, como los marianos, me quedé esperando que viniera la redención, por la vía de la Santa
Madre. Porque me obnubilé con ese desasosiego inmenso que constituye el estar ahí. Pensando, si
acaso eso es pensar. Pensando en que sería otro. Diferente. Otro yo. No perverso. No conciliador
con la gendarmería. Otro sujeto de viva voz, no voz tardía y repetitiva. Voz de mil y más
expresiones de expansión. En el ancho mundo histórico. Ese que es concreción de vida. Porque, lo
otro, es decir estar ahí, es como mantener vigente la enajenación profunda.

Un yo Kantiano que se sumergió (¡otra vez¡) en la heredad de los emperadores y de los dioses
míticos y de las creencias aciagas y de los postulados polimorfos de los sacerdotes socráticos y
aristotélicos. Sacerdotes que remiten a la interpretación de lo que existe, por la vía de la
vulneración del yo concreto, vivencial; necesitado de vivir sin el cepo perenne de una interpretación
de la vida, sin otra opción que estar ahí. Esperando que los silogismos desentrañen la vida. Y que la
sitúen como premeditación. Como expectativa unilateral; sin cuestionamientos y sin alternativas
diferentes a ser gregarios personajes que deletrean las verdades de conformidad con el discurso
ampuloso ante la asamblea de diputados que tratan de convencerse a sí mismos, de que no existe
otra alternativa a mirar el universo como centro que fue creado desde siempre p or quien sabe
quién. O el Dios Zeus; el Dios Júpiter; el Dios Cristiano que no supo administrar, a través de su hijo
ilustre, las posibilidades de quebrantar el yugo de los imperios. O del Dios del profeta Mahoma que
se enredó en justificar mil disputas por el poder que otorga la verdad. Todos, en fin asfixiándola, en
cada momento histórico. Dioses perdularios. Matadores de cualquier ilusión. Pero yo me quedé
expectante. Esperando que llegara el salvador por la vía de la Razón kantiana; o por la vía de la
postulación dialéctica hegeliana. O, simplemente, por la vía de la propuesta ecléctica de Engels.
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Y todavía estoy aquí. Y ensayé con la proclamación de Darwin, para resarcirme de mis creencias de
la creación de las especies, a la manera de Génesis II, 18-24. Y, tal parece que no entendí su
mandato evolutivo. Y me recree en Morgan, en la intención de concretar una propuesta de
sociedad heredada, a partir de sucesivos momentos en la historia de la humanidad. Y me quedé
esperando ver en Marx una opción diferente a la de Max Weber. Sociedad de confrontación. De
lucha de clases. Pero, tal parece que tampoco eso lo entendí. Simplemente porque no pude
descifrar el código revolucionario inmerso en su teoría. Y me quedé esperando a Lenin. Con su
teoría de partido y de concreción de la libertad por la vía de la extirpación de la ideología de los
terratenientes y de los burgueses y del Estado

Y me quedé esperando al divino Robespierre, cuando supe de sus arengas para destruir a la Bastilla
y a los reyezuelos y a los monárquicos todos. Pero me confundí cuando este erigió la guillotina
como solución. Y, antes, había esperado a Giordano Bruno. Pero, por su misma opción hermosa de
libertad, no pude interpretarlo; y su muerte atroz, me sorprendió prendiéndole velas a Descartes .

Otra vez desperté pensando en la libertad que volaba con el viento. Como cuando la he rí en su
sexo. Es una reiteración. De ese tipo de expresiones que naufragan, cuando nos percatamos que la
hemos inmolado en beneficio de la metástasis con la violencia oficial. Un tipo de vulneración que la
llevó (…a la libertad) a ser auriga de vocingleros de la democracia, que encubren prestancia
adecuándola a su intervención como promotores de esperanza centrada en su discurso de que aquí
no ha pasado nada y que solo ellos son alternativa.

Y estuve en el mercado de S an Alejo. Esperando que llegaran los cachivaches colocados como
símbolo por parte de los testaferros de la guerra, actuando a nombre de los cruzados por la buena
fe, la moralidad y la eutanasia hacia los proclives de la insubordinación. Y, allí, conocí a aquellos y
aquellas que se han constituido en beneficiarios de esa guerra y de sus mil y más interpretaciones.
Y, en esa dirección, conocí a los académicos. Sí, a los usurpadores. Escribiendo para diarios y
revistas.

Una opereta que no acaba. Y vi, con repugnancia, a los desmovilizados y desmovilizadas.
Vociferando en contra de su pasado. Y los y las vi como caza recompensas. Allí estaba Rojas (…el
de la amputación de la mano de su jefe político y militar y que presentó como trofeo y como
justificación para recibir la mesada oficial infame) y vi a Santos y su cohorte administrando la
guerra a nombre de “los ciudadanos y ciudadanas de bien”. Y vi a todos y todas aquellos (as) que
están al lado del Emperador Pigmeo. Y vi a quienes construyen discursos vomitivos, a nombre de la
“sociedad civil”, vendiendo sus palabras acartonadas. Como equilibristas que se agazapan.
Esperando un nombramiento.

A Eduardo Pizarro Leongómez, blandiendo su pobre erudición, diciendo que las mujeres violadas
por los paramilitares no deben hacer de su denuncia una bandera de lucha en contra de los
criminales de guerra; a los Angelino Garzón. El mismo que conocí como punta de lanza del Partido
Comunista, liderando organizaciones sindicales, a nombre de la revolución. Sí, lo vi como fórmula
vicepresidencial del invasor del Ecuador y prístino representante de los monopolios de la
comunicación. Y me encontré, vendiendo sus declaraciones, al “Joyero”. Si, al brillador de lámparas
de Aladino; es decir, me encontré con Daniel Samper. Sí, el mismo que defendió el bastión
monárquico, cuando se produjo el conflicto entre el feudal Juan Carlos de España y el chafarote
populista Hugo Chávez. El mismo Daniel Samper que pasó de agache cuando el Santo O ficio de la
Alianza Santos-Planeta, expulsó a Claudia López, por haber escrito la verdad acerca de los manejos
de los dueños de la verdad en el periódico. Y vi a León Valencia, cuando llegó de Londres con su
maleta cargada de palabras en contra de la lucha armada revolucionaria y con un breviari o
confesional que contiene el evangelio de los “nuevos demócratas”.

Y, por lo mismo, me dije: ¿será que estamos condenados como pueblo a tener que asistir al
parloteo de loros y loras que han renunciado a sus convicciones a nombre de la democracia infame
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de los detentadores del poder en nuestro país. Por siglos. Pasando por encima de los muertos y las
muertas que ellos mismos han ajusticiado? ¿Será que, somos un pueblo imbécil que consume la
mercancía averiada (parodiando al viejo Lenin) de la paz y la justicia social?

Y seguí dando tumbos. De fiesta en fiesta, como dijo Serrat, cuando cantó interpretó la canción. Y
me quedé tendido, en el piso. Como queriendo horadar el suelo para enterrarme vivo; antes que
seguir aquí. En esta pudrición universal. En donde la lógica ha sido trastocada; en donde las
verdades se han diseccionado y recompuesto, para que asimilen las palabras de los directores y
nieguen las palabras nuestras, las de los sometidos. Y seguí ahí. En ese ahí que es todo artificio.
Todo lugar común, por donde pasan maltratados y maltratadores, como si nada. Es decir como
repeticiones y prolongaciones sin fin.

No sé cuánto tiempo llevo así, sin Anastasia Solo se que me niego a reconocer mi trombosis
vivencial. Se, por ejemplo, que asistí al evento en el cual Suetonio presentó su obra acerca de los
Césares. Y me acuerdo que, estando allá, me encontré con Sísifo. Lo noté un tanto cansado de
lidiar con su condena. La piedra, insumo mismo otorgado por los dioses perversos, había crecido en
tamaño y en peso. Y no es que la gravedad se hubiese modificado. A pesar de no haber sido
cuantificada todavía, seguía ahí; siendo la misma. Y me dijo Sísifo: te cambio mi vida por tu
interpretación del escrito del viejo Suetonio. Y le dije: no vaya a ser que estés embolatando el
tiempo conmigo, pensando en un descuido para endosarme tú útil pétreo. Y me dijo, casi llorando,
“lo mío es otra cosa. No sabes cuánto me divierto, sabiendo que a cada subida y a cada bajada, me
queda claro que desafié a los dioses y me siento bien así”. “Pero en cambio tú, sigues ahí. Me
cuentan que te han visto en cuanto evento se organiza. Y vas. Y vuelves a ir. Y sigues siendo el
mismo Adán que recibió hembras y machos, a manos del dios bíblico. Me cuentan que has tratado
de cambiar a Eva por la alfombra voladora de Abdallah Subdalá Asimbalá. Y que en ella piensas
remontar vuelo hacia el primer hoyo negro de la Vía Láctea. Pero, también me han dicho, que n i
eso has logrado. Que sigues ahí, esperando que regrese Carlomagno de su travesía, para solicitarle
que te deje admirar los objetos traídos de su saqueo.

Y, en verdad, me puse a pensar en lo dicho por el viejo Sísifo. Y, no lo pude soportar. Y lo maté. Y
logré asir la alta mar, en el barco de Ulises. Y llegué a la sitiada Troya Latina. Sí, llegué a esta
patria que tanto me ha dado. Por ejemplo, me ha dado la posibilidad de entender que todos y
todas somos como hijos de Edipo. Somos vituperarlos del Santo Oficio de la gestión autoritaria;
pero no reparamos que, a diario, poseemos a la madre democracia. Que le cambiamos de nombre
cada cuatro años. Pero que sigue siendo la misma. Es decir: ¡nada¡.

Llegué a ciudad Calcuta el mismo día en que nació Teresa. La madre de todos y de todas…y de
ninguno. La conocí, un día en el cual estaba succionando el pus salido de las pústulas que había
sembrado Indira Gandhi. La vi. Le vi sus ojos mansos. Como mansos han hemos sido; llenos de
oprobios y pidiendo a dios por los que gobiernan. Y viajé, al lado de ella, al Vaticano (…sí otra vez).
Ella me presentó a Juan Pablo Primero. Recién, el Santo Sínodo Cardenalicio, lo había nombrado
Papa. Y, con él, estaban los directivos del Banco Ambrosiano. A los dos días murió envenenado.
Después vine a saber, a través de Teresa, que su muerte tuvo como justificación, una investigación
que el frustrado Papa, había iniciado siendo todavía cardenal.

Estando en la intención de desatar ese entuerto; me di cuenta que había olvidado mi entorno.
Simplemente, me perdí en ese laberinto de las mentiras históricas, construidas a partir de las
necesidades de quienes ejercen alguna autoridad. Y lo que pasa es que existen muchas
autoridades. Y lo que pasa es que esas autoridades gobiernan desde mucho tiempo atrás. Y, me he
dado cuenta de que, tendencialmente, son las mismas. Yuntas que coartan el espíritu. Y que nos
colocan en posición de esclavitud constante. Y que, tan pronto devienen en los castigos penales y
civiles. Y que, al mismo tiempo, devienen en mandatos que atosigan. Como ese de respetar y
acatar lo que no es nuestro. Por ejemplo, cuando somos requeridos a aceptar los postulados de los
imperios. Cuando estos parlotean acerca de lo habido y por haber. Aun sabiendo que han
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violentado y han saqueado. Por ejemplo, cuando sabemos que han acumulado beneficios que no le
son propios.

Y vuelve y juega. Como quien dice: no ha pasado nada distinto a aceptar lo que nos es mandado.
Y, siempre nosotros, aceptando. Y estamos aquí. Ella y yo. En ese ahora que es taxativo en
términos de lo que debemos hacer y no hacer. De mi parte, ya me cansé. Espero, simplemente,
que llegue la hora de la partida. Y quiero ir con ella.

Catorce

Bajo Fuego

Ayer no más estuve visitando a Anastasia. Me habían contado de su situación. Un tanto compleja,
por cierto. Y, en verdad la noté un tanto deteriorada en su pulsión de vida. “Es que no he logrado
resarcirme a mí misma. Porque, estando para allá y para acá, se me abrió la vieja herida. No sé si
recuerdas lo de mi obsesión por lo vivido en lo cotidiano. Simplemente, así lo entendí en comienzo,
estaba unida al dolor por las vejaciones constantes. A esa gente que tanto he amado. Verlos, por
ahí, sin horizontes. En una perspectiva centrada en la creciente pauperización. Pero no solo en lo
que respecta al mínimo de calidad de vida posible. También en eso de ver decrecer los valores
íntimos. Ante todo, porque, se ha consolidado un escenario inmediato y tendencial, anclado en la
preeminencia de los poderes económicos y políticos, de esos sectores, de lo que yo he dado en
llamar beneficiarios fundamentales del crecimiento soportado en la explotación absoluta. En donde
no existe espacio posible para la solidaridad y los agregados sociales indispensables para aspirar,
por lo menos, al equilibrio. Y no es que esté asumiendo posiciones panfletarias. Es más en el
sentido de decantación de lo que he sido. Siendo esto, una tendencia a la sublimación de la
heredad de quienes se han esmerado por construir opciones que suponen una visión difere nte. De
aquellos y aquellas que lo dieron todo. Que lo arriesgaron todo, hasta su vida. Por enseñar y
comprometerse a fondo.

Es tanto, Germán, como sentir que he llegado casi al final de mi caminata por la vida. Porque siento
que no hay con quien ni con quienes. Aunque parezca absurdo, todos y todas que estuvieron
conmigo, han emigrado. Han cambiado valores por posiciones políticas en las cuales se exhibe una
opción de acomodarse a las circunstancias. A vuelo han desagregado el compromiso y las
convicciones. Por una vía de simple repetición de discursos anclados en lo que ellos y ellas llaman
Desenmascarar, en vivo, a esos beneficiarios fundamentales. Convirtiendo la lucha en debates
insulsos. Porque, a sabiendas de ello, pretenden construir lo que se ha dado en llamar tercera vía.
O, lo que es lo mismo, una connivencia con los depredadores. Con aquellos y aquellas que se han
posicionado como controladores. En consolidación de un Estado que, en teórico es social y de
derecho. Pero que, en concreto, no es otra cosa que las garantías de su permanencia. Vía, un
proceso que es como reservorio. Como eso de asimilar eventos, que para nada lesionan su razón
de ser.

Y, estoy en un parangón. Sé que he ido y he venido. En veces como noria. Como lo que llamarían
mis contradictores, un ejercicio ramplón. Supra ortodoxo. En fiel posición, que no es más que una
figura asimilada a esa utopía sinrazón. Es como si hubiese llegado a un punto que ejerce como
estación de vida. Como convocando a desandar lo andado. Como que no alcanzo a dimensionar los
bretes diarios. Como si convulsionara. Como si, ni para aquí ni para allá. Y eso duele Germán.
Porque es una soledad casi absoluta. No me hallo. Tanto como soportar una comezón visceral.

Siendo, entonces, así he optado por vivir lo mío. Ahí, encerrada. Hermética. Sabiendo lo riesgos.
Porque cuando se llega a un momento como este, es tanto como querer no ir más. No forzar más a
la vida en lo que esta no me puede dar. Desde ahí, hasta la regresión paulatina, solo existe un
nano segundo…”
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Ciertamente, me conmovió la Anastasia. Con todo lo que la he querido. Con todo lo que vivimos en
el pasado. Definitivamente la admiro. Pero me entra el temor de que, en verdad, no quiera ir más.

Y pensado y hecho, a escasos tres días de haber hablado con ella supe, a través de Juliana, que
encontraron su cuerpo incinerado. Murió como esos bonzos que otrora, en público, se incendiaban.
Anastasia, simplemente, se fue. Y, aún en eso, se destaca su entendido de vida. Bello, pleno y de
absoluta lealtad con ella misma.

Ella, la mujer. Ella Fantasía

Yo sí que he tenido dificultades. De esas que uno dice, espontáneamente, que se parecen a algún
castigo premeditado. A pesar de mi ateísmo declarado, ahora como que meto en saco roto esa
posición. La cual la advertí, en mí, hace mucho tiempo. Así, de rapidez. Como cuando se entiende
una dinámica de vida que no se corresponde con la lógica elemental de los hechos y acciones
asignados por uno mismo. Pero que, condiciones de similitud con respecto a las ilusiones, se
parecen a esos tejidos de arañas. Que te dejan ahí. Encadenado. Viviendo al gasto cotidiano. Y,
entonces, te das cuenta que todo lo habido como que se constituye en insumo que aturde. Que te
deja a merced de lo absurdo. Cuando no, de lo ridículo. Y claro que se sigue viviendo. En sucesión,
las cosas, adquieren vida propia. Y te asfixian. Se colocan por encima del sujeto que las vive y las
siente. No habiendo lugar, a partir de esa sumatoria de momentos, para reclamar la identidad. Esta
como que se disuelve en las eventualidades del día a día.

Por lo tanto, en consecuencia, es un recuerdo que hace daño. Es decir, siendo yo hoy, lo que se
perfiló desde ayer, ese mismo hoy me condiciona. Como una pulsión que me deja varado, inmóvil,
tratando de cruzar el rio. Y la realidad se convierte en escenario de cosas punzantes. Que hiere. Y
te vuelven a remitir a lo primero. Siendo esto lo que ya dije del ayer. Y tal parece que lo estoy
asimilando por una vía inapropiada. En eso de que lo uno sigue a lo otro. Y que este o tro es,
precisamente porque fue primero lo que advierto como ese uno abstracto. Como cosificación que
inmola. Que te obliga a padecer ese hoy, como tormento.

Y qué decir, entonces, de la posibilidad de retornar al origen. Es decir, como tratar de rehacer l a
vida. Tratando de reconciliar creencias con las decisiones. En suposición de que sea factible
corregir. Emprender camino con otras connotaciones. Y con otras opciones que no traduzcan lo
que ya está cifrado. En ese tipo de ilusión que no había sido contemplada. Al menos que no había
sido requerida como otra ruta. Distinta a la que, al final, fue. En esa locura de realizaciones.
Contenidos impropios. Por cuanto se asemejan a la pasión convertida en insensatez. En revoltijo de
concreciones generadoras de desencanto.

En ese tipo de reflexión estaba, cuando se me dibujó su cuerpo. En película que yo llamo la línea
de percepción inmediata. Una negra convocante. En desnudez. Sin admitir ninguna erosión entre la
percepción y la cosa en sí. Yo me detuve, tratando de increparme, para despertar del sueño creído.
Pero no era sueño. Porque la palpé. Cogí sus manos. Luego deslice mi mirada y mis dedos por el
vientre puro. Aprisioné su cintura. Con mis labios recorrí su cuello. Extasiado. Yo ya sabía que era
una de aquellas mujeres en venta. De esas que se compran por ratos. Para deshacer con ellas la
soledad. Ya me había pasado antes. En el mismo sitio. Pero esta ejercía una sensación hipnótica.
Pujaba, todo en ella, por la seducción imprecisa. Mágica.

Y le dije que lo mío iba más allá. Que no la quería ver ahí. Que la deseaba. Y se lo dije en condición
de sujeto que vive el éxtasis no premeditado. No como con las otras a las cuales acosé con mi
libido enfermiza. Que maltraté en lo físico y en lo del alma también. Y le dije que la deseaba. Para
mí. Para que espantara mi soledad y mí entendido de vida. Y que la amaba desde antes. Siendo
ese antes, la primera pasión y visión. No en montonera de cosas estáticas. Sino en secuencias de
gratificación universal. Como cuando se vuelve a localizar el camino perdido.
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Y vino a mí. Y me besó. Con ternura de mujer total. Y caminamos. Por la calle tan visitada. Tan
vilipendiada. Y fuimos el uno y el otro. Un crecimiento de pasión. De cuerpos entrelazados. Y la
tuve y me tuvo. En muy bella ternura, la preñé una y otra vez.

Siendo, ya, el amanecer; me despedí de Anastasita. Y no la volví a ver. A pesar de que todos los
días y las noches la he buscado desde entonces. Indagando por ella; me dijeron que no había sido
nunca cuerpo de ahí. No era sujeta en venta. Simplemente porque nunca, ella, había estado.
Porque ese nombre “Ternura”, no había sido conocido, ni visto. En fin que, lo mío, no era más que
una fantasía. Una locura habida. Ahí en donde yo decía que puse mi vida.

La duda

Al regresar la encontré tal cual. Ya habían pasado cuarenta y ocho horas. Y ella seguía ahí. Con la
misma ropita puesta. Y con esos ojos de mirada perdida. No sé si había llorado más de lo que ya lo
había hecho en los tres días anteriores a mi partida. Y lo hico, fundamentalmente, porque no podía
enhebrar ningún argumento. Por más que lo intenté; su mirada fija y grandota, me conminaba a la
confusión.

Y es que lo de Anastasia al menos para mí, seguía siendo muy extraño. Casi un misterio. Porque, a
decir verdad, yo la vi salir de esa casa. Estoy seguro. No es una invención mía, tal cual ella me lo
ha querido imponer. Porque, en eso de entender la dimensión de la realidad y la verdad, cada
quien es cada quien. Pero, por mucho que ese cada quien le dé vueltas al asunto; lo que sí es
insoslayable es el asomo de certeza que cada quien tiene acerca de sus actos. De los pasados y de
los actuales. Dejándolo ahí; como para no ponerme en elucubraciones en términos de futuro.
Porque este, en fin de cuentas, es una latencia que puede concretarse o no en hechos y/o en
acciones ciertas.

Es decir que, para mí, verdad y realidad son como la misma cosa. Todo lo real es cierto. T odo lo
cierto es verdad. Por lo mismo, entonces, no claudico ante esas expresiones voluntariosas de
Anastasia. Porque, entre otras cosas, trata de mezclar valores y conceptos. Como diciendo que
puede ser lo uno o lo otro. Pero, lo que más me descompone, es que pretenda asimilar mi verdad,
a la verdad aquella, suya, en el sentido de que, con mi verdad, lo que estoy negándole es el
derecho a su autonomía. Y que, por lo mismo, es como si todo lo que hemos andado, yo lo
estuviera regresando. Dudando de ella. Poniendo, como lo enfatiza, en absoluto suspenso la
aplicabilidad de su entereza y la mía.

Y, como diciendo ahora lo que siempre he dicho, no ha lugar que se extirpen las voces asociadas a
las palabras que han sido construidas y dichas; precisamente `para que constituyan imagen
perenne de lo mucho que uno puede llegar a consolidar como opción de vida. Y la m ía, creo yo, la
he construido a puro pulso. Con equivocaciones de por medio. Pero, asimismo, con las
rectificaciones necesarias a las que ha habido lugar.

Entré, porque la puerta seguía abierta. Lo deduje por el frío acerado que estaba ahí. Dándole
vueltas al entorno de ella. Lo sentí, porque al lado del silencio por la ausencia de sus palabras,
estaban decantadas las voces de la calle. Allí instaladas. Las de las madres y las de sus hijos e
hijas. Las de los pájaros que volaban casi a ras de tierra. Como e sperando verme; para decirme
que nadie había entrado ni salido. Y que la puerta seguía siendo posición en el camino a la casa.

Aurelia sí estuvo allí. Yo la vi. Así como, también vi, a Alfonsina Primera. La jovencita que ella había
conocido cuarenta días atrás; en Bazar Monosilábico. Enfrentaron sus miradas, esa noche, como yo
nunca había visto que chocaran dos miradas. Con esa pasión. Y con esas ganas que eran casi
lascivia inveterada. Si yo la vi allí. Y sentí ese estrépito de confusión. Porque, amándola yo; como la
amo. Vi en sus ojos dibujadas las caricias. Y los gemidos y el abandono que solo opera y es visible
48

en la entrega absoluta. Y, ahí mismo, sentí que la había perdido. Y me exasperé. Y naufragué en la
desdicha de reconocer que la estaban amando en profundidad y en locura refleja y altiva. Con más
fuerza y mayor ímpetu que lo que yo puedo otorgar.

Y así, con ese ensimismamiento, corrí tras la huella de Alfonsina. Y la localicé allá en Palo Alto. Y
ataqué su cuerpo con lo que encontré a la mano. Y, ese cuchillo, se hundió tanto que la vi mirarme
consternada. No sabiendo porque la mataba así. Sabiendo, como me lo dijo ella, que es e día no
había estado con Anastasia Aurelia. Simplemente porque ella la llamó y le dijo que se encontraría
con Juancito Almanza. Y que lo único que ella siempre había hecho, era transmitirle con su mirada,
los mensajes de su amigo del alma. Así fue en esa fecha. En las calendas de cuarenta días que
usted tiene registradas don Joaquín. Y ahí murió. Tan triste ella; como absorto quedé yo.

Y, con ese mismo cuchillo mío. El que hendí en el cuerpo de Alfonsina; entré por la puerta que
seguía abierta. Y lo descargué en Anastasita; vida mía.

Y, sigo diciendo aun ahora. Yo la vi salir ese día de esa casa. Y me imaginé quien en sus brazos la
tenía. Y, lo repito, solo pensé en Alfonsina

Orígenes. Una huella pasada en Anastasia

Tertuliano estuvo, ese día, trillando su discurso. El mismo. Como referente lo cotidiano en el actuar
de los apologéticos de la diáspora. Tal vez, en lo más íntimo, el conocía de su equivocación al elegir
ese camino. Pero ya no había vuelta atrás. El conflicto se había profundizado. Tanto que, el
judeocristianismo sucumbía como opción única válida en el proceso de consolidación del
monoteísmo mosaico. Ya, la devertebración, estaba acunada. Porque no había por donde ni con
que desglosar las doctrinas básicas.

En ese tiempo, la división política y administrativa, comprometía una noción primaria del concepto
de estado. Por una vía apenas lógica, dado el contexto. Una configuración geopolítica con fronteras
tan delgadas, que el Imperio Romano, se deslizaba hacia un figura de poder un tanto extraviada.
O, para decirlo mejor, en el cual las directrices cruzaban territorios acicalados con ese universo de
opciones de interpretación en términos de lo que pudiera constituir el referente básico. Una
posición dubitativa. Entre la permanencia de la ortodoxia fundamental del politeísmo inherente a las
convicciones heredadas. Y el crecimiento de lo tripartito. Fundamentalmente en lo respecta al
fariseísmo político-administrativo, el judaísmo venido directamente desde las escrituras antiguas,
mosaicos y los hechos asociados a la nueva versión mesiánica; habida cuenta del crecimiento del
mensaje de Jesús. Como Nuevo Gran Profeta.

Rondando “El Templo”, como instrumento físico; fortalecido, reconstruido en gobierno de Herodes
el Grande. Y que se hacía escenario de confrontación. En diatribas portentosas. Casi como
acariciando la contienda precursora de un nuevo régimen político-religioso. Vista, la nueva ideología
como herética y como originada en especulaciones, más que en doctrina sólida. Porque, en lo
cotidiano, ya estaba hecho el ejercicio. Ya había un discurso y unas acciones de proselitismo,
permeado por una nueva noción de Dios Significante; en necesidad de retar a la humanidad que se
deterioraba cada día más, a partir de escindir y extraviar el acumulado histórico y religioso.
Inclusive, con el agravante que era casi imposible dilucidar contenidos.

Y es que Tertuliano pretendía zanjar la confrontación (casi cien años después) una disputa que
empezó a trascender la simple arenga. Por lo mismo que, a la par con la confrontación centrada
entre el Imperio y la tripartita amalgama contestaría; se iban desgranando posiciones meno res,
pero adheridas al mismo piso originario. Ya los fariseos administradores, tenían un disenso, por la
vía de los zelotas. Siendo estos una representación grupal, enfrentada con el fisco romano. Y allá,
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en Jerusalén, se hacían excesivamente fuertes. Casi como desplazando todo el contenido mismo de
las expresiones judeocristianas.

Daba cuenta, el rico propietario y esponjoso crítico leguleyo, de pretensiones un tanto milenaristas.
Como si evocara, hacia atrás, los condicionamientos propios de la historia religiosa asociada con el
Pueblo Judío. De la dirección política de Moisés y de su capacidad para establecer con sus dirigidos
una relación de prepotencia centrada en los Diez Mandatos Fundamentales. Y se hizo fuerte,
Tertuliano, a partir de su ofensiva en contra del decantamiento en la doctrina, realizado por Pablo
de Tarso. Algo así como, en una seguidilla de torpezas a nombre de la ortodoxia.

Los Juego Olímpicos en 165, marcaron el surgimiento de otra arista en la confrontación. Marciòn,
empezó a ejercer como opción preponderante. En un entramado de confusión. En lo que respecta
al significado de la propuesta de los eirenos. De la razón de ser de la variante en Peregrino y su
inmolación, e nexo con la defensa de sus postulados fundamentales.

Ya estaba dicho, por la diosa Anastasia y lo diría Pablo de Tarso, de lo que se trata es de la
preservación del hilo conductor básico. De no dejar extinguir el fuego del cristianismo; por la vía de
ignorar que la confrontación con la teoría helenizante, no era otra cosa que expresiones de la
dinámica misma de la contradicción. Entre el Jesús histórico, ambivalente. Y el Cristo, resucitado.
Es decir no surtir teoría escindiendo las dos partes. Por el contrario, haciendo cohesión. Centrando
la divulgación en el ejercicio doctrinal, a partir de ese equilibrio. Y , tal vez por esto último, la
trilogía Pablo-Santiago-Pedro, se fue deshaciendo. Porque no cabían ambigüedades; siendo como
era el momento de decisiones.

Lucas, en apariencia, esperaba descifrar los nuevos códigos propuestos por El Reformador. Pero su
estreches intelectual, dio lugar a la escritura de los Hechos, de su versión evangélica, como
palabras agrupadas en una linealidad que no da cuenta de la estructura doctrinal del Maestro y de
sus acciones. Por ahí, entonces, Lucas se tuvo que contentar con el distanciamiento. Lo que podría
llamarse bajo perfil. Solo pasado casi doscientos años se vino a exhibir el escrito suyo, en cierta
hilatura, por lo menos cohesionadora.

Ya andaba Papea con su Nerón. Y ya había pasado el momento histórico de Herodes el Grande. Y
sus sucesores, Herodes Antipas, Arquelao y Herodes Filipo, vieron diluirse el poder entre sus
manos. Y, el crecimiento de los cristianos y los judeocristianos seguía siendo disímil y agrandado en
confusión. Un tanto remontando la historia del antes de, los esenios, Anás, de Aarón, de los
levíticos. Se encuentra nuestro Tertuliano, confeso ignorante, de frente con esa historiografía. Que
solo logra dilucidar en lo inmediato primario de las andanadas en contra de Pablo. Y siendo así, se
erige en defensor de la diáspora, casi que por simple ley de la gravedad.

Cuando Popea incita, entonces viene a cuento la tragedia de Juan El Bautista. Ya ahí, en el mero
episodio de la acción iniciática de Jesús. En el agua, como agua pura que remite a borrar rastros;
estaba presente, en latencia casi, la diversidad estatutaria. Si es quien, Jesús, superior a quien es
Juan El Bautista; es un circulo que nunca se cerró. Y lo mismo va para la designación del espacio
temporal para el ejercicio sacramental. Si, en ese contexto físico y conceptual de Templo Sagrado.
O de, en menor dimensión, el propio Sanedrín. El ir y venir de las acciones y sus consecuencias.

Perdiendo la cabeza El Bautista, como que se pierde en el tiempo la posibilidad de la dilucidación.


Quedan, entonces, en remojo parte de los orígenes de ella.. Y se remonta, otra vez, predecesores.
No solo en lo que hace alusión los hacedores de profecías en el pasado. También en cuanto am los
nexos con posturas de los clásicos helénicos. Desde Sócrates hasta Aristóteles; pasando por las
opciones propuestas por Séneca. Siendo, eso sí, la partición de los Doce Tribus. Y las enseñanzas,
en torno al Dios Vengador e Iracundo, de Moisés. Y la noción de sacrificio, en términos de la
conminación a Jacob. Y, a su vez, la herencia máxima doctrinal judía propiamente dicha.
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Cuando Constantino entra en baza, el manejo de las contradicciones no se han atenuado. Y no


tenía porque. Seguía siendo referente el consolidado de Pablo y sus prístina propuesta de vaciar los
contenidos de la diáspora; de tal manera que pudiese decantarse la enseñanza en sí. Ya no de su
misterio en relación con la opción trinitaria. Ni con el símbolo propio pentecostal.

Haciéndose, como en verdad se hizo, conversa utilitarista. Propiciadora de recursos físicos. De


poder y de obligatoriedad derivada de él; sumerge a la doctrina en un pozo absolutamente obscuro
y contradictorio, de por sí. En este contexto, la aparición de Orígenes y de sus reflexiones
filosóficas, proveen de nuevo instrumento a la teoría del de Tarso.

Nuestro Tertuliano, pues, se fue extinguiendo, y Anastasia también. Con él mismo se dice y se
replica. Y se van diluyendo en los avatares propios de una dinámica que lo trasciende. Y, cualquier
día, lo encontramos inmerso en su propio discurso. Ahogado en sus propias palabras insípidas e
intrascendentes.

El paraíso

Sigfrido Hinestroza resultó ser primo de don Eduardo. Yo, cuando lo vi llegar, nunca imaginé eso.
Mucho menos que hubiera estado presente el día de la fundación del pueblo. Eran más o menos,
las dos de la tarde, cuando bajó del bus. Tres maletas recogieron y se dirigió, de inmediato, a la
casa de su madre.

Por ese tiempo las cosas no iban del todo bien. Casi todos los habitantes de Villa Esperanza, habían
sido imbuidos de ese afán de venganza, soportada en el odio ancestral Como heredad perversa.
Pero estaba ahí, latente. Como si estuviera cosido a la piel desde antes de nacer.

Los orígenes, al menos para mí, no eran muy precisos. No recuerdo comentario alguno respecto. En
lo coloquial y diverso nunca escuché nada. Tampoco conocía texto alguno. Solo se, hoy, que sentí
en el ambiente la exacerbación del odio. Con la llegada de Sigfrido. Tal vez, puede ser por su
mirada. De esa penetración impulsiva que da cuenta de un acumulado de saberes de la historia del
pueblo. Y de sus expresiones no leídas, ni anunciadas. Es decir, en Sigfrido, veía yo lo que antes
había visto en don Eduardo. Pero que nunca le había parado bolas.

Resultó ser que, esta tierra, estaba regada de sangre al por mayor. Que, de manera sistemática, se
fue hundiendo en las violencias familiares. Pugnas entre sí. Conflictos no resueltos. Como ese
derivado de la muerte de la niña Antonia. Eso data desde hace cuarenta años. Por lo menos eso creí
descifrar en la mirada de Sigfrido. Y, antes, en la de don Eduardo.

La niña, Anastasia murió ahogada en el Lago Cuartil, ahí apenas a tres kilómetros. Unos veinte
minutos, por entre los árboles espesos y altos que bordeaban el costado orienta de la localidad. Y
fue un ahogamiento forzado. Dice la mirada de Sigfrido, que su cuerpo estaba hecho trisas. Que su
boca había sido cosida con la pita esa de pescar. Que sus ojos fueron sacados. Que allí, donde
estaban antes, solo se veía un hueco obscuro, como pozo abandonado.

También dice esa mirada sigfidoniana, que la familia Ballesteros, de la cual Antonia era la nieta
menor de don Eduardo, cerró las puertas. Su velorio fue un absoluto estar entre ellos mismos. Que
al cementerio la llevaron como a las diez de la noche. Y que, su fosa, fue cavada por su propio
padre, don Alcibíades. Y que, en el novenario, en el último día se hizo un pacto de venganza. Casi
como los que hacían las mafias sicilianas.

Y que comenzó la matanza. Los primeros fueron Isaías y Edgardo, hijos de don Doroteo y de doña
Clarisa. A esa familia le atribuyeron la muerte de Antonia. Y esa dupla de muertos se exhibió en
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pleno Parque de las Artesanías. Las dos cabezas al pie del pomar. Brazos y piernas, difuminados a
lo largo y ancho.

Después vino el contraataque. Los Hinojosa respondieron. Tres días después, aparecieron muertos
los primos Patricio y Abel Hinestroza. Ahí en Pozo Seco. Una verdadera vergüenza para cualquier
ser humano Los pasaron por las cuchillas del trapiche de doña Eulalia. Y quedaron todos sus
cueros, vísceras, escurridos.

Por esta vía todo este territorio se fue desangrando. Como pérfidos símiles de los infiernos
dantescos. Y, por ejemplo, siguieron hechos y acciones cada vez más ostentosas en cuanto a
grado de venganza estatuida. Casi que se hizo de ellos una formalidad asociada a lo normal.
Como cuerpo lícito, por la vía de ponderar la vida como concepto amorfo que puede ser derruido
en cualquier momento y circunstancia.

Sigfrido estuvo en casa de su madre aproximadamente por espacio de cuatro horas. Cuando salió,
fue directamente a casa de su primo don Eduardo. No habían pasado quince minutos, cuando
salieron los dos con rumbo desconocido.

La señora Virgilia Guataquira, cuenta que los vio pasar. Llevaban consigo par costales, sobre el
lomo de una de las mulas referencia de la familia, por lo finas y capaces para el trabajo de carga
pesada. Y también, sigue diciendo la señora Virgilia, los miré hasta que se perdieron en el
horizonte. Traté de seguir sus huellas, pero me fue imposible. Por lo mismo que el paso de la mula
y de los dos humanos era sumamente acelerado.

Le agradezco mucho su información, le dijo el alcalde Nicolás Lorenzo. Este siguió el rastro,
montado en su caballo zaino. Y se adentró por entre los árboles situados en el extremo occidental
de Villa Esperanza. Una obscuridad absoluta empezó a cernirse sobre todo el territorio. Con mayor
razón ahí, en ese lugar. Oyó voces entrecortadas. Como quiera que no alcanzó a descifrar ningún
mensaje conocido. Era más bien un susurro que una hilatura de palabras.

Y sí que, el alcalde, hizo un largo recorrido entre esa negrura de noche y la espesura de los
árboles. No se distinguía nada. A cada momento tropezón va y tropezón viene. Un universo de
sensaciones el del señor alcalde. Pulsiones que lo atormentan,. Como sintiendo flechazos de gran
dolor. Casi en un vértigo de opciones incoadas en el misterio y en los miedos; que lo han cruzado
desde niño. Y recordó, en breve tiempo, todo lo acaecido desde que empezó la vendetta. Y es que
el surtió de pesares ese entorno. Situado como estaba en posición de infante que accede a la vida,
en su brusquedad. Y vio derruir su imaginación. Su entendido de vida, sus valores. Su familia, en sí,
estaba como ausente. Como si para nada les importara el azote profundo de la perversidad. Como
si, a cada muerte, sintiesen un hálito de normalidad. Como si creyesen que eran simples pautas
necesarias. O, por lo menos, no tan oneroso para el espíritu. Y hablaban de “las almas muertas”,
como concisión de lo breve que es la vida. Y que, en fin de cuentas, ese sufrimiento padecido. Esas
carnes desgarradas, así, al aire y de dolor profundo, podría ser el punto de partida para la santidad.

Don alcalde, como le empecé a decir yo, desde que nos hicimos profundamente amigos, a partir de
haber asistido a esa hermosura de concierto. Con la Mercedes en su absoluta grandeza de voz y de
alma. Y recorrimos estos caminos, los dos. Contando historias de vida niña. De embelecos de rutina
en nosotros y en otros por fuera de los dos.

Y siguió dando tumbos. De momento se empezaron a aclarar las voces. En incendiario tu y yo. En
inmediaciones de ese río profundo. Borrascoso. Y escucho a don Eduardo decirle a Sigfrido “todo
esto debe quedar en absoluto secreto. Estas mortecinas son un encarte. Pero, te lo juro primo, que
no me arrepiento de nada. Porque sería tanto como desandar lo ya recorrido. Pacto de muerte es
eso: pacto de muerte y no otra cosa.”
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Don alcalde, sintió un helaje profundo; cuando relámpago tras relámpago, se hizo una noche de
brillo extraño. Como extraña la sensación de levitación. Ya no hablaban Sigfrido y don Eduardo.
Solo el grito que, de más lejano, se hizo más próximo. Como vocinglería que deviene en
hecatombe de palabras. Sin sentido; pero en tal desgarre de vida, que se transformó todo el
escenario.

Y si, a mi preguntan después, diría que don Eduardo y Sigfrido, abrieron sus costales y
desparramaron los tres cuerpos mutilados, porcionados. Y quien llegó con el relámpago y el trueno
arengaba como en un vahído. Convocando a todos los infiernos habidos; cual oráculo naciente. Y
aparecieron la niña ahogada y los primos desvertebrados y la madre de Sigfrido como hospedante
de todos los cuerpos deshechos. Y, ella misma, en contubernio con el recién aparecido volcánico,
se hizo cuerpo desnudo, entregado en profunda lascivia al varón llegado. Y la noche se hizo mucho
más noche. Como si arrasara cual haz de luz posible. Y cayeron árboles en un mismo momento
asociado a los espasmos orgásmicos de la madre de Sigfrido. Y luego fueron don Eduardo y el
mismo hijo.

Y volvió el silencio. Todos a unos dormidos. Y esa nube de color naranja que se hizo mucho más
densa. Más proclive a la infamia misma vista por don alcalde.

Solo yo fui capaz de reconocer lo que quedó de don alcalde. Y de Sigfrido y de don Eduardo. A la
madre, su cuerpo, nunca lo encontraron. Y la niña ahogada estaba ahí con el que llegó con el
relámpago y el trueno. Y reía como en locura transformada. Viajaba a hombros del padre de la
señora Esther. La que rondó por el pueblo día y noche; después que la mataron en el mismo
instante en que se ahogó la pequeña Antonia

Perdí el camino y perdí a Anastasia

He andado durante toda mi vida. Hoy, como en ese despertar de opciones, me encuentro en
tránsito hacia aquellos lugares que no he conocido. Voy, entonces, a definir para dónde. Y veo
nada en perspectiva. Antes tenía un dominio pleno de mi ser y de las pulsiones adheridas. Y
decidía, en cualquier momento, el camino a seguir. Recuerdo, por ejem plo, cuando estuve en
Ciudad Perdida. Unos horizontes inmensos. Se perdía mi visión en esos espacios. Un tanto
lóbregos, es verdad. Pero convocantes. Yerba y árboles. Ríos y honduras. Preciosos. Pero, a la vez,
con ese toque de recuerdos. Ahí. En ellos. Hice lecturas. Como es la costumbre. Una morfología
vivaz. Un canto que transmitía sedimentaciones. Fijaciones tumultuosas, después que cesaron los
espasmos de la Madre Natura.

Y me dio por caminar y caminar. Por más de infinitos días. Entre esa espesura apretada. Se juntaba
la vegetación. Y veía nichos en los cuales estaban atrapados seres minúsculos. Com o queriendo
libertad. Animales milenarios. Allí ensombrecidos. Como si hubiera procedido la asfixia. Como si sus
roles evolucionistas estuvieran centrados en ese no me acuerdo lo que me dijeron que podía ser,
en mil generaciones más. Y un aire levantisco. Arrasando sus quimeras. Desvirtuando el quehacer
en línea.

Cada que recuerdo a Ciudad Perdida, me vienes ganas de deshacerme a mí mismo. Tal vez, en
tratándose de lo vertiginoso del tiempo. En su ir y volver. Y yo, en plena lucidez, momentánea,
recabando sobre mi condición de sujeto actuante. Como noria. Yendo por ahí. Y la desazón
creciendo. Desvirtuándome en lo mío. Y en lo suyo de Natura que no reconoce códigos diferentes a
los ya previstos.. Y me detengo en el imaginario. Porque, de ser así, estaría vaticinando la verdad
de la creación reducida a los deseos de un Padre primero. O de una Madre Primera.

Hoy, insisto, estoy en el día y hora apropiado para desdecir caminos. Para no inventarlos. En fin,
para erosionar la memoria de lo andado antes. Y me repliego en mi uno mismo. Como si las otras
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voces y los otros cuerpos, susurraran en contravía de lo que aspiro a ser. En esa soledad bravía.
Ahí condensada. Pero pugnando por desatar el yugo. Volviendo, ellos y ellas, a tratar de
enajenarme. A tratar de cortar de tajo mi pulsión vital.

Hoy, en esa redondez de cuerpos cercanos y lejanos. En ese vértigo de galaxias infinitas; doy por
doquier el recuerdo. Quisiera no tener la memoria de los mundos en formación. Estrepitosos. Para
asimilarla a lo que quiero ser. Uno más en la creencia de que todo fue creado. Con arreglo a
códigos `preestablecidos. Insisto: como dando a entender que he decidido dejar de ser lo
imaginario. Lo ilógico. Lo no plausible. Denegando el quehacer evolutivo. Asignando jerarquías
intensas y con memoria. Del fuego y del agua. De las plantas acezantes. De los seres vivos en
yunta. Insectos y complejos cuerpos hechos en devenir histórico. En lucha plena con su entorno.

Y volví donde la Anastasia mía. Y la encontré embelesada con el ritmo de la creación increada por
ser alguno. La veo, ahora, con brazos y piernas avanzando hacia el Sol. Después de haber visitado
a Mercurio y a Marte. A nuestra Tierra y a Saturno. Y me cuenta que fue más allá. Hasta el límite
propio de la vida incandescente y fría. Conoció los derroteros de otros mundos como el de ella y el
mío. Y le dije, escéptico, que yo creía ya en la gobernanza del universo. Que había dejado atrás la
perplejidad. Que la había cambiado por la rutina propia de la linealidad anunciada en los
Testamentos hechos otrora.

Y, mi Anastasia, me mira y no me cree. Como queriéndome decir con su mirada “que torpe eres
Samaniego mío. Qué inventos son esos. Si lo tuyo era lo mío. Y, lo de los dos, era la herejía
sublime. La imaginación desbordada. Deshaciendo verdades aciagas. Samaniego mío, lo tuyo es
una locura invertida. Ya no eres, conmigo, la locura creativa. De largo y alto vuelo. Como que te
has diluido en el pantano. En el foso de los creyentes que desconocen lo vibrante y violento que ha
sido el quehacer de Natura. Autónoma y perenne…”

Y me regresé a mí mismo. A este día en el que no quiero seguir caminando como antes los hacía.
Y me quité las alas. Y me abrigué con el manto de la creencia en el Padre y La Madre Primeros. Y
me metí, así, al mar de furia; que conmigo arrastró hasta dejar solo polvo sobre polvo con su sal. Y
vi la nada creciendo. Y no supe más de la Sara mía. Ni de lo mío pasado en pasado.

Quince

Recreando a Eros

Que la vida es una, no lo sé. Sé si, que tiene que ser vivida en el ahora presente. De futuro
incierto. Como si fuera no válido, para abrigarla. Y de pasado opulento, a veces, pero sin mirada
posible, en el ahora, vivido. Como si fuese, ella, profanadora en ímpetu. De la belleza ingrávida. O
de la tristeza necesaria. Fungiendo como ave arpía; que no se duele de ella. Pero que causa dolor
pasmoso, insólito; por lo mismo que siendo tal, se exhibe y vuela, pero no se pierde.

Por lo tanto, en vida esta, siento que se desparrama lo habido. Como si fuese etéreo patrimonio no
vigente. Como si, en larga esa vida, manifestara el dolor como primer recurso. Como atadura
infame. Como torcedura que atranca lo que pudiera discurrir como cosa pura. O, al menos, como
nervadura de alma, que la hace empinada y susurrante de ternura. Y, siendo así esa vida doliente,
se empecina en retrotraer lo que fue. Allá en el no recuerdo nunca. O como si estuviera atada a la
invariante locura de quienes no han sido y nunca fueron en sí, sí mismos. Tanto como sentir que
revolotean en memoria. Sin alas suyas. Siendo prestadas las que usan, para planear sobre los
entornos; de esa vida que duele y es agria. Como la hiel que le dieron a probar al Maestro. Ese en
que cree ella; mi amante que vive. En un no estar ahí.
54

Y la herrumbre se ensancha. Como ensancha esa vida el mortal quehacer que vuelve y duele.
Como aguijón de escorpión en desierto. Como con atadura a la rueda inquisitorial. Partiendo los
huesos de cuerpo que duele tanto que hasta muere de ese dolor inmenso. Que casi como,
impensado. No más vuelve avanzando a zancadas. En noche plena de Luna; pero insípida por no
verte. Es como si ensanchando lo profundo, volviese a momentos. Punzante como ahora. Siendo,
tal vez, punzante siempre.

Y vuelvo a mirar esa vida, no vida. Por lo mismo, vuelvo y digo, que no están. O que, esa misma
vida mía, te hizo perder en lontananza. En periferia escabrosa. Como silencio absoluta. Siseando
solo la voz de la serpiente engalanada. Con sus aires de domestica de esa vida mía. Como
acechándome sin contera. Como palpando el aire. Localizando mi cuerpo casi yerto.

Y se expande, con absoluta holgura, la ceguera de los ojos míos que no lo siento ahora; porque
han volado las ansias, agotadas por no sentirte. Y sigue viva esa vida lacerante. En corpúsculos
hirientes. Como aristas del tridente que es alzado por Dante Aglieri, simulando sus inframundos,
como infiernos. Y todo, así, entonces, se vuelve y se volverá recinto de tortura. En proclama
avivando mi dolor in situ. De lo que fue y lo que será. Pasando por el es ahora. Hibernando en
soledad. En locomoción estática. Como móvil arbitrario. Que no se mueve ni deja mover. Como
supongo que es la nada. Es decir como sintiendo que faltas en este universo pequeño mío, hoy.

Todo así, como si fuera el todo total existente,. Como si fuera lugar perenne. En donde habitan las
sombras de tenacidad impía. Como el vociferar de los dioses venidos a menos. Como las Parcas de
Zeus. Colocadas ahí no más. Vigilando la vida para, algún día y por siempre, volverla muerte
incesante. Como constante variación de la ternura. Como disecando la felicidad que sentía antes.
Cuando te veía siempre. Todos los días, más días. Más soleados de Sol alegre. Como cuando te
veía enhebrar la risa, como obsequio a cualquier suceso; por simple que fuese.

Con la voz desafinada. Más de lo que antes fuera. Con las manos buscando la puerta de la ventana
tuya. Del símil de vida, ésa si vida plena. Y navego Anastasia,, entonces. Desde aquí y para allá,
perdido. Siendo lo mío final estando apenas en el principio. Por ahí; en tumbos, por lo mismo
inciertos. Como palabra no generosa. Más bien como estallido de las armas en todas las guerras.
En tronera las siento ahora. En esa pavura como cantata de aspavientos. Lóbrega al infinito. Frío
carnaval de la desesperanza. Con la hidra de mil ramas y mil espinas, como oferente.

Siendo el día que es hoy. Siendo el antes de mañana. Sigo diciendo que necesito tu voz. No echada
al aire a través de ondas invisibles. Sino como voz fresca, incitante, persuasiva. Siendo, entonces,
este hoy sin ser mañana, estoy aquí; o ahí. O no sé dónde. Pero donde sea siempre estaré
esperando tu abrigo. Como espero al Sol Naciente.

Un día después del sábado

Qué domingo este. Anclado, en esta plaza, estoy yo, hace ya algún tiempo. Ya he estado en varias
ocasiones. Pero lo de hoy es, particularmente especial. Esa nostalgia que me ha invadido. Como
convocante a dilucidar, de una vez por todas, el tipo de camino a emprender. La concreción de la
caminata. Hasta cierto punto estoy mimetizado. Como si nadie supiese lo que hay en mí. En este
tiempo tan lejano ya, de esos hermosos días, allá en mi barrio amado. Recuerdo el impulso básico,
por todas las calles andando. Las voces que llamaban a la expresión de la vida, en medio de cada
arrabal. Siendo yo, todo, condensación de esperanza. Aún, habiendo vivido como lo había hecho:
casi como tósigo que penetra y hunde, en lo más hondo, el espíritu de fe y de liberación.

Qué día es este día. Un carnaval de espacio triturado. Oyendo todas las voces. Diversas. Ansiosas
de no sé qué. Porque, por esto mismo, es mi brega. Por distanciar. Pero puede más mi soledad de
búsqueda impenetrable. Como siento ahora el silencio. Como me he dejado llevar por el vértigo del
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dolor nefasto. Que tritura y destruye, todo lo que he podido alcanzar a ser. Aun dentro de estas
limitaciones mías. Como garras que no me sueltan. Por el contrario, que me colocan en cepo
eterno.

Como añoro yo esos días. En la mañana dominical; contigo. Alzando el vuelo hacia la didáctica de la
lúdica primaria. Emergiendo en cada esquina. Como repetición dichosa que me hacía feliz. Ese
pasado inmenso, que añoro. Tal vez porque, siendo niño, no veía desaparecer las cosas bellas. Así
como si nada. Que bipolaridad enhiesta. Entre sentir el vacío y sentir, también, la fascinación de lo
cotidiano. Recreando la sensibilidad hasta magnificarla. Hasta convertirla en motor imaginario. Con
el eros sin explotar. Casi que como enfatización perenne.

Y, sin saber cómo, llegó el naufragio. Eso que estoy viviendo en este presente. Hecho trisas el
insumo fundamental. Una vida que se corroe a sí misma. Sin saber porque. En veces, ensayando la
diatriba del insulto; como expresión de rechazo. En veces augurándome a mí mismo toda la
felicidad posible por venir. Sin que llegue. Como ese límite en lo del día. Como llegando allí, sin
llegar al fin. Como depositario de fracasos. Uno sobre otros. Con un horizonte que, de manera
tardía, me engulle y de satura.

Esos domingos míos, antes. Días de ensayo y de vocación. Hacia lo nuevo. Sin dejar de ser yo
mismo. Sin olvidar que existía. Precisamente por eso, para mí, son añoranzas de ternura. Aún ahí,
en ese lodazal que amenazaba con permearme a cada paso. Con todo aquello que dolía. Con todo
y que sentía el contubernio entre la tristeza y la desesperanza. Pero que, yo, ignoraba, estando en
el juego callejero. Y en la penumbra nítida del regreso a casa, después de deambular por ahí. Por
cualquier parte.

Y hoy, en este domingo cerrado. Sin por donde mirar lo sublime; ahoga mis ímpetus. Esos que creí
que nunca perdería; después de haber bebido la fuente de la vida. Siendo esa tú. Y tus anhelos. Tú
y tu alegría desbordada. Allá lejana. En ese otro territorio; en el cual ta mbién es domingo. Pero
otro, no este mío.

Y se van decantando las condiciones. Ya, como otrora no lo había percibido, solo me recorre el
beneplácito de haber vivido. Como memoria que no habilita nada más que la victoria de los dioses
que siempre he odiado, desde el mismo día en que hice ruptura con mi universo no profano. Desde
el día en que dije no va más mi sublimación. Diciendo no va más el ejercicio oratorio como evento
religioso perverso.

Pero yo ya lo sabía. El pago por esa partición, tiene que con el crecimiento de la ansiedad, como
castigo, tal vez. No lo sé en ciencia cierta. Y vuelves a aparecer allí, en esa esquina de esta plaza
empalagosa, en lo que esto tiene de perdición del poder de la magia de amar. Siendo, en este
lugar, sujeto que no atina a resolver el entuerto de siempre. El nudo gordiano que asfixia y que
liquida, a cuenta gotas. Por esto es de mayor dolencia. Por esto es de mayor severidad.

Por lo pronto no sé qué más vendrá. Si ha de ser el colapso absoluto. O si ha de ser una nueva
esperanza con mi Anastasia. Encontrarla, no sé dónde. Tal vez ande por ahí y yo no la he visto. Es
posible que haya acabado de pasar y ha dejado su suspiro en el aire. Y si ya pasó, no sé si lo
volverá a hacer. De pronto, quien sabe cuándo.

Y, al unísono con esas voces continuas. Inacabadas, estrepitosas, diciendo nada; me he volcado al
vacío. A ese espacio que no creía mío. Pero que, ahora en este domingo que cuento, se erige como
presencia soberbia. Tal alta como monte Everest. Tan aletargadora que, por si misma, hace
enmudecer, el grito de potencia que creía tener.

A no ser por ti, aún en vaguedad insoslayable, tu espíritu vuele hasta acá. Como águila
gendármica. Atravesando esos pesados montes que veo allá, en la terminación del Sol, al menos
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por hoy. Y si fuese así, yo diría que la esperanza podría volver; a no ser que tu vuelo de águila
inmensa, se detenga a mitad de camino y regrese hasta donde a cualquier hora partiste.

Venus, alma, bella, Anastasia mujer viva.

Fue allí en donde nos quedamos de encontrar. Mucho tempo había pasado, hasta que nos volvimos
a ver. Tanto tiempo que, a decir verdad, es como si mil años, fueran poco al lado de esa demora.

Porque lo cierto es la ausencia. Y eso es mucho. Tanto como que significa, en veces, la pérdida de
referentes. Al menos yo los tenía pactados con ella. Mi hermosa amiga en ciernes. Desde que
nació. Aunque nació antes que yo. Pero, en lo mágico de la vida, cuando se ama; el antes y el
después son cosas de poca importancia.

Y nacieron siendo bellas. Dicen que mucho más de lo que eran cuando yo nací y las conocí
después. De unos ojos y mirada que humillaban sin quererlo a las demás niñas. Una ternura de
rostro, trascendiendo lo cercano y lo lejano de las comparaciones. Que, para decirlo de una vez,
casi siempre son efímeras. Por lo mismo que proponen compatibilidades e incompatibilidades,
según que analice y proponga. Pero, a lo sumo en esto de la preciosa, si se hubiesen convocado
todos los oráculos vigentes, decantaría la realidad como coincidencia.

Y crecieron En esbeltez de cuerpo. Pero, fundamentalmente, en provocación de lo que algunos


llamarían alma. No sé. Ahí yo pierdo razón. Un poco porque, siempre acabo sucumbiendo ante la
linealidad. Al equiparar alma con religiosidad; con don de Dios en el que no creo. Pero, lo digo
también aquí y ahora, ante esa “perversa” niña dueña de todo; al carajo también con el prejuicio.
Y, digo al unísono con todos, que “alma” tiene esa niña. Dotada de lo irrevocable, cuando esto
constituye ser así. Irrenunciable locura convocante.

Y dicen que nacieron en Lunita de Octubre. Como motivada por la evocación de Pedrito Infante
“…de las lunas. La de octubre es más hermosa. Porque en ella se refleja la quietud de dos
almas…”. Pero quietud de que, digo yo. Lo suyo era movimiento casi empalagoso. Ir y venir. Como
en los sueños todos. Como en esa gobernanza de vida. De la locomoción en el aire, a bordo de la
bicicleta que es y será de todos; en el pedaleo subyugante; lejano, pasmoso. Real, imaginario
sueño. A bordo de la cicla andante entre nubes. Y, la suya. La de la niña alma, bella, diosa, mucho
más significante. Por lo mismo que ella, ahí, se hacía más diosa. Y yo la vi soñando en ese pedaleo
hacia el infinito.

Y dicen, además, que “las bellas almas”, vivieron allí. En el barrio que debería llevar su nombre. Y
que bautizó las calles con su mirada. Y que derribó hechizos. En ese “Chagualo” diminuto, primero.
Y en ese “Camellón” ceniciento, ícono de ternura. O en ese “San Diego” esperanzador. De eso no
queda nada. Los avasalló la Avenida Oriental. Y la Ciudad Universitaria, por la Calle Barranquilla.

Y, vuelven a decirlo todos. Yo, incluido; las “niñas-nanas-nuevas siempre”, llegaron al centro de la
ciudad en ciernes. Y viajó por Carabobo. Y por Bolívar. Y por Calle Colombia. Y por Palacè. Y por
Ayacucho. Volvieron a subir a Buenos Aires. Y bajó, nuevamente, al Parque Berrio. Y estuvo en
Parque Bolívar; con “Fuente Luminosa” incluida. Y Llegaron a Villahermosa, bordeando la media
pendiente Ecuador. Y estuvieron en Boston. Y fue a Belén Rincón. Y a las Playas. Y Fueron a Belén
San Bernardo. Y fue a San Cristóbal. Y al Prado Burgués. Y al Poblado cuna de nuestra ciudad. Y
estuvieron en las Margaritas. Y en Robledo primero. Y cruzó autopista sur abajo. Envigado la s vio. Y
las vio Itagüí. Y La Estrella. Y Sabaneta también. Y Autopista Norte, hacia Bello, y Copacabana. Fue a
la Girardota del “Señor Caído”. Y a la Barbosa dulce de piñas Adornaron con su mirada los vuelos en
el Olaya Herrera. Y estuvieron en Estación Villa. Y en Estación Cisneros; alumbrando con sus ojos
las negras y hermosas locomotoras. En ese Trensito del va y vuelve. A Cisneros. A Puerto Berrio;
embelesando a “La Quiebra”, pensado para ellas, por el gran Cisneros.
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Esas sujetas niñas. Almas inquietas, traviesas; me esperaron a mí. Para incitarme a ser su
enamorado. Y, una vez lo logró, me amaron tanto; que nos perdimos en locura. Cuando, sin
saberlo yo porqué, me alejé vadeando quimeras. Aguas de largo aliento y alcance. Que, al final
adornaron mi naufragio.

Y, por eso mismo digo ahora, cuando las convoqué; aun ya muertas. Les dije, las espero en donde
las vi por vez primera: en el verdor del solar nuestro. En el azul del cielo cercano. En el gris de las
nubes densas, que cubren todo el valle. En fin, en el mismo lugar en donde cayeron ells muertas.
Que es el mismo en el que hoy me quito la vida por mis “almas bellas”.

Berenice, amiga nuestra

Iván José Balboa Sarmiento se levantó esa mañana, lejana en el tiempo ya. Había pasado la noche
en vela. No podía olvidar su ruptura con Berenice. Cada que cerraba los ojos la veía tal y como
estaba vestida. Con esa falda ancha multicolor. Los zapatos con la amarradera hacia atrás. Y la
blusa que dejaba ver sus hombros tatuados con figuras diversas, pero que armonizaban en su
conjunto; realzando esa piel morena. Siempre me decía a mí mismo que ese color era su
patrimonio inembargable. Y, así, lo reitero Anastasia.

Desde niña, con apenas cuatro años, Berenice impactaba a los vecinos y vecinas. Tanto así que no
permitían que sus hijos e hijas jugaran con ella. Berenice tenía un escenario lúdico en su cabeza.
Tantos juegos conocía. Podía jugar uno distinto cada día. Pero, más que eso, impactaba por su
capacidad para reflexionar en torno a los hechos cotidianos. Como esos centrados en el quehacer
femenino. Ya, a esa edad, podía explicar con muy buena fundamentación, porque las mujeres
sangraban cada veintiocho o veintinueve días. Además conocía como y por donde nacían los niños
y las niñas y su causa. Es decir, algo así como entender porque le crece barriga a las madres. Y
sabía, además, porque debe haber previamente una relación entre las mujeres y los hombr es.

Y, todo esto, lo había aprendido teóricamente en los tres tomos de enciclopedia que había e n
casa. Pero, también y en físico lo supo deducir, cuando papá y mamá, jadeaban cada noche,
mientras él y ella suponían que ella estaba dormida. Y es que no le gustaba dormir sola, porque en
sus sueños aparecían visiones, en las cuales veía a su amiga Anastasia. Como esas en que una
señora y un señor eran desalojados del territorio en que vivían, por una mano resplandeciente. Si
bien no podía ver el rostro, dueño de esa mano.; si podía intuir que estaba muy enojado. Y les
decía “Ya que preñaste y que fuiste preñada, sin mi consentimiento. De ahora en adelante tendrá
que buscar otro sitio para vivir.” La desnudez de él y de ella no era tanto porque el designio de ese
ser dueño de la mano. Más bien, mucho más creíble es que, en ese momento de la expulsión,
estaban bañándose en uno de los ríos de la región y la mano no les dio tiempo para vestirse.”

Cuando Berenice le comentó a Anastasia, su amiga, y a su maestra en el colegio; María Cartuja,


convocó a papá y mamá. Lo que más le preocupaba a la maestra, fue el hecho de que la niña lo
había expresado delante los otros niños y las niñas.

Desde ese día, no pudo jugar colectivamente. A pesar de que la ponía muy tris te. Pero hasta, cierto
punto, le gustaba que las cosas hubieran salido así. La soledad era para ella una amiga
inseparable.

Pero, volviendo al cuento de mi separación con respecto a Berenice; puedo decir que el hecho de
levantarme ese día, significó para mí un esfuerzo tan grande que inmediatamente lo hice, sentí un
cansancio igual...y volví a acostarme. Me quedé dormido, tanto tiempo que, al despertar otra vez,
encontré a Berenice sentada en la cama. Había envejecido tanto que la reconocí, solo por sus
hombros tatuados y por la cicatriz que tenía, producto de la quemadura que le infringió su padre,
cuando la encontró recitando los versos de Porfirio Barba Jacob, de Miguel Hernández y Pablo
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Neruda. Justo, en ese momento, recitaba el Canto General. Eso había sucedido setenta años tras:
Lo reafirmo, porque recuerdo ese día, veintiocho de octubre del año en que aprendí a escribir. Lo
corroboré, cuando me acordé que había dejado mi nave, en la cual le di la vuelta a la Tierra. Y ya
habían transcurrido siete años desde que estuve en Marte, haciendo una diligencia de la familia.

No le hablé, ni me habló... Simplemente sentí el dolor en el bajo vientre, cuando Berenice hundió
hasta la empuñadura, el cuchillo con el que, también, había matado a su padre, al día s iguiente en
que se produjo el castigo. Anastasia me vio morir. Me dijo: no sabía que la amabas tanto. Siempre
creí que me amabas solo a mí.

Los pájaros

¡Cómo voy a saberlo gran puta, le respondió Virgilio a Anastasia; cuando esta le preguntó por
Adrián. El problema se remonta mucho tiempo atrás. Cuando eran cuatro. Casi que en el comienzo
del mundo. Porque no se ha dicho todo lo que sucedió. Cualquier tarde del noveno día de un mes
de marzo. Aparecieron muertos los pájaros que Sèfora le había entregado al primero que aquí
habló.

El origen de esos animalitos, al menos en lo que hace referencia a la custodia asumida por la que
se los entregó al que le respondió de mala manera a la que le preguntó por ellos. Dicen que esa
tarde del día al que se hizo mención arriba, acontecieron muchas cosas. Además de la muerte de
las aves de largo vuelo, que tal parece había sucedido muy en la madrugada, de ése día después
del octavo. La aseveración tiene su fundamento lógico. Porque, el día anterior Balbino Mahecha
Arenas, cuñado de Sèfora, había advertido que al día siguiente, sin saber precisar la hora, en esa
casa iba a expresarse la muerte. Y es que éste viejo, ya había acertado antes; cuando anunció
que el tren de las trece horas, por más señas del cuatro de abril del año más próximo por la
izquierda de 1814; es decir de 1815, se saldría de los rieles, antes de llegar a la Estación San
Pelayo. Y fue así. Seis de los treinta gatos que el maquinista había comprado a precio de huevo en
Villa Esperanza, murieron. También dos de los cuarenta pasajeros, con los que el vehículo inició su
recorrido.

Es curioso, pero Balbino, se había iniciado en el arte de las predicciones, un día del mes de junio
del año próximo, por la derecha; es decir en 1805. Todo pasó, como pasan las cosas en este país.
Es decir, cuando menos se pensó. Julieta, única bruja que escapó de la cacería iniciada por
monseñor Peláez, a nombre de San Pancracio. Este último había subido a los altares dos veces
cincuenta años atrás.

La susodicha bruja le entrego el secreto, al susodicho cuñado de la señora a la cual le había


respondido de mala manera, Virgilio. Justo en el día en que surgió la versión en el sentido de que
la que entregó en custodia los pájaros al sujeto que casi le pega a Sara; compró diez mil ratones en
el almacén de mascotas, llamado “Marrano Pardo”. Y, también decían, que ese voluminoso número
de machos de las ratas, los había utilizado para para el asado que se realizó en Quinta Micaela.

Es decir, todo esto pasó el mismo día. Lo cierto es que la llamada “bruja con nombre parecido a
nombre Julio”, hizo que la entrega del arte parecido a la palabra adivinar, coincidiera con la masiva
compra de la población ratuna. Tal vez, esto pasó porque ya Julieta tenía previsto desencartarse de
esa carga. Porque, ¡sí que era un tósigo” este que concede la posibilidad de adelantarse a los
hechos. Es decir diciendo aquí en el presente; lo que solo se hará realidad en el futuro. Ya, la
novia del brujo Marchante, había sufrido en carne propia, casi lo mismo que le sucedió al divino
Teseo, cuando robo el fuego y lo entregó a los terrícolas. A ella la amarraron también al tronco de
un árbol. Solo una pequeña diferencia: a la Julieta, no la destriparon las aves pareci das a los
gallinazos y gallinazas. Fue peor. La condenaron a desamarrarse, los botines, cada día, durante
veintiocho años. Y sin mirar hacia abajo.
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El cuñado de la que sabemos, aprendió rápido. La prueba de esto tuvo que ver en un bazar
programado, por parte de los súbdito y súbditas de monseñor. Todo con el objeto de conseguir
algún dinero para poder comprarle el manto a la divina niña, llamada Marcela. Ella, Marcela había
aparecido, así sin pedir permiso a nadie, en uno de los altares de la Basílica de l Todopoderoso.
Desde ese tiempo data la inmensa romería de cada año, en agosto. Para rogarle a la divina, que no
programara las lluvias, al comienzo de año, sino a finales de noviembre.

Y. entonces, el señor esposo de la hermana Anastasia ya nombrada dijo que, al año siguiente se
aparecería la tía de San Pancracio; también virgen, aunque no tan bella como la divina de nombre
aproximado al de Marcelo.

Y, efectivamente, pasó. Resulta que si se apareció. Con algunas diferencias. Explicables, por ser la
primera vez y sin experiencia. Pequeña. Comoquiera que, la aparición si se produjo, pero un día
antes de lo anunciado. Y, justo ese día, estaba la gente asistiendo al nacimiento del decimocuarto
hijo de Ananías y de su esposa Beatriz Tercera. Llamada así, por el hecho de ser la trilliza de los
otros dos. Matías y Manuel. Y porque hubo otras dos Beatrices. Una, hermana de la madre del
aprendí z y la otra bisabuela de la cuñada de este mismo.

Por lo tanto, la tía Anastasia esperó largo rato. Nadie abrió la puerta del templo. Y se tuvo que
regresar hacia El Mundo de las Vírgenes. A duras penas pudo entrar, ya que la habían borrado de la
lista.

Retrotrayendo un poco el tiempo, volvamos al inicio Los pájaros, murieron por asfixia mecánica. Así
lo concluyeron las investigaciones realizadas por los médicos veterinarios al servicio de medicina
legal. Y que, esas mismas investigaciones lo dijeron en su informe, habían transcurrido tres horas
después de la medianoche. Según este diagnóstico, no podía endosarse el crimen de lesa ave a
Adrián Valeriano Consuegra Palencia, el mozo de la que lloró tanto, cuando Virgilio la insultó. Y, sea
de paso, consignar que los treinta gatos que llevaba el conductor del tren, el mismo al que
pusieron por nombre en su bautizo, Adrián No estaban asegurados. Y que, en consecuencia, este
incumplió el trato hecho con Gertrudis, la suegra del que aprendió el arte de las adivinanzas. Y que,
justo estando en la explicación de la pérdida, sucedió el acto de asesinato de los pechiamarillos. Y
que, un poco por esto mismo, Virgilio tenía razón, cuando le respondió de esa manera a la moza
del maquinista. Es decir el que respondió mal a Sara, esta razón se soportaba en que Pompilio, no
se reportó ante la bella Jazmín. Y, por lo mismo, la bienamada doncella no le dijo nada como se
había acordado entre Jazmín Eugenia Alvarado López Amórtegui y el descarado que trató así a la
que estaba con Virgilio, el día del insulto. Vale aclarar que Jazmín era la tercera moza de Virgilio.
Por lo tanto, esta no pudo precisarle a su mozo en qué lugar estaba el mozo de aquella que fue
insultada por el mozo de la afamada doncella. Claro está que lo de doncella era un decir. Ya que
Jazmín tuvo dieciséis amores antes de Virgilio.

Anastasia, la barragana

Los vi venir, justo en el momento en que cruzaban el parque. Yo ya sabía que me buscaban. Me
había preparado para cuando esto ocurriera. Es decir, había comprado un hechizo, a la señora
Anastasia, a la que llamaban “La Barragana”. El apodo le sentaba bien. Su tienda se constituyó en
lupanar. Desde las seis de la tarde, hasta las tres de la mañana del día siguiente; sin descansar. No
sé por qué, cada vez que paso enfrente de ese local, me acuerdo de la canción “Trece años”, de
Wilfrido Vargas. Lo cierto es que Romelia ofrecía un surtido variado, en edad, tamaño, color,
nalgas, tetas y rostros. Estaba tan bien posicionada, que hasta les fiaba a sus habituales visitantes.
Eso nunca lo había visto ni escuchado, polvos a crédito y sin codeudor.
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A decir verdad, con todo lo torcido que he sido, soy y seré; nunca había requerido este tipo de
servicio. Un poco, porque mi hembrita me satisface a cada rato. Otro poco, porque cuido mi
imagen de “pelao de bien, sin fisuras, leal”.

Me embarqué en el cuento del fleteo hace ya tres años. A veces me va bien; otras no tanto. Pero,
en fin de cuentas, la vieja, el viejo, mi hembrita y yo, vivimos de esa rentica. Mi herramienta de
trabajo es un mataganado hermoso, brilloso. Claro está que, a veces me ha tocado lidiar con
personajes cuentahabientes demasiado brincones. Inclusive que han tratado de rebelarse. A dos
(un hombre y una mujer) los tuve que mandar al otro lado. En el primero sentí un poco de miedo.
Pero ya en el segundo viajado, con una mona muy jovencita, fue menos traumático. La ventaja mía
es que cuando es necesario mato y mato bien, sin ninguna posibilidad de vivir para contarlo.

Me gustan varios sitios y los frecuento; porque resulta trabajito. Hombres y mujeres que van a
retirar fuertes sumas. Yo los analizo y las analizo antes. Leo en sus rostros la ansiedad y el temor.
Esto los lleva y las lleva a cometer errores básicos. Cuando salen del cajero, yo calculo el monto.
Bien sea en el bolso o en el bolsillo. Algunas y algunos llevan taleguitas o bolsas de plástico. Los
sigo y las sigo con la mirada. Espero que avances treinta o cuarenta metros. Y ¡zas, ¡ les caigo.

Claro que, en veces, se daña el mandado. Aparecen algunos agentes de policía; o esos
guachimanes de la privada. Otras veces, les hacen acompañamiento otras personas. Y así es más
difícil. Esto a pesar de que en cada acecho me la juego toda. Si me detienen o me hieren, o me
matan; qué más da.

Ahí vienen…, son unos manes a los cuales les quité uno de sus sitios. Me identificaron. Cuando están
a menos de diez metros, saco el hechizo…y nada. Esa vieja hijueputa de Anastasia me vendió lo
más malo que encontró. Lástima que ya no le podré reclamar, porque…Llegaron y me descargaron
los dos tambores. Caí al piso como cedazo. Recordé, en ese momento:”…no me pregunte la gente
quienes me han herido; no soy delator. Déjenme no más que muera. Los hombres estamos para
ser hombres, no batidores”…Y ya. Lo último que vi fue el local de la puta de Anastasia, quien me
miraba riéndose desde la puerta.

La clave

Aldemar Loaiza Casilimas, llegó a Puerto Iris. Cansado. Habían transitado muchos caminos. Todos
demasiado tortuosos. Incluso, tuvo que pasar por Puerto Abuchaibe. Lugar remoto ese. Tanto que
para llegar a la periferia, desde Puerto

Maduro hay que recorrer70000 kilómetros. Y, Puerto Maduro a su vez, está a 8000 kilómetros de
Puerto Bermejal. Y, para llegar a Puerto Bermejal, desde Puerto Azucena, hay que recorrer 9000
kilómetros. Y este último está a 16 horas de Puerto Santísimo. Llegar hasta ahí, requiere caminar
1200 kilómetros, por pura trocha. Y, desde Puerto Barracuda hasta Puerto Azucena, hay 2000
kilómetros. Puerto Iris está más allá de Puerto Abuchaibe, casi 2200 kilómetros.

Lo cierto es que llegó, el viejo Aldemar. Transido de hambre. Lo esperaba en la plaza del pueblo,
Adonías Bermejo. Este había llegado hacía ya treinta años. Dicen que llegó en paracaídas, lanzado
desde un avión de la Fuerza Aérea Agustiniana. Lo lanzaron en la noche de un jueves santo. Al
tocar piso, por esa vaina de ser la primera vez, se rompió el tobillo del pie izquierdo. Como pudo,
se arrastró hasta el Comando Miguel Farías. Este Farías, también llegó en paracaídas. Pero no tuvo
la fortuna de Adonías. Cayó en la Laguna de la Bizca. Allí se hundió, enredado en el pa racaídas y
se ahogó. Lo consideran, por eso, héroe nacional. Y llegando, Bermejo, el de guardia le gritó:
¡santo y seña!. Adonías que iba a saber de eso. Dos tiros le pegó el soldado Manzano. Uno en el
otro tobillo y el otro le destrozó la oreja izquierda.
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Y, como son las cosas. Resulta que Aldemar conoció, en el pasado, a un teniente de nombre Abigail
Manzano Fonseca. Que resultó ser el abuelo del soldado de guardia. Por esas cosas de la vida,
Aldemar y Bermejo, estuvieron juntos en la Batalla de La Salada. Un pueblito a orillas del río
llamado Miserable. Allí combatieron a los dirigidos por Marcio Matacandelas, guerrillero de vieja
guardia. Este Marcio se había hecho capitán, ungido por Romualdo Gualdrón. Este estuvo en la
Batalla de San Benito Abad, pueblito localizado en la ribera norte del río Espantapájaros. Allí recibió
de Jacinto Paz, a su vez guerrillero desde que tenía diez años, el mandato de acabar con el Batallón
Santa Brígida. Tenebroso por cierto. Estaba al mando el Coronel Abundio Armendáriz Alonso . Dice
la leyenda que este Coronel había mandado a fusilar a doscientos niños y trescientas niñas. Todos
y todas hijos e hijas de los cien guerrilleros que atacaron al Comando Ezequiel Perdomo, situado en
las afueras de Guayaran, municipio adscrito al departamento Norte, que abarca todo el sur de la
circunscripción Occidente.

Volviendo con lo de Aldemar y Adonías, se abrazaron calurosamente. Caminaron hasta la casa de


Bermejo. Allí, el viejo Aldemar, saludó a Paulina Anastasia Avilán, esposa de Adonías.

Sucedió una cosa muy rara. Al otro día, ni casa, ni Adonías, ni Paulina, ni Aldemar. Lo que dicen es
que se los y se la tragó la tierra con todo y casa. Desde ese día todos y todas se vieron obligados a
conocer el santo y seña. El cual, por disposición militar de alto rango, cambiaba cada tres horas.

Dieciséis

Narciso

Si me preguntaran hoy, porque regresé. Diría que no lo sé. Simplemente, así escueto; sin palabras
mentirosas acerca de lo bien que estuve hace ya cuarenta años. Cuando exhibía una risa a cada
momento. Pretendiendo ilusionarme a mí mismo. Como cuando lo hice a tres años de mi
nacimiento. Recuerdo que, en ese entonces, ya tenía mi tránsito definido. Por escenarios de vida y
que iba a repetir cada año. Si mal no recuerdo, la repetición, del año tercero, fue la misma del año
quinto. Y la del año segundo fue igual a la del año sexto. Como pueden evidenciar la cotejación
aritmética hablaba de una diferencia que inició en el tercer periodo hasta el quinto. Pero que, si
contamos desde el año dos hasta el sexto. Me preocupó más, el saber que, el primer año y el
séptimo, no estuvieron en el inventario de vida que hice cuando cumplí el veinteavo año.

Ahora que estoy en el año cincuenta y tres, contados a partir del año trece. Son, entonces, unos
vericuetos no esperados. Mucho menos entendidos y/o interpretados. Lo cierto es lo siguiente: he
sido un sedentario que anhelaba visitar varios sitios a la vez. Como queriendo ser nómada
continuo. Una posición estática que reñía con la ambición de asumir la velocidad y la aceleración. Y
no simple fórmula; como quien empieza discernir una prueba de conocimientos. Una prueba
parecida a la ruleta rusa. Porque, en esos cuarenta años que viví con ése tósigo, día a día quería
que fuera otro día y no ese. Algo parecido lo que le sucedió a Aristarco Paz Prisco, ese día en que
cumplió noventa y dos años. Es decir, los mismos que el viejo Peralta Suescún. Si bien es cierto que
ambos establecieron relación conmigo. No es menos cierto que nunca se conocieron.

Al cumplir ochenta y cinco años: recordé los días vividos con Anastasia Andrea Peralta, como si
hubiese sido ayer. Por cierto, Anastasia Andrea siempre me manifestó su desilusión y su desaliento
por llevar solo el apellido de su padre. Ya que su madre no la reconoció como hija suya. Dicen que
la dejó en la habitación sola y con una nota: “creo que esta niña no es mía, sino de la amante de
su padre. No sé por qué y cuándo quedé embarazada. Tal vez fue el día que estuve donde
Aristarco. ¡Sí, ese mismo que ya completó quince hijos de madres desconocidas.¡”
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Decía, lo de haber vivido con Anastasia Andrea. Cuando la conocí, todavía no cumplía los setenta
años. Estaba entre sesenta y siete y los sesenta y ocho. Más joven que yo, si era. Cuando la
embaracé, prefirió el silencio cómplice consigo misma.

Ese día, el de mi aniversario ochenta y cinco, encontré a la niña en su cuarto. Con una nota similar a
la de madre de Anastasia Andrea, cuando postuló a Aristarco como beneficiario del embarazo; ya
que seguía sin entender la dinámica de la genética. Mucho menos entendió el hecho de haber sido
amante, desde los diecisiete años, de una gran cantidad de hombres. Por eso, cuando estuvo con
Aristarco, se hizo la promesa, en el sentido de no volver a repetir los años que había vivido.
Prefería endosar a su hija a Aristarco por haber sido su último amante, después de haber tenido el
penúltimo, La cuenta acerca del número de amantes que cruzaron por su camino, era un secreto.
Algo así como una sumatoria no compartida.

Y, entonces ese día de aniversario, comprendí que no tengo mucho que contar. Lo de Anastasia
Andrea, ha sido mi cuento preferido y único desde que la conocí. O, tal vez, hubo otro hecho
relevante: sucedió justo el día en que cumplí sesenta y cinco años. Algo así como el haber
encontrado a mi padre. Ese día supe que mi madre no me dio el apellido. Simplemente porque no
se acordó de los amantes. Fue una madre anónima. Algo a parecido a lo que sucedió con la
madre anónima de Anastasia Andrea.

La vida es bella…a veces

No más, ayer, al vuelo estaba, recordando a Anastasia Eso es como mirar desde lo alto sin estar
arriba. Algo parecido a esos momentos en los cuales todo se le va a uno. Como que no atina a
aterrizar. Más bien como en esa subienda de alma, aún sin tener tal cosa. Pero sí su símil. Algo
como corriendo en velocidad quinta. De aquí y de allí. Y, ella, se hace presente. Como gendarme
libertario. Como quien te ha cautivado y no te suelta. Un va y viene y vuelve. Una tejedora de
ilusiones que motiva a reanimar lo que parecía fenecido. Como alargar el ensueño que tod os
tuvimos siendo niños. Ese horizonte absoluto. Nítido. De colores diversos. Un azul de ternura
inimitable. Un verde que satura y convierte lo habido en épico canto que subyuga. Ese rojo que
hace explotar la pasión, siempre herética.

Y, siendo como es hoy. Y estando como estoy hoy, siguiendo su huella; me le fui yendo despacito a
la tristeza. Sigiloso, en punticas. Y listo. Ahí quedó la tristeza sola. Y, juntas, soledad y tristeza se
dieron al reniegue. Buscándome. Pero yo ya iba lejos. Y, vuelvo con el vuelo primero. Y localicé a la
mía. A la esperanza. A la más mía, la pasión. Y a la otra no menos mía, la ternura. Y me les quedé
todo el tiempo por fuera. Y ellas, la soledad y la tristeza juntas, rumiando venganza. Como
diciendo: nos la va a pagar ese pertinaz enamorado. Ese envalentonado sujeto de vuelo por lo que
ama.

Y sí que, en volver retardado, me les entré sin que se dieran cuenta. Y las asfixié con esa nube de
erotismo ampliado con la cual llegué. Y, sintiéndome así, me puse a navegar por todos los mares
habidos. Del Caribe ardiente, al Mediterráneo endiosado, por lo mismo de su perfil elitista; por el
Mar Negro. De esa negrura refleja por lo que es en su piso. Por el Báltico mitad de camino entre el
Centro y el Oriente europeo. Con esas historias de viajeros venidos de la Siberia voraz, insensible.
Por ese Mar Irlandés que acumula historias de la yunta Inglesa y de todos los monarcas pérfidos.
Y, cruzo el Gran Canal de la Mancha. Y me le introduzco a la Francia de ires y venires. Con el ec o
pleno de su Gran Revolución. Y me meto al Caspio casi incoloro. Casi inadvertido.

Como juntando esas cosas, oteo el sueño. A distancia. Cuando llega, me aprisiona. En esa
envoltura todo se vuelve ajeno. Pasan y pasan lugares y personajes ignotos. Como luciérnagas q ue
han perdido su luz. O, simplemente, que mi retina angustiada no visibiliza. Caravanas agitadas,
cruzando la Tierra yerta. Vuelta sobre sí misma. Atormentada. Casi sin vida.
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Este sopor mío como que fluye. Es como el entresueño volviera con sus agites re vividos. Como
insensible expresión. En la que no cuenta lo soñado y lo habido en mi vuelo de placer con
Anastasia. Como si ese demiurgo impávido me recorriera todo lo que soy en cuerpo. Como
decaimiento repetido. O, simplemente, como se hubiera sido encontrado, por la triada soledad,
tristeza y enajenación

Mi ocaso

Al llegar a la ciudad, Marcelino Pitalúa, recordó el día en que la abandonó, para ir en búsqueda de
Altagracia Mirándelo. Con ella convivió mucho tiempo, casi desde que fue fundada. Anastasia viajó
clandestinamente. Con la mirada puesta en su superación personal. Catorce años al lado de
Marcelino, opacaron su existencia. Casi al límite. Una desenvoltura impropia, ajena a sus anhelos.
Una amante gris. Más que todo, porque nunca supo si era amada y si amaba. Una distorsión de su
vida; parecida a los volantines. Sujeta, siempre, a las veleidades de que ella creía su hombre. Aquí
y allá. En todos los lugares. Públicos y privados. Había accedido, con el tiempo, a esa noción de
autonomía que corroe a la individualidad. Que la mantiene en latencia. Más cercana a la condición
de esclava vituperada.

Y es que, cuando lo conoció, “Marce”, se le pareció a ese dibujante de colores que tanto había visto
en sus sueños cuando era niña. Un tanto como sujeto libertario. Expresando esos íntimos valores y
figuras que no había conocido en su vida. Pero que decantaba y abrazaba, cada que su
imaginación volaba. Cada que hablaba con los saltarines, niños como ella; pero distantes. Que los
intuía allá en el territorio ignoto con el cual, también soñaba.

Su padre hacía gala de una severidad ramplona. Como cuando alguien cree que la autoridad es
violencia. Y que la ternura es algo que se usó en el pasado remoto. Pero que, en estos tiempos,
sirve para nada. Como centinela y vigía de principios inquisidores heredados de lo que él llamaba
“los mayores”. Padre de mierda que la atormentó siempre. Padre grotesco que ejecutaba la insania
propia de los veedores perversos, asignadores de entelequias. Padre vulnerador que destruyó su
anhelo de desear y ser deseada. De otorgadora de placer. De sujeta complacida en eso mismo.

Madre alcahueta. Que siempre vivió a su lado; pero coadyuvando a la concreción de la perversidad.
Madre hecha de retazos impúdicos. Que alentaba las ataduras a que era sometida. Madre perpleja.
En lo que esto tiene de ignominioso. Mujer en minusvalía. Inclusive azuzadora. Que veía en ella la
condición de “pozo de la dicha”. Al que acudía el perdulario, cada que quería. Y él, quería dos veces
al día. Y es que, “Marce”, la iba a sacar de ese infierno. Por la vía de alegrar sus días. Como dador
de felicidad continua. Y que la liberaría, por siempre. Ya no tendría que rumiar sus vergüenzas. Ya
no sería cabeza gacha, cuando saliese a la calle. Cuando hablaba con sus vecinos y vecinas. Ya
podría salir del brazo con él. Con su artista de largo vuelo. Ese mismo que la dibujó en lienzo,
desnuda. Con tal perfección y dulzura que en nada se podía comparar con las mujeres desnudas
que aparecían en las revistas que su padre observaba en cada masturbación.

Y esa casita que pintó, en papel vaporoso. Y que, él decía que algún día tendrían, fue su ilusión
siempre. Con ventanas abiertas, mirando el río. Con puertas iluminadas con la dicha del día a día.
Con la cocinita, ahí no más. Resplandeciente siempre. Con cama inmensa para él y ella. Y camitas
pintorescas para cuando nacieran los (as) siete hijos o hijas como lo había soñada desde niña.
Cuando jugaba a estar embarazada de “Pitufito”. Su único muñeco durante quince años, hasta que
huyó de esa casa prisión en la que vivió, desde antes de haber nacido.
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Y es que Marcelino estuvo en ciudad Percépolis. Allí inició la búsqueda. Acompañado de Toño
Barriga, su amigo de siempre. Cuando niños estuvieron en la escuelita del barrio. Allí apre ndieron el
arte del dibujo. Luego lo perfeccionarían en el Liceo Masculino Napoleón Bonaparte, un tanto más
retirado. Al cual asistieron todos los días en la bicicleta de dos puestos que se ganaron una semana
santa, en la ruleta de la suerte que situaba el cura párroco en el atrio de la Iglesia “San Esteban
Protomártir”.

Y es que, después, viajaron a la capital, invitados por el director de la Escuela de Artes Visuales,
para que expusieran sus dibujos. Ambos lograron menciones de honor. Ambos se quedaron a llí,
durante ocho años. Más como peregrinos libertarios que como artistas consumados. Y se
emplearon en casi todos los oficios. Barrenderos Ilustres de Palacio”; Embetunadores en los
parques. Adivinadores Adscritos al Templo del Indio Amazónico. Propagador es de la Fe en los
Hechizos de Alba Regina Diosa del Pudor”. Vendedores de Ilusiones, Adscritos a la Legión de los
Caballeros de la Santa Libertad.

En fin que, pasado ese tiempo, retornaron al pueblito que los vio nacer, como ellos coloquialmente
llamaban al municipio Pera Dulce. Una vez allí, de nuevo, se dedicaron al dibujo callejero.
Realizaban bocetos en carboncillo. Tanto de hombres y mujeres; como también de triciclos,
bicicletas y similares. Exhibieron en las tertulias y en las Fiestas del Divino Ocio que se celebraban
cada año. Obviamente sin el visto bueno del cura Apolinar Hermregildo Benjumea y Cáceres. En
una de esas conocieron a sus novias. Casi el mismo día. La de Toño Barriga, había sido monja
adscrita al Convento de las Frágiles Adoradoras del Espíritu Santo, que funcionaba en la ciudad del
Santo Eccehomo, capital del departamento de Floridablanca. Casi dos años después de su casorio
Ernestina decidió volver al Convento. Obviamente con el certificado de virginidad, otorgado por el
Notario Quinto adscrito a Puerto Lata, municipio cercano a Villahermosa. De ahí en adelante, Toño,
juró que nunca más tendría novia, ni moza, ni nada por el estilo.

Una vez instalados, en el Hotel El Huésped Feliz, Toño y Marcelino, empezaron averiguaciones,
orientados por Exequiel Piernagorda, experto en búsquedas insólitas. Conocedor de los recovecos
de la ciudad. Primero estuvieron en el Barrio de las Mariposas. Comoquiera que, éste, sirve de
refugio a doncellas fugadas; a esposas maltratadas; a novias fracasadas y, lo más importante, a
mujeres cansadas de escuchar historias perennes, acerca de un futuro privilegiado.

En la primera esquina, aparcaron, casi como postes naturales. Como vigilantes desempleados.
Como reclutadores de materia prima para construir falsos positivos. Un tanto azorados. Más por el
desfile de perros enfermos y gatos abandonados a su suerte; que por cualquier otra cosa.

Por sugerencia de Exequiel, entraron a la tiendita de don Benjamin Manolarga. Empedernido


conocedor de chismes y de historias, bien o mal contadas. Una vez, las presentaciones del caso,
Exequiel instó a Manolarga, para que les informara acerca de las novedades en el Barrio. Es decir
de las caras, nalgas y tetas nuevas. Porque, a decir verdad, esos eran los referentes básicos en
Mariposa.

El viejo “Benja” describió lo que había visto y oído, desde la última vez que estuvo su compadre
Exequiel. Dos caritas nuevas llegaron a la casa de los Torrente. Una de, aproximadamente, dieciséis
años. Culona y con par teticas, insinuadas a través de su blusa transparente. La otra, una veterana
de aproximadamente cuarenta y cinco años. ¡Uf, pero que hembrota! Como para dar y convidar,
según expresión del voyerista dueño de la tienda. Pero nada más. Ninguna coincidía con la mujer
del dibujo que presentó Marcelino.

De ahí pasaron a Mulatos, barrio cuyo nombre deriva del hecho originario de su poblamient o. Casi
todos y todas provenientes del Urabá Chocoano. Se fue matizando con la llegada de blancos y
blancas, provenientes de Popayán y de Ibagué. Cabe decir, además, que ha sido y es sitio de
tránsito para personas de diferente origen y perfil.
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Hablaron, siendo vocero Exequiel, con Martín Abaunza, propietario de un expendio de papa al por
mayor. Dijo don Martín no conocer novedad reciente. Solo recuerda haber visto una mujer que
llegó a casa de Juliana Berrocal. Llegó, si no me falla la memoria, el ocho de marzo. Vestida con
bata suelta, con estampado brilloso diferentes figuras; predominantemente flores. La he visto dos o
tres veces, después de su arribo. La gente comenta que es la novia de Juliana. Pero son decires
nada más, porque a mí me consta que “Juli” tiene novio amante que viene casi todos los sábados.
Además a la recién llegada la vi en calle ancha, de la mano de un chico que no vive en el barrio. Y
se besaron varias veces. El dibujo que usted me muestra, señor, no coincide ni con “Juli”, ni con la
desconocida. Si quiere me deja su número de teléfono. Si se algo le puedo avisar.

Pasaron a Brígida Iriarte, Barrio que lleva el nombre de una guerrillera que fue torturada y muerta,
recién comenzaba el poblamiento. Exequiel los llevó a la Carnicería el Novillo Llorón. Fueron
atendidos por su dueño, Pancracio Avendaño. Dijo conocer que, hace como seis meses se instaló
una familia oriunda de San José del Guaviare. Pocos días después llegó una mujerzota que creo no
tiene par. Toda ella, cuerpo, piernas, nalgas, tetas; exuberantes. Pero, como a los tres días se
marchó. Y, saben que, si se parece a la señorita del dibujo. Nadie ha podido saber hacia dónde se
fue. Y ni modo de averiguar con alguien de la familia en donde se hospedó. Ya que son personas
bien herméticas. No hablan con nadie. Entran y salen, no saludan. Nada de palabras con ellos y
ellas. Yo les sugiero que vayan. Tal vez a ustedes les den alguna pista.

Efectivamente, Exequiel, Toño y Marcelino, fueron a la casa indicada. Los atendió una niña como
de diez añitos. Le preguntaron por alguna persona mayor. Llamó a su hermana. Jovencita de
escasos dieciocho años. Dijo llamarse Amalia. Le enseñaron el dibujo. Preguntó cuál era el motivo
de la búsqueda. Marcelino dijo la verdad: es mi compañera y quiero encontrarla, ya que salió de
casa hace casi dos años y, desde entonces, no he sabido de ella. Amalia Llamó a su tío Alonso.
Hombre fornido. Negro de ojos bien grandes y escrutadores. Le mostraron el dibujo. Abel, así dijo
llamarse, aceptó que era la misma. Estuvo en casa, porque es amiga de mi compañera. Se
conocieron en Mitú, cuando ella era maestra de escuela. Nos vinimos todos, en familia. Ella nos
escribió diciéndonos que si podía visitarnos, ya que necesitaba realizar algunas diligencias antes de
viajar a Ecuador. Anastasia se fue hace un mes. Después no hemos conocido nada de ella.
Supongo que si viajó a Quito. Si quieren les doy un número de teléfono. Es de una cuñada mía. Ha
sido su confidente. Supongo que ella, Elvira, puede saber algo.

Y sí que se comunicaron con Elvira. Dijo saber el paradero de Anastasia. Concretaron una
entrevista, para dos días después. Vivo, dijo ella, en ciudad Acrópolis, Barrio Las Aguas. Calle 180,
número 109-89.

Llegaron el día señalado. Sin Exequiel. Los atendió Elvira. ¡Qué negra!, dijo para sí Toño. Marcelino
no se dio por enterado. Fue al grano. Mostró el dibujo y dijo porque buscaba a su mujer. Elvira, los
enteró de las afugias de Anastasia. Como esa de su perenne tristeza. De su desamor. De ese
recuerdo amargo de su infancia. De la violación de que fue objeto, por su padre. De su desencanto
con respecto a Marcelino, su único amor en lo que lleva de vida. Pero, por lo mismo, profundo e
irreversible. Para “Alta”, usted no fue para ella lo que anhelaba. De ícono como libertario
apasionado, tierno y leal, pasó a ser burdo macho común y corriente. Lo cierto, señor Marcelino, es
que ella huyó de usted. No quiere saber nada que esté relacionado con los catorce años que fueron
amantes. Va a la búsqueda del hombre que le diga lo que ella quiere que le digan: “…juguemos
siempre a encontrar la ternura, a cada paso. Ámame con pasión. Quiero tener un hijo o
una hija contigo. Cantemos, bailemos toda la vida. Vivamos cada día como si fuera el
último…”. Hoy por hoy está en Lima, en tránsito a Antofagasta en Chile. Le entendí que está
enamorada de un joven que conoció en Quito, cuando este estudiaba música en el Instituto de
Bellas Artes. Al terminar sus estudios fue contratado como profesor de piano en la Universidad
Católica.
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Marcelino y Toño desistieron de viajar hacia Antofagasta. El amante de Anastasia no quiso nada
más. Lo envolvió la tristeza y el arrepentimiento. Creí que era amante perfecto. Resulté amante
chiviado. Creí que amaba como nadie ha amado. Y resulté siendo amante como cualquiera que se
consigue en una subasta. Respeto la decisión de “Anastasi”. ¡Pero eso sí!, dijo Marcelino, si la
vuelvo a ver algún día, la mato por traicionera

Ese, el día de una muerte

Al fin, Demetrio no vino el lunes pasado; tal y como lo habíamos acordado. Esta actitud no es
extraña en él. Siempre eludiendo cualquier tipo de confrontación. Tal vez, en mi interior, confiaba
en que asistiría. Lo que está en juego va más allá de una discusión formal. No es de trabar
palabras, como al garete. Se trata de tratar de recomponer una ruta. Ya está claro, como se lo dije,
el sábado. Hay que encontrar una alternativa viable. Porque, de lo contrario, estaremos adportas
de otra crisis. Lo que sucedió en Plaza Santander convoca a desandar algún trecho. Eso de ver
erosionar el contexto conceptual de nuestra revolución, no admite posiciones dubitativas. Ya
sabemos que, en perspectiva, estar como falderos con respecto al actual gobierno y, en general,
ante el Estado, no va a traducir otra cosa que conculcar lo que tanto trabajo nos ha costado.

Estando en celebración del Primero de Mayo, me di cuenta de muchas cosas. Una de ellas, tal vez
la fundamental, tiene que ver con el desapego a que hemos llegado. Como que nuestro soporte
ideológico se ha ido diluyendo. Como que vamos en contravía. De esos anhelos en una utopía que
merecemos y que hemos desarrollado en plena lucha. En la confrontación sin intermediaciones.
Contando con ese referente de sociedad socialista que sigue estando ahí, como horizonte
alcanzable. Y es que viene, de tiempo atrás, esa delgadez. Es lisura. Ese asumirse con en derrota.
Como decir que no somos ya lucha cuerpo a cuerpo en lo que esto tiene de corpus teórico e
ideológicos. Un tal parece que es verdad. Es decir que nos sumergimos. Una globalización anclada
en la economía de mercado. Y en la re conceptualización, por parte de la burguesía en lo que la
soporta. Es decir en dos eventos básicos. Uno del lado del significado que infiere la denotación
Clase Obrera. De otra la prevención de desideologización del Estado. En una premura por habilitar
un entendió de “Estado Social de Derecho”, pero siempre atado al poder que da ejercer dominancia
económica y soportando esto en las armas.

En esas estaba cuando encontré a Anastasia, la Flaca con mayúscula. Con ella tengo algunos
altibajos en términos de interpretación. Ella se ha hecho proclive a una opción demediada. Algo así
como asumir la confrontación en la verbalización de proclama. Y, en consecuencia, se ido por una
tangente inmensa. Como corolario de una función mecánica. En la cual la variable, siendo como
somos nosotros los trabajadores, se ubica como recorriendo una cantaleta. En una certeza de que
los ha atrapado la duermevela de la flexibilización burguesa. Y, entonces, el estado de dominio ya
no es la “Revolución Clásica”, ortodoxa. Si no, más bien, una caricatura cruzada por mil y un
matices asociados siempre al concepto socialdemócrata.

De regreso a casa estuve con Miguel. Un obrerito tempranero. Quiero decir un mozalbete precoz.
De viva voz y más viva alma. Como quiera que ha asumido retos de complejidad y trascendencia.
Me ha cautivado su manera de entender la lógica compuesta. Yo traduzco esta expresión como:
confrontar en varios frentes al mismo tiempo; enhebrado con un mismo hilo conductor. Sobre todo
en esta época en que ejercer como dirigente sindical tiene solo dos opciones, opuesta entre sí: o se
proclama condición de lucha sin tersuras y, en consecuencia, se expone a la devertebración por vía
de fuerza. Incluida la pérdida de la vida en ello. O, simplemente, se accede al laberinto propuesto
por los poderdantes y por su séquito de saltimbanquis y opereta.

No hablamos mucho. Solo algunas palabras respecto a la movilización y a lo lejana que vemos la
recomposición de nuestras fuerzas. En esto, Miguel, es certero: no ha lugar una búsqueda de
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equilibrio. Más bien es el momento de profundizar la contradicción. Es decir, no ha lugar al


entendido de acercamientos vergonzantes ante el poder burgués.

Fue, justo, al día siguiente que hablé con Demetrio. No lo vi en la movilización. No le pregunté la
causa. Yo estoy advertido en una suposición. Que, Demetrio, ha entrado en la doble ví a. Algo así
como por aquí. Pero también por allá. Es ese tipo de vuelo de resorte. Al garete. Como quien
desdice mucho lo poco que ha logrado decir y actuar. Es ese universo aciago el que me fastidia.
Como rumiando conmigo mismo. En eso de hasta dónde puedo llegar, que no sea al
ablandamiento.

Nos dijimos poco el uno al otro. Como que ya estamos avisados. Pero, le insistí en eso, nuestra
responsabilidad es alcanzar la delimitación. De tal manera que no queden insumos por ahí. En

el ropero de la memoria. Ante todo, conociendo èl, que de nuestra decisión depende, en mucho, lo
que va a acontecer a futuro inmediato.

Fue, ese día, en que acordamos la reunión crucial. Y lo convencì de la necesidad de convocarla.
Como debe hacerse. Con expresiones precisas. De tal manera que no haya lugar a los entendido
vagos. Que, a veces, son perversos. Por lo que significan a la hora de discernir sobre como desatar
ese nudo tan complejo. Pero, a la vez, tan necesario; por cuanto da la oportunidad de de finir de
cual lado se está.

Y, llegado ese lunes, Demetrio no apareció. Tampoco Rafael, ni Anastasia, ni Luzardo, ni el pibe
Abel. Para quienes llegamos y esperamos fue algo así como entender que, en adelante, estaríamos
solos. Por parte de Abelardo hubo una expresión certera: vamos los que quedamos, dejando atrás
a los no se quedan.

El domingo siguiente, como casi siempre, me encontré con Genaro Gaspar. De mucho tiempo
amigos. Él a un lado. Yo al otro. Quiero decir que, Gaspar, se ajusta al modelo de lo que
peyorativamente llamamos “pequeño burgués”. Y es que, con él no he tenido necesidad de
discusiones yendo al fondo. Simplemente porque ha estado en lo suyo. Sin ninguna pretensión de
largo vuelo mentiroso. Simplemente asume con mucho respeto nuestra re lación. Como quiera que
nos conocemos desde niños. Allá en ese lejano tiempo del barrio y de las travesuras tan lindas y
tan recordadas. Ese día estuvimos hasta tarde, en su casa. Dele a la recordación y a la carreta
desprevenida y sincera.

El martes iba hacia el trabajo. Mucha gente en la calle. Cerca de la casa de Miguel. Ahí mismo, en
la acera estaba su cuerpo, tirado. Me acerqué. Solo un balazo. Certero. En su frente amplia y
limpia. Le destrozaron ese cerebro de ansiedad, de ideas, de movimiento, de am or, de amistad.

Me quedé ahí, a su lado. Diciéndola tantas cosas juntas; que casi sentí que me estaba escuchando
y que reía. Como solo sabía hacerlo. Mirada abierta, incisiva. Convocante. Pasado un rato, no sé
por qué, recordé el día en que Demetrio, en plena discusión, le dijo a Miguel:”…cualquier día de
estos vas a saber de lo que soy capaz…”

Bella Martinica

Envolvente, como remolino aventajado. Así era mi relación con ella. Martinica Buriticá. La había
conocido en un paseo que hicieron las dos familias. La de ella y la mía. Muy joven. Bonita. Pero,
ante todo, de una prudencia infinita. No había ningún obsoleto para sus palabras. Estudiante en La
Institución Educativa Policarpa Salavarrieta. Ahí no más en la esquinita que visitábamos mis amigos
y yo. Bien parada, en esos términos de ahora que denotan hermoso cuerpo y bonita cara. Los dos
nacimos en el mismo barrio. Jerónimo Luis Tejelo, al occidente de Medellín. Yo un poco mayor que
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ella. Nos separaban tres años. Ahora, el veintiuno de julio, cumplirá quince añitos. Empezamos a
frecuentar el mismo lugar para el divertimento. La canchita de baloncesto que queda a hí en el
centro del barrio. Martinica juega muy bien. Tanto que ha sido designada como capitana en el
equipo selección de las Instituciones Educativas, en la ciudad. Pero, más que jugar bien al
baloncesto, lo que la distingue es lo que llaman “su don de gentes”. Muy delicada al momento de
enfrentar los problemas. Habla por todas y por todos en el colegio. Tiene una visión absoluta,
acerca de la política educativa en Medellín y, en general, en el país. La pensadera la ubica en
profundas reflexiones al momento de cuestionar y sugerir alternativas.

Nació, según dice su mamá, doña Anastasia, pensando. Desde pelaíta lo escrutaba todo. Mirando a
su alrededor. Como buscando explicación a lo habido y por haber. Al añito de haber nacido, ya era
capaz de entender lo que le hablábamos. Y trataba de hablar. Por lo mismo, empezó a hablar fluido
a los dieciocho meses. Casi como entablar conversación con nosotros y nosotras. Argumentaba su
palabra. Vivía en una opción y don de vida, equilibrada. Pero, asimismo, capaz de contradecir a
quien fuera.; desde su lógica y perspectiva de vida.

En esto de entender la vida, es difícil saber si algo es justo o injusto. Lo cierto es que, uno de los
médicos de la IPS, diagnosticó, algo así como un enfisema pulmonar, cuando recién cumplí a quince
añitos. De ahí en adelante, como que nos cambió todo. La rutina dejó de ser la misma. Muy al
cuidado de todos y de todas en familia. A pesar del diagnóstico, Martinica no ha parado en la
hechura de su vida. Particularmente en su desarrollo académico y deportivo. Don Hipólito, el rector
del colegio, mantiene una observación constante alrededor de la evolución de la patología. Por
mucho que le hemos dicho, acerca de dosificar sus entrenamientos y sus juegos intercolegiados;
todo ha sido en vano.

Cada noche, mi amiguita sufre dolores muy fuertes. Además, un problema reiterado para conciliar
el sueño. Y para asumir una dinámica de vida no enfermiza. Si se quiere, en cada brevedad de los
minutos, se le va yendo su fuerza y su proclama por salir adelante. Una crisis manifiesta. Su mamá
Eugenia sufre más que ella. La ama tanto que, como dicen coloquialmente, “ve por los ojos de la
niña”.

El día de su cumpleaños, sufrió una crisis. Que fue definida como “benévola” por parte de los
médicos de la IPS. Pero, en verdad, nunca la había sentido tan enfermita como ese día. Habíamos
preparado todo para la celebración. Un protocolo discreto, como a ella le gustaba. El ritual iba a ser
el mismo. Misa solemne en la mañana; almuerzo en familia y con los más cercanos y cercanas
amigos y amigas. Y, en la tarde, un bailecito, casi privado. Siendo como las seis de la tarde, le vino
la crisis. Esta parecía más grave que las otras. Se desmayó en plena sala. Corrimos a auxiliarla. Le
empezamos a dar aire, despejando el sitio y soplándole con las toallas. Cuando llegaron los
paramédicos en la ambulancia, Martinica; parecía, en su cuerpo, como si le hubiese cortado el
calor de vida, durante todo el día.

Hoy, veintiocho de julio, estamos al lado de ella. Pero ya no nos habla ni nos hablará nunca más.
La rigidez de su cuerpo es absoluta. Su carita parece ser más bella que antes... Sus ojitos ya no
nos mirarán, en ese bello mensaje que siempre nos otorgaba.

Y sí que, ahora, simplemente seguimos su huella. En una inmediatez de vida lánguida. Ya no es lo


mismo sin ella. Dicen que quien nos deja para siempre, merece un canto a la belleza. Y que,
debemos recordarlo o recordarla en lo que eran en lo cotidiano. Sin embargo, ´para mí, la
recordadera debe ser en tristeza. Porque, el solo hecho de saberla ida, de por sí, supone un vacío
sin reemplazo posible.
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Diecisiete

Alba Rocío

Estoy en pleno arrebato de tristeza. Viendo cruzar sujetos que no conocen de mi internalización
impropia. Un mil de caminos, pero me pierdo en ellos. Una recordadera que me inhibe para
proclamar mi verdadero rol. Y el horizonte que siempre he soñado. Es como una doble vía perenne.
En la cual tropiezo a cada instante. Y, como remolino exhausto, me absorbe en el día a día. Una
figura parecida a lo que pueda ser el olvido absoluto. Total.

Cuando la encontré, sentí un vahído pernicioso. En el esfuerzo, logré identificarla. Era Alba Rocío
Cifuentes Bejarano. La que conocí en ese comienzo de vida, ya lejano. Y le hablé con palabras
espontáneas. Sin la ponderación necesaria para lograr que me oyera.

Pero si era la misma. En ese pasado remoto, fue mi compañía. Cuando la escolaridad primera, nos
cruzaba y convocaba toda la atención. Pero, ella y yo, fungíamos como anarquistas. En un
imaginario creativo. En ese darse, cada quien al otro (a). Hablábamos e l lenguaje de la ternura
manifiesta. Cruzábamos todos los parquecitos. Toda la arboleda cercana. Y nos deteníamos y
retábamos al viento. Y, este, nos imbuía de su fuerza. Y volábamos al infinito.

Alba Rocío, mujer de precoz entendedera. Lo sabía casi todo. Por lo mismo, en su fuero interno,
presagiaba lo que podría llegar a suceder. Mujer que me conminó a buscar la libertad plena. En un
ensamble sonoro. De dichos presentados como alborada hablante, siempre. Todos los sábados eran
nuestros. Y le dábamos a la jugarreta de la rayuela. Navegábamos en el lago recién hecho, con
nuestra percepción lunática. Tanto como reconocer y ver en la hermosa Luna, nu estro destino
venidero.

Alba Rocío, con palabras dubitativas. Como con el temor a la equivocación. La veía espléndida. Más
de dos veces, me sentí sujeto ambulante. Casi etéreo. Como si, viéndola en toda su imagen
convocante, perdiera todo lo que he sido. No me respondió, a pesar que habían pasado ya tres de
los tiempos nuestros.

Enmudecido, al no sentir sus palabras, sentí profundo desasosiego. Y ella ahí. Como Diosa Ígnea.
Como Palas Atenea, resucitada. En toda su vitalidad y mirada. Y, no sé por qué, volví a la
recordadera. Del pasado, pasado. Y recabé en las anchurosas calles que conocimos. De las olas
inmensas que creíamos ver a cada paso. En esa fuerza iridiscente. Casi como si, ella y yo,
soñáramos lo mismo. Y que extendíamos nuestras ilusiones. Tratando de contagiar a los otros y a
las otras.

Alba Rocío desató, en mí, profunda tristeza. Sus palabras nunca se hicieron hecho concreto. Seguía
ahí. Como en pedestal macizo. Como si fuese mujer etérea. No vinculada con el entorno. Mujer
exhibiendo sus ojazos. Pero sin ofrecerlos a mí ni a nadie. Simplemente, estaba.

Volví, entonces, a mi condición de sujeto abstraído. Volví a sentir el arrebato de tristeza. Me fui por
todos los caminos pensados antes. Y me sentí perdido. Como en hojarasca bruñida con el e spesor
amargo de la yerba. Que crecía y crecía con el tiempo.

Dejé escapar mi vida. Me hice doliente de mí mismo. Y entré en la obscurana, que supongo es la
muerte. Así, en consecuencia, mi vida se fue yendo. Recordando a mi Diosa Ígnea. A mi Anastasia.
En fin, todo pasó.
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Luna fugada

Tanto huirle a la vida. Es como evitar ser tu amante. Las dos cosas trascendentes. Una, por ser la
vida misma. Lo otro que sería igual a hurgar la tierra, en búsqueda del tesoro pedido, que sería
cual faro absoluto. Entre lo yerto y lo móvil vivamente vivido. Todo se aviene a que mi canto no
sea escuchado. Fundamentalmente por ti, diosa infinita. Por eso, me puse a esperar cualquier
vuelo. De cualquier ave pasajera. Nocturna o diurna. Sería, para mí el mismo impacto y el mismo
oficio. El de doliente sujeto que hizo de su vida; la no vida estando sin el refugio de tus bra zos. Y,
al tiempo habido, le conté mi sentimiento. Y me respondió con la verdad del viento. Fugado, sin
poder asirlo. Y revolqué la tierra, en todo sitio. En cualquier lugar fecundo. Y el mismo tiempo y el
viento, hicieron una trenza para ahogar mis ímpetus. Para que yo no pudiera entrar en ese cuerpo
tuyo. Viajé en ellos, en el tiempo y el viento. Llegué, no recuero ni el día ni la hora. Simplemente,
bajé, otra vez, al sitio en que te he amado. Encontrándote, susurrando palabras. Como las de ese
Sol potente. Estaba en espacio frío. Y te fuiste, en el tiempo y el viento. Y te vi ascender.
Traspasando la línea que protege a la Tierra nuestra. No pude alzar vuelo contigo. Simplemente
porque, viento y tiempo, te arroparon y desecharon mi presencia, mi cuerpo.

En este otro día, En esta soledad tan manifiesta. Tan hecha de retazos de tu mundo ya fugado. Me
dije que ya era hora de ser libre. ¡Para qué libertad, sin estar contigo! Eso dije. Y retomé el camino
arado, por siglos. Por gentes sencillas. Bienamada, solidarias. E hice andar mis piernas. Hice que todo
mi cuerpo te buscara. Y encontré a la vieja esperanza, maltrecha, pero nunca vencida. Al tiempo
encontré a la ternura toda.. Me dijo: si nos has de ir, mejor quédate ahí.

Llegando la noche, entonces, te vi dibujada en la Luna. Y gozabas, jugando con su arena inmensa.
Con su gravedad hecha cuerpo. Y, siendo ese cuerpo, tú. Me enviabas voces, palabras. Pero a
mitad de camino se perdían. Ruidoso rayo, envolvente. Dos en uno. Energía potente. Sonido
anclado en toda la energía hecha. Pasando la noche, pasando se, hizo más borrosa tu figura que
volví mis ojos al lado obscuro de tu hospedera Luna. Haciéndose fugaz lo que antes era
permanente para mí. Esa risa tuya. Esos tus ojos tiernos en pasado; ahora voraces y lacerantes
miradas. Mudez impávida, enervante ahora.

Hoy, camino. ¿Yendo adonde? No sé. Como si se hubiese perdido la brújula. Esa que siempre
llevabas en tus manos. Y, siendo cierto esto, traté de retomar el camino perdido. Traté de alzar
vuelo. Pero seguía ahí mismo. En la yesca infame, Todos miraban mi dolor. Todos y todas,
mostrando su insolaridad por ti, Anastasia, endosada. Tal vez como revancha absurda. Pero era
eso y no otra cosa. Era tu pulsión de vida. Perdida ya. Y recordé que, en otrora, ér amos boyantes
personajes. Absorbiendo la luz y la ternura en ella.

En este sitio, para mi memorable, quedará escrito, con el lápiz de tus ojos, la pulsión de vida mía.
Pasajera. Casi irreal. Casi cenicienta simple, engañada. Y si digo esto ahora, es porq ue te fuiste. Y
está en esa Luna tuya, inmensa. Pero, para mí, Luna Fugaz. Luna hechicera

Sol viejo. Tu radiante

Ejerciendo como violín de tu danza y canto, me ha dado por recorrer todo lo que vivimos antes .
Toda una expresión que vuelve a revivir el recuerdo. De mi parte te he adjudicado una línea en el
tiempo básico. Para que, conmigo, iniciemos la caminata hacia ese territorio efímero. Un ir y venir
absoluto tratando de encontrar la vida. Aquella que no veo desde el tiempo en que tratamos de
iniciar los pasos por el camino provistos de un y mil aventuras. Como esa, cuando yo tomé la
decisión de vincular mis ilusiones a la vastedad de perspectivas que me dijiste habías iniciado;
desde el mismo momento en que naciste.
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Todo fue como arrebato de verdades sin localizar en el universo que ya, desde ese momento, había
empezado su carrera. Y, por lo mismo entonces, la noción de las cosas, no pasaba de ser
diminutivo centrado en posibles expresiones que no irían a fundamentar ninguna opción de vida.
Viendo a Natura explayarse por todos los territorios que han sido espléndidos. Uno a uno los fuimos
contando. Haciendo de ese inventario un emblema sucinto. A propósito de sonsacar a los tiernos
días que viajan. Unitarios y autónomos. En ese recorrido nos situamos en la misma línea habida.
Situada en posición de entender su dinámica.-

La vía nuestra, fue y ha sido, entonces, un bruma falsa. Que impide que veamos todos los indicios
manifiestos. Y que, en su lugar, incorpora a sus hábitos, todo aquello que se venía i nsinuando.
Desde ese mismo anchuroso rio benévolo. Y, de mi parte, insistí en navegar contracorriente.
Tratando de no eludir ninguna bronca. Todo a su tiempo, te dije. Y esperamos en esa pasadera de
tiempo. Y volvimos, en esos escarceos, a habilitar la doctrina de los ilusionistas inveterados. Todo,
en una gran holgura de haceres trascendentes. Donde quiera que te encuentres, Anastasita, te digo
que moriré, si no vuelves.

Y, ya que lo mío es ahora, una copia lánguida de todo lo que yo mismo había enunciado en ese
canto a capela. Y que traté de impulsar, como principio aludido y nunca indagado. En esa sordera
de vida. Solo comparable con el momento en que te fuiste. Y entendía que no escuchaba las
voces. Las ajenas y las nuestras, Como tiovivo enjuto. Varado en la primera vuelta. Y que tú
lloraste. Pero seguía el olvido de tus palabras. Porque ya se había instalado, en mí, la condición de
no hablante, no sujeto de escucha. Mil momentos tuve que pasar, antes de volver a escucharte. Y
paso, porque tú ya habías entendido y dominado el rol del silencio y de la vocinglería.
Contradictores frente a frente. Y que empezaste a enhebrar lo justo de las recomendaciones que te
hicieron los dioses chicaneros.

Tu irreverencia se hizo aún más propicia. Yendo para ese lugar que habías heredado de las otras
mujeres plenas. Hurgando, en ese espasmo doloroso, me encontré con tu otro nombre. No
iniciado. Pero que, estando ahí, sin uso. Lograste la licencia para actuar con él. En todas las
acechanzas que te siguieron desde ese día

Yo, entonces, me fui irguiendo como sujeto desamparado. Viviendo mi miseria de vida. Anclada en
suelo de los tuyos. Y me dijiste que era como plantar la esperanza. Para que, después que el Sol
deje de alumbrar; pudiésemos enrolarnos al ejército de los niños y las niñas que, a compás, de tu
música, iban implantando la ilusión en ver otro universo. Sin el mismo Sol. Muerto ya. Tú debes
elegir cual enana roja estrella nos alumbrará

Libertad negra, prístina

En consentimiento de los dos, se hizo icono lo que antes era solo falso conserje. Le dimos el
nombre de lógica, en conexión con lo que entendíamos desde antes de ser uno, siendo dos. Y
volamos, en vuelo ajeno, a los palacios de reyes eternos, no vencidos por la historia guerrera
libertaria. Nos hicimos, pues, escoltas de lo que pasó, en ciernes. Como homenaje a África
profunda, absoluta. Y resultaron ser reyes proselitistas, en la nueva era de lo que somos hoy. E
hicimos voz bipartita, como convocatoria a las voces todas, imaginadas. Nos fuimos yendo en lo
pendenciero. Por la vía de no promover libertadores melifluos. Asumimos la brega hecha protesta
libertaria. Pero, quien creyera, llevando por dentro los traidores a la manera de Caballo de Troya. Y
vimos a Idi Amín pútrido, torcido sujeto. Y volamos, de nuevo, a ese Congo distanciado, liberado de
la Bélgica presuntuosa, engañadora como supuesta madre patria. Localizamos la potente Biafra, en
separarada ya, de no sabemos qué. Pero, sabiendo que estaba languideciendo. Con sus hijos e
hijas negras devoradas por la miseria. Hambruna hecha potencia. Con los déspotas hiriendo el
camino y los cuerpos. A todos los lugares yendo y viniendo. Se fue perdiendo en el agobio
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potenciado. Todos y todas en la negrura, color bello. Les fueron hendiendo las lanzas como a
corazón abierto.

Esa, la mujer mía, negra y de conocimiento grato. De potente palabra convocante. Como
presagiando, con su voz, lo que vendría. Por los valles. Reconfortando los ríos. Haciendo de las
expediciones tumultos volcados. A lo que resultar pudiese. Metida en la oración andante. Contando
las cosas con buen dedal y enhebramiento. Y, todos y todas, creímos ver, en ella, la libertad
creciente. Convergiendo en los continentes todos. Un de aquí para allá irreverente. Viendo lo
autoritario como escuálido cuerpo qué lugar no tendría. Y, en esos esbozos, su vocinglería
iconoclasta, fue surtiendo de palabras el lenguaje. Precisas, perspicaces, hirientes de ser necesario.
Pero, sobre todo, elocuente mimosa ampliada. Para nombrar a los niños y a las niñas. Diciéndoles
de lo que vendría. De tal manera que fungieran como surtidores ampulosos en lo sereno que
debería ser. En nervadura evidenciada desde el comienzo. Desde que, las mujeres, aprendieron a
ser madres. Originados los seres vivientes, en el clamor por el sexo dúctil. Tierno, explosivo,
herético.

Pero, en los tumbos dando, yo la seguí en primera pieza y primeros pasos. Tratando de alcanzar su
vida. Y untarme en ella. Para ser negro del tiempo mozo, liberta rio. Y, ella, como si nada andando.
En veloz carrera. Para alcanzar la estrella habida. Y supuso que volar tendría. Y se apropió de las
alas de Pegaso, negro también, como ella. Viajaron juntos. Ella y Él. Hasta el abierto espacio de
universo dado. Como prolongación de infinito estímulo.

Yo, viendo lo que pude ver, me fui haciendo enano, impotente sujeto de mediodía apenas. El día
siendo él y ella. Y juntaron alas mucho más grandes. Habidas en contienda ligera con las aves
lentas y presurosas. Haciendo de cada estar, huella imborrable ahora y siempre. Unieron sus
cuerpos en negritud los dos. Unieron la hermosura de la Vía Láctea, con su hechura de planetas
dependientes de su vuelo; con las galaxias todas. Y se hizo un universo de amplitud prolongada. No
perecedero. Por lo mismo que la Negra fue creciendo. Ya volando sin el alado sujeto equino que
fue suyo. Solo ella y sus alas. Y, las aves todas, viéndola en esa plenitud de vida, le cedieron
también las suyas.

Lo mío, es hoy, no otra cosa que cazador de albedrío teñido, hecho. Buscándola en esta mí libertad
sin ella. He roto cadenas antiguas y modernas. En ese ejercicio narrado. La he buscado en el
entorno de todos los soles. De las lunas manifiestas, como silentes niñas que arroparme quisieron.
Para mitigar la soledad cantada. O silente como la que más habida. Andando yo, sin las alas,
robadas por ella. Por la Negra inmensa. Supe que creó otros mundos. No a su imagen y semejanza,
Más bien como iconos sueltos. Rondando, por ahí. Aduciendo que son libres. Per o reclamando de la
Negra Vida, su presencia. Para ser conducidos a la explosión toda. Como suponiendo, o
murmurando, que despertarán en nuevo Bing Bang, más pleno y expansivo que el de otrora hecho.

Y sí que, en esas andando. Como esperándola en la esquina de la galaxia nuestra, Tal vez
añorando verla pasar algún día. Y que, me preste sus alas. Par ir volando hasta Asia pujante. Y
volviendo a ver a nuestra África recién naciente. Descubriendo la pulsión de la Australia inmensa y
gratificante, Surcando a la América toda. Y, proponiéndole a la Europa íngrima que se una a
nosotros y a nosotras para levantar la vida, en plenitud potente, deseada. Por mí, negra Anastasia
amada

Insumiso

Lo convenido es, para mí, la valoración de palabra hecha. Yo me fui por ahí. Tratando de precisar
lo que quería hacer, después de haber propuesto volar con la vida en ello. Y es bien convincente lo
que me dijiste ese día. Y yo me propuse transitar el camino que tú dijeras. Y, te entendí, que sería
el comienzo de una ilusión forjada a partir de validar lo nuestro como propósito de largo vuelo.
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Ante todo, porque he sido tu amante desde siempre. Inclusive, desde que yo hice de mis pasos
nacientes, una conversadera sobre lo que somos y lo que fuimos. Sin temor al extravío, acepté que
no había regresión alguna. Que seríamos lo que nos propusimos ese día, siendo niño y niña; como
en realidad éramos. Y sí que arreció la bondad de tus palabras. Enhebrando los hilos de lo vivo y
vivido. Aun en ese lugar del tiempo en el cual apenas si estábamos en condición de realizar el
ilusionario. Un desarreglo, ungido como anarquía de sujetos. Sin detenernos a tratar de justificar
nada. Como andantes eternos. Como forjando el tejido, a manos llenas. Y, pensé yo, hay que dar
camino al mágico vuelo hacia la libertad, ayer y hoy perdida. Un vacío de esperanza atormentador.
Por lo mismo que era y es la suma de los pasado. Y, precisando en el aquí, que nos dejábamos
arropar de ese tipo de soledad acuciosa. Casi como enfermedad terminal. Como si nuestro
diagnóstico se lo hubiera llevado el viento. En ese tono de melancolía que suena solo cuando se
quiere ser cierto sin el protagonismo del diciente lenguaje habido como insumo perplejo. En todo
ese horizonte expandido de manera abrupta, imposible de eludir.

Un frío inmenso ha quedado. Ya, la nomenclatura de seres vivos, de ser amantes libertarios; se ha
perdido. Mirando lo existente como dos seres que han perdido todo aliciente. Un vendaval
potenciando lo que ya se iba de por sí. Fuerte temblor en eso que llama mos propuesta desde el
infinito hecho posible. Como circundando a la Tierra. En periodos diseñados por los mismos dos
que se abrazaron otrora. Cuando creímos ver en lo que pasaba, un futuro emancipador. Ajeno a
cualquier erosión brusca. Como alentando el don de vida, para seguir adelante. Hasta el otro
infinito. Pusimos, pues, los dos las apuestas nítidas, aunque complejas. Un unísono áspero. Pero
había disposición para elevar la imaginación. Dejar volar nuestros corazones. Como volantines sin el
hilo restrictivo. Y, si bien lo puedes recordar, hicimos de nuestros juegos de niño y niña, todo un
engranaje de lucidez y de abrazos cálidos, manifiestos.

Hoy siento que lo convenido en ese día primero del nacer los dos, ha caído en desuso. Porque, de
tu parte, no hay disposición. Que todo aquello hablado, en palabras gruesas, limpias, amatorias.
Solo queda un vaivén de cosas que sé yo. Un estar pasando el límite de lo vivo presente. Entrando
en una devastación absoluta. Y, este yo cansado, se fue por el camino a vieso. Encontrando todo lo
habido, en términos de búsqueda. De los sollozos perdido. De mi madre envuelta en esos mantos
íngrimos de su religión por mi olvidada. Una figura parecida a la ternura asediada por los varones
grotescos. De la dominación profunda y acechante en todo el recorrido de vida.

Mi proclama, por lo tanto, ya no es válida para registrar el deseo libertario. Los sabuesos pérfidos
han arrasado con la poca esperanza que había. En una nube de sortilegios ingratos; por cuenta del
nuevo tiempo y de las nuevas formas de dominación en el universo que amenaza con rebelarse. De
dejar de girar. De cuestionar el dominio de Sol. Como pidiéndole que no haga sus cuentas de vida
en millo0nas de años más.

Y como sujeto vivo, partiré tras de ti cuando te vayas, oh Anastasia mía. Y si, entonces, que lo
convenido se convirtió en reclamación atropella. De nuevos compromisos. Tal vez, el más
importante: dejar de ser lo que somos. Y ser lo que, en el ayer, fingimos. Pura nostalgia
potenciada.

Dieciocho

Matar en silencio

Viviendo como he vivido en el tiempo; he originado un tipo de vida muy parecido a lo que fuimos
en otro tiempo. Como señuelo convencido de lo que es en sí. Trajinado por miles de hombres
puestos en devenir continuo. Con los pasos suyos enlagunados en lo que pudiera llamarse camino
enjuto. Y, siendo lo mismo, después de haber surtido todos los decires, en plenitud. Y, como
sumiso vértigo, me encuentro embelesado con mi yo. Como creyéndome sujeto proclamado al
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comienzo del universo y de la vida en él. O, lo que es lo mismo, sujeto de mil voces y mil pasos y
mil figuras. Todas envueltas en lo sucinto. Sin ampliaciones vertebradas. Como simple hechura
compleja, más no profunda en lo que hace al compromiso con los otros y con las otras.

Esto que digo, es tanto como pretender descifrar el algoritmo de las pretensiones. Como si, estas,
pudiesen ser lanzadas al vuelo ignoto. Sin lugar y sin sombra. Más bien como concreción cerrada,
inoperante. Eso era yo, entonces, cuando conocí a Mayra Anastasia Cifuentes Pelayo. Nos habíamos
visto antes en El Camellón. Barrio muy parecido a lo que son las hilaturas de toda vida compartida,
colectiva. Con grandes calles abiertas a lo que se pudiera llamar opciones de propuestas. Casitas
como puestas ahí, al garete. Un viento, su propio viento, soplando el polvo de los caminos, como
dice la canción.

Todas las puertas abiertas, convocantes. Ansiosas de ver entrar a alguien. Así fuese el tormento de
bandidos manifiestos. Un historial de vida, venido desde antes de ser sujeto s. Y los zaguanes
impropios. Por lo mismo que fueron hechos al basto. Finitos esbozos de lo que se da, ahora, en
llamar el cuerpo de la cosa en sí. Sin entrar a la discrecionalidad de la palabra hecha por los
vencidos. Palabra seca, no protocolaria. Pero si dubitativa. En la lógica Hegeliana improvisada. De
aquí y de allá. Moldeada en compartimentos estancos. Sin color y sin vida. Solo en el transit ar de
sus habitantes. En la noche y en el día.

Y sí que Mayra se hizo vida en plenitud, a partir de haber sido, antes, la novia del barrio. Tanto
como entender que todos la mirábamos con la esperanza puesta en ver su cuerpo desnudo. Para
hacer mucho más preciso el enamoramiento. Su tersura de piel convocante. Sus piernas absolutas.
Con un vuelo de pechos impecables. Y, la imaginación volaba en todos. Así fuera en la noche o en
el día, en cualquier hora. Con ese verla pasar en contoneo rojizo.

Su historia, la de Mayra Anastasia, venía como recuerdo habido en todo tiempo y lugar. En
danzantes hechos de vida. Nacida en Valparaíso. De madre y padre ceñidos a lo mínimo permitido.
En legendarias brechas y surcos. Caminos impávidos. La escuelita como santuario de los saberes
que no fueron para ella. Por lo mismo que, siendo mujer, no era sujeta de posibilidades distinta a la
de ser soledad en casa. En los trajines propios. En ese tipo de deberes que le permitieron.

Yo la amaba. En ese silencio hermoso que discurre cuando pasa su cuerpo. Y que, para mí, era
como si pasara la vida en ella. Soñando que soñando con ella. Vié ndola en el parquecito. O en la
calle hecha de polvo. Pero que, con ella, resurgía en cualquier tiempo. Recuerdo ese día en que la
vi abrazada a Miguel Rubiano. Muchacho entrañable. De buen cuerpo y de mirada aspaventosa.
Con sus ojos color café límpido. Casi sublime. Y la saludé a ella y lo saludé a él. Tratando de
disimular mi tristeza inmensa. Como dándole a eso de retorcer la vida, hasta la asfixia casi.

Ya, en la noche de ese mismo día, en medio de una intranquilidad crecida, me di al sueño.
Tratando de rescatarla. O de robarla. Diciéndole a Miguelito que me permitiera compartirla. Y salí a
la calle. Y lo busqué y la busque. Y con el fierro mío hecho lanza lacerante, dolorosa, la maté y lo
maté. Me fui yendo en el mismo silencio. La última mirada de mi Mayra, fue para Miguelito amante.

Llegando, al final. Caminando, por el camino de lo que somos, Anastasia mía

He vivido durante mucho tiempo aquí, en “La Aldea de Los tres Traidores”, como llaman a este
pueblito. Créanme que nunca he podido saber el porqué de este nombre. Solicité al señor
gobernador licencia para actuar como investigador honoris causa, para tratar de desatar el
entuerto.

Yo venía de sangre amiga como se dice ahora, al momento de las identificaciones sumarias en la
historia de nuestro país. Empecé por devolver la historia, cien años atrás. Era el tiempo de la
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inventiva. Así estaba establecido en el libro de relatos e historia que había en la Biblioteca
Municipal. Empecé a delirar, luego de leer los dos primeros tomos. Un trasunto que me dejó
perplejo. Una historia, por ejemplo, de la niña Anastasia Losada. Vivió casi setenta décadas. Y no
crecía ni se envejecía.

Un día, de ese cualquiera, me encontré en la biblioteca con Susana Arrabales, nieta del señor
alcalde, don Policarpo Sensini. Una mujer todo cuerpo. En una exuberancia magnificada. Vestía
jeans que apretaba sus piernas y su caderas; de tal manera que el imaginario volaba con relativa
facilidad. Sobre todo ahí, en donde terminaban sus bellas piernas. Me preguntó que donde había
estudiado mi carrera de historiador. A la vez, me dijo que ella había estudiado lingüística en la
Universidad Claretiana de Occidente. Y, a decir verdad, era todo un universo de precisiones en lo
correspondiente a la vertebración de las palabras. Y, en general, de cómo se fueron formando las
palabras y el lenguaje escrito. Tenía una manera de conducir su discurso, que estuve absorto
durante su ceremoniosa intervención.

Para empezar, en lo concerniente a mi yo como sujeto activo, la primera impresión empezó a ser
corroborada por el trajín en el cual nos embarcamos. Nos veíamos todos los martes de cada
semana. Empleábamos la mayor parte del tiempo, en auscultar la relación de causa efecto. Algo
así como entender ambos, que la historia de cada hecho susceptible de ser comparado, tenía que
ver con la inmensa categorización de los valores comnductivistas, derivados de un primer
acercamiento con los Huitotos. Seguimos, en esa línea de intervención, hasta que accedimos a lo
que ella llamó “la cuantificación de los hechos que propugnan por ser visibles en la historia del
país.”

Yo seguía absorto con esta niña. Tanto que le escribí a don Exequiel Peñarredonda, en el sentido
de acotar una información que yo le enviaba, como si fuera mía la categorización básica. A partir de
ahí, don Serapio Consuegra, el presidente de la Cámara de Estudios Sociales Comparados.; me
conoció Inmediatamente, fui convocado a la capital del país, para presentar los avances en una
conferencia que reuniría a los y las mejores historiadores (as) del continente.

Antes de partir, le hice saber a Susana, que debía asistir a un Seminario sobre “ Los insumos
válidos para determinar la acidez del agua en entornos cercanos a las plantas de
procesamiento de pieles y de venados insulares “Quedamos en que nos veríamos en la
primera semana de noviembre. Así como le hablaba a la señorita Susana, iba orquestando los
trazos para que ella me pusiera al tanto de sus investigaciones.

Ya en la ciudad, hice público un primer documento acerca del tema encomendado, En el mismo
recaudaba muchos de los datos conseguidos por Susana. Pero, yo, los hacía parecer con
indagaciones mías. Un primer elemento, tenía que ver con la nomenclatura asigna da a cada una de
las investigaciones. Por ejemplo, “el bilingüismo de los Huitotos, al momento de expresar sus
opciones de vida, en el contexto de la formación y consolidación de nuestra Nación”. También, surtí
la versión propuesta por el profesor Artunduaga, quien ejercía como tutor absoluto en los estudios
de historia y lingüística. Todo en el entendido siguiente; “cada paso dado por los aborígenes
estudiados, hablaba de referentes biunívocos”En los cuales se conocían por traidores a aquellos
sujetos varones que decidieron comparar pares entre la visión del paradigma de la Diosa Laguna. Y
la condición de sujetos habidos después de la muerte de la sacerdotisa “Manuelita Anastasia del
Socorro y Góngora”. Toda una expresión heterodoxa de lo que implica la rebelión de los súbditos y
súbditas. Y que, por lo mismo, los desertores fueron expulsados hacía Villa Carmelo. Y que, por
siempre, vivirían allí por los siglos de los siglos. El costo de esa destinación corrió por cuenta de
aquellos nativos que izaron la bandera de libre expresión. En esas estaban, cuando llegó Susana
Anastasia Losada. Imperativa y tendenciosa, con respecto al fin del mundo y la necesidad de no
traicionar a nadie. Solo a los enemigos que pudieran aparecer a futuro…
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