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Luis

Parmenio Cano Gómez


Relatos Cotidianos
























El beso
De todas maneras, Exequiel Pantoja y Pantoja, hizo referencia su
brutal crimen. Sucedió en Campoalegre. Una noche, después de
terminar su jornada laboral, llegó a casa de Brteelejalde Casimiro
Hidalgo e Hidalgo. Una cuestión de rutina. Era normal la visita
protocolaria. Desde hace seis años, lo hacía.

Entró a la casa, utilizando los duplicados de llaves que le había
entregado Casimiro. Un protocolo que comprometía el fervor sexual de
los dos. Se habían conocido en ciudad Críspela. Desde muy niños
iniciaron una entrega pasional. Absoluta. En su infancia, todo les fue
permitido; por la vía de reivindicar el libre desarrollo de la personalidad.
Como estipula la Carta Magna. Desafiaron a las autoridades escolares.
Una expresión de ensueño era su búsqueda constante.

Los domingos iban a misa, en el horario y la práctica ortodoxos. Un
ensimismamiento hermoso. Cogidos de la mano, atravesaban la nave
central; desafiando las miradas y las expresiones de repudio de todos
los cartujos y todas las cartujas del barrio. El párroco de la capilla,
había advertido a Monseñor Capuleto Velásquez Saldarriaga.
Inclusive, el pasado Gran Viernes de Pasión, monseñor estuvo en la
iglesita. Desenvolvió el procedimiento acordado desde el Vaticano. En
términos de ejercer una rabia flagelante, inquisidora. Convocando a los
fieles y las fieles a realizar exterminio sobre aquellos y aquellas que
vulneraran, con sus miserables procedimientos, la Santa Autoridad de
El Crucificado Mayor. Avaló, incluso la posibilidad de la lapidación y el
linchamiento a esos y esas que se atrevieran a flagelar al Divino
Rostro del Dios Único Envolvente en la Esperanza Grata.

Para ellos no había ningún afán. El desafío iba de largo aliento. Podían
más sus ansias y sus escarceos sexuales, que cualquier mandato, por
divino que pareciere. Cada uno, por su lado, asumió el reto. No
dejaron que sus familias impidiesen su amorío. Cada semana, los
jueves, salían al campo. Caminaban varios kilómetros, hasta llegar al
charquito de aguas limpias. Se bañaban, se tenían en larguísimo
tiempo. Comían la merienda que habían empacado desde la noche
anterior mamá Altagracia y mamá Sara.

En la empresa donde laboraban los dos, eran comunes algunas
sandeces, por parte de algunos de sus compañeros. Como ese de
colocar en sus lockers condones usados, falos adheridos a los anos
pintados. En ocasiones, fueron convocados por la gerente de la
compañía, Ernestina del Carmen Cipagauta Álvarez. Su caso fue
llevado, por ella, a la Junta Directiva. Afortunadamente, para ellos y
para la causa, no fueron despedidos, dada la vehemente defensa que
hizo el Presidente, de la Junta Toribio Marmolejo.

Ese sábado tres de abril, Exequiel visitó a Casimiro. Las cosas no iban
bien, desde el pasado martes, cuando Exequiel asistió,
coincidialmente, a la escena de Casimiro y el negro Jackson Olimpia
Metaute. Unos afanes de subyugación hermosos. Los dos en el beso
de la idolatría manifiesta, como era conocido esa expresión, entre
ellos. Los reclamos fueron absorbidos, por la vía de reivindicar la “libre
elección”, por parte de Casimiro. Un centro de gravedad los aprisionó.
Lo hicieron de manera más apasionada que de costumbre. Cuando
descansaban en la cama, después de bella entrega, Exequiel, rompió
una de las copas en que habían bebido. La hendió en la garganta de
Casimiro. Se quedó impávido. Viendo correr la sangre de su amado.
Lo acompañó hasta su desfallecimiento definitivo.

Cerró el cuarto. Salió al escampado que rodeaba la casa. Y luego a la
calle. Caminó hasta la casa de mamá Altagracia. Entró, casi de
manera subrepticia. Se instaló en su cuarto. No supo cuánto tempo
durmió. Lo que si supo y vio, fue la impresionante sombra de
Casimiro, que se erguía cada vez más. Corrió hasta su baño. Trató de
cerrar la puerta. Pero la sombra pudo más. Rompió la


Puerta, cargó a Exequiel y lo lanzó contra el espejo. Clavó cada una
de las astillas en todo su cuerpo... Todo se hizo obscuridad absoluta.
Exequiel todavía ronda por todo el barrio. Aquí y allá, grita palabras
relacionadas con su amante. Con fuerza brutal, destroza todas las
puertas…desaparece casi al límite de la desaparición de la Luna y la
llegada del Sol. Y, así será, por siempre.

Utopía silenciada. Como férula hecha cuerpo
Nació en el leprosorio de Ciudad Vigía. Inimaginables los vientos,
rodando. Venidos desde la ternura amarrada, enviciada al truculento
espasmo. Ella, por si sola, había rondado desde antiquísimos tiempos.
Desde cuando la vida se hizo secuencia desparramada por el mar
hiriente. Los avatares, en seguidilla, lo fueron siguiendo. Desde la
violencia hecha muralla, profanada e inhóspita, por lo bajo.

Ese hombrecito, empezó a ver el mundo, como proclama ya
arrinconada: Metida en la muerte de la simpleza y de la aventura
ansiada. Ahora mutilada. Sus orígenes, en eso de la herencia venida
como patrón circular; remontan al tiempo en el cual la levitación era
viento turbio; como cuando uno pretende dibujar El Sol a mano alzado.
Una circunscripción rotando por todos los avatares del entorno.
Viviendo una mudez que se amplía. Una memoria vaga; la ternura
embolatada. Sin hacer superficie en el agua. Dulce o salada. En todo
caso, cuando Patronato Antonio Lizarazu llegó a la vida; desde ahí
mismo sintió que no podía vivir en ese escenario ditirámbico. Y se
juntó con Inesita del Santísimo Juramento de las Casas. Ella y él
trataron de buscar remedio a las afugias heredadas. Se hicieron al
torbellino brusco, insensato.

Y, entre ella y él, vaciaron todas sus fuerzas, como rogando
aceptación. En este universo explayado. Con sus sistemas ya
definidos. Después de esa explosión constante. Yéndose por ahí. En lo
que sería una finura en todos los tiempos. Ecos de él y ella.
Cantándole a los mares. Como decían otrora; solo cantos de sirena.

Y llegaban las noches, después de ver morir el día. Y en la inmensa
Luna, trataron de conocer su otra cara. Como diciendo que no es
posible la obscuridad eterna. Que lo sensato sería que, esa Luna
lunita, los acogiera. Y que les permitiera crecer a su lado.

Ya, en el pueblito suyo había comenzado las fiestas. Y se escondieron
para que no los incitaran, a ella y a él a desestimular la alegría que,
siempre, han querido conocer. Fiestecita encumbrada. Venciendo la
gravedad, al aire sus cuerpos. Atendiendo las miradas de papá y
mamá. Fingiendo, en veces, una locura hirsuta. Como escogiendo las
nubes con las cuales arroparse. Y su Sol, amado Sol, les prohibió
avanzar hasta su centro hirviente; milenario.

Cuando a él lo tocaron las fisuras de piel. En esas ampollas que
maduraban constantemente. Para luego volverse estigmas supurando
ese pus malévolo. Ella le rogó que la untara. Para acompañarlo hasta
todos los día y todas las noches juntos. Y, él en arrebato impuro le dijo
sí. Y llegaron a ese sitio. Conocieron a sus pares. Se hicieron
solidarios. Cada día, en esa carne viva licuada por el calor inmenso,
como tósigo; fueron enhebrando los días. Y, en las noches,
contándose las historias aprendidas en pasado hiriente. Se hicieron
sujetos y sujetas de la veeduría ampliada. En ese perímetro primero y
último, tuvieron que asumir sus datos personales. En lo que eran ya.
No en lo que fueron antes.

Y pasaban los días, en veces, fulgurantes. Rojos como deben ser las
cosas y los cuerpos a la orilla de esa estrella enana que va muriendo.
Pensaron en la miríada de otros cuerpos celestes ampliados. Un
ejercicio que combina lo cierto de ahora. Y lo que puede pasar
después.-Patronato e Inesita del Santísimo Juramento de las Casas,
empezaron ese mediodía que separa la vida de la muerte. Ahí, en esa
sillita breve. La del parquecito único. Se hacían sangría en sus
pústulas. Se besaban. Juntando esos labios henchidos. A punto de
reventar. Se acariciaban sus cabellos. Se miraban entre sí. Como en
ese espejo no conocido.

Por fin, les llegó la muerte. En esa amplitud manifiesta. En ese
parquecito. En su casita color azul perenne. Y llevaron sus cuerpos.
Los devolvieron a la tierra de la cual habían venido. Y se perdió la
suma de años y de siglos…simplemente no volvieron.

Un bello hechizo
Con razón estoy en el desvarío ampliado. Sí, no más, ayer me di
cuenta de lo que pasó con Anita. La niñita mía que amo. Desde antes
que ella naciera. Porque la vi en los trazos del vientre de su madre,
Amatista. Y la empecé a cautivar desde el momento mismo en que
empezó a gozar y a reír. Ahí en el caballito de carrusel primario, íntimo.
Cuando, en el cuerpo de su madre, montaba y giraba. Ella, en esa
erudición que tienen los niños y las niñas antes de nacer; se erigió en
guía suprema. Yo, viéndola en ese ir y venir momentáneo, le dije que,
en este yo anciano taciturno, prosperaba la ilusión de verla cuando
naciera. O de arrebatarla a su madre, desde ahí. Desde ese cuerpo
hecho mujer primera. Y le dije, como susurrante sujeto, que todo
empezaría a nacer cuando ella lo hiciera. Y le seguí hablando aun
cuando escucharme no podía. Simplemente porque su madre, amiga,
mujer, se alejó del parquecito en donde estábamos. Y me quedé
mirando a Amatista madre, en poco tiempo concretada. Y la vi subir al
busecito escolar que ella tenía. Pintado de anaranjadas jirafas. Y de
verdes hojas nuevas. Y se alejó, en dirección a casa. Y yo la seguí con
mi mirada. Traspasando las líneas del tiempo y de los territorios. Sin
cesar me empinaba para dar rienda suelta a mi vehemente rechazo
por haberte alejado de mí. Niña bella. Niña mañanera.

Y, en el otro día siguiente. Ella, tu madre, volvió a estar donde nos
vimos ayer. Amatista madre. Como voladora alondra prístina, se sentó
en el mismo sitio. En ese pedacito de cielo que había solo para ella y
para ti. Y me miró. Como extrañada madre que iba a ser pronto. Y me
dijo, con sus palabras como volantines libertarios surcando el aire, qué
ella nunca me dejaría llevarte al lugar que he hecho para los dos.
Que, según ella madre, ese lugar tendría que albergar tres cuerpos.
Uno inmenso, el de ella. Otro, en originalidad absoluta y tierna, el tuyo.
Y, el mío, sería solo rinconcito desde el cual podría verlas regatear el
lenguaje. Elevándolo a más no poder. Casi, entre nubes ciegas,
umbrías. Y que, ella, tejería tus vestiditos azules, rojos, morados,
infinitos los colores. Y que, su mano, extendería hasta el más lejano
universo. Para que, siendo dos, me dijeran desde arriba que yo no
podría ser tu dueño. Ni nada. Solo vago recuerdo de cuerpo visto en la
calle. En el parque. Más nunca en el aire ensimismado.

Otra tarde hoy. Yo aquí. Esperándolas. Tú en el cuerpo de ella. Y las vi
acercarse, desde la distancia prófuga, Viniendo del barriecito amado
por las dos. El de las callecitas amplias. Benévolas. Desde esa casita
impregnada por el arrebato de las dos mujeres vivas. Transparentes.
Orgullosas de lo que son. Y, tú y ella, con los ojos puestos en una
negrura vorazmente bella. Amplia, dadivosa. Y las vi en el agua
hendidas. Como en baño sonoro, puro. Imborrable. Y agucé mis
sentidos. El olor fresco de sus cuerpos. Y el escuchar las risas y las
palabras que se decían las dos.

Hoy, en este sábado lento, estoy acá. Esperándolas como siempre. Y
veo que llegan mujeres otras. Con sus hijos y con sus hijas. Niños y
niñas nuevos y nuevas aquí. Pero, mi mirada, buscaba otros cuerpos.
El de Amatista y de Anita, como decidí llamarte. Buscándolas por todo
el espacio abierto. Sentí que no podía más con la nostalgia de no
verlas. Y me pesaban las piernas. Como hechas de plomo basto. Y,
mis ojos, horadando todo el territorio. Y miraba el aire que bramaba.
Como sujeto celoso. Como fuerza envolvente,

Pero no llegaron. Ni ella. Ni tu cuerpo en ella. Pasando que pasaban
las horas, todo estaba como hendido en la espesura de bosque
embrujado. Y me monté, con mi mirada, en los carritos pintados que
veía. Como siguiendo la huella de su cuerpo y el tuyo en el de ella.
Viajero sumiso. Con el vahído espeso de la tristeza, pegado en mí.
Viendo calles. Cerradas ahora, para cualquier asomo de alegría. Así
fuese pasajera, Y llegó la noche. Y, el frío con ella. Eché a caminar.
Llegué a la casita mía. Y las encontré. Dibujadas en la pared. Ella
riendo y tú también. Pero eran solo eso. Dos cuerpos hechos. Ahí. Sin
vida. Y, esa misma noche, decidí no vivir más. Y me maté con metal
brilloso. Y mis manos embadurnaron con mi sangre los cuerpos
dibujados por no sé quién.

Sueño Erosionador
Lo que siempre soñó, Verticalisimo Dueñas Hinestroza, se hizo
concreción. Desde que lo parió su mamá Emperatriz Reina Hinestroza
Gómez, se hizo a la idea de gobernar. En universo imbuido de seres
acostumbrados a verificar las herencias; por la vía de proclamar
vigente el ejército milenario de notarios del tiempo. Con esas aureolas
crecidas y expandidas, por la totalidad de los horizontes. En una
envergadura posesiva, Quedando en vuelo, solo las vivencias
cartujas. Como inmensidad de ideas rotas, por lo mismo que su papá
Lucio Xavier Dueñas Ugarte, ya había expelido todo el odio posible en
el entorno palaciego.

Casi siempre, de la mano con su hermanastra Coqueta María
Hinestroza, iniciaba el día, con una caminata por toda la vecindad.
Constituida por hombres y mujeres adultos y adultas. No había niños ni
niñas. Solo él. Una manifestación explosiva, cuando no entendía las
palabras dispuestas por ahí. Como meros ecos repetitivos al infinito. Y,
en ese mismo afán violento, los caminos se abrían en puros lodazales.
Ella, Coqueta María, asía su mano izquierda. Pretendiendo que no
volara al primer impacto de los vientos de abril y agosto. Porque, en
eso de haber soñado lo que en realidad es, Verticalisimo mostraba una
enjundia inusual. Casi como rapacidad venida desde el límite del
tiempo y de la Tierra. Se iba por las nubes gruesas, densas.
Exponiendo su mirada al pálpito del hidrógeno azuzado, prepotente.
Como si ya supiera, en ciernes, el poder guardado en su centro
rodeado de electrones y protones en fuerza devastadora.

Cada día iban, en sus paseos empalagosos, atesorando extravíos
punzantes. Reteniendo el aire. Cambiándolo de sitio. Inspirándolo en
pleno bullicio de correrías. Desafiando los caballos, en sus bríos y en
la apuesta de conquistar distancias infinitas. Cada día, un afán
superaba al otro. En una nomenclatura escrita con la tinta sangre
exprimida a los acorzados unicornios. Unas premisas decantadas, a
partir de codificar los seres. En sus huellas y en sus utopías.

Todo el verdor de los inmensos jardines expuestos al bello Sol, en el
día. Y, a la bella Luna, en las tardes-noches. El maltrato iba fluyendo. A
cada recodo, en paralelo, al camino primero; desojaban los cabellos
de las lindas y tempraneras galaxias doncellas. Casi como al galope
de los hierros hendidos en los cuerpecitos. Cada hiriente lance,
suponía imprimir su sello. Coqueta María, imponente, esclava
impotente, dirigía el espectáculo del día a día. Y empezaron los
sembradíos de cuerpos tiernos, desollados.

El paso del tiempo fue delineando los surtidores necesarios para
recorrer la historia, por parte de los cabríos sujetos del mismo corte.
Como ADN ya pensado desde que explotaron, en hecatombe, todos
los aderezos forjando miríadas de soles, encasillados en estiramientos
voraces de las galaxias. Fuerzas gravitacionales infinitas. En infinitos
universos expuestos en perspectivas. En las lógicas viajeras. Como
demostrando que, cada vida cabría en cada postura ígnea.

Y si, entonces, que Dueñas Hinestroza soñó en esa tarde-noche, que
gobernaría la historia, desde el mismo momento en que fue parido. Y
mamá Emperatriz Reina fue consciente de eso. Por lo mismo, en
consecuencia, arrulló a su hijito en cunita hecha de hierros calcinados.
Y de cuerpos celestes sin vida. Y, en el hidrógeno condensado, preso
en las coloquiales voces; desmirriadas acezantes. Con energía
espuria. Y, en ese crecer incesante, torcido. Contrario a las uniones,
los espasmos y las hecatombes, miradas millones de años luz, hacia
atrás.
Se hizo idólatra de sí mismo. El sesgo creciente, lo vivió imprecando a
su hermanastra esclava. En procesos sigilosos. O aspaventosos,
según fuese hora o momento. Y la poseyó en la misma franja entre
pasado y presente. En embelesado surco de ella. Hiriente, como el
que más. Y, de esa unión surgieron, otras galaxias minimizadas en
brillo y en cuerpos celestes válidos.

Una soñadera burlesca, lacerante. Impropia en lo que esto tiene de las
iridiscencias perdidas. En afanosos y estridente voces licuadas por el
viento enfermizo. Expandido por todo lo habido; por cuenta de este
mensajero procaz, vergonzoso.

Relato de un día
Cuando llegó, Hermelinda, no pronunció palabra. Sus dos maletas
empolvadas, bastaron para llenar el aire de una verdad traída por ella.
Estuvo por fuera mucho tiempo. Tanto que se le olvidaron las calles.
No solo en nomenclaturas habladas, sino en lo que corresponde al
significado: Como testigos del tiempo que ha ido pasando. Y que pasó,
aún sin ella. Su mirada no ha cambiado, en lo sustancial. Su pelo sigue
siendo tan negro como lo era desde niña. Lo único cambiado, lo hacía
cierto el teñido blanco-amarillo como huella de su tránsito por esta
carretera hecha de piedras y arena. Un vestido ceniciento. Como
mostrando la ambigüedad hecha persona en ella. Atinó a entender que
el piso desnivelaba el trasunto del entorno; cuando su primer paso hizo
trastabillar su erguida figura. Caminando que camina, se fue yendo.
Hacia la esquina olvidada. Y empezó el vuelo largo de su mirada; a
tratar de adivinar algún referente conocido, válido.

No más la vieron caminar, las niñas del Colegio Manjarrez, en fila
india, la miraron como si fuese esplendor náufrago. Con la sencillez
posible de encontrar, en este territorio que fue suyo. Y, las mujeres
niñas evidenciaron, en ella, su condición de mujer ya hecha. Pero que
fue niña como ellas. Y entornaron los ojos. En ese plenosol del
mediodía. Y siguieron, siguiendo huella las unas de las otras. Sin
perder el compás de la música perdida en ese sonido solo, como
soledad enunciada.

Al llegar al Parque de las Palmas, deshizo la prisa suya. Y se sentó en
la banquita única habida. Mirando siempre en derredor. Fijó sus ojazos
cafés en la puerta azulada de la casa de Los Acosta. Sabía eso porque
nunca olvidar podría lo que pasó esa noche en que tuvo que partir en
veloz andar. Vino, en plenitud, el recuerdo aciago. Volvió a ver el lazo
energúmeno, manejado por Toribio Acosta. Infringiendo azote agrio,
feroz. Su madre recibiéndolo como castigo a su condición de mujer
viva, viviente. Ajena a la gendarmería desparramada en esa casa. Y
en ese pueblo que languidecía todos los días. Y, volvió a ver, las
acechanzas de los hijos dell patrón. Verdugo hiriente. Y de su fuerza
aviesa sobre su cuerpo, apenas niña, Y recordó, la algarabía
ensordecedora de sus pares; lanzando al aire el grito de la
insolidaridad.

Volvió al camino. Transitando la ventidos. Hasta llegar a la alberca
comunitaria. Estando ahí esa lámina de agua verdeazulada. Refrescó
sus manos. Y, con ellas, su cara. Tan hermosa como el día que la vio
partir, presurosa, golpeada, sangrante. Y, también, mojó sus labios
gruesos; de carmesí absoluto. Bebiendo hasta que sintió la acritud. En
lo que sabor transfiere el agua empozada, quieta.
Desanudó sus zapatos que, en tiempos ha, fueron de verde fuerte,
sólido. Ahora transformados en mero cuero híbrido y de suelas
delgadas, casi rotas. Miró sus pies perfectos. Dedos rosados, pulidos,
largos. Supuso que era pertinente meterlos en la alberquita de todos y
todas. Para ello, izó su cuerpo. Y, con él, su pierna. Hasta casi
deshacer la costura vertical de su vestido. Que cabía en su cuerpo
exhibiendo las líneas perfectas de sus caderas y de sus glúteos.
Suspiró, en do mayor, cuando sintió el pulso tibio del agua. Hizo los
mismo con la otra pierna, acrecentando lo maravilloso de todo el
cuerpo erguido, convocante.

Ya, en este tiempo pasando, los muchachos del Liceo Arredondo;
estaban prestos para asediarla. Como sujetos presurosos,
maravillados, sedientos de ese cuerpo ígneo. E hicieron cerco, en
honor a la Bella Hermelinda. La Diosa. Ida del pueblo con heridas
punzantes. Y venida al pueblo en exhibición de monumental
iridiscencia. Estuvo con ellos, adjetivando lugares y cuerpos, con sus
palabras. Y llegó la noche, bella. Con esa Luna infinita prendida. Y
ascendieron hasta desaparecer, allá en el horizonte inmenso.
Buscando el Sol para alcanzar el fuego puro. Para lograr, Ella y Ellos,
azuzar, en él, el paso de la vida, aquí y ahora, hacia la vida que
viniendo venga.

La cautiva liberada
Andando el tiempo, entonces, recordé lo que fui en próximo pasado. Y
me volví a contar a mí mismo. Con palabras de los dos. Aquellas que
construíamos, viviendo la vida viva
Es como todo lo circunstancial. Cuando regresas ya se ha ido. Y lo
persigues. Le das alcance. Y lo interrogas. Al final te das cuenta que
fue solo eso. Por eso es que te defino, a ti, de manera diferente.
Como lo trascendente. Como lo que siempre, estando ahí, es lo
mismo. Pero, al mismo tiempo, es algo diferente. Más humano cada
día. Una renovación continúa. Pero no como simple contravía a la
repetición. Más bien porque cuenta con lo que somos, como
referente. Y, entonces, se redefine y se expresa, En el día a día. Pero,
también, en lo tendencial que se infiere. Como perspectiva a futuro.
Pero de futuro cierto. Pero, no por cierto, predecible. Más bien como
insumo mágico. Pero sin ser magia en sí. No embolatando la vida. Ni
portándola, en el cajón de doble tejido y doble fondo. Por el contrario,
rehaciéndola, cuando sentimos que declina. O, cuando la vemos
desvertebrada.

Siendo, como eres entonces, no ha lugar a regresar a cada rato.
Porque, si así lo hiciéramos, sería vivir con la memoria encajonada.
En el pasado. Memoria de lo que no entendimos. Memoria de lo que
es prerrequisito. Siendo, por lo mismo, memoria no ávida de
recordarse a sí misma. Por temor, tal vez, a encontrar la fisura que no
advertimos. Y, hallándola, reivindicarla como promesa a no
reconocerla. Como eso que, en veces, llamamos estoicismo burdo.
Y, ahí en esa piel de laberinto formal, anclaríamos. Sin cambiarla. Sin
deshacernos de lo que ya vivimos sin verlo. Por lo mismo que somos
una cosa hoy. Y otra, diferente, mañana. Pero en el mismo cuento de
ser tejido que no repite trenza. Que no repite aguja. Que se extiende a
infinita textura. Perdurando lo necesario. Muriendo cuando es propio.
Renaciendo ahí, en el mismo, pero distinto entorno.

Quien lo creyera, pues. Quién lo diría, sin oírse. Quien eres tú. Y quien
soy yo. Sino esa secuencia efímera y perenne. De corto vuelo y de
alzada con las alas, todas, desplegadas. Como cóndores milenarios.
Sucesivos eventos diversos. Sin repetir, siquiera, sueños; en lo que
estos tienen de magnetismo biológico. Que ha atrapado y atrapa lo
que se creía perdido. Volviéndolo escenario de la duermevela
enquistada.

Y, sigo diciéndolo así ahora, todo lo pasado ha pasado. Todo lo que
viene vendrá. Y todo lo tuyo estará ahí. En lo pasado, pasado. En lo
que viene y vendrá. En lo que se volverá afán; mas no necesidad
formal. Más bien, inminente presagio que será así sin serlo como
simple simpleza sí misma. Ni como mera luz refleja. Siendo necesaria,
más no obvia entrega.
Y siendo, como en verdad es, sin sentido de rutina. Ni nobiliario
momento. Ni, mucho menos, infeliz recuerdo de lo mal pasado, como
cosa mal habida; sino como encina de latente calor como blindaje.
Para qué hoy y siempre, lo que es espíritu vivo, es decir, lo tuyo;
permanezca. Siendo hoy, no mañana. Siendo mañana, por haber sido
hoy...y, así, hasta que yo sucumba. Pero, por lo tanto, hasta que tú
perdures. Siendo siempre hoy. Siendo, siempre mañana. Todo vivido.
Todo por vivir. Todo por morir y volver a nacer. En mí, no sé. Pero, de
seguro sí, en ti como luciérnaga adherida a la vida. Iluminándola en lo
que esto es posible. Es decir, en lo que tiene que ser. Sin ser, por
esto mismo, volver atrás por el mismo camino. Como si ya no lo
hubieras andado. Como si ya no lo hubieras conocido. Con sus
coordenadas precisas. Como vivencias que fueron. Y hoy no son. Y
que, habiendo sido hoy, no lo será mañana.

Y es ahí en donde quedo. Como en remolino envolvente. Porque no sé
si decirte que, al morir por verte, estoy en el énfasis no permitido, si
siempre he querido no verte atada, subsumida; repetida. Como quien
le llora a la noche por lo negra que es. Y no como quien ríe en la
noche, por todo lo que es. Incluido su color. Incluido sus brillosos
puntos titilantes. Como mensajes que vienen del universo ignoto. Por
allá perdido. O, por lo menos, no percibido aquí; ni por ti ni por mí.
Y sí que, entonces, siendo yo como lo que soy; advierto en tú lo que
serás como guía de quienes vendrán no sé qué día. Pero si sé que lo
harán, buscando tu faro. Aquí y allá. En el universo lejano. O en el
entorno que amamos.
Peregrinar
Y sí que me postulé para ser concejal. En este territorio mío que me
conoció desde que me crie Antes, cuando estudié en el bachillerato y
pregrado en sociología, no me llamaba, para nada, la atención, en lo
que coloquialmente llaman, la política. Contaba mi madre que,” cuando
era joven, conoció muchas amarguras ante los muertos y muertas en
ese cambalache de vida que nos tocó vivir. Rojos y azules. Para
nosotros esos eran los colores. No había otros”. Desde Santander y
Bolívar.” Por mi cuenta me di a la tarea de seguirle la puntica del hilo,
para aprender a discernir. En la escuelita y en el colegio, la historia
patria nos fue contada por sujetos que habían sido preparados para
esconder las verdades. No era culpa de ellos y ellas, es cierto. Pero a
fe que lo hacía muy bien. Lo que llaman al pie de la letra. Nos filtraban
verdades que no eran verdades. Que el Generalísimo Santander,
llevaba las riendas para hacer las leyes. Que Simón Bolívar fue un
héroe absoluto y que merecía todos los oropeles que pudiese cargar.
Según nuestros maestros y nuestras maestras, Policarpa Salavarrieta
no fue heroína. Casi que dicen que era un insumo más. Que lo suyo
era pura logística. En general, las mujeres, solo eran personas de
segunda categoría. Y así lo plasmaron en esa hediondez de texto de
historia. De Henao y Arrubla O el Catecismo del Padre Astete. Toda
una aureola perversa para reafirmar al catolicismo como religión oficial.

Mi papá Egnosodin me enseñó, desde muy temprano, a cantar el
tango se Agustín Magaldi “Dios te Salve mi Hijo”. Yo lo entonaba en la
escuelita cuando estaba cursando tercero de primaria. Mi papá había
nacido en el municipio de El Bagre en Antioquia. Estuvo, desde muy
niño, trabajando para un señor de nombre Arturo Borrero. En eso que
llaman oficios varios. Incluido el de vigilar su casa, situada en el
perímetro urbano. Se casaron, mi mamá y él, cuando ambos tenían
dieciséis años. Después de soportar el asedio del papá de mi mamá,
por cuanto Egnosodin preñó a Nicolasa. Había sucedido, entre los
dos, una relación de pura pasión; muy bella por cierto, por lo que supe.
Yo nací, como consecuencia de esa preñez. Después de mucho
tiempo, cuando yo tenía diez años, empecé a vibrar con lo que me
iban contando los otros niños. Uno de mis amigos, de nombre Rolando
Vaca, me contó, en uno de esos días que uno dice, puede pasar como
anodinos, que su mamá y su papá habían sido muertos tres años
atrás. Sucedió que un grupo de hombres armados, habían sitiado la
casita en la finca. Los hicieron salir. Y, en el plenosol de junio los
fusilaron contra la pared. Rolando quedó solo. Después de un mes de
estar andando por ahí, sin rumbo, fue acogido por la familia Amazará,
compuesta por don Eliseo, doña Belarmina y el hijo de estos, de
nombre Aureliano.

Entre tanto, conforme iban pasando los días, meses y años, me fui
enterando de otras tropelías ejercidas contra casi todas las familias.
Los agresores se hacían llamar “Ejército Anti Comunista del Nordeste”.
Mi familia y yo tuvimos que abandonar el territorio que tanto
amábamos. La situación se tornó muy agria. Dejamos todo. Mi papá
solo tenía cuatro mil pesos producto de la venta de varias
herramientas para la agricultura que le habían sido cedidas por don
Arturo Borrero, como pago por sus servicios.

Llegamos el cuatro de agosto de 1975, al municipio de Yarumal. Allí
estuvimos, durante varios meses, en casa de la familia Monsalve. Don
Héctor, el jefe de familia, como se decía antes, había conocido a un
primo de mamá Nicolasa, cuando estuvieron trabajando juntos en el
municipio de Turbo. Nos hicimos, pues, a un cuartico y podíamos
transitar por toda la casa y la finquita en la cual don Héctor y su familia
tenía seis vaquitas lecheras.

Un día cualquiera, martes por más señas, llegó a la casa un señor de
nombre Ruperto Balasanián. Era tío de doña Georgina, la esposa de
don Héctor. Hablaron por mucho tiempo los tres mayores. Nunca he
podido saber el tema. Lo cierto es que mi papá viajó con don
Balasanián con rumbo desconocido. Mi mamá y yo quedamos con la
señora Georgina. Se consolidó, con el paso de los años, una amistad
muy bonita. La señora Georgina tampoco supo lo que pasó. Y, don
Héctor, siguió sus labores; a pesar de sentirse muy preocupado. Esto
lo leía en sus ojos.

Hoy, en este tiempo que sigue siendo muy amargo para todos y todas,
recuerdo como me hice sociólogo. Para mí es importante este hecho,
ya que me posicioné muy bien en Medellín y Yarumal. Me separé de
mi familia putativa y de mi mamá, para desplazarme a Medellín. Allí
vivía un cuñado de doña Georgina. Ella me relacionó con don Euclides
y con su esposa, doña Lorencita. Empecé mi bachillerato en el Liceo
Marco Fidel Suárez. Los fines de semana le ayudaban a don Euclides
en la cobranza de créditos. Tenía, él, un negocito de mercancías
ofrecidas en el comercio casa a casa. Vendía con el 5% de cuota
inicial. Lo de más en pagos semanales.

Terminé el bachillerato e inicié la carrera en la Universidad Pontificia
Bolivariana de Medellín. A pesar de ser una universidad privada, me
gané una beca concedida en cesión. Don Romualdo Espinosa,
hermano de la mamá de doña Lorencita. Algo así como entender que
este señor Romualdo era sacristán en la Iglesia Divina Providencia, en
el municipio de Abejorral, en Antioquia. El párroco de dicha iglesia
conoció de mi vocación por la solidaridad con los y las demás. Tramitó
la beca con el excelentímo señor rector.

Durante toda la campaña proselitista, tuve muchos inconvenientes Dos
fundamentalmente. Las querellas insinuadas por los otros candidatos.
Y, la falta de dinero y padrinos políticos. Yo veía como se compraban
votos. Y como le hablaban de mí a los sufragantes. Diciéndoles que yo
era un subversivo. Todo como consecuencia de mi liderazgo en
diferentes obras sociales en Medellín y en Yarumal.
Conocí, en el entretanto, a varios sacerdotes animadores de la opción
política de Camilo Torres Restrepo. También, más de cerca, a Vicente
Mejía, quien trabajaba con las personas que se ganaban la vida con el
reciclaje en el basurero de Moravia. Tenía su asiento, en el barrio
Caribe. El día de las elecciones fue, para mí, un día de mucha
congoja. El sábado anterior, mi mamá y yo, recibimos la noticia de la
muerte violenta de mi papá, en el municipio de Liborina. Tal parece que
se trató de una riña callejera. A Egnosodin le habían robado el plante
del negocio de venta de frutas. El ejercía como intermediario. Quienes
lo mataron, lo esperaron en la noche, cuando iba a la casita que había
alquilado. Todo por cuenta del hecho que mi papá los había
denunciado.
Fui elegido como concejal. De una lista promovida por Don Rosendo
Natagaima, liberal que se había hecho militante del MRL, liderado por
Alfonso López Michelsen. Empecé mi nuevo trabajo, con la pasión que
siempre me ha distinguido para enfrentar retos y superarlos.

Este día, estando en la puerta de la alcaldía de Yarumal, departiendo
con ex compañeros del Liceo, se nos acercó un hombre, con la ruana
terciada, de tal manera que le tapaba la mitad de su cara; sacó su
revólver y nos atacó a todos. Así, terminó mi vida. Mi última memoria
fue para mí mamá Nicolasa y para doña Georgina.

Moviola
Un lugar para amar en silencio. Ha sido lo más deseado, desde que se
hizo referente como persona ajena, a los otros y las otras. En ese
mundo de algarabía. En este territorio de infinito abandono, con
respecto a la esperanza. Y a la vida, en lo que esto supone crecer. De
ir yendo en procura de las ilusiones. Un deambular casi sin límites.
Como expósito itinerario. En veces de regreso al pasado. En otras,
asumiendo el presente. Y, otras, con la mira puesta hacia allá. Como
rodeando los cuerpos habidos, arropándolos con el manto que cubrió
el primer frío.

Y sí que, Luis Ignacio, fue decantando cada una de sus ideas. Como
cosas que vuelan. Que volaron desde que la humanidad empezó el
camino. En el proceso de transformación. Todo en un escenario sin
convicciones sinceras. Más bien, como en alusión a lo perdido desde
antes de haber nacido. Y Luisito, como siempre lo llamó su madre,
estuvo en la situación de invidente. Nacido así. En la obscuridad tan
íntima. Se fue imaginando el mundo. Y las cosas en él. Y el perfil de
los acompañantes y las acompañantes. Cercanas (os). Y se imaginó
los horizontes. Las fronteras. Los territorios. Todo, en el contexto de lo
societario. Y se encumbró en el aire. Y en las montañas insondables. Y
las aguas de mares y ríos. Aprendió a llorar. Y a reír. Editando cada
uno de los momentos, en sucesión.

Al mes de haber nacido, se dio cuenta de su condición de sujeto sin
ver. Todo porque su madre lo supo antes que él. La intuición de todas
las madres. Que Luisito la miraba sin verla. Y se dedicó a enseñarle
como se tratan los momentos, sin verlos. Como se hace nexo con la
vida de los otros y las otras. Aprendió, de su mano, a ver volar los
volantines de sus pares infantes. A seguir la huella de los carritos de
madera. De los trencitos hechos con el metal que ya existía antes de él
y de ella. Siguió, con sus ojos tristes, velados, el camino que llevaba a
la ciudad centro. A mirar el barrio. Y la casa suya. Y fueron creciendo
en la pulsión que significa asumir retos y resolverlos.

Se acostumbró a sentir y palpar las violencias. Las cercanas. Y las de
más lejos. El hilo conductor de las palabras de Eloísa Valverde,
despejaban dudas. Y, en la escuelita, emprendió la lucha por alcanzar
el conocimiento trascedente. A medir la Luna. A imaginar su luz
refleja. A dirigirse, en coordenadas, al Sol. A entender el régimen de la
física que estudia los planetas todos. Allí conoció a su Sonia. La
amiguita volantona. Amable, radiante. De ojos como los suyos.
Negros, inescrutables. Vivos en el silencio de la noche constante. Y
aprendió a hablar con ella de todo lo habido. De los rigores del clima.
De la exuberante naturaleza amenazada. De la química del universo. Y
de los códigos ocultos de las matemáticas infinitas. Y del significado de
las voces agrias. Atropelladas, envolventes. Ácidas, disolventes. Pero,
al mismo tiempo, las voces de los sueños. De la ilusión. De la vida
compartida. En la bondad e iridiscencia. Y, juntos, vieron los colores
mágicos del arco iris. Enhebrando cada instante. Soplando el azul
maravilloso. Y succionando el amarillo cándido. Y vertiendo al mar los
tonos del verde insinuado. Y, avivando el rojo magnífico.

Y aprendieron a conocer sus cuerpos. Con las manos. De aquí y de
allá. En un obsequiarse, en el día a día. Palpando sus cabezas. Y sus
caras. Y sus vientres. Y sus piernas. Todo cuerpo elongado por toda la
inmensidad de los decires. Y caminaban camino al Parque. Manos
entrelazadas. Risas volando a lo inmenso del firmamento cercano. Y
hablaban, en la banquita de siempre. Y lloraban de alegría, cuando
escuchaban y veían el ruido de los niños y las niñas jugando. Siempre,
ella y él, asumiendo el rol de la gallina ciega estridente. Sabia.
Corriendo. Tratando de superar, en velocidad, al sonido y a la luz, su
luz suya y de nadie más.

Fueron creciendo, envueltos en la magnificencia de los árboles.
Entendiendo cada hecho. Fino o grueso. O, simplemente, atado al
estar lúcido. Y corrieron, siempre, detrás del viento. Hasta superarlo.
Y sus palabras, orientaban el quehacer del barrio. De sus gentes
amigas. Y, cada día, se contaban los sueños habidos en la noche
dentro de su noche profunda. Y nunca sintieron distanciamientos. Ella
y Él, con sus secretos y sus verdades. Escritas en las paredes de cada
cuadra. Dibujos de pulcritud. Las aves. Y los elefantes expandidos. De
la María Palitos, en cada hoja. De los leones anhelantes. De las cebras
rotuladas en blanco y negro. Sus colores ciertos. Posibles.

Le dieron la vuelta al mundo. Desde el África milenaria. Con todos los
negros y las negras, en lo suyo. Con las praderas y los lagos
incomparables. Con el sufrimiento originado en el arrasamiento de sus
culturas y de sus vidas. Por la caterva de bandidos armados,
pretendiendo erosionar sus vidas. Y, ella y él, se aventuraron por los
caminos a la libertad. Y soñaron con Mandela. Y con Patricio
Lumumba. Y con el traidor Idi Amín. Y recorrieron Asia, en toda la
profundidad de saberes. De rituales. De razas. De la China
inconmensurable. Del Japón en la quietud dinámica de sus valores. Y
vieron a las gentes derretidas en el pavoroso fuego expandido a partir
de la explosión nuclear. Jugaron, en simultánea, con los niños y las
niñas, en Nagasaki Hiroshima arrasadas, Entendieron la dialéctica
simple de Gandhi. Y sufrieron los rigores en Vietnam, cuando el
Imperio pretendió aniquilar a sus gentes. Sintieron el calor destructor
del Napalm. Y entraron a los túneles en los arrozales. Y Vieron, en
ciernes a Australia y todo lo no conocido antes. Y volaron sobre los
glaciales atormentados, amenazados de muerte. Y estuvieron en
Europa. Con todas las contradicciones puestas. Desde la ambición de
los colonizadores. Su entendido de vida. Como esclavistas. Pero, al
mismo tiempo, conocieron a sus pueblos y de sus afugias. Y
recorrieron a nuestra América. Sabiendo descifrar los contenidos de
sus divisiones territoriales. Sobre todo, la más profunda. Norte Y Sur.
En esa fracturación aciaga.

Y sí que, Luisito y la Sonia suya, crecieron sintiéndose a cada paso. Y
el barrio. Su barrio, se fue perdiendo. Lo sintieron en la decadencia.
Cuando sus vivencias y las de su gente, fueron arrinconadas,
asfixiadas. Y murieron sus padres y sus madres. Y se sintieron en
soledad profunda. Pero, aprendieron a hacer los cortes y las ediciones
de vida. Su vida. Y, en su noche constante y profunda, se fueron
acicalando. Aún, ya, en su vejez. Cuando todos y todas olvidaron a
Sonia y a su Luisito. Y, ella y él, siguieron viviendo su vida.
Descubriendo, cada día, las maravillas y las hecatombes en el infinito
universo. En esa brillante noche. Iridiscente. Hecha con su imaginación
y sus ilusiones.

Una mirada desde la vida, ante sujeto muerto
Yo supe de la muerte de este señor, hace media hora. Un niño, vecino,
me relató que, viniendo de la escuela, vio el cuerpo de un hombre
tirado. Ahí en la acera de la casa de don Virgilio Pomares. “Me asusté
mucho, don Ubaldino”, me dijo el chico. Y yo, como imbuido de esos
deseos locos de celebrar lo macabro; me desplacé enseguida. Y, como
ya creo que lo dije, lo vi ahí. Una profunda herida en el cuello. Esa
sangre seca, que le corría por la espalda y por el tórax. Ese charco,
inmenso, que más parecía apiladura de costras; que esa espesura
fluida que es a los mamíferos, combustible continuo que va y viene,
como surtidor de vida.

Y, en el camino, me encontré con Diógenes Arboleda, el novio de mi
hermana. No más al mirarlo y saludarlo, me dio por recordar el día ese
de la fiestecita, cuando celebramos la, boda. Qué lujo de orquesta. Y
qué música, tan bacana. El novio bailando “patacón pisao”, siguiéndole
el paso a la novia. Y es que, Dorita, sí que sabe de eso. De bailar.
Desde pequeñita. Todavía le recuerdo, cuando celebramos su bautizo;
bailando “Anacaona”.

Y sigo allí. Como ensimismado. Mirando esa cabeza, yerta. Con un
cabello que, aunque empezaba a opacarse, exhibe unas sortijas
bellísimas. Un negro `profundo, brusca y tierno al mismo tiempo. Y, sin
saber porque, vino a mi recuerdo el día en que conocí a Andrea
Benjumea. Tal vez, porque el cabello de ella era tan esplendoroso
como el de éste cuerpo que está ahí tirado. Que fue vejado, inclusive.
Porque, se me olvidaba precisar, que sus uñas estaban arrancadas.
Tanto las manos como en los pies. Y, sus pestañas, también había sido
arrancadas. Así, esos hermosos ojos, se mostraban a la intemperie;
como queriendo volver a mirar la vida.

Cuando yo conocí a Adrián, tuve la sensación de estar enfrente de
alguien que, al vuelo, induce a reflexionar. Con una mirada, ya desde
tan niño, torva. Una boca, con rictus de ofensa para quien quisiera
mirarlo. Unas manos, excesivamente livianas. Delgadas. Como las de
experto cirujano, ávidas de bisturí. Todo él navegando entre lo brutal y
lo insípido. Como queriendo ufanarse de la lectura a la que convocaba.

Yo diría que, en lo inmediato visceral, remontaba a los orígenes de la
estructura freudiana de la vida. De las pulsiones; de las pasiones y los
impulsos. Como sujeto condensado, repleto de potencia latente. Algo
parecido a lo que se ha dado en llamar “Caja de Pandora”. Creo que,
en lo más recóndito de su bella reflexión acerca de la psiquis, Freud
analizaría el cuadro de Adrián, como tratando de escudriñar: Como si
se diera cuenta de que ahí, en esa cabeza sesuda, podrían
encontrarse las respuestas a sus interrogantes máximos. Como en la
intención de descifrar los mensajes que, estando ahí, no son todavía
realidad.
Pedro Cancelado, estuvo a mi lado. Durante esa dos largas horas en
que miré el cadáver de este señor mío. Que nunca antes había visto.
Que, a lo mejor, nadie había visto; por lo menos vivo. “Es como si
hubiera sufrido mucho antes de morir”, me dijo Pedro. Y yo dije sí, con
un movimiento de cabeza. En esa heredad que ha estado siempre.
Como diciendo a todo que sí. Por mero reflejo corporal. “En este
cuerpo, si veo plena la muerte sin convicción”, recababa el Pedro
Cancelado. Y, yo, absorto. Volviendo a la afirmación como cabeceo
inmediato.

Esa misma noche, encerrado en mi cuarto, retome el hilo conductor de
mi análisis. Y seguía apuntando a que Adrián, fue el asesino. El
propiciador de todo ese sufrimiento reflejado en ese cuerpo ya inerte.

No dormí en toda la noche, incluida la madrugada. Seguí viendo ese
cuerpo trozado. Y, con un grito mudo, recordé que ese cuerpo si lo
había visto antes. El de ese joven que me encontré el martes pasado,
yendo para Palermo.

Casi a las seis de la mañana. Cuando todavía estaba despierto, sentí
unos leves golpecitos en la puerta del cuarto. Cuando abrí, me
encontró de frente con esos ojos que parecían rasurados. Con esos
cortes transversales, invitándome al olvido de lo que había visto. “…no
vaya a ser que a usted también lo maten y le quemen las manos y las
piernas con el mismo carbón encendido que en mi aplicaron los tres
hombres, uno de ellos don Diógenes. Que llegaron antier a mi casa,
me llevaron y me mataron sin yo saber nada de lo que me endilgaban.
Entre otras cosas, que yo violé a su hermana, de usted, don
Ubaldino…”

Canto al vuelo. La larga espera. Mi muerte en ello
Ella se fue un sábado. Mientras yo enhebraba mis ideas. Llevábamos
una vida de pareja al vuelo. Como consumiendo los momentos, sin
que eso implicara llevar vocería a los otros y a las otras. Metidos en la
reflexión, en veces, impertinente. Todo como tirado al vacío. Llevando
las ilusiones al límite. Forzándola a que, ellas, significaran lo
inapropiado punzante. Hoy, recuerdo cuando nos conocimos. En el
parquecito del barrio. Ella saliendo de la iglesia. Yo, jugando ahí en la
callecita benévola. Pateaba el balón y, luego, lo recibía en mi pecho.
Todo un espectáculo. Yo lo sabía. Y, henchido de emoción, recibía
aplausos de quienes jugaban conmigo todos los días, desde temprano
en la mañana. Marielita me miró. E hizo, con sus manos algo así como
la emisión de mensaje voluptuoso. Muy linda. Siempre caminaba del
brazo de su mamá. Después supe que era ella... Conocí de sus pasos,
uno por uno. Nos comunicábamos en ese lenguaje de los infantes.
Aprendido, casi desde la cuna. Vestidito color verde, alto. Más allá de
las rodillas. Y un cabello sedoso, convocante. Sus ojos adornaban la
mirada. Como fugaz rayito de luna bella.

Cualquier día nos encontramos. Allí mismo. Pero, ella, no salía de
misa. Iba con su mamá. Se detuvieron a ver mis malabares con la
pelotica de jugar fútbol. Y, yo, en énfasis de vida rutinaria ampliada. Me
complacía en lo más profundo de mi ego. Aplaudieron mis piruetas. Se
fueron. Quedé absorto. Con una miradera infinita. Perdida en el vuelo
de su caminar. Quise llamarla; pero pudo más la invitación a jugar el
picaito de todos los días.

Cuando conversamos por primera vez, supe de su coloquio y la
manera de acompañar las palabras, con juego de manos. En una
expresión que acompasaba palabra y acción. De profundo
conocimiento de lo habido en el barrio. Y en la escuelita. Y en su
relación vital con sus amigas. Su mirada se tornaba mensajera.
Entonces se juntaban palabras, voces y miradas. Todo un contexto
convocante. Casi de hechicera benévola. Supe el nombre de su
mamá. También, que su papá trabajaba lejos de la ciudad y que solo
podía venir una vez al mes. Y me contó de sus hermanos Roberto y
Robespierre. Y, además, que su mamá Torcoroma tenía treinta y cinco
años. Y que atendía con mucho esmero las tareas que aplicaban en la
escuelita. Que, ella, había nacido en Pereira. Que habían llegado a
Medellín, siendo Marielita una niña de tres añitos.
Nos veíamos casi a diario. Ella, avanzando en su escolaridad. Terminó
su educación primaria. Y el bachillerato. Ahora cursa arquitectura en la
Universidad Nacional, Sede Medellín. Y, yo, seguía en esa expresión
inhóspita para estudiar. Trabajaba en el tallercito de mecánica en las
afueras del barrio. Don Leonel, su dueño, me quería mucho. Y me fue
enseñando el arte de la electricidad automotriz. Los sábados trabajaba
hasta el mediodía. Visitaba a “cachetes”, como yo la llamaba
coloquialmente. No éramos novio y novia oficiales. Pero si lo
parecíamos. Conversábamos casi toda la tarde. Palabras van,
palabras vienen. Todo esto fue tejiendo un entendido de vida
envolvente, preciosa. Me contaba de sus experiencias en la
universidad. Y me hablaba de lo societario. Con una vehemencia
absoluta. De los campesinos, campesinas. De los niños y las niñas. De
la educación que se imparte; soportada en modelos autoritarios.
Amplias descripciones iluminadas con el don de su palabra.

Mamá Torcoroma me fue cogiendo mucho cariño. A veces
compartíamos palabra Marielita, mamá Torcoroma y yo. Gozaba,
mamá, con mis ocurrencias de vida. Reía cuando le contaba acerca de
coger grillos y escarabajos para asustar a mi hermanita Juliana. Y
que, ella, lloraba y le ponía quejas a mi mamá Esperanza. O cuando
les contaba que iba a laguito del bosque con frascos para recoger
pececitos de colores y que le decía a Julianita que yo los había
pintado. En fin, que gozábamos ellas y yo.

Un sábado, estando yo en la visita acostumbrada, llegó papá
Gregorio. No me conocía hasta ese día. Trajo naranjas, mangos,
papayas, piñas y bananos y dos gallinas grandes. Parece que no le caí
muy bien. Mera percepción mía, cuando me miró al entrar. Sin
embargo, Marielita yo seguimos conversando. Cuando me despedí, ya
papá Gregorio la había llamado dos veces, desde su cuarto. Supe,
después, que estuvo indagando por mí. Que quien era. Que donde
vivía. Y que si estudiaba en la universidad, Cuando mamá Torcoroma
le dijo que yo trabaja en un taller de mecánica, preguntó si yo era
huérfano de papá. Porque solo los huérfanos salen a trabajar tan
jóvenes. En fin que no quedó muy satisfecho con nuestra relación.
Afortunadamente se fue al lunes siguiente.

Robespierre y Roberto eran mayores que Marielita. Los dos
estudiaban en la Universidad de Antioquia, ingeniería química. Ya
estaban por terminar. Muy amables conmigo. Tanto así que, en veces,
nos reuníamos mamá Torcoroma, Marielita, ellos dos y yo.
Hablábamos de todo lo habido y por haber. La palabra de “cachetes”
era la más pulida. Transmitía mensajes de conocimiento profundo. Sus
dos hermanos hablaban poco. Pero, cuando lo hacían, demostraban
que sabían menos que ella, acerca de los hechos sociales,
económicos y políticos del país. Inclusive, tuve el pálpito en el sentido
de su displicencia en esos temas.

Cierto día, cuando iba para el taller de don Leonel, observé muchas
personas, agrupadas justo en la puerta de la casa de “cachetes”. Me
causó mucha inquietud esto. Me detuve. Como cuando uno quiere
indagar, más allá de lo visto. Noté a mamá Torcoroma muy ansiosa y
como absorta. La saludé. Me dijo, no te vayas mijito que tengo algo
que contarte. Cuando se fueron las otras personas, me hizo entrar
hasta la sala. Allí me contó que Marielita no había llegado a casa en la
noche. Una llamada de un compañero de “cachetes” la había alertado
en la madrugada y le había informado que Marielita estaba detenida en
la Estación Norte de la Policía. Que, justo después de un mitin que
realizaban en el centro de la ciudad, la retuvieron. Fue golpeada en la
cabeza. Ya estaban informadas las Directivas de la universidad.
Estaban tratando apelar por ella, ante el comandante Jiménez. Salí de
la casa y seguí mi camino hasta el taller. Hablé con don Leonel y le
pedí permiso para ausentarme. No le dije el motivo. Pero él accedió de
inmediato.

Cuando llegué a la Estación de Policía, eran casi las nueve de la
mañana. Allí estaban Roberto y Robespierre. No habían podido hablar
con “cachetes”. Pero lograron que le hicieran llegar el desayuno y una
muda de ropa. Estuvimos como hasta las tres de la tarde, pero no
pudimos hablar con ella. A duras penas, nos informaron “está
incomunicada Ni siquiera el abogado dispuesto por la universidad
puede hablar con ella.”
Ya es otro día. “cachetes” lleva ya cuatro días en detención que llama
“preventiva”, mientras cursa la investigación. Papá Olegario llegó el
miércoles. Se puso muy mal. Lloraba por su hija. Tampoco él pudo
verla, ni hablar con ella.

Pues sí que, yo, seguí con mi trabajo en el taller. En veces, don
Leonel, me concedía permiso para salir un poco más temprano. En
este tiempo iba hasta la casa de “cachetes” y hasta la Estación de
Policía. Pero nada de nada. Marielita seguía detenida. El jueves en la
tarde, le notificaron a Robespierre y a Roberto, que” cachetes” sería
trasladada a la cárcel “El Buen Pastor”. En juicio sumario el Juez
militar había dispuesto que debía ser condenada por lo que llaman
“rebelión”. Nada pudo hacer el abogado designado por la universidad.
Ni los ruegos de mamá Torcoroma y papá Olegario.

Han pasado ya cuarenta días, desde que fue encarcelada Marielita. He
podido hablar con ella dos domingos. Entrevista breve, porque así
estaba dispuesto por la autoridad carcelaria. Mamá Torcoroma y papá
Olegario, la han visitado también. El viernes pasado, papá Olegario
tuvo que viajar a lo de su trabajo. Ya no le concedían más permiso.
Casi a diario hablo con Robespierre y Roberto. Están muy
compungidos. Inclusive llevan casi quince días sin asistir a la
universidad. Se la pasan hablando con diferentes personas. Con los
compañeros de estudio de “cachetes”; con la Dirección de la
universidad; con la Defensoría del Pueblo, delegada para Medellín.

Un veinticuatro de Julio, cuando Marielita llevaba dos años de
detención, su familia fue notificada de la fuga de “cachetes”. Un
comando armado arremetió contra la edificación de la cárcel…”se fue
con ellos”, decía el parte. En verdad no lo creímos. Por lo menos, en
términos de fuga. Mucho menos de esa manera. El talante de
Marielita no era ese. Defendía sus ideas de manera vehemente.
Asistía a mítines y movilizaciones. Pero hasta ahí. Todo, en ella, era
muy transparente. Nunca, esto, podía asociase con actuaciones
armadas ni nada por el estilo.

Tres días después, recibimos la notificación, en el sentido de haber
encontrado el cuerpo de “cachetes”, en la carretera a las Palmas. Ya
se había efectuado la cotejación respectiva. Era ella, no había pierde.

Treinta días después de haber encontrado a Marielita asesinada, fui
hasta su casa. Por más que golpee la puerta, nadie salió. Los vecinos
y las vecinas cercanos dicen no saber nada. Ni haber escuchado nada.
Al forzar la puerta, nos encontramos con una casa desocupada. Todo
había sido revuelto. Había manchas de sangre por todas las paredes y
el piso.

Hoy cumplo Cuarenta y dos años. Llevo mucho tiempo indagando lo
que pudo haber pasado. No se ha encontrado ningún rastro. Las
palabras y las voces en el barrio se acallaron desde el día en que
encontramos la casa sola. He estado tan solo. Y tan angustiado, todo
este tiempo; que ni siquiera he accedido a comentar algo con mi
familia. Lo cierto es que estoy aquí, de cuerpo. Pero mi espíritu hace
mucho tempo voló en búsqueda imaginaria de “cachetes” y de toda su
familia, que sigue siendo la mía. Pensando y diciendo esto, cualquier
día dejé de vivir. Tal vez para encontrar el camino que me lleve,
adonde están. Una recordación última, de ella, cuando la soñé mía sin
conocerla. Recordación que evoco y que aspiro a reconstruirla en ese
otro hecho mío de ensoñación cimera.
Conversando con Marielita
En despertar de un día cualquiera. En consentimiento de los dos, se
hizo icono lo que antes era solo falso conserje. Le dimos el nombre de
lógica, en conexión con lo que entendíamos desde antes de ser uno,
siendo dos. Y volamos, en vuelo ajeno, a los palacios de reyes
eternos, no vencidos por la historia guerrera libertaria. Nos hicimos,
pues, escoltas de lo que pasó, en ciernes. Como homenaje a África
profunda, absoluta. Y resultaron ser reyes proselitistas, en la nueva era
de lo que somos hoy. E hicimos voz bipartita, como convocatoria a las
voces todas, imaginadas. Nos fuimos yendo en lo pendenciero. Por la
vía de no promover libertadores melifluos. Asumimos la brega hecha
protesta libertaria. Pero, quien creyera, llevando por dentro los
traidores a la manera de Caballo de Troya. Y vimos a Idi Amín pútrido,
torcido sujeto. Y volamos, de nuevo, a ese Congo distanciado, liberado
de la Bélgica presuntuosa, engañadora como supuesta madre patria.
Localizamos la potente Biafra, en separarada ya, de no sabemos qué.
Pero, sabiendo que estaba languideciendo. Con sus hijos e hijas
negras devoradas por la miseria. Hambruna hecha potencia. Con los
déspotas hiriendo el camino y los cuerpos. A todos los lugares yendo
y viniendo. Se fue perdiendo en el agobio potenciado. Todos y todas
en la negrura, color bello. Les fueron hendiendo las lanzas como a
corazón abierto.

Esa, la mujer mía, negra de conocimiento grato. De potente palabra
convocante. Como presagiando, con su voz, lo que vendría. Por los
valles. Reconfortando los ríos. Haciendo de las expediciones tumultos
volcados. A lo que resultar pudiese. Metida en la oración andante.
Contando las cosas con buen dedal y enhebramiento. Y, todos y todas,
creímos ver, en ella, la libertad creciente. Convergiendo en los
continentes todos. Un de aquí para allá irreverente. Viendo lo
autoritario como escuálido cuerpo qué lugar no tendría. Y, en esos
esbozos, su vocinglería iconoclasta, fue surtiendo de palabras el
lenguaje. Precisas, perspicaces, hirientes de ser necesario. Pero,
sobre todo, elocuente mimosa ampliada. Para nombrar a los niños y a
las niñas. Diciéndoles de lo que vendría. De tal manera que fungieran
como surtidores ampulosos en lo sereno que debería ser. En
nervadura evidenciada desde el comienzo. Desde que, las mujeres,
aprendieron a ser madres. Originados los seres vivientes, en el clamor
por el sexo dúctil. Tierno, explosivo, herético.

Pero, en los tumbos dando, yo la seguí en primera pieza y primeros
pasos. Tratando de alcanzar su vida. Y untarme en ella. Para ser negro
del tiempo mozo, libertario. Y, ella, como si nada andando. En veloz
carrera. Para alcanzar la estrella habida. Y supuso que volar tendría. Y
se apropió de las alas de Pegaso, negro también, como ella. Viajaron
juntos. Ella y Él. Hasta el abierto espacio de universo dado. Como
prolongación de infinito estímulo.

Yo, viendo lo que pude ver, me fui haciendo enano, impotente sujeto
de mediodía apenas. El día siendo él y ella. Y juntaron alas mucho
más grandes. Habidas en contienda ligera con las aves lentas y
presurosas. Haciendo de cada estar, huella imborrable ahora y
siempre. Unieron sus cuerpos en negritud los dos. Unieron la
hermosura de la Vía Láctea, con su hechura de planetas dependientes
de su vuelo; con las galaxias todas. Y se hizo un universo de amplitud
prolongada. No perecedero. Por lo mismo que la Negra fue creciendo.
Ya volando sin el alado sujeto equino que fue suyo. Solo ella y sus
alas. Y, las aves todas, viéndola en esa plenitud de vida, le cedieron
también las suyas.

Lo mío, es hoy, no otra cosa que cazador de albedrío teñido, hecho.
Buscándola en esta mí libertad sin ella. He roto cadenas antiguas y
modernas. En ese ejercicio narrado. La he buscado en el entorno de
todos los soles. De las lunas manifiestas, como silentes niñas que
arroparme quisieron. Para mitigar la soledad cantada. O silente como
la que más habida. Andando yo, sin las alas, robadas por ella. Por la
Negra inmensa. Supe que creó otros mundos. No a su imagen y
semejanza, Más bien como iconos sueltos. Rondando, por ahí.
Aduciendo que son libres. Pero reclamando de la Negra Vida, su
presencia. Para ser conducidos a la explosión toda. Como suponiendo,
o murmurando, que despertarán en nuevo Bing Bang, más pleno y
expansivo que el de otrora hecho.
Y sí que, en esas andando. Como esperándola en la esquina de la
galaxia nuestra, Tal vez añorando verla pasar algún día. Y que, me
preste sus alas. Par ir volando hasta Asia pujante. Y volviendo a ver a
nuestra África recién naciente. Descubriendo la pulsión de la Australia
inmensa y gratificante, Surcando a la América toda. Y, proponiéndole a
la Europa íngrima que se una a nosotros y a nosotras para levantar la
vida, en plenitud potente, deseada.

La conocí en el universo habido. Siendo ella mujer de libertad primera.
En esa exuberancia que me tuvo perplejo. Durante toda la vida mía.
Siempre indagándola por su pasado sin fin. Siendo este presente su
expresión afín a lo que se ama en anchura inmensa. Siendo su belleza
el asidero de la ternura. En su andar vibrante. En caminos por ella
pensados. En ese ejercicio lujurioso sublime, herético. Me fui haciendo
a su lado, como sujeto de verso ampliado. Me dijo, en el ahora suyo, lo
mucho que podía amarme. Diciéndole yo lo de mí viaje al límite
gravitatorio. Ofreciéndole todo el ozono vertido en el fugaz comienzo
que se hizo eterno. No por esto siendo mera expresión de momento.
Ella, a su vez, me enseñó sus títulos. Siendo el primero de todos su
holgura en lectura y en palabras. Yendo en caravana de las otras. Con
ellas deambulando de la mejor manera. Por ahí. Por los anchurosos
valles. Por los mares empecinados en demostrar su fuerza. Cogiendo
el viento en sus manos y arropándolo para que no se perdiera. En fin
que, la mujer mía libre; se fue haciendo, cada vez más explayada en
recoger lo cierto. En lucha constante con la gendarmería despótica.
Fue cubriendo con su cuerpo todos los lugares no conocidos antes.

La vi llorar de alegría inmensa. Cuando encontró la yerba de verde
nítido. Y las aves volando que vuelan con ella. Me dijo lo que no decir
podían las otras. Juró liberarlas. Y sí que lo hizo. Con su ejército de
potenciado. Uno a uno. Una a una, fueron apareciendo. Espléndidos y
espléndidas. Con el traje robado a la Luna nuestra. Sin oropeles. Pero
si hechos con tesitura amable. Elocuente. Enhiesto. En ese andar que
anda como sólo ella puede hacerlo. Todos los lugares, todos, se fueron
convenciendo de lo que había en esa belleza extraña. No efímera.
Cambiante siempre. Siendo negra que fuere. Y amarilla superlativa. Y
blanca venida a la solidaridad de cuerpo. En mestizaje abierto,
profundo.

Como queriendo, yo, decirle mis palabras, me enseñó a tejerlas de tal
manera que surgió la letra, el lenguaje más pleno. Siendo, ella,
lingüista abrumadora en lo que esto tiene de amplitud posible, para
enhebrar las voluntades todas. Haciéndose vértebra ansiosa, a la vez
que lúcida para la espera. Me trajo, ese día, los mensajes emitidos en
todas partes. Conociéndola, como en realidad es, me fui deslizando
hasta la orilla del cántico soberbio. Y, estando ahí, triné cual pájaro
milenario. Convocando a mis pares para ofrecerle corona áurea, a ella.
Para efectuar el divertimento nuestro, ante su potente mirada. Negra,
en sus ojos bellos. Locuaz conversadora en la historia entendida o,
simplemente, en latencia perpendicular, en veces, sinuosa en
curvatura envolvente, en otras. De todas maneras permitiendo el
encantamiento ilustrado.

Canto solo. Mi bella novia ausente
Este territorio que piso hoy; se convertirá en paraíso para las y los
herejes todos y todas. Para quienes han ido decantando sus vidas.
Evolucionando enardecidas. Como decir que el ahínco se hace cada
vez más cierto; por la vía de la presunción leal, no despótica.
Aclamando la voz escuchada. Voz de ella sensible. De iracunda
enjundia permitida, plena, elocuente. Conocí, lo de ella en ese tiempo
en que casi habíamos perdido nuestros cuerpos. Y nuestras palabras
todas. Y sí que, en ese viaje permitido, me hice sujeto mensajero suyo.
Llevando la fe suya; como quiera que es fe de la libertad encontrada.

Uno a uno, entonces. Una a una, entonces; nos fuimos elevando en
las hechuras de ella. Transferidas a lo que somos. Conocimos las
nubes no habidas antes. Y los colores ignotos hasta entonces. Y las
lluvias nuevas. Venidas desde el origen de la mujer que ya es mía. Y
digo esto, porque primero me hizo suyo, en algarabía de voces niñas,
trepidantes en potencia de ilusiones, engarzadas en el cordón
obsequiado por Ariadna; hija de ella. Concebida en libertaria relación
con el dios uno, llamado por ella misma, dios de amplio espectro.
Hecho no de sí mismo; sino por todos y todas. Siendo, por eso mismo,
dios no impuesto desde la nada. Más bien dios dispuesto como
esperanza viva vivida.

Cuando terminó mi vida, al lado de ella, me fui al espacio soñándola
como el primer día. Cuando, con ella, comenzó Natura embriagante,
nítida. Dominante.

Qué domingo este. Anclado, en esta plaza, estoy yo, hace ya algún
tiempo. Ya he estado en varias ocasiones. Pero lo de hoy es,
particularmente especial. Esa nostalgia que me ha invadido. Como
convocante a dilucidar, de una vez por todas, el tipo de camino a
emprender. La concreción de la caminata. Hasta cierto punto estoy
mimetizado. Como si nadie supiese lo que hay en mí. En este tiempo
tan lejano ya, de esos hermosos días, allá en mi barrio amado.
Recuerdo el impulso básico, por todas las calles andando. Las voces
que llamaban a la expresión de la vida, en medio de cada arrabal.
Siendo yo, todo, condensación de esperanza. Aún, habiendo vivido
como lo había hecho: casi como tósigo que penetra y hunde, en lo más
hondo, el espíritu de fe y de liberación.

Qué día es este día. Un carnaval de espacio triturado. Oyendo todas
las voces. Diversas. Ansiosas de no sé qué. Porque, por esto mismo,
es mi brega. Por distanciar. Pero puede más mi soledad de búsqueda
impenetrable. Como ciento ahora el silencio. Como me he dejado
llevar por el vértigo del dolor nefasto. Que tritura y destruye, todo lo
que he podido alcanzar a ser. Aun dentro de estas limitaciones mías.
Como garras que no me sueltan. Por el contrario, que me colocan en
cepo eterno.

Como añoro yo esos días. En la mañana dominical; alzando el vuelo
hacia la didáctica de la lúdica primaria. Emergiendo en cada esquina.
Como repetición dichosa que me hacía feliz. Ese pasado inmenso, que
añoro. Tal vez porque, siendo niño, no veía desaparecer las cosas
bellas. Así como si nada. Que bipolaridad enhiesta. Entre sentir el
vacío y sentir, también, la fascinación de lo cotidiano. Recreando la
sensibilidad hasta magnificarla. Hasta convertirla en motor imaginario.
Con el eros sin explotar. Casi que como enfatización perenne.

Y, sin saber cómo, llegó el naufragio. Eso que estoy viviendo en este
presente. Hecho trisas el insumo fundamental. Una vida que se corroe
a sí misma. Sin saber porque. En veces, ensayando la diatriba del
insulto; como expresión de rechazo. En veces augurándome a mí
mismo toda la felicidad posible por venir. Sin que llegue. Como ese
límite en lo del día. Como llegando allí, sin llegar al fin. Como
depositario de fracasos. Uno sobre otros. Con un horizonte que, de
manera tardía, me engulle y de satura.

Esos domingos míos, antes. Días de ensayo y de vocación. Hacia lo
nuevo. Sin dejar de ser yo mismo. Sin olvidar que existía.
Precisamente por eso, para mí, son añoranzas de ternura. Aún ahí, en
ese lodazal que amenazaba con permearme a cada paso. Con todo
aquello que dolía. Con todo y que sentía el contubernio entre la tristeza
y la desesperanza. Pero que, yo, ignoraba, estando en el juego
callejero. Y en la penumbra nítida del regreso a casa, después de
deambular por ahí. Por cualquier parte.

Y hoy, en este domingo cerrado. Sin por dónde mirar lo sublime; ahoga
mis ímpetus. Esos que creí que nunca perdería; después de haber
bebido la fuente de la vida. Siendo esa tú. Y tus anhelos. Tú y tu
alegría desbordada. Allá lejana. En ese otro territorio; en el cual
también es domingo. Pero otro, no este mío.

Y se van decantando las condiciones. Ya, como otrora no lo había
percibido, solo me recorre el beneplácito de haber vivido. Como
memoria que no habilita nada más que la victoria de los dioses que
siempre he odiado, desde el mismo día en que hice ruptura con mi
universo no profano. Desde el día en que dije no va más mi
sublimación. Diciendo no va más el ejercicio oratorio como evento
religioso perverso.

Pero yo ya lo sabía. El pago por esa partición, tiene que ver con el
crecimiento de la ansiedad, como castigo, tal vez. No lo sé en ciencia
cierta. Y vuelves a aparecer allí, en esa esquina de esta plaza
empalagosa, en lo que esto tiene de perdición del poder de la magia
de amar. Siendo, en este lugar, sujeto que no atina a resolver el
entuerto de siempre. El nudo gordiano que asfixia y que liquida, a
cuenta gotas. Por esto es de mayor dolencia. Por esto es de mayor
severidad.
Por lo pronto no sé qué más vendrá. Si ha de ser el colapso absoluto.
O si ha de ser una nueva esperanza. Encontrarla, no sé dónde. Tal vez
ande por ahí y yo no la he visto. Es posible que haya acabado de
pasar y ha dejado su suspiro en el aire. Y si ya pasó, no sé si lo
volverá a hacer. De pronto, quien sabe cuándo.

Y, al unísono con esas voces continuas. Inacabadas, estrepitosas,
diciendo nada; me he volcado al vacío. A ese espacio que no creía
mío. Pero que, ahora en este domingo que cuento, se erige como
presencia soberbia. Tal alta como monte Everest. Tan aletargadora
que, por si misma, hace enmudecer, el grito de potencia que creía
tener.

A no ser por ti, aún en vaguedad insoslayable, tu espíritu vuele hasta
acá. Como águila gendármica. Atravesando esos pesados montes que
veo allá, en la terminación del Sol, al menos por hoy. Y si fuese así, yo
diría que la esperanza podría volver; a no ser que tu vuelo de águila
inmensa, se detenga a mitad de camino y regrese hasta donde a
cualquier hora partiste.

Ayer no más estuve visitando a Fabiana. Me habían contado de su
situación. Un tanto compleja, por cierto. Y, en verdad la noté un tanto
deteriorada en su pulsión de vida. “Es que no he logrado resarcirme a
mí misma. Porque, estando para allá y para acá, se me abrió la vieja
herida. No sé si recuerdas lo de mi obsesión por lo vivido en lo
cotidiano. Simplemente, así lo entendí en comienzo, estaba unida al
dolor por las vejaciones constantes. A esa gente que tanto he amado.
Verlos, por ahí, sin horizontes. En una perspectiva centrada en la
creciente pauperización. Pero no solo en lo que respecta al mínimo de
calidad de vida posible. También en eso de ver decrecer los valores
íntimos. Ante todo, porque, se ha consolidado un escenario inmediato
y tendencial, anclado en la preeminencia de los poderes económicos y
políticos, de esos sectores, de lo que yo he dado en llamar
beneficiarios fundamentales del crecimiento soportado en la
explotación absoluta. En donde no existe espacio posible para la
solidaridad y los agregados sociales indispensables para aspirar, por lo
menos, al equilibrio. Y no es que esté asumiendo posiciones
panfletarias. Es más en el sentido de decantación de lo que he sido.
Siendo esto, una tendencia a la sublimación de la heredad de quienes
se han esmerado por construir opciones que suponen una visión
diferente. De aquellos y aquellas que lo dieron todo. Que lo arriesgaron
todo, hasta su vida. Por enseñar y comprometerse a fondo.


Yo solo. Sin ella, otra vez
Es tanto, Germán, como sentir que he llegado casi al final de mi
caminata por la vida. Porque siento que no hay con quien ni con
quienes. Aunque parezca absurdo, todos y todas que estuvieron
conmigo, han emigrado. Han cambiado valores por posiciones políticas
en las cuales se exhibe una opción de acomodarse a las
circunstancias. A vuelo han desagregado el compromiso y las
convicciones. Por una vía de simple repetición de discursos anclados
en lo que ellos y ellas llaman Desenmascarar, en vivo, a esos
beneficiarios fundamentales. Convirtiendo la lucha en debates
insulsos. Porque, a sabiendas de ello, pretenden construir lo que se ha
dado en llamar tercera vía. O, lo que es lo mismo, una connivencia con
los depredadores. Con aquellos y aquellas que se han posicionado
como controladores. En consolidación de un Estado que, en teórico es
social y de derecho. Pero que, en concreto, no es otra cosa que las
garantías de su permanencia. Vía, un proceso que es como reservorio.
Como eso de asimilar eventos, que para nada lesionan su razón de
ser.

Y, estoy en un parangón. Sé que he ido y he venido. En veces como
noria. Como lo que llamarían mis contradictores, un ejercicio ramplón.
Supra ortodoxo. En fiel posición, que no es más que una figura
asimilada a esa utopía sinrazón. Es como si hubiese llegado a un
punto que ejerce como estación de vida. Como convocando a
desandar lo andado. Como que no alcanzo a dimensionar los bretes
diarios. Como si convulsionara. Como si, ni para aquí ni para allá. Y
eso duele Germán. Porque es una soledad casi absoluta. No me hallo.
Tanto como soportar una comezón visceral.
Siendo, entonces, así he optado por vivir lo mío. Ahí, encerrada.
Hermética. Sabiendo lo riesgos. Porque cuando se llega a un momento
como este, es tanto como querer no ir más. No forzar más a la vida en
lo que esta no me puede dar. Desde ahí, hasta la regresión paulatina,
solo existe un nano segundo…”

Ciertamente, me conmovió la Fabiana. Con todo lo que la he querido.
Con todo lo que vivimos en el pasado. Definitivamente la admiro. Pero
me entra el temor de que, en verdad, no quiera ir más.
Y pensado y hecho, a escasos tres días de haber hablado con ella
supe, a través de Juliana, que encontraron su cuerpo incinerado. Murió
como esos bonzos que otrora, en público, se incendiaban. Fabiana,
simplemente, se fue. Y, aún en eso, se destaca su entendido de vida.
Bello, pleno y de absoluta lealtad con ella misma.

Lo que si es cierto, tiene que ver con su belleza. Un dibujo pleno.
Concierto vivo entre cuerpo y líneas de expresión exhibidas ahí. En
labios prestos a la risa. A diario compartida. Con todos y todas. Una
lisura en piel de cuello insinuante. Pero, siempre, muy suyo en lo que
esto tiene de enhebración con la limpieza de espíritu.

No más, ayer, la vi. Estando en esa brega no ajena a su visión de lo
humano como garante del ir y venir creativo. Como recreando los
aqueus, en diario tránsito casi prístino. Perfilando la aqueia como
comienzo. En un andar de a día y noche. Como Creta viviente
arropada por la lucidez de la Diosa de enjundia exuberante. El
Santuario Yzicikane. En Anatolia. El Pueblo Catal Huyuk. En posición
de uititas como si fuesen danza compleja milenaria.

Y, en eso de haberla visto en esa simpleza bondadosa. Solidaria;
centré toda mi posibilidad de ternura amplia. Sincera. Y la vi, cuando
ella veía más allá de lo que yo, en verdad, podía. En un ejercicio de
vuelo imaginario. Por mares y territorios no vistos. Ni por mí; ni por
nadie. Ni antes ni ahora. Ni, tal vez, después. Y, en eso de haberla
visto ese día, hice énfasis yo. Para tratar de encumbrar mi noción de
ser vivo. Viviendo y viendo la que es Idea y Convocatoria a ver la vida
en dinámica de ternura con alas abiertas. Inmensas.

Una finura de Sujeto Fémina. Subyugante. Y, ahí mismo. En ese
mismo día; la percibí con dolor íntimo. Inmerso en su alma nítida.
Como cuando se intuye que crece el desdecir de la alegría. Y, ella
percibió, también, que yo ya daba cuenta; en mi íntima tristeza; de esa
erosión en ciernes. Sin un por qué válido. O, al menos, constituido por
una variable ensanchada. Como nube asfixiante. De inusual densidad
conocida.
Esmeralda
Al verla así. Diluyéndose lo que era antes de ayer solo belleza
inmensa. Nítida. Subyugante. Ese ayer pasó a ser referente de dolor
mío. En algo similar al ahogo absoluto de la voluntad. Y de la
esperanza. Y de la ternura de ahora y de después. En ese consciente
tan mío y tan de todos. Cuando sentimos que ya no estará dado, para
nadie, el derecho cierto a vivir la imaginación absoluta. En una
orfandad como látigo punzante. Que empezó a cruzarnos desde ahí
mismo; cuando, en ella, empezó a eclosionar la soledad. De cuerpo. Y
del ávido espíritu. Certero, antes de ayer, en lo que ilusionario mágico,
humano; era como heredad que ansiábamos todos y todas.

Y, por lo mismo dicho, percibido y visto; el antes de la belleza abierta y
cierta; empezó el declive. Obscurana arrogante. De crecer constante.
Exponencial. Un glacial. Y, nosotros y nosotras, ateridos (as);
acompañándola en su periplo. Como esa decadencia que se impone.
Sin explicación aparente. A no ser aquella que la relaciona a ella y a lo
que era hasta antes de ayer, con la vida viva que la han ido matando.
En ese recorrido de voces. De arengas. De acciones. Tan propias de la
gendarmería palaciega. Vinculante. En lo que significa esto. Como
trasunto envolvente que hiere y mata. En lentitud de tortura. De
inclemente pavura. Que crece y crece en paralelo al decrecimiento de
ella. Y de su hermosura. Y de su ternura. Y de su esperanza antes
habida. Y, ahora, dolida. Derrotada en su significado que se tornó
efímero. Por lo mismo que no me amó nunca. Y que, en ese nunca
hiperbólico, soporté mi venganza. Construida a pulso perverso. Desde
el mismo día en que sus divinos ojos dijeron no, a mi mirada furtiva de
insinuación lasciva. Y, por lo mismo cierto, que sentí que este yo mío,
era más que simple sujeto de llegar tardío al Edén suyo. En el cual, en
su momento vivo, entregó hoja de ruta a quienes, con ella conductora,
recorrieron todos los mares y todos los cielos. Hasta que, este yo
perverso, la mató a ella navegante en agua y vuelo. Y a los (as) que,
con ella, navegaron y volaron. Haciendo de la vida imaginación y
anhelo.

En esto de cargar con una culpa, parece que se expande la vida en
sentido contrario a lo que queremos. Lo digo porque, no más pasados
veinte años, y ya estoy de vuelta. Aquí como si nada hubiera pasado.
Pero, muy en lo recóndito, yo sé que si pasó. Y, no solo eso, además
sé que no logré conjurar nunca la posibilidad de regresión. En ese
universo en el que me he desenvuelto. Y que, ahora, no atino a
precisar en cuestión de términos y de conceptos.

Transcurría, como solo yo lo sé, ese año absorbente. En el que nadie
atinaba a dilucidar acerca de la sucesión de eventos. En ese proceso
de erosión de lo que somos. En penumbras que nos llevaban para allá
y nos volvían a regresar al punto de partido originario. En el vértigo
propio de lo que acontece sin que sepamos porque. Al menos así lo
entendía. O trataba de hacerlo.

Me fugué de ahí. De esa prisión modelo. Una familia en donde se
expandía el odio contra todo aquello asociado a la ternura. Como en
esas vocinglerías propias de quienes horadan a los sujetos; sin
importar la condición; ni la edad; ni el sexo. Mucho menos sus
creencias. Familia de esas que están ahí. Que siempre han estado. Y
que perduran en el tiempo. Profundizando todo lo dañino que sea
posible abarcar.

ESE DÌA, EN MI CUARTO, LOGRÈ VERTEBRAR LA IDEA DEL
ESCAPE. No sin antes ensayar una aproximación a la resurrección de
la vida. En lo que esta tiene de posibilidad de reconstruirse. Tanto en el
tiempo como en el espacio. Y, yo mismo me decía acerca de la
absoluta necesidad perentoria de reclamar lo perdido. Es decir de todo
ese acumulado que se ha ido amontonando ahí. Pero que, por esto
mismo, no ha pasado de ser simple aglomeración. De cosas y de
vidas. Pero que, al fin y al cabo, obran como resorte imaginario que
reivindica la razón de ser de la humanidad.
Mi hermana, Esmeralda, también estaba ahí, conmigo. Nuestras
miradas se tornaban cada vez más lentas; en lo que suponía debía de
ser la aceleración de las respuestas. Como en esas ondas hertzianas;
que van y vienen. Y que sintonizan las opciones. Y las relanzan al
desgaire. Pero no. Ella y yo, seguíamos absortos. Tal vez buscando las
condiciones y las circunstancias propicias. Pero, sin poder atinar a
nada. Sentíamos volar nuestra imaginación, recortada. Como sumisos
seres a los cuales lo despótico y autoritario les han cortado lo poco
que quedaba de sus alas que, otrora, ejercían como motor entregadas
al viento. Direccionando la esperanza. Hasta allá. Hacia ese horizonte
que creíamos nítido y libertario.

Cuando llegó Fonseca, Esmeralda y yo, habíamos juntado nuestras
manos. Como pregonando una rogativa perenne. Como si nunca más
nos reconociéramos en el afán de la liberación. Estábamos
claudicados. Como supongo yo que debe ser la derrota total. De
hombres y mujeres que habíamos empezado la lucha desde el mismo
momento en el que la vida comenzaba.

Este Fonseca nació aquí, hace ya cincuenta años. De niños,
jugábamos a ser dos creativos. Dos imaginarios que se bifurcaban
ante cada hecho.; pero volvían al punto de partida cuando sentíamos
ese silencio atroz al que tanto miedo le teníamos. Y cada rayo. Y cada
lluvia intensa; ejercían como convocantes para nosotros. Ahora que lo
miro, después de tantos años, me doy cuenta que la vida es un
camino. El tránsito lo hacemos por la vía que más nos permita la
concreción de ideales. De sueños. Y de acciones convergentes o no.

Hoy, lunes de pasión, Esmeralda y yo. Seguimos ahí. Fuimos
mutilados por Fonseca. Hizo de nosotros, cuerpos de expiación.
Cercenadas las manos. A trozos, fuimos cayendo. Acompañados de
espasmos dolorosos. Y nuestros ojos volaron como ave de
martirologio. Nuestras bocas escaldadas a lo máximo. En fin que, ella
y yo, sucumbimos. Y él, como si nada. Simplemente mirándonos en el
desangre total. Sin reír. Pero, tampoco, sin el menor asomo de tristeza.

Y yo, particularmente, sentí que me iba yendo, desmoronando. Solo
acaté a susurrarle a Esmeralda:”…lo que fue, ya fue hermana mía;
nuestro padre así lo decidió, tratando de cortar nuestro vuelo de
amantes íntegros…”

Una mirada desde la vida, ante sujeto muerto
Yo supe de la muerte de este señor, hace media hora. Un niño, vecino,
me relató que, viniendo de la escuela, vio el cuerpo de un hombre
tirado. Ahí en la acera de la casa de don Virgilio Pomares. “Me asusté
mucho, don Ubaldino”, me dijo el chico. Y yo, como imbuido de esos
deseos locos de celebrar lo macabro; me desplacé enseguida. Y, como
ya creo que lo dije, lo vi ahí. Una profunda herida en el cuello. Esa
sangre seca, que le corría por la espalda y por el tórax. Ese charco,
inmenso, que más parecía apiladura de costras; que esa espesura
fluida que es a los mamíferos, combustible continuo que va y viene,
como surtidor de vida.

Y, en el camino, me encontré con Diógenes Arboleda, el novio de mi
hermana. No más al mirarlo y saludarlo, me dio por recordar el día ese
de la fiestecita, cuando celebramos la, boda. Qué lujo de orquesta. Y
qué música, tan bacana. El novio bailando “patacón pisao”, siguiéndole
el paso a la novia. Y es que, Dorita, sí que sabe de eso. De bailar.
Desde pequeñita. Todavía le recuerdo, cuando celebramos su bautizo;
bailando “Anacaona”.

Y sigo allí. Como ensimismado. Mirando esa cabeza, yerta. Con un
cabello que, aunque empezaba a opacarse, exhibe unas sortijas
bellísimas. Un negro `profundo, brusca y tierno al mismo tiempo. Y, sin
saber porque, vino a mi recuerdo el día en que conocí a Andrea
Benjumea. Tal vez, porque el cabello de ella era tan esplendoroso
como el de éste cuerpo que está ahí tirado. Que fue vejado, inclusive.
Porque, se me olvidaba precisar, que sus uñas estaban arrancadas.
Tanto las manos como en los pies. Y, sus pestañas, también había sido
arrancadas. Así, esos hermosos ojos, se mostraban a la intemperie;
como queriendo volver a mirar la vida.

Cuando yo conocí a Adrián, tuve la sensación de estar enfrente de
alguien que, al vuelo, induce a reflexionar. Con una mirada, ya desde
tan niño, torva. Una boca, con rictus de ofensa para quien quisiera
mirarlo. Unas manos, excesivamente livianas. Delgadas. Como las de
experto cirujano, ávidas de bisturí. Todo él navegando entre lo brutal y
lo insípido. Como queriendo ufanarse de la lectura a la que convocaba.

Yo diría que, en lo inmediato visceral, remontaba a los orígenes de la
estructura freudiana de la vida. De las pulsiones; de las pasiones y los
impulsos. Como sujeto condensado, repleto de potencia latente. Algo
parecido a lo que se ha dado en llamar “Caja de Pandora”. Creo que,
en lo más recóndito de su bella reflexión acerca de la psiquis, Freud
analizaría el cuadro de Adrián, como tratando de escudriñar: Como si
se diera cuenta de que ahí, en esa cabeza sesuda, podrían
encontrarse las respuestas a sus interrogantes máximos. Como en la
intención de descifrar los mensajes que, estando ahí, no son todavía
realidad.

Pedro Cancelado, estuvo a mi lado. Durante esa dos largas horas en
que miré el cadáver de este señor mío. Que nunca antes había visto.
Que, a lo mejor, nadie había visto; por lo menos vivo. “Es como si
hubiera sufrido mucho antes de morir”, me dijo Pedro. Y yo dije sí, con
un movimiento de cabeza. En esa heredad que ha estado siempre.
Como diciendo a todo que sí. Por mero reflejo corporal. “En este
cuerpo, si veo plena la muerte sin convicción”, recababa el Pedro
Cancelado. Y, yo, absorto. Volviendo a la afirmación como cabeceo
inmediato.

Esa misma noche, encerrado en mi cuarto, retome el hilo conductor de
mi análisis. Y seguía apuntando a que Adrián, fue el asesino. El
propiciador de todo ese sufrimiento reflejado en ese cuerpo ya inerte.

No dormí en toda la noche, incluida la madrugada. Seguí viendo ese
cuerpo trozado. Y, con un grito mudo, recordé que ese cuerpo si lo
había visto antes. El de ese joven que me encontré el martes pasado,
yendo para Palermo.

Casi a las seis de la mañana. Cuando todavía estaba despierto, sentí
unos leves golpecitos en la puerta del cuarto. Cuando abrí, me
encontró de frente con esos ojos que parecían rasurados. Con esos
cortes transversales, invitándome al olvido de lo que había visto. “…no
vaya a ser que a usted también lo maten y le quemen las manos y las
piernas con el mismo carbón encendido que en mi aplicaron los tres
hombres, uno de ellos don Diógenes. Que llegaron antier a mi casa,
me llevaron y me mataron sin yo saber nada de lo que me endilgaban.
Entre otras cosas, que yo violé a su hermana, de usted, don
Ubaldino…”

Río mío. Río de ella
Yo te he propuesto volver conmigo. A este territorio expansivo, lleno de
opciones y de imaginarios vertiginosos. Te lo he dicho, por lo mismo
que estoy reivindicando el derecho a mirarte una vez más. En seguilla
de palabras y de expresiones corporales; te he visto en todos mis
sueños habidos desde que volaste. Recuerdo bien ese día. Uno de
tantos de enero. Te acompañé hasta el río nuestro. Y, estando allí, me
dijiste que no ibas más conmigo. Tu discurso se volvió lineal, insípido.
No como cuando nos conocimos. Este ahora es pura perplejidad para
mí. Habiéndote visto en tu infancia. Danzante. Con tus piecitos atados
a las alas del águila nuestra. La que vimos, por primera vez, en
majestuoso bosque de los dos. Lo habíamos construido juntos. Tú con
lo que tenías. Como queriendo decir que no. Y, yo, aportando mi visión
de universos hechos para ti y para mí. En una corredera
improvisada. En ese juego con el mar. Allá, en donde el agua es más
densa. Y colocamos arrecifes para detener las olas encrespadas y
dotadas de una fuerza infinita. Y te lo dije, diciéndote que no te fueras.
Pero ya todo estaba dicho. No más palabras que en vez de arrullar,
laceran. Me regresé como perdido de fe y de memoria. Te fabriqué un
ícono. Y lo puse a la entrada de la casita, la que nos albergó tanto
tiempo. La puse para que, quien pasara, supiera que eras mujer
absoluta. Y, al caer la noche, cerré puertas y ventanas. Y me propuse
dormir. Buscando los sueños idos. Cuando estábamos los dos. Dormí,
en tiempo, trece veces más que lo eterno. Buscándote en las
soledades del desierto. Y vi tus huellas en el camino todo. Y soñé más.
Viéndote en la lejanía del río que te llevó a ti y a tu barca. Hecha del
ilusionario tuyo y mío. Y, ese nuestro río, siguió raudo buscando al mar.
Barquita esa de papel con hilo trabajado por mi madre. Y la recibiste
ese día antes de partir. Y la vieja Baltazara, me dijo que, siendo ella mi
madre; era tuya también.

Bajé de los sueños consecutivos. Justo cuando robaban las alas a
nuestra águila. Que, tú y yo, bautizamos Esperanza. Tal vez
recordando lo que hicimos juntos, ese día de calentura manifiesta.
Tanto que derritieron todos y todas. Menos a nosotros. Alzando vuelo
magnífico: Pensábamos ir hasta donde estuviera quien hizo tus ojos.
Lo encontramos en ese extremo que no conocíamos. Y apareció. Así,
de golpe ¡Que yo necesitaba tener otro par como los tuyos. En alzando
las manos, como solo él podía hacerlo. Me susurró que su trabajo ya
no era ese. Que buscáramos a la estrellita que vivía todo enfrente.
Pasamos a esa otra orilla. Y le dijimos al notario de la vida, lo mismo
que le habíamos dicho al otro hacedor de estigmas. Y, este otro, nos
dijo que lo que pasó con tus ojos, solo fue laminita de agua. Y que ahí
se hicieron los negros luceros de mi alma bella. Mi mujer que vive la
vida, viviéndola tantas veces que ya había perdido la cuenta. Que lo
único cierto era que irrepetibles serían siempre.

Volví a soñar con el río. Y con tu barquita. Bajándola, estabas tú. Y
que habías partido ese lunes, después de haber hablado con los
sabios que no pudieron repetir los ojos que miran y enloquecen al
unísono. Que todo lo nuestro había sido. Pero que ya no era. Que la
soledad solita se prolongaría hasta las setenta veces siete universos
juntos.

Al despertar de ese enésimo sueño, corrí tanto y tan de prisa que la
velocidad de la luz de las luciérnagas, quedaron en silencio detenidas.
Pasé por los bosques. Cada nada me perdía. Pero, al momento, volvía
a encontrar el río referente. Contigo abordo. Te llamaba a voces, a
gritos. Y tú imperturbable. Y llegué al mar antes que tu barca. Y,
cuando llegó, venía íngrima. Y me contó que te habías bajado a la
mitad del viaje. Y que, en voz vibrante me llamabas para regresar
conmigo. Y que, la barquita, te respondió diciéndote que ya era muy
tarde. Que yo había ido hasta el mar y que con él me quedaría

Travesía
Al llegar, Paulina Moterroso, me hizo conocer a que venía. Ella era de
unas condiciones espirituales excepcionales. Tanto que fue elegida,
por el señor alcalde como “mujer de la eterna dulzura y faro de todas
las mujeres de San Calixto” Yo veía en ella algo parecido a “todas las
diosas juntas”. Cuando cruzó por la puerta de la Terminal de
Transporte de Lago Viejo, quedé perplejo. Me habían hablado mucho
de su belleza corporal. Pero, a decir verdad, era mucho más. Una
hermosura de ojos y de cara. Piernas como recién hechas. Me le
presenté como Everardo Camino González. Y fui elegido como su guía
mientras permanezca en la ciudad.

Ni me sonrió. Solamente, me entregó sus maletas. Y, ella misma, hizo
señales al conductor de una de las berlinas que estaban ahí en la
bahía dispuesta. Conversamos solamente lo necesario. Como esa
pregunta rutinaria ¿cómo le fue en el viaje?... ¿llegó muy cansada? La
respuesta fue un monosílabo erguido como sucesión de palabras que
decían nada.

Al legar a la tienda de don Hildo Monterroso, solicitó a su papá, una
bebida bien fría. Preferiblemente una cerveza. Para mí no pidió nada.
Solo la infinita bondad del propietario, impidió que muriera de sed y de
rabia, ante esa actitud pérfida de la señorita Paulina. Yo le expresé a
don Hildo que iba para la casa de mi mamá a almorzar y que luego
regresaría para acompañar a la señorita Paulina a las visitas de rigor
para sus amigas.

Cuando regresé ya Paulina había cambiado de traje y de personalidad.
Me recibió con la risa que dicen es la más bonita en este territorio de
dios. El dueño de la berlina, ya nos había preparado todo el lujo
posible al interior. Fuimos primero donde Isabela Martínez, su
compañera de toda la vida en el colegio Betlemitas. Hubo mucha
alegría en el reencuentro. Doña Ranquelina, la mamá de Isabela, le
había preparado dulce de duraznos, acompañados con cuajada, la
especialidad de su casa y su secreto, al prepararlo.

Desde ahí, fuimos en el coche, hasta donde Martha Eugenia
Cipagauta, quien fue novia del hermano de don Eurípides Gutiérrez.
Este, a su vez, es el tío de Isabela. Mucha ternura noté yo en las
expresiones vividas. Doña Esther había preparado dulce de maracuyá,
acompañado con buñuelos, especialidad de la casa. Hablaron mamá
Esther, Martha y Paulina. Se contaron hechos y acciones realizadas
durante la ausencia.

Desde ahí, partimos hasta la vereda “Potro quemado”. Allí encontró a
Gudelia Paniagua. Se conocieron desde chicas. Aun antes de ir a la
escuela. Habían terminado juntas quinto de primaria. Ahora, con la
carrera de medicina ya terminada , Paulina se ufanaba de su
capacidad para ganarle el pulso a la vida, en todos los ámbitos.

La llevé a su casa. Eran las ocho de la noche. Ella golpeó la puerta,
luego de agradecerle al señor conductor de la berlina. A mí,
simplemente me dijo “adiós señor”. Mañana me debe recoger a las
siete de la mañana; ya que debemos ir donde Evangelina Arregocès.
Es muy lejos de aquí. Por esos, le solicito esté temprano, a la hora
convenida
Al otro día estuve puntual a la hora convenida. Ya había llegado don
Evaristo, el conductor del coche. Me informó que había tocado la
puerta tres veces y que nadie abrió. Yo mismo golpee otras tres veces
la puerta. Nadie abrió. Fuimos donde la señora Francisca, la vecina.
Se extrañó de lo que hablamos. Según ella, don Hildo Monterroso y su
hija Paulina habían muerto hacía dos años en accidente de automóvil,
cuando iban desde aquí, hasta Santa Marta.

Absolutamente compungido, regresé a mi casa. Le conté a mi mamá lo
sucedido. Ella me dijo “no es posible lo que me cuentas. Aquí, en
nuestro pueblito nunca ha vivido señor de nombre Hildo, ni su
supuesta hija .Y, mucho menos, existe una tienda en la esquina de
“los Brujos”“.Nombre dado

A la esquina en donde yo llevé a Paulina. Y donde la recogí el día
anterior. Y la que esperé en la Terminal de Transporte. Desconsolado
cogí el camino de regreso a la casa de mi mamá. Cruzándola esquina
de “los Brujos”, encontré un cartel que anunciaba los sepelios del día
diecisiete de agoto de 1956.Entre ellas estaban los nombres Isabela
Martínez. Martha Cipagauta y GUDIELA Paniagua. Las tres habían
muerto en accidente vehicular el día anterior, cuando se dirigían a la
ciudad de Bucaramanga. Cotejando versiones, me encontré que las
tres señoritas habían muerto el mismo día en que doña Esther había
percibido el tronar de los rayos; allí en la misma casa en que murió.
Sol viejo. Tu radiante
Ejerciendo como violín de tu danza y canto, me ha dado por recorrer
todo lo que vivimos antes. Toda una expresión que vuelve a revivir el
recuerdo. De mi parte te he adjudicado una línea en el tiempo básico.
Para que, conmigo, iniciemos la caminata hacia ese territorio efímero.
Un ir y venir absoluto tratando de encontrar la vida. Aquella que no veo
desde el tiempo en que tratamos de iniciar los pasos por el camino
provistos de un y mil aventuras. Como esa, cuando yo tomé la decisión
de vincular mis ilusiones a la vastedad de perspectivas que me dijiste
habías iniciado; desde el mismo momento en que naciste.

Todo fue como arrebato de verdades sin localizar en el universo que
ya, desde ese momento, había empezado su carrera. Y, por lo mismo
entonces, la noción de las cosas, no pasaba de ser diminutivo
centrado en posibles expresiones que no irían a fundamentar ninguna
opción de vida. Viendo a Natura explayarse por todos los territorios
que han sido espléndidos. Uno a uno los fuimos contando. Haciendo
de ese inventario un emblema sucinto. A propósito de sonsacar a los
tiernos días que viajan. Unitarios y autónomos. En ese recorrido nos
situamos en la misma línea habida. Situada en posición de entender su
dinámica.-

La vía nuestra, fue y ha sido, entonces, un bruma falsa. Que impide
que veamos todos los indicios manifiestos. Y que, en su lugar,
incorpora a sus hábitos, todo aquello que se venía insinuando. Desde
ese mismo anchuroso rio benévolo. Y, de mi parte, insistí en navegar
contracorriente. Tratando de no eludir ninguna bronca. Todo a su
tiempo, te dije. Y esperamos en esa pasadera de tiempo. Y volvimos,
en esos escarceos, a habilitar la doctrina de los ilusionistas
inveterados. Todo, en una gran holgura de haceres trascendentes.

Y, ya que lo mío es ahora, una copia lánguida de todo lo que yo mismo
había enunciado en ese canto a capela. Y que traté de impulsar, como
principio aludido y nunca indagado. En esa sordera de vida. Solo
comparable con el momento en que te fuiste. Y entendía que no
escuchaba las voces. Las ajenas y las nuestras, Como tiovivo enjuto.
Varado en la primera vuelta. Y que tú lloraste. Pero seguía el olvido de
tus palabras. Porque ya se había instalado, en mí, la condición de no
hablante, no sujeto de escucha. Mil momentos tuve que pasar, antes
de volver a escucharte. Y paso, porque tú ya habías entendido y
dominado el rol del silencio y de la vocinglería. Contradictores frente a
frente. Y que empezaste a enhebrar lo justo de las recomendaciones
que te hicieron los dioses chicaneros. Tu irreverencia se hizo aún más
propicia. Yendo para ese lugar que habías heredado de las otras
mujeres plenas. Hurgando, en ese espasmo doloroso, me encontré
con tu otro nombre. No iniciado. Pero que, estando ahí, sin uso.
Lograste la licencia para actuar con él. En todas las acechanzas que te
siguieron desde ese día Yo, entonces, me fui irguiendo como sujeto
desamparado. Viviendo mi miseria de vida. Anclada en suelo de los
tuyos. Y me dijiste que era como plantar la esperanza. Para que,
después que el Sol deje de alumbrar; pudiésemos enrolarnos al
ejército de los niños y las niñas que, a compás, de tu música, iban
implantando la ilusión en ver otro universo. Sin el mismo Sol. Muerto
ya. Tú debes elegir cual enana roja estrella nos alumbrará

Reencuentro
Estuve visitando a Pancracia. No le veía desde el día en que
terminamos el bachillerato, en el Colegio Abaunza. Recuerdo todo lo
que hicimos. Años de buena lúdica. Estando aquí y allá. En todo el
barrio. Que, para ella y yo, era igual al universo todo. Mauricio y
Valquiria siempre fueron nuestros cómplices. En todo lo habido y por
haber. Todo un trasunto de vida imborrable. Las caminatas en los fines
de semana. Los juegos diversos, siendo niños y niñas. El trompo
volando, zafándose de la pita envuelta en toda su barriga. Y la hilatura
de haceres en los patios de nuestras casas. Leyendo todo libro que se
cruzaba. Aprendimos a anestesiar las afugias. Con algo simple, las
adivinanzas y las expresiones corporales. En elongaciones de cuerpo.
Como danzas magnificadas. Y el ilusionismo que aprendimos como
arte. En todas las calles hiriendo, con la lanza de los relatos. Como
cuenteros y cuenteras ya hechos y hechas. Con la palabra viva. Lo
que llaman “a flor de labios”. Y la población ahí, divirtiéndose con lo
que decíamos y actuábamos.

La vida, en nosotros y nosotras, no era solo alegrías. Estaba, como
aún están ahora, los raspones en piel. Cisuras endémicas. En todo
escenario. Dolores, como espasmos agudos, vibratorios, en lo que
esto tiene de relativizar todo lo corporal, por la vía de sentir que vamos
cayendo al piso. Conocimos las tragedias familiares. Por la vía de
entender la dinámico de lo societario. En la perspectiva que
anunciaban los rigores. Las violencias lejanas y cercanas. Veíamos
como iban llegando al barrio centenares de familias. Con sus niños y
niñas. Con los viejos y viejas todo ternura. Como se diluía la
esperanza. Las casitas de cartón, pegadas con la cinta de la ilusión en
un mejor vivir. O, al menos, no tan lacerante.

Los días festivos, en estricto, eran para nosotros y nosotras, darle
cabida a los pasos alegres. Hacia donde nos llevara el impulso
primario. Andaregueando con nuestras propias musas alebrestadas.
Una tiradera de ocio solo comparable con esos momentos en los
cuales decimos, ¡por fin soy feliz! Cuando nos reuníamos a
intercambiar saberes; lo hacíamos con la mayor ética posible. En
limpieza para transmitir lo que cada uno o cada una sabía. En esos
ejercicios interminables en sistemas de ecuaciones. O en los ejercicios
de física que comprometía el cálculo de la caída libre. O los del tiro
parabólico. En esa estridencia del lenguaje. Tratando de conjugar
verbos, O de descifrar los adverbios y los adjetivos. El gerundio, nunca
bien aprendido. O, en ese recorrido por la historia nuestra y la historia
universal. En ese mirar e interpretar la llegada de los saqueadores
españoles (así los tratábamos en las reuniones casi clandestinas). O
siguiéndole el rastro a los griegos. O los romanos. Siguiendo de cerca
a los perversos cruzados. Leyendo el Cid Campeador. O, más cerca
aún, hablando y discerniendo acerca del 20 de Julio. O el siete de
agosto. O tratando de entender el verdadero aporte de Bolívar al
contexto de la lucha libertaria. O de las disputas de este con
Santander.

Las tardes de junio. A veces con esos solazos hermosos.
Alumbrándolo todo en esa potencia de energía. O yendo al charquito
verde. Estrenando camisita o vestidito. O haciéndoles la encerrona a
las aves cercanas. Subiéndonos a los árboles para conocer sus nidos.
O tumbando mangos biches. O las pomas y las algarrobas. O estando
como espectadores y espectadoras en los teátricos de los barrios.
Haciendo énfasis en el diagrama de la vida; en aquellos dibujos a la
intemperie. En las cartulinas coloreadas. O insistiendo en lo bacano
que era jugar fútbol. Casando picaitos mixtos. Para reírnos de Graciela
(a la que llamábamos “la brincona marimacha”) y de Abelardo, al que
le decíamos “chapín”

En fin que nos tiramos casi tres horas de carreta, Pancracia y yo. Y se
nos fue acabando la chispa magnifica. Como que se nos agotaron los
recuerdos. Y sí que, noté en ella un deje de tristeza. Y me arriesgué a
preguntarle qué le pasaba. Y conocí su respuesta, vehemente. Es por
lo de Carlos, me dijo. Que no lo volvió a ver. Que todo el embarazo de
la nena le tocó a ella sola. Más aún, que l
La manutención, la escuela, los problemas en el crecimiento; les ha
correspondido a ellas y a su mamá Bertha asumirlos en toda su
extensión. Y sí que es duro esto, me dijo.

Cuando nos despedimos, le apreté fuerte la mano. Y la abracé. Y, en
ese abrazo vino el recuerdo de esos días pasados en los que fuimos
novio y novia. Y que, yo sé, que nunca ella lo ha olvidado. Y yo
tampoco. Salí a la calle con la tristeza misma. Como que volvieron a
mí las desilusiones. De esos días en que la quise tanto. En los mismos
días en que ella no me quiso como pareja. Pero que me amaba, y me
sigue amando, como el amigo más sólido que ha tenido. Lo de Carlos
fue otro cuento. Como esos en que uno siente que se le quebró la vida
en ser sin ser. O, lo que es lo mismo, ser amante amigo. Y ser amante
novio. Siendo este último “Carlitos”, como le decíamos todos. El que
nunca fue cómplice con nosotros y nosotras. Pero supo cautivar, hasta
el infinito, a la Pancracia mía. La que nunca pude tener como mujer
mía…y de nadie más.



Ilusión a cada paso
Bitácora 1. Siempre estuve del lado de aquellas cosas que no por lo
simples, son desapercibidas. Más bien tratando de asumirlas por la
vía de mi percepción. Algo así como juntar esas acciones que traducen
condiciones inherentes al crecimiento de esos valores innatos. Esos
que están ahí. Inclusive desde el momento mismo del nacimiento.

Siendo así, entonces, empecé a vivir la vida. Estando cautivada por el
significado de lo que somos. Una aproximación a la razón de ser del
recorrido que es una invitación a ejercerlo en libertad. Con la
posibilidad latente de considerarlo como reto. Era como si mis
convicciones estuvieran centradas en el afán de asumirlas como
precondición para alcanzar un lugar en el universo cercano.
Una invasión empezó a hacerme sujeta de redefiniciones. Esa que
puede ser establecida como el punto de comienzo de la primera
infancia. Siendo niña, ya estaba en mí la idea de futuro como
recopilación de aciertos y desaciertos. Situada en un entorno familiar
más o menos común. Con las diferenciaciones apenas obvias; propias
de la individualización de los hechos.

Bitácora 2. Cierto fue que empecé a crecer. Decantando cada una de
las situaciones. En su complejidad. Porque ellas mismas no pueden
ser entendidas al margen de lo que constituye la brevedad del tiempo y
las posibilidades asociadas al mismo. Una búsqueda de referentes
para asirlos y precisarlos en el día a día. Haciendo parte de los grupos
cercanos y lejanos. Pero, de todas maneras, con la obligación de
concretar mi autonomía. Condición necesaria para poder
posicionarme. Como lo hace cada quien. Pero sin ser, simplemente,
cada quien. Una individualización que fui construyendo en el
transcurso del tiempo que nos ha sido asignado. Un escenario común,
pero al mismo tiempo diferente.

Bitácora 3. Y crecí soportando soledades y recordaciones. Casi como
agobio. Porque tuve que aprender a sortearlas. Como si fuesen
inherentes al hecho mismo de saber vivir. Tratando de cotejar los
valores sociales que empecé a internalizar. Esos que, a la vez que son
rituales comunes, como son también particularidades. En mí, el oficio
de vivir tuvo y tiene que ver con las condiciones mismas, a veces
efímeras. Otras veces como talante no permisivo, en el sentido de
tolerar equívocos por parte de quienes estaban más cerca. Yo diría
que, siempre, he tenido la disposición necesaria para acomodar mi
manera de caminar como caminante que eludió y elude la
aproximación a validar ese soporte de perversidad tan propio de
nuestra sociedad. Pero, al mismo tiempo, confrontándola ahí, en la
inmediatez.

Bitácora 4. Ese día en que sentí por primera vez la cercanía y la
necesidad de lo afectivo. Fue como si empezara a descubrir algo
asociado a la espiritualidad. Esa que no había conocido plenamente.
Cuando lo conocí, sin saber porque, asocie ese momento a algunas
visiones que había tenido en parte de mi niñez. Rememoré los sitios
en los cuales estuve. Allá en el campo. Desde muy pequeña no me
acompañó mi madre. Y eso, de por sí ya fue una desventaja. Un tipo
de soledad impactante. La veía como imagen borrosa. Como sucede
cuando sabes que no está, que se ha ido. Pablo empezó a ocupar un
lugar en mí espacio. Como si, de pronto, sintiese que el vacío
empezara a ser ocupado. Haciéndome mujer cada día más.

El mismo me lo dijo. Ese día en que estábamos sentados en el parque
del barrio Normandía. Recuerdo que, con palabras sencillas, me hizo
saber lo que ya yo había percibido, desde días atrás. Era un domingo,
por cierto. Yo había trajinado todo el día anterior. Mi jornada laboral era
agotadora. De lunes a sábado. Ocho horas diarias a todo dar. Pero, no
lamentaba. Más bien me sentía afortunada. En un país en el que el
desempleo es abrumador, el hecho de tenerlo me situaba en posición
de poder resolver las necesidades básicas. Ya, en ese entonces, se
venía haciendo realidad el deseo de tener una casa propia. En el
laboratorio en el cual trabajaba, hizo carrera el proceso comenzado por
parte de Afidro en términos de ofertar vivienda para quienes
estábamos vinculadas (os) como trabajadores y trabajadoras en los
laboratorios. Seguí, paso a paso, las condiciones requeridas para
acceder al apartamento. En verdad, todavía estaba en mí la lejana
tierra. Cuando llegué a Bogotá, al lado de mi hermana mayor. Fui
procesando el entorno ciudadano. Unas expresiones nunca antes
vividas. A decir verdad, mi espíritu seguía allá atado a las vivencias
pueblerinas. Retratos hermosos del paisaje. De las tristezas y de las
alegrías.

Y Pablo seguía el cortejo. Y yo me dejaba cortejar. Era feliz a su lado.
Él evocando, también como yo, su infancia y su terruño. Avizorábamos
un horizonte para los dos. Crecía, cada vez más la expectativa. Como
quienes no veíamos nada diferente a lo nuestro. Obviamente no
faltaban las afugias.

Bitácora 5. Y llegó, por fin, el día de nuestro matrimonio. Gran
satisfacción. A pesar de ser un martes de agosto, un tanto lúgubre.
Nubes espesas, grisáceas. De esas que no solo anuncian lluvia, sino
que la concretan. Tremendo aguacero. Pero Pablo y yo casi que ni nos
dimos cuenta. Con esa alegría inmensa para que preocupaciones.
…Y llegó nuestra hija. Angélica hizo presencia. Durante mi embarazo,
conversé a diario con ella. Ahí, en mi sitio de trabajo. Ahí, en casa. Ahí
en la calle. Susurraba; le decía que no veía la hora de paparla. De
alzarla y de robarle no solo una, sino muchas risas. Como solo saben
reír los niños y las niñas. Yo ya había vivido esa expresión. En mis
sueños lúcidos. Corría tras ella. Bosques tupidos eran el escenario. Y
ella, mi Angélica, saltando en tierra como pájaro. Caminando como
buena caminante de ilusiones
Y Pablo conmigo y con Angélica. Todo lo cotidiano se hacía escenario
pleno de fortaleza y de consentimiento. A pesar de las dificultades para
el cuidado de la niña, mientras él y yo trabajábamos. En esto, un
reconocimiento de gratitud a mis hermanas. Estaban ahí, dispuestas a
estar con ella.

Cualquier día, Pablo me contó que había logrado conseguir un empleo
como enfermero, vinculado al Ministerio de Salud. El sitio de trabajo
sería el departamento de Caquetá Concretamente a un caserío
llamado Campoalegre. Una distancia inmensa. Pero lo que más nos
causó tristeza y congoja fue la separación inherente a esa decisión.
Como si, de pronto, se nos viniera el mundo encima. Claro está que
estaba de por medio la necesidad de mantener el trabajo. El mío y el
de él. Como posibilidad cierta de seguir construyendo una opción de
vida en la cual no existieran afugias. Mucho más, cuando ya había
nacido nuestra hija. Un futuro cierto. Eso era lo que buscábamos.

Bitácora 6. Y sucedió ese domingo. Angélica y yo llegamos hasta
donde estaba nuestro Pablo. Habíamos llegado desde Bogotá, hasta
Campoalegre. Felices. Porque él era nuestra adoración. Tanto que no
tuve reparo para trasladarme con nuestra hija, para estar con él.
Además porque, Angélica lo reclamaba a cada rato. Su papá. Quería
volver a verlo. Y yo hice todo ese esfuerzo, por complacerla. Y por
complacerme a mí misma. Simplemente, lo amaba.

Pero que dura es la vida. Como lo mataron, ese 30 de junio de 1992
Precisamente, la noche anterior, había soñado con mi Pablo. Lo veía
envuelto en sábanas de color rojo. Deambulando alrededor mío y de
Angélica. Como si quisiera decirnos algo. Pero no le entendía. Era un
acumulado de palabras, no escuchadas. Nada coherentes.
Y, precisamente, esa noche, fue impactante. Llegó a mí con media vida
afuera. En un dolor inmenso. Y yo le decía: Pablo no desmayes. Está,
aquí, Angélica. Y estoy yo, diera mi vida por salvarte. Ya verás. Y
cogimos la lancha. Había que surcar hacia abajo el río. Buscando a
Tres Esquinas. O a cualquier lugar. Verás Pablo que Angélica y yo,
removeremos cielo y tierra... Nadie nos va a privar de tu presencia. Y
seguimos río abajo. Mi Pablo se desangraba. Lo cierto es que
estábamos cerca a la Base Militar de Tres Esquinas. Un territorio en el
cual se vivía en posición de combate; por cuanto había sido atacada
por la guerrilla. Una noche lluviosa. El agua nos arropaba. Y el
centinela gritando ¡alto quien vive! Y los disparos. Y Angélica y yo,
gritando: se trata de Pablo que se muere. Y cesaron de disparos. Pero
Pablo seguía en agonía. Y llegamos a Tres Esquinas. Lugar escenario
de guerra. Y como si fuéramos algo no grato. Como cuando tú sientes
que eres cualquier cosa vinculada con la guerra.

Pero se vino la muerte. Como pájaro agorero. Simplemente ya no
estaría más con nosotras. Se fue al vuelo. Remontando ese universo
que fue nuestro. De todos a una. Pero es así, la vida. Silencio
penetrante. Como si todos y todas estuviéramos al vuelo. Por ahí sin
ton ni son. Pero, en mí, era la herejía de cantarle al mundo que era
todo para mí y para nuestra hija. Y me quedé ahí, absorta con
Angélica. Que lloraba, sin comprender la dimensión de lo sucedido. Un
canto apagado. Un canto que ella quería echarlo a volar al viento. Mi
niña. Nuestra niña. Como mirando al padre en largo vuelo. Como si
fuese plena en su sentir de no volverlo a ver más nunca.

Bitácora 7. Y seguí yo el cortejo. Ya Pablo era pasado. Así me doliese
aceptarlo. Yo tenía que vivir, seguir viviendo. No sólo por mí. Más que
todo por Angélica. Y estuve ahí. Al lado de ese cuerpo inerte, llamado
amor. Llamado Pablo. Por mí. Y todos los ires y venires. Que su
cuerpo allí y allá. Hasta que, por fin, estuvimos en Bogotá. Las dos con
él. Y lo sepultamos. Y quedamos solas. Un volver a empezar. Pero
tuve fuerzas. Como las de madre. Como las de esposa. Y me dediqué
a ella. A nuestra Angélica. Y fue pasando el tiempo.

Y, en sueños, recreaba ese río abierto. Con abundante carga de vida.
Río, sinónimo de esplendor. Esa noche no lo pude mirar cuan hermoso
era. Porque el Sol no radiaba. La noche, como expresión necesaria, se
juntó con mi tristeza. Sueños que exploraban la vegetación
hambrienta. De vida y de alegría. Río que baja buscando su lugar en el
mar. Como todos los ríos. Pero el mío, el de Angélica y el de mi Pablo,
no era ni fue eso. Todo empañado por la pérdida. Selva inmensa. Con
bosques tupidos. Maraña que envolvía. Pero que, a la vez, es territorio
pleno, que muestra la inmensa riqueza de recursos naturales.

Es el presente. Esa simpleza. Está ahí. Ni lo que dijera, ni lo que
hiciera, cambiaría la ruta. Y crecía Angélica. Empezaba mi rol de
madre sola, enfrentando los avatares de la vida. Y la niña, creciendo.
Con una promesa mía de resurgir, sin importar lo que pasara

Y es aquí y ahora. Ya eres adulta, le dije cualquier día pasado, a
Angélica. Y siguió creciendo. Y yo, otra vez, al lado de la vida.
Trabajando. Hasta que surgió, otra vez, la figura de la autonomía. Para
ella (Angélica) que asumió, aquí y allá, lo necesario para otorgarle al
padre post mortem, una dicha originada en lo que ella era capaz. Un
universo nuevo. Construido desde ahí. Desde ese horizonte que no
compartimos con él.



El Gran Arturo

Andando el tiempo, me encontré con la historia de don Arturo
Cifuentes Beltrán. Trabajó por cerca de 30 años en las oficinas del
Gran Ministerio Real. Un poco taimado. Pero de una fuerza absoluta
en lo que respecta a su compromiso. Siempre fue así. Inclusive desde
el primer día laboral.

Su oficio, más o menos imbuido por lo general que son todos los
manuales de funciones y obligaciones. Sucesión de actividades
inherentes al funcionamiento de una entidad similar a todas aquellas
en las cuales predomina la sinrazón razonada como razón de ser en lo
cotidiano. Como parte de ese ejercicio: Además, que lo suyo estuvo
enmarcado en los parámetros propios del funcionamiento del Estado.
Dependencias, secciones, oficinas y oficinitas. Todas con un vuelo
rasante en lo que este tiene de seguimiento de pautas. Todas ancladas
en lo que refiere el marco constitucional.

Y es que las vigencias de los actos administrativos tienen, siempre,
relación con los actos políticos proclamatorios de la realidad. Así esta
sea suplantada las más de las veces. En ese tipo de vigilancia y
control. Que corresponde a las perspectivas propias de cada quien que
se erige como mandatario primero, soportado en la manipulación de lo
que está definido como ejercicio pleno de la voluntad popular. Ésta, de
por sí, manoseada y tergiversada. Porque, casi siempre, corresponde
a la razón de ser de las verdades presentadas como registros. Un
tanto a la manera kafkiana. Un Estado pletórico en opciones de
experimentación. Por la vía de conectar unos conceptos con otros. En
una acción de revoltijo propia de los cuartos en los cuales
almacenamos los trebejos y cachivaches que ya no nos sirven para
nada.

El señor Arturo asistió, siempre, de manera puntual a sus obligaciones.
Por la vía de entender las obligaciones propias de su cargo. Como en
ese tipo de tenencias psíquicas en las cuales cada quien está
programado o programada para efectuar pie juntilla lo que ya está
establecido. A la manera de reglamento que no es posible descifrar en
lo que pueda tener de aporte real al proceso de consolidación del
colectivo mayor. Casi que más allá de la significación de país.
Inclusive, desbordando el concepto de nación.

Fueron muchos los años. Interminables los días y las horas. Al pie de
lo que, coloquialmente, llaman cañón. Es decir, ese hospicio rodeado
de algunas sillitas y de arabescos relacionados con lo que es la
función en sí. Es decir, algo así como una enhebración que viene dada
por los registros documentales y las expresiones que le resuelven al
“cliente usuario” los problemas y los requerimientos. Por la vía de
procedimientos asociados a lo que la “institucionalidad” requiere. Es
decir, una sucesión de papeles y papelitos que dan cuenta de la
existencia de la oficinita y de su justificación en el marco propio de lo
que quieren exhibir y autenticar quienes ejercen jefatura máxima o
mínima. Todo depende de las expresiones propias de los macro y
micro poderes.

Un día a día fueron posicionando a Arturito. Un horizonte siempre el
mismo. Con un sol guindado de la correa de transmisión de los
hechos. Sol inmóvil. Como inmóvil es la transformación. Repitiendo lo
de las gendarmerías. Y él en lo suyo. Resolviendo aquí y allá, a partir
de lo estatutario. Días absolutamente laberínticos. Dando razón y fe
pública de que lo establecido así, así será. Y las improntas, en lo que
corresponde a el ir y venir, de documentos y de personas. Él aprendió
rápido a saber resolver los requerimientos. Unas horas absorbidas por
lo cotidiano. Desde las siete en punto hasta las 12 meridiano, no tan
en punto. Y desde las dos en punto hasta las cinco no tan en punto.
Porque todo dependía, según me relata Cifuentico. Sí, dependía de la
asignación reglamentada. En esa tipología, dice él, enrevesada pero
clara. Es decir, clara en lo que suponía ser claros al momento de decir
lo que tenía que quedar claro.

Mi padre (que en paz descanse), llamaba a esto el “circulo notarial”.
Porque Beltrán fue siempre eso. Notario del tiempo habido, en el
contexto de su formación y de su cronología administrativa. Una razón
de ser que daba cuenta de lo necesario como fundamento de lo
innecesario, si se observa desde el punto de vista de lo que es el
manual de funciones y de requisitos para actuar de conformidad con la
bitácora por siempre elaborada. Y en cuya elaboración participó el jefe
de grupo. Un grupo seleccionado, para avocar lo seguro y lo
inesperado. Porque la vida es así, refiere Arturito. Hoy es una cosa y
mañana la misma u otra cosa. Todo depende de la ventana por la cual
se mire. Siendo, en veces, los días suplantados por las noches y
viceversa. Es decir, lo mismo que encontraba hoy, era lo mismo que lo
que pude haber encontrado ayer. O mañana. Todo depende. Es decir,
si encaja o no en lo que yo debía registrar. Casi siempre me
correspondió legitimar a las personas ante la administración. Antes de
que estas personas pudieran reclamar el servicio deseado. O sus
derechos. O las dos cosas juntas. Casi siempre lo uno o lo otro. Todo
depende. Porque no era lo mismo ser Juan ayer que ser ese Juan, o
ser Augusto mañana. Por eso digo, decía Cifuentes, todo dependía de
lo que me indicaran.

Pero, en definitiva, Arturo aprendió a ser alguien, dentro de ese
montón de cosas hechas y de mandatos no asumidos, no resueltos.
Según él “todo depende. O dependía”; de lo grueso del problema. Y si
no era problema, mi obligación era convertirlo en tal. Porque, la
administración define que lo que nosotros actuamos o actuábamos,
tenía o tiene relación con satisfacer, con soluciones a los problemas.
Sin estos no se justificaría nuestra presencia. Ahí en la oficina. O en
cualquier escenario propio de la agenda o bitácora.

Hoy, ya en el exilio jubilatorio añora esa razón de ser. De tanto
soportar el insomnio propio de la dejadez y del envejecimiento, ha
perdido categoría. Ya no es lo mismo. Ni él es el mismo. Sabe que
está ahí. Pero ya no representa a la administración. Ya no es dueño de
lo suyo. Y esto es lo mismo que decir que ya no exhibe ningún tipo de
poder. Aunque sea mínimo. Añora ese tiempo en el cual llevaba y traía
mensajes y documentos. Papeles importantes. Reseñas acerca de la
existencia de las personas que solicitaban ser registrados como
actuantes en la vida. Personas con problemas que eran resueltos por
mí. Habida cuenta de mi posesión de los sellos necesarios. De la
rúbrica válida, para poder habilitar a fulano para que demuestre que
asistió a la oficinita y que yo le di el aval para que pudiera pasar a la
otra etapa. Para que pudiera subir el peldaño hasta donde el jefecito,
que avalaba lo que yo ya había registrado. Pero que precisaba del
visto bueno amparado en lo que dicta las simbologías y los
reglamentos.

Ya hoy, Arturito, se siente más alejado de la vida. Porque su vida era y
fue lo relacionado con esa porción de poder. Son unos días y unas
noches absolutamente largas. Pesadas. Enervantes en lo que hace al
ocio perverso. De estar añorando lo que fue. Y que ya no es. Días
expandidos. En un aquí y un allá sórdido. Sueños y levitaciones. A
mañana tarde y noche. Siempre proclive a los espasmos de lo
temporal casi aciago. Como que los recuerdos desvirtúan las
realidades.

Se colocan en el vértice de existencia. Por ahí, hablando con pares.
Todos los días de lo mismo.
Y, el dinerito de la mesada se mantiene ahí en el mismo punto. Porque
ya ha sido resuelto constitucionalmente, que no puede amentar más
allá de lo que el gobierno defina como porcentaje proyectado. Un
índice de la vida y de las necesidades inherentes en donde lo cierto es
ver declinar las posibilidades para resolver lo mínimo posible. Arturito,
siente que se ha convertido en un resentido. Su tarjetica plata plus,
como la llama el banco, no da sino para no llegar a la insolvencia
plena. Pero, bien sabe que tendencialmente va para allá. Es decir,
hacia su disolución física, mirada esta como referente. Un horizonte en
él cual ya no cuenta. En el cual, inclusive, ha ido perdiendo esos
cuadros memorísticos que lo devolvían al pasado. A ese pasado que
ya pasó. En el cual era alguien. Porque, los estatutos decían que él era
alguien al cual se le había asignado unas funciones básicas. En el
contexto del funcionamiento del Estado.

Y, hoy, vive ahí. Resignado a saber que, dentro de los primeros cinco
días de cada mes, puede pasar a retirar lo que le consignaron. Cada
vez menos, respecto a lo necesario para subsistir. Y, cada vez, más
alejado de lo que fue. Ya no acierta a precisar si lo hizo bien o mal.
Siendo lo único cierto que ya no ejerce. Allá quedaron las escasas
alegrías que proporcionaron el sentirse alguien. Con cinco dígitos
0023-3. En donde el último le definía la escala. Es decir, hasta donde
llegaba su importancia. Y donde comenzaba la del jefecito.



Valentina

A sus escasos trece años, Valentina Potincare, ya había aprendido a
abrir los ojos. Esa ceguera que la acompañó, desde el primer día de
haber nacido, fue reemplazada por una apertura iconoclasta. Empezó
a verlo todo. Lo de lejos y lo cercano. Un proceso lento, pero eficaz.

Para ella, ya es pasado innombrable lo que hicieron padre y madre.
Recuerdo olvidado, es lo vivido; cuando apenas caminaba, dando
tumbos. Como cada quien lo hizo en su momento. Y proclamó la
libertad, de oficio. Sin pedirle nada a nadie. Por si misma, fue
descubriendo lo necesariamente justo para no sumergirse en el
abismo. Superando la ignorancia, acerca de la vida y de sus
expresiones. No en vano pasaron las primeras ilusiones. Tan
recortadas, como autoritarios fueron los mandatos.

Y que decir tiene los ensayos. Para alcanzar el conocimiento, de las
cosas y sus orígenes. Como la Escuela me fue formando en sinónimos
y valores, al menos eso dijo ella, Valentina. El mismo día en que, a
borbotones, vio que el agua viajó. Que no le encontró explicación al
rugir de las tormentas. Pero que, después, vio y sintió los golpes. A
cada rato. Uno y otro. Mama y papá, abriéndose camino, como
ejemplares sucedáneos. De lo habido y por haber. De destapar lo
escondido. Y que no querían ver. La vida dando tumbos. O él y ella,
dando tumbos en la vida. Lo mismo daba y da, aún ahora.

Y que, yo Valentina, estuve en ese sitio, cuando me encontró Wilfrido.
Y que me cantó, recién cumplidos los trece. Y que, yo Valentina,
navegué los mares de la desilusión. Y que fui embarcada en
contenedores. Y llevada, a través de esos mismos mares, a París y a
Roma. Y que, una vez allí, vi explotar todo lo mío. Volando en mil
pedazos lo único que tenía, no tocado.
Y que, cuando fui creciendo fui enajenada. Fui vertida en mil lugares. Y
que, cuando me negaba a seguir, fui violentada. Y fui sometida a
rigores no hablados, estando ahí. No difundidos, a pesar de no ser ya
solo el mío, sino el de todas las Valentinas, por doquier. Y me hice
traductora de dolores y afugias. Y vi venirse el mundo encima. De unas
y otras. Y que, en creciendo, los lapidadores, fueron universalizando el
ejemplo. La propuesta y la acción.

Y volví no sé qué día, volé a los altares. De una fama no antes vista.
Altares de sumisión perenne. Antes de mí. Antes de mi madre. Antes
de todos y de todas. Venales ejercicios permitidos. O, por lo menos,
encubiertos. Normas difuminadas al soplo. Como queriendo decir que
se van a ejercer castigos. Pero que, no más firmadas, se diluyen en el
inmediato entorno del aire que se esparce. Y, como si nada, emerge
aquí y allá, otra vez la vulneración. Otras Valentinas vuelven al
suplicio. Y sus opciones son, de nuevo degradadas, en ese ejercicio
inmenso, aterrador.

Y nosotros y nosotras aquí. Recreando en corto escenario, lo
impúdico. Y, ella, vuelve a sus trece. Siendo ya niña vieja. Como
añorando el canto a la ramera, de Manolo Galván. Como retrotrayendo
a las niñas viejas de antes.

Y Valentina, sigue recordando a padre y madre, en esos soliloquios
propios de quienes se acostumbraron a ver el mundo por la ventana
más estrecha. En uso de unas ilusiones que no tuvieron. Mirando lo
que no pudieron ver. La libertad. Ajena a todos y a todas. Horizonte
asfixiado, lúgubre. Hechizos enfermizos. Scherezada reinventada, de
tanto contar lo que no se debe contar. Una alegría no más. Cuando, en
vientre, sintieron hablar. Madres que balbuceaban “te amo”. Pero

Sin extender la voz en el tiempo. Sin que permanecieran las palabras.
Al garete volaron y se perdieron.

Mi Valentina. La niña que se hizo vieja a los trece. Que no pudo vivir la
vida en libertad y la ilusión primera, reconfortante. Más bien, otorgando
un legado a quienes vienen atrás. Valentinas, Julianas, Tanias…todas
a merced de lo que las normas dicen y desdicen. De dichas apagadas.
Ahí, a pie de boca. Como niñas yunteras, trasgrediendo en género, el
canto de Serrat. Oyendo, en lejano, el “que va a ser de ti lejos de casa,
niña que va a ser de ti”. Escuchando, en ignoto el homenaje a
Valentina, de Isabel Parra y de Ángel Parra.
Y, ella, sigue diciendo que, quiere volar a ras de tierra. Encontrarse con
el mar, como Alfonsina Storni. Como queriendo indicar que ya no va
más. Esa vida atormentada. Ensañamiento brutal. Pérfidos mandarines
venidos a menos. Como diciendo que no quiere volver. Ni a ver el Sol.
Ni a añorar a la vieja Luna nuestra y de todos y todas. Como queriendo
decir, hasta aquí mi vida. Hasta aquí yo. Hasta aquí mi tristeza.

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