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Estudio Bíblico de base para la Lectio Divina del Evangelio del domingo
Introducción
Seguimos caminando junto con los discípulos en el seguimiento de Jesús –como nos los
presenta la pedagogía del evangelio de Lucas- rumbo a Jerusalén. La “subida”, que
abarca todos los pasajes de 9,51 a 19,48, de dicho evangelio, va exponiendo con sumo
cuidado las lecciones más importantes del discipulado, de manera que “el discípulo bien
formado sea como su Maestro” (ver Lc 6,40b).
Los textos que hemos leído en los últimos domingos han situado el discipulado –desde la
perspectiva de la Buena Nueva del Reino de Dios- dentro del complejo mundo de las
relaciones. No son fáciles las relaciones, sobre todo cuando hay dinero de por medio. Sin
embargo, precisamente allí se debe verificar la vida nueva del Reino en la manera de ser
de los discípulos.
Ahora Jesús cambia de auditorio. Deja de lado a los fariseos (ver 16,14 que termina con
la parábola del rico epulón) y comienza a hablar con sus discípulos. Es característico en
Lucas este cambio frecuente de auditorio alternando las multitudes, los adversarios y los
discípulos; igualmente la alternancia de individuos y grupos.
Una vez que se anuncia que Jesús se dirige a los discípulos (17,1), vemos cómo del tema
de las relaciones sociales (rico-pobre: parábola del rico epulón y el pobre Lázaro) se pasa
enseguida al de las relaciones al interior de la comunidad. El texto seleccionado para hoy
forma parte de una serie de cuatro enseñanzas sobre la vida comunitaria en Lc 17,1-10, y
trata sobre dos temas fundamentales:
Sin duda las bellas historias de fe de los marginados: la de los que cargan a un
paralítico “viendo la fe de ellos…” (5,20); la del centurión romano que se siente
indigno frente a Jesús y recibe del Maestro la felicitación “Ni en Israel he
encontrado una fe tan grande” (7,9); o de la prostituta, quien mostró un
maravilloso impulso de amor y escuchó las palabras: “Tu fe te ha salvado, vete
en paz” (7,49); en los mismos términos anima la fe de la impura hemorroísa
(8,48), del leproso samaritano (17,18) y del ciego de Jericó (18,43).
Pero también asistimos a la fe débil de los discípulos ante la tempestad en medio del lago
y la consecuente reprensión de Jesús: “¿Dónde está vuestra fe?” (8,25). Le dirá incluso:
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“¡Hombres de poca fe!” (12,28). Sobre todo ante la noche oscura de la pasión se les hará
notar: “¡Oh insensatos y tardos de corazón para creer” (24,25).
Más diciente aún es que el mismo Pedro que confiesa la fe en nombre de la comunidad
(ver 9,20), exhiba luego –a la hora de la violencia cruel sobre el Maestro- su debilidad al
respecto (ver 22,54-62). Pero Jesús muestra aquí y siempre interés por la maduración de
su fe: “He rogado por ti, para que tu fe no desfallezca” (22,32).
Recordemos que la última frase que se ha escuchado a Jesús es: “¡Le perdonarás!”
(17,4). Ahora bien, la súplica por el crecimiento en la fe –situada dentro del conjunto de
textos agrupados aquí (atención, esto es importante: ¡el contexto!)- equivale a un
reconocimiento de la impotencia personal para perdonar. En otras palabras: porque los
discípulos sienten que no es fácil superar los escándalos y ofrecer el perdón, es que piden
que se les aumente la fe como el recurso para lograrlo.
“¡Señor, auméntanos la fe!” (17,5) es un grito que se debe haber escuchado más de una
vez ante situaciones difíciles en la convivencia: “¡Es imposible!”, “¡No me siento
capaz!”, “¡No se lo merece!”. En el fondo podría haber un sentimiento de desesperanza
frente a la vida comunitaria donde siete veces al día puede haber conflictos: “¡No vale la
pena intentarlo más!” (Pensemos lo que esto significa, por ejemplo, ¡en una familia!).
Pero además de este ambiente comunitario, y puesto que se trata expresamente de una
petición de los “apóstoles” (Lucas ha puesto este término aquí), la súplica por el
crecimiento en la fe está relacionada con la tarea propia de los apóstoles. Ellos fueron
llamados solemnemente por Jesús (ver 6,12-13) y han sido investidos con “autoridad y
poder sobre todos los demonios, y para curar enfermedades” (9,1). Su capacidad para
obrar milagros está relacionada con el don de la fe que es lo que en última instancia los
realiza. Por eso “¡Señor, auméntanos la fe!” (17,5).
La respuesta de Jesús, lejos de ser simple, parece agudizar el asunto, suena a reprensión:
“Si tuvierais fe como un grano de mostaza…” (17,6ª). En realidad, como hace
habitualmente Jesús, la respuesta se da a un nivel más profundo que la pregunta misma.
La misma forma de responder de Jesús ya es significativa; y tal como hemos visto en
otros domingos, tenemos hoy un dicho y una parábola:
(1) Un dicho sobre la fe: “el poder de la palabra dicha con fe” (17,5-6). Éste parte de una
pregunta de los discípulos.
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(2) Una parábola sobre el servicio: “el siervo que regresa del campo” (17,7-10). Parte de
una pregunta de Jesús.
Con todas estas indicaciones primeras, sumerjámonos ahora en los puntos más
importantes del pasaje de hoy para que descubramos su interesante dinámica interna.
Partamos del contacto con el texto mismo:
2. El crecimiento de la fe (17,5-6)
Comienza el evangelio así: “Dijeron los apóstoles al Señor: „Auméntanos la fe‟” (17,5).
A lo cual Jesús responde diciendo que aún una poca cantidad de fe es capaz de hacer
obras impensables:
“Si tuvierais fe como un grano de mostaza,
habríais dicho a este sicómoro:
„Arráncate y plántate en el mar‟,
y os habría obedecido” (17,6)
Notemos que los discípulos hacen una solicitud en términos cuantitativos, tanto así que la
súplica podría traducirse como “añádenos fe”; esto presupone que los apóstoles tienen
algo de fe. Pero la respuesta muestra que la fe no puede cuantificada; más aún, pone en
crisis el presupuesto mismo de la pregunta.
La frase condicional “si… entonces”, somete a los oyentes de Jesús a una reflexión. Hay
que notar el presupuesto y su consecuencia.
2.1. El presupuesto
El referente es un “grano de mostaza”. Este grano ya había servido para una parábola del
Reino (en 13,19) y parece tratarse de la “sinapsis nigra” (mostaza negra) que crece hasta
formar un arbolito que puede alcanzar incluso unos tres metros, por eso en la parábola es
imagen de algo extremadamente pequeño que se llega a ser grande. En nuestro caso aquí
sirve para ilustrar en más pequeño brote de fe. Como quien dice: “la más mínima fe”.
2.2. La consecuencia.
Se acude también aquí a una imagen vegetal: el “árbol”. Pareciera que Jesús tuviera ante
sus ojos los árboles que abundan a la orilla del mar en Palestina, en los alrededores de
Yaffa. El árbol al que Jesús se refiere parece ser diferente del “sicómoro” mencionado en
el relato de Zaqueo (19,4) y tratarse más bien de una morera (la “morus nigra”). La
comparación viene al caso además porque es un árbol de raíz profunda, lo cual avisa
sobre la dificultad para transplantarla.
En la frase de Jesús se destaca la obediencia de morera ante una orden para arrancarse y
auto-transplantarse en el mar: “Y os habría obedecido” (17,6b). Los apóstoles –se quiere
decir aquí- deben tener la certeza del cumplimiento del mandato, tal es el poder de la
palabra apostólica.
Evidentemente no es una frase para ser tomada literalmente como una invitación para
hacer cosas absurdas o como una indicación de poderes mágicos. Jesús se refiere a la
habilidad que caracteriza al líder de la comunidad y al misionero. Éste no es un mago
sino un héroe de la fe.
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Notemos que Lucas dice expresamente que los apóstoles se dirigen al “Señor”. Este
título, lo sabemos bien, es pascual. Esta indicación nos da una pista interpretativa sobre
qué tipo de crecimiento en la fe se trata.
Así como sucede con la fe “lenta” de los discípulos de Emaús que se alejaban de la
comunidad de Jerusalén (24,13-25), también hay un grave riesgo en aquel a quien la
semilla de la Palabra (Lc 8,4-15) no ha germinado en su vida de discípulo: ni contribuye
en la superación de las dificultades comunitarias ni su anuncio misionero tiene la fuerza
del anuncio pascual que predica “la conversión para perdón de los pecados a todas las
naciones” (24,47).
El hecho es que –según la parábola- el regreso a casa de este siervo, no le da tregua a sus
oficios porque aún tiene que trabajar en los deberes caseros antes de descansar: el
servicio a su patrón va primero que la satisfacción de sus personales necesidades como es
la comida. El cumplimiento de todas estas tareas no le intitula ninguna recompensa, no es
la base para reclamar derechos, lo único que importa es la satisfacción del deber
cumplido.
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El planteamiento se hace mediante una cadena de tres preguntas (“retóricas”, esto es, que
ya traen implícita la respuesta; 17,7-9) y una aplicación (que comienza con el “de igual
modo vosotros”; 17,10).
(2) “¿No le dirá más bien: „Prepárame algo para cenar, y cíñete para servirme hasta
que haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?‟” (17,8)
Ahora se mira la situación desde el punto de vista lógico: el esclavo se pone al servicio
del patrón. Notamos tres acciones relacionadas con la cena nocturna: “preparar” (los
alimentos), “servir” (la mesa) y “comer/beber”. El servicio no reposa hasta que no se
haya terminado completamente el deber. La imagen del siervo con la túnica ceñida para
moverse más fácilmente en el ajetreo muestra el celo en el servicio (ver 12,37 y las
implicaciones en Jn 13,4). La respuesta también es obvia: “sí”.
(3) “¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado?” (17,9)
Llegamos al momento crítico de la parábola. Una vez que se ha estado de acuerdo con lo
anterior parece tener que aceptarse también el que la jornada del siervo no termine con un
“gracias” por parte del patrón. Suena un poco chocante, pero se comprende en el contexto
de la manera de funcionar del sistema esclavista antiguo (hoy, a propósito de los derechos
del trabajador y la elemental cortesía, la mentalidad es completamente diferente). Todo se
basa en el hecho de la pertenencia total del siervo a su señor: el cumplimiento de los
deberes no pone al patrón bajo obligación.
Ahora bien, el hecho de que el patrón en principio no tenga obligación no quiere decir
que gratuitamente no pueda agradecer.
Pero el punto de vista que le interesa a la parábola es el del siervo: ¿Qué expectativas
debe tener? ¿Con qué intereses o motivaciones trabajará?
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La radicalidad en el servicio –desde la más absoluta gratuidad en la entrega al otromostrada por el
siervo de la parábola la veremos en el servidor de todos los siervos que es
Jesús en el relato de la pasión: “Yo estoy en medio de ustedes como el que sirve” (22,27).
17,10: “De igual modo vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que os fue mandado,
decid: „Somos siervos indignos; hemos hecho lo que debíamos hacer‟”
El pensamiento final se dirige a los discípulos: “Vosotros”. ¿Con qué actitud se presenta
ante Dios un servidor suyo?
Los servidores de la comunidad de Jesús se confiesan “indignos” (esto es más exacto que
el término “inútiles” que aparece en algunas traducciones). Se simplemente una expresión
de modestia que subraya el significado de “siervo”, queriendo decir que no tienen
necesidad de agradecerles: “sólo hemos cumplido con nuestro deber”.
La conciencia del servidor de Jesús es la de una persona que, abandonada en la fe, con la
vida centrada en su Señor, se da sin reservas y con gratuidad en el servicio aspirando
siempre al cumplimiento cabal de su “deber”. Recordemos en el evangelio el término
“deber” está relacionado con el cumplimiento del proyecto de Dios; según esto entonces
obrar por puro “deber” es obrar por puro “amor”.
Es muy probable que esta parábola hiriera la mentalidad farisaica que argumentaba que el
hacer buenas obras daba derechos para reclamarle a Dios la debida recompensa. Aunque
en el judaísmo encontramos enseñanzas cercanas a las de Jesús, por ejemplo: “No seas
como los esclavos que sirven al patrón por la búsqueda de recibir una recompensa”
(P.Ab.1,3); “Si tú te has esforzado mucho en la ley, no reclames los méritos para ti,
porque para este fuiste creado” (P.Ab 2,8). En pocas palabras: no a los méritos.
¡Cuánto repudió Jesús esa actitud de quien sirve a Dios y a los hermanos con la
expectativa de la recompensa! ¡Los hombres no pueden pasarle facturas a Dios! ¡La
relación con Dios no puede darse a partir de reclamos! (Lo profundizaremos en el
evangelio dentro de tres semanas).
Claro está, y como lo hemos insinuado arriba, esto no significa que Dios no recompense
con generosidad y gratuitamente a sus servidores fieles (la parábola de 13,35-37 –que ya
leímos en la revista de Agosto- es muy calara al respecto). Y ante la divina gracia la
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respuesta adecuada es nuestra gratitud (lo veremos en el evangelio del próximo
domingo).
Pero no olvidemos que la parábola está dirigida a los apóstoles, y como tal, le pide a los
líderes de la Iglesia que revisen su actitud: el servicio a Dios y a los hermanos –que tiene
como fundamento la experiencia de la fe- no da ni adjudica derechos para alguna paga.
Tampoco autoriza para andar proclamando a los cuatro vientos lo que se ha hecho. Ni la
pretensión ni la vanidad pertenecen al espíritu de Jesús. El servidor de la comunidad
puede sentirse feliz por el hecho de haber cumplido bien su tarea.
4.1. El poder de la fe
“Lázaro murió y pasaron uno, dos y tres días: sus tendones se disolvían y la putrefacción
le devoraba el cuerpo. ¿Quién estaba muerta hacía cuatro días podría cree e invocar
para sí a un liberador? Pero lo que le faltaba al muerto, fue suplido por las hermanas.
Cuando llegó el Señor, la hermana se postró a sus pies, y a la pregunta, „¿Dónde lo
habéis puesto?‟ (Jn 11,34), respondió: „Señor, ya huele mal; es el cuarto día‟ (Jn 11,39).
Le dijo entonces el Señor: „Si crees, verás la gloria de Dios‟ (Jn 11,40). Es como si
dijera: suple tú la fe que le falta al muerto. Y la fe de las hermanas fue tal manera válida
que llamó al muerto de regreso des las puertas del más allá.
Si algunos, creyendo por otros, consiguieron resucitar los muertos, ¿no tendrás tú un
provecho mayor creyendo por ti mismo? En caso de que seas no-creyente o pobre en la
fe, el Dios misericordioso te acompañará en el camino del arrepentimiento. Di apenas
sencillez: „¡Creo, ayuda a mi poca fe!‟ (Mc 9,24). Si, por el contrario, te consideras fiel,
pero todavía no tienes la perfección de la fe, necesitas decir como los apóstoles: „Señor,
Auméntanos la fe‟ (Lc 17,5). De hecho ésta proviene de ti en la mínima parte, porque es
de Él que la recibes en la parte principal”.
(San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 5,9)
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“Acepto lo que dice: creer en Cristo, se llama fe. Pero escucha tú también este otro
pasaje de la Escritura: „el justo vive de la fe‟ (Hb 2,4; Rm 1,17). Sed justos, creed: „el
justo vive de la fe‟. Es difícil que viva mal quien cree bien. Creed de todo corazón, creed
sin titubear, sin argumentar contra la fe con sospechas humanas.
Anexo 1
El profeta Habacuc vivió a finales del siglo VII aC., en medio de uno de los episodios
más trágicos de la historia de Israel. Los babilonios y los egipcios se disputaban los
despojos del imperio asirio que estaba declinando. El buen rey Josías emprendió reformas
suprimiendo todos los santuarios locales para reagrupar el culto en el Templo de
Jerusalén. Pero tuvo una iniciativa que le falló: encontrando en el camino al Faraón
Nekao, quien pasaba por el país después de atacar a Babilonia, fue muerto en la batalla.
Entonces, Jerusalén fue atacada y demolida por los babilonios.
En estas circunstancias, la fe del pueblo fue sometida a una dura prueba: ¿Por qué Dios
nos abandonó?, se preguntaba la gente.
Al leer el pasaje de hoy notemos cómo al principio se escucha la voz del profeta que
pregunta y pide explicaciones, y al final la voz de Dios que responde.
En la primera parte de su libro, el profeta Habacuc dialoga con Dios. Él repite la
preguntas que se hacía la gente: ¿Por qué toda esta violencia? ¿Por qué Dios no
interviene inmediatamente? ¿Cuándo intervendrá? Estas preguntas son las mismas que
mucha gente se hace en todos los tiempos. Un creyente se las plantea de forma particular
en los períodos turbulentos de su vida. ¿Dios se habrá desinteresado de la suerte de la
gente?
En las palabras de Habacuc hay un lamento que nos recuerda las llamadas “confesiones”
de Jeremías. Pide explicación de las injusticias, violencias y sufrimientos de los que es
testigo. Y cuando Dios parece mudo, el profeta se pone a la escucha.
Luego la respuesta divina llega y es alentadora: ¡no todos caerán! ¡Israel no debe temer!
La Palabra del Señor no engaña, aún cuando parezca tardar el cumplimiento de las
promesas. Quien cree verdaderamente, confía en el Señor y persevera en esta fe que le
hace vivir con sentido: no sucumbe sino que se salva.
Retengamos esta frase: “El justo vivirá por su fidelidad”. Retocándola ligeramente, sin
modificar su sentido, la comunidad cristiana naciente se inspirará en esta expresión de
Habacuc. Al comienzo de la carta a los Romanos, Pablo escribe: “La justicia de Dios
salva por la fe, del comienzo al fin, como dice la Escritura, por la fe el justo vivirá”.
Salmo 94
En este proceso, la transmisión sacramental del carisma apostólico (“el don de Dios que
está en ti y que recibiste por la imposición de mis manos”) desempeña un papel
determinante. Teniendo en cuenta los antecedentes de la Sagrada Escritura, el gesto ritual
de la imposición de las manos está asociado a la comunicación dinámica del Espíritu
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Santo en orden a la misión. De esta presencia activa del Espíritu resultan la fortaleza, el
amor y la sabiduría.
Anexo 2
La situación que está delante de los ojos del profeta está marcada por desgracias,
dolores, violencias, luchas, contiendas; y Dios parece no darse cuenta, como si no
tuviera poder o estuviera distraído. ¡Pero se trata de su pueblo que está viviendo una
amarga esclavitud! El profeta se pregunta “hasta cuando” durará esta situación. Y si
Dios responde que castigará al malvado con otro aún peor que él, el profeta pregunta
“por qué”; ¿no se instauraría así una cadena cruenta que pone a un pueblo contra otro
pueblo?
El profeta parece desafiar a Dios para que le dé una respuesta; él estará como vigía o
centinela en su lugar hasta que Dios le responda. La respuesta vino. Dios habló al
profeta y, a través de él, a todos los hombres: “Escribe la visión, ponla clara en tablillas
para que pueda leerse de corrido. Porque tiene su fecha la visión... si se retrasa,
espérala, pues vendrá ciertamente, sin retraso”. Y “sucumbirá – continua el texto –
quien no tiene el alma recta, mas el justo por su fidelidad vivirá”, es decir, salvará su
vida mediante la confianza en Dios.
En las preguntas del profeta Habacuc se amontonan todas las preguntas de estos
tiempos, en particular las relativas a la situación de los países vecinos al nuestro y de los
demás numerosos países del gran mundo de los pobres.
El profeta dice que sucumbirá quien no tenga el alma recta, mientras el justo vivirá por
su fidelidad. Ante lo que está sucediendo cada creyente está llamado a redescubrir con
urgencia la radicalidad de su fe. Aquí no estamos en el campo de las opciones
particulares y parciales, sujetas a la criba del juicio histórico del momento. Está en
juego el sentido profundo de la vida y de las opciones personales, sociales y también
políticas. Si se quiere está en juego la razón que preside las opciones individuales
concretas, estrechamente unidas al don de la fe.
El apóstol Pablo le recuerda a Timoteo (es la segunda lectura) que “revivifique el don”
que le ha sido dado; y añade que el don no es “un espíritu de timidez, sino de fortaleza,
de caridad y de templanza ”. Pablo dibuja así cómo tiene que ser el hombre de fe, la
opción del que quiere vivir mirando sobre todo al Señor. El hombre de fe no es tímido o
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vergonzoso; es fuerte y valiente en el testimonio, como el mismo Pablo le escribe a
Timoteo.
(Tomado de la página virtual de la comunidad de Sant‟Egidio. No se reporta el autor)
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Anexo 3
A través del canto, la liturgia puede subrayar los momentos rituales más densos de
“confesión de fe”: la señal de la cruz al inicio, el Credo y la aclamación después de la
consagración (“este es el sacramento de nuestra fe”). Sugerimos destacar el momento del
Credo. También el Prefacio de los Domingos del Tiempo Común VIII.
III
Primera lectura: Tiene claramente dos partes que la voz del lector debe ayudar a
distinguir: en la primera, ritmada por tres interrogantes y un lamento, es el profeta que
interpela y se queja. En la segunda parte, el mismo Dios da la respuesta. El punto
culminante de la lectura coincide con la frase final (“Ved…”) que pide una proclamación
más solemne y pausada.
Anexo 4
Introducción
Dentro de los diez capítulos que el evangelista Lucas le dedica al viaje de “discipulado”
de la comunidad de Jesús, con el Maestro a la cabeza, con la meta en Jerusalén,
encontramos solamente: (1) el de la mujer encorvada (13,10-17), (2) el del hidrópico
(14,1-6) y (3) el de los diez leprosos (17,11-19). Hoy leemos este último.
El énfasis del texto no está en el mostrarnos una vez más la habilidad de Jesús para hacer
milagros, sino en una fuerte enseñanza sobre la gratitud. Que Jesús cure los leprosos ya lo
había dicho el evangelio desde el comienzo (ver 5,12-14), más aún, esto fue presentado
claramente como un signo evidente de la realización del programa mesiánico de Jesús:
“Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: Los ciegos ven, los cojos andan, los
leprosos quedan limpios…” (7,22).
Al final de la historia, Jesús, en calidad de Maestro, plantea tres preguntas para que los
lectores saquemos nuestras conclusiones. Tenemos así un relato que pretende hacernos
reflexionar seriamente.
Leamos detenidamente el texto:
17,11Y sucedió que, de camino a Jerusalén, pasaba por los confines entre Samaría y
Galilea,
12y, al entrar en un pueblo,
salieron a su encuentro diez hombres leprosos,
que se pararon a distancia
13y, levantando la voz, dijeron:
«¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!»
14Al verlos, les dijo:
«Id y presentaos a los sacerdotes.»
El domingo pasado le suplicábamos a Jesús junto con los apóstoles que nos ayudara a
crecer en la fe. Este mismo tema se retoma con mayor profundidad en el relato de los diez
leprosos que termina con la frase de Jesús al samaritano: “Tu fe te ha salvado” (17,19).
El tema de la “fe” sigue presente también hoy.
Una vez más, en la línea del evangelista Lucas, vemos cómo la misericordia de Jesús
(17,13) se muestra grande. Pero ¡cuán importante es comprenderla y agradecerla!
Sigamos, entonces, las etapas de esta primera catequesis sobre la oración descubriendo el
itinerario del texto que se desarrolla mediante dos encuentros con Jesús siguiendo la
dinámica “pedir” y “agradecer”:
La primera parte del relato nos informa acerca de un encuentro con Jesús: cómo un grupo
de diez leprosos sale al encuentro de Jesús para pedirles que los cure. En lugar de
curarlos en el lugar, Jesús simplemente los manda ir y mostrarse a los sacerdotes. Cuando
ellos fueron en obediencia a su palabra, se dieron cuenta de que habían sido curados (por
la fuerza interna de la obediencia a la Palabra).
Distingamos: (1) la introducción (17,11-12), (2) la petición de los leprosos (17,13), (3) la
respuesta de Jesús (17,14ª), (4) la verificación de la curación (17,14b).
¿Pero en qué punto concreto del camino se encuentra Jesús en este momento? Lo más
lógico es suponer que se encuentra en medio del valle del Jordán, donde trazan los límites
entre Samaría y Perea (tengamos en cuenta que la región de Perea será reconocida más
tarde como parte de Galilea). La referencia a los “confines entre Samaría y Galilea”
parece reflejar la geografía política de los tiempos del evangelista.
No conocemos el nombre del pueblo al cual Jesús entra (ni ayudaría mucho saberlo). El
hecho es que Jesús hace una parada en medio del viaje. Allí le salen al encuentro –por
iniciativa propia- diez leprosos que se paran “a distancia”. Esta brevísima indicación nos
deja entender que ellos se encuentran fuera de la casa donde está Jesús, aunque lo más
probable es que estén fuera del pueblo.
Al mencionar a los leprosos que “se pararon a distancia” se deja ver su doble desgracia:
su enfermedad física y también su marginación social y religiosa. El evangelio habla de
“lepra”, si bien hoy se piensa que esta denominación no coincide necesariamente con la
enfermedad que hoy lleva su nombre (científicamente conocida como el “vacilo de
Hansen”). Tengamos presente que en los tiempos bíblicos se denominaba de forma
genérica como “lepra” a una amplia variedad de enfermedades de la piel vistas –eso sícomo
altamente contagiosas; algunas eran curables otras no.
Esta mención nos da la referencia para repasar un poco viejas lecciones de cultura
bíblica. Veamos: la situación de una persona sospechosa de lepra era grave, a ésta se le
apartaba de la vida social y sólo si lograba curarse se le reintegraba, pero no sin pasar
previamente por un riguroso “examen médico” y un ritual sacrificial en el Templo por
parte de un sacerdote (ver el procedimiento para el diagnóstico y el ritual en Levítico 13-
14). Todo esto implicaba una inversión considerable de tiempo y nuevos gastos.
Pero, ¿qué tan frecuentes eran estas curaciones? Para muestra un botón: según la
mentalidad rabínica la curación de un leproso era tan difícil como levantar a una persona
de la muerte.
Puesto que las posibilidades de recuperación eran mínimas, no nos debería extrañar
entonces que una persona tratara de salir desesperadamente de los límites de su
aislamiento cuando alguien pasaba cerca de su refugio fuera de la ciudad, mucho más si
decía que esa persona curaba enfermedades. Por eso el evangelio dice que los leprosos
tomaron la iniciativa.
Cuando se dice que ellos permanecen “a distancia”, se nos dice que están actuando
conforme a la Ley que les prohibía el contacto con la gente sana. Efectivamente, La
norma de Lv 13,46 dice que el leproso: “habitará solo: fuera del campamento tendrá su
morada” (ver también Nm 5,2). Aunque este “habitar solo” no hay que tomarlo
estrictamente, porque la desgracia sufrida llevaba a que los leprosos –echados de sus
familias- tuvieran que buscarse unos a otros y formar pequeños grupos, como
efectivamente se nota en este pasaje.
La “distancia” que mantienen es lo suficiente como para poder también sostener un
diálogo, recibir limosnas, medicinas, y sobre todo en este caso, para poder ser vistos por
aquél de quien esperan poder ser curados.
Hasta aquí todo transcurre conforme las costumbres de los tiempos bíblicas con las cuales
ya estamos familiarizados. Lo que no es normal, y se hará notar en la segunda parte, es
que la maldición de la lepra haya juntado un grupo de nueve judíos y un samaritano; se
trata de algo impensable si éstos estuvieran sanos.
Jesús los “ve” y les responde en estos términos: “Id y presentaos a los sacerdotes”
Este mandato de Jesús a los leprosos es al mismo tiempo (1) el epílogo normal de la
curación de un leproso según la normativa del Antiguo Testamento, como ya
describimos: un ritual de purificación religiosa; y (2) una prueba de la fe de ellos.
Llama la atención el que los leprosos sean enviados donde los “sacerdotes” (en plural).
Esto parece referirse al hecho de que se trata de un grupo mixto: judíos y samaritanos; o
sea, que cada uno vaya donde el que le corresponde. Hay que notar que no se les dice que
vayan al Templo, puesto al sacerdote se le busca dondequiera que esté; pero claro, puesto
que hay que hacer un sacrificio de animales, se supone que terminarán yendo al Templo.
(2) Una prueba para la fe en la palabra del Maestro
A diferencia de la curación del leproso en Lc 5,12-14, esta vez el envío donde los
sacerdotes ocurre antes de la curación. Lo que Jesús hace esta vez no es normal, porque la
ida donde los sacerdotes supone que ya se ha superado la enfermedad. Por eso dicho
envío tiene el valor de una prueba de la fe de los leprosos en el poder de la Palabra de
Jesús.
Hay un relato bastante conocido que va en esta misma dirección: la curación del leproso
Naamán el Sirio “según la palabra del hombre de Dios” (ver 2ª Reyes 5,14). Su historia
fue recordada por Jesús en su discurso inaugural en la sinagoga de Nazaret (ver Lc 4,27:
a propósito de la evangelización de los paganos). Según este relato del Antiguo
Testamento, a Naamán el profeta Eliseo también le envió a realizar un rito de
purificación en el río, lo cual él consideró excesivamente simple: la curación fue con toda
la parafernalia, con todos los rituales complicadísimos que él se esperaba; sólo se le dio
una orden y así se puso a prueba su fe.
A los leprosos que han llamado a Jesús “Maestro”, se les pide ahora que se sometan al
poder de su Palabra; lo mismo que Simón Pedro cuando en el día de su vocación, dentro
del lago, dijo “en tu Palabra echaré las redes” (5,5).
2.4. La verificación de la curación (17,14b)
Termina la primera parte de nuestra historia así: “Y sucedió que, mientras iban,
quedaron limpios”.
Hasta aquí tenemos una historia de curación que pone de relieve la misericordia de Jesús
con los marginados, el poder de la palabra y la obediencia en el discipulado (temas muy
del gusto de Lucas). Pero este relato tiene una segunda parte completamente novedosa
que saca a la luz nuevos temas propios del maravilloso evangelio de Lucas: la oración y
la acogida de un samaritano (acogida del enemigo); digámonoslo claramente: ¡un
samaritano que ora dando gracias!
Esta segunda parte comienza con un giro inesperado: “uno de ellos, viéndose curado, se
volvió…” (17,15ª). Uno de los curados no va donde los sacerdotes sino que emprende el
camino de regreso donde Jesús. Se realiza entonces un segundo encuentro con Jesús.
3.1. El regreso de uno de los leprosos y su gesto de gratitud a los pies de Jesús
(17,15-16)
Podríamos comparar lo que hace el leproso curado con el comportamiento de los pastores
en la noche de la navidad (en este mismo evangelio): cuando los pastores “ven” lo
sucedido en Belén (2,15-18; nótese la repetición del término “ver”), “se volvieron
glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían visto y oído” (2,20). Los
términos son los mismos en ambos casos.
También aquí notamos la diferencia con el leproso de 5,12, quien se arrodilló antes de la
curación y no después (lo mismo sucede con Jairo en 8,41). No sabemos con qué palabras
el leproso de este relato le agradeció a Jesús, pero el gesto que realiza es diciente: se
postra completamente ante él.
Ciertamente hay una confesión de fe implícita puesto que este hombre pone al mismo
nivel el “glorificar a Dios” con el “postrarse a los pies de Jesús”.
Ahora Jesús toma la palabra para responder al gesto del samaritano. De esta forma le da
conclusión al episodio.
Jesús primero le habla a todos los presentes y luego al samaritano: (1) delante de todos
destaca el hecho de que sólo el samaritano regresó para darle gracias a Dios; y (2) al
samaritano mismo lo levanta del piso y lo envía declarando la realidad de su salvación
gracias a su fe.
Como en una cascada Jesús plantea tres preguntas que le corresponde responder al lector
(esto nos recuerda el evangelio del domingo pasado, sólo que esta vez no se trata de una
parábola). Se trata de preguntas lógicas que traen implícita la respuesta:
(1) “¿No quedaron limpios los diez?”. Respuesta de quien leyó el v.14: “sí”.
(2) “Los otros nueve, ¿dónde están?”. Respuesta obvia: “siguieron derecho su camino”.
(3) “¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?”. Aquí es
mejor no responder sino aplicarse el llamado de atención implícito para poder decir
luego: “yo también quisiera dar gloria a Dios”.
Jesús presenta al samaritano como ejemplo del que sabe hacer el camino de la
espiritualidad de la gratitud. Esto lo comprendemos mejor si nos percatamos de que en
sus palabras se nota una queja hacia el pueblo judío que se enorgullece de confesar al
verdadero Dios de quien procede la salvación (ver Jn 4,22). Como se nota en este caso
concreto: el “no judío”, que no tienen privilegios religiosos de ninguna naturaleza,
muestra que tiene una mejor comprensión de la obra de Dios y de la dinámica de la
salvación.
El acto de culto del leproso samaritano –doblemente marginado por su raza y por su
enfermedad- muestra que estamos ante la nueva realidad del Reino: los “pequeñitos” son
los que comprenden la revelación, no los “entendidos” (Lc 10,21). ¡Qué tremendo peligro
acecha a quien se habitúa a Dios y somete la relación con él a la lógica de los derechos
adquiridos! ¡Quien menos espera, consciente de su indignidad, siempre sabe apreciar la
belleza del don cuando éste llega!
Este dejarse sorprender y maravillar por lo novedoso de Dios, entendiendo que no obra
por nosotros “porque le toca hacerlo” sino sencillamente porque nos ama, es el
presupuesto fundamental de la espiritualidad de la gratitud que ejemplifica el samaritano.
Las últimas palabras de Jesús son para el samaritano: (1) le ordena levantarse de la
adoración y (2) seguir su camino. Si comparamos los otros casos en los que Jesús dice
una frase similar, entenderemos que lo que Jesús hace no es despedirlo sino invitarlo al
seguimiento (ver 7,50; 8,1-3; y más claramente el caso del ciego donde al “vete” se le
responde con el “seguir”, 18,42-43).
Con los dos imperativos que pronuncia (“levántate y vete”), Jesús sigue comportándose
como “Maestro”. La primera orden que Jesús lo llevo a los diez leprosos a aprender la
obediencia de la fe; en esta segunda orden dirigida al único que volvió para agradecer, la
fuerza de la Palabra de Jesús inserta al hombre sanado en la dinámica viva del
discipulado (que no es sino el ejercicio continuo de la fe en todos los aspectos de la vida).
Y viene la tercera y última frase de Jesús, que es una bella declaración que sintetiza todo
lo vivido en los dos encuentros con él: “Tu fe te ha salvado”. Es la tercera vez que
escuchamos semejante frase: Jesús se la dijo a la pecadora que “mostró mucho amor”
(7,47), a la valiente hemorroísa para quien bastaba con “tocar el borde del manto” de
Jesús (8,44); luego al ciego de Jericó que perseveraba en su clamor “a la orilla del
camino”, se le dirá también (18,42).
(1) La relación con Dios que se ejerce en la oración debe integrar muy bien la “petición”
y el “agradecimiento”. No sólo recibir sino también dar, siempre en esta doble vía debe
caminar la oración. Frente a los dones recibidos Jesús dice expresamente que hay que
“dar gloria a Dios” (17,18).
En conclusión…
Proponemos hoy una lúcida página de San Bernardo de Claraval sobre la “gratitud”.
Notemos cómo parte del texto, pero luego –en la meditación- le van surgiendo intuiciones
de gran proyección sobre la vida de oración.
“„¿No quedaron limpios los diez?, Los otros nueve ¿dónde están?‟ (Lc 17,17). Pienso
que se acuerdan de estas palabras del Salvador, quien reprobaba la ingratitud de
aquellos nueve.
En el texto se puede ver cómo todos supieron orar bien diciendo: „Jesús, Maestro, ten
compasión de nosotros‟ (Lc 17,13). Pero les faltó la otra cosa de que habla el Apóstol:
el agradecimiento. De hecho, no volvieron para darle las gracias a Dios.
También hoy vemos a muchos empeñados en pedir aquello que necesitan, pero vemos a
muy pocos preocuparse por agradecer aquello que recibieron.
Y no es que esté mal pedir con insistencia; pero el ser ingratos le quita fuerza a la
petición. Y hasta, tal vez, sea propio de clemencia el negarle a los ingratos el favor que
piden. Que no nos pase a nosotros el que seamos tanto más acusados de ingratitud,
cuantos mayores sean los beneficios que recibimos. Y, pues, es propio de la misericordia,
en este caso, negar misericordia (…)
Mira, por tanto, que no todos lucran con la cura de la lepra de la vida mundana, cuyos
pecados todos conocen; porque algunos contraen un mal peor, el de la ingratitud; mal
que es tanto peor pero cuanto más interno es (…)
Feliz de aquel samaritano, que supo reconocer que no tenía nada no hubiera recibido, y
regresó para agradecerle al Señor.
Feliz de aquel que, ante cada don, se vuelve siempre para Aquél en quien reside la
plenitud de todas las cosas.
Porque cuando nos mostramos agradecidos por cuanto recibimos, ampliamos más en
nosotros el espacio para recibir un don todavía mayor”.
(San Bernardo, Sermón XXIII: “De discretione spiritum”, en “De diversis”, 23,5ss)
5. Cultivemos la semilla de la Palabra en lo profundo del corazón
Estamos hoy ante un texto que no queremos dejar pasar desapercibido. Intentemos hoy un
ejercicio de “meditación”, mirándonos en el espejo del texto, ayudados por estas (y otras
que puedan surgir) pistas:
5.1. Reconstruyamos el itinerario interno del texto: (1.1) Con relación a Jesús: ¿Qué dice
en cada una de sus intervenciones a los diez leprosos, al auditorio y al samaritano? ¿Qué
lo caracteriza? ¿Qué espera que nosotros hagamos? ¿Qué “salvación” nos propone? (1.2)
Con relación al leproso samaritano: ¿Qué pasos da el camino de la fe “completa” del
samaritano? ¿Qué dice y qué hace? ¿Qué actitudes tiene? ¿Cómo Jesús lo hace avanzar
en el discipulado? (1.3) En síntesis: ¿Qué proceso de discipulado se propone en este
pasaje?
5.2. Cuando me dirijo a Dios para expresarle los sufrimientos de mi familia, las
necesidades de mi comunidad o las mías propias: ¿Con qué actitud lo hago? ¿Busco a
Jesús solamente para parar de sufrir o alcanzar favores? ¿Qué enseñanza nos da al
respecto pasaje de este día? ¿Cuál es la lección sobre la oración?
5.3. En el caso es curioso que el sufrimiento une a los enemigos pero cuando están
curados ya no: ¿Cómo se explica esto? ¿Qué nuevo tipo de relaciones habría debido
provocar la curación de todos los leprosos? ¿Qué implica una acción de gracias
comunitaria?
5.4. ¿Me considero una persona “agradecida”? ¿Las relaciones con mis seres queridos se
basan en los derechos adquiridos (por ejemplo: “es que es mi esposa y ella tenía que
traerme el café”) o en un impulso de amor que evita los reclamos por lo que esperaríamos
que se hiciera por nosotros? ¿Nos dejamos sorprender siempre por cada uno de los
pequeños detalles de las personas que se ocupan y preocupan por nosotros? ¿Me estoy
acostumbrando a que me sirvan, tanto así que ya se me olvida dar las gracias?
5.5. “Dar gracias” en el evangelio (griego) se dice “Eucaristía”. ¿Mi acción de gracias es
eucarística? ¿Cómo fue la acción de gracias eucarística de Jesús? ¿Qué signo dio el
leproso samaritano de estar en sintonía con esta espiritualidad? ¿Qué esfuerzos concretos
voy a hacer para crecer en la gratitud con un estilo eucarístico?
P. Fidel Oñoro, cjm
Centro Bíblico Pastoral del CELAM
Anexo 1
Naamán, “Jefe del ejército del Rey de Aram, era hombre muy estimado y favorecido por
su Señor… era poderoso, pero tenía lepra” (5,1). La esclava judía de su esposa le contó
que existía el profeta Eliseo. Entonces Naamán dejó su país y vino a la casa del profeta
trayéndole regalos suntuosos.
El profeta Eliseo no salió a su encuentro sino que le envió un mensajero para decirle que
sumergiera el cuerpo siete veces en el río Jordán (5,10). Entonces Naamán se irritó
diciendo que, si las cosas eran así, no valía la pena desplazarse hasta ese río, las aguas de
los ríos de Damasco eran más eficaces que las de Israel.
Los servidores de Naamán calmaron los ánimos de su señor diciéndole que si Eliseo le
hubiera pedido una cosa extraordinaria la habría hecho, pues con mayor razón había que
hacer el gesto pedido por Eliseo.
Naamán terminó obedeciendo a Eliseo y su piel se curó: “Su carne se tornó como la
carne de un niño pequeño, y quedó limpio” (5,14; aquí comienza el texto que se
proclama en la liturgia).
Luego, con su escolta, regresó para agradecerle al hombre de Dios y adora al Dios de
Israel: “Ahora conozco bien que no hay en toda la tierra otro Dios que el de Israel”
(5,15).
Eliseo rechaza los regalos de Naamán como una forma de demostrar su integridad ética y
que decir que la curación no provino de él sino de Dios. Entonces Naamán da un nuevo
paso en su decisión de fe: llevar tierra de Israel hasta su país para adorar sobre ella al
Dios de Israel: “Tu siervo no ofrecerá sacrificios sino a otros dioses sino a Yahvé”
(5,17). Naamán considera que la tierra de los otros países está contaminada por la
presencia de los ídolos.
Este texto coincide con el del evangelio de hoy en diversos aspectos: el extranjero, la
obediencia de la fe y la adoración. Un buen ejemplo del camino espiritual de la acción de
gracias. Observemos, sobre todo, que en ambos relatos, la salvación sobrepasa la simple
curación física y que el dinero no juega ningún papel. La curación y la salvación son
gratuitas.
Este Salmo hace parte de los llamados “Salmos reales”, esto es, que celebran la grandeza
del reinado de Dios. En esta ocasión oramos con sus primeros cuatro versículos
completos.
Pero los profetas hacieron otra lectura de los acontecimientos. Para ellos, Dios permitió
esta prueba con el fin de purificar a su pueblo de sus infidelidades a la Alianza. Cuando el
castigo termina, Dios hace volver a su pueblo de la cautividad. ¡Él es el más fuerte!
Yahvé se muestra tan fuerte que no se limita a repetir lo que ya hizo en otro tiempo,
cuando la salida de Egipto. Él hace obras nuevas. Y a realidades nuevas, cantos nuevos.
De aquí el cántico al cual este salmista nos invita: “¡Cantad a Yahvé un canto nuevo!”
(v.1ª).
Pero él no menosprecia a los otros pueblos sino que se revela igualmente a las naciones:
“a los ojos de las naciones ha revelado su justicia” (v.2b). Lo que revela es “su
justicia”: él es un Dios justo.
En cuanto cristianos, podemos hacer fácilmente nuestra esta oración. Por medio de Jesús,
Dios
(2) el valor del sufrimiento del Apóstol como una contribución para la salvación de los
elegidos (“Estoy sufriendo… todo lo soporto por los elegidos”; 2,9.10) y
Esta última idea es desarrollada con la citación de un himno que ya conocen desde antes
de la carta, “Es digna de fe esta palabra….”; 2,11ª). Este es el canto con el cual termina
nuestro pasaje. Sus cuatro condicionales (“Si” tal cosa, “entonces” tal otra) conducen a
una descripción de la vida que le aguarda al cristiano por su fidelidad en la fe: “viviremos
con él”, “reinaremos con él”, “él permanece fiel”.
(J.S. y F.O.)
Anexo 2
En este domingo y en los próximos dos, estará presente en la liturgia de la Palabra uno de
los temas favoritos de san Lucas: la oración. En este domingo se subraya la primacía de
la glorificación y de la acción de gracias; en el siguiente se aborda la oración de súplica e
intercesión, basada en la fe; y en el siguiente se valora la humildad como atributo del
verdadero orante.
II
Las lecturas de este Domingo proporcionan una excelente oportunidad para hacer una
catequesis sobre el sentido de la “Eucaristía”, partiendo de la experiencia humana del
pedir, recibir y agradecer. Sugerimos el uso de la Plegaria Eucarística IV (siempre con su
respectivo prefacio) por ser la que mejor expresa la alabanza y la contemplación.
III
Anexo 3
“Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer”
Comencemos orando…
“Señor, en el evangelio de hoy
nos presentas a una viuda
que clama con instancia,
como modelo de oración.
Introducción
Hemos completado algunos años con este servicio semanal, escrutando la Palabra del
Evangelio dominical con la ayuda de la Lectio Divina. Penetrar la riqueza de los
evangelios buscando en ellos el alimento de la vida interior y la fuerza dinamizadora del
seguimiento de Jesús en nuestro contexto histórico, ha sido un ejercicio arduo pero
reconfortante. Recordemos lo que san Jerónimo nos decía al respecto:
“Aunque cada pasaje de los Divinos Libros tenga una cáscara viva y cambiante,
su médula es más dulce aún.
Quien quiera saborear la almendra, que rompa la cáscara”
(Carta 58,9.1).
Después del episodio del leproso samaritano curado por Jesús, aquél que volvió para
agradecer, siguiendo el itinerario del evangelio de Lucas que se nos propone para los
domingos, nos saltamos los 18 versículos restantes, todos ellos dedicados al tema de la
manifestación del Reino de Dios y el regreso del Hijo del hombre.
Entramos así al capítulo 18 que nos recibe en sus primeros ocho versículos con la
segunda catequesis de este nuevo ciclo sobre la oración. Ésta responde a la pregunta:
¿Cómo vive el discípulo el tiempo de espera de la segunda venida de Jesús? La pregunta
es pertinente porque en la historia, el discípulo tendrá que vérsela con muchos problemas
que ponen a prueba su fe.
3
Aparece así entonces el nuevo tema: “La oración perseverante a la hora de la prueba”,
como se anuncia desde la introducción del texto (San Pablo también nos presenta una
enseñanza parecida en 1ª Tesalonicenses 5,17). Abordando directamente el asunto de la
impaciencia ante la injusticia, Jesús cuenta la “parábola del juez corrupto y la viuda
importuna” y nos ilumina con su anuncio de “la justicia cierta y pronta de Dios”, la cual
tiene su tiempo.
La nueva enseñanza sobre la oración –dirigida a los “discípulos” de Jesús (ver 17,22)-
viene al encuentro del sentimiento de desesperación del hombre ante la paciencia de
Dios. ¿Cómo entender el misterio de un Dios que “hace esperar” a sus elegidos? (18,7).
1. La oración en tiempos de crisis
“Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer”
(18,1).
No nos referimos aquí a una especie de cansancio físico o mental, sino a algo más de
fondo que puede abatir nuestro corazón orante: llegar a perderle sentido a la oración
cuando notamos que no hay respuesta, cuando no se dan los cambios esperados y
presentimos entonces cierta ausencia (¿o quizás apatía?) en nuestros asuntos del Dios que
conocimos como Todopoderoso.
Digámoslo en otros términos: es duro tener alguna vez la percepción de que la realidad
contradice lo que nuestra fe espera que suceda. Por eso es posible que lleguemos a
lamentarnos: ¿Pero será que Dios es justo? ¿Entonces, en medio de tanta maldad e
injusticia que constatamos en el mundo, por qué no se manifiesta? ¿Algún día habrá
justicia? En este mismo sentido clamaban los mártires del Apocalipsis:
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Los cuestionamientos pueden surgir también a nivel personal: ¿Por qué me va mal?
¿Cómo se explica que mis peticiones no tengan respuesta? ¿Será que verdaderamente le
importo al Señor? ¿Valdrá la pena seguir creyendo en él? Hasta que bajamos la guardia y
decimos: ¿Para qué seguir insistiendo en la oración?
La oración se deja a un lado
Es en situaciones como ésta cuando la “fe” flaquea (recordemos cómo había sido de
maravilloso el camino de fe del leproso samaritano), se siente cierto desconsuelo y como
consecuencia la oración se viene al piso; porque al fin y al cabo, la oración es el ejercicio
de la fe, ésta es como la llama que necesita del aceite de la fe para arder.
Esto es lo que describe el término “desfallecer” en el comienzo del pasaje de hoy (18,1).
Estos son los sentimientos:
Desánimo que paraliza (como sucede también cuando Pablo habla de la caridad:
2ªTes 3,13; Ga 6,9).
Desespero que lleva a “tirar la toalla” (como sucede cuando Pablo se refiere a las
dificultades del ministerio: 2ª Cor 4,1; 4,16; Ef 3,13).
Hastío que lleva a sentir repulsión (como notamos en pasajes del Antiguo
Testamento en la versión griega que también usa éste término: Gn 27,46; Nm
21,5; Prov 3,11; Is 7,16).
Todos estos matices del término “desfallecer” nos llevan a una misma realidad: la muerte
de la vida de oración como consecuencia de una crisis mal llevada.
¿Qué quiere inculcar Jesús? Lo notamos en las tres convicciones que sostienen la nueva
enseñanza sobre la oración:
Como lo indica esta primera frase del texto, Jesús parte de una realidad positiva:
la oración –en cuanto tensión permanente del corazón hacia Dios- debe
caracterizar la vida entera del discípulo en todo instante, no puede venirse al piso
(18,1).
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Como podemos ver el Señor no permanece indiferente ante los momentos difíciles de la
vida del discípulo: ¡Jesús se pronuncia ofreciéndoles esta enseñanza!
El hijo conductor de la enseñanza es la “justicia de Dios”. Notemos cómo se va
repitiendo la expresión “hacer justicia”:
(2) Un caso para reflexionar: la parábola del juez corrupto y la viuda importuna (18,2-5)
(3) Aplicación de la parábola: la justicia cierta y pronta de Dios (18,6-8)
Éste escuchaba la acusación, luego intentaba conciliar las partes haciéndole reparar al que
juzgaba culpable el daño causado.
Se dice que este juez “ni temía a Dios ni respetaba a los hombres” (18,2b). Con esta
frase se describe a un juez corrupto que, como decimos hoy, “pasa por encima de lo que
sea”: Dios y la gente. ¡Su desvergüenza ha llegado al colmo!
¿Qué hay detrás de esto? Sabemos que en las aldeas orientales en los tiempos de Jesús las
personas más influyentes –generalmente gracias a su riqueza- gozaban de privilegios y el
común de la gente no se atrevía a tocar nada que hiriera sus intereses; con su influencia
ellos podían incluso hacer inclinar la balanza de la justicia a su favor.
Este juez, por su venalidad, no tiene ética. “No le teme a Dios”: en el Antiguo
Testamento “temer a Dios” es temerle en cuanto juez, por lo tanto este hombre no parece
tomarse en serio el juicio de Dios quien vela por la equidad y pune a los malos jueces. A
él no le importa nada el juicio al que podría ser sometido por su parcialidad hacia
aquellos que están en condiciones de sobornarlo. En consecuencia “tampoco respeta a
los hombres”. Pero aunque es indigno de su cargo, él es el juez.
El otro personaje de la parábola es una viuda. Ésta es una de las cinco viudas que se
mencionan en el evangelio de Lucas (las otras son Ana, en 2,37; la viuda de Sarepta, en
4,25; Viuda de Naím, en 7,12; y la viuda que dio la más pobre donación en el Templo,
en 21,2).
Una viuda –junto con los huérfanos- era en el mundo bíblico una típica persona
necesitada de ayuda: por el hecho de no gozar de la protección de un marido siempre
estaba expuesta para que se aprovecharan de ellas. La viuda es débil y vulnerable. Es tan
cruel la situación de una viuda en Israel que el libro de las Lamentaciones llega a
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comparar –cuando el exilio a Babilonia- a la arruinada ciudad de Jerusalén con una viuda
(ver Lm 1,1).
Porque las viudas eran uno de los rostros más concretos del pobre y porque el machismo
cultural del ambiente llevaba a que no les tuviera en consideración, las Leyes bíblicas
velan por sus derechos. Por ejemplo el mandamiento “no oprimirás a viuda ni a
huérfano” (Ex 22,21); llama la atención que en el libro del Deuteronomio se ordena
hasta once veces que sean protegidas (ver Dt 10,18, 14,29, etc.). Los profetas velarán por
el cumplimiento de la norma (ver Is 1,17).
No es extraño que en los Salmos, cuando se habla de los desvalidos de la sociedad, las
viudas aparezcan siempre en la lista y que Dios se apersone de su causa, tal como lo dice
la inolvidable oración en que se le invoca diciendo: “Padre de los huérfanos y tutor de
las viudas es Dios en su santa morada” (Salmo 68,6).
La viuda viene donde el juez para procurar que se le haga justicia: “¡Hazme justicia
contra mi adversario!” (18,3).
Dicho “adversario” parece ser una persona que se está aprovechando de ella. La injusticia
podría estar relacionada con
o con los acreedores del marido difunto que ahora quieren despojarla de lo poco
que le queda y mandarla a la calle,
o a lo mejor –lo cual parece más probable- con el reclamo para que se le pague lo
que se le debe: una viuda a quien no se le paga lo debido queda expuesta a una
situación vergonzante.
De cualquier forma todo parece confluir en un abuso frente al cual la viuda se declara
indefensa. Su situación es grave y pide urgente solución.
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2.2. La renuencia del juez y su final decisión de hacer justicia ante la presión de la
viuda (18,4-5)
(1) Primer momento: la renuencia del juez, “Durante mucho tiempo no quiso” (18,4ª)
Como ya lo hemos notado, la petición de la viuda durante largo tiempo cae en saco roto:
le dan largas a su asunto. Aunque el juez –tal como lo pide la norma- tiene el deber de
darle precedencia, se niega a hacerlo. El “no quiso” puede indicar “pereza” pero como ya
anotamos en el contexto descrito, lo más probable sea el “no querer” tener que
enfrentarse con el poderoso oponente de la viuda y caer en desgracia con sus amigos y
benefactores.
(2) Segundo momento: la reflexión y decisión final del juez, “Voy a hacer justicia”
(18,4b-5).
Aunque…
puesto que…
haré esto…
de manera que…
El juez decide “hacer justicia”, viendo la molesta insistencia de la viuda que ya comienza
a amargarle la vida, prevé que pueda sobrevenirle algo peor.
Algunos ven en este momento el temor del juez a la acusación pública que podría hacerle
una viuda furiosa. Pero en realidad para este juez apoltronado en su cargo, que “no teme
a Dios ni respeta a los hombres”, esto no significaría nada.
Quizás haya que leer en esta frase una agresión física. La traducción de la Biblia de
Jerusalén dice “para que no venga a importunarme”, lo cual corresponde bien a la idea
de fondo. Pero anotemos que el término griego que aquí se pone, literalmente significa
“golpear debajo del ojo” o “dejarle el ojo negro a alguien”. El dicho “dejarle el ojo
colombino a alguien” es conocida entre nosotros. Para ser más gráficos veamos cómo el
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mismo Pablo la usa en 1 Corintios 9,27, inspirándose en el mundo del boxeo. Pues bien,
éste parece ser el argumento que finalmente convence al juez.
No hay duda que suena chocante la posibilidad de hacer una comparación entre un juez
éticamente censurable y Dios. Pero precisamente aquí está la belleza del texto, se trata de
una antítesis que pone de relieve la diferencia: el proceder de Dios con los pobres que le
claman es completamente opuesta a la del juez corrupto. Lo único que tienen en común,
Dios y el juez, es que harán “justicia pronto” (18,8ª) a aquel que clama insistentemente,
pero ciertamente las motivaciones de cada uno son diferentes.
Para captar mejor el mensaje pongámosle atención: (1) al modo como Jesús hace la
reflexión, (2) al idea de “justicia divina” que está en trasfondo y (3) las ideas que se
desprenden de sus palabras.
(1) Una invitación a poner cuidado asumiendo una actitud analítica: “Oíd…” (18,6)
(2) Una pregunta lógica que confronta el comportamiento del juez (quien actúa en el
presente: “oíd lo que dice…”) con el de Dios (quien actuará en el futuro: “hará
justicia”): “¿No hará justicia a sus elegidos, que están clamando a él día y noche, y les
hace esperar?” (18,7).
(3) Una respuesta enfática que afirma la fidelidad del Dios de la Alianza a aquellos que le
pertenecen: “Os digo que les hará justicia pronto” (18,8ª).
(4) Una nueva pregunta, esta vez abierta, que invita a los oyentes presentes a reflexionar
sobre su propia fidelidad a Dios: “Pero cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará
la fe sobre la tierra?” (18,8b).
Todo apunta finalmente al “Pero” que introduce la última frase. Una vez que la
“fidelidad” de Dios puede darse por descontada, todo recae sobre nosotros: ¿Seguimos
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todavía en pie, sosteniendo nuestra fidelidad en la vida de discipulado –la fe- y el
compromiso con la justicia –cuyo indicador es la oración perseverante-?
3.2. El trasfondo: El Dios del Reino hace justicia velando por los derechos de los
pobres y sufridos (Eclo 35,12-20)
A veces, cuando queremos hablar del rostro de Dios que nos revela Jesús, por enfatizar la
revelación del “Dios-Amor” rechazamos con aversión la idea de “Dios-Juez”. Si estamos
pensando que “Dios-juez” quiere decir que él nos vigila para tomar nota de nuestros
errores y aplicarnos el castigo merecido, a lo mejor tengamos razón. Pero no es esto lo
que la Biblia quiere decir cuando nos presenta a Dios-Juez. De hecho el “amor” y la
“justicia” no se oponen sino que se dan la mano: no puede darse el uno sin el otro.
Cuando se presenta a Dios como juez en acción lo que se quiere decir es que él “hace
justicia”. Precisamente porque Dios nos ama es que “hace justicia” interviniendo en los
factores negativos que hacen de la vida humana una desgracia. Pero viene la otra cara de
la moneda, el “hacer justicia” implica también el actuar positivo de Dios que restaura la
vida del ofendido.
A veces olvidamos esta dimensión positiva del “hacer justicia”. De hecho el actuar de
Dios siempre está relacionado con su proyecto creador, el cual tiene como finalidad la
vida, el crecimiento y la plena felicidad del hombre. La “justicia”, entonces, es el nuevo
orden de cosas querido por Dios en el cual todos son tomados en consideración y se
realiza el plan de salvación (con todas sus implicaciones).
La “justicia” no es diferente de esto y no hay que temerla, todo lo contrario: hay que
desearla y suplicarla. Más bien, quien debe temerla es aquel que se considera responsable
de la “injusticia”, todo el que somete a los demás a sus propios intereses y va en contravía
contra el proyecto de Dios.
Esta manera de ver a Dios viene desde el mismo Antiguo Testamento. Un texto tardío
retoma bellamente el anuncio de que Dios no es indiferente ante el sufrimiento humano,
sino todo lo contrario. Vale notar que en este texto se mencionan prioritariamente las
viudas y los huérfanos –imagen del pobre- y que tiene un gran parecido con el texto que
hoy estamos leyendo. Lo transcribimos:
(Eclesiástico 35,12-20)
La venida de Jesús, con todos sus dones mesiánicos, es la respuesta de Dios al clamor del
hombre. Él ya vino, sigue viniendo constantemente y vendrá definitivamente con todo su
poder. Mientras tanto seguimos caminando en la historia comprometidos proféticamente
con el proyecto del Reino.
“Dios hará justicia…”: podemos estar seguros de la justicia de Dios, pero tengamos
claro que no se trata de algo inmediato (notar el futuro).
“…A sus elegidos…”: si el juez le hizo justicia a la viuda –que era una persona extraña
para él- cómo será entonces Dios con aquellos que son “suyos”. El Dios de la Alianza es
fiel con sus compromisos ahora y en el tiempo final.
“…Que están clamando a él día y noche…”: en esta relación de Alianza con Dios hay
que atreverse a expresar las necesidades con la confianza de que serán atendidas. Claro
está, las necesidades presentadas tienen que ver con la vivencia de la “elección”.
“…Y les hace esperar”: La aparente dilación de tiempo por parte de Dios para responder
a los “elegidos” tiene que ver con la expectativa de la conversión de los injustos y con la
maduración en la fe de sus discípulos. Dios piensa en los justos pero también en los
injustos. Por tanto, el presente es tiempo de evangelización y de compromiso profético.
¿Ellos tendrán que esperar mucho tiempo? Respuesta: Dios no es como el juez
que tuvo ser presionado para que se ocupara de la viuda, él responderá pronto.
Hay un intervalo necesario de tiempo antes de la intervención final de Dios, si bien al
“elegido” -en su situación de aflicción- puede parecerle que éste es excesivo. El cuándo
no lo sabemos.
Puesto que el Hijo del hombre es la respuesta de Dios a la justicia que esperan sus
elegidos cabe aquí el tema de la fe en Jesús. Se dice “la fe” (con artículo) como una
manera de indicar el aceptar a Jesús y a su mensaje, por tanto describe una vida de
discipulado.
En conclusión…
Hoy el evangelio nos educa en una oración intensa y visceral. La oración, que a la manera
de la viuda siente en carne viva el dolor propio y el ajeno, es el signo de una esperanza
viva que permite recorrer –en el seguimiento del Maestro- el tiempo que nos separa del
encuentro definitivo con el único que puede colmar plenamente nuestras necesidades. En
ese espacio, comprendiéndolo mejor a él y a nosotros mismos, la comunión madura.
Las pruebas de la vida no son para claudicar en la fe sino para crecer en ella.
Por lo tanto tiene sentido vivir la noche –con la lámpara de la oración perseveranteporque sólo así
llegará el amanecer.
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Hoy seleccionamos dos textos de San Agustín. En el primero hace una exhortación para
que no dejemos de orar; notemos en él cómo describe el ciclo de vida de la oración en un
creyente. En el segundo hace una lectura alegórica de los personajes de la parábola,
viendo en la viuda una imagen de la Iglesia.
“Muchos casi no oran. Al comienzo de su conversión oran con fervor; después oran sin
ganas; finalmente con frialdad y, en consecuencia, con irregularidad: ¡como si ya
estuvieran seguros!
Puede que sea postergado, pero no se nos quitará todo aquello que prometió darnos.
Seguros de su promesa, no dejemos de orar, sabiendo que también esto es un don suyo.
Es por eso que se dice en el Salmo: „Bendito sea Dios, que no ha rechazado mi
oración, ni su amor me ha retirado‟ (Salmo 66,20).
Cuando veas que tu oración no se apartó se de ti, ¡quédate tranquilo! Tampoco te fue
retirada su misericordia”
(San Agustín, Enar. In Ps. 65,24)
“En nuestra parábola, el juez inicuo es presentado no por razones de semejanza, sino de
contraste. El Señor pretendía mostrar cuánta certeza tienen aquellos que oran con
perseverancia a Dios, quien es fuente de justicia y de misericordia y de todo lo más noble
y elevado que se pueda decir o escuchar. Para mostrar eso mismo, presentó a aquel juez
para el cual, a pesar de ser extremamente inicuo, la perseverancia de la orante tuvo un
valor tal que obtuvo la satisfacción del deseo que quería ver cumplido.
En cuanto a la viuda, puede considerarse imagen de la Iglesia en la medida en que en el
tiempo presente, hasta la venida del Señor, está sin marido. Si bien el Señor se ocupa de
ella también ahora”
(San Agustín, Cuestiones sobre los evangelios, II 45,2)
“Al terminar la Conferencia de Aparecida, en el vigor del Espíritu Santo, convocamos a todos
nuestros
hermanos y hermanas, para que, unidos, con entusiasmo realicemos la Gran Misión Continental.
Será un nuevo Pentecostés que nos impulse a ir, de manera especial, en búsqueda de los católicos
alejados y de los que poco o nada conocen a Jesucristo, para que formemos con alegría la
comunidad de
amor de nuestro Padre Dios.
Anexo 1
Sumario: “El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra”. Esta frase del
Salmo puede servir de clave para las otras lecturas de este domingo. En la primera
lectura, el Señor ayuda a su pueblo durante el tiempo que Moisés sostiene los brazos
levantados hacia él. Dios hace justicia a quienes claman a él día y noche, nos dice Jesús
en el Evangelio. Dios nos comunica su sabiduría por medio de las Escrituras, nos dice san
Pablo.
Al salir de Egipto, el pueblo de Israel comenzó su travesía del desierto bajo la dirección
de Moisés. No había pasado mucho tiempo cuando el pueblo comenzó a criticar al líder
Moisés y al mismo Dios porque no tenían agua.
El pueblo preguntaba: “¿Será que el Señor está en medio de nosotros, sí o no?” (17,7).
Obtuvieron una respuesta directa a la pregunta con la llegada del enemigo: “Vinieron los
amalecitas y atacaron a Israel en Refidim” (17,8; aquí comienza la primera lectura).
Para el narrador de la historia, es claro que Dios permite este ataque con la finalidad de
mostrarle al pueblo que él es su protector. Pero ésta no se recibe así, automáticamente,
sino que debe ser pedida.
Los enemigos que salen al encuentro de Israel son los Amalecitas: tribus del desierto. A
lo largo de su historia, Israel los mencionará como su típico enemigo: “Acuérdate de
Amalec”, dirá Moisés al final de su vida.
Moisés sostiene en la mano “el cayado de Dios” (17,9). Este gesto de levantar el bastón
nos remite a lo sucedido en el momento de pasar el mar: “Alza tu cayado, extiende tu
mano sobre el mar y divídelo, para que los hijos de Israel entren en medio del mar a
pie enjuto” (14,16). Cuando Moisés levantaba su bastón contra el enemigo, “prevalecía
Israel” (17,11) y el enemigo reculaba. Cuando lo bajaba, el enemigo avanzaba.
La lección: la victoria no viene por las fuerzas armadas conducidas por Josué, sino por
Dios. “¿Será que el Señor está en medio de nosotros, sí o no?” (17,7), se preguntaba el
pueblo. El bastón en la mano de Moisés les dio la respuesta.
Salmo 121
Puesto que es breve, oramos con el Salmo entero. Esto está bien, incluso porque se trata
de una de las bellas joyas del salterio y una de las más bellas oraciones de confianza de la
Biblia.
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El Salmo canta la expectativa del orante: cuando llegue al Templo sus la amorosa
intervención de Yahvé –“el que hizo el cielo y la tierra”- será mucho más clara: las
oraciones serán escuchadas.
El Salmo comienza con un diálogo (v.1). El peregrino que se dirige hacia el Templo de
Jerusalén discute con otro peregrino (“¿De dónde vendrá mi auxilio”, v.1b; o quizás se
trate de un peregrino que es acogido por un sacerdote en las puertas del Templo o de un
peregrino que discute consigo mismo) y pronuncia su confesión de fe: “Mi auxilio me
viene de Yahvé, quien hizo el cielo y la tierra” (v.2).
El Señor es presentado como un “buen pastor” que cuida con fidelidad, con firmeza y
ternura, a los suyos. El Señor como “guardián” vela amorosamente sobre cada persona
(“tu guardián”, v.3b)) y también sobre el conjunto del rebaño, es decir, la comunidad
entera (“el guardián de Israel”, v.4b).
Pablo nos remite a lo esencial, al verdadero combate que se da en el corazón del hombre:
el combate contra el mal. Para ello el arma más preciosa es la “Sagrada Escritura”.
Nosotros no tenemos ahora el enemigo externo de los Israelitas –según la primera
lectura- que eran los amalecitas. En cambio si tenemos que librar el combate contra el
mal, nuestro verdadero enemigo interior.
En este combate contra el mal, leer la Escritura Santa, es contemplar a Jesús, el nuevo
Moisés, y subir junto con él la montaña. Proclamar la Escritura es llamar para hacer la
subida. Proclamarla fielmente es cooperar comunitariamente, eclesialmente, a su oración,
sosteniendo junto con él las manos levantadas para el mal sea definitivamente vencido
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por la caridad que instruye “con toda paciencia y doctrina” (4,2) y “educa en la justicia”
(3,16), fortaleciendo así la personalidad cristiana en “la sabiduría que lleva a la
salvación mediante la fe en Cristo Jesús” (3,15).
(J.S. y F.O.)
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Anexo 2
La oración continua e incansable es el gran tema de las lecturas bíblicas de este domingo.
Es importante que toda la liturgia de la Misa aparezca verdaderamente en esta dimensión
de oración que le es propia.
II
Este domingo se celebra la jornada mundial de las misiones. Se hará la colecta para
apoyar las obras misioneras de la Iglesia. Sugerimos motivar la conciencia misionera
apoyándose en el mensaje del Papa Benedicto XVI para este domingo, así como en el
Documento conclusivo de Aparecida, el cual motiva la misión en el continente en esta
nueva etapa de la Iglesia en América Latina (en el anexo 4 colocamos un número de
Aparecida que puede ser útil para la motivación).
III
Primera lectura: Es fácil, sin embargo hay que tener en cuenta algunas palabras como
Amalec, Refidim, Josué, Aarón, Hur y otras. La manera como está dispuesta la lectura en
el leccionario (o sea, los párrafos, las sangrías, etc.) es muy útil para una buena lectura,
sugerimos tenerlo en cuenta. Con todo, esto no dispensa un estudio previo para hacer que
la lectura no sólo sea expresiva sino comprensible.
Segunda lectura: No tiene ninguna dificultad, pero debe ser leída respetando los tiempos
de pausa.
(V. P. – F. O.)
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Anexo 3
Somos testigos y misioneros: en las grandes ciudades y campos, en las montañas y selvas
de nuestra América, en todos los ambientes de la convivencia social, en los más diversos
„areópagos‟ de la vida pública de las naciones, en las situaciones extremas de la
existencia, asumiendo ad gentes nuestra solicitud por la misión universal de la Iglesia”.
(Documento Conclusivo de Aparecida No.548)
“Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás”
Comencemos orando:
Enséñanos a orar, Jesús,
con espíritu humilde,
abiertos a la obra
del Padre Creador
en nosotros
con la fuerza
generadora de vida
del Espíritu Santo.
Amén.
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Introducción
El domingo pasado la liturgia nos presentó la parábola de “la pobre viuda y del juez
inicuo”, con la cual se ilustraba la fuerza de una oración perseverante. Este domingo la
catequesis sobre la oración continúa con otra parábola, la “del fariseo y el publicano”.
Esta insistencia es importante, no es por acaso que una los temas importantes en la
formación del discípulo, según el evangelio de Lucas, es el de la oración.
18,9Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta
parábola:
10«Dos hombres subieron al templo a orar;
uno fariseo, otro publicano.
11El fariseo,
de pie, oraba en su interior de esta manera:
"¡Oh Dios!
Te doy gracias
porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros,
ni tampoco como este publicano.
12Ayuno dos veces por semana,
doy el diezmo de todas mis ganancias."
13En cambio el publicano,
manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo,
sino que se golpeaba el pecho, diciendo:
"¡Oh Dios!
¡Ten compasión de mí, que soy pecador!"
14Os digo que éste bajó a su casa justificado y aquél no.
Porque todo el que se ensalce, será humillado;
y el que se humille, será ensalzado.»
Profundicemos despacio en cada línea esta catequesis sobre la oración que nos ofrece
Jesús en el evangelio de Lucas.
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1. El texto y su contexto
La relación con Dios vuelve a colocarse sobre el primer plano. La última frase de Jesús
en el pasaje anterior fue la pregunta: “Cuándo venga el Hijo del hombre, ¿encontrará la
fe sobre la tierra?” (18,8). Esta la leímos como un llamado de atención sobre la actitud
que debe corresponder a la justicia inminente de Dios. Dios obra, es verdad, pero es muy
importante cómo nos presentamos ante él. El pasaje de hoy trata de la actitud correcta que
hay que tomar ante Dios, la que se ajusta a “la fe”.
Por ser parábola esta no es una “historia verdadera” sino una “historia que dice algo
verdadero”. Para ayudarnos a comprender cuál es la actitud “justa” del hombre con Dios,
Jesús propone dos ejemplos contradictorios: el del un fariseo y el de un cobrador de
impuestos.
El pasaje sigue una estructura a la que ya nos vamos familiarizando cada vez que leemos
parábolas lucanas:
2. La introducción (18,9)
Comienza el pasaje con la anotación: “(Jesús) dijo también a algunos que se tenían por
justos y despreciaban a los demás, esta parábola” (18,9).
Esta introducción anticipa el objetivo primario de la parábola: expresar un juicio sobre
aquellos que se presentan ante el Señor con la equivocada convicción de que son
“justos”, o sea, de que están perfectamente sintonizados con la voluntad de Dios por el
simple hecho de poner en práctica las normas legales y cultuales, al mismo tiempo que
desprecian a los demás.
En el presentarse como “justos” y al mismo tiempo “despreciar a los demás” hay una
contradicción interna. El Dios de la misericordia predicado por Jesús “es bueno con los
ingratos y perversos” (Lc 6,35).
¿Cómo era este desprecio de los demás? La parábola que sigue lo va a ilustrar. Pero
anticipemos un buen ejemplo de “desprecio por los demás” en la declaración altiva de un
grupo de fariseos en Juan 7,49: “Esa gente que no conoce la Ley son unos malditos”.
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La línea que demarcaba una clara división entre los fariseos y los demás era el
conocimiento de la Ley. Su actitud orgullosa se basaba en el poder que les daba el
conocimiento: “Yo conozco; tú eres un ignorante”, “Yo soy justo; tú eres pecador”, “Yo
tengo valor ante Dios y los demás; tú eres un pobre tonto”.
¿Cuál era la realidad que había por detrás de esta mentalidad? Por el mundo-ambiente de
los tiempos de Jesús, sabemos que el conocimiento “perfecto” de la Ley estaba reservado
para la clase privilegiada de los escribas, particularmente los del grupo de los fariseos,
quienes eran los más meticulosos. No era fácil conocer la Ley como la conocían estas
personas piadosas, por eso era complicado conseguir ponerse al nivel de ellos. Para
conocerla bien había que estudiar mucho tiempo, preferiblemente desde niños.
El hecho es que, puesto que la Ley era la expresión de la voluntad de Dios, solamente
quienes la conocían a fondo estaban en condiciones de cumplirla y presentarse como
“justos”. Los demás, quienes transgredían continuamente muchos de sus pormenores,
fuera por ignorancia o por falta de una disciplina espiritual estricta, automáticamente eran
clasificados entre los “pecadores”.
A aquellos que “se tenían por justos y despreciaban a los demás” Jesús les propone una
parábola que pone en el escenario, en el Templo (ante la presencia de Dios, que es quien
determina quién tiene valor ante él y quién no), a dos personajes que representan las
posturas extremas en torno al conocimiento y cumplimiento de las normas divinas: un
fariseo y un publicano.
Jesús se refiere al Templo de Jerusalén, el que conoció en su forma monumental con las
reformas arquitecturales queridas por el rey Herodes el Grande, y que en este tiempo
todavía tiene algunas partes en “obra negra”.
Para la mentalidad bíblica, el Templo de Jerusalén, era considerado como el lugar donde
el Dios de Israel moraba de un modo especial; era un signo de la presencia del Dios de la
Alianza que, sin perder su trascendencia, habita con su pueblo.
Había una convicción profunda de que éste era el lugar más propicio para ser escuchado
por Dios. Así se lo había pedido Salomón –el primer constructor del Templo- a Dios el
día de la consagración del edificio: “Oye pues la plegaria de tu siervo y de tu pueblo
Israel cuando oren en este lugar. Escucha tú desde el lugar de tu morada, desde el
cielo, escucha y perdona” (1ª Reyes 8,30).
Hasta el Templo “suben a orar” (lo cual concuerda bien con el “bajar” al final; 18,14b)
sugiere un acto formal y quizás peregrinación. Se dejan ver enseguida dos personajes que
el pueblo identifica con facilidad por sus comportamientos públicos: el típico santo (el
fariseo) y el típico pecador (el cobrador de impuestos).
¿Qué sucede al interior de la oración de cada uno de ellos?
Así se diferenciaban de los otros grupos judíos de su época: los saduceos, zelotas,
esenios.
Se caracterizaban por una estricta disciplina espiritual que los llevaba a tomar
distancia de los otros que no seguían las normas al pie de la letra.
Consideraban estar a una buena distancia física y espiritual de los “pecadores” y
de todo aquello que pudiera “contaminarlos”.
Para cumplir la voluntad de Dios en sus detalles mínimos los fariseos le daban mucha
atención a las obras externas. Éstas eran tantas que terminaban descuidando la actitud
interna que debía acompañarlas. Terminaban poniendo su confianza, como dirá Pablo, en
las “obras de la Ley”, logrando así una “justicia” –la actitud correcta que una persona
debe adoptar ante Dios- por las obras, es decir, por mérito propio.
La rigidez externa que descuida la actitud interna será duramente combatida en diversos
pasajes de los evangelios y es una de los motivos por los cuales el movimiento fariseo no
parece ser muy apreciado. Sin embargo, no hay que generalizar: no todos los fariseos
eran así, en los mismos evangelios encontramos fariseos dignos de grata recordación
como Nicodemo, José de Arimatea; en los Hechos se presenta al gran Gamaliel y uno de
sus discípulos más famosos, Pablo, quien –ya siendo cristiano- se vanagloriaba delante
del Sanedrín por haber “vivido como fariseo conforme a la secta más estricta de nuestra
religión” (Hch 26,5).
Los fariseos no eran los únicos a quienes se les podía aplicar el perfil de orante que
aparece enseguida; pero puesto que en general el movimiento fariseo era más reconocido
por su piedad externa estricta –la cual debía notarse más en ellos que en las otras
personas- se ganaron el cliché que se refleja en esta parábola (una caricaturización).
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Esto tiene su interés: cuando se ora en voz alta (pensemos por ejemplo en el rezo
comunitario del rosario o del breviario) la mente puede distraerse fugazmente y aún así
seguir orando. Si aquí se deja entender que ora con la boca cerrada (“diciendo en su
interior”) es que hay un buen nivel de concentración, lo cual –ahora que se vea el
contenido- indica que sabe muy bien lo que está cavilando. Su oración es una
murmuración.
Después de invocar a Dios (¡Oh Dios!) entona una acción de gracias (en hebreo
“agradecer” quiere decir también “alabar”) que se apoya en un doble listado: lo que no
hace (18,11c) y lo que sí hace (18,12).
La frase “no soy como los demás hombres” aparece como el núcleo de la alabanza, de
allí proviene su “hacer” distintivo:
- Lo que “no” hace: (a) Robar, (b) Cometer injusticias, (c) Cometer adulterios.
- Lo que “sí” hace: (a) Ayunar dos veces por semana, (b) Pagar el diezmo de todas
las ganancias.
Hacer oración declarando la propia inocencia no es extraño para quien conoce el mundo
de los Salmos, por ejemplo: “Odio la asamblea de los malhechores / y al lado de los
impíos no me siento. / Mis manos lavo en la inocencia / y ando en torno a tu altar,
Yahvé” (Salmo 26,5-6). Este estilo de oración encaja bien para un piadoso ilustrado, ya
que un estudioso de la Ley evita el contacto con la gente mala: “ni en la senda de los
pecadores se detiene, / ni en el bando de los burlones se sienta” (Salmo 1,1).
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Llama la atención que el fariseo que se autoconsidera diferente de todo el mundo, al final
enfatice: “Ni tampoco como este publicano”. Así el catálogo de vicios que son extraños a
su vida se corona con algo peor de lo que se ha librado: ser “publicano”. Si ya es
reprochable orar agradeciendo “no ser cómo los demás hombres”, mucho más lo es el
agradecer comparándose directamente con quien tiene a su lado. Aquí se le va la mano al
fariseo puesto que los Salmos no oran así. Su “piedad” cae en la vanidad que desprecia.
También en el catálogo de virtudes –la propaganda de sus buenas obras- se la va la mano
al fariseo; éste cumple la Ley y todavía un poquito más:
El ayuno es obligatorio una vez al año, en la fiesta de la “Expiación” (el “YomKippur”), y quizás
también en el aniversario de la “Dedicación” del Templo.
Existía también el ayuno voluntario, opcional, dos veces a la semana (los lunes y
jueves). El fariseo practica también éste último, esto indica que con frecuencia se
le debía ver con la cabeza cubierta de ceniza y los vestidos rotos, esperando que
Dios se apiadara de su miserable condición.
El diezmo –el 10% de todo lo que se adquiriera- debía ser pagado a los
sacerdotes. El fariseo dice “de todas mis ganancias”.
El ayuno y el diezmo son actos externos que no necesariamente prueban las disposiciones
íntimas del corazón. Ya en un pasaje anterior, Jesús había censurado esto: “Pagáis el
diezmo de la menta, de la ruda y de toda hortaliza, y dejáis de lado la justicia y el amor
de Dios” (11,42); entonces la “justicia” de este hombre se presenta como “justo” no
necesariamente es “justicia”.
El fariseo aparece aquí como la típica persona que pregona a los cuatro vientos lo que
hace, esperando el reconocimiento y la felicitación. Él se considera una persona superior
a todos los pecadores y su oración consiste en presentarle a Dios la factura de sus obras,
como una especie de orden de cobro de la recompensa. Al fariseo no se le ocurre pensar
que es un pobre pecador que tiene necesidad de la misericordia de Dios.
También aquí cuando decimos “publicano”, tenemos que hacer una precisión: no es el
típico de su grupo. Aquí no es el típico “pecador” sino el “típico” convertido que vuelve a
la casa del Padre (ver Lc 15,1-2).
Su mención es familiar para los que venimos leyendo el evangelio de Lucas. Se trata de
personas consideradas despreciables por su empleo al servicio del dominador romano. La
manera de ganarse el cargo suponía procedimientos oscuros: era un puesto que se
compraba. Por eso se veían obligados a compensar su inversión exigiendo más de lo
establecido. De ahí que se ganaran correctamente el título de “pecadores” (contrarios al
querer del Dios de la Alianza y la fraternidad: lejos de Dios y de sus hermanos) (ver lo
que ya se ha dicho al respecto en la Lectio del 12 de septiembre pasado).
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“Levantar los ojos” en la oración significa “confianza” en Dios. Éste en cambio “no se
atreve” a hacerlo: siente vergüenza de su vida pasada.
(2) Ora “golpeándose el pecho”
Se trata de un gesto de arrepentimiento que es común en varias religiones. Este gesto era
muy apreciado dentro los rituales hebreos. El gesto entraña tristeza y firme voluntad de
querer cambiar el corazón:
Querer cambiar el corazón. El corazón “duro”, allí donde nacen los pensamientos
y las acciones malas, quiere ser sometido a la docilidad a Dios.
De esta manera el publicano admite públicamente (aunque no le interesa ser visto, como
se vio anteriormente) que ha cometido un pecado grave. Su gesto físico –con su doble
significación- muestra que el arrepentimiento es verdadero.
El gesto va acompañado de una sola frase que consta de tres partes: (a) La invocación,
que es idéntica a la del fariseo (¡oh Dios!); (b) la súplica “Ten compasión de mí”, que
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retoma la primera línea del Salmo “Miserere” (51,3); y (c) el reconocimiento “soy
pecador” (que es mucho más profundo que el “pues mi delito yo lo reconozco” del
Salmo 51,5).
El orante no dice cuál es su pecado: todo él se presenta como pecador. El Dios que
sondea los corazones (Salmo 139,1) sabe de qué se trata.
A diferencia del fariseo, este orante no trae nada entre sus manos para apoyarse en la
relación con Dios. No trae ninguna obra buena, excepto su arrepentimiento. Es aquí
donde el publicano corona su Salmo Miserere, como si quisiera decir: “Un corazón
contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias” (51,19b).
El Salmo del Perdón no necesita ser recorrido en todas sus palabras, porque la actitud
completa de este hombre le da voz y se hace su lenguaje.
Finalmente Jesús mismo se da la palabra para declarar cuál es la visión de Dios sobre los
comportamientos analizados en la parábola: ¡Una conclusión sorprendente!
Jesús pone de relieve que en la parábola había un tercer personaje quien, además, es el
personaje central: Dios mismo. Es a él a quien se le han dirigido las oraciones y es él
quien las responde o las rechaza. Jesús interpreta la respuesta del Padre, a quien él conoce
como ningún otro, y nos dice qué recibirá tanto al fariseo como al publicano: el Padre
justificará a quien pide ser justificado y no podrá hacer nada por quien se justifica a sí
mismo. La justicia de Dios es para quien se hace digno de ella abriéndose a su
misericordia.
(1) Le pone el epílogo (la respuesta de Dios) a la oración de los personajes (“Os digo
que…”; 18,14ª).
(2) Enuncia una enseñanza en forma de principio válido para todos (“Porque todo el
que…”; 18,14b).
Jesús le coloca el epílogo a la historia con esta frase: “Os digo que éste (el publicano)
bajó a su casa justificado y aquél no” (18,14ª).
Se establece una diferencia al final: uno es justificado y el otro no. Es el publicano el que
representa la actitud justa que se debe adoptar ante Dios.
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Con el fariseo aprendemos que la orgullosa confianza en sí mismo anula la confianza en
Dios. Con el publicano entendemos que la verdadera devoción a la cual responde la
misericordia de Dios, no está relacionada con la humildad sincera.
Un principio general queda en la mente del lector de la parábola: “Porque todo el que se
ensalce, será humillado, y el que se humille, será ensalzado” (18,14b).
La oración de Ana, en el Antiguo Testamento, ya evocada por Lucas en el Magníficat
(1,46-55) parece asomarse detrás del enunciado de Jesús: es Dios quien “enriquece y
despoja, abate y ensalza” (1 Sm 24-8).
Se quiere decir que delante de Dios el hombre no puede vanagloriarse de nada y que, de
hecho, no está en condiciones de hacerlo (ver Isaías 40,5). El ser reconocidos como
“agradables” y “dignos” en la presencia de Dios es algo que le compete a él y no a
nosotros. Esto aparece claro en la conciencia profética: “Yahvé, tú nos pondrás a salvo,
que también llevas a cabo todas nuestras obras” (Isaías 26,12). “Yo sé, Yahvé, que no
depende del hombre su camino, que no es del que anda enderezar su paso” (Jeremías
10,23).
Por tanto en lugar de gloriarnos de las buenas obras lo que hay que hacer es presentarse
ante Dios para dejarlo ser nuestro Dios: aquél toma el barro de nuestra vida y lo moldea
formando en nosotros el hombre nuevo. Es así Dios “ensalza” a su humanidad.
En fin…
La oración auténtica es aquella que en la cual nos abrimos a la obra creadora de Dios en
el perdón: el perdón que transforma la existencia haciéndola renacer para la vida plena.
La oración puede tener sus lugares, sus formas, sus posiciones, pero lo que más importa
es la actitud que le da contenido: la entrega del “ser” (como bien dice el publicano: “soy”;
no el “hago” del fariseo) completamente anonadado ante la infinita grandeza de la
misericordia renovadora de Dios.
“Nadie te dice: „Sé un poco menos de lo que eres‟, sino „reconoce lo que eres‟. Reconoce
que estás enfermo, reconoce que eres hombre, reconoce que eres pecador; reconócete
manchado, porque es Él quien te justifica. Que aparezca en tu confesión la mancha de tu
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corazón y pertenecerás al rebaño de Cristo. Porque la confesión de los pecados invita al
médico que te va a curar, del mismo modo que repele al médico aquella persona que en
su dolencia dice: „Estoy sano‟.
El otro, por el contrario, con los ojos mirando al suelo y no atreviéndose a elevarlos al
cielo, se golpeaba en el pecho, diciendo: „¡Oh Dios! Sé propicio conmigo, que soy
pecador‟ (Lc 18,13).
¿Y qué dice el Señor? „En verdad os digo que bajó justificado del Templo el publicano y
no el fariseo; porque todo aquel que se eleva será humillado y quien se humilla será
elevado‟ (Lc 18,14).”
(San Agustín, Sermón 137,4)
“„Yo –dice el fariseo- no soy como este publicano‟. Yo soy único: éste es de los otros.
Por mis obras justas, yo no soy como éste. Gracias a ellas, no soy inicuo. „Ayuno dos
veces por semana y doy el diezmo de todo lo que poseo‟.
¿Qué fue lo que el fariseo le pidió a Dios?
Examina sus palabras y no encontrarás nada. Subió a orar y en vez de rogarle a Dios, se
alabó a sí mismo. Todavía es poco decir que en vez de rogarle a Dios se alabó a sí
mismo; todavía más: subió para insultar a aquel a quien le rogaba.
„El publicano se quedó a distancia‟. Y, con todo, se aproximaba de Dios. (…) Y Dios lo
atendía de cerca. El Señor es excelso, pero dirige su mirada al que es humilde. A los que
se exaltan, sin embargo, como hacía aquel fariseo, los conoce de lejos (ver Salmo 137,6).
A las cosas elevadas, por tanto, las conoces de lejos, pero las ignora.
Escucha ahora la humildad del publicano. No sólo permanecía a distancia, sino „sin
siquiera atreverse a levantar los ojos al cielo‟. No se atrevía a mirar, para ser visto. No
se atrevía a mirar hacia lo alto: lo oprimía la conciencia, pero lo levantaba la
esperanza.
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Escucha todavía más: “se golpeaba el pecho”. Él mismo se aplicaba el castigo. Por eso
el Señor perdonaba a aquel que se confesaba, sólo se golpeaba el pecho y decía:
„¡Señor, ten compasión de mí, que soy pecador!‟. He aquí la verdadera oración.
(San Agustín, Sermón 115,2)
Anexo 1
Este pasaje del libro del Eclesiástico (se llama así porque era muy leído en las antiguas
asambleas cristianas; su nombre original es “Sirácida” por su autor: Jesús Ben Sirac), nos
presenta a Dios como un juez imparcial que no tiene en cuenta el rango social o la fortuna
de quien se presenta ante él. Pero eso sí, Dios escucha los gritos del pobre, la viuda y el
huérfano, cuando claman a él. Aquí el pobre es una persona desprovista de bienes
materiales pero también de relaciones sociales, no cuenta con apoyo, no tiene quien se
ocupe de él.
En el centro del texto se describe una oración ardiente y perseverante que tiene gran
eficacia.
Se plantea también el tema de la relación entre el culto y la rectitud moral. El autor
pregunta: ¿Cómo puede agradar a Dios la ofrenda en sacrificio de un producto adquirido
con la práctica de la injusticia y el fraude? Quien le ofrece a Dios un don obtenido por la
opresión y la explotación de los más débiles, se comporta como si pretendiera sobornar y
corromper al Altísimo.
Pero el Señor trata a todos con una equidad soberana. Nunca se deja sobornar por los
fuertes y ricos en perjuicio de los débiles y pobres. Por el contrario, en su bondad se
conmueve y atiende con benevolencia las súplicas de los indigentes, de los huérfanos y
de las viudas.
Salmo 33
La primera estrofa es un invitatorio dirigido a los “pobres”. Estos pueden ser los
indigentes y también las personas que no cuentan con buenas obras para presentarse ante
el Señor. A ellos se les asegura que encontrarán en Dios un oído atento: El Señor “mira,
escucha y libera”.
En la última estrofa se destaca la imagen de un Dios que “redime a sus servidores”. Esto
ayuda a corregir una malvada teología de la redención que presenta a Dios como alguien
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que exige la sangre de su Hijo para liberar a los seres humanos de sus faltas. En el
lenguaje bíblico, “redimir” significa “liberar”. No se plantea la cuestión del precio que
hay que pagar ni a quién hay que pagarle. Dios se manifiesta como “liberador” desde la
salida de Egipto y continúa manifestándose así, de forma deslumbrante, en la persona de
Jesús, quien nos libera de la esclavitud del pecado para hacernos personas libres.
Estamos en el pasaje final de la segunda carta a Timoteo, considerado como uno de los
últimos “testamentos” de san Pablo. Él está a punto de terminar su carrera y ya tiene la
meta a la vista.
La lectura prosigue con el perdón que Pablo le ofrece a quienes debían haberlo asistido
en la defensa ante el tribunas romano. El apóstol, con todo, está sereno y confiado porque
sabe que nunca está solo: el mismo Jesús está a su lado.
Anexo 2
El verdadero pobre es aquel que experimenta que por sí mismo no puede salvarse y se
abandona en Dios con una oración humilde. Y aún cuando se trate de la pobreza del
pecado, que es el apartarse de Dios, quien se confiesa y se comporta como pobre ante
Dios, experimenta su presencia, logra su proximidad. En este domingo invitamos a
valorar el acto penitencial de la celebración eucarística.
II
Primera lectura: No es difícil. Hay que respetar el paralelismo que tanto le gusta a la
poética bíblica y tan favorable para conservar las enseñanzas sapienciales.
Segunda lectura: Tampoco tiene dificultades.
(V. P. – F. O.)
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Anexo 3