Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
De Los Reyes Que No Son Taumaturgos Los
De Los Reyes Que No Son Taumaturgos Los
Adeline Rucquoi
CNRS, París
Hace ya casi setenta años que Marc Bloch publicaba Los reyes
taumaturgos, obra que sigue gozando en Francia y fuera de Francia
de una fama y un prestigio de los que testimonia el prefacio que
escribió en 1983 Jacques Le Goff para su reedición. Desde enton
ces, los estudios relativos a ritos, símbolos y demás insignias reales
en la Europa medieval se han multiplicado, y más aún en los últimos
años merced a la renovación, al “redescubrimiento” de la llamada
historia del poder o historia de las formas de poder por la que,
seguramente alentados por las reflexiones de Michel Foucault, se
interesaron los historiadores.1No hay que olvidar, por otra parte,
que en 1954-1956 Percy Ernst Schramm publicaba en tres volúme
nes un catálogo casi completo de los “signos del poder y simbólica
del Estado” (Herrschaftszeichen und Staatssymbolik) que, curiosa
mente, no fue objeto de ninguna traducción al español, al francés
o al inglés, aunque siga siendo un estudio fundamental para todos
los especialistas de los ritos y gestos que rodearon a los monarcas
medievales. Al tiempo que Percy E. Schramm publicaba en Alema
nia su estudio, centrado ante todo en la liturgia y las representacio
nes propias de la función imperial y a los reyes que se referían a ella
en su elaboración de ritos específicos, Ernst Kantorowicz escribía
en Princeton una obra dedicada a Los dos cuerpos del rey (The
King’s Two Bodies, 1957) en la que estudiaba el desarrollo, en
Inglaterra y luego en Francia, a finales de la edad media, de la teoría
del doble cuerpo del rey, uno “humano” o mortal frente a otro
“político” e inmortal —de ahí la proclamación: “¡El rey ha muerto,
viva el rey!”- . Si pocos historiadores son actualmente capaces de
leer la obra original de Percy Schramm -por no existir traduccio
nes—, en cambio, Los reyes taumaturgos de Marc Bloch y Los dos
cuerpos del rey de Ernst Kantorowicz son las obras fundamentales
de la antropología histórica del poder y de sus representaciones en
la edad media.
Ninguna de estas obras, sin embargo, menciona siquiera de
pasada la existencia de monarquías fuera de la trilogía Imperio-
Francia-Inglaterra. El mismo papado no fue objeto de ningún
estudio específico, en particular por parte de Marc Bloch y de Ernst
Kantorowicz que, por otra parte, se referían constantemente a la
Iglesia y a sus obispos. Fieles, aunque a veces sin saberlo, a la idea
lanzada a principios de este siglo por Henri Pirenne en su libro
Mahoma y Carlomagno -que, con siglos de distancia, reflejaba la
propaganda de los clérigos del propio emperador carolingio—,2
Bloch, Schramm y Kantorowicz compartían obviamente la idea de
una translatio imperíi, de un deslizamiento geográfico del mundo
político hacia el norte de Europa a partir de las conquistas musul
manas de principios del siglo VIII. El Mediterráneo, mare nostrum
del mundo romano, se habría convertido entonces en zona fronte
riza entre la cristiandad y el islam, y por lo tanto en región periférica
de esa cristiandad, cuyo centro se encontraba en adelante en la
región delimitada por Aquisgrán, Londres y París. La teoría cen
tro-periferia elaborada por Immanuel Wallerstein, con sus conse
cuencias económicas de explotación de la periferia por el centro,
o sea de recesión y declive de las zonas “marginales” en provecho
de un enriquecimiento progresivo del “centro” permitió, desde los
años 1970, “explicar” el auge de la Europa septentrional en los
siglos XVII a XIX a partir de unos “orígenes” que había que situar,
en adelante, en el siglo VIII. A lo largo del los años ochenta, se
multiplicaron los coloquios, congresos y estudios dedicados a la
“periferización” (sic) de la Europa medieval meridional.
Los estudios dedicados a las formas y representaciones del
poder en Francia, Inglaterra y el Imperio se convirtieron pues en
estudios de las únicas formas, posibles si no concebibles, del poder
en la edad media. Comentando a Marc Bloch, Jacques Le Goff
puede así pasar, sin levantar mayores objeciones, de la descripción
de los ritos elaborados por los reyes de Francia e Inglaterra para
dotarse de un poder “milagroso” de curanderos, a afirmaciones
como “lo que hace del rey de Francia el cristianísimo rey de finales
de la Edad Media, lo que le coloca por encima de los demás reyes
de la Cristiandad”, o “Dios, además de los santos, escoge a dos reyes
de dos naciones para obrar milagros en su nombre”. Lo que aquí se
vislumbra, y el texto de Jacques Le Goff, como el de Marc Bloch son
a ese respecto claros, no es la esencia del poder real en la Europa
medieval, sino el intenso esfuerzo de propaganda que hicieron los
medios que rodeaban entonces a los reyes de Francia y de Inglate
rra.
La descripción de Marc Bloch, como la que elaboró años
después Ernst Kantorowicz en su obra Los dos cuerpos del rey, es
el resultado de la puesta en práctica de un método de investigación
histórica: la antropología histórica. Demasiados historiadores, sin
embargo, no han separado el método de los resultados obtenidos
y, a partir del estudio de unas formas específicas de realeza, de un
sistema de representaciones desarrollado en un medio particular
-Francia e Inglaterra en los siglos XII a XIV-, el libro de Marc
Bloch, como luego el de Ernst Kantorowicz, se convirtieron en
descripción del “modelo” de la realeza medieval. Inconsciente
mente influidos por la teoría de Pirenne, la mayor parte de los
medievalistas parecen haber tomado la frase: “lo que le coloca [al
rey de Francia] por encima de los demás reyes de la Cristiandad”
como axioma, y no como discurso político propagandístico emitido
por los medios cortesanos franceses del siglo XIII.
Partiendo del postulado de que la monarquía francesa o la
inglesa constituyen el modelo más elaborado de realeza en la edad
media, los escasos medievalistas que se han interesado reciente
mente por el problema de los fundamentos del poder real en la
España medieval han adoptado posturas divergentes. Teófilo F.
Ruiz fue el primero en publicar un artículo sobre el tema, artículo
que apareció en 1984 en la revista Annales bajo el título “Una
realeza sin consagración: la monarquía castellana a finales de la
Edad Media”.3Teófilo Ruiz señalaba esencialmente la ausencia de
unción, consagración, coronación y ritos alrededor de la monar
quía en Castilla cuando precisamente éstos existían en Francia e
Inglaterra, atribuyendo en parte esta ausencia a la persistencia de
rituales más germánicos heredados de los visigodos, como el
levantamiento del pendón o el izar al nuevo rey sobre un escudo.
Su estudio no dejaba sin embargo de ser, para cualquier lector
familiarizado con Bloch, un catálogo de lo que no tenían los reyes
castellanos, en clara referencia a un modelo preestablecido: el de
las monarquías ungidas, consagradas, coronadas y milagrosas de
Francia e Inglaterra. Esta visión negativa fue ardientemente com
batida por José Manuel Nieto Soria que publicó en particular, en
1988, bajo el título de Fundamentos ideológicos del poder real, un
intento de legitimación de la realeza en Castilla, que, según el
autor, encajaba perfectamente dentro de la descripción hecha por
Kantorowicz, convertida ésta en modelo de la realeza medieval.4
En un caso como en otro, sea para comprobar las ausencias o
para demostrar al contrario las semejanzas, no deja de ser cierto
que lo que nunca se pone en tela de juicio es la validez de las teorías
relativas a la realeza en Francia y en Inglaterra en orden a estudiar
otras monarquías medievales. ¡No hubieran podido soñar mayor
triunfo los clérigos y cortesanos que rodeaban a un Enrique II o un
Eduardo I de Inglaterra, a un Felipe Augusto, un Luis IX o un
Felipe el Hermoso de Francia!
Sin embargo, pese a lo atractivo que pueda resultar el estudio
de Marc Bloch sobre Los reyes taumaturgos, pese a lo sugerente
que sea el libro de Kantorowicz sobre Los dos cuerpos del rey,5
quizás convenga recurrir más al método —la antropología histórica
y el estudio del medio natural- para evaluar en su justa medida el
valor del ritual, del ceremonial de que se rodearon estos dos reyes
medievales.
Al contrario de lo que ocurría en el mundo mediterráneo, o sea
en la Europa meridional, las regiones del norte de Francia, de
Alemania y del sur de Inglaterra en los siglos XI y XII eran zonas
esencialmente rurales en las que el crecimiento demográfico,
notable a partir del año mil, empezaba a convertir bosques yyermos
en campos cultivados, donde las ciudades eran escasas y, con
excepción de las sedes episcopales, no constituían aún centros de
poder. La fragmentación del poder en manos de “señores” de toda
índole era un hecho que ya empezaban a revelar las fórmulas
documentales, y la existencia de un “señor de los señores”, el rey,
si bien se reconocía formalmente, no tenía en la práctica gran
vigencia. El derecho escrito, romano, que nunca había tenido gran
peso en estas regiones septentrionales, había desaparecido con la
instalación de las monarquías “bárbaras” en el siglo VI, y la
costumbre de cada lugar servía de referencia en casos de litigio. Los
libros de confesión redactados en el sur de Alemania revelan por
otra parte la existencia de numerosas supersticiones y prácticas
mágicas, vinculadas a menudo a lugares sagrados, probablemente
precristianos, de bosques y aguas. Dentro de ese mundo rural y
superficialmente cristianizado, los centros que conservaban y di
fundían el conocimiento eran escasos y dispersos; la orden
borgoñona de Cluny o las escuelas de las catedrales de Laon,
Chartres o París funcionaban en circuito casi cerrado, sin tratar de
establecer contactos que no fuesen los demás centros monásticos
y catedralicios de la cristiandad.
El valor concedido al gesto, al rito que manifiesta, que “revela”
y traduce de forma visible una realidad trascendente e invisible
-p or ejemplo el traspaso de la posesión del feudo o la investidura
de un poder de origen divino-, depende ante todo de la sociedad
en la que se efectúa y del grado de abstracción de ésta. En una
sociedad rural e iletrada, donde lo escrito desempeña un papel muy
secundario, el gesto, la puesta en escena teatral, visible por todos
y susceptible de ser contada, se convierte en fundamental: el gesto
requiere la presencia de testigos que, por haberlo visto “con sus
ojos”, validarán el acto, y de una simbología inmediatamente
comprensible por todos. Por ejemplo, la entrega del feudo “ tras
paso del derecho de usufruto de una propiedad- se manifestará en
presencia de testigos oculares por el toque de un haz de paja, de ahí
que la ruptura del vínculo social que conlleva la aceptación de ese
usufruto, el vasallaje, se manifieste por la exfestucatio, lanzamiento
o rompimiento del mismo haz de paja.
El establecimiento de lazos personales que sustituyan a los
vínculos sociales desaparecidos, sean de vasallaje o de servidum
bre, requerirá así mismo de un ritual visible y público que tiene a la
vez su contrapartida en caso de ruptura del vínculo. La entrada en
el clero, con la ceremonia de la tonsura, la entrada en una orden
religiosa, o la entrada en la orden de caballería tendrán cada una
su ritual. El gesto, visible, públicoy ritualizado, es elque fundamen
ta el acto; su realización concede además una fuerza, un poder
mágico, sobrenatural, a ese acto. Los testigos desempeñan en él un
papel esencial, al poder contar lo que han visto y oído, mientras que
el acta escrita -cuando la hay- es una mera memoria de lo que
ocurrió y de quiénes fueron sus testigos -recordemos las listas
interminables de grandes personajes, laicos y eclesiásticos, que
figuran en toda la documentación anterior al siglo XIII—.
La sociedad llamada feudal, propia de ciertas regiones de la
Europa septentrional de los siglos XI y XII, fue efectivamente una
sociedad predominantemente oral y en parte mágica, en la que los
testigos que sabían la costumbre y vieron los gestos ritualizados,
podían atestiguar la existencia de las realidades invisibles y facilitar
su difusión, su popularidad. El gran mérito de los clérigos que
rodeaban a los reyes de Francia y de Inglaterra - entre el Sena y el
Támesis—es sin duda el haber sabido utilizar la necesidad del ritual,
propia de la sociedad rural en la que vivían, para asentar y afirmar
el poder real: un poder de origen divino -merced a la unción con
el óleo sagrado-, que se ejerce sobre los hombres -la coronación
y sus objetos-, y que pertenece al campo de lo mágico —la curación
de las escrófulas-. Las diversas fases de la ceremonia, con sus
rituales, espacios y momentos específicos, eran públicas, anuncia
das con tiempo y recordadas por los testigos presenciales, que a su
vez lo transmitían a aquellos que no habían tomado parte activa en
ellas. Cuando los gestos, a partir del siglo XIII -e l siglo de las
universidades y de la difusión de una cultura escrita en el norte de
Europa—,requieran de una justificación teológica, jurídica o histó
rica, no faltarán los tratados y la elaboración de mitos y leyendas
para atribuir a cada una de las fases del ceremonial un sentido
acorde con las nuevas exigencias.
El sur de Inglaterra y de Alemania y el norte de Francia no
constituían, sin embargo, más que una pequeña parte de la Europa
medieval, entendida como cristiandad, y además una parte situada
en sus márgenes septentrionales. Pocos son los mapas que nos han
sido conservados de la alta y plena edad media, pero los que existen,
fíeles a la geografía antigua y a Isidoro de Sevilla, siguen situando
al Mediterráneo en el centro del mundo, representándolo vertical
mente. En medio del Mediterráneo se encuentra Roma, a mitad de
camino entre Jerusalén -centro del mapa- y España: tenemos así
en una misma línea, de arriba abajo, los tres grandes centros de
peregrinación medievales: Jerusalén, Roma y Santiago de
Compostela. A la derecha del mapa se extiende África y a su
izquierda Europa, cuyos contornos están igualmente indefinidos
(fig. 1). Cuando, en el siglo XII, el rey normando de Sicilia Rogelio
II pidió al geógrafo árabe Al-Idrisi un mapa, éste figuró al Medite
rráneo en medio del mapa, horizontalmente, con África en la parte
superior y Europa en la inferior; aunque África ocupe un espacio
mayor que en los mapas cristianos, ni éste ni el atribuido a Europa
tienen delimitaciones precisas.
La historiografía actual, que presta un interés mayor a las
representaciones mentales de las sociedades, no ha concedido aún
a la representación geográfica -que tan sólo cambió en el siglo XVI
con la irrupción de América dentro del paisaje mental europeo—la
importancia que merece. De hacerlo, quizás dejaría de tener
validez, consciente o inconscientemente, la tesis de Henri Pirenne
expresada en Mahomay Carlomagno. Los estudios llevados a cabo
en Italia y España, así como los que interesan el sur de Francia,
muestran en efecto que no hubo tal ruptura con el mundo antiguo,
que el Mediterráneo no se convirtió en “lago islámico”, que las
relaciones comerciales e intelectuales no fueron cortadas entre el
sur de Europa, el Medio Oriente y el norte de África aunque sus
agentes cambiaran; que la civilización urbana y el derecho escrito
pervivieron en el sur de Francia, en Italia y en la península ibérica.
Más aún, y por mucho que en el año 800 el papa hubiese coronado
emperador a Carlomagno, un “bárbaro”, dentro de una política de
presiones mutuas y de rivalidades con el emperador bizantino,
Roma siguió siendo el centro de la cristiandad y la recuperación de
los lugares santos un anhelo que persistió a lo largo de los siglos
medievales.
Todos los caminos llevaban a Roma, y accesoriamente a Jeru-
salén y Compostela, verdaderos “centros” a los que se acudía desde
los “márgenes”, las “periferias” del mundo cristiano. El emperador
era “rey de los romanos” y Federico II abandonó sin remordimien
tos su herencia paterna Staufen en Alemania por Sicilia, reino de
su madre.6 La larga rivalidad entre franceses e ingleses tuvo en
particular por objeto a Aquitania en el suroeste de Francia, y ya en
el siglo XIII el rey de Francia se apoderó en cuanto pudo del
condado de Toulouse, del Lenguadoc y de Provenza, que le
proporcionaron una fachada mediterránea. El derecho romano y
su corolario, el derecho canónico, se difundieron desde 1130-1140
a partir de Bolonia en Italia, mientras que la llamada escuela de
traductores de Toledo, activa desde los años 1130, facilitaba el
acceso a la filosofía aristotélica, a los pensadores árabes y a la
medicina heredada por judíos y musulmanes del mundo antiguo.
Del mismo modo que el “renacimiento carolingio” del siglo IX se
debe en gran parte a la emigración hacia el norte de visigodos
huyendo de los musulmanes,7el “renacimiento del siglo XII” no se
entiende sin las escuelas de Bolonia, de Toledo y de Sicilia, o sea
sin la cultura venida del Mediterráneo.
No se pueden estudiar, pues, los fundamentos del poder real en
la península ibérica medieval sin tener en cuenta esta configura
ción mental y estas realidades. Lejos de constituir una “periferia”
en la edad media, España, al igual que Italia, se sitúa dentro del
antiguo mundo romano, de los países mediterráneos tempranamente
urbanizados, romanizados y evangelizados, en el centro del mun
do. En el siglo XI, cuando se inicia la reconquista territorial, la
península ibérica goza de una antigua tradición urbana —desde
Córdoba, Toledo, Barcelona, Sevilla o Cádiz, a las que se añadie
ron en los siglos VIII y IX: Oviedo, León, Burgos-, posee un
derecho civil escrito, la Lex Wisigothomm o Líber Iudicum, y una
colección canónica, la Hispana Collectio, que perpetúan el concep
to de un poder monárquico unificador; y tiene una larga historia de
autonomía eclesiástica que incluye reglas monásticas tempranas,
mártires de los romanos y de los musulmanes, y controversias
teológicas -podríamos contrastarlas herejías de Pelayoy Elipando
con los ritos mágicos de la Europa septentrional-. Las empresas
bélicas llevadas a cabo en contra de los musulmanes del sur se
convirtieron, con la bula de Pascual II de 1102, en cruzada y cada
palmo de territorio reconquistado en un engrandecimiento de la
cristiandad; a partir de 1270 y de la muerte de Luis IX de Francia
en Túnez que puso fin a las cruzadas organizadas por los reyes
septentrionales, los hispánicos -castellanos, aragoneses y portu
gueses- fueron los únicos en proseguir la lucha contra el enemigo
de la cristiandad, dentro de una perspectiva aún mediterránea de
recuperación del antiguo mundo romano.
En una sociedad mayormente urbanizada, con tradición de
centralización del poder, y con un derecho escrito que garantiza sus
derechos a todos los súbditos del rey, el gesto, con su teatralización
y el poder mágico que conlleva, no desempeña el mismo papel que
en las sociedades orales de los confines del mundo civilizado. Los
ritos visibles del vasallaje y de la investidura del feudo, como los de
la unción y de la coronación, sólo aparecerán en las regiones en
contacto con el mundo septentrional: el condado de Barcelona
—antigua marca hispánica del imperio carolingio- entre los siglos
XI y XIII, y el reino de Navarra a partir de la llegada al trono de la
dinastía de Champagne en 1234.8 En las demás regiones de la
península, donde se irán conformando los reinos de Aragón,
Castilla y Portugal, ni la sociedad ni los círculos palatinos tuvieron
necesidad de recurrir al arsenal de ritos, liturgia y símbolos propios
de lo que siguió siendo, en el sistema de representación medieval,
la periferia de la cristiandad. Aún en 1434, en el Concilio de
Basilea, Alfonso de Cartagena, obispo de Burgos y jefe de la
embajada castellana, recordará a los ingleses que no se puede
comparar un rey que reina sobre islas excéntricas con su “señor, el
rey de Castilla” que gobierna un reino en el que además crecen el
olivo y la vid, como en los países bíblicos.9
Los fundamentos del poder en España distan mucho de ser
estudiados y analizados en profundidad, sin referencia —más que
comparativa- a las formas del poder elaboradas en Francia e
Inglaterra. Presentaremos pues aquí, una problemática y unas vías
de investigación susceptibles de ser matizadas, completadas o
invalidadas por estudios posteriores.
La naturaleza del poder real en la península ibérica medieval
deriva del derecho romano, revisado a mediados del siglo VII por
los visigodos bajo la influencia de grandes obispos como Leandro
e Isidoro de Sevilla, que veían en un monarca estrechamente
controlado por el poder eclesiástico la mejor garantía para la
Iglesia. No hay que olvidar por otra parte las estrechas relaciones
que existieron en los siglos VI y VII entre la península y
Constantinopla: Leandro de Sevilla, hermano de Isidoro, estudió
en Constantinopla en la época del emperador Mauricio y fue
condiscípulo de Gregorio Magno. El concepto de basileus, empe
rador que domina a la vez lo espiritual y lo temporal mencionado
por Jacques Le Goff en su prefacio a la edición de Los reyes
taumaturgos de Marc Bloch, no era ajeno a la idea del poder en la
Hispania visigótica, y fue transmitido a la España cristiana al mismo
tiempo que el conocimiento del derecho romano, tal y como lo
había codificado Justiniano en la misma Constantinopla a princi
pios del siglo VI.10
Los grandes monarcas de la alta edad media, Alfonso II el Casto
en Oviedo (791-842), y Alfonso III en León un siglo después (866-
910), se rodearon de clérigos letrados, en parte mozárabes, empe
ñados en sus crónicas en reivindicar la herencia visigótica en cuyo
nombre se encomendaba a los reyes la tarea --casi mesiánica—de
vencer a los enemigos de la fe; en estas crónicas, los españoles no
figuran jamás como tales sino únicamente como “cristianos”. El
rey, en esta perspectiva, tiene el deber de dirigir la lucha de los
cristianos en contra de los musulmanes, y no el de recobrar como
español un territorio que le hubiera sido arrebatado.
La toma de Toledo en 1085 permitió al rey de Castilla y León,
Alfonso VI, titularse emperador: imperatortotius Hispaniae, título
que seguirá usando su nieto, Alfonso VII, tras exigir de los demás
reyes y magnates de la península un juramento de vasallaje. El
título de emperador que llevaron los reyes de Castilla y León entre
1086 y 1157 ha planteado problemas a numerosos historiadores,
acostumbrados a un único emperador en la Europa medieval, el
descendiente de Carlomagno, rey de los romanos y emperador en
Alemania —que no de Alemania—. Plantearlo así es hacer caso
omiso de la tradición jurídica propia de la España medieval,
tradición que permite distinguir entrepotestas, auctoritase.imperi.um,
siendo este último el poder supremo, el de vida y muerte. Al
titularse imperatores, Alfonso VI y luego Alfonso VII dejaban
constancia de que, además de ser reyes o sea regidores, ejercían el
imperium, la forma suprema del poder dentro de la península, por
ser herederos de los reyes visigodos que reinaron en Toledo.
Tardarán dos siglos los juristas franceses en elaborar para su rey, la
teoría del “rey es emperador en su reino”, que fue formulada en
Francia en la época de Felipe el Hermoso dentro de un proceso de
reivindicación de independencia frente a las pretensiones del
emperador alemán. La no-pertenencia de la península al antiguo
imperio carolingio -con la excepción del condado de Barcelona—
y la tradición jurídica romana daban así en el siglo XI a los sucesores
de los reyes visigodos, sin necesidad de largos tratados y de argucias
jurídicas, plena libertad para ejercer, dentro del territorio peninsu
lar, el imperium.
El concepto de imperium, en el sentido que le da el derecho
romano de poder supremo que se ejerce sobre un espacio —llama
do imperio-,11 nos parece fundamental dentro del concepto del
poder que elaboró España a lo largo de la edad media. El imperium
no presupone la unidad política, lingüística, fiscal o religiosa del
espacio dentro del que se ejerce; exige en cambio que todos los que
le están sometidos, independientemente de sus costumbres, len
guas o religión, reconozcan su autoridad. Alfonso X en el siglo XIII
pudo así figurar como “rey de las tres religiones”, del mismo modo
que era rey de Castilla, rey de León, rey de Toledo, rey de Jaén, del
Algarve, de Córdoba, de Sevilla, de Murcia, señor de Vizcaya y
señor de Molina. El imperium real exige un reconocimiento por
parte de los súbditos, sean éstos cristianos, moros o judíos; sean de
habla gallega, castellana o aragonesa; estén exentos de impuestos
o pecheros, sigan el fuero de León o el de Toledo. El territorio
sobre el que se ejerce este imperium no necesita, pues, unificación
o, mejor dicho, uniformización -n o se impondrá, por ejemplo, una
lengua “nacional” en el siglo XVI como en Francia; ésta sólo se
deberá a los borbones cuyo concepto del poder estaba basado
precisamente en la centralización uniformizadora-.
De esta noción de imperium, que heredaron los reyes medieva
les de la tradición romana conservada por los visigodos, se deriva
así mismo la aparente contradicción entre un poder real, absoluto
en su definición, y un mosaico de fueros, privilegios, libertades,
lenguas, sistemas fiscales y de representación, grandes y pequeños
“estados” nobiliarios. “Obedézcase, pero no se cumpla”, la famosa
fórmula acuñada en el siglo XV, atestigua sin lugar a dudas la
supremacía de un concepto de poder abstracto, y de su recono
cimiento por todos, sobre su efectividad. Bajo el imperium, existe
una libertad de movimientos mucho mayor que la que se dio en
otras formaciones monárquicas medievales; Francia fue una crea
ción de sus reyes, llevada a cabo, no en función de un concepto
abstracto de poder, sino por una dinastía concreta que unió a su
alrededor --dentro de un concepto de vínculos personales y me
diante un proceso de uniformización- todas las regiones que se
consideraban parte de la Francia carolingia.
La permanencia de la herencia romana, alterada en el Líber
Iudicum o Fuero; Juzgo, pero recuperada a partir de la renovación
del derecho romano en el siglo XII —la obra jurídica de la época de
Alfonso X, desde Elfuero real y Las sietepartidas hasta los tratados
de Jacobo de Las leyes y de Bernardo de Brihuega, lo atestiguan-,
supone así mismo en la península ibérica la existencia de un césaro-
papismo derivado de Constantinopla-Bizancio. No hubo necesi
dad en España, al contrario de lo que subrayaba Jacques Le Goff
a propósito de Francia, Inglaterra y hasta del papa, de distinguir
entre lo espiritual y lo temporal. Al igual que sus antecesores
visigodos, el rey medieval tenía por obligación primera el velar, no
sólo por el bien de la Iglesia, sino ante todo por la fe de sus súbditos:
el Libro I, tanto del Fuero real (1255) como de las Partidas (1260-
1280), trata de
NOTAS
R ela c io n es
51
Fig. 13. Los reyes Sancho II Abarca de Navarra y Ramiro (Codex Vigilani o Códice albeldense, Biblioteca de
El Escorial, 976).
Fig. 14. El rey Fernando I el Magno (1037-1065) con la reina Sancha y el
monje Fructuoso (Diurno de la biblioteca de la universidad de Santiago
de Compostela, siglo XII).
Fig. 15. Coronación de Fernando de Antequera, infante de Castilla y rey
de Aragón, por el Niño-Dios (retablo de Sancho de Rojas, Museo del
Prado, Madrid, siglo XV). Los emblemas heráldicos de Castilla y León
invadieron trajes, pendones, escudos y hasta el marco de las miniaturas.
De
los
reyes
que
no
son
taum aturgos
Fig. 16. Alfonso X el Sabio (1252-1284) dictando a un amanuense (Libro del ajedrez, de los dados y de las tablas,
$ siglo XIII).
Fig. 17. El rey Alfonso VII cabalga hacia su coronaóión en León (D.
Remón, obispo de Coimbra, Libro de las coronaciones de los reyes de
España o Ritual escuríalense, Biblioteca de El Escorial, c.1330).