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Guerra y lenguaje en Campo minado de Lola Arias

Laura Isola

Converso con A., mi amiga inglesa, sobre Campo minado de Lola Arias, a
propósito de la presentación de la película Teatro de guerra, también de Arias,
en un festival en Londres. Le cuento que trata sobre la Guerra de Malvinas, que
los actores son veteranos de ambos lados, ingleses y un gurka que peleó para
Inglaterra y ex combatientes argentinos. Comento un poco este tipo de
creaciones, algo híbrido entre la ficción y el documental. El peso tan fuerte que
tiene que los personajes “reales” hagan de ellos mismos en una representación
que implica un verosímil teatral: el escenario, el público, el libreto, las luces, el
vestuario. De qué manera esa marca es definitiva para la comprensión del
argumento histórico.
Le describo profusamente la puesta en escena impecable, las actuaciones, la
música. Hago hincapié en todos los estados de ánimo y de pensamiento por los
que atravesé: la emoción hasta las lágrimas, mientras hijo de 16 me miraba un
poco sorprendido, la risa en apenas algunos pasajes para distender, la empatía
ideológica con lo que estaba viendo (“es lo que siempre pensé sobre Malvinas”,
le digo) para arribar a una conclusión provisoria: hay experiencias que no se
pueden sino vivirlas para saber de qué van profundamente.

En medio de nuestra charla en inglés mi amiga me pregunta algo y dice


“Falklands”. En un acto reflejo, la corrijo: “Malvinas”. En esta escena de
traducción está cifrado lo que de Campo minado me atrajo y me hizo sentido. Por
un lado, la corrección que tiene esa torsión forzosa. Hay un poder que se ejerce
en el gesto de corregir. Mi sorpresa fue aún mayor porque después de haber
visto esta obra hubo, incluso, algo de reivindicación en mi “Malvinas”. No fue
ni por asomo vinculado al nacionalismo. Que, en mi caso, es lejano y difuso,
casi inexistente, lo mismo que en Campo minado. Por el contrario, decir Malvinas
implicaba decir Falklands. Todo el tiempo está este juego del lenguaje en el
guión de la pieza: se traduce, se escuchan las dos lenguas, se mezclan, se
combinan, se pelean, hacen alianzas; se terminan acercando. En definitiva, en
el terreno del lenguaje está la verdadera disputa. Porque el público escucha todo
el tiempo este pasaje de una lengua a otra, de un combatiente a otro, de un texto
a otro, en una algodonada claridad. Ese es el hallazgo, entonces. Poder reunir
en un idioma bifronte, en un lenguaje al unísono que se rebele a la traducción
simultánea porque detecta un mínimo retraso entre una y la otra, las dos voces.
Por su parte, el argumento de la obra hace su recorrido. Empieza con el
alejamiento total entre los dos bandos: los argentinos colimbas inexpertos, la
idea de una guerra como matanza, la falta de todo, la injusticia, los mártires, la
dictadura. En el otro extremo: los ingleses entrenados, profesionales, la guerra
como estrategia, la abundancia de recursos, el deber, los victoriosos, el Imperio.
Esos contrarios, alteridades simples, se van acercando. No son tan diferentes,
en tanto, sujetos que fueron a la guerra. Que tuvieron los mismos miedos, que
se enfrentaron a la locura, la desesperación y la muerte.

Insisto con esto que esbocé al comienzo: la guerra es, entonces, una experiencia
radical y límite. Que, en todo caso, supone de quien atraviesa por ella otra clase
de vivencias que conforman un saber sobre eso. No digo que haya que vivirla
para hablar sobre ella o incluso, me arriesgaría a diluir el juicio de valor de un
saber sobre otro. Lo que entiendo es que es distinto al que no estuvo en ella.
Diferente del mío. Que me di cuenta en ese mismo momento que, sobre
Malvinas, sabía poco y nada. Al menos de la manera que lo estaban contando.
Fotografías de Tristam Kenton

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