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Historia General del Siglo XX


Autor. Giuliano Procacci

5.3. EL ADVENIMIENTO DEL FASCISMO


Italia había salido vencedora de la primera guerra mundial, pero el coste de la victoria
había sido elevado, no sólo en términos de vidas humanas (seiscientos mil caídos), de
destrucciones materiales y de quiebra económica interna y externa, sino también, y sobre
todo, en términos de crisis política ysocial. Durante el conflicto y a causa de éste el
sistema de poder había sufrido un proceso de rápida transformación, en el sentido, por un
lado, de una mayor concentración y compenetración de los aparatos estatal y económico
por otro, de una disgregación debida a la proliferación de órganos y funciones diversos
que a menudo escapaban a cualquier control. De ello resultaba un estado más autoritario
y al mismo tiempo más ineficaz, y un personal dirigente heterogéneo, integrado por
políticos, militares e industriales unidos por sus comunes aspiraciones autoritarias y todos
ellos muy poco dispuestos a satisfacer las expectativas y las reivindicaciones que la
guerra había generado en el país.

En efecto, también en Italia la guerra había despertado la conciencia y la participación


política de masas que hasta entonces habían permanecido alejadas o pasivas: las
mujeres, que habían entrado masivamente en las fábricas; los campesinos, que al volver
del frente reclamaban la tierra que se les había prometido; una clase obrera más
numerosa, más joven y más radical, pero también los pequeños burgueses y los oficiales
desmovilizados, para los que el fin de la guerra significaba la vuelta a las frustraciones del
anonimato, los estudiantes, que de la guerra sólo habían conocido la retórica, los
supervivientes y los inadaptados. En este magma de aspiraciones confusas y en
contraste, el factor principal de diferenciación seguía siendo el de
la postura hacia la guerra, entre los que la habían buscado y exaltado y los que la habían
sufrido y odiado. Volvía a producirse, ya terminada la guerra, la misma contraposición
entre «intervencionistas» y «neutralistas» que se había producido en las semanas
precedentes al conflicto, pero con la diferencia de que esta vez dicha contraposición no
sólo afectaba a las minorías «activas», sino también a amplísimos
estratos sociales.

Cuando, en abril de 1919, la delegación italiana en la conferencia de paz abandonó la


mesa de negociaciones para protestar en contra del rechazo de sus propuestas acerca de
la fijación de la frontera oriental, y cuando, en junio, el «ministro de la victoria» V. E.
Orlando dimitió y le sucedió Francesco Saverio Nitti, Gabriele d'Annunzio, a la cabeza de
un puñado de incondicionales, ocupó en septiembre de 1919 la ciudad de Fiume para
reivindicar su pertenencia a Italia y protestar contra la decisión en sentido contrario de la
conferencia de París. Pero fueron mucho más numerosos los italianos que se preguntaron
si el precio pagado por la victoria que ahora se definía «mutilada» no había sido
demasiado alto, y la balanza de la opinión pública se inclinó ahora a favor de los
neutralistas. Italia fue el único país vencedor que renunció a celebrar el primer aniversario
de la victoria y el único en que las primeras elecciones de la posguerra, que tuvieron lugar
en noviembre de 1919, vieron el triunfo -favorecido por la introducción del sistema
proporcional y del escrutinio de lista– de aquellos partidos que parecían los menos
comprometidos con las responsabilidades de la guerra: el Partido Socialista, que se había
opuesto a la intervención y, una vez declarada la guerra, se había ceñido a la fórmula de
«no sumarse ni sabotear», y que obtuvo el 32,5% de los votos; y el Partido Popular, una
formación política recién fundada y de inspiración católica, dirigida por un sacerdote –don
Luigi Sturzo– que había compartido con el pontífice el horror por la «inútil masacre», y que
obtuvo el 20,2 %.

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Durante casi un año –de noviembre de 1919 al otoño de 1920– la corriente predominante
en la vida pública italiana fue la que procedía de las capas más profundas de la sociedad,
que aspiraban a un futuro mejor y más justo. Fue un manantial impetuoso, pero nadie
supo canalizarlo y dirigirlo hacia objetivos precisos de renovación política y social. No lo
lograron los distintos gobiernos que se sucedieron en aquel período, sometidos como
estaban a presiones diversas y naturalmente preocupados por contener la onda de
choque que se les venía encima; pero tampoco lo lograron los que más hubieran debido
hacerlo, es decir, los partidos que habían salido reforzados de las elecciones. Populares y
socialistas estaban divididos no sólo por rencores históricos, sino también cada uno en su
seno; los primeros, entre una derecha moderada y vinculada a las jerarquías vaticanas y
una izquierda sensible a las reivindicaciones de las poderosas organizaciones sindicales,
entre participar en el gobierno y volver a la oposición; los segundos, entre la minoría
reformista, que mantenía las posiciones clave dentro del grupo parlamentario y de los
sindicatos, y la mayoría maximalista que había salido vencedora del congreso de Bolonia
de noviembre de 1919 y que perseguía el espejismo de una revolución siempre anunciada
y siempre aplazada.

No es que en el desarrollo de este temblor general no se realizaran adquisiciones y


conquistas. La jornada de ocho horas se conquistó de golpe, los obreros obtuvieron
aumentos de salario y contratos que sancionaban los nuevos derechos, los campesinos y
los ex combatientes se beneficiaron gracias a los decretos de los ministros Visocchi y
Falcioni por la asignación, aunque limitada, de tierras sin cultivar.

La ocupación de las fábricas en agosto-septiembre de 1920 terminó con el reconocimiento


del derecho de los trabajadores al «control obrero» sobre la producción, un principio, por
lo demás, que resultó inutilizado por el desarrollo sucesivo de la coyuntura y de los
avatares políticos. Pero se trataba de conquistas no sostenidas por adecuadas garantías
políticas y que, como tales, fueron puestas en tela de juicio y con frecuencia anuladas al
desvanecerse la coyuntura favorable que –en Italia así corno en otros países europeos–
había caracterizado los primeros meses de la posguerra y al que sucedió, a partir del
otoño de 1920, una época de fuerte depresión. Los efectos de la crisis fueron tanto más
devastadores cuanto más imprevistos: a medida que los índices de desempleo
aumentaban, disminuían los de los afiliados a los sindicatos y de los participantes en los
conflictos laborales. Tampoco faltaron reflejos políticos: en enero de 1921, el PSI vivió,
como se ha visto, su primera escisión, la que dio origen al Partido Comunista de Italia, a la
que siguió, en octubre de 1922, la del ala reformista de Filippo Turati y Giacomo Matteotti.
Simultáneamente, la Confederación General del Trabajo se distanció del Partido
Socialista, relajando un vínculo históricamente consolidado. En cuanto al Partido Popular,
los congresos de Nápoles (abril de 1920) y Venecia (octubre de 1921) confirmaron las
divergencias y las divisiones de su grupo dirigente y entre los afiliados.

Para las fuerzas de la conservación y del orden había llegado, así, la hora de la revancha,
pero también esta vez la señal y el empuje vinieron desde abajo. Fue en la provincia
donde, a partir del otoño de 1920, cundió el movimiento escuadrista, en el que
confluyeron clases sociales y motivaciones políticas y psicológicas muy diversas, desde el
deseo de revancha de los propietarios agrícolas y de los industriales a las frustraciones de
los supervivientes y de los estudiantes; del resentimiento de los comerciantes para con
las cooperativas rojas, a las vagas esperanzas de palingenesia de los jornaleros en paro.
Su radio de acción, inicialmente limitado al valle padano, se extendió poco a poco por
toda la Italia centroseptentrional, llegando, en el transcurso de 1921 y 1922, a los grandes
centros urbanos. Los objetivos de las «expediciones punitivas» de las escuadras de

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acción eran las sedes de los partidos de izquierda, de los sindicatos, de las cooperativas y
de los ayuntamientos regidos por administraciones socialistas o también populares, y
fueron objeto de sus persecuciones y de sus «avisos» los hombres que los dirigían.
Frente a esos abusos las autoridades locales, civiles y militares cerraban los ojos,
mientras que los propietarios agrarios y algunos industriales no escatimaban apoyos.

Los escuadristas tenían corno punto de referencia político la figura de Benito Mussolini,
quien en marzo de 1919 había fundado en Milán el primer fascio de batalla, sobre la base
de un programa heterogéneo y radicalizante; de ahí que sus integrantes se llamaran
«fascistas». Hasta entonces el fascismo había sido un movimiento con pocos seguidores
—en las elecciones de noviembre 1919 había presentado una lista sólo en la
circunscripción de Milán, obteniendo poco más de cuatro mil votos — y la popularidad de
su jefe era sin duda inferior a la de Gabriele d'Annunzio, el protagonista de la empresa de
Fiume. El propio Mussolini quedó sorprendido por el éxito del movimiento escuadrista,
pero tan pronto corno éste comenzó a imponerse no dudó en reivindicar su paternidad y
asumir su dirección política, logrando con habilidad capitalizarlo y administrarlo, aflojando
o tensando sus riendas según las circunstancias. En mayo de 1921, Mussolini aceptó la
oferta de Giolitti, quien en junio de 1920 había sucedido a Nitti, de entrar a formar parte de
la lista de concentración nacional que se presentó a las elecciones, logrando así que
fuesen elegidos treinta y cinco diputados fascitas y adquiriendo un primer reconocimiento
de respetabilidad política, aunque inmediatamente después devolvió plena libertad de
acción a sus escuadras. Pero cuando, en julio, una expedición punitiva se estrelló por
primera vez contra la reacción contundente de las fuerzas del orden, él tensó de nuevo las
riendas y selló, bajo los auspicios del nuevo presidente del gobierno, Ivanoe Bonomi, un
«pacto de acificación» con los socialistas.

La iniciativa levantó las protestas de los caciques locales, pero Mussolini contestó
presentando su dimisión en la comisión ejecutiva. Esta fue rechazada v Mussolini,
fortalecido por este éxito, convocó en Roma un congreso del que lo que hasta entonces
había sido un «movimiento» heterogéneo y disperso salió convertido en un partido, del
que él era el líder o, mejor dicho, el Duce reconocido e indiscutible. Mientras tanto, no
cesaba de lanzar señales tranquilizadoras y guiños en dirección a los varios sectores del
establishment: haia los industriales, dejando caer las propuestas de socialización v de un
impuesto progresivo, contenidas en el programa de 1919, y profesando convicciones
liberalistas; hacia la monarquía, renunciando a la declaración de principios republicanos
del programa; hacia los militares, muchos de los cuales simpatizaban con el fascismo; y
finalmente hacia la Iglesia, de la que exaltaba la misión universal.

Se determinó, así, una situación de incertidumbre v de inestabilidad política: entre la


dimisión del gobierno de Giolitti, en junio de 1921, y octubre de 1922, tuvieron lugar tres
crisis y se sucedieron dos gobiernos, presididos, respectivamente, por Bonomi y Facta. El
caos llegó a su cúspide en verano de 1922, cuando la Alianza de Trabajo, en la que se
integraban algunas de las mayores organizaciones sindicales, proclamó una huelga
«legalista» para exigir al gobierno una política de firmeza hacia las nuevas violencias
fascistas. La huelga tuvo un éxito parcial, y una nueva oleada de represalias se extendió
por todo el país. La situación ya estaba madura para un giro político y el advenimiento de
un gobierno de orden. Entre los fascistas de las provincias tomó cuerpo, en aquellos días,
la idea, ya avanzada por D'Annunzio, de una «marcha sobre Roma», con el objetivo de
imponer al rey y al gobierno aquella solución que por sí solos eran incapaces de tomar.
En Roma, en cambio, se trabajaba por una solución que se mantuviera dentro de los
límites de la praxis constitucional y parlamentaria, como podía ser un gobierno presidido

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por Giolitti o Salandra con la participación de ministros fascistas. Y también en este trance
Mussolini dio prueba de una consumada habilidad táctica: mientras las columnas
escuadristas se concentraban a la espera de moverse hacia la capital, él mantenía
contactos frenéticos con el mundo político romano. La hora de la verdad llegó la noche del
27 y la mañana del 28 de octubre, cuando el rey, tras alguna vacilación, se negó a firmar
el decreto de estado de sitio, obligando a Facta a la dimisión. Las escuadras fascistas
obtuvieron así luz verde para marchar sobre Roma y Mussolini, que había esperado
prudentemente en Milán el desarrollo de los acontecimientos, pudo acudir ante el rey para
recibir el encargo de formar el nuevo gobierno.

Algunos estudiosos (Nolte, Furet) han visto en los acontecimientos italianos de los años
1921-1922 el primer acto de una «guerra civil europea» en la que comunistas y fascistas
se enfrentarían en un duelo a muerte cuya conclusión sería sólo en 1945. Que los
fascistas fuesen anticomunistas está fuera de duda; pero ello no significa y no implica
que, como ellos decían, en Italia existiera una situación revolucionaria análoga a la rusa.
Los únicos que lo creían (o tenían esa ilusión) eran los comunistas, y ni siquiera todos.
Pese a su maximalismo, el Partido Socialista, como también hemos visto, se había
negado a aceptar las veintiuna condiciones impuestas por Moscú. Por lo que concierne a
los sindicatos, cuyos dirigentes eran en gran medida reformistas, una delegación que
acudió a Rusia en 1920 no dejó de hacer públicas sus perplejidades. En realidad, el
anticomunismo de los fascistas no era más que un pretexto para justificar sus
«expediciones punitivas» ante una opinión pública desorientada y asustada. El objetivo
de la «guerra civil», si así se la quiere llamar, que perseguían las escuadras de acción
eran las ligas ampesinas, ya fuesen rojas o blancas, las Cámaras del Trabajo, los
represen tantes políticos antifascistas, en resumen, la democracia.

La fecha del 28 de octubre de 1922 será celebrada, durante los veinte años de fascismo,
como la de la «revolución fascista». En realidad, se trató de una revolución hecha posible
por la complacencia y la complicidad de los poderes constituidos y que formalmente se
resolvió según las reglas constitucionales. A pesar de la arrogancia con la que Mussolini
se dirigió al Parlamento en su discurso de presentación del nuevo gabinete, se trataba de
un gobierno de coalición en el que el número de ministros fascistas o profascistas era
exactamente igual al de ministros procedentes de otras formaciones políticas: populares,
nacionalistas, liberales, sin cuyo apoyo no dispondría de la mayoría parlamentaria.
Sin embargo, aunque en un plano estrictamente formal se habían salvado las apariencias,
un profundo desgarro se había producido y se había emprendido un camino muy difícil de
deshacer. Los hechos no tardaron en demostrarlo.

Entre los primeros actos del gobierno de Mussolini, al que en noviembre de 1922 la
Cámara de diputados había concedido «plenos poderes» hasa el 31 de diciembre de
1923, los más relevantes fueron la institución de la Milicia Voluntaria para la Seguridad
Nacional (MVSN), en la que confluyeron los hombres de las escuadras de acción, y la
decisión de hacer permanente el Gran Consejo del fascismo, fijando un calendario de
reuniones mensuales. Nacían, así, un ejército paralelo y una suerte de «gobierno en la
sombra», y comenzaba un período de «interregno constitucional» (Lyttelton,1970) que se
prolongará hasta la crisis generada por el asesinato de Matteotti.

Las posteriores etapas de esta involución autoritaria fueron fusión con los nacionalistas,
en febrero de 1923, por medio de la cual el fascismo se aseguró la colaboración de
hombres competentes como Alfredo Rocco y Luigi Federzoni– que gozaban de la
confianza de los ambientes industriales y militares y propugnaban una concepción

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orgánica del estado-, y la ruptura con los populares, que se vieron obligados a dimitir en
abril. Este último acontecimiento fue facilitado por los contactos que Mussolini había
establecido con el Vaticano y por las presiones que éste ejerció sobre el Partido Popular
para que no adoptara la línea de la oposición, que don Sturzo había defendido en el
congreso de Turín en abril de 1923.

Con la salida de los populares de la mayoría, el gobierno se encontraba todavía más


expuesto al riesgo de una crisis. La salida de este atolladero la indicó el Gran Consejo, al
adoptar una nueva ley electoral, cuya elaboración fue confiada a Giacomo Acerbo. Su
proyecto llegó al Parlamento y se aprobó con la abstención de los populares y el voto
contrario de la oposición de izquierda. En él se contemplaba la asignación de dos tercios
de los escaños a la lista que recogiera el mayor número de votos en el colegio único
nacional, mientras que el tercio restante se distribuiría entre las demás listas.

La «listona», que había congregado, además de a los fascistas, a numerosos


representantes de la vieja clase política liberal, entre ellos Salandra y Orlando, obtuvo el
64,9 % de los votos y 374 diputados (de los que 275 eran fascistas), mientras que las
listas de la oposición obtuvieron 145. En Piamonte, en Lombardía, en Liguria y en Véneto,
regiones en donde los partidos de la oposición estaban más arraigados, éstos obtuvieron
resultados ligeramente superiores a los de la «listona», que en cambio resultó
ampliamente mayoritaria en la Italia central y meridional.

Los fraudes y las violencias que tuvieron lugar durante las elecciones fueron denunciados
el 30 de mayo por el diputado socialista Giacomo Mattetotti en un apasionado discurso
ante el Parlamento. Diez días después –el 10 de junio– un grupo de escuadristas al
mando de Amerigo Dumini lo raptaban cerca de su casa romana, y el 16 de agosto su
cuerpo fue encontrado en un campo cerca de Roma. La conmoción en el país fue enorme
y la oposición parlamentaria se hizo eco de ella abandonando el aula de Montecitorio y
negándose a volver hasta que no se aclaran el episodio y se disolviera la milicia. Fue la
llamada secesión del Aventino. Los diputados aventinianos, cuyo miembro más
representativo y escuchado era Giovanni Amendola, no llegaron, como proponían los
comunistas, hasta la convocatoria de una huelga general, porque temían que se repitiera
el fracaso de la «huelga legalista» de agosto de 1922 –sólo hubo un paro en el trabajo
durante diez minutos, al que se adhirieron también los sindicatos fascistas– sino que
prefirieron apostar por la intervención de la Corona. En el frente opuesto, los dirigentes del
fascismo radical de las provincias, el más extremista de los cuales era el cremonés
Roberto Farinacci, invocaban una «segunda oleada» que barriera las resistencias a la
instauración de un régimen fascista. Volvía a perfilarse, así, el riesgo de una recaída en la
guerra civil, pero también en esta ocasión Mussolini, cuyas responsabilidades en el
asesinato de Matteotti eran probablemente sólo políticas, supo maniobrar con habilidad,
alternando la firmeza con la flexibilidad.

En junio procedió a una remodelación del gobierno y confió a Federzoni, notoriamente un


hombre de orden y cercano a la monarquía, la cartera de Interior, que hasta entonces
había ostentado el propio Mussolini, que hacía así un gesto dirigido a tranquilizar a los
bienpensantes. Sin embargo, inmediatamente después, en julio, hizo aprobar un decreto
que limitaba la libertad de prensa. Y también en esta ocasión pudo contar con el discreto
apoyo del Vaticano: en septiembre, el cardenal Gasparri advertía en una circular al clero
que no participara en la lucha política. La admonición estaba dirigida, en particular, a don
Sturzo, al que en octubre se instó, con igual discreción, a que abandonara el aís. Así, ésta
fue la primera personalidad política obligada a tomar el camino del exilio. También la

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patronal se declaró a favor de la estabilidad de gobierno, y lo mismo hizo el


Partido Liberal.

Envalentonado por los apoyos recibidos, Mussolini pudo así presentarse ante las
Cámaras el 3 de enero de 1925 y pronunciar un discurso en el que asumía toda la
responsabilidad de lo que había pasado, hasta desafiar al Parlamento a llevarle ante la
Alta Corte, un desafío que él sabía muy bien que no sería aceptado.

La Alemania Nazi
Hasta las elecciones de septiembre de 1930, en las que el Partido Nacional-socialista
obtuvo un éxito tan clamoroso como inesperado, muy pocos fuera de Alemania y no todos
en la misma Alemania estaban al corriente de la existencia o conocían el nombre de Adolf
Hitler, un ex combatiente condecorado de la guerra que en la política había encontrado la
realización personal que había estado buscando en la actividad artística durante su
inquieta juventud en Viena. Tras trasladarse a Múnich, se había puesto a la cabeza, en
febrero de 1920, de un pequeño grupo extremista de derecha fundado por el herrero
Anton Drexler –la Deutsche Arbeitspartei (DAP)–, estrenando así su carrera política. Su
primera iniciativa fue la de cambiar el nombre del partido por el de Nacionalsozialistische
Deutsche Arbeits Partei (NSDAP, Partido Obrero Alemán Nacionalsocialista) y redactar un
programa en el que, conforme a la nueva denominación del partido, elementos
«socialistas» como la nacionalización de «todas las empresas de carácter monopolista» y
una borrosa «eliminación de la esclavitud del interés» se acompañaban y se
entremezclaban con elementos de carácter «nacional», como la abrogación del tratado de
Versalles, la formación de una «gran Alemania» y la sustitución del derecho romano con
un Gemeinrecht alemán. Este eclecticismo hacía que el programa del NSDAP tuviera
mucho en común con el de los fasci italianos de 1919, hacia cuyo jefe Hitler nutría una
gran admiración, y ambos se podían considerar subproductos de la posguerra. Por otra
parte, lo que caracterizaba la orientación política del NSDAP respecto de los demás
grupos de derecha alemanes y extranjeros era el antisemitismo del que estaba
impregnado y que constituía su Leitmotiv: a los judíos, en su programa, Hitler les negaba
el derecho a ser miembros de la comunidad nacional alemana (Volksgenosse) y cerraba
el acceso a cualquier cargo público.

La primera salida pública del nuevo partido tuvo lugar en 1923, en la atmósfera candente
que siguió a la ocupación francesa del Ruhr y al estallido de la hiperinflación, cuando,
junto con el general Ludendorff, Hitler organizó y promovió en Múnich un Putsch que
hubiera tenido que ser el punto de partida de una marcha sobre Berlin, corno la de
Mussolini sobre Roma.

Pero al fallarle los apoyos políticos y militares con los que contaba, el intento —pasado a
la historia con el nombre de Putsch de la cervecería— fracasó miserablemente y Hitler fue
detenido y condenado a cinco años de reclusión. De hecho, sólo pasó en la cárcel nueve
meses, durante los cuales escribió la primera parte de su Mein Kampf
(Mi lucha).

Pero de esta experiencia sacó la conclusión de que el único camino realmente practicable
para conquistar el poder pasaba por aceptar las reglas del juego y utilizar sin escrúpulos y

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de forma instrumental la legalidad republicana, y a esta convicción se aferró al retomar la


actividad política, una vez salido de la cárcel.

Los ambiciosos proyectos que perseguía hubiesen sido irrealizables y el NSDAP se


hubiese quedado como una reliquia de la posguerra (en las elecciones de 1928 no sacó
más que el 2,8% de los votos) si la gran depresión no hubiese de nuevo precipitado a
Alemania en la atmósfera de radicalización y exasperación propia de la posguerra. La
violencia y los enfrentamientos entre las varias formaciones paramilitares volvieron a ser
una forma habitual de lucha política y en ella los nazis no se encontraban para nada
incómodos.

En abril de 1932 el gobierno de Brüning, con una de sus últimas medidas, intentó apagar
el fuego de la violencia ilegalizando las Sturmabteilungen (SA) nazis, pero dos meses
después, en junio, el nuevo gobierno del canciller Von Papen retiró esta medida y las
luchas callejeras pudieron así reanudarse. Sólo en Prusia se contaron en pocas semanas
noventa y nueve mueros y más de mil heridos. En este clima de total crispación las
consignas más extremistas se hacían creíbles y el NSDAP se convertía en un poderoso
polo de atracción para los rencores y las frustraciones de los que habían conocido los
tiempos amargos de la posguerra y de la inflación y para las aspiraciones de muchos
jóvenes que sólo conocían la desolación del presente y esperaban confusamente una
regeneración. Humores y reacciones psicológicas de este tipo existían en todos los
estratos sociales y eso explica la composición extremadamente heterogénea que
caracterizaba al NSDAP respecto de todos los demás partidos políticos alemanes. A la
altura de 1930, entre sus afiliados el 28,3% eran obreros, el 25,6 % empleados, el 14 %
campesinos, el 20,7% trabajadores independientes y el 8,3 % funcionarios. Cierto que un
consenso caracterizado por un nivel tan alto de emotividad podía evaporarse tan
rápidamente como se había formado, pero Hitler sabía cómo cimentarlo y capitalizarlo.

No sólo era un orador capaz de enfervorizar a su audiencia, sino un maestro en el uso y la


combinación de cualquier técnica de agregación y movilización, tanto las bien
experimentadas propias del movimiento obrero y de sus organizaciones de masas como
las del fascismo italiano o del comunismo soviético, o también las menos llamativas, pero
más eficaces, de la gradual infiltración en asociaciones profesionales y recreativas hasta
alcanzar su control. Sobre todo, estaba convencido del valor movilizador de la acción
ejemplar y de ello se encargaban sus SA, que siempre figuraban en primera fila en los
desfiles y en las manifestaciones de masas del NSDAP, inspirando en los participantes un
sentimiento de seguridad y de inalibilidad de la victoria. Cuando, en agosto de 1932, un
tribunal condenó a muerte a cinco nazis culpables de haber matado a un comunista en su
casa y ante su familia, Hitler no dudó en expresarles su solidaridad y estigmatizar la falta
de patriotismo de los jueces.

Con las dimisiones del gobierno de Brüning en mayo de 1932 el edificio de la República
de Weimar ya se tambaleaba. Otro fuerte golpe lo recibió de la decisión que en julio tomó
Von Papen de desautorizar al gobierno prusiano encabezado por el socialdemócrata Otto
Braun. Por una de esas paradojas de las que la historia es tan generosa, la misma Prusia
que había sido el baluarte y el símbolo de la conservación, ahora acababa siendo la
última fortaleza de una democracia asediada.

Los meses que mediaron entre julio de 1932 y enero de 1933 se caracterizaron por una
actividad política intensa e incluso frenética. Los alemanes fueron llamados dos veces a
las urnas, a finales de julio y a principios de noviembre, y dos gobiernos se sucedieron, el

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de Von Papen, un aristócrata racé que casi por casualidad era miembro del Zentrum y de
éste fue expulsado al convertirse en canciller, y el del general Kurt von Schleicher, el más
escuchado, después de la dimisión de Gróner, de los consejeros de Hindenburg. El
primero duró pocos meses y el segundo, pocas semanas. En realidad, este sucederse de
elecciones y gobiernos no era sino el indicio de cómo los mecanismos de la democracia
weimariana ya giraban en el vacío, casi una pantomima a la espera de que el telón bajara
definitivamente. El juego político real, en el que se decidía el destino del país, se
desarrollaba en los bastidores, en una espesa trama de contactos y encuentros, y sus
interlocutores y protagonistas eran los que de verdad contaban, la camarilla que se había
formado alrededor de Hindenburg, cada vez más ausente y desorientado, los altos
mandos militares, la poderosa Liga Rural Alemana, desde siempre expresión y portavoz
de los intereses de la nobleza agraria del lado oriental del Elba, algunos sectores y
exponentes de las finanzas y de la industria y, naturalmente, el incómodo Adolf Hitler.
Durante estos contactos y negociaciones, varias hipótesis se sucedieron. Von Papen
avanzó una solución autoritaria que pusiera fin al régimen de los partidos, incluidos los
nacionalsocialistas, y sin excluir a este fin la posibilidad de un golpe de estado.

Su sucesor, Von Schleicher, contando con la posible escisión del NSDAP de su ala
izquierda encabezada por Georg Strasser, apostó en cambio por la formación de un
gobierno basado en la colaboración entre organizaciones sindicales y jerarquías militares
similares a la que se había producido durante los años de la guerra.

Ambas soluciones demostraron ser ilusorias, al prescindir de la posición de fuerza de los


nacionalsocialistas, que, aunque habían retrocedido en las elecciones de noviembre
respecto de las de julio, seguían representando a un tercio del electorado y se habían
convertido en el primer partido. Hitler, quien había rechazado repetidas veces el cargo de
vicecanciller, insistía, en efecto, en reclamar para sí la cabeza del gobierno y al final
Hindenburg, que nutría hacia él sentimientos de animadversión, tuvo que aceptarlo.

El 30 de enero Hitler asumía el cargo de canciller, con Von Papen corno vicecanciller. Del
nuevo gobierno formaban parte sólo dos ministros nazis y Hitler había tenido que
comprometerse a despachar con Hindenburg sólo en presencia del vicecanciller. De este
modo el presidente y sus consejeros pensaban tenerlo controlado y esperaban a que su
popularidad se deshinchara y a que quedara claro que no podía cumplir con sus
promesas demagógicas para liberarse de el. El resultado de las elecciones de noviembre,
en que, como se ha visto, los nazis habían perdido dos millones de votos, sustentaban
esta persuasión y esta previsión. Por otra parte, ésta era la opinión más generalizada en
los ambientes diplomáticos y entre los estadistas europeos. Más sorprendente es el hecho
de que esta miopía política estuviese difundida también entre los adversarios más
enconados de Hitler. Muchos comunistas, por ejemplo, creían que el ascenso de Hitler al
poder era una etapa necesaria en el camino de la instauración de la dictadura del
proletarriado por la que luchaban y el Partido Comunista Alemán, al hilo de esta lógica
perversa, no dudó en empeñarse en acciones convergentes con las de los nazis. Cuando,
tras la llegada de Hitler al poder, los comunistas lanzaron el llamamiento a la huelga
general, ya habían perdido su credibilidad y su invitación no fue secundada por los
socialdemócratas, desesperadamente aferrados a la idea, también carente de
perspectivas, de «salvar lo salvable». La izquierda alemana, que en las elecciones de
noviembre había sumado el 36 % de los votos, pagaba así con una derrota sin gloria sus
errores y sus divisiones. A pesar del precedente italiano, no se había percatado de que un
movimiento contrarrevolucionario, corno era el nazismo, era cualitativamente distinto de
los tradicionales movimientos reaccionarios o conservadores y que poseía un arraigo y

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una fuerza muy superior a la de éstos. Que eso no lo comprendieran los viejos
aristócratas como Von Papen no puede sorprender. En cambio, sorprende el que no lo
comprendieran los que, como los comunistas, habían dedicado su vida al movimiento
revolucionario.

En las negociaciones para formar su gobierno, Hitler, superando la oposición del líder de
los populares Hugenberg, había obtenido que en breve término se celebrasen nuevas
elecciones, confiando en el efecto de arrastre que tendría su ascenso al poder. La fecha
se fijó en el 5 de marzo y la campaña electoral estaba en pleno desarrollo cuando la
noche del 27 de febrero el edificio del Reichstag fue destruido en
un incendio.

Cualquiera que fuese el que prendió el fuego, si el desequilibrado holandés que fue
detenido o, más probablemente, una unidad de las SA, lo cierto es que esta circunstancia
brindaba a Hitler la ocasión para reforzar su poder personal y dar otro apretón de tuercas.
La responsabilidad se dejó recaer sobre los comunistas y cuatro il de ellos, incluido
Georgi Dimitrov, el futuro dirigente de la Internacional Comunista, fueron detenidos.
Acabaron en la cárcel también muchos opositores e intelectuales, entre ellos Karl von
Ossietzky, el director de la revista Weltbühne, que terminará sus días en un campo de
concentración tras haber sido galardonado con el premio Nobel de la Paz. Al día siguiente
al incendio del Reichstag, Hindenburg, presionado por Hitler, firmaba un decreto «en
defensa del pueblo alemán» que suspendía todos los derechos y las libertades
constitucionales y prescribía la pena de muerte por una serie de atentados contra el
estado. En esta atmósfera de terror se celebraron las elecciones del 5 de marzo.

El NSDAP, con el 43,9 % de los votos, y los partidos de derechas aliados obtuvieron la
mayoría absoluta, pero no la de dos tercios necesarios para reformar la constitución y
atribuir a Hitler los poderes absolutos que reclamaba. Pero igualmente alcanzó su objetivo
gracias a la anulación de la elección de los 81 diputados comunistas y a la debilidad del
Zentrum. En el momento del voto, el 23 de marzo, los únicos que se opusieron fueron 94
de los 120 diputados del SPD. A los diputados comunistas e les prohibió participar en el
voto. Así terminaba la República de Weimar y se iniciaba la Gleichschaltung
(«sincronización») nazi.

Esta implicó a todo el sistema politico e institucional sobre el que se había sostenido
Alemania en la posguerra: los partidos, desde los comunistas hasta los nacionalistas,
fueron disueltos, con la obvia excepción del partido nacionalsocialista, que en julio se
convirtió en el único partido legal; los sindicatos fueron unificados en el Deutsche
Arbeiterfront «Frente alemán de los trabajadores», DAF); en los Lünder, unos
plenipotenciarios enviados desde el centro (Reichsstatthalter) sustituyeron a los
organismos electivos; en las universidades los rectores también fueron nombrados desde
arriba; la prensa y los demás medios de comunicación fueron puestos bajo el estricto
control de un ministerio de nueva formación, el ministerio «para la información popular y la
propaganda», encabezado por el más intolerante entre los jerarcas nazis, Joseph
Góbbels; la propia gloriosa academia prusiana, fundada por Federico II, fue purgada y
normalizada: dejaron de formar parte de ella, entre otros, Heinrich Mann y Kate Kólwitz.
La Gleichschaltung no perdonó tampoco a las Iglesias protestantes. Apoyándose en el
movimiento de los «alemanes cristianos», para los que Jesucristo era un ario y San Pablo
un rabino, un judío, el régimen intentó unificar en una Iglesia nacional bajo la guía de un
Reichsbischofy bajo control del Ministerio de Asuntos
Eclesiásticos.

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Sin embargo, al constatar cuán fuertes eran las resistencias a este intento de politización
por parte de la mayoría de los creyentes y de prestigiosos representantes religiosos, como
el pastor berlinés Martin Niemóller, el régimen modificó su postura y renunció al proyecto,
pero al mismo tiempo alentó al movimiento de los «creyentes en Dios» (Gottglaubi ger) y
dejando rienda suelta a la propaganda de las teoría neopaganas de Alfted Rosenberg. En
cuanto a la Iglesia católica, las relaciones con ella fueron reguladas por un tratado entre el
Reich y la Santa Sede en julio de 1933, según el cual, como en el concordato italiano de
1929, ésta se comprometía a no interferir en la vida política a cambio de garantías acerca
de la libertad de culto y de las escuelas católicas.

La interpretación y la aplicación de estas garantías por parte de las autoridades nazis no


tardó en revelarse muy restrictiva y en marzo de 1937 el pontífice Pío XI formuló su
protesta en la encíclica Mit brennender Sorge, en la que se denunciaban no sólo las
violaciones del tratado, sino también la ideología racista y las persecuciones de
los judíos.

Pero existía una institución que, por su prestigio y por su fuerza no podía ser
«sincronizada»: el ejército. Si entre los jóvenes oficiales había muchos simpatizantes del
nazismo, los altos mandos seguían fieles al principio, enunciado en su tiempo por Von
Seekt, del apoliticismo de la Wermacht como un cuerpo separado, auténtico estado dentro
del estado.

Además, algunos de ellos, como el general Von Seeck, futuro jefe de estado mayor, o el
coronel Von Stauffenberg, quien en julio de 1944 protagonizará un atentado contra Hitler,
pensaban que el ejército tenía el deber moral de oponerse al gobierno en caso de que
resultase claro que éste arrastraba al país a la ruina. En todo caso, era general la
preocupación por la creciente intromisión de las SA, integradas por un millón de hombres
y a cuya cabeza se encontraba un personaje, Erich Róhm, que no ocultaba sus
ambiciones políticas e invocaba una «segunda revolución». La hostilidad o incluso
simplemente la frialdad de la Wermacht era algo que Hitler no podía permitirse y por eso
decidió actuar a su manera, de forma «quirúrgica». En la madrugada del 30 de junío de
1934, unidades de la policía y de las SS, un cuerpo de incondicionales nacido en origen
como guardia personal del Führer, tornaron por sorpresa y mataron a Róhm, Strasser y un
número indeterminado de sus seguidores, aprovechando la ocasión para liberarse
también del general Schleicher y de su ayudante de campo. A pesar del asesinato de uno
de sus más altos xponentes, la Wermacht, que había proporcionado los medios de
transporte para la operación, no rechistó: su objetivo, la liquidación política de las SA,
había sido conseguido. Pocas semanas más tarde, el 2 de agosto, moría Hindenburg y
Hitler convocaba un plebiscito para pedir la unificación de los cargos de canciller y
presidente, obteniendo una mayoría aplastante.

Ahora era, más que nunca, el Führer y con este título, además del de comandante en jefe
de las fuerzas armadas, la Wermacht, en aquel mismo día 20 de agosto, le juró fidelidad.
Por su parte, él se comprometió, con una carta dirigida al ministro de la Guerra Blomberg,
a reconocer en la Wermacht «la única fuerza armada de la nación».

Sin embargo, ello no le impidió mantener vivas y en servicio a las SS y posteriormente


potenciar sus efectivos.

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Así, la Gleichschaltung estaba terminada. Por otra parte, no cabe pensar que el Reich
fuese una máquina perfectamente engrasada y en funcionamiento. Como sucedió en
otros estados totalitarios, la centralización del poder conllevaba la formación de una serie
de burocracias paralelas, cuyas competencias se entrecruzaban y con frecuencia
entraban en conflicto, dando pie a una especie de «policracia» que sobrevivió incluso
durante la guerra, perjudicando notablemente la eficacia del aparato productivo.

Lo que diferenciaba el tercer Reich de las demás dictaduras era la legitimación ideológica
que reclamaba para sí. En efecto, se definía a sí mismo como una «unión popular» o
Volksgemeinschaft de la que formaban parte como ciudadanos (Reichsbürger) todos los
«miembros del estado de sangre alemana», quienes «con su comportamiento den prueba
de estar dispuestos a adoptar y servir fielmente al pueblo y al Reich». Semejante
definición excluía a los opositores del régimen y a los quinientos mil judíos alemanes
quienes, en su calidad de Staatsgehari ge, es decir, «miembros del estado» pero no «de
sangre alemana», no gozaban de los derechos de los ciudadanos.

A éstos se les prohibió no sólo contraer matrimonio con judíos, sino también mantener
con ellos relaciones «extramatrimoniales». Así estaba escrito en las leyes de Núremberg
de septiembre de 1935, que pueden definirse como la macabra guinda en la tarta del
nazismo. En el momento de su promulgación los campos de concentración hacía tiempo
que estaban en función –Dachau lo estuvo desde 1933, mientras que Auschwitz, el más
tristemente famoso, fue abierto en 1941– y su población estaba en constante aumento.

El mundo de los años treinta conocía otros ejemplos de totalitarismos basados en la


práctica de las expulsiones, las represiones y el exterminio de masas, y en breve
volveremos sobre ello. Pero ninguno de ellos asumía como principio de su legitimación el
concepto biológico y bárbaro de la raza y de la desigualdad de las etnias.

El ascenso de Hitler al poder coincidió con el principio de la superación de la depresión.


En enero de 1933 el número de los desempleados era todavía espantosamente alto, pero
ya a finales de año había comenzado a descender.

También la producción industrial daba señales de recuperación. Pero hacía falta alentar
este principio de mejora de la coyuntura y a este fin el gobierno nazi lanzó un plan
imponente de obras públicas, que preveía, entre otras cosas, la construcción de una red
de autopistas. Las inversiones públicas, que entre 1928 y 1932 habían descendido
llamativamente, volvieron a aumentar y ello contribuyó a la disminución
del desempleo.

Esto se vio facilitado también por las medidas dirigidas a excluir a las mujeres de todos
los sectores de la administración pública para devolverlas al papel de madres y esposas
que, según la doctrina nazi, les pertenecía. Conforme a esta misma doctrina y al mito de
la defensa de los caracteres originales del pueblo alemán y de su sanidad moral, el «jefe
de los campesinos del Reich», Walter Darré promulgó una ley de «herencia de las
factorías» que sancionaba la inalienabilidad y la indivisibilidad de un número considerable
de propiedades rurales. De esta forma, se pretendía frenar el flujo de inmigración hacia
las ciudades, pero la ley no dio los resultados esperados.

A medida que el nivel de la vida económica se reanimaba, también aumentaba la


necesidad de las materias primas —petróleo en primer lugar, pero también goma,
minerales ferrosos, bauxita, etc.— de las que Alemania carecía o era pobre. También

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desde el punto de vista alimentario, el país no era del todo autosuficiente y la política
agrícola de Darré no había contribuido a mejorar la situación, sino todo lo contrario. La
balanza comercial, que hasta 1932 había permanecido ampliamente en activo, registró, a
partir del primer cuatrimestre de 1934, una creciente pasividad. Dada la escasez de
reservas de oro y de divisas extranjeras de las que disponía el Reich, esto representaba
un riesgo para la estabilidad del marco y amenazaba con reactivar la espiral de la
inflación, con consecuencias negativas para el nivel de las rentas, de los consumos y de
la propia ocupación. La salida a este impasse la indicó Schacht, que Hitler, para
tranquilizar a los ambientes financieros e industriales, había vuelto a colocar a la cabeza
de la Reichsbank y que en 1934 fue nombrado ministro de Economía. En el discurso que
pronunció para la inauguración de la Feria de otoño de Leipzig de 1934, el nuevo ministro
esbozó las lineas de su Neuer Plan («nuevo plan»; el término remedaba el New Deal de
Roosevelt), que consistía esencialmente en un intento de reglamentar el comercio exterior
sobre la base de principios de complementariedad y, según la expresión del propio
Schacht, del trueque. En otras palabras, a partir de ahora Alemania importaría sólo de
aquellos países que estuviesen dispuestos a importar a su vez mercancías alemanas,
según un criterio de compensación. Naturalmente, semejante plan comportaba la
reorientación del comercio exterior alemán y la búsqueda de nuevos socios, como los
países balcánicos y los de Latinoamérica: con ellos, corno se ha visto, el volumen de los
intercambios registró un fuerte crecimiento. Pero acuerdos satisfactorios de
compensación se estipularon también con Inglaterra y con la propia Francia. Mientras
tanto, se impulsaba la investigación y la experimentación de nuevos materiales sintéticos,
capaces de sustituir las materias primas importadas. En este campo se empeñó
especialmente el gran complejo "industrial de la 1. G. Farben.

Pero se trataba de un modelo de desarrollo económico artificial y precario y en todo caso


incompatible con las importantes inversiones en el rearme que pedían el partido y el
ejército, y en particular los ministros Göring y Blomberg. Schacht era plenamente
consciente de ello y se esforzó para resistir a las presiones que se ejercían sobre él. Si
quería rearmarse, la única solución practicable era la de encontrar los fondos necesarios
operando una eestructuración económica general que privilegiara los sectores industriales
vinculados a la producción bélica respecto de los de bienes de consumo y que llevara a
cabo una severa reglamentación del trabajo, incluidos los horarios y las retribuciones.
Este era el camino por el que se pronunciaba y luchaba el coronel Georg Thomas,
responsable de la sección para la movilización económica de la Wermacht, Hitler se negó
a elegir entre «mantequilla y cañones», en el sentido de que quiso las dos cosas. A partir
de 1936, los gastos en armamentos conocieron un drástico incremento, pasando de
cuatro mil millones de marcos en 1934 a dieciocho en 1938 y en octubre de 1936 se
promulgó un plan cuatrienal que tenía el objetivo de realizar un ambicioso programa de
expansión económica orientada al rearme, cuya realización se confió a Góring, al que se
otorgaron poderes muy amplios. En noviembre de 1937, Schacht fue destituido de su
cargo ministerial y posteriormente fue también apartado del Reichshank. Mientras, los
trabajadores, en particular los especializados, continuaron percibiendo salarios adecuados
y en 1938 ciento ochenta mil de ellos disfrutaron de sus vacaciones pagadas en los
cruceros organizados por la Kraft durch Freude, la organización recreativa del DAF. En
1937 arrancó la producción del Volkswagen y para muchos alemanes poseer un automóvil
pareció un objetivo al alcance de la mano. El desempleo había bajado hasta un nivel
insignificante y a pesar de los prejuicios antifeministas del régimen, la misma ocupación
femenina había aumentado. La gente volvía a tener confianza y volvía a tener hijos:
Alemania fue el país «blanco» que conoció en los años treinta el mayor incremento
demográfico. En suma: había mantequilla y habría cañones.

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Pero Hitler y sus colaboradores se daban cuenta de que una política económica de este
tipo no era sostenible a medio plazo y que los recursos internos tenían un límite. No
obstante, en su opinión la solución de la que en términos económicos era una cuadratura
del círculo se podía encontrar en términos políticos, y especialmente de política exterior.

Se trataba de ransformar el Lebensraum económico en el que vivía Alemania en un


Lebensraum político. Ésta es la idea básica que se encuentra en un memorándum que
Hitler redactó en el verano de 1936 en su retiro de Berchtesgarten v de cuyo contenido
informó sólo a Góring y Blomberg. La idea de una expansión hacia el este, mucho más
allá de los territorios perdidos en Versalles, era su Leitmotiv. Para conseguir este objetivo
era necesario, sin embargo, desvincularse de las obligaciones y los condicionamientos
internacionales a los que Alemania estaba sometida.

El primer paso en este camino fue la decisión, ya mencionada, de abandonar la


conferencia del desarme y la SDN, decisión que Hitler se apresuró a someter a plebiscito,
obteniendo también en este caso una mayoría aplastante. Esta primera medida, que en
cierto sentido podía parecer obvia, si no obligada por su propia demagogia, no fue
seguida, en el transcurso de 1934-1935, por otras iniciativas capaces de suscitar
particular alarma en la comunidad internacional. Si el tratado de no agresión con Polonia,
en enero de 1934, despertó inquietudes en Francia, tradicionalmente aliada y protectora
de Polonia, y todavía más en la Unión Soviética, otros, en cambio, lo juzgaron corno una
renuncia, por lo menos provisional, a la revisión de las fronteras orientales. Mayores
preocupaciones suscitó el Putsch promovido por elementos pronazis en Viena, en julio de
1934, pero Hitler se apresuró a declarar su desvinculación de los hechos y a llamar a
consulta a su embajador en Viena. La reacción más resentida fue la de Italia, que envió
sus tropas a la frontera con Austria. La temida perspectiva de una convergencia entre los
dos dictadores parecía así alejarse, lo que constituía otro elemento de tranquilidad. Así se
explica cómo, al vencer el término previsto por el tratado de Versalles, en enero de 1935,
pudo celebrarse el referéndum para decidir el destino del Sarre. Ésta era una región
católica caracterizada por una fuerte presencia obrera; no obstante se expresó con
aplastante mayoría en favor de la anexión al Reich.

A partir de 1935, a medida que el nuevo curso económico y el plan cuadrienal iban
desarrollándose, la política exterior del nazismo cambió de registro y de tono. Pero de eso
nos ocuparemos más adelante. En ese momento, a raíz de la llegada del nazismo al
poder en Alemania y a pesar de las rencillas pasajeras entre Hitler y Mussolini, el
fascismo había dejado de ser un fenómeno italiano para convenirse en un fenómeno
internacional. Partidos y movimientos fascistas o profascistas se habían formado e iban
consolidándose en muchos países europeos: en la Austria de Dollfuss, en los países de la
Europa oriental, en Bélgica, con los rexistas de Degrelle, en Francia, con el movimiento
francista, en España, con la Falange de José Antonio Primo de Rivera, en Finlandia y en
los países bálticos, y en la misma Inglaterra, con Mosley.

Paralelamente, también el antifascismo se convirtió en un fenómeno internacional, una


orientación general en la que se reconocían y convergían no sólo los partidos de la
izquierda obrera, sino también amplios sectores de la opinión pública europea e
internacional. A la formación de esta orientación antifascista contribuyó notablemente la
masiva emigración de políticos e intelectuales desde Alemania. La lista de sus nombres
es de masiado larga como para no correr el riesgo de omisiones: bastará con recordar los
nombres más conocidos, como los de los hermanos Mann, de Albert Einstein, Walter

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Cropius y Bertold Brecht. Entre los políticos, recordemos a los dirigentes


socialdemócratas que reconstituyeron en Praga el partido que Hitler había disuelto y a
Willy Münzenberg, que orquestó la campaña de solidaridad hacia Dimitrov, quien,
acusado de haber participado en el incendio del Reichstag, llegó a transformar su proceso
en un acto de acusación contra el nazismo.

Así pues, la instauración del nazismo en Alemania estuvo en el origen de una de las
mayores migraciones de intelectuales de la historia contemporánea. Una de sus
consecuencias fue la disgregación de lo que quedaba de la comunidad científica que la
primera guerra mundial había puesto en crisis, pero no destruido. Tampoco la ciencia se
libraba de la compartimentación y la división del mundo. Los avatares de los físicos,
quienes, como Einstein o Szilard, se fueron a Norteamérica y quienes, como Heisenberg y
Von Weiszácher, siguieron trabajando en Alemania, avatares que tuvieron su epílogo en
Hiroshima, son demasiado conocidos para que sea necesario recordarlos. También esta
disgregación y esta instrumentalización de la ciencia forman parte del precio que la
humanidad ha pagado por el nazismo y también éste fue un aspecto no secundario del
triste inventario y del balance desolador que tienen que hacer quienes evoquen la historia
de los años entre las dos guerras.

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